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misterios rutinarios

Sergio S. Morán

MISTERIOS
RUTINARIOS

MÁS casoS de la
detective Parabellum
Misterios rutinarios
© 2018, Sergio Sánchez Morán

Escrito y editado por Sergio Sánchez Morán


Diseño de cubierta e ilustración: Isaac Murgadella
Maquetación: laparticular.com

Impreso en España

Proyecto financiado mediante Verkami


Índice
Los muertos me quieren (muerta) 7
Miedo de juguete 31
Aburrirse a tiros 35
La chica a la que le gustaban los monstruos 41
¿Dónde están las llaves? 51
Deuda de Danza 69
Los muertos me quieren (muerta)

I
Silbé los primeros acordes de la melodía, y las runas
inscritas en el metal empezaron a brillar. Satisfecha por el
resultado, activé el cronómetro en mi móvil y eché a correr
escaleras arriba, no sin antes dispararle en la cabeza a un
señor con bigote.

No sé en qué lugar me deja, pero no recuerdo la prime-


ra criatura que maté. Ni su nombre, ni su especie, ni siquie-
ra la razón. Quizás ayude el hecho de que en mi trabajo la
frontera entre la vida y la muerte no sea una línea clara,
sino más bien miles de rayajos de colores, cada uno en una
dirección, que serpentean y se mueven a tu alrededor, has-
ta que notas como uno de ellos te sube por la pierna.
No. Ese señor con bigote al que acababa de disparar ya
estaba muerto en el sentido estricto y médico de la pala-
bra antes de mi intervención. Estaba convencida de que
varias corrientes filosóficas estarían de acuerdo conmigo
en que su vida como tal había finalizado hacía ya tiempo, y
yo simplemente había evitado que su carcasa física siguie-
se caminando con la habilidad de alguien sin ligamentos.
Sí, ese zombie, al igual que los otros quince que consumían
mi munición como si fuese Lacasitos, ya estaban muertos
antes de mi llegada a la casa.

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Sin embargo no se podía negar que era yo la que había
desparramado su cerebro contra la pared, la cual, todo sea
dicho, tampoco había empeorado mucho tras mi explosión
de sesudo estucado.
En cuanto me aseguré de que el cuerpo del señor con
bigote había dejado de moverse por segunda y, esperaba
que, última vez, continué subiendo por las escaleras que
me sacaron del sótano de la casa.
Llamarla mansión era tan presuntuoso como decir que
el pueblo turolense abandonado donde se encontraba era
la cuna de la civilización occidental. Pero tenía que admitir
que la casa era jodidamente grande, y tenía más recovecos
capaces de ocultar un muerto viviente que yo balas.
Avancé sigilosa y tensa por el oscuro pasillo, contenien-
do la respiración y vigilando cada sombra que bailaba en
honor a la luz de la luna que entraba por las ventanas. La
casa estaba caliente, y a pesar de la agradable calefacción
que indicaba que alguien vivía, más o menos, en ella, yo es-
taba helada. Continué despacio, consciente de que la falta
de respiración y su infinita paciencia hacía a los muertos
vivientes sorprendentemente sigilosos. En cualquier es-
quina, tras cualquiera de los viejos y abandonados muebles
que habitaban la casa, tras alguna de las recias cortinas que
se movían mecidas por la brisa... los muertos podían espe-
rarme escondidos tras cualquier rincón.
Y luego estaba el que me miraba desde el sofá.
El corazón intentó salírseme por la boca, y solo apretando
los dientes y tragándolo de nuevo a su sitio pude mantener la
calma. Ya estaba muerto del todo, inmóvil en el sofá, con un
un enorme agujero de bala haciendo las veces de globo ocu-
lar. Me lo había cargado hacía un rato, lo recordaba. Puede
que no recordase a la primera criatura que había matado, pero
por suerte sí que era capaz de reconocer a la antepenúltima.

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Caminé con cuidado, pasando frente a él. El agujero de
bala dejaba ver el sofá a través de su cráneo, pero eso no ha-
cía más que añadir profundidad a su mirada. Tragué saliva
y apreté el paso, y casi había alcanzado la puerta cuando el
hijo de puta se levantó y me agarró el brazo.
–¿Ya te vas? Te creía más valiente, Verónica.–dijo con
unas cuerdas vocales que no deberían poder hablar sin
romperse, usando un aparato respiratorio que había deja-
do de funcionar meses atrás.
Un codazo en el cráneo hizo crujir sus ya semidescom-
puestas vértebras, y el cuello se partió, dejando su cabeza
colgando por un trozo de piel grisácea. Contuve una arca-
da. Me iba a pasar comiendo ensaladas una semana.
Pero a pesar de la notable carencia de cabeza, el zombie
no me soltó. No era un muerto reanimado, ahora mismo
estaba siendo controlado directamente, como una mario-
neta de carne podrida. Un mes. Un mes a ensaladas.
–¿Valiente? ¿Y tú qué?– grité al aire.–Deja de mandar
putos zombies y muéstrate en persona, si tan valiente eres.
El muerto pareció dudar, o al menos dejó de moverse du-
rante un par de segundos, pero sin dejar de soltarme el brazo.
–Tienes razón.– respondió una voz que brotaba gorgo-
teando o bien de la cabeza que colgaba, o del interior de la
garganta descubierta. Un año a ensaladas. Vegana de por vida.
La puerta que había intentado alcanzar segundos an-
tes se abrió, y de su interior salió un hombre vestido con
un traje blanco y un sombrero de panamá. Su piel morena
contrastaba con su enorme y blanca sonrisa. Le apunté con
la pistola, y aquella sonrisa, en lugar de desaparecer, se en-
sanchó lentamente.
–¿De verdad crees que puede amenazarme con una
pistola? Ya estoy muerto, estúpida. ¡No puedes matar a al-
guien que ya está muerto!

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Apreté el gatillo y descargué mis tres últimas balas en
su blanca sonrisa. ¿No se puede matar a alguien que ya está
muerto? Pues llevaba toda la noche haciéndolo.

Datos curiosos sobre los muertos vivientes: Un cuerpo


en descomposición no es un buen combatiente, como mi
codazo ya había demostrado. El rigor mortis de la mano
que me agarraba conseguía que fuese incapaz de quitárme-
la de encima pero, de una buena patada, el brazo se separó
de su dueño y pude librarme del bicho.
El liche iba a ser más difícil. Gregorio Negro, ciento dos
años, muerto hacía ya más de sesenta. El sonriente entraje-
tado era mi objetivo de aquella noche, y por el precio que
me habían pagado por eliminarlo, tenía bastante claro que
no iba a ser nada fácil. El cabrón era un muerto viviente
que además usaba la hechicería y, concretamente, su her-
mana más repugnante, la necromancia, para hacerse con el
control de ese pueblo abandonado.
Y no era tan fácil como dispararle el equivalente a su
peso en balas para acabar con él. Tenía que encontrar su
filacteria, la joya que contenía todo su poder, y destruirla,
y aunque había acotado su localización a la casa donde es-
tábamos, el hijo de puta había sabido ocultarla bien. Pero
yo tenía mis recursos.
El primero de ellos arrancó un gesto de sorpresa de su
cara, y luego un trozo de la misma. Las balas benditas consi-
guieron que al menos Gregorio se llevase dolorido las manos
a la cara el tiempo suficiente como para conseguir colarme y
cruzar corriendo la puerta. No iba a meterme en un pueblo
plagado de muertos vivientes con munición corriente.
Crucé la entrada de la casa y atravesé, casi dando un
salto, la puerta que llevaba al exterior. Estaba sudada, y un
muerto me había arrancado la cazadora hacía ya una hora

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pero, aún así, agradecí la brisa fresca del exterior, y sobre
todo la falta de olor a muerto recalentado que inundaba el
caserón que acababa de abandonar.
Era un soplo de aire fresco, pero no un respiro. Gre-
gorio salió dando tumbos de la casa, derribando la puerta
de un puñetazo. Su cuerpo no era el de un simple zombie,
estaba bien cargado de hechizos, y yo hubiera durado tres
segundos en un combate mano a mano contra él. Cinco, si
contase con un hacha de plata o una granada de mano.
Mi única opción era destruir la filacteria, y ésta se en-
contraba en la casa de la que acababa de salir. Gregorio lo
sabía. Sabía que, si en el mejor de los casos lograba destruir
su hipervitaminado cuerpo, eso no acabaría con él. Lo sa-
bía, y sonreía con una sonrisa macabra, ayudada por la falta
de mandíbula inferior. Disfrutaba del momento.
En ese instante la alarma de mi móvil sonó, y su mo-
mento se fue a la mierda.

Gregorio me miró, primero molesto por la intromisión


de la estridente música, después con media mueca de sor-
presa al descubrir que el sonido no provenía de mi bolsillo.
Giró lentamente la cabeza hasta observar el ventanuco que
daba al sótano, de donde parecía venir la canción.
Me hubiera gustado contarle mi plan. No había encon-
trado la filacteria, la casa era demasiado grande y había de-
masiados muertos moviéndose por su interior para mi gus-
to, así que usé métodos más expeditivos.
Las runas incandescentes grabadas en el metal de la cal-
dera se activaron con la melodía grabada en mi móvil, que
reposaba junto a ellas. En cuestión de segundos, las runas
ardieron, convirtiendo el propio metal en llamas.
Me hubiera gustado explicarle el plan a Gregorio, ver
la cara que se le quedaba al descubrir que su filacteria, por

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muy inteligentemente escondida que estuviese, iba a esta-
llar junto con el resto del edificio.
Pero yo ya había llegado a las afueras del pueblo co-
rriendo para cuando la melodía dejó de sonar, y la enorme
explosión acabó con el cuerpo del liche, su joya, los zom-
bies, la casa, la caldera y mi móvil.
Puede que Gregorio ya estuviera muerto cuando me co-
noció. Pero ahora lo estaba mucho más.

II
El trabajo de detective paranormal no está contempla-
do en ningún epígrafe de Hacienda, por eso mi actividad
profesional cubría desde estudios en profundidad de tex-
tos ocultos en lenguas muertas, hasta el reparto de patadas
en la boca a acólitos adoradores de Satán. Había hecho de
todo en mi carrera salvo mercadear con mi cuerpo. Y eso
incluía mercadear con el de otros.
–Necesito un cuerpo, Verónica– sentenció Ramón “El
vivo”. Yo me llevé el dedo al oído izquierdo, el cual había
decidido ese momento para volver a pitarme. Según el mé-
dico no había perdido capacidad auditiva tras haber salido
corriendo a duras penas de una explosión de gas, pero aún
así de vez en cuando me pitaba como si alguien estuviese ha-
blando de mí a mis espaldas. Y a voces. Y a mi oído. Dentro.
–Y yo te aseguro que no lo vas a tener.– Respondí sin-
cera señalando a la foto de la chica que me había mostra-
do–Te puedo confirmar que la chica es ahora una de las
amantes del Marqués du Daurade.
–¿El vampiro?– asentí.
–Me temo que la única manera de que ese cadáver vuel-
va al ataúd del que salió es atada o en cenizas. Pero desde

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luego no como cadáver, los vampiros tienen esa manía de
deshacerse al morir.
–Putos vampiros ¿sabes lo malo que son para el nego-
cio?–ladeé la cabeza, me lo podía imagina. Ramón “El Vivo”
había recibido su sobrenombre en la época en el que todos
los motes buscaban ser irónicos, y era el dueño de una de las
funerarias más importantes de Barcelona. También era uno
de mis mejores clientes.
Se me ocurren pocos motivos por los cuales las pompas
fúnebres puedan convertirse en tu vocación, pero supongo
que los clientes callados y tranquilos pueden ser un buen
motivo. Por eso imagino la cara de sorpresa que se le tuvo
que quedar al estirado de Ramón, cuando uno de los ca-
dáveres con los que trabajaba decidió salir de su ataúd sin
previo aviso e irse de marcha. Desde aquel día, hace años,
El Vivo me llama para que me encargue de recuperar los
clientes tan insatisfechos con sus servicios que cruzan los
límites de su existencia solo por no pasar cinco minutos
más en su incómodo ataúd.
El problema con el que nos encontrábamos ahora era
que el último muerto que decidió que lo del descanso eter-
no no era para tanto, tras mis investigaciones, resultó ser
una vampira. Y los vampiros, como bien indicaba el tipo
del traje, eran malos para el negocio. Si el cadáver no volvía
pronto a su sitio la familia enterraría vivo el negocio de Ra-
món. Y tras discutirlo con ella y después de un ojo morado
y un colmillo roto, me dejó bastante claro que no volve-
ría ni muerta. Recuperando la conversación, me encogí de
hombros y chasqueé la lengua, notando mi diente mellado.
–Necesito otro cadáver, Verónica.– Me señaló con el
abrecartas metálico con el que había abierto mi informe,
de manera casi amenazante.
–Pues yo no pienso meterme en un ataúd, Ramón.

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–No hablo de eso–me miró con su rostro severo vol-
viendo a posar el abrecartas consciente por primera vez
de su gesto.
–¿Y por qué me miras? ¿Crees que soy una máquina ex-
pendedora de muertos?
–Hay semanas en las que parece que sí.
Otra parte de mi trato con la empresa de Ramón, era
que él se encargaban de hacer desaparecer el cadáver de
alguna criatura demasiado extraña para caer en manos de
la policía. Y hay semanas en que he llamado más veces a su
coche fúnebre que a un taxi.
–Eso es distinto, Ramón. –me defendí ante las acusa-
ciones. A mi favor, la mayoría de criaturas que le llevaba ya
estaban muertas antes de que yo las matase. Y si no, nor-
malmente algo habían hecho.–Solo te traigo criaturas que
han intentado atacarme.
–¿Si? Pues no te voy a engañar, no nos vendría mal una
de esas ahora mismo.
–No te preocupes– bromeé–con mi suerte, en menos
de cinco minutos alguna intentará arrancarme la cabeza.
A los tres minutos una intentó arrancarme la cabeza.

Los cristales del enorme ventanal del despacho de Ra-


món estallaron en miles de pedazos y tintinearon mientras
caían sobre el suelo. O al menos eso supuse, ya que tras el
estridente y desgarrador grito que destrozó la ventana, mi
oído volvió a pitar, quejándose por el maltrato continuado.
Ramón me gritaba algo, pero yo aún tardé unos segun-
dos más poder oír nada. Miré al exterior tras la ventana
rota, donde una pálida figura nos observaba. Sorprendente,
ya que el despacho de Ramón era un tercer piso.
La silueta fantasmagórica nos miraba con el rostro des-
encajado, con unos ojos tan llenos de melancolía que no

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cabían en sus cuencas y parecían salirse. Volvió a gritar,
con la tristeza desgarradora de alguien que descubre que
todos sus seres queridos se han matado entre ellos, y pude
oír sus lamentos tras el pitido de mis oídos, que poco a
poco se disipaba.
Lo noté dentro de mi pecho. Dentro de mi corazón. De
mi cabeza. A pesar del efecto mitigado gracias a mi sorde-
ra, los lloros y sollozos de la banshee me atravesaron como
un témpano de frío hielo.
La soledad.
No la soledad que siente el último humano vivo del
mundo. No. La soledad de alguien que vive rodeado de mi-
les de seres de su misma especie, y que no encuentra nada
en común con ninguno de ellos. La soledad que sientes
cuando vas caminando por una calle abarrotada, y eres in-
capaz de distinguir los rostros que te rodean de objetos in-
animados. La sensación de que, aún rodeada de personas,
podrías caer muerta en el suelo, y nadie aminoraría el paso
para detenerse a ayudarte. Tu cadáver descomponiéndo-
se mientras el resto de personas, tus seres queridos, te es-
quivan, mirando hacia otro lado, haciendo el esfuerzo de
evitar el contacto visual con las cuencas vacías de tus ojos.
La soledad moderna. Mi soledad. Yo sola contra el mun-
do. Yo contra todas las bestias del planeta, sin nadie a mi
lado. Yo contra todos los humanos, que huían asustados de
las criaturas que me rodeaban, confundiéndome con una
de ellas. Yo en medio de todos, sola, y nadie acude en mi
ayuda, mientras me deshago en lloros, incapaz de hacer
nada que no sea gimotear.
Noté la lágrima resbalándome en la mejilla. No en el
pozo imaginario de tristeza donde me ahogaba, si no en el
mundo real. Por un momento la caricia me trajo a la reali-
dad, y pude tener un momento de lucidez. La soledad que

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sentía día a día. Mi soledad. Mi rutina. Algo que me aprisio-
naba todas las mañanas al levantarme, y a pesar de lo cual,
conseguía hacerlo.
Lo conseguía. Esa soledad, esa tristeza opresiva, era
algo contra lo que me enfrentaba a diario. Y ahora no iba a
ser una excepción. Estaba sola, siempre lo estaba. Pero no
me importaba una mierda. No, esa puta Banshee no iba a
hundirme tan fácilmente. Saqué la pistola del interior de
mi chaqueta y disparé contra la figura.
Las balas la atravesaron sin que ella se percatase siquie-
ra. Era munición normal, y tras un breve repaso mental, caí
en la cuenta de que para una Banshee, como para todas las
criaturas faéricas, necesitaba balas de hierro.
Suelo tener cargadores con balas de plata, balas maldi-
tas y en general, más de diez tipos diferentes de munición.
Entre ellas las de hierro eran las más baratas, aunque te-
niendo en cuenta que en ese momento no llevaba ninguna
encima, y por la ley de la oferta y la demanda, en esos mo-
mentos cada una valdría más que mi coche.
La Banshee se acercó, y estalló con su melancólico grito
a menos de dos palmos de mi cara. Tan cerca de ella, esta
vez no podría escapar de su pozo de tristeza en el cual noté
como me hundía como una piedra, y si no fuese contrario a
su personaje, hubiese jurado que la cabrona sonreía.
Solo me quedaba una cosa que hacer.
Acerqué la pistola a mi sien y disparé.

Ramón despertó al cabo de varios minutos, aún lloran-


do, confuso por cómo una persona de su edad y fortuna es-
taba en el suelo llorando como un niño pequeño que acaba-
ba de perder a su padre favorito. Cuando levantó la cabeza,
me vio sentada en su mesa de caoba, observándole con una
sonrisa. Giró la cabeza y dejó escapar un grito y un par de

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lágrimas, cuando vio la banshee derribada en el suelo, con
el abrecartas de hierro clavado en el cuello.
Ramón tardó varios segundos más en recuperar la com-
postura, y tras levantarse y atusarse el traje me dijo algo.
–¿Qué?–pregunté, señalando a mi oído. Acababa de dis-
parar mi pistola contra el techo a menos de un palmo de mi
oído, y seguía sin ser capaz de oír otra cosa que el fuerte
pitido que indicaba que acababa de perder la capacidad de
percibir un par de frecuencias. Pero al menos era la bans-
hee la que yacía muerta en el suelo, y no yo. Lo cual me re-
cordó otro detalle.
Cogí la foto de la mesa, y la puse al lado de la banshee,
mientras Ramón me decía algo que apenas fui capaz de oír.
–¿Qué? No, escucha. Ya tienes tu cadáver.–respondí.
Ramón asintió, intentando comprender, aún incapaz de
reaccionar. Al cabo de unos segundos pareció despertar,
mientras comenzaba a relatar lass melancólicas y persona-
les pesadillas que acababa de vivir, arrepentido y decidido
a cambiar.
Yo me alegré de seguir sorda.

III
El forense encendió la grabadora y comenzó a hablar, el
eco de las paredes de la morgue impregnándose en la cinta.
–El cadáver presenta rotura de las vértebras cervicales
tres y cuatro y laceraciones en el rostro debido a impactos
de cristal. Aplastamiento de la caja torácica, y de diversos
órganos internos. Los indicios observados apuntan a que el
difunto falleció por el impacto contra el suelo, y no antes.
–Parabellum...–dijo el muerto.
–Ah. Y también hace eso.

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–Dice mi nombre.–pregunté, mirando al cadáver desfi-
gurado que señalaba Antón.
–Concretamente dice tu mote, Verónica. A veces esos
detalles son importantes.
Miré al forense, que sonreía con una boca que parecía
una herida de bisturí. Me devolvía la mirada a través de
unas gafillas redondas tintadas de rojo. Conocía a Antón
desde hacía tiempo ya, y aunque nuestro trabajo había lo-
grado que coincidiésemos en más de una ocasión, su in-
quietante forma de ser lo mantenía en ese limbo en el cual
viven los conocidos con los que no quedas a tomar unas
copas al salir del trabajo, pero sí te llaman si un muerto
pronuncia tu nombre.
Me acerqué al cuerpo que reposaba en la camilla metá-
lica, y lo examiné. Un hombre de unos sesenta años, piel
morena, pelo cano. Su pecho estaba desnudo de ropa y de
piel, abierto en canal por el corte experto del forense. Me
esforcé en no dejar escapar una arcada al observar el inte-
rior de su caja torácica en plena jornada de puertas abier-
tas. Podía ver los pulmones, su corazón y demás órganos
que alguien con mis conocimientos médicos era incapaz
de distinguir por color, posición e incluso función. Estaba
acostumbrada a lidiar con muertos, pero normalmente mi
trabajo era demasiado frenético como para andar fijándo-
me en esos detalles. Pero no podía perder mi fama de chica
dura delante de Antón, que estaba más que acostumbrado
a lidiar con el interior de las personas, así que contuve la
mueca de asco.
–¿Y quién es?–pregunté, mientras volví a dar un par de
pasos hacia atrás. Antón me miró sorprendido.
–¿No lo conoces?–ahora fui yo quien le devolvió el ges-
to de sorpresa.–Porque él parece conocerte a ti.

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Antón clavó el bolígrafo en el hombro del difunto, y
pude ver como sus pulmones se hincharon, para al mo-
mento deshincharse emitiendo un sonido que en otras cir-
cunstancias no me hubiera resultado tan inquietante.
–Parabellum...–repitió el muerto.
Sentí un escalofrío. Debería estar acostumbrada a este
tipo de situaciones, pero lo habitual era que los muertos
reposasen en sus tumbas, o me persiguiesen intentando
arrancarme la cabeza. Que se mantuviesen quietos sim-
plemente pronunciando mi nombre era tan poco habitual
como inquietante.
–No lo he visto en mi vida–respondí quedándome con
la boca abierta el tiempo suficiente como para que el olor
a muerto entrase en ella. Contuve otra mueca de asco, que
se apiló junto a la anterior.
–Sinceramente, creía que era cosa tuya, no sería el pri-
mero que me mandas que no está bien hecho.–se permitió
bromear–Aunque eso me tranquiliza en parte.
–¿En serio? ¿Qué te puede tranquilizar de todo esto?
–Pues que sería el primer humano que me mandas. Y
que tú empezases a dedicarte a cargarte humanos no sería
bueno para el negocio.
–¿Quieres decir que no es un zombie?
–No sé qué es ahora. Sé que hasta hace menos de un par
de horas este tipo estaba fumando un cigarrillo asomado al
balcón de su terraza, vivito y coleando, tan tranquilo, hasta
que la barandilla de su balcón cedió.
Volví a dar un par de pasos adelante, haciendo de tripas
corazón para examinar con detenimiento las tripas y el co-
razón que reposaban al aire frente a mí. Otra arcada conte-
nida en la pila de arcadas contenidas.
–¿Y nadie ha hecho nada raro con el cuerpo?
–Por lo poco que sé hace falta algún ritual para traer

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de vuelta a alguien del más allá, y yo he estado delante del
cuerpo desde que nos avisó la policía. No creo que nadie
tuviese tiempo.
Antón se encogió de hombros, yo hice acopio de fuer-
zas para tocar el cuerpo con el dedo, pero antes de llegar a
tocarlo, volvió a repetir mi nombre usando unos pulmones
que ya no respiraban.
–Parabellum...
Volví a dar un paso atrás, instintivamente.
–¿La gran Parabellum tiene miedo a un muerto vivien-
te?–broméo Antón. Refunfuñé, pero fui incapaz de repli-
carle. No era el cadáver lo que me asustaba. Era el hecho
de no saber qué estaba pasando. Llevaba años estudiando
y trabajando con todo tipo de muertos vivientes, me había
encontrado con todo tipo de casos, pero esto era algo nue-
vo hasta para mí. Miré al forense.
–¿No hay nada raro en el cuerpo? ¿Alguna marca ritual,
un tatuaje...?
Antón se encogió de hombros.
–Es un cuerpo normal, un humano que ha tenido el
peor día de su vida, nada más.–Antón frunció el ceño tras
sus gafitas. A pesar del tono socarrón, noté cómo a él tam-
bién le comía por dentro no saber lo que ocurría.–Creo
que si ocurre algo, debe ser en el plano espiritual, y sabes
que ese no es mi terreno.
Me apoyé en la pared, cansada y confusa.
–Creo que puedo llamar a alguien que puede ayudar-
nos, pero es muy tarde, quizás deberíamos esperar a...
–Parabellum.–dijo una voz cavernosa a mis espaldas. De
un salto me giré, y casi tenía la mano en la pistola, cuando
me di cuenta de que me había apoyado en uno de los arma-
rios que contenían los cadáveres. Uno de ellos me estaba lla-
mando, desde dentro. Mi nombre estaba en boca de todos.

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–Será mejor que la llame.–decidí, tras recuperar el
aliento.
–Será mejor que la llames.

–Su espíritu sigue dentro–respondió Arancha tras varios


minutos de examen. Antón volvió de su despacho, con una ca-
misa de forense sin manchas de sangre. En todos los años que
llevaba trabajando con él, era la primera vez que veía tener
esa deferencia con alguien. Arancha solía producir ese efecto.
Doña Lola de María, menos conocida como Arancha,
experta médium y una de mis mejores amigas, era física-
mente lo contrario a mí: Alta, morena y con curvas ahí
pero no allá. Incluso con el jersey gris y la falda larga que
tenían aspecto de haber sido recogidos del suelo, y unos
pelos que aún creían que seguían en la almohada, habían
conseguido que Antón se pusiese una camisa limpia por
primera vez en su puta vida.
Pero Arancha era mucho más que una cara bonita, y su
capacidad para ver y comunicarse con los espíritus era la
razón por la que la había llamado.
–Como los zombies ¿no?
–Tengo la suerte de no saber cómo funciona un zombie,
Vero. Pero no...–Arancha examinaba algo cerca del cuerpo
que ni Antón ni yo podíamos ver, tan concentrada que ni
siquiera se percataba de los órganos internos que reposa-
ban a menos de un palmo de su cara.–Esto no parece algo
hecho a propósito, parece más bien... un accidente.
–¿Un accidente?–preguntó Antón.
–Sí, como si se hubiera enganchado con algo. Es difícil
de explicar. ¿Podéis hacer que vuelva a hablar?
Asentí, volviendo a acercarme. Con respeto, pero in-
tentando ocultar mi tensión ante mis compañeros, toqué
con la punta de mi dedo índice el hombro del cadáver, y

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antes de sentir el chispazo eléctrico me di cuenta de un de-
talle: Era la primera vez que yo lo tocaba.
El cadáver abrió los ojos, y empezó a repetir mi nom-
bre, sin pararse siquiera a coger aire con los pulmones, que
reposaban macabramente inertes.
–Parabellumparabellumparabellum...
Incapaz de reaccionar, y con el corazón latiendo a la
misma frenética velocidad con la que el muerto repetía mi
nombre, tardé en darme cuenta de que un coro de muertos
empezaron a acompañarle. Mi nombre empezó a sonar por
toda la morgue, mientras las luces parpadeaban. Arancha
me escudriñaba con sus ojos de médium tan abiertos como
lo estaba su boca. Pero esos ojos no me miraban, miraban
algo más allá, perforándome para buscar en lo más profun-
do de mí. También parecían asustados de lo que veían.
–PARABELLUMPARABELLUMPARABELLUM–El ca-
dáver empezó a gritar, aún sin levantarse del sitio, con los
ojos abiertos, mirando al techo.
Aprisionada entre las paredes que contenían muertos,
y el hombre abierto en canal que me llamaba desde la mesa
del forense sentí miedo. No me avergüenza decirlo. A pe-
sar de ser una dura detective paranormal, que una decena
de cadáveres canten a coro tu nombre en una morgue es
suficiente como para que el más frío de los corazones tiem-
ble. Y el mío ahora mismo estaba del tiempo.
–¡PARABELLUM!
–¡¿Qué?!–grité, dejando escapar una lágrima, mientras
me acercaba al hombre muerto–¡¿Qué cojones quieres?!
El hombre se levantó, sonrió, y me levantó por el cuello.
–MUERE.

Deberle la vida a Antón era algo que el forense no iba a


dejar pasar fácilmente, pero aún así lo agradecí. Un golpe

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con la bandeja de instrumental y una fuerza sobrenatural
que me recordaba que Arancha no era la única que olía a
paranormal en aquel sótano hicieron que el cuerpo no solo
me soltase, si no que dejase de repetir mi nombre, acom-
pañado en su silencio por el orfeón cadavérico que dejó de
gritar desde el interior de las paredes.
–Gracias...–me costó decir, no sólo porque aún me era
difícil respirar, sino porque veía en los ojos del forense que
sacaría provecho de ese agradecimiento.–¿Qué ha sido eso,
Arancha? ¿Qué has visto?
–Eres tú–dijo la médium, que a pesar del moreno de su
piel dejó ver la palidez en el rostro.–Sus espíritus están en-
ganchados con el tuyo.
El silencio inundó la morgue, mientras yo intentaba
comprender lo que eso significa. Solo Antón se atrevió a
romperlo:
–A ver cómo explico yo el bandejazo post mortem en
el informe.

IV
–¿Se te ocurre algo reciente que pueda provocar que tu
espíritu atraiga a los muertos?–preguntó Arancha, mien-
tras se sentaba en su silla–Algún asunto turbio con algún
zombie, fantasma...
–Puede ser el liche, o la banshee que me he cargado. O
la movida que he tenido en el Rainbow’s Arse con un par
de satánicos. Al menos esta semana, si vamos más atrás...
Arancha resopló y se dejó caer en su sillón de cuero re-

21
pleto de cojines adornados con bordados que parecían mo-
verse en la penumbra de la habitación.
–Va a ser una noche muy larga...

El Consultorio Astrológico de Doña Lola de María no


solía recibir clientes a esas horas de la noche, pero mi ami-
ga, con sus ropas de andar por casa, sin el acento exótico
fingido y mirándome con ojos de sueño mientras se pre-
paraba un café, no era Doña Lola de María, era Arancha.
Por dentro la habitación tenía un aspecto sobrenatural
muy logrado, e incluso las luces eléctricas que la médium
había encendido en lugar de sus habituales velas eran lo su-
ficientemente débiles para no quitarle el aspecto esotérico
al lugar. Solo la luz fluorescente de la neverita que Arancha
acababa de cerrar, oculta en uno de los tallados muebles de
madera de donde sacó un brick de leche rompía la atmósfe-
ra de la habitación que yo observaba casi sin fijarme, mien-
tras garabateaba con mi bolígrafo.
Arancha esperó a que yo acabase de colocar los posava-
sos de marfil en el morado mantel de seda, que parecía más
caro que cualquier vestido que yo podía tener en casa, y
puso un par de cafés en la mesa de madera tallada. El nego-
cio le iba muy bien a mi amiga, por lo que podía observar
por su mobiliario, tan diferente al estilo ecléctico–recicla-
do de mi despacho.
–Bueno ¿estás preparada?–comenzó.
Asentí, no muy convencida. Estaba más que acostum-
brada a ver todo tipo de fenómenos paranormales a mi al-
rededor, pero no me gustaba cuando yo era el centro de
estos. Pero era consciente de que si quería averiguar por
qué los espíritus venían a por mí, la única solución era un
examen profundo por mi espiritista de cabecera.
–Bien, coloca las manos en la mesa.–obedecí, poniéndo-

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las boca arriba. Arancha me las cogió. Le había visto hacer
el mismo procedimiento en alguna ocasión, y normalmen-
te sus gestos eran medidos y armoniosos, como siguiendo
algún tipo de ritual. Ahora, así como no se molestaba en
intentar ocultar su acento vasco conmigo, los movimientos
también eran sinceros, directos. Los rituales era para gente
a la que había que convencer que Doña Lola de María esta-
ba hablando realmente con los muertos. Conmigo no hacía
falta, sabía perfectamente que era capaz. Hasta mi propia
abuela me lo había dicho, y la pobre llevaba muerta más de
quince años.
–Voy a examinar a fondo tu aura, Vero, a ver si encuen-
tro qué es lo que est–
La misma sensación de chispazo eléctrico que sentí al
tocar el cadáver de la morgue pero aumentada un par de
amperios más recorrió mis manos, mordiendo las de Aran-
cha. Mi amiga salió disparada hacia atrás, dejando escapar
un grito acallado a la mitad e incrustándose en el acolcha-
do sillón.
No sabía si esto era lo habitual, pero al menos entendí
por qué el sillón necesitaba tantos cojines.

–¿Ari?–pregunté, sin moverme del sitio, asustada por la


idea de que mi amiga sufriese por las putadas que normal-
mente la vida tenía reservadas para mí, colocadas en una
estantería con mi nombre y varios signos de exclamación.–
Arancha. ¿Estás bien?
La médium abrió los ojos levantándose del sitio en el
momento. Sus movimientos, habitualmente más suaves, y
la expresión de sus ojos, habitualmente menos sicópata me
anunciaba algo inquietante.
–Arancha no está en casa.–dijo Arancha.
En la misma mesa donde nos encontrábamos, había ga-

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nado y sobre todo había perdido varias timbas de póker,
hasta que descubrí que es mala idea jugar a las cartas con
alguien capaz de ver tu aura. Por eso la cara de póker que
mantuve en ese momento no me costó esfuerzo alguno.
También ayudaba que, si bien la situación de la morgue era
espeluznantemente inusual, ver a mi amiga poseída por un
espíritu ocurría varias veces por semana, algunas veces in-
cluso por reirnos un rato. Incluso había visto a Arancha de-
jar entrar un espíritu en su cuerpo tras intentar contar un
chiste sólo “porque él era mucho más gracioso contándolo”.
Por eso pude ver cómo el espíritu que habitaba el in-
terior del cuerpo de mi amiga se sintió molesto por no ser
capaz de arrancar de mí la expresión de terror buscada.
Por eso quizá también se apresuró en seguir hablando,
para intentar demostrar que era el que tenía la situación
controlada.
–No me has matado del todo, Parabellum...
–Ya veo, ya...–respondí.
–Admítelo, en el fondo sabías que ibas a volver a verme.
Logré poner el mismo gesto que dedicas a esas señoras
mayores amigas de tus padres que te saludan y recuerdan
cosas que hacías cuando eras niña, a las que devuelves el
saludo con cortesía pero claramente no tienes ni puta idea
de quién son, de qué te conocen o si realmente lo hacen o
te están confundiendo con la Puri, la hija del charcutero
que se fue a estudiar fuera. El espíritu me miró molesto a
través de los ojos de Arancha.
–¡Soy Gregorio Negro! ¡Intentaste matarme y fracasas-
te miserablemente, ínfima mortal!
Arqueé una ceja, invitándole a seguir explicándose. Por su-
puesto que sabía quién era, el liche que hacía una semana ha-
bía intentado matar en Teruel, pero disfruto enormemente de
privarle de atención a la gente o criaturas que más lo exigen.

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–¿Eres la banshee?
–¿Qué? ¡No! La banshee no era más que una de mis en-
viadas para...–El liche se detuvo, notando cómo yo con-
tenía una risa de satisfacción–¿Te hace gracia? ¿No te das
cuenta de lo que he hecho?
Negué con la cabeza.
–He ligado mi espíritu al tuyo. ¿Creías que destruir mi fi-
lacteria era suficiente como para acabar conmigo? Sabía que
sería cuestión de tiempo volver a vernos. Que si ninguno de
mis enviados acababa contigo y te enviaba al infierno donde
te esperaba, yo mismo volvería de él para acabar el trabajo...
Su último comentario logró que una de mis cejas se ar-
quease, con un deje de sincera preocupación.
–¿El infierno? ¿Has vuelto del infierno? ¿Cómo?
–Ah, Parabellum, hay gente que tiene amigos en el mis-
mo infierno, pero tú eres la primera persona que veo que
tiene enemigos. Hay gente abajo que tiene más interés en
verte que yo... Y gracias a su ayuda, podré llevarte conmigo
hasta el fondo de...
Agarré la taza de café, y se arrojé su contenido a la cara
poseída de mi amiga. El liche se sorprendió, primero por
mi reacción, que acusó a un pronto por mi parte, luego por
el efecto que éste hacía en su piel.
Ardía. Ardía como el infierno del que decía venir. Y lo
curioso es que estaba rebajado con leche fría de la nevera.
Cuando hablamos esta parte del plan, las dos estábamos de
acuerdo en que era mala idea escaldar la bonita cara de mi
amiga. Pero el agua bendita en la que habíamos disuelto el
café lograba que el único que notase el dolor fuese el espí-
ritu del liche, cuyo control sobre el cuerpo de la médium
se debilitaba.
Aprovechando ese momento, golpeé con el posava-
sos, y de esto la pobre Arancha no se podía librar por

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mucho que lo hablásemos, en la cabeza de mi amiga. El
símbolo que había garabateado con el bolígrafo en el
marfil hizo su efecto, potenciado por el hueso de muer-
to del que estaba hecho el posavasos. El espíritu del li-
che salió del cuerpo de mi amiga, y se vio absorbido por
la trampa para espíritus que habíamos preparado antes
del ritual.
El posavasos tembló y ardió, mientras la energía del es-
píritu era contenida. Lo posé rápidamente en el centro de
la mesa, cuya madera tenía grabados tantos símbolos es-
pirituales bajo el mantel, que parecía el mapa de metro de
Tokio tallado por un pájaro carpintero puesto de LSD. La
energía comenzó a disiparse, mientras el espíritu maligno
del liche era consumido.
El posavasos dejó de temblar, mientras dejé de prestar-
le atención y comencé a prestársela a mi amiga, que des-
pertaba del trance.
–¿Ha salido bien?–preguntó, cuando logró abrir los
ojos y darse cuenta de dónde estaba.
–Como siempre.–respondí–¿Qué hago con la trampa?
–Ah. Ponla donde las otras.
Cogí con cuidado el posavasos de hueso tallado, que
aún estaba caliente, y lo coloqué en uno de los armarios,
donde otros cinco posavasos reposaban, uno de ellos en-
negrecido y medio quemado.
–¿Qué tal ha ido?–preguntó Arancha mientras se fro-
taba el chichón en la frente–Has tenido que golpearme
¿verdad?
–Era de los pesados, Ari, lo siento.–cerré el armarito y
le di una vuelta de llave. Dejé escapar un suspiro.
–He visto su línea espiritual, Vero.–asentí, sin atrever
a mirarla de nuevo, sabía qué iba a decirme.–Venía del in-
fierno ¿verdad?

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Asentí de nuevo, agachando la cabeza, como un perri-
to que no deja de morder los cojines a pesar de recibir su
enésima regañina.
–Tienes que hacer algo con eso, Vero.–me dijo con sin-
cero tono de preocupación mi mejor amiga. Asentí suspi-
rando.–Tienes que solucionar las cosas con tu ex.

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Miedo de juguete

Miré directamente a sus ojos de muñeco. Ojos de men-


tira que intentaban imitar la mirada inocente de un bebé
sin lograrlo lo más mínimo. Vacíos, inertes, inexpresivos,
y a la vez amenazantes. Es sólo un muñeco, me obligué a
pensar.
Luego le pegué tres tiros al puto muñeco.

–¡Es sólo un muñeco!– se justificó mi hermano–No


tengo la culpa de que sea tan miedica...
Mi padre recogió el muñeco de mi habitación, sin decir
una palabra, mientras mi madre miraba furiosa a mi her-
mano. Mientras tanto, yo, la gran detective Parabellum,
azote del mundo sobrenatural, lloraba en una esquina.
Ocurrió hace más de veinte años. No recuerdo exactamen-
te qué edad tenía, pero por eso mismo creo que debió ocurrir
cuando no tenía suficientes años como para saber contarlos.
Mi hermano mayor, que sabía contar los suyos e incluso
hacer cosas raras como multiplicarlos, había sacado un mu-
ñeco horrible del desván y lo había colocado en mi cama.
No contento con eso se escondió detrás de éste y, fingien-
do una voz de ultratumba, lo hizo hablar. No recuerdo qué
dijo, ni siquiera sé si lo llegué a oír. Mis gritos al ver el mu-
ñeco ahogaron cualquier frase de mi hermano, y pronto
dejó la pantomima para empezar a reírse de la llorosa de su
hermana pequeña.

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Mi madre lo castigaría después, mi padre me consola-
ría. Supongo, no lo recuerdo. Pero era lo habitual.
Pero había algo que no olvidaría. El muñeco.
Piel blanca, expresión inexistente, mirando al infinito,
ojos vacíos, ropas antiguas... Se suponía que debía inspi-
rar ternura, pero solo lo lograría si te gustaba acunar bebés
muertos.
–Es sólo un muñeco...– repitió mi hermano, ante los
gritos de mi madre.

Es sólo un muñeco. Me repetí años más tarde.


No iba a llorar, esta vez lo tenía claro. La situación era
muy diferente. Ya no era una niña pequeña asustada por un
simple muñeco. No. Tenía más de veinte años y me había
enfrentado ya a cosas peores. Aún así, el muñeco seguía
inspirándome un miedo irracional.
–Eres una cobarde– dijo el muñeco. El hecho de que ha-
blase no ayudaba.–He visto los miedos más profundos de
cientos de personas. Zombies, esqueletos, arañas... ¿Pero
un estúpido muñeco?
La Pesadilla se acercaba a mí. Ya no era un monstruo de
forma indefinida compuesto de sombras. No. Eso no me
asustaba tanto. El demonio había mirado en mi interior, y
había visto el muñeco que aterró toda mi infancia. El ca-
brón se había transformado en mi peor miedo, y seguía
acercándose.
–¿En serio? ¿Una niña cobarde es lo mejor que han po-
dido enviar para detenerme? –la criatura de rostro inex-
presivo seguía acercándose. Yo seguía en el suelo, inca-
paz de moverme mientras la pesadilla casi me susurraba
al oído. Olía a plástico y talco. Intenté reaccionar, intenté
moverme, pero el miedo copaba todo mi sistema nervioso,
produciéndome frío y calor, atenazando mis músculos. In-

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tenté mover el brazo. El demonio se rió de mis esfuerzos–
No puedes hacerme nada... soy tu peor pesadilla.
–¡No eres más que un muñeco!–chillé con una voz más
aguda de lo que me gustaría reconocer, mientras le clavaba
la runa con los ojos cerrados al muñeco.
La pesadilla dio varios pasos atrás, primero sorprendi-
do, luego cabreado.
–¿Qué? ¿Qué cojones me has...?
–Es una runa antimórfica– explicó mi padre saliendo
de entre las sombras. El muñeco se giró y lo miró. Pude ver
cómo lo observaba con sus ojos inertes, mientras estudia-
ba sus miedos. Pude ver como intentaba cambiar de forma
y también como la runa que había grabado en su cabeza
de plástico brillaba cada vez que lo intentaba.–Evitará que
puedas cambiar de forma mientras te estudiamos...
Me levanté poco a poco, aún temblando. Mi padre me
había usado, pero tras varios años trabajando con él era
algo que no me sorprendió lo más mínimo. Levantó al mu-
ñeco que forcejeaba inútilmente contra él, con la fuerza
proporcional de un bebé de plástico. Había sido listo, ha-
bía explotado mi miedo infantil para atrapar la pesadilla en
una forma inofensiva, y poder estudiarla sin peligro.
Al fin y al cabo no era más que un muñeco.

De eso habían pasado unos diez años. Desde aquel día


no había vuelto a tener miedo del muñeco. Verlo tan torpe,
tan inofensivo había logrado que racionalizase ese miedo.
También ayudaba haber visto cosas peores a lo largo de ese
tiempo.
Hasta hoy...
El bebé de plástico estaba en el suelo, con dos agujeros
de bala. Dos de tres, el miedo había afectado a mi punte-
ría. Las balas lo había atravesado limpiamente dejando dos

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agujeros y en el cuerpo y tres en el estucado de la pared
de mi casa. Los disparos habrían despertado a los vecinos,
tendría algo que explicar a la policía esa noche. Pero por el
momento, había algo que me preocupaba más.
Estudié el cadáver del bebé que nunca había estado
vivo. Era un solo muñeco, ni se movía ni hablaba. Eso hacía
más difícil explicar cómo había entrado en mi casa.
Al lado del cadáver, una nota. Escrita con letras recar-
gadas, góticas, una caligrafía que recordaba las vestimentas
anticuadas del muñeco.
“Vuelvo a ser libre”.

No he vuelto a dormir.

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Aburrirse a tiros

El problema de ser detective son las películas de de-


tectives. No las novelas, al menos no las actuales. Las pu-
tas películas. Cada vez que iba a trabajar, no podía evitar
sentir la mirada de fascinación inmerecida que me lanzaba
mi novio, mientras en su cabeza se editaba un montaje de
películas con persecuciones, tiroteos y más explosiones de
las que deben ser sanas para el oído.
Sin embargo, el trabajo de detective, mi trabajo, mi jorna-
da laboral de ocho o hasta dieciséis horas podía resultar un
completo aburrimiento. La mayor parte del tiempo me gana-
ba el pan esperando, vigilando, leyendo y si tenía ganas de
emociones, rellenando la declaración trimestral de Hacienda.
Y si había llegado a esa conclusión, no por primera vez
en mi vida si no por tercera vez en el mismo día, es porque
llevaba cinco horas en el asiento de mi coche, esperando a
que mi objetivo saliese por la puerta que llevaba ese mis-
mo tiempo vigilando. Y mi cerebro y mi culo empezaban a
quejarse al unísono.
Suspiré, y con un gesto mecánico volví a comprobar
que la escopeta de caza que reposaba en el asiento del co-
piloto seguía cargada.
Un aburrimiento de trabajo, os digo.

Eran las dos menos veinticinco de la madrugada, y la


noche no era especialmente fría, lo cual no implicaba que

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fuese cálida. Por suerte la puerta que vigilaba estaba en las
afueras de Barcelona, tan alejado que seguramente podría
considerarse otra localidad distinta, al menos hasta que
fuese fagocitada por la capital como había sucedido ya con
alguna de sus vecinas. No había problema para aparcar, y
simplemente me limité a dejar el coche en un lado de una
carretera secundaria, lejos de la farola que iluminaba la
puerta, y a esperar en su cómodo interior, tapada con una
manta que solía llevar para estas ocasiones en mi maletero.
Me acurruqué bajo la tela, y aparte de obsequiarme con
su calor, aprovechó para regalarme con su aroma a malete-
ro, acentuado por el hecho de ser el de mi coche. Pude dis-
tinguir el olor de un par de cosas muy feas y el de alguien
aún más feo. Mi maletero tenía más vida social que yo.
Para escabullirme del olor repasé mentalmente la lista
de actividades que podía hacer durante las horas que aún
me podían quedar de vigilancia. Si seguía escuchando la
radio no tardaría en quedarme sin batería en el coche, y
si escuchaba música en el móvil, haría lo mismo la batería
del teléfono. Si quería entretenerme escuchando música, la
mejor opción consistía en golpear la cabeza contra el vo-
lante y deleitarme del solo de percusión aderezado con al-
gún puntual arpegio de claxon.
Tras rendirme, busqué algo para beber. Los dos cafés
habían desaparecido, así como la Coca Cola y medio litro
de agua. Una punzada en la vejiga me corrigió, recordán-
dome que no habían desaparecido, si no que simplemente
estaban en otro sitio. Durante poco tiempo, al menos.

Volví a entrar en el coche, abrochándome el pantalón y


tiritando por haber perdido el poco calor del que había he-
cho acopio. Me enrosqué en la manta ignorando su olor y
miré la hora. Eran casi las cuatro. Creo que acababa de ba-

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tir mi récord personal de horas seguidas de vigilancia, pero
contaba con la suerte de estar aparcada en el arcén oscuro
de una carretera, así que la vejiga no era más que una mo-
lestia secundaria que había solventado por tercera vez sin
perder de vista mi objetivo.
Seguí clasificando balas, algo no muy habitual en la pro-
fesión de detective, pero sí en mi especialización como De-
tective Paranormal.
Seguí escarbando el fondo de mi mochila y encontré
otra bala suelta. La acerqué a la ventanilla y pude diferen-
ciar su aspecto metálico y las cruces grabadas. Estaba de
suerte, era otra bala de plata y con ésta y otras dieciséis
que tenía me daba para llenar un cargador entero de mi
Glock. Llené el cargador vacío con las balas plateadas, y es-
cribí con el rotulador rojo una V en la base. V de vampiros.
Estaba de suerte, las de plata no eran las más caras, pero
creía recordar que sólo me quedaba otro cargador de éstas
en casa, y los vampiros y hombres lobo necesitaban de va-
rias balas para dejar de intentar morderme.
Metí el cargador en la bolsa y observé el resto de balas
sueltas que había encontrado en bolsillos, guantera, mochi-
la y bajo el asiento. Era consciente de que no era el método
de transporte más adecuado para la munición, y si mi ma-
dre me viese me castigaría sin pistola un mes, pero cuan-
do necesitas una docena diferente de tipos de balas depen-
diendo de la criatura, ocurrían estas cosas.
Llegué a contar tres balas de sal, capaz de inutilizar los
poderes de una bruja que se encontrase a menos de cin-
cuenta metros. Dos benditas, para exorcizar demonios a
tiros, e incluso una Tutti–frutti, una de mis balas multiuso,
y también de las más caras.
Y luego estaba Albertito, que me miraba con su expre-
sión sonriente pintada a mano. Albertito era una de mis

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balas más preciadas de toda la colección de Parabellums, y
aunque no había podido probarla en campo, teóricamente
era capaz de...
Un ruido metálico me sacó de mis pensamientos y me
hizo levantar la cabeza. La puerta que llevaba horas vigi-
lando rebotaba en la pared, mi objetivo acababa de salir y
por suerte para mí, no había sido discreto.
Ahora me tocaba a mí serlo.

Mi objetivo, Antonio Gallardo, de cincuenta años re-


cién cumplidos y bien vestido, se alejaba lentamente del
recinto, mientras yo me acercaba cruzando la carretera por
detrás de él, poniendo especial cuidado en que mis pisadas
no hiciesen ruido.
Mientras me acercaba, aún con la mente en las balas
que ahora reposaban en mi coche, no pude evitar en agra-
decer el trabajo de esta noche. Cuando estuve a pocos me-
tros de él, sin que aún se hubiese dado cuenta clavé los pies
en el suelo, corregí mi postura, cogí aire y pregunté:
–¿Antonio Gallardo?–Mi objetivo pareció percatarse y
se giró, confirmando su identidad tanto con el gesto como
mostrándome claramente su rostro.
Por suerte, como había dicho, no todos mis trabajos re-
quieren una munición especial, así que apreté el gatillo de
la escopeta de caza de mi abuelo, y le reventé la cabeza a
Antonio Gallardo.

Había sido un trabajo fácil. En las afueras, suficiente-


mente apartado para que nadie oyese el disparo, y finiqui-
tado con munición de la barata. Por eso no me sorprendió
que la parte difícil fuese volver a meter el cadáver en el ce-
menterio del que se había escapado.
Estaba empezando a amanecer cuando logré meter el

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cadáver de mi objetivo de nuevo en su tumba, sudando por
el esfuerzo a pesar del frío. El señor Gallardo había estado
en lo cierto e hizo bien en haber contratado mis servicios
antes de su muerte. Sus sospechas de que el gremio de Ni-
gromantes no iba a dejarlo en paz ni después de muerto
eran ciertas, por suerte yo estaba ahí para asegurarme de
que su cuerpo como su alma encontraban el reposo eterno,
reventándole la cabeza de un disparo.
Saqué los quinientos euros del interior de la chaqueta
que Gallardo había dejado para mí y di por concluida la
noche.
En definitiva, casi diez horas comiendo patatas fritas en
el coche, disparar a alguien que ya estaba muerto y volver a
cargar con su cadáver al interior de su mausoleo.
Un aburrimiento de noche.

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La chica a la que le gustaban los
monstruos

Apuré lo que quedaba de café, pagué en la barra con


una sonrisa amable, crucé la puerta del bar y comencé a
caminar detrás de la criatura.
La muchacha, tal y como figuraba en el horario mental
que había reconstruido la última semana que llevaba inves-
tigándola, salía de su trabajo en la clínica. Pude adivinar,
conociendo sus costumbres como ya las conocía, que no
iba a ir a su casa. No, si llevase la bata que era su uniforme
de trabajo es que volvía a su hogar. En su lugar llevaba un
pantalón negro y una blusa lila, adornados con alguna pun-
tual muestra de joyería, y unas botas de tacón tan afilado
que resultaba una sorpresa que no perforasen la acera por
la que se alejaba. Una ropa elegante, demasiado elegante
como para malgastarla en su camino del trabajo a casa.
No, definitivamente la muchacha del pelo largo castaño
no iba a su apartamento. Y si algo había aprendido en la se-
mana que llevaba siguiendo a la joven, es que eso implicaba
que iba a ser una tarde entretenida.
De una puta vez.

–Ésta es la clínica donde Cristina trabaja de recepcio-


nista.–uno de los sirvientes del anciano me entregó una
tarjeta con el logotipo de una clínica de estética. Tras un

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gesto de asentimiento casi marcial, nos dejó solos en aquel
despacho decorado con caros objetos más antiguos que mi
árbol genealógico. Había pasado una semana de aquello,
pero la imagen de la estancia, que no envidiaría a ningún
museo arqueológico, se me había quedado grabada.
Observé la tarjeta. No reconocí la clínica, pero sí cono-
cía la calle. Era una calle pequeña y concurrida, con una
cafetería donde podía hacer mis vigilancias de manera có-
moda y discreta. Si algo había aprendido del trabajo de de-
tective en Barcelona es que las vigilancias en coche eran
mala idea, si no directamente imposibles. Los días con
suerte podía aparcar mi Seat a dos manzanas de mi objeti-
vo, y la discreción, así como parte del glamour del traba-
jo de investigación, desaparece si intentas espiar en doble
fila.
Salí de mis pensamientos, y el rostro arrugado de Seth
me observaba con las cejas arqueadas, quizás juzgando mi
lapsus momentáneo, quizás intentando sujetar la colgante
piel de su cara con ellas.
–¿Exactamente qué quiere averiguar de su prometida?–
pregunté mientras guardaba la tarjeta en el bolsillo trasero
del pantalón.
–Que no me haya mentido. Que es quien me ha dicho
que es.–valoró mi mirada, que creí había ocultado mejor
mis pensamientos–La quiero, señorita Parabellum, claro
que la quiero. Pero no he llegado a mi edad ni a mi fortuna
dejando todo al azar. Si dice la verdad, quiero que usted se
asegure. Y si miente... quiero pruebas.

El vagón de metro traqueteó, sacándome de mis recuer-


dos. Lancé una mirada rápida a mi objetivo, que seguía en
su asiento del vagón contiguo. Tranquila, no tardé en vol-
ver a sumergirme en mis pensamientos.

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Vivimos en el sueño húmedo de un espía. Todos los
aparatos de espionaje que llevaba el James Bond de los 60
ocultos en su elegante traje, yo los llevaba en mi móvil.
¿Quería hacer fotos? Mi móvil se encargaría de eso. Tenía
acceso a todo el conocimiento del mundo en internet, y a
información más especializada mediante discretos mensa-
jes a mis contactos. El GPS era una herramienta muy útil
para seguir a alguien en zonas desconocidas de la ciudad.
Y podía matar el rato lanzando pájaros contra ridículas es-
tructuras mientras hacía horas de vigilancia.
¿Pero lo mejor? Eso se veía en el propio vagón. Más de
la mitad de las personas estaban mirando sus pantallas.
La muchacha del pelo castaño entre ellas, lo cual facilita-
ba enormemente mi trabajo. Y camuflarse entre el gentío
era tan fácil como encender tu móvil y mirar a la panta-
lla. Nada te ocultaba mejor que comportarte como todo el
mundo. Nadie sospechaba de la chica rubia con gafas que
miraba su Twitter. Mi última semana de trabajo había sido
tan fácil que incluso llegué a pensar la opción de sentir-
me mal por la cantidad de dinero que me pagaba Seth. Por
suerte me duró poco.
La chica castaña se levantó del asiento, su parada se
acercaba y por lo tanto la mía. El metro se detuvo y mi
objetivo se bajó de él. Los seguimientos en el metro eran
peliagudos. Había un número de veces limitado que podía
cruzarse con la rubia de las gafas gruesas sin que mi rostro
empezase a serle familiar, por lo que un juego de lógica era
necesario. Si la chica había escogido el primer vagón, eso
quería decir que saldría por la izquierda de la estación, por
lo que si yo me bajaba del siguiente vagón, podía seguirla
sin llegar cruzarnos.
Contra todo pronóstico, la chica miró los nombres de
las calles de salida, frunció el ceño, y se giró en mi direc-

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ción. Rápidamente jugué el papel de viajera que mira el
Facebook en su móvil mientras daba un par de pasos al
azar. Una sombra castaña pasó por mi lado, sin prestarme
atención.
Tras dar un Me Gusta a una nueva foto de mi sobrino,
empecé a caminar tras la chica.

El bar era oscuro, y grande. Aún así, tras una semana si-
guiendo a la chica las posibilidades de que me reconociese
aunque fuese por repetición eran demasiado altas. Afortu-
nadamente mis gafas gruesas tenían una función más allá
de permitirme distinguir caras desde la otra acera. Me las
quité, entornando automáticamente los ojos al encontrar-
me un mundo semiborroso y las metí en el bolso. Si la chi-
ca tenía una imagen mental grabada en su subconsciente
de mí, sería la de una persona tras unas gafas gruesas, sin
ellas me costaría aún menos confundirme entre la gente.
Para ayudar al cambio, me quité la cazadora tejana, y noté
la brisa otoñal apresurándome a meterme en el bar donde
la chica llevaba un rato.
No tardé en hacerle caso, y al entrar una triste música
de fondo y un bar excesivamente oscuro me recibió. Dis-
tinguí al fondo una figura borrosa con el mismo patrón de
colores que mi objetivo, y me senté lejos de ella en una
mesa a su espalda, tras la mesa de billar. Las fuertes luces
de ésta creaban un contraste que me ayudaba a ocultarme
aún más en mi refugio hecho de sombras. Con esfuerzo ob-
servé el resto del bar.
El sitio era triste, rozando lo patético. La oscuridad y
la música intentaban darle un tono dramático, pero no po-
dían ocultar que la decoración era de plástico y la madera
falsa. Las decoraciones abigarradas no hacían más que ha-
cer que el lugar pareciese más pequeño de lo que debería.

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El local intentaba parecer melancólico, pero no lograba pa-
sar de triste.
Las seis personas que bebían algo con cara de lástima,
solos o en manada mantenían el espíritu artificialmente
gótico del bar. Entre la neblina de mi miopía pude observar
como alguno me lanzaba alguna mirada. No eran las mi-
radas que podía recibir en un bar un viernes por la noche
sosteniendo una copa. Eran miradas de jueves por la tarde
en un bar triste en el que yo no tenía carnet de parroquia-
no. No era cómodo.
Pedí una cerveza a la camarera, que recibió mis palabras
con un rostro de tristeza mucho más logrado que el resto del
bar, y me quedé observando mi objetivo, una mancha borro-
sa negra y lila que recibía a otra de colores poco más alegres.
No estaban lo suficientemente cerca como para enten-
der de lo que hablaban, pero sus gestos y movimientos eran
más que locuaces. Un roce, una caricia, movimientos suaves
y calculados, cercanos... Era la prueba que estaba buscando.
Volví a jugar el papel de la chica que comprueba sus
mensajes en el móvil, y preparé la cámara. Cometí la pru-
dencia de desactivar flash y sonido, e hice tres o cuatro
fotos, mientras miraba a mi alrededor comprobando que
ninguno de los habituales se percatase de mi trabajo de pa-
parazzo. Miré la pantalla, pensando en otra de las habilida-
des que Q había instalado en toda una generación de móvi-
les. Mis ojos no eran capaces de enfocar a la pareja, pero sí
mi teléfono, que me mostraba a la chica del pelo castaño,
en la mesa, hablando.
Sola.

Volví a mirar a la mesa, la pareja seguía en acaramelada


conversación, ajena a mi crisis. En mi móvil, ninguna de
las fotos mostraba a su acompañante. Un escalofrío erizó

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mi nuca, mi instinto había reconocido la pistas antes que
mi cabeza.
El bar no era más pequeño que otros bares, pero no usa-
ba el truco más extendido para engañar a la vista. No tenía
espejos.
La madera era de plástico, porque ¿para qué poner a
mano en tu bar uno de tus pocos puntos débiles?
Y si la pareja de mi acompañante no salía en las fotos,
por si la gran detective Parabellum no había tenido sufi-
cientes pistas, es porque era un jodido vampiro. En un bar
para vampiros, lleno de vampiros. Entre ellos la camarera.
¿Cómo podía saber este último detalle? Ah, nada se es-
capa a mis dotes de observación, con o sin gafas. Y la chica,
que cambiaba la mirada entre mi cara y la pantalla de mi
móvil, abrió la boca mostrando unos colmillos dispuestos a
arrancar la yugular a la rubia miope que había descubierto
su secreto.
Como buena detective, deduje que no era ya momento
de más discreción, así que me levante de un salto, agarré
uno de los palos de billar y golpeé con toda mi fuerza en
la cabeza de la camarera, que acusó el golpe emitiendo un
desagradable chasquido. La chica se tambaleó y cayó en el
suelo, derribando una mesa, como si hubiese visto el movi-
miento en algún western reciente.
En mi mano pude comprobar que el chasquido lo había
producido el palo de billar, cuya mitad colgaba por unas
pocas astillas de fibra de vidrio de la mitad que sujetaba
en mi mano. Vampiros listos, ni siquiera podía usar el palo
como estaca.
El golpe consiguió que el resto de vampiros parroquia-
nos se echasen a suertes con la mirada cuál de ellos ataca-
ría primero a la chica que, si bien no sostenía un arma mor-
tal para ellos, no dejaba de tener un palo muy gordo en la

44
mano. Pero a su vez, también consiguió que mi objetivo y
su acompañante se acabasen de percatar de mi presencia, y
se unieran al resto del grupo, colmillos al aire.
Era justo lo que necesitaba, obviando una vía de esca-
pe o dos o tres litros de agua bendita. Mi mano izquierda,
que aún sostenía el móvil, no dejó escapar la oportunidad,
e hizo una foto a la chica del pelo castaño, que dejó esca-
par un leve gesto de sorpresa en su amenazador rostro de
vampiresa.
Tras la improvisada sesión de fotos, acabé de arrancar
la mitad del palo de billar y con los dos trozos formé una
cruz. Sólo la chica se asustó ante la visión de ésta, mientras
sus compañeros empezaron a reírse, sin dejar de acercarse
lenta pero peligrosamente, aún sin haber llegado a decidir
quién sería el primero en liderar el ataque.
Durante el momento de pánico que siguió al fracaso de
mi cruz casera, mi cerebro decidió apuntar mentalmen-
te el dato de que las cruces y los vampiros solo se llevan
mal cuando son símbolos de la Iglesia, y no pedazos rotos
palo de billar. Mi mano derecha, más práctica, gritó al ce-
rebro que no era momento de andar estudiando los mitos
e hizo algo que debería haber hecho en un principio: Sacar
la pistola.
Y entonces me lié a tiros.

–¿Los mató, señorita Parabellum?–Preguntó Seth,


quién había escuchado mi relato pacientemente, con un li-
gero interés que parecía fingido.
–No...–incómoda, me cambié de posición en el asien-
to donde una semana antes había aceptado el caso.–No
llevaba munición especial, tan solo eran balas, no sabía
que acabaría en un nido de vampiros.–Seth asintió–Pero
aunque las balas no los maten, pocas criaturas aguantan

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el impacto de un trozo de metal a cientos de metros por
segundo sin ser derribados.
Seth ladeó la cabeza, su gesto parecía indicar que no
le estaba contando algo nuevo. Estos detalles no le impor-
taban, y me pedía que continuase por educación. Decidí
abreviar, e ir directamente a lo importante.
–Tras quitármelos de encima pude salir del bar, y
atranqué la puerta con el palo de billar el tiempo necesa-
rio como para alejarme de ahí.–Suspiré, al ver reducido mi
apasionante relato de huida a una frase. A continuación,
saqué un sobre de mi bolso, y se lo entregué.
Mi cliente sacó las fotos de su interior y las puso en la
mesa, observándolas. En medio de todas destacaba la foto
que logré hacer de la chica del pelo castaño mostrando sus
colmillos de vampiro al aire.
–Entiendo...–asintió finalmente el anciano, por prime-
ra vez dejando escapar un gesto de lástima en su rostro,
que hasta ahora había sido tan inexpresivo que había llega-
do a pensar que sufría rigor mortis.–Entonces me confir-
ma usted que mi querida Cristina es en realidad...
No pudo acabar la frase, así que decidí echarle un cable.
–Una cazafortunas, faraón.–Señalé una de las fotos–
Aquí, aunque por su naturaleza de vampiro no se le vea,
está el Marqués Du Daurade. Un célebre y acaudalado
vampiro del norte de la ciudad. Su prometida ha adquirido
forma de vampiresa para sacarle los cuartos a él también, y
el hecho de que ella sí salga en la foto no hace más que de-
mostrar que no es más que una mascarada.
El faraón, en su asiento, agachó la cabeza, sabía que mi
información no le estaba gustando, pero se obligaba a se-
guir escuchándome.
–También tengo el testimonio de McAllister. Un lepre-
chaun afincado en Santander al cual Cristina robó la mitad

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de su olla de oro.–señalé una foto en la que una pareja de
pelirrojos sonreían a la cámara. La chica, a pesar del color
del pelo y una notable reducción de estatura, era claramen-
te Cristina.
–También hay fotos con una criatura del pantano, y al-
gún escarceo con una ninfa...–señalé el resto de fotos. Eran
fotos viejas, que había logrado usando mis contactos, pero
la foto reciente de la chica con forma de vampiro era la
prueba definitiva que necesitaba–Es difícil de trazar, de-
bido a su naturaleza metamórfica. No he podido averiguar
su verdadero nombre, y ni siquiera tengo claro qué criatu-
ra es. Por su origen creo que puede ser un Ghoul, un tipo
de djinn... Pero creo que esos detalles no le interesan. ¿Me
equivoco?
El faraón se había levantado de su asiento tapizado,
pero seguía cabizbajo. Pude ver como la tristeza se conver-
tía en furia a un ritmo preocupante. Casi tan preocupante
como el hecho de que su piel empezase a consumirse. Casí.
–Llevo más de dos mil años solo, señorita Parabellum.
Y por fin encuentro a alguien de mi especie. Otra momia
con la que convivir en mi eternidad. Y resulta que es...
mentira...
El faraón mostraba los dientes, en parte por rabia, en
parte porque parte de su cara se había desecho. Ante mí se
mostraba el verdadero faraón Seth, el que llevaba muerto
más de tres mil años. Y pude notar como el engaño visual
desaparecía, trozos de su cuerpo convirtiéndose en arena
que se llevaba un viento antinatural. Un pequeño ejército
de escarabajos salieron de varios orificios de su cuerpo y
empezaron a caminar por el suelo.
El ruido de unas llaves y la puerta abriéndose pareció
sacar al faraón de su éxtasis. Unos zapatos de tacón acaba-
ban de entrar en la casa, y se acercaron al despacho.

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Si el rostro semiputrefacto del faraón parecía desenca-
jado, el de Cristina era notablemente superior en ese senti-
do. Curiosamente, pareció sentir más terror al ver mi cara
que la calavera con jirones de piel seca de su ex futuro ma-
rido. No pude evitar disfrutar de ese pequeño momento de
gloria.
–Mierda.–Dijo la chica.
–Querías hacerte pasar por una momia, verdad ¿mi
amor?–La voz aspera y grave de Seth hacía retumbar to-
dos los muebles de caoba del despacho. No pude evitar le-
vantarme del asiento poco a poco y alejarme de la crecien-
te figura hecha con arena y trozos de cadáver que era mi
cliente. Cristina se giró sobre si misma e intentó empezar
a correr, pero antes de que pudiera dar el primer paso, dos
sirvientes del faraón que salieron de la nada la sujetaron
por los brazos.–No te preocupes, yo te ayudaré.
Eran sus leyes. Siempre me obligaba a recordármelo.
Los mitos tenían sus propias leyes, y era mucho mejor si
yo no me interponía entre ellas. Pero no pude evitar sentir
algo de lástima de la chica. Sabía poco sobre los ingredien-
tes necesarios para la momificación, pero sí que conocía el
básico.
Necesitabas un cadáver.

48
¿Dónde están las llaves?

00:15
El trasgo chillaba babeante, con los ojos enrojecidos y
los dientes amarillentos, o los ojos amarillentos y los dien-
tes enrojecidos, no recuerdo. Completaba su horrible as-
pecto con una piel escamosa y reptiliana, plagada de verru-
gas. Definitivamente su cara ya era horrible antes de que se
la reventase de una patada.
La criatura salió volando del impacto mientras su voz
se apagaba, de manera casi cómica.
–¡No te lo diremo!–Un golpe metálico sustituyó la últi-
ma letra de su palabra, e imaginé que había aterrizado con-
tra uno de los contenedores que formaban estrechas y tor-
tuosas calles en el muelle de carga del puerto.
Los otros trasgos, giraban a mi alrededor, a más de una
pierna de distancia de mí. Se movían rápido, y de manera
errática. Usaban las sombras de los potentes pero lejanos
focos que iluminaban el puerto por la noche para confun-
dirme, y era incapaz ni siquiera de contar cuántos había.
Solo podía contar el número de brillantes ojos que me ob-
servaban y dividirlo entre dos. Me salían decimales.
–¡No te lo diremos!–gritó otro antes de lanzarse sobre mi
de un salto. Me lo quité de encima antes de que otros viesen que
atacarme era posible y lo imitasen. Demasiado lenta como para
evitar que arrancase un trozo de mi camiseta de un mordisco.

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Valoré la situación. Siendo yo más bien bajita y no es-
pecialmente fuerte, la mayoría de criaturas a las que me
solía enfrentar podían derrotarme en cuarpo a cuerpo, así
como más de la mitad de la humanidad. Por eso mi norma
era ser más lista, más sutil o más sigilosa que cualquiera.
En caso de emergencia o aburrimiento también valía sacar
mi Glock y liarme a tiros.
Pero los trasgos eran una excepción, una excepción que
cubría también goblins, duendes y demás criaturas dema-
siado similares como para molestarme en distinguirlas en-
tre sí. Su naturaleza mágica consigue que resistan las pata-
das en la cara con bastante facilidad, y su naturaleza hija de
puta logra que se las merezcan.
No era buena peleando, y siempre evitaba el conflicto di-
recto con bestias capaces de hacer todo tipo de cosas con mi
humano y mortal cuerpo. Pero ir a interrogar a trasgos era
lo más parecido a ir al gimnasio que me permitía mi horario.
–¡Decídmelo!–dije mientras usaba el trasgo que acaba-
ba de atacarme como arma para golpear a otro.–O tendré
que haceros daño.
Uno de los trasgos debió llegar a la conclusión de si
que golpearle con uno de sus compañeros no era hacerle
daño, lo inteligente sería no estar ahí cuando me apetecie-
se hacérselo, así que huyó corriendo con sus cortas pati-
tas, mientras yo seguía interrogando a sus compañeros. El
ruido de sus pequeños pasos desapareciendo rápidamente
tras un contenedor del puerto logró sacarme una sonrisa.
Eran criaturas patéticas y ridículas, y durante un segundo
me sentí culpable por abusar de esa manera de ellos, pero
eran el mejor punto de partida de cualquier investigación,
y ahora mismo lo único que tenía.
Sin ir más lejos, al llegar al puerto cinco minutos an-
tes pude ver como descargaban alguna caja cuyo conteni-

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do aún no había logrado averiguar. Con probabilidad algún
artefacto mágico de algún panteón, o un cargamento de
algo que no debería haber salido de donde salía, y mucho
menos llegar hasta donde había llegado. Para demostrar su
inocencia, los trasgos dejaron todo lo que estaban hacien-
do y se lanzaron de cabeza a por mí.
Si algo turbio había pasado en el inframundo de Barce-
lona, la banda de trasgos del puerto lo sabían, y probable-
mente estaría involucrada en ello, así que una visita social
podía proporcionarme algo de información y algún que
otro mordisco.
Además, golpearles era tan putamente divertido...
Pero llegó el momento en que dejó de serlo. Un par de
golpes sordos de fondo me aclararon el misterio del con-
trabando, cuando el trasgo cobarde volvió a lomos de algo
que parecía un ogro señalándome ante su primo mayor
como un chivato de colegio. La pelea se volvía interesante,
y eso era lo último que me apetecía.
–¡Ésa! ¡Ésa!–gritaba.
–¡Empezaron ellos!–me defendí de las acusaciones,
mientras medía a mi nuevo adversario con la mirada, can-
sándome a mitad de camino. El monstruo avanzaba con
pasos lentos pero que hacían vibrar los contenedores
metálicos que nos rodeaban con un tembleque metálico,
atemorizados.
Los demás trasgos huyeron, temerosos de su primo el
mayor, mientras sus gruñidos graves y amenazantes hacían
que me retumbase el pecho y se me erizase el vello de la
nuca, señales que tiene el cuerpo humano para indicarte
que no deberías estar donde estuvieras, y que un placer
haber trabajado contigo.
El orco posó bajo la luz de unos de los focos del puer-
to justo antes de desaparecer en la sombra de un contene-

51
dor. De manera instintiva miré hacia arriba, viendo como
la enorme caja que proyectaba la sombra colgaba de una
de las grúas. Uno de los trasgos la había usado antes de
mi interrupción en su trabajito, y ahora se balanceaba so-
bre un cable justo encima del orco, de manera tentadora.
Era mi oportunidad, saqué mi pistola, y apunté con mucho
cuidado.
Descargué seis tiros sobre una de las rodillas de la
criatura, la cual aulló y se acabó desplomando en el sue-
lo, aplastando al trasgo que la dirigía. Menos espectacular
pero mucho más sencillo y efectivo que disparar a un cable
a diez metros de altura, la verdad.
–Muy bien. Ya me habéis cansado.–miré a los trasgos
que me quedaban, demasiado cobardes como para pelear,
demasiado valientes para huir.–¿Me vais a decir ahora dón-
de cojones están las llaves?

01:25
En las noches de luna llena, en mi profesión, todo el
mundo se vuelve un poco más loco. La magia se dispara,
los hombres lobo se dejan llevar y una de cada dos sectas
intenta sacrificar a alguien.
Pero podía ver por dónde caminaba sin despeñarme,
algo era algo.
El mar sonaba de fondo, adormilado, mientras yo avan-
zaba despierta cerca del acantilado, con un ojo en el suelo
y otro en una runa solar que llevaba conmigo. La runa esta-
ba agotada, sin magia, y no servía para iluminar, pero en la
oscuridad de la noche su tenue brillo servía para confirmar
que había magia cerca.
Hacía más de media hora que había dejado el coche

52
atrás y seguía caminando fuera de cualquier camino deli-
mitado, con cuidado de no tropezar con las afiladas piedras
costeras o caerme por el acantilado. Pero estaba cerca, la
runa solar brillaba con más fuerza, indicándome que esta-
ba captando algo de magia residual, y con esa información
no tardé en encontrar el sitio exacto que buscaba.
Desde lejos su aspecto era tan poco característico como
cualquier matorral de los otros cincuenta que me había en-
contrado hasta ahora, así que opté por asegurar que era el
sitio que buscaba acercando la runa, la cual asintió parpa-
deando levemente.
Guardé de nuevo la piedra en el bolsillo y metí el pie
cuidadosamente en el medio del arbusto, el cual pareció
no ofrecer ningún tipo de resistencia material y me dejó
atravesarlo como si fuese un holograma. Había encontrado
la ilusión que guardaba la cueva, ahora solo tenía que infil-
trarme con cuidado, y descender a su interior sin alertar a
su habitante.

–Joder ¿tú?–dijo la muchacha del pelo negro y el tatua-


je en el hombro, mientras me miraba con fastidio.–¿Qué
coño quieres ahora, Parabellum?
Seguí tosiendo y escupiendo agua durante un minu-
to más, arrancando en el proceso trozos de mi garganta,
que ardían por la sal. Cuando recuperé la respiración y el
aire llenaba mis pulmones de nuevo, sustituyendo al medio
océano que había entrado segundos antes, repasé mental-
mente lo ocurrido. Había tardado solo dos pasos en apo-
yarme en una roca más resbaladiza de lo esperado y la cue-
va en la que intentaba infiltrarme sigilosamente me tragó,
haciéndome rebotar contra las paredes hasta caer en el
centro de la laguna que guardaba en su interior. Mi sigilo
desapareció al ritmo de la música producida por mi cráneo

53
contras las paredes, ante la sorpresa de su habitante, que
tuvo que sacarme de ahí antes de que bebiese más agua de
mar de la recomendable.
Marisol me dio la espalda mientras yo peleaba por qui-
tarme la ropa mojada que se pegaba a mi cuerpo. Cogió un
mando a distancia envuelto en plástico de una mesita que
había en la orilla del agua y volvió a subir el volumen del
sistema de música que rodeaba la cueva. Los acordes me-
taleros de alguna canción hicieron retumbar la cueva de
nuevo, con una acústica envidiable. No tenía muy claro de
dónde sacaba la electricidad, pero Marisol había consegui-
do en esta cueva apartada de todo el mundo un apartamen-
to que, aunque húmedo, le daba mil vueltas al mío. Además
del sistema de música y una pantalla plana, había muebles
bien escogidos, con un estilo moderno que aún así casaba
con las piedras llenas de líquenes y moluscos. La luz de un
par de lámparas iluminaba el interior de la cueva, refleján-
dose en el agua que parecía calmarse tras mis chapuzón e
iluminando una vivienda que poseía todo lo que se suponía
que debería tener.
Excepto retrete, noté por primera vez.
La laguna dejó de tener ese aspecto bucólico desde ese
mismo momento.
La sirena salió del agua y se secó con una toalla mien-
tras su cola se dividía y adquiría la forma de unas largas
piernas humanas. Se puso la toalla alrededor de la cintura,
por costumbre más que por modestia, y enchufó un seca-
dor a uno de los alargadores que colgaba de una pared.
–Ven. Sécate el pelo.–indicó con un gesto–Y más te vale
que tengas una buena razón para haber venido sin avisar,
si no quieres que te tire de vuelta al agua atada al secador.
–Te he avisado, pero no te llegan los mensajes–me de-
fendí. La actitud hostil no funcionaba con la sirena fanática

54
del metal–No tengo la culpa de que no tengas cobertura en
tu casita de la playa.
–Y yo no tengo la culpa de tener que vivir escondida
del mundo, y que la compañía de teléfono no llegue has-
ta mi cueva, Parabellum.–respondió con desgana. Me miró
mientras empezaba a extender mi ropa mojada en una me-
sita de madera, con intención de secarla–¿Me has traído
pilas?
Saqué de mi mochila mojada una bolsa de plástico ce-
rrada, había sido suficientemente previsora y sabía que una
visita a Marisol tenía ciertas posibilidades de acabar en el
agua. Le pasé la bolsa a la sirena, que la miró con media
sonrisa.
–Está bien... Esto es la única razón por la que te saco del
agua cada vez que te veo. ¿Qué quieres?
–Los trasgos me han dicho que sabes algo de unas llaves
desaparecidas...
Marisol arqueó una ceja pero evitó mirarme, mientras
desenvolvía el paquete. Sabía algo, y se acababa de dar
cuenta que yo ahora sabía que lo sabía. O algo así.
–Puede que...–dudó–haya visto algo en el paseo marí-
timo. Pero me conoces mejor que eso. La gente como no-
sotros tenemos que cuidarnos de... la gente como vosotros.
No voy a empezar a compartir contigo todo lo que vea o
deje de ver.–Marisol frunció el ceño al desenvolver el pa-
quete–¿Son de las pequeñas? Sabes que no uso de las pe-
queñas, siempre te pido pilas de las grandes.
–Eso es porque todavía sigues escuchando música un
Disc–Man, Mar.–Saqué otro paquete de la mochila. Y se lo
pasé–Son para esto. Tienes que modernizarte.
–¿Qué?
–Un reproductor de MP3, acuático, pensado para na-
dadores. Puedes escuchar música mientras das tus paseos

55
marítimos. Me he permitido meterte un par de discos de
Nightwish. Killian me dijo que te gustaban.
–¿Killian? ¿Qué pinta Killian en todo esto?
–Tiene muchas ganas de recuperar sus llaves, Mar.
–¿Son de él? Tenías que haber empezado por ahí...

02:42
En otras circunstancias me gusta conducir de noche.
Poco tráfico, toda la carretera para mí, un silencio cómo-
do, que es raro de encontrar al volante para alguien que
vive en una ciudad como Barcelona... Pero hoy llevaba la
camiseta y el pelo aún mojado, un bañador de mi novio que
llevaba en el coche sustituyendo mis tejanos, y perseguía
una moto que había logrado por tercera vez echarme de la
carretera. No era mi paseo más relajante.
La gravilla y la arena rebotaban en los bajos de mi Seat,
mientras yo meditaba sobre el poder de decisión del ayun-
tamiento de Barcelona, y los motivos por los cuales alguien
había cobrado dinero por pagar dinero a alguien para en-
viar a alguien a plantar un árbol en el terraplén que acom-
pañaba en paralelo la carretera de la costa. Y cómo si no
hubiese apretado el freno hasta el máximo hubiese envia-
do al garete el trabajo de tanta gente, así como mi carrera
y la de mi coche.
Arranqué de nuevo huyendo del arcén tan rápido como
huía de mí la gravilla que proyectaban mis ruedas y vol-
viendo a la carretera por tercera vez. Salirme de la carrete-
ra tres veces era tentar a la suerte demasiado, así que me vi
obligada a replantearme la estrategia de ataque.
Mi Seat de tres puertas no era un vehículo grande, pero
sí que era mayor que la motocicleta en la que huía Manos

56
Largas. Aún así, cada vez que me acercaba lo suficiente, el
cabrón usaba sus poderes telekinéticos para dar un volan-
tazo a mi coche y evitar que lo derribase echándome de la
carretera. Lo cual, dicho sea de paso, no era bueno para el
coche, para mi paciencia, ni para mi GPS, que recalculaba
la ruta cada vez que descubría que me había independizado
del plan nacional de carreteras.
Por suerte, su motocicleta petardeaba en la lejanía. No
solo el vehículo era lento, además su conductor le iba a la
zaga, y había escogido huir de mí en una carretera secun-
daria, en lugar de meterse en la ciudad y darme esquina-
zo por cualquiera de sus calles. Cada vez que lo perdía de
vista, el rugido de caniche que era su motor sonaba a lo
lejos, indicándome por dónde seguirlo por si el hecho de
que la carretera no tuviese ninguna desviación no fuese lo
suficiente.
Volví a apretar el acelerador y no tardé ni un minuto en
ver una luz roja a lo lejos. Manos Largas era buen ladrón
gracias a que su telekinesis le permitía no utilizar ni sus
manos ni su cabeza para llevar a cabo sus trabajos. Desgra-
ciadamente para él esto había atrofiado su cerebro lo sufi-
ciente como para ni siquiera molestarse en apagar la luces
para intentar librarse de mí.
Aproveché una recta para acelerar, confiando en que,
de haber un radar de carreteras, a estas horas estuviese
durmiendo, y no tardé en alcanzar a Manos Largas, el cual
se giró asustado en su moto al oírme acercarme tan rápido.
El motorista separó una de las manos del manillar de la
moto, apuntándome. Para ser precisos, giró su brazo y su
chaqueta de manga larga, mientras su guante seguía pega-
do al manillar. La naturaleza, que había proporcionado te-
lekinesis al ladrón, lo había intentado compensar con unos
brazos diminutos que no llegaban al codo de su chaqueta.

57
Conocía pocos hijos de puta mayores que el que había con-
vencido a Manos Largas de usar ese sobrenombre.
Me miró mientras le adelantaba, amenazándome con la
mano. Por lo que sabía necesitaba apuntar para concentrar
su telekinesis, por suerte para mí, esta vez mantuve más
distancia que su radio de acción, y no podía volver a toque-
tear mi volante. Pero sabía que si intentaba derribarlo me
acercaría demasiado y me volvería a echar. Para darle más
emoción a mi izquierda esta vez no había un terraplén, si
no el Mediterráneo, oscuro como el petróleo, preparado
para recibirme si en cualquier momento a mi coche le ape-
teciese un chapuzón.
Manos Largas me seguía apuntando con una mano
mientras yo le adelantaba, amenazante sin dejar de mirarlo
con el ceño fruncido. Le devolví el favor y tras cambiar de
marcha para alejarme de él le enseñé que mi mano también
sabía hacer trucos, mientras le mostraba para ser exactos el
de “mi dedo del medio comunica mis sentimientos”.
Tras acabar de adelantarlo, volví al carril, y en cuanto
tuve a la motocicleta detrás, apreté el freno a fondo.
Cerré los ojos mientras esperaba el golpe y, tras oírlo
de manera casi satisfactoria y notar la sacudida en el co-
che, pude ver como una figura humanoide me adelantaba
dando vueltas por el aire, y desaparecía tras ser iluminado
fugazmente por las luces delanteras de mi Seat.
Me bajé del coche tranquilamente y observé con ver-
dadera curiosidad. El cuerpo de Manos Largas flotaba a un
palmo del suelo, bocabajo, mientras aún aterrado concen-
traba todo su poder en seguir evitando impactar contra la
carretera, a pesar de que lo había logrado hacía rato ya.
Aproveché para sentarme de un salto encima de él y la sor-
presa de mi peso hizo que finalmente aterrizase dejando
escapar un gritito.

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Una vez cómoda sentada encima de sus costillas, con
sus pequeños pero poderosos bracitos atrapados bajo su
cuerpo, e iluminados por las luces de mi coche, saqué la
pistola y una sonrisa, y amenacé con ambas al ladrón.
–Me vas a decir a quién le has vendido las llaves ¿ver-
dad, Jaime? No tengo toda la noche...

05:06
Puede que yo tuviese el pelo y la ropa aún mojados y
que el frío de las cinco de la mañana se ayudase de los tro-
zos de hielo repartidos por todo el suelo de la lonja para
provocar que ni siquiera la adrenalina de la acción lograse
que entrara en calor.
Puede que además estuviese perdiendo la pelea. Y esta
vez ni mi Glock, usada como último recurso tantas veces
que me debería plantearme por qué no era el primero, me
iba a servir de ayuda. La tenía en la mano, sí, pero tanto
ella como el arma estaban atrapadas dentro de un pequeño
bloque de hielo que me llegaba hasta el antebrazo. Incapaz
de mover ni siquiera el gatillo, mi mejor arma y mi mejor
brazo estaban inutilizados.
Puede que la risa maníaca de mi adversaria me perfora-
se los oídos. Además, su tono no indicaba megalomanía, o
locura, como solía ocurrir en estas situaciones. No. La ca-
brona se estaba despollando de mí.
No, cada vez que recuerdo esa noche lo primero que me
viene a la mente, por encima de todas esas cosas, era el pútri-
do olor a pescado pasado que me envolvía, mientras yo inten-
taba salir de un contenedor nadando entre kilos de peces que
ningún pescadero en su sano juicio había querido comprar.
Normal que esa zorra se riese de mí.

59
La Poderosa Dama del Frío, maga elemental de catego-
ría tres, experta en poder controlar y crear hielo a su anto-
jo, y pescadera de Martes a Viernes, me había vencido. Al
menos el primer asalto. Por suerte, tan poco estaba acos-
tumbrada la mujer a conseguir victorias en su vida, que su
sorpresa fue superior que la mía, lo cual me dio un respiro.
Aproveché que La Poderosa Dama del Frío, o María En-
carnación, como se llamaba de día, había transformado su
risa de superioridad en una sincera carcajada al comprobar
que había caído en doscientos kilos de tripas de pescado y
conseguí salir del contenedor. En el momento que saqué me-
dio cuerpo me desplomé de cabeza al frío y húmedo suelo,
y volví a atreverme a respirar. Mala idea. Demasiado cerca
del contenedor, y aún con varios trozos de pescado pegados
a mi cuerpo como asquerosos gusanos hechos de gelatina
y espinas. La bocanada de aire fresco que esperaba se con-
virtió en una cata de aromas de cosas que llevan demasiado
tiempo muertas. Ni siquiera la arcada que conseguí reprimir
me parecía tan asquerosa como el aire que me envolvía.
Encarnación me las iba a pagar.
Golpeé el brazo congelado contra el suelo, pero el hie-
lo estaba pegado a mi piel, agarrado a ella con mil alfileres
que se me clavaban cada vez que lo intentaba mover. Ardía.
Era hielo y ardía. Me hubiese parado a apreciar la ironía,
pero Encarnación había dejado de reirse, y volvía a prepa-
rar hechizos con sus regordetas manos, con la misma faci-
lidad con la que limpiaba una merluza.
Dos luces brillantes pasaron cerca mío, y tuve la suerte y
la agilidad de esquivarlos a tiempo. Impactaron en la pared es-
tallando como copos de nieve, congelando al momento el em-
baldosado, que crujía ante el brusco cambio de temperatura.
Encarnación siguió lanzando hechizos mientras yo corría
esquivándolos, saltando finalmente tras el mostrador de uno

60
de los puestos de la lonja. El aterrizaje no fue nada suave, y el
suelo, lleno de un agua nada incolora, inodora o insípida no
logró frenarme hasta que acabé bruscamente en la pared.
Maria Encarnación volvió a estallar en carcajadas, como si
en lugar de una experimentada detective de lo paranormal mi
trabajo fuese la de una payasa de circo. Hasta yo tuve mis du-
das. Por suerte, mi cerebro me dio un respiro y tuvo una idea.
Volví gateando hacia el mostrador y lo usé para atrin-
cherarme, mientras las carcajadas de la hechicera se acer-
caban, a la vez que apaciguaban. Agarré con mi única mano
disponible la manguera que usaban para limpiar el puesto y
salí de mi parapeto disparando un chorro de agua a la cara
de Encarnación, que sorprendida solo pudo reaccionar de la
manera más básica que se le podía ocurrir a un mago. El ata-
que de magia congelante chocó con el potente chorro de la
manguera, convirtiendo las inofensivas gotas de agua en un
improvisado granizo que chocó repetidas veces con su cara.
Aprovechando que el parte meteorológico no había avi-
sado a Encarnación de la inesperada tormenta que arreciaba
en el tercio norte de su cara, golpeé con toda la fuerza que
pude a la mujer con el bloque de hielo que era mi mano. Un
sonoro crujido producido en parte por el hielo rompiéndose
en parte por su cráneo, retumbó en las paredes embaldosa-
das de la lonja, arrojándola un metro hacia atrás.
Mi pistola, liberada por fin del hielo y de mi mano, sa-
lió volando, aterrizando en cajas de sardinas en mal estado,
conviertiéndose en el tercer objeto más letal del montón
donde había caído. Solo pensar en volver a acercarme a uno
de esos asquerosos pescados hizo revolverme el estómago,
pero Encarnación aún no estaba fuera de combate, y aunque
no estuviera segura de que la Glock o mi mano derecha fun-
cionasen tras haber sido congeladas, eran mi única opción.
Me acerqué deprisa hasta donde había aterrizado el

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arma, y haciendo de tripas corazón, metí la mano en la
caja, encontrando tripas, corazones, y finalmente el metá-
lico tacto de mi única salida.
Levanté la pistola, apuntando a Encarnación con la
mano izquierda, y me quedé clavada en el sitio. La hechice-
ra no solo se había levantado, si no que concentraba olas de
magia alrededor de sus manos, mientras tanto éstas como
el resto de su cuerpo se convertían en hielo.
La mujer empezó a crecer, mientras el hielo trepaba
por sus extremidades. Su cuerpo rechoncho ahora se con-
vertía en una mole de hielo y amenazantes témpanos. Se
reía, pero ya no de mí. Finalmente había aprendido y se
reía como una maníaca henchida de energía. Había infra-
valorado a la hechicera, y aunque pensé en que debería ac-
tualizar mis fichas sobre ella valoré el gesto como inútil. En
sus ojos pude ver que solo una de nosotras saldría de ahí.
–¡Devuélveme las llaves!–grité alzando el arma–¡No te
pertenecen!
–¡Ni de coña!–su voz cavernosa retumbó por todas las
paredes de la lonja, y durante un segundo, los peces bai-
laron, en un gesto de fingida mortalidad.–¿Sabes el poder
que puedo conseguir con ellas?
El monstruo de hielo que hasta hace un momento ha-
bía sido una señora rechoncha de cincuenta años, me miró,
con una luz blanquecina que brillaba en lugar de ojos.
Sin pensarlo más, apreté el gatillo.
Por supuesto, no funcionó.

06:26
–¿Y qué coño ocurrió?– preguntó Killian, que había es-
cuchado mi relato con fingido interés, motivado por agra-

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decimiento a haber recuperado sus llaves y especialmente
por el alcohol.
–Resbaló nada más dar un paso, y al caer al suelo se
hizo añicos.
El irlandés me miró incrédulo. Su gesto dejaba ver que
hacía un esfuerzo, pero no logré adivinar si era para evitar
reírse o para hacerlo. En ninguno de los dos casos le salió
del todo bien. El final de mi encarnizada lucha con Encar-
nación había tenido un final tan anticlimático, que lo ha-
bría lamentado si no fuese por que era yo la que había sali-
do viva. Además había recuperado las llaves.
Era probable que tardase en recuperar la sensibilidad
de mi mano derecha unos cuantos días. Y tras el chapuzón
en casa de la sirena y la pelea entre hielo, mi nariz atascada
evolucionaría sin duda en una gripe. Por suerte, esto impli-
caba que mi olfato estaba inhabilitado, lo cual me ahorró al
menos en parte seguir oliendo a tripas de pescado, a pesar
de que el aroma tardaría en írseme más que las quemadu-
ras por congelación o el resfriado.
Para rematar, mi coche ahora tenía un bollo en la parte
trasera con forma de la cara de un ratero que se lo pensaría
dos veces antes de volver a apropiarse de lo ajeno.
Había sido una noche completita, y por eso ni siquiera
me preocupaba que ya estuviera amaneciendo, y yo siguie-
se en el bar.

El Rainbow’s Arse era el mejor antro de Barcelona


para la gente como yo. Y por suerte, en toda la ciudad
solo había una persona que era como yo en ese momen-
to. Por norma, el pub Irlandés estaba frecuentado por
criaturas mitológicas, muertos vivientes, demonios, y en
general cualquier persona que tuviese o pudiese fingir
un aspecto humano, a pesar de no serlo. Muy diferente

63
de otros bares que solían tener humanos que no lo pa-
recían. Pero a estas horas, casi de día, sólo estábamos su
dueño y yo.
El bar parecía muy diferente con la luz del día empe-
zando a entrar por la verja entrecerrada de la puerta, ilumi-
nando mesas vacías y botellas llenas con un tono naranja
que hacía juego con el rojo de las paredes, o de la cara de
Killian. El clurichaun también parecía muy diferente por
el día a su aspecto habitual. Había tenido mala noche, se le
veía en la cara. Normalmente, la criatura, un primo cerca-
no y más alcohólico de los leprechauns irlandeses era un
pelirrojo cabronazo y gruñón que bebía dos veces su peso
en el tiempo que yo podía tomarme una pinta. Hoy no.
Tras el robo de sus llaves, Killian no había podido disfrutar
de la vida como solía hacer, y se limitó a beber lo que solía
beber, pero sin pasárselo bien.
Había cerrado el bar hacía ya horas, y había echado más
pronto de lo habitual a la clientela, labor para la que no
dudó en usar una escopeta y un par de exorcismos. Lleva-
ba, por lo que podía adivinar, horas en la misma postura,
abrazado a su copa favorita, que no dudaba en vaciar y lle-
nar con velocidad sobrenatural.
Puse las llaves en la mesa y por fin pareció darse cuenta
de mi presencia. Sus ojos brillaron, y pude ver un gesto de
mala hostia en su cara, lo cual, en el caso de Killian, se po-
día considerar su posición de descanso.
–¡Mecagon la puta, Verónica! ¿Por qué mierdas has tar-
dado tanto? ¡Estaba de los putos nervios!–La mitad del vo-
cabulario que el pelirrojo enano sabía balbucear con su
ligero acento irlandés y su fuerte acento a cerveza eran ta-
cos. La otra mitad insultos. En ese momento me di cuenta
que todo lo que le había contado había caído en un barril
sin fondo, lleno de cerveza.

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Suspiré, mientras Killian cogía las llaves, y bajaba de un
salto del taburete desde el que solía atender a su clientela.
–Acompáñame, te lo has ganado.
Apuré la cerveza que el camarero me había servido en
un ataque de generosidad insólito, y le acompañé a la parte
de atrás del bar. Tuve que agachar la cabeza para no darme
contra el marco de la puerta a pesar de que yo tampoco era
la más alta de la clase. La habitación contigua al bar, prote-
gida por un cartel que rezaba PRIVADO y seguramente por
algún hechizo defensivo, estaba hecha a la medida del clu-
richaun, o lo que es lo mismo, a media medida mía.
Cuando dejé de observar la habitación, Killian me hizo
un gesto de que me quedase quieta, mientras buscaba en-
tre el llavero que le acababa de entregar una llave concreta.
–La hechicera decía que las llaves guardaban un enor-
me poder–comenté casi casualmente. El dueño delRain-
bow’s Arse no era precisamente conocido por ser podero-
so, al no ser que lo midiésemos en miligramos de alcohol
por litro de sangre. La curiosidad de saber qué guardaban
esas llaves me motivaba tanto como el dinero que me iba a
pagar por recuperarlas. En mi trabajo había visto espadas
encantadas, hechizos preparados, objetos malditos... Nin-
guno de ellos me encajaban. No, Killian era más práctico.
–¿Poder? Claro que sí.–añadió casi riéndose, mientras
se metía en una habitación más pequeña, haciendo uso de
una segunda llave.–Algo tan poderoso que Manos Largas
intentó robarme.–oí de nuevo una llave dentro de la habi-
tación donde se había metido. La curiosidad me llamaba,
pero asomarme sería como meter la cabeza en la madri-
guera de un tejón rabioso.–Algo por lo que mataría has-
ta a la mismísima Poderosa Dama del Frío.–Otro ruido de
llaves y una enésima puerta abriéndose sonó dentro de la
habitación, y un brillo dorado iluminó levemente la pared,

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por encima incluso de la luz del sol que se colaba por una
rendija en la ventana.–Conozco pocas criaturas que no se
sientan tentadas por este... poder que tú dices–las puer-
tas volvieron a cerrarse, mientras el clurichaun salía de su
agujero.–Ni siquiera tú, Verónica.
–¿Qué quieres decir?–pregunté curiosa, mientras me
arrojaba algo brillante.
–Dinero. Eso es el poder que guardan estas llaves. Algo
que tú quieres, que todos queremos. Algo tan poderoso
que mueve el mundo. Puto dinero.
Miré lo que me había lanzado Killian. Una moneda de
oro, cinco dólares americanos, de 1879.
–Tu sueldo, Verónica. Con eso podrás arreglar el co-
che, curarte el resfriado y pagarte siete duchas, las necesi-
tas.–El cabrón me había escuchado, en el fondo.
Miré la moneda en mi mano. Tenía que ser valiosa. La
olla de oro que guardaba el clurichaun al final del arco iris
no almacenaba baratijas.
La apreté en mi mano, notando el dolor aún en las ar-
ticulaciones atenazadas por el frío. Me daba igual. Killian
había compartido conmigo parte de su poder.
El dinero. Algo por lo que la gente estaba dispuesta a
robar, matar, o morir. Había una lección filosófica muy
profunda ahí.
Pero yo estaba muy ocupada pensando en qué me lo iba
a gastar.

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Deuda de Danza

Observé mi copa de vino, delicioso, caro. Lo paladeé.


Pocas veces tenía una la oportunidad de aprovecharse de la
cara y extensa bodega de Carlos Armesto. Conseguí refre-
narme y no acabármela mientras me recordaba que había
ido a esa fiesta en parte a trabajar. Levanté la mirada y me
encontré la mirada reprobadora de mi mejor amiga mien-
tras ella sujetaba una simple cerveza. Detrás de ella un par
de fantasmas flotaron recelosos, rodeándola con miedo.
Siempre había fantasmas alrededor suyo, ni siquiera me
molesté en espantárselos.
Miré al resto de invitados. Hombres y mujeres de la alta
sociedad, o al menos, altas finanzas. Gente pudiente y co-
rriente. Futuros clientes. Entrecerré los ojos y conseguí fil-
trar los vivos de los muertos, al fin y al cabo yo ofrecía di-
ferentes servicios a unos y a otros.
Saqué mis tarjetas de visita, dispuesta a repartirlas en-
tre los invitados. En ella se leía con letra elegante y colores
doradas mi nombre y mi profesión:
Doña Lola de María.
Médium.
Por desgracia, antes de empezar con mi sesión de marke-
ting un fantasma abrió la puerta de una patada y comenzó a
gritar. Dejé escapar un suspiro mientras guardaba de nuevo
las tarjetas en mi bolso, apuré mi copa y me dispuse a trabajar.

67
–¡Vengo por mi baile!–gritó la mujer desde el marco de
la puerta. Joven, bastante más baja que yo, ligeramente me-
nos guapa que yo. Ojos azules y pelo negro como las som-
bras que la rodeaban. Muerta.
A simple vista no lo parecía y algo extraño confundía
mis sentidos. Su imagen era sólida, definida y la patada en
la puerta dejaba claro que era tangible, pero su negra aura
me lo indicaba, era un espíritu. Uno poderoso, sin duda,
pero un espíritu.
Como única persona que podía ver a los muertos y fan-
tasmas, posé tranquilamente la copa en la mesa y comen-
cé a caminar hacia ella. Carlos y Emilio eran clientes míos,
y me pagaban demasiado bien como para permitir que un
fantasma comenzase a arrojar la vajilla al suelo en su fiesta.
Los observé, miraban sorprendidos hacia la puerta que se
había abierto sola. Todo el mundo en la fiesta lo hacía.
–Exijo mi baile.–repitió el espíritu, mirando en direc-
ción de la pareja anfitriona. Me dispuse a decirle cuatro
cosas al fantasma, no eran formas de dirigirse a dos de mis
mejores clientes.
–Muy bien, pues baila conmigo.–respondió Verónica.
Mi amiga ya se había puesto la careta de dura matona a
sueldo y no había dudado en lanzarse de cara a la nueva
amenaza. No me hubiera sorprendido en absoluto si no
fuese por el hecho de que, si hablaba con ella, es que la po-
día ver. Y ver a los muertos no era su especialidad, la suya
era más bien producirlos.
–Espera, Vero ¿Puedes verla?–me miró, sorprendida.
Yo a ella, con la misma expresión.
–Claro–dudó–¿Tú no?
Asentí intentando comprender y Verónica leyó la duda
en mis ojos. Observé al resto de la gente y todos los ojos mi-
raban a la recién llegada. Yo no era la única que podía ver-

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la. Mala señal, para que un espíritu se mostrase tan tangible
ante los invitados debería ser poderoso a niveles peligrosos,
especialmente cuando lo hacía con gestos tan amenazantes
como parecía hacerlo.
–¿Sabes qué es?–le pregunté a mi amiga. Normalmente
ella era la experta en criaturas extrañas, pero mi amiga se
encogía de hombros mientras la estudiaba.
–Parece un espíritu, ¿no la conoces?–negué con la ca-
beza mientras observaba al resto de fantasmas y espíritus
que había en la fiesta, los que solo yo podía ver. Todos se
desvanecían o huían ante la visión de la mujer, como sar-
dinas en una bañera en la que se ha zambullido un tiburón.
El espectro comenzó a caminar ante los ojos atónitos de
los invitados. Bajo sus faldones que habían pasado de moda
hacía más de setenta temporadas, si es que alguna vez lo
estuvieron, unos pies descalzos dejaban a su paso ardien-
tes huellas que se consumían rápidamente. La buena noti-
cia es que el resto de invitados parecían observarla como
una actuación, especialmente tras el truco de las huellas de
fuego. La mala noticia es que un poderoso espíritu piroki-
nético se acercaba lentamente a dos de mis clientes. Dos
de mis amigos.
Verónica ya había comenzado a actuar. En los pocos se-
gundos que había escapado de mi campo de visión ya se
había hecho con un extintor y se acercaba a la chica cauta
pero decidida. Yo aún no sabía a qué nos podíamos enfren-
tar, y tampoco quería ver cómo mi amiga le daba de hostias
con un extintor a un fantasma delante de mis futuros clien-
tes. Vero era eficaz, pero poco sutil.
Saqué mi teléfono móvil y comencé a buscar en Internet,
algo que mi amiga la detective tachaba de hacer trampas,
pero que era inútil negar su eficiencia. Fantasma. Fuego. Un
espíritu tan poderoso no era alguien cualquiera, acarrearía

69
alguna leyenda tras de sí. Tras un segundo excesivamente
largo, la pantalla me mostraba demasiados resultados.
–Mi baile...–continuó con su acento dulce, familiar.
Añadí “Baile” a la búsqueda y los resultados se acotaron.
Comencé a buscar entre ellos rápidamente, mientras Veró-
nica preparaba el extintor, aún no sé si para aplacar el fue-
go o para placar al espíritu. El fantasma se acercaba cada
vez más a la pareja que se abrazaba asustada.–Me debés un
baile, Emilio.
Sonreí ante la pista. Añadí “argentina” en la búsqueda y
el resultado definitivo se repetía en la pantalla de mi móvil.
Medio segundo antes de que Verónica se lanzase a por ella
la llamé por su nombre.
–¡Espíritu de Telesita!–El espíritu giró su cabeza por
primera vez, clavando sus ardientes y fríos ojos azules en
los míos, provocándome un escalofrío en la espalda.–Baila
conmigo...
Todas las miradas de la sala se clavaron en mí, y por un
momento no pude evitar pensar en que si esto salía bien, sería
mucho más efectivo que repartir tarjetas entre los invitados.
Telesita sonrió, y encaminó sus pasos ardientes hacia mí.
Si salía mal, puede que acabase envuelta en llamas, pero
prefería no pensar en esa parte.
El espíritu se dispuso a agarrarme de la mano, por lo
que lancé mi móvil a Verónica, y le hice un gesto para que
leyese el texto de la pantalla.
Telesita me agarró por la cintura y la música en directo
que había guardado un respetuoso silencio tras la aparición
de la aparición comenzó a sonar de nuevo. Quizás fuese la
magia del momento, o quizás el origen argentino de Emilio,
pero la orquesta arrancó con un tango sin dudarlo, y los in-
vitados acompañaron a las notas agrupándose por parejas.
El baile había comenzado, y había que continuarlo has-

70
ta caer rendidos, o acabar envueltos en llamas.

–¿Quién sos?–me preguntó con su dulce tono argentino.


Yo no me atreví a usar el falso acento de engatusar a clien-
tes, no me vi capaz de engañar al espíritu. Aunque sí me vi
con fuerzas de usar, al menos, mi nombre profesional.
–Doña Lola de María.
–¿Y qué hago tan lejos, Arancha?–mi farsa se derritió
ante ella, quien no pareció ni escuchar mi mentira.
–Has venido a ver a Emilio, ¿verdad?
El espíritu miró al futbolista, quien bailaba agarrado
a su pareja, mirándonos de reojo, vigilando pálido que la
nueva invitada no estallase en llamas.
–Me parece que sí, pero no me acuerdo de cómo lo sé.
–Los recuerdos y las memorias son actos difíciles para
los espíritus, Telesita. ¿Me permites que te ayude?
El espíritu asintió, volviendo a mirarme a los ojos. Se-
guimos bailando al son de la música sin darme casi cuenta.
–Alguien te ha pedido ayuda para Emilio, ¿verdad?
–Sí. Yo cumplí, me deben un baile...–La mano del espí-
ritu que me agarraba a la cintura comenzó a arder al rojo
vivo, intenté no apartar el gesto, pero pude notar el calor.
–Estamos bailando, Telesita ¿no? Todos en pareja,
como a ti te gusta.–Se relajó varios grados de temperatura.
Estábamos bailando, sin separar parejas, con velas y demás
rituales que Verónica se estaba encargando de realizar si-
guiendo las instrucciones de mi móvil. Mientras el resto
de invitados se dejaban llevar por algo que creían era una
actuación más de la fiesta. Estábamos aplacando el espíritu
con bailes y buen vino. Ojalá todos fuesen como ella.–¿Re-
cuerdas qué te han pedido?
El espíritu me señaló con la cabeza al futbolista.
–¿Éxito?–Emilio había sido una estrella fulgurante del

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deporte, quizás eso era lo que se había cumplido.
Telesita me apretó contra su cintura y me respondió al oído.
–¿Éxito? No me hagás reír, Arancha. El éxito es muy fá-
cil de conseguir. Me pidieron algo más difícil: Amor...
La música se detuvo en ese momento y aproveché para
soltarme de su agarre. Puede que tuviésemos que bailar
hasta caer rendidos, pero no había nada en las normas que
me prohibiese descansar entre canción y canción. Espe-
cialmente si planeaba seguir en tacones. Me serví otra copa
y bebí rápidamente antes de que la música retornase. Caer
inconsciente por el alcohol también era una salida válida
según la leyenda del fantasma, y me parecía más cómoda y
divertida que la del agotamiento. Telesita me miraba impa-
ciente, y el suelo de madera comenzaba a arder alrededor
de su viejo faldón.
Verónica pasó por detrás y con calma aplicó el extintor
a las llamas, pillando desprevenida al espíritu. Aproveché
su distracción para retomar el baile, pero esta vez fui yo
quien la agarró de la cintura.

–La madre de Emilio, por lo que me ha dicho, era muy


supersticiosa. Es muy posible que haya sido ella.–me infor-
mó mi amiga que seguía siendo la única que no bailaba. Se
sentía desplazada al usarla como una simple paloma men-
sajera entre pareja de baile y pareja de baile, pero agrade-
cida de no tener que intentar seguir los acordes, aptitud
que me había demostrado demasiadas veces que no poseía.
No quise decirle nada, pero le hubiera venido bien algún
compañero de baile aunque fuera para esa noche, olvidar
su reciente ruptura. Pero si la conocía bien bastaba que yo
misma se lo aconsejase para que hiciese lo contrario.–Está
convencido de que ha sido su madre quien ha pedido por
él. El problema es...

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–La madre de Emilio está muerta–giré mi cabeza y la
enfrenté a la mirada de Telesita, quien asintió, mientras ca-
minábamos al ritmo de un acordeón.–Y alguien tenía que
pagarte este baile, ¿no?
El espíritu asintió con poca seguridad.
–Si bailo contigo, espíritu, hasta caer desplomada, si
bailamos todos a tu alrededor haciendo honor a la prome-
sa de la fallecida madre de tu deudor... ¿estaremos en paz?
Ahora sí que el fantasma asintió con seguridad. Los
muertos, en mi experiencia, no recordaban bien quiénes
eran o cómo habían llegado ahí. Pero siempre tenían claro
cuál era su objetivo.
–Está bien. ¿Vero? ¿Podrías hacerme un último favor?–
mi amiga asintió–Pásame la botella.

La primera pareja había caído. Un par de invitados repo-


saban en un sofá, dormitando. Puede que fuese el hechizo
embriagador de la leyenda de Telesita quien había envuelto
a los invitados en una suerte de maldición que les obligaba a
bailar hasta el agotamiento. Quizás solo fuese el vino.
Daba igual, Telesita comenzaba a estar satisfecha, y su
sonrisa parecía más humana. Le di un trago a la botella de
delicioso vino y noté cómo arreaba una buena hostia a mis
inhibiciones y a mi equilibrio.
–¿Qué tal es la vida de fantasma?–llevábamos una hora
y los temas de conversación con la muerta comenzaban a
desgastarse. Telesita se encogió de hombros y me quitó la
botella de las manos con un elegante paso de baile. Inten-
té seguirla pero mi tacón dudó, amenazándome con una
ración de suelo. El espíritu interactuó con el plano físico
de una manera que nunca había visto y le dio un trago a la
botella más largo que su contenido. Lanzó el vidrio vació
contra el suelo produciendo un estallido y risas de los in-

73
vitados, que aún creía que era una actriz contratada muy
metida en su papel.
El borde de su faldón ardió en ascuas durante un segun-
do y Telesita me sonrió.
–Soy un fantasma condenado a ir de fiesta en fiesta,
bailando y bebiendo.–se encogió de hombros mientras se
ruborizaba por el alcohol, generándome nuevas preguntas
sobre el metabolismo de los espíritus.–Podría ser peor.
Sonreí y miré alrededor, buscando. A modo de respues-
ta, Telesita hizo aparecer otra botella de vino de algún lado
y la abrió con un sencillo y a la vez inhumano gesto de las
manos. Me la ofreció y yo, que no tenía gana alguna de con-
trariar a un espíritu tan generoso, le di un buen trago. Buen
vino. Diferente, con toques a café, fruta y más allá.
–La robé de una fiesta donde estuve hace un rato.–Mal-
bec 1921, el año de cosecha y el lugar de origen de la bote-
lla reafirmaban la idea de que el espacio y el tiempo eran
confusos para los muertos. Aprovechó que yo observaba la
botella para escamotear otro par de vinos de la mesa y es-
conderlos en algún sitio.
–Tienen buen vino acá.–asentí, mientras hacía desapare-
cer una tercera botella por valor de cientos de euros. Carlos
y Emilio no lo notarían.–¿Y vos? ¿Qué hacés en esta fiesta?
–Soy amiga de tu deudor. Bueno, es cliente mío, pero...
Me gusta pensar que son amigos nuestros, también. Si no,
nos habrían invitado ¿no?–se encogió de hombros mien-
tras me volvía a agarrar para seguir bailando, esta vez con
un ritmo más suave.–Al menos eso creía, pero, al verte
aquí... ¿Igual sabían que vendrías? Quizás solo nos han lla-
mado porque tenían miedo de que un espíritu les rondase
en una fiesta como la de hoy...
Noté cómo el vino había poseído mi lengua durante
unos segundos, empujándome a contarle las penas a un

74
fantasma, cuando normalmente era al contrario.
Decidí recuperar mi tono profesional. Si Emilio y Car-
los eran clientes, esperarían que tratase con el espíritu de
manera eficiente. Si fuesen mis amigos, también.
Le di otro trago a la botella de vino.

–Sé que es mi amiga–me apoyé en Telesita, casi incapaz


de seguirle el ritmo a pesar de que hacía varios tangos que
mis tacones habían volado. Sin ellos, la argentina era casi
tan alta como yo.–¡Pero a veces parece que solo sea su ca-
zafantasmas de cabecera! Sin ofender...
Telesita me palmeó la espalda mientras yo contenía po-
bremente las lágrimas mientras me confesaba ante ella.
–Siempre tengo que llamarla yo, y vale, que cuando estaba
con Roberto casi no tenía tiempo para mí, pero ha sido cortar
con él y volver a ser mi mejor amiga.–miré a la argentina a los
ojos, una pequeña chispa de alcohol asomaba en sus ojos azu-
les, pero escuchaba con paciencia.–No sé... yo la quiero, y es
mi amiga de infancia, pero a veces es tan cabe... cabezota que
no es capaz de pensar más que en su trabajo. O en sí misma.
No recuerdo la última vez que salimos de fiesta que no fuese
porque teníamos que buscar a algún muerto.
Me erguí, frunciendo el ceño y señalándola, enfadada.
–¡Hoy! ¡Hoy iba a ser un día de fiesta, sin fantasmas ni
hostias en vinagre! Y vienes tú y lo jodes todo.–El fantasma,
acusado, comenzó a arder a la defensiva, llamas brotando
del borde de su alma. Me dejé caer abrazándome de nuevo a
ella.–No... perdona, no es culpa tuya... es tu trabajo, tu mal-
dición. Y nosotros tenemos la nuestra... Es solo... solo...
He de confesar, que de todo el diálogo que estoy re-
memorando, es más que posible que haya inventado unos
huecos, o que alguna parte solo ocurriese en mi cabeza,
pero Telesita había repetido el truco de hacer aparecer bo-

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tellas de algún lugar del siglo XX demasiadas veces. Y el
fantasma bebía, sí, pero su hígado procesaba el alcohol con
una capacidad sobrenatural. El mío no.
Telesita me agarró de nuevo preparada para seguir con
el tango, pero creo recordar que la empujé rechazándola.
–¡Para ya, coño! Todo el día con el bailecito.–bebí algo de
alguna botella y aproveché para estirar los pies torpemente,
mientras intentaba no caerme. A mi alrededor la fiesta se-
guía un derrotero similar. Más de la mitad de invitados dor-
mían en sofás, sillas o en el suelo, mientras otros bailaban
lentamente, ignorando los compases y la música en general.
Vero formaba parte de los primeros, abrazada en el suelo a
su extintor, con varias botellas de cerveza vacías a su alre-
dedor. Pobrecita, mi Verónica... Carlos y Emilio formaban
parte de los últimos, abrazados y balanceándose, turnándo-
se para cargar con el peso del otro, como buena pareja.–¿Por
qué no puedo tener yo algo así?
Telesita me miraba, se debatía entre la lástima con la
que había escuchado mis palabras, y su naturaleza maldita,
que hacía que las llamas comenzasen a consumir sus faldo-
nes de nuevo.
–Venga, hostia ¿Quieres bailar?–agarré otra botella de algo
que hacía rato que había dejado de ser vino.–Pues bailemos.
Tiré de su mano y la llevé de nuevo al centro de la pista.
–Pero ya está bien de tanto tango, joder. Normal que estés
todo el día intentando prender fuego a algo. Ven, que te voy a
enseñar lo que es una fiesta.–Miré a los músicos que se habían
ido turnando a lo largo de toda la noche y de los cuales solo
quedaban dos.–¡Eh! Vosotros. ¿Sabéis alguna de Barricada?

–¿Hasta qué hora recuerdas de anoche?–preguntó Veróni-


ca al otro lado del teléfono, con una voz que me hacía pensar
que en lugar de cervezas habría optado por chupitos de lejía.

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–¿Recuerdas cuando me dejaron poner la música en los
altavoces con el móvil?–un casi inaudible “no” fue toda la
respuesta que obtuve–Un par de horas más, a partir de ahí
creo que me dormí, o caí inconsciente.
–Joder, yo aún no recuerdo cómo aparecí en casa y por
qué tengo un extintor en el pasillo.
Solté una carcajada.
–Ha estado bien ¿eh?
–Sí...–noté algo de inseguridad en su respuesta. Cono-
cía bien ese sí, era un no. Decidí hacer una vez más de psi-
cóloga con mi amiga.
–¿Pero...?
–No... es solo que...–guardé silencio, Vero no soportaba
mis silencios, y yo los usaba para invitarla a continuar.–Me
pasé la noche haciendo rituales para el espíritu, y tú bailan-
do con él... ¿No podemos salir algún día sin que pase nada
sobrenatural?
Recordé mi sesión de terapia la noche anterior con el
fantasma. Sonreí.
–¿Tienes planes para hoy?
–Joder, para hoy sí, pasar una resaca de puta madre ti-
rada en el sofá. ¿El fin de semana que viene no te vale?
Me valía. Por supuesto que me valía.
–¡Claro!
Pasaron un par de segundos de silencio mientras am-
bas brindábamos con agua y resaca por la futura juerga. Al
poco, retomamos la conversación.
–De todas maneras, la fiesta ha estado bien al final ¿no?
–¡Y tanto!–respondí haciendo memoria con los trozos
que me venían a la cabeza.–Ha sido una boda de la hostia.

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