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TRIBUNA: JOSÉ SARAMAGO

El sermón a los peces


JOSÉ SARAMAGO 11/07/1988 “EL PAÍS.com”

Con el escritor y novelista portugués José Saramago continuamos la serie de


crónicas Viajeros en verano iniciada la semana pasada en El PAÍS y que se
prolongará hasta el próximo mes de septiembre. Con ello intentamos
recuperar para el periodismo moderno unode los estilos más añejos del
género. Como en La balsa de piedra, su última novela publicada en España,
podremos encontrar en este texto las inquietudes de un escritor preocupado
por el destino del mundo. Saramago nos descubre a partir de hoy su propio
país.

“Nunca tal se vio en la Guardia de Fronteras. Éste es el primer viajero


que en medio del camino para el automóvil, tiene el motor ya en Portugal, pero no
el depósito de gasolina, que aún está en España, y él mismo se asoma al parapeto
en aquel centímetro exacto por donde pasa la invisible línea de la frontera.
Entonces, sobre las aguas oscuras y profundas, entre los altos escarpes que van
doblando los ecos, se oye la voz del viajero, predicando a los peces del río: "Venid
acá, peces, vosotros, los de la orilla derecha que estáis en el río Douro, y vosotros,
los de la orilla izquierda que estáis en el- río Duero. Venid acá todos y decidme en
qué lengua habláis cuando ahí abajo cruzáis las acuáticas aduanas, y si también
ahí tenéis pasaportes para entrar y salir. Aquí estoy yo, mirándoos desde lo alto de
esta presa, y vosotros mirándome a mí, peces que vivís en esas confundidas aguas,
que tan pronto estáis en una banda como en la otra, en gran hermandad de peces
que sólo se comen entre sí por necesidad del hambre y no por enfados de patria. Me
dais vosotros, peces, una clara lección; ojalá no la olvide yo al pasar por segunda
vez en este viaje mío a Portugal, Conviene, pues, saber que de tierra en tierra he

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de prestar mucha atención a lo que sea igual y a lo que fuere distinto, aunque
salvando, como humano es y entre vosotros igualmente se practica, las
preferencias y las simpatías de este viajero, que no está ligado a obligaciones del
amor universal, ni eso se le pidió. De vosotros me despido, en fin, peces, hasta otro
día, e id a vuestra vida mientras por aquí no vengan pescadores. Nadad felices y
deseadme buen viaje. Adiós, adiós". Buen milagro fue éste para empezar. Una
brisa súbita encrespó las aguas, o habrá sido el bullicio de los peces al sumergirse,
y apenas se calló el viajero ya no había más que ver que el río y los escarpes, ni
más que oír que el murmullo adormecido del motor. Es ése el inconveniente de los
milagros: no duran mucho. Pero el viajero no es taumaturgo de profesión, y si
milagriza es por accidente. Por eso ya está resignado cuando regresa al automóvil.
Sabe que va a entrar en un país abundante en fastos sobrenaturales, y que de ellos
es ejemplo señalado esta primera ciudad de Portugal por donde está entrando, con
su calma de viajero minucioso, la cual ciudad se llama Miranda do Douro. Ha de
recoger, pues, con modestia sus propias veleidades y decidirse a aprenderlo todo.
Milagros y lo demás.

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Cae la tarde. El viajero abre la ventana del cuarto donde va apasar la
noche y, a la primera ojeada, descubre o reconoce que es persona de mucha suerte.
Podía tener delante un muro, un mísero bancal ajardinado, un patio con ropa
colgada, y tendría que contentarse con esa utilidad, esa decadencia, ese- tendedero.
No obstenta, lo que ve es la pedregosa margen española del Duero y, como una
suerte nunca viene sola, está el sol ole manera que la escarpada pared es un
enorme cuadro abstracto en diversos tonos de amarillo., y ni ganas tiene uno de
salir de aquí mientras haya luz. En este momento no sabe aún el viajero que
algunos días más tarde estará en Braganza, en el Museo Abade do Baigal, mirando
la misma piedra y quizá los mismos amarillos, ahora en un cuadro de Dordio
Gomes. Sin duda puede mover la cabeza y murmurar: "Qué pequeño es el
mundo...".

En Miranda do Douro, por ejemplo, nadie sería capaz de perderse. Se


baja por la Rua da Costanilha, con sus casas del siglo XV, y cuando nos damos
cuenta hemos cruzado una puerta de la muralla. y estamos fuera de la ciudad
mirando los grandes valles que hacia poniente se extienden, nos cubre un gran
silencio medieval, qué tiempo es éste y qué gente. A uno de los lados de la puerta.
hay un grupo de mujeres, todas vestidas de negro, conversando en voz baja,
ninguna es joven, casi todas, probablemente, ni recuerdan ya cuándo lo fueron. El
viajero lleva al hombro, como le compete, la máquina fotográfica, pero le da
vergüenza, no está habituado aún a esas osadías que suelen tener los viajeros, y
por eso no quedó memoría retratada de aquellas sombrías mujeres que están
hablando allí desde el inicio del mundo. El viajero se pone melancólico y augura un
mal viaje a quien así lo empieza. Cayó en meditación, felizmente por poco tiempo:
allí cerca, fuera de las murallas, atruena el motor de un bulldozer, había obras de
terraplén para una nueva carretera, es el progreso a las puertas de la Edad Media.

Mirando a España

Vuelve a subir la Costanilha, divaga hacia otras calladas y


barridísimas calles, no hay nadie en las ventanas., y, hablando de ventanas,
descubre señales de viejos rencores mirando a España, canecillos obscenos tallados

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en la buena piedra cuatrocentista. Da ganas de sonreír esta saludable escatología
que no teme ofender los ojos de los niños ni a los aburridos defensores de la moral.
En 500 años, a nadie se le ha ocurrido mandar picar o desmontar aquella
insolencia, prueba inesperada de que el portugués no es ajeno al humor, salvo si
sólo lo entiende cuando sirve a sus patriotismos. Nada se ha aprendido aquí de la
fraternidad de los peces del Duero, pero tal vez haya buenas razones para ello. Al
fin y al cabo, si las potencias celestiales habían favorecido un día a los portugueses
contra los españoles, mal parecía que los humanos de este lado pasaran por encima
de las intervenciones de lo alto y las desautorizasen. El caso se cuenta brevemente.

Andaban encendidas las luchas de la Restauración, a mediados, pues,


del siglo XVII, y Miranda do Douro, aquí, a la orilla del Duero, estaba, por así
decir, a un salto de pulga de las acometidas del enemigo. Había cerco, el hambre ya
era mucha, los sitiados se desalentaban; en fin, estaba Miranda perdida. Pero he
aquí que en este preciso instante, eso es lo que se dice, avanza un chiquillo
gritando a las armas, dando ánimo y valor donde el ánimo y el valor desfallecían, y
de tal modo que en dos tiempos se levantaron todas aquellas flaquezas, tomaron
armas verdaderas e inventadas y, tras el infante, se van contra los españoles como
si majaran en centeno verde. Son desbaratados los sitiadores, triunfa Miranda do
Douro, se ha escrito una página más en los anales de la guerra. No obstante,
¿dónde está el jefe de este ejército? ¿Dónde está el gentil combatiente que cambió
la peonza por el bastón de mariscal? No está, no se encuentra, nadie lo vio más.
Luego fue un milagro, dicen los mirandeses. Luego fue el Niño Jesús.

El viajero lo confirma. Si ha sido capaz de hablar a los peces y ellos


capaces de entenderle, no tiene ahora motivo para desconfiar de antiguas
estrategias. Tanto más cuanto que aquí está él, el Niño Jesús da Cartolinha, con
su altura de dos palmos, al cinto la espada de plata, la faja roja en bandolera, lazo
blanco al pescuezo, y la aureola en lo alto de su redonda cabeza de chiquillo. Éste
no es el uniforme de la victoria, sino sólo uno de los que componen su confortable
guardarropía, completo y constantemente puesto al día, como le va mostrando al
viajero el sacristán de la Seo. Sabedor es de su oficio este sacristán y, como repara
en la minuciosa atención del viajero, lo lleva a una dependencia lateral donde tiene

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recogidas las diversas piezas de estatuaria, defendiéndolas así de las tentaciones
de los cacos de oficio y ocasión. Ahí se confirman las cosas. Una pequeña tabla,
esculpida en altorrelieve, acaba de convencer al viajero de su propia incipiencia en
materia de milagros. He ahí a san Antonio recibiendo la genuflexión de una oveja,
que da así ejemplar lección de fe al pastor descreído que se había reído del santo y
allí en la escultura, evidentemente, se muestra corrido de vergüenza y quizá por
eso aún merecedor de salvación. Dice el sacristán que mucha gente habla de esta
tabla pero que pocos la conocen. Excusado es decir que el viajero no cabe en sí de
vanidad. Vino de tan lejos, sin recomendaciones, y sólo por tener cara de buena
persona lo han admitido al conocimiento de estos secretos.

Está este viaje en el principio y, siendo el viajero escrupuloso como es,


le muerde aquí el primer sobresalto. ¿Qué viajar es éste, en definitiva? Echar un
vistazo a esta ciudad de Miranda do Douro, a esta Seo, a este sacristán, a esta
aureola, a esta oveja y, hecho esto, marcar con una cruz el mapa, echarse a rodar
por la carretera y decir, como el barbero mientras sacude la toalla: "El siguiente".
Viajar debería. ser cosa de otro concierto, estar, más y andar menos, quizá hasta
debiera instituirse la profesión de viajero, y sólo para gente de mucha vocación,
demasiado se engaña quien cree que sería este trabajo de poca responsabilidad,
cada kilómetro no vale menos que un año de vida. Luchando con estas filosofías
acaba el viajero por quedarse dormido, y cuando despierta de mañana allí está la
piedra amarilla, es el destino de las piedras, siempre en el mismo sitio, salvo si
viene un pintor y se las lleva en el corazón.

Río Fresno

A la salida de Miranda do Douro va el viajero aguzando la observación


para que nada se pierda o algo se aproveche, y por eso repara en un pequeño río
que por aquí pasa. Ahora bien, estos ríos tienen nombres, y a éste, tan próximo a
juntarse con el robusto Duero, ¿cómo le llamarán? Quien no sabe, pregunta, y
quien pregunta tiene, a veces, respuesta: "¡Oiga, señor! ¿Sabe cómo se llama este
río?". "Este río se llama río Fresno". "¿Fresno?". "Sí, señor. Fresno". Pero fresno es
palabra española, y en Portugal se dice freixo. ¿Por qué no le llaman río Freixo?".

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"¡Ah!, eso no lo sé. Siempre he oído llamarlo así". A fin de cuentas, tanta lucha
contra los españoles, tantas impudicias en las fachadas de las casas, hasta ayudas
del Niño Jesús, y aquí está este Fresno, oculto entre márgenes gratas, riéndose del
patriotismo del viajero. Recuerda éste el sermón de los peces, el sermón que les
echó, se distrae un poco con estos recuerdos, y va ya lejos cuando se le enciende el
espíritu: "¿Quién sabe si este fresno no será palabra de nuestro dialecto
mirandés?". Lleva idea de preguntarlo en una de estas aldeas, pero luego se
olvidará, y cuando mucho más tarde vuelva a su duda, decidirá que el caso, en
definitiva, no tiene importancia. Al río tanto le da; al árbol que le dio nombre, lo
mismo; sólo los hombres tienen esa manía de ponerle nombre a todo, y cuando
ponen nombre creen saber. Pere, esta agua que corre no es agua, sólo tiene el
nombre de agua, y el viajero no sabrá adónde va si no se pierde en las palabras del
viaje.”

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