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Adaptación de una antigua leyenda maya

En México muchos niños conocen una antigua y curiosa leyenda de sus antepasados mayas que
ahora vas a conocer tú también.

Cuenta la historia que hace cientos de años los venados corrían libres por la península del Yucatán.
Aunque el lugar era ideal porque tenía un clima fantástico y alimentos en abundancia, había algo
que les hacía sentirse infelices y les obligaba a vivir en un continuo estado de alerta: su propia piel,
de un color tan claro y brillante que se veía a gran distancia, y por tanto, les convertía en presas
fáciles de capturar.

Un día, un joven venado estaba bebiendo agua fresca en un riachuelo. De repente, un grupo de
cazadores empezó a dispararle flechas desde una colina cercana. Ninguno dio en el blanco pero él,
aterrorizado, comenzó una huida desesperada. Corrió y corrió sin rumbo fijo, y cuando pensaba
que los tenía demasiado cerca y le iban a atrapar, el suelo se hundió bajo sus pies y cayó al vacío.

Una vez tocó fondo miró aturdido hacia arriba y se dio cuenta de que había ido a parar a una
cueva oculta entre la maleza. Desde ese lugar oscuro y húmedo podía escuchar las voces de sus
atacantes merodeando por la zona, así que intentó no mover ni un músculo y mucho menos hacer
ruido. Al cabo de un rato los murmullos se fueron haciendo más débiles y respiró aliviado. ¡No
había duda de que los hombres pensaban que su pieza de caza se había esfumado y se daban por
vencidos!

Estaba a salvo, sí, pero una de las patitas le dolía muchísimo.

– ‘¡Ay!… ¡Ay!… ¡Qué torcedura tan inoportuna! … ¿Qué voy a hacer ahora si no me puedo levantar
para salir de este agujero?’

No sabía nuestro amigo ciervo que se encontraba en la morada de tres genios buenos y
compasivos que, nada más escuchar los quejidos, acudieron veloces en su ayuda.

El más anciano le saludó con amabilidad en nombre de todos.


– ¡Buenos días! Veo que por pura casualidad has encontrado nuestro humilde hogar ¡Sé
bienvenido!

El pobre se sintió un poco apurado.

– Os pido disculpas por la intromisión, pero iba escapando de unos cazadores y al pasar junto a
unos matorrales noté el suelo blando y… ¡zas!… ¡Aparecí aquí! Me he librado de ellos pero ¡estoy
herido!

– Veamos, ¿dónde te duele?

– ¡Ay, aquí, en la pata izquierda, junto a la pezuña!

– ¡Tranquilo! Tú quédate quieto que nosotros nos ocuparemos de todo.

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