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Sombra fría. Pantano hondo. Bosque espeso. Descanso ameno. Hay cuatro
nombres adjetivos aquí, que virtualmente ya están en los nombres sustantivos que
califican. ¿Quiere esto decir que era avezadísimo en ripios Fray Luis de León?
Pienso que no: bástenos maliciar que algunas reglas del juego de la literatura han
cambiado en trescientos años. Los poetas actuales hacen del adjetivo un
enriquecimiento, una variación; los antiguos, un descanso, una clase de énfasis.
Quevedo y el escritor sin nombre de la Epístola moral administraron con
cuidadosa felicidad los epítetos. Copio unas líneas del segundo:
¡Cuán callada que pasa las montañas
el aura, respirando mansamente!
¡Qué gárrula y sonante por las cañas!
¡Qué muda la virtud por el prudente!
¡Qué redundante y llena de ruido
por el vano, ambicioso y aparente!
Hay conmovida gravedad en la estrofa y los adjetivos gárrula y aparente son las
dos alas que la ensalzan.
El solo nombre de Quevedo es argumento convincente de perfección y nadie
como él ha sabido ubicar epítetos tan clavados, tan importantes, tan inmortales de
antemano, tan pensativos. Abrevió en ellos la entereza de una metáfora (ojos
hambrientos de sueño, humilde soledad, caliente mancebía, viento mudo y tullido,
boca saqueada, almas vendibles, dignidad meretricia, sangrienta luna); los inventó
chacotones (pecaviejero, desengongorado, ensuegrado) y hasta tradujo sustantivos
en ellos, dándoles por oficio el adjetivar (quijadas bisabuelas, ruego mercader,
palabras murciélagas y razonamientos lechuzas, guedeja réquiem, mulato: hombre
crepúsculo). No diré que fue un precursor, pues don Francisco era todo un hombre
y no una corazonada de otros venideros ni un proyecto para después.
Gustavo Spiller (The Mind of Man, 1902, página 378) contradice la perspicacia
que es incansable tradición de su obra, al entusiasmarse perdidamente con la
adjetivación a veces rumbosa de Shakespeare. Registra algunos casos adorables
que justifican su idolatría (por ejemplo: world-without-endhour, hora mundi infinita,
hora infinita como el mundo), pero no se le desalienta el fervor ante riquezas
pobres como éstas: tiempo devorador, tiempo gastador, tiempo infatigable, tiempo
de pies ligeros. Tomar esa retahíla baratísima de sinónimos por arte literario es
suponer que alguien es un gran matemático, porque primero escribió 3 y en
seguida tres y al rato III y, finalmente, raíz cuadrada de nueve. La representación
no ha cambiado, cambian los signos.
Diestro adjetivador fue Milton. En el primer libro de su obra capital he registrado
estos ejemplos: odio inmortal, remolinos de fuego tempestuoso, fuego penal,
noche antigua, oscuridad visible, ciudades lujuriosas, derecho y puro corazón.
Hay una fechoría literaria que no ha sido escudriñada por los retóricos y es la de
simular adjetivos. Los parques abandonados, de Julio Herrera y Reissig, y Los
crepúsculos del jardín incluyen demasiadas muestras de este jaez. No hablo, aquí
de percances inocentones como el de escribir frío invierno; hablo de un sistema
premeditado, de epítetos balbucientes y adjetivos tahúres. Examine la imparcialidad
del lector la misteriosa adjetivación de esta estrofa y verá que es cierto lo que
asevero. Se trata del cuarteto inicial de la composición «El suspiro» (Los peregrinos
de piedra, edición de París, página 153).
Quimérico a mi vera concertaba
tu busto albar su delgadez de ondina
con mística quietud de ave marina
en una acuñación escandinava.
Tú, que no puedes, llévame a cuestas. Herrera y Reissig, para definir a su novia
(más valdría poner: para indefinirla), ha recurrido a los atributos de la quimera,
trinidad de león, de sierpe y de cabra, a los de las ondinas, al misticismo de las
gaviotas y los albatros, y, finalmente, a las acuñaciones escandinavas, que no se
sabe lo que serán.
Vaya otro ejemplo de adjetivación embustera; esta vez, de Lugones. Es el
principio de uno de sus sonetos más celebrados:
La tarde, con ligera pincelada
que iluminó la paz de nuestro asilo,
apuntó en su matiz crisoberilo
una sutil decoración morada.