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de prestar mucha atención a lo que sea igual y a lo que fuere distinto, aunque
salvando, como humano es y entre vosotros igualmente se practica, las
preferencias y las simpatías de este viajero, que no está ligado a obligaciones del
amor universal, ni eso se le pidió. De vosotros me despido, en fin, peces, hasta otro
día, e id a vuestra vida mientras por aquí no vengan pescadores. Nadad felices y
deseadme buen viaje. Adiós, adiós". Buen milagro fue éste para empezar. Una
brisa súbita encrespó las aguas, o habrá sido el bullicio de los peces al sumergirse,
y apenas se calló el viajero ya no había más que ver que el río y los escarpes, ni
más que oír que el murmullo adormecido del motor. Es ése el inconveniente de los
milagros: no duran mucho. Pero el viajero no es taumaturgo de profesión, y si
milagriza es por accidente. Por eso ya está resignado cuando regresa al automóvil.
Sabe que va a entrar en un país abundante en fastos sobrenaturales, y que de ellos
es ejemplo señalado esta primera ciudad de Portugal por donde está entrando, con
su calma de viajero minucioso, la cual ciudad se llama Miranda do Douro. Ha de
recoger, pues, con modestia sus propias veleidades y decidirse a aprenderlo todo.
Milagros y lo demás.
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Cae la tarde. El viajero abre la ventana del cuarto donde va apasar la
noche y, a la primera ojeada, descubre o reconoce que es persona de mucha suerte.
Podía tener delante un muro, un mísero bancal ajardinado, un patio con ropa
colgada, y tendría que contentarse con esa utilidad, esa decadencia, ese- tendedero.
No obstenta, lo que ve es la pedregosa margen española del Duero y, como una
suerte nunca viene sola, está el sol ole manera que la escarpada pared es un
enorme cuadro abstracto en diversos tonos de amarillo., y ni ganas tiene uno de
salir de aquí mientras haya luz. En este momento no sabe aún el viajero que
algunos días más tarde estará en Braganza, en el Museo Abade do Baigal, mirando
la misma piedra y quizá los mismos amarillos, ahora en un cuadro de Dordio
Gomes. Sin duda puede mover la cabeza y murmurar: "Qué pequeño es el
mundo...".
Mirando a España
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en la buena piedra cuatrocentista. Da ganas de sonreír esta saludable escatología
que no teme ofender los ojos de los niños ni a los aburridos defensores de la moral.
En 500 años, a nadie se le ha ocurrido mandar picar o desmontar aquella
insolencia, prueba inesperada de que el portugués no es ajeno al humor, salvo si
sólo lo entiende cuando sirve a sus patriotismos. Nada se ha aprendido aquí de la
fraternidad de los peces del Duero, pero tal vez haya buenas razones para ello. Al
fin y al cabo, si las potencias celestiales habían favorecido un día a los portugueses
contra los españoles, mal parecía que los humanos de este lado pasaran por encima
de las intervenciones de lo alto y las desautorizasen. El caso se cuenta brevemente.
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recogidas las diversas piezas de estatuaria, defendiéndolas así de las tentaciones
de los cacos de oficio y ocasión. Ahí se confirman las cosas. Una pequeña tabla,
esculpida en altorrelieve, acaba de convencer al viajero de su propia incipiencia en
materia de milagros. He ahí a san Antonio recibiendo la genuflexión de una oveja,
que da así ejemplar lección de fe al pastor descreído que se había reído del santo y
allí en la escultura, evidentemente, se muestra corrido de vergüenza y quizá por
eso aún merecedor de salvación. Dice el sacristán que mucha gente habla de esta
tabla pero que pocos la conocen. Excusado es decir que el viajero no cabe en sí de
vanidad. Vino de tan lejos, sin recomendaciones, y sólo por tener cara de buena
persona lo han admitido al conocimiento de estos secretos.
Río Fresno
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"¡Ah!, eso no lo sé. Siempre he oído llamarlo así". A fin de cuentas, tanta lucha
contra los españoles, tantas impudicias en las fachadas de las casas, hasta ayudas
del Niño Jesús, y aquí está este Fresno, oculto entre márgenes gratas, riéndose del
patriotismo del viajero. Recuerda éste el sermón de los peces, el sermón que les
echó, se distrae un poco con estos recuerdos, y va ya lejos cuando se le enciende el
espíritu: "¿Quién sabe si este fresno no será palabra de nuestro dialecto
mirandés?". Lleva idea de preguntarlo en una de estas aldeas, pero luego se
olvidará, y cuando mucho más tarde vuelva a su duda, decidirá que el caso, en
definitiva, no tiene importancia. Al río tanto le da; al árbol que le dio nombre, lo
mismo; sólo los hombres tienen esa manía de ponerle nombre a todo, y cuando
ponen nombre creen saber. Pere, esta agua que corre no es agua, sólo tiene el
nombre de agua, y el viajero no sabrá adónde va si no se pierde en las palabras del
viaje.”