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The Canon and the Unity of the Scriptures

Ricardo Aldana, para Communio americana

EL DIOS UNO Y TRINO COMO UNIDAD DE LA ESCRITURA, DESDE LA


ESPECIAL FUNCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO COMO UNIÓN DEL PADRE Y
EL HIJO.

La cuestión de la unidad de la Escritura y sus presupuestos de fe

La unidad de la Escritura emerge siempre de nuevo en la conciencia de la


teología y de la exégesis como un misterio de Dios mismo. Decimos misterio en
el sentido tradicional de una «Verdad sacramental», es decir, como describe J. H
Newman, «una gracia preciosa e invisible alojada en una forma exterior, un
depósito que pide ser amado y conservado con piedad y devotamente por amor
a la realidad celestial que contiene»1. Desde el primer momento, ante la Biblia
estamos frente a algo más que lo que podremos nunca comprender, ante
palabras humanas que expresan la única Palabra de Dios. La inspiración divina
de las palabras humanas de la Escritura es la primera y la permanente garantía
de su unidad: ésta es entonces un misterio por su origen en Dios. Pero también
el contenido de la Escritura conforma una unidad singularísima que está en el
centro mismo de toda reflexión teológica y que es un misterio insondable: la
unidad de los dos Testamentos es el origen de la confesión de la fe cristiana y
por eso el punto de partida nunca dejado atrás de la teología. En fin, la Escritura
contiene la revelación de Dios, la única Palabra del Padre, que expresa todo lo
que Dios es y su beneplácito (eudokía) respecto de la creación. Pero lo expresa
misteriosamente mediante la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, que
contiene en sí múltiples misterios particulares, también cada uno de ellos
insondables: la unidad interna del Antiguo Testamento imposible de cerrar en sí
misma, la variadísima referencia de los libros del Nuevo al Antiguo Testamento
(pues no es la misma en Mt que en Jn, o en Rom o en Apoc), gracias a la cual
siempre de nuevo adviene desde la Palabra como promesa la Palabra
definitivamente entregada, y siempre de nuevo esta Palabra, como
“novissimum”, “eschaton” (Hebr 1, 2), recoge la humanidad entera desde la
misión histórica de Israel de mediar entre la humanidad y Jesucristo 2. Y hay que
mencionar lo relativo a la unidad interna del Nuevo Testamento, la
composición del Evangelio a partir de cuatro evangelios, las distintas teologías

1
Sermón 18 de los Sermones parroquiales, cit. por Louis Bouyer, Newman. Le mystère de la foi,
Ginebra 2006, 63.

2
Cf. Hans Urs von Balthasar, Herrlichkeit I. Schau der Gestlat, Johannes Verlag Einsiedeln, Trier3,
1988 604-619.
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cristianas en los distintos libros. Toda la revelación de Dios está contenida en la


Escritura, porque toda la salvación está en ella. Pero precisamente como
misterio, en el sentido dicho. Por eso, como pensaba Newman, la cuestión no es
si determinadas verdades están o no están en la Escritura, porque nadie puede
delimitar lo que hay en ella.
La unidad de la Escritura por su origen y por su contenido, por la obra
del Espíritu y por la manifestación del Verbo, es un datum con el que ha de
contar toda exégesis. El sentido literal de la Escritura, como es entendido, por
ejemplo, por Santo Tomás de Aquino en sus comentarios bíblicos ad liheram
(Super Iob, Super Isaiam) no es sólo la literalidad de cada texto en su
comprensión lo más cercana posible a la intención del autor humano, sino que
es propiamente el sentido que da a cada libro, a cada versículo, el conjunto de la
Biblia. Nos parece que, en el fondo, tal concepción antigua del sentido literal es
la misma visión de la que nace la «lectura canónica» de la Escritura como se
propone recientemente para superar la fragmentación que puede producir la
exégesis pormenorizada. En cualquier caso, esta unidad no puede ser reducida
a un hecho literario como hay otros. Aunque la Biblia puede ser considerada así,
porque de hecho es un libro, ya en cuanto tal no se puede encontrar la fuente de
su unidad: no es sólo la religión de Israel, no es sólo la historia de este pueblo.
Se ha podido sugerir una hermenéutica en la que la unidad de la Biblia sea
finalmente dada por el lector, que la crea o la recrea. Tomada esta idea
teológicamente equivaldría a una concepción del canon de la Escritura según la
cual es la Iglesia, que lee la Escritura, la que crea la unidad con su lectura. Pero
la dificultad de esto no es tanto la petitio principii de una lectura que crea su
libro; de hecho, es la Iglesia la que ha creado la Escritura, la que ha puesto
palabras humanas para expresar la Palabra divina. La dificultad de un círculo
hermenéutico que termina en el lector, en el caso de la Biblia, es que no existe
un sujeto capaz de encontrar el sentido de toda la Escritura, sino que la Iglesia
misma en su totalidad se ve desbordada por la palabra que ha recibido. Tiene
que haber otro Lector, capaz de reconocer el sentido de tales palabras. El canon
mismo que la Iglesia determina tiene que obedecer a esa otra lectura, a esa otra
norma (canon), a esa otra aceptación de la palabra bíblica como canónica, como
vinculación que ata al cielo con lo dicho en la tierra.
Podríamos preguntarnos en modo filosófico-religioso qué significa que
Dios hable. ¿Dios se ha dicho? En alguna escuela de teología musulmana se
convierte en tesis explícita lo que es una tendencia más general en el Islam, el
sostener que Dios determina todo sin diálogo alguno, que el Corán ha sido
escrito en el cielo, es eterno con Dios y no hay un autor humano de él. El Profeta
lo ha recibido del cielo ya concluido y no hay diálogo ninguno. Todo está
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escrito y dicho para siempre3. En esta visión, propiamente Dios no habla, no se


expresa ante nadie. La teología judía prefiere poner una distancia entre Dios,
creador de la palabra, y la palabra misma, por lo que cabe siempre la cuestión
de hasta dónde el «dabar Adonai», la palabra de Dios, es realmente la palabra
interna de Dios, Dios mismo, en la que Dios se ha entregado. Pero, como ha
mostrado Claude Bruaire, la teología negativa no es la última palabra sobre
Dios, porque la filosofía no puede descartar que en Dios hay palabra (langage
en Dieu) y que esa palabra nos puede ser dirigida (langage de Dieu)
posibilitando nuestra oración como respuesta (langage à Dieu); y, esto, según
Bruaire, lo verifica ya la filosofía, ciertamente cuando se ha beneficiado de la
revelación, por la estructura misma de la lógica de la palabra humana, en
relación silogística con el deseo y con la libertad4. De hecho la filosofía ha
encontrado con frecuencia en la Biblia un estimulante para su tarea. La idea
cristiana de la revelación empieza con el hecho de que Dios se ha dicho, y dicho
la verdad última de sí mismo, no verdades secundarias: «La Palabra era Dios...
la Palabra se hizo carne». Y la Biblia recoge esta única Palabra en las palabras
humanas como testimonio del Espíritu Santo sobre el amor eterno con el que el
Padre ha pronunciado esta Palabra y con el que ésta dice al Padre. Por eso
necesariamente la Biblia es la última palabra sobre Dios y sobre la creación5 . Si
Dios ha hablado, ha dado su propio Lógos en cierto modo perdiéndolo, y no lo
puede recuperar sino mediante el amor con el que le es devuelto.

In Christo

La cuestión de la unidad de la Escritura, es, como se puede ver, una cuestión


cristológica: el contenido de las palabras de la Escritura es la Palabra del Padre,
Jesucristo, y el decirse de Dios en esta Palabra es, inseparablemente, tanto un
aparecer de Dios entre los hombres como un darse de Dios a ellos6 . La

3
Cf. R. Arnaldez, EL CREYENTE MUSULMÁN, en Julien Ries (coordinador), Tratado de antropología
de lo sagrado [5], Madrid 2005, 359-361.

4
Cf. Claude Bruaire, L’affirmation de Dieu. Essai sur la logique de l’existence, Seuil 1964, 179 y sobre
todo 229-252.

5
Cf. Hans Urs von Balthasar, WORT, SCHRIFT, TRADITION en Verbum Caro, Johannes Verlag
Einsiedeln, Freiburg3 1990, 20-24.

6
Nos valemos en esta afirmación de la coordinación entre metafísica y teología que supone la
gran trilogía teológica de H. U. von Balthasar: el aparecer glorioso de Dios (Estética teológica)
corresponde, con libertad divina, a la belleza como cualidad trascendental del ser, el darse de
Dios (Teodramática) corresponde a la bondad, el decirse de Dios (Teológica) a la verdad del ser.
Cf. Epilog, Johannes Verlag Einsiedeln, Tier 1987, 45-66.
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revelación y la salvación son concomitantes, y se identifican la una con la otra


en el punto en el que Dios mismo está, según su esencia que es el Amor, ante el
hombre. Si Ferdinand Ulrich ha mostrado en su meditación filosófica sobre la
Torre de Babel, la necesidad de una única palabra en la pluralidad de los
lenguajes, la palabra del ser como amor, es decir, la necesidad de una única
palabra de lo Alto para que lo que dice el lenguaje en la tierra tenga sentido7,
con más motivo se evidencia que la pluralidad de las Escrituras tiene necesidad
del Verbum abbreviatum en Cristo8 para poder trasmitir su contenido. La
relación entre la necesidad metafísica y la teológica no es extrínseca, porque la
recapitulación de la Escritura en Cristo guarda una cierta identidad con la
recapitulación en Él del destino de la creación, presupone por tanto la primera
palabra del Creador, la «occulta inspiratio vocationis» (San Agustín), que es la
primera forma del ser creado9.
Todo esto nos obliga a acercar las nociones de revelación de Dios y de
inspiración divina de la Escritura, sin hacerlas simplemente coincidir, pero
también sin separarlas. Una formalización lógica de revelación como
manifestación de la verdad de Dios e inspiración como garantía divina de la
inerrancia de la Escritura no corresponde ni a la tradición litúrgica ni a la
tradición teológica antigua. La inspiración es siempre inspiración del Verbo
único de Dios en la letra humana de la Escritura. Pero tampoco coinciden
simplemente la revelación y la inspiración. La revelación es el decirse de Dios
mismo en su Palabra única, la Escritura inspirada es el testimonio del Espíritu
Santo sobre esta Palabra única dicha por el Padre a los hombres y dicha por el
Hijo al Padre con los hombres. La una tiene lugar en la esfera del Verbo, la otra
en la esfera del Espíritu. Pero como no se puede separar el Hijo de Dios y el
Espíritu de Dios, tampoco la revelación y la inspiración. Ciertamente se han de
distinguir, y por eso no todos los lugares de la Escritura tienen el mismo peso
en la revelación de Dios, sino que algunos remiten a otros para alcanzar que
pueda ser reconocida su aportación e importancia en la revelación.
Hay por tanto una cierta identidad entre la Palabra encarnada y la
palabra bíblica, que no se pueden separar adecuadamente, concretamente
porque Jesucristo, «Palabra central que resume las palabras de Dios,... apareció
bajo el signo de la obediencia para cumplir todo lo que era del Padre y redimir

7
Cf. el estudio DIE BABYLONISCHE TRASCENDENZ. DER EINE LOGOS UND DIE VIELEN SPRACHEN, en
Logo-Tokos. Der Mensh und das Wort, Freiburg 2003.

8
Cf. Henri de Lubac, L’Ecriture dans la Tradition, París 1966, 233 ss.

9
Confessiones 11.8.10. Comentando los últimos libros de las Confesiones, afirma H. U. von
Balthasar: «La forma del ser es, por tanto, desde siempre diálogo: llamada de la palabra divina y
–mediante la conversión- respuesta a ella de la criatura» (Das Ganze im Fragment, Johannes
Verlag Einsiedeln, Freiburg2 1990, 26).
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y justificar con ello la creación. Jesucristo lleva a plenitud en la medida en que


permite que su existencia terrena como Palabra-carne sea configurada paso a
paso por todas las formas de la palabra existente en la Ley y los Profetas...
Jesucristo incorpora, pues, la palabra-escritura a su vida, haciendo que esta
palabra-escritura viva en ella, que se haga carne, concreción y plenitud en
ella»10.

De Spiritu Sancto

La unidad de la totalidad de la Escritura se puede entonces concebir a partir de


Jesucristo no sólo como la Verdad que está en el fondo de todas las verdades,
sino más concretamente, como propone Adrian Walker comentando el Jesús de
Nazaret de Benedicto XVI, como la «Gestalt» -configuración orgánica de una
totalidad- de la Escritura11. En efecto, las líneas de la Ley y los Profetas y los
Salmos se dispararían en direcciones distintas y a veces opuestas sin la
atracción que de ellas hace la figura de Jesucristo12, por un lado obediente a esas
líneas, como se ha dicho, por otro Él mismo indeducible a partir de ellas,
novedad absoluta, inicio nuevo absoluto que recapitula y da origen: «El hecho
de que pueda haber Escritura todavía después de Cristo, a pesar de que Él
recapitula en su humanidad la Escritura y realiza en sí todas sus promesas de
vida eterna (Jn 5, 39-40), es la prueba de que Cristo, dando cumplimiento, no
destruye lo que es del Padre;... y de que ese cumplimiento promulga una nueva
promesa para seguir siendo permanentemente lo que es: el que da
cumplimiento, en este ahora concreto, más allá de toda expectativa»13. Por eso,
la unidad de la Escritura es una creación de Cristo14, en el doble sentido de que,
como «Gestalt» de la Escritura, crea la unidad de lo que sin Él no llega a
confluir en un unum, y en el de que, también como «Gestalt» de la Escritura,
trasmite la profundidad de la que procede Él mismo, es decir, el movimiento de
entrega por parte del Padre, como entrega de sí mismo al Espíritu, para que sea

10
Hans Urs von Balthasar, WORT, SCHRIFT, TRADITION en Verbum Caro, Madrid 1964, 22.

11
Adrian Walker, LIVING WATER: READING SCRIPTURE IN THE BODY OF CHRIST WITH BENEDICT
XVI. en Second Spring 12, 2010, 60-70.

12
Cf. H. U. von Balthasar, Herrlichkeit I. Schau der Gestlat 595-604.

13
WORT, SCHRIFT, TRADITION, en Verbum Caro 23.

14
Cf. Henri de Lubac, L’Écriture dans la Tradition, los apartados L’ACTE DU CHRIST, 133-147, y LE
FAIT DU CHRIST 203-220, en los que de Lubac considera a Jesucristo como activo fundador de la
unidad de la Escritura y como objeto de ella.
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Él el que exprese, el que confeccione la unidad: «De una parte el Verbo


Encarnado absorbe dentro de sí la Escritura para hacerla plenamente lo que es:
palabra del Dios Padre en el Hijo. Pero, por otra parte, la hace salir de sí, para
hacerla plenamente lo que es: palabra del Espíritu que Cristo envía al final de
su vida cuando vuelve al Padre»15.
El Hijo de Dios configura la Escritura mediante el acto de la revelación-
salvación del Padre que Él mismo realiza, y mediante el hecho consumado de
esta revelación-salvación, que queda en la esfera del Espíritu. La Escritura
entera es Evangelium Christi y Evangelium de Christo16 , lo primero como
revelación en acto, lo segundo como anuncio de ella confiado al Espíritu Santo.
Pero no se ha de olvidar que el acto mismo de la revelación cumplido por Cristo
es también guiado por el Espíritu desde el principio. Parece aquí verificarse
también esa «inversión trinitaria» de la que habla H. U. von Balthasar 17 como
característica de la «economía», porque el inspirador no es el Verbo mismo, sino
que Éste es llevado también a la letra de la Escritura, por el Espíritu Santo. Y
dicho desde el punto de vista de la vida cristiana, el Padre nos ha dado su
Palabra ya constituida como Escritura, pero también el Amor para decirla: por
divina synkatábasis, algo ha “perdido” el Padre de su Palabra que sólo recupera
por nuestra contemplación, y así le es restituida. En fin, en el acercamiento de la
Eucaristía a la Escritura18, de larga tradición, se hace evidente la deposición in
sinu Patris del Hijo enviado por parte de los fieles, tanto mediante una como
mediante la otra. María concibe «ek Pneumatos hagiou» (Mt 1, 20). Y en el inicio
de la misión a «las doce tribus de Israel», «[to] Pneuma [tou] Theou katabainon
hosei peristeran [kai] erjomenon ep’auton [Iesoun]» (Mt 3, 16); por eso Él
declara, en su presentación en Nazaret, que está el «Pneuma Kyriou
ep’eme» (Lc 4, 18). Se puede decir, entonces, que la Palabra del Padre, entregada
en su kénosis a los hombres, análogamente a como es llevada por el Espíritu
Santo del seno del Padre al seno de María, es llevada por obra del Espíritu
Santo a la letra de la Escritura, de modo que el Padre pueda reconocer su eterna
Palabra, su eterno decirse en Otro, en el tiempo, en la historia bíblica recogida
por la Escritura. No basta la historia vivida de Israel, de Jesús y de la Iglesia

15
WORT, SCHRIFT, TRADITION, en Verbum Caro 24.

16
Cf. H. de Lubac, L’Ecriture dans la Tradition. L. Bouyer, La Bible et l’Evangile. No carece de
importancia la diferencia de perspectivas complementarias de los dos teólogos franceses. De
Lubac expone lo perenne de la exégesis tradicional. La perspectiva de Bouyer es la de una
mirada de fe limpia a la exégesis moderna.

17
Theo-Dramatik II. Die Personen des Spiels. 2. Die Personen in Christus, Johannes Verlag
Einsiedeln2 1998, 167-175. 476-479.

18
Cf. A. Walker, art. cit.
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naciente, se necesita la escatología contenida ya en esa historia, que, por ser


Espíritu, no sustituye esa historia en su temporalidad. La Escritura es el
testimonio del Testigo eterno sobre el amor del Padre y el Hijo abierto a la
creación: habiendo dado realmente su Palabra única, Dios no la ha perdido en
la creación y en la kénosis del Hijo, porque el Espíritu Santo se ha hecho cargo
de la “ruptura” y del “alejamiento”, manteniendo el eterno testimonio que Él
es, ahora desde la respuesta de fe que Él suscita. Dios Padre recibe su Palabra
desde las palabras humanas de los inspirados por el Espíritu de la Verdad,
tanto en la historia vivida como en la historia escrita. El Padre escucha su
Palabra también leyéndola en los libros santos. Si Cristo es el admirable cantor
de los Salmos (San Agustín), es el Padre el que recibe la alabanza de su Hijo
eterno.
Puesto que todo el conjunto de los libros es una unidad dada por el
Espíritu Santo, este sentido literal es ya espiritual, es decir, la letra no da razón
de su propia configuración como unidad literaria, sino que está siempre el
Espíritu de Dios produciéndola. Y en esto reside ya la necesidad de permanecer
abiertos a un magis que se puede seguir denominando sentido espiritual. Este
magis en cierto modo precede la letra de la Escritura, porque la entrega que hace
el Padre de su Palabra al Espíritu que inspira la Escritura es el origen de ella.
Desde otro punto de vista, la lectura canónica de la Escritura supone el canon
ya establecido. Pero el canon mismo es un resultado de la lectura espiritual.
Quizá in facto esse la lectura canónica es, sin más, el sentido espiritual, porque
en el canon está todo el testimonio del Espíritu sobre el Verbo. Pero la lectura
que el cristiano hace de la Biblia reconstruye (in fieri) el canon, sin saberlo, a
partir del sentido espiritual –la autoentrega de Dios como Verbo y Espíritu- que
está en el origen de la Biblia.

Processio Scripturae a Deo in processione Spiritus

Nos queda, sin embargo, una pregunta. La inclusión de la Escritura y de la


historia de la salvación en la donación mutua de las divinas personas, ¿no hace
de la historia, como veía Hegel, un despliegue del Espíritu, que finalmente
reconstruirá la unidad de todo en el solo Lógos, en el cual la alteridad dejará
lugar a una unidad sin diálogo? Y, si así fuese, ¿habría habido realmente alguna
vez algún diálogo de Dios con los hombres, habría Dios alguna vez realmente
dado su Palabra? Esta pregunta, nos parece, no es más que una formulación
particular de aquello que, según Hans Urs von Balthasar, ha sido el «peligro
constante» de la historia del pensamiento cristiano: «justificar lo aparentemente
particular de la historia bíblica ante la universalidad ahistórica de la metafísica,
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aun con el peligro de sostener el eros metafísico como la forma englobante y


robar a la Caritas de Cristo, que es distinta, la fuerza y la sal» 19. Por eso es
pertinente formular la pregunta sobre la unidad de la Escritura, como ha hecho
Harmut Gese, cuando pregunta por ese sustrato ontológico que da unidad a la
Escritura, por decirlo así, desde abajo, como don de la misma revelación desde
arriba: «la revelación pone realidades en las que ella se muestra como
revelación, ella va adelante porque desarrolla y hace ser estas realidades»20.
Gese encuentra en la muerte y resurrección de Cristo la culminación de la
historia de ese «proceso ontológico» creatural que da razón desde abajo a la
Palabra adveniente desde arriba. De este modo Gese vuelve a la cristología de la
Escritura, que descubre una analogía y co-dependencia entre la encarnación del
Verbo y la inspiración de la Escritura. Pero aquí parece volverse al mismo
punto: si la ontología desde abajo de la Escritura es finalmente culminada por la
respuesta de la Palabra encarnada –la muerte y resurrección del Señor- al Padre
que lo envía, ¿ha hablado Dios con los hombres realmente, ya que el sujeto de la
humanidad portadora de la palabra de respuesta es una persona divina? En
otras palabras, ¿a quién ha hablado Dios fuera de Dios?
Desde la teología trinitaria, a priori se ha de decir que la distinción real
del Padre y del Hijo nos permite concebir un auténtico diálogo en Dios, pero in
Spiritu Sancto. Porque si el Padre es suiipsi expressio active generans Filium, y el
Hijo es Patris expressio passive generata, la distinción real entre la persona del
Padre que se dice en el Hijo y del Hijo que dice el Padre requiere que el Padre se
diga al Hijo –para lo cual tiene que dar a Éste toda la divinidad- y el Hijo diga el
Padre al Padre –devolviéndole el don en el más de un «sí, Padre» (Mt 11, 25)-.
Este dativo invierte la actividad y la pasividad del acusativo, pues el Padre
padece el amor por el Hijo que domina filialmente su ser-Padre y con su Amén
(Apoc 3, 1421) a la generación del Padre hace posible la paternidad de Éste. Y el
Hijo en su receptividad del don paterno es ya Eucaristía, Beraká al Padre. Todo
lo cual podría verse reducido a una unidad en la que finalmente la distinción
real de las personas sería absorbida en una especie de superación de la

19
Herrlichkeit III 1. Im Raum der Metaphysik. 1. Altertum, Johannes Verlag Einsiedeln 1965, 27.

20
ERWÄGUNGEN ZUR EINHEIT DER BIBLISCHEN THEOLOGIE, en Vom Sinaí zum Sion, München 1990,
23.

21
Comenta Adrienne von Speyr: «Aquí se hace visible el significado pleno del Hijo como
Palabra, porque Él es más fielmente y más auténticamente el testigo que la Palabra que expresa
lo que el Padre es. Y cuando Él mismo se reduce a una palabra –Amén- Él se muestra
precisamente en esta reducción como Palabra divina, como Hijo». Entre los atributos del Hijo, el
de ser llamado Amén expresa la filiación de modo más completo que otros, porque lo hace ser
algo completamente del Padre y asimilado al Padre; y «expresa perfectamente el venir-del-
Padre y el volver-al-Padre propios del Hijo». Apokalypse, Einsiedeln, 1950, 202-203.
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alteridad22, o a una comunión sin real distinción de las procesiones, del origen,
de las personas en comunión23, si se perdiera de vista que la coeternidad del
amor de las personas divinas es también una tercera persona. En este sentido, si
bien el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, también Él es la unión de
ellos, por un lado como dativo del amor implicado en el acusativo de la acción a
favor del Tú amado (Espíritu del Padre y Espíritu del Hijo), por otro lado como
un nuevo acusativo al que Padre e Hijo refieren su acción mutua, para poder
renunciar verdaderamente al propio yo24 a favor del otro divino.
Esta función del Espíritu Santo en la Trinidad podemos definirla como la
que es propia del amor personal, que une y separa a la vez, porque une en la
distancia de la alteridad real. Si este evento no es amor, tendrá que ser de nuevo
algún proceso lógico en el que, finalmente, no ha sido dada la Palabra. Pero
como ese evento entre el Padre y el Hijo es amor absoluto sin un lógos
precedente que le dé fundamento, no tiene por qué ser sometido a ninguna
lógica de totalidad deplegada25, sino que puede permanecer en sí mismo, es
decir, es persona distinta en la inmediatez y en la diástasis. Es amor en sí en el

22
«Hegel, el filósofo del Espíritu, ha precisamente olvidado al Espíritu Santo: el modo de ser
personal de Él es dejado fuera de consideración y el discurso eclesial sobre Él es totalmente
invertido», L. Oeing-Hanhoff, cit. por Hans Urs von Balthasar en Theologik III. Der Geist der
Wahrheit, Johannes Verlag Einsiedeln, 1987, 40.

23
Algo así parece verse en las ideas de Greshake contra todo «prius» o «prior» en la teología
trinitaria, contra la «taxis», el orden de las procesiones divinas, sostenido por la tradición, que
Grashake explica como influencia helenizante de la filosofía del Uno. Según el teólogo alemán,
la Trinidad de las personas en Dios llevaría de por sí a concebir la divinidad sobre todo como
comunión en condiciones de igualdad, sin ningún «prius⁄prior ontologico o logico» (Il Dio
unitrino, Brescia 2000, 216). Si hoy podemos, dice Greshake, pensar en la Trinidad y la Unidad
de Dios a partir del evento interpersonal, podemos abandonar el modelo del «orden trinitario»
con el Padre como principio, fuente, origen de toda la divinidad (cf. 215-218. 231). Pero el
personalismo al que se acoge Greshake, remitiendo a Lévinas, ¿qué intercambio real, qué
donación real de sí permitiría en el seno de la Trinidad de Dios? El orden de las procesiones
divinas puede haber sido confundido en el arrianismo, y en otras formas anteriores de
subordinacionismo, con la filosofía del Uno, pero es tan claro en la Escritura como la identidad
de Jesús en su relación con Dios.

24
Sobre la necesidad de acercarse al misterio de la Trinidad desde el mandato del Señor de «el
que quiera seguirme niéguese a sí mismo» (Lc 9, 23) cf. Adrienne von Speyr, Das Wort und die
Mystik II. Objektive Mystik, Johannes Verlag Einsiedeln 1970, 116-117.

25
Las alusiones a Hegel de John Milbank en The Verbe Made Strange. Theology, Language, Culture,
Oxford, 1998 (curiosamente, a propósito de Gregorio de Nisa, 208) parecen indicar una teología
bíblica en la que la «divine inverbation» (186) de la creación, la continuación del relato divino,
desplegado en naturaleza corporal y en política, como en el gran silogismo de Hegel, coincide
finalmente con un platonismo en el que no se sabe bien cómo se sostendrá la alteridad. Como
observa F. Ulrich, el evento de narrar por sí sólo tiende al solipsismo (cf. Gebet als geschöpflicher
Grundakt, Johannes Verlag Einsiedeln 1973, p. 10).
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amor del Padre y del Hijo. No es una Palabra nueva, lo que lo reconduciría a la
única Palabra en Dios, sino el modo de decirla y de oírla. No es un Logos
distinto del expresado paternalmente y filialmente, sino el amor que hace
posible y sostiene la distinción de las dos expresiones, y las interpreta
válidamente más allá de ellas mismas.

Ex Maria Virgine

Por eso mismo el Espíritu Santo puede inspirar la Escritura en la que se revela
el Padre diciendo su única Palabra, y puede hacerlo desde el corazón humano
de los hagiógrafos, cuya obediencia de fe es la ontología desde abajo, nos
parece, de la Escritura. Pero, ¿cómo la gracia del Espíritu puede producir esta
inspiración en el corazón humano incrédulo, incapaz de sostener la Alianza o el
seguimiento de Cristo? ¿No quedaría de nuevo todo reducido a la acción divina
que ahora se dice desde lo creatural pero sin que este elemento quede
incorporado realmente en el decir la Palabra? Una concepción de la Escritura
que cae desde arriba, en la que los hagiógrafos participan como órganos que
trasmiten verdades que no sólo no comprenden sino que les son tan ajenas
como Cristo podría serlo a Moisés, no es ya posible, después de las evidencias
de una historia de la tradición de la palabra que llega a ser bíblica sólo después
de muchas generaciones para el Antiguo Testamento y un par de ellas para el
Nuevo. Y querer reconducir la Escritura a una palabra unitaria desde la
profecía, no ya desde el cumplimiento, de modo que éste esté ya en la profecía,
no puede llevar más que a una reducción de la revelación de Dios a
esquemática narrativa.
Adrienne von Speyr ha propuesto de nuevo la analogía entre
encarnación del Verbo e inspiración del Verbo en la Escritura. Pero con un
acento original, novedoso, sencillo y a la vez muy rico en su perspectiva
teológica: análogamente a la encarnación del Verbo, la Escritura está constituida
también por el «elemento mariano» («das Marianische», simplemente «lo
mariano»26 ), que es el fiat pronunciado ante el Ángel de la Anunciación con tal
amplitud de fe que queda a disposición del Espíritu Santo, es el elemento
creatural convertido en fe perfecta que permite la acogida del Verbo que Dios

26
En la lengua alemana es más frecuente la sustantivación de un adjetivo que en otras lenguas.
La noción es semejante a la de «mariana ratio Ecclesiae» de Juan Pablo II, que se puede traducir
como «principio mariano», o «dimensión mariana» de la Iglesia. Cf. Discurso del 22 de
diciembre de 1987; Mulieris dignitatem 27. La diferencia está en el hecho de que el Papa utiliza
esta idea en sentido eclesiológico exclusivamente, desde el cual, evidentemente, por la analogía
de la fe, se puede y debe extender a su ámbito más amplio, como él mismo hace en Redemptoris
Mater sin utilizar el concepto.
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requiere. La ilimitación del sí de María permite al Espíritu Santo utilizar esta fe


para toda la recepción de la Revelación de Dios, de modo que la inerrancia de la
Escritura, más aun, la adecuación de las palabras humanas a la autoexpresión
de Dios a lo largo de toda la Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento, está
constituida también por el fiat (das Jawort) de María protraído por el Espíritu,
en una comunión que Él crea, a la respuesta nunca perfecta de los profetas y a
la de los evangelistas y apóstoles. El Espíritu Santo se inspira Él mismo en el
hagiógrafo también como Espíritu de María, que concibe la Palabra en su alma
y en su cuerpo. Como el cuerpo de María se transforma por el Verbo que crece
en ella en el tiempo del embarazo, y como su alma pasa de ser la de la Virgen
Inmaculada a la de Madre-Virgen Inmaculada, así el Verbo, entrando en las
palabras humanas de los escritores sagrados (los teólogos, en el lenguaje de
Dionisio Areopagita) y adaptándoselas por obra del Espíritu Santo, crea la
Escritura a partir del amor mariano. María no es autora de los libros santos; «lo
mariano» consiste precisamente en no aparecer, en desaparecer en el servicio a
Dios, pero en el amor que ha dado todo en ese servicio y hace posible el de
otros27.
Así como María dice sí en nombre de toda la humanidad (Santo Tomás
de Aquino), dice sí en nombre de toda recepción de la Palabra. La tradición
antigua había visto la necesidad de una fe perfecta como condición de
posibilidad para la Revelación de Dios. Por eso hay una Ciudad de Dios como
primera creatura de Dios, según San Agustín, o una Sabiduría creada al lado de
Dios, como dice el mismo San Agustín y la tradición oriental, con reflejos en
Santo Tomás y San Buenaventura, en sus proemios a sus respectivos
comentarios In Sententiis, en donde la Sabiduría creada –la doctrina cristiana-
son los cuatro ríos del Paraíso, lo primero que Dios ha creado. Esta Ciudad de
Dios y Sabiduría creadas son también la Esposa de Dios, la creación misma en
su condición esponsal, que es la primera intención de Dios al crear28. Acercar la
Escritura a esta Sabiduría esponsal es ya una tendencia en la Escritura misma,
como en el Sirácide, donde la Torá parece identificarse con la Sabiduría,
primera creatura de Dios (Sir 24). La dificultad de estas figuras es que siempre
encuentran finalmente su consistencia en un ser celestial cuya presencia en la
tierra parece carecer de un sujeto verdaderamente histórico como pediría la

27
Los textos principales sobre esta presencia de lo mariano en toda la historia bíblica, están,
para el Antiguo Testamento en el pequeño libro María en la Redención, publicado en español un
solo volumen junto Ancilla Domini por la Fundación San Juan, en Rafaela (Argentina) 2005,
214-215; 235-267; cf. también La Creación. La Misión de los Profetas. Elías. El Cantar de los Cantares,
Rafaela (Argentina) 2005, con alusiones a lo mariano, más bien implícitas, a lo largo de la
historia bíblica. Para el Nuevo Testamento, el TRAKTATUS ÜBER DEN ADVENT DES SOHNES, en Das
Wort und die Mystik II. Objektiv Mystik, Einsiedeln 1970, 119-166.

28
Cf. Louis Bouyer, Sophie ou le monde en Dieu, Paris, Éd. du Cerf, coll. « Théologies », 1994.
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Revelación histórica de Dios y la Escritura misma. Se ha podido ciertamente


identificar la Sabiduría creada o la Esposa con la Santa Humanidad del Señor29,
sujeto auténticamente histórico. Pero el diálogo entonces de la humanidad con
Dios quedaría incluido en el de las divinas personas mediante una
incorporación muda de la humanidad a la Santa Humanidad de Jesucristo,
mediante ese proceso de «cristificación» que fascina legítimamente la
imaginación filosófica de los teólogos, pero que en algún momento debe
desvelar su condición de imagen estéticamente evocativa para pasar a la
realidad del amor divino revelado en la Escritura. ¿No corresponde esa imagen
a lo que Hans Urs von Balthasar ha denominado la «reducción cosmológica»30
de la fe, propia de la apologética antigua? La Escritura queda en esa concepción
como una Verdad eterna cuya historicidad corre el riesgo de quedar en lo
irrelevante. Si Antiguo y Nuevo Testamento son simplemente la misma verdad,
latente o patente, la misma verdad en forma de promesa y figura o en forma de
cumplimiento y realidad, no se podrá tan fácilmente evitar la tendencia a
quedarse con la verdad abstraída de esas dos formas históricas 31.
La aportación de Adrienne von Speyr acerca de «lo mariano» como
principio de la Escritura nos parece por un lado corresponder a la intuición

29
Por ejemplo, Romance In Principio erat Verbum de San Juan de la Cruz; o la cristología entera de
San Luis María Grignon de Monfort. También la Divina Humanidad de Jesucristo según la
sofiología rusa contemporánea.

30
Cf. el primer capítulo de Glaubhaft ist nur Liebe, Johannes Verlag Einsiedeln6 2000.

31
Al respecto, la posición de Hans Urs von Balthasar es tan matizada como audaz, tan
respetuosa y convencida de la cristología bíblica de los Padres como abierta a la novedad de la
exégesis moderna en su modo de acercarse a la historia. La cercanía de la teología antigua a la
historia bíblica está garantizada por la obediencia de fe que se transforma en seguimiento de
Cristo, en historia personal a partir de la contemplación de la Escritura con su centro en Él. Y
hoy, si se prescinde de los condicionamiento filosóficos y «si miramos a través de un prisma
temporal» que justifica la vida cristiana como seguimiento de Cristo, «entonces el trabajo
histórico-crítico debería brillar con una luz más positiva, inclusive para los teólogos católicos»,
porque la «cristología implícita» que descubre se corresponde con esa riqueza de los
antiguamente llamados Misterios de la Vida del Señor, que en su redacción bíblica son más que
la teología sobre ellos: «la cristología implícita es más que la explícita, es decir, el misterio
concentrado de la gracia y la exigencia absolutas en medio de la historia» es más que la teología.
(ZWEI GLAUBENSWIESEN en Spiritus Creator, Johannes Verlag Einsiedeln, Freiburg3 1999, 89.91).
Cf. también de Balthasar la introducción a su edición de De Civitate Dei, el artículo RADIX IESE,
sobre el significado cristológico de la existencia histórica de Israel, también del actual, en Sponsa
Verbi; y sobre todo el intenso diálogo con Martin Buber Einsame Zwiesprache, Johannes Verlag
Einsiedeln 2002, especialmente el capítulo sobre la misión de Israel. La idea de que a la Iglesia
le ha hecho falta Israel para tener el sentido de la Escritura concuerda con la Card. Lustiger en
La promesa, Madrid 2002. Si bien la Iglesia necesita sólo del Señor Jesucristo, Él mismo viene del
Padre y de Israel. El descubrimiento en la segunda mitad del siglo XX del trasfondo semítico del
Nuevo Testamento, después de la moda de los helenismos, si bien se puede convertir en un
nuevo reduccionismo, corrobora en el fondo esa convicción.
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tradicional de la necesidad de una fe indefectible para la Revelación de Dios y,


por otro lado, a la historicidad de la misma. Lo que aquí nos interesa
especialmente es que en todo momento la protracción del sí de María a la fe de
los profetas y de los apóstoles y evangelistas es, según la autora, obra del
Espíritu Santo. De este modo el amor perfecto de la creatura queda incorporado
a la Escritura. Se puede aplicar a la confección de la Escritura la llamada
conjunta del Espíritu y de la Esposa al Verbo del Padre, y desde la Escritura se
puede extender el mismo clamor a toda la Iglesia y a cada lector de la Escritura:

El Espíritu y la Iglesia exclaman, en una unidad llevada a término por la


diligencia de la Madre, el mismo clamor “¡ven!”, y este clamor se convierte en
el signo característico de la fe. Finalmente exclama este “¡ven!” todo el que
vive en la fe. Lo exclama en su oración como creyente en la Iglesia... Pero tan
pronto como el creyente ha hecho de este clamor de la Iglesia su deseo más
personal, él lo trasmite de nuevo a la Iglesia. Él... ha de mantener a disposición
de la comunión de los santos toda su misión, su cumplimiento, toda su fe, la
fuerza del venir del Señor, para que el Señor pueda realizar su venida en cada
uno de los que creen. Y la Iglesia, de nuevo, exclama junto con el Espíritu,
porque ella misma se realiza en el Espíritu, porque Ella, como Esposa de
Cristo, experimenta por el Espíritu la realización de la venida, porque ella no
puede ser pensada fuera de la voluntad del Dios uno y trino, porque el
espíritu de Ella es el Espíritu del Espíritu Santo32.

De este modo, la constitución de la unidad de la Escritura participa de la misma


condición de toda la obra de la salvación, de su fundamento en el amor
trinitario y de la participación de la libertad creada, en el amor. Es el Espíritu
Santo el que inspira la respuesta libre con su propia libertad, de modo que el sí
del amor de la creatura es afirmación de Dios en la afirmación de ella misma,
que participa de la estabilidad y movilidad eternas del amor del Padre y el Hijo:

32 Adrienne von Speyr, Apokalypse, Johannes Verlag Einsiedeln 1950, 820-821. Sobre la
esponsalidad de María-Iglesia como propiedad de cada miembro de la Iglesia, a partir de la
concepción de la Palabra: «Cuando el Hijo establece la Iglesia, Él eleva a María a la condición de
la esponsalidad espiritual, mientras que Él mismo llega a ser el Esposo. Existe por tanto un
desarrollo ulterior de su relación con la Madre: la Iglesia, y existe la invitación dirigida a todos a
que, como orantes, recorran las huellas de María. En adelante el cristiano que ora producirá por
su oración una venida del Señor que tendrá efectos en la Iglesia en correspondencia con el
nacimiento de la Madre. Su fiat llega a ser un fiat de toda la Iglesia, no en una masa anónima,
sino en una comunión de personas que ante Dios conservan su diferenciación… Se trata
entonces de la particularización de cada uno de los santos en la comunión de los santos, de la
importancia de la misión de cada uno dentro de la tarea general de la Iglesia. Si Dios se hace
hombre, Él aparece con una personalidad máximamente acentuada. Porque nadie es más
personalmente que Dios». Adrienne von Speyr, Die grenzenlose Goc, Johannes Verlag Einsiedeln
95-96. Este misterio de comunión y personalización vive de la unidad de esencia y trinidad de
personas de Dios mismo.
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Nada hace más autónomo al hombre que la misión divina, que él asume con
plena responsabilidad en obediencia libre... La paradoja de esta autonomía
dentro de la elección divina se resuelve finalmente sólo en el misterio del
amor trinitario entre el Padre y el Hijo, que en verdadera reciprocidad de
intercambio (si bien el Padre es el arquetipo y el Hijo el ectipo) y sin que tal
reciprocidad domine la libertad personal del Hijo, hace existir y proceder la
unidad de la voluntad divina en la unidad del Espíritu Santo. Porque como el
Hijo se deja determinar por la elección del Padre y «sólo puede hacer lo que ve
hacer al Padre» (Jn 5, 19), así el Padre es alcanzado por esta obediencia de
amor hasta tal punto que, por su parte, se deja determinar por la voluntad del
Hijo y «escucha siempre» (Jn 11, 42) su «Yo quiero» (Jn 17, 24). El misterio de
la mutua determinación del Padre y el Hijo en el Espíritu es un misterio sólo
accesible al amor33 .

El Espíritu Santo, que une en sí mismo la voluntad de amor del Padre y el Hijo
incorpora en esa unidad la recepción amante de la Palabra por parte de los
hagiógrafos, recepción garantizada por el Espíritu Santo. Desde la Escritura,
por tanto, también el Espíritu une el amor del Padre y del Hijo, y a nosotros
corresponde, en la contemplación de la Escritura como autodonación de Dios
en acto, devolver al Padre su Palabra personal, «espirando el Espíritu
Santo» (San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción 38; cf. Llama de Amor
viva, final).

Ricardo Aldana

33 H. U. von Balthasar, Christlicher Stand, Johannes Verlag Einsiedeln 1977, 326.

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