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La tristeza ajena

Pilar Mayo
La tristeza ajena

ISBN: 9788419542540

ISBN ebook: 9788419542052

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© del texto: Pilar Mayo


© de esta edición: Colección Mil Amores.

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A mis padres, por todo y por tanto.

A mi hijo, Daniel, por enseñarme lo que es el amor incondicional.

A la memoria de Mónica Canedo, porque sé que allá donde quiera que esté su alma estará
bailando de alegría por mí.
1

—Alicia, tienes que venir, tu madre se muere.


Oigo el llanto de mi padre al otro lado del teléfono y me pregunto por qué
derrama lágrimas por una mujer que no lo quiso nunca. Me dejo caer en el sofá y
descubro que no siento pena por ella sino por él. Debería estar triste, pero no es
así. ¿Eso me convierte en un monstruo? La vista se me va a una foto que descansa
encima de la mesa, y la pena que debería sentir por mi madre la siento por las
niñas que me devuelven la mirada desde detrás del cristal; unos ojos, demasiado
tristes para lo poco que habían vivido, todavía parecen pedir socorro.
Enciendo el ordenador y compro un billete para mañana. Escribo a Sara para
decirle la hora que llegaré y me contesta que allí estará. No le pregunto por
nuestra madre ni ella me da ninguna información, como si volviera a casa de
vacaciones, en vez de hacerlo porque la vida de la mujer que nos trajo al mundo
se apaga.
Cuando llega Diego y ve la maleta encima de la cama se sorprende, hubiera
dado lo que fuera por saber qué ha pensado; apuesto que una de las opciones que
se le ha pasado por la cabeza es que lo nuestro se había terminado. Finiquitado.
Muerto. Lo saco de su error y veo alivio en su rostro. El mismo que siento yo al
alejarme por unos días de él. Ya no tenemos nada en común, nos hemos ido
ahogando en un mar de reproches y de indiferencia y parecemos dos náufragos
dando las últimas brazadas porque nos quedamos sin fuerzas, o quizá lo que no
tenemos son ganas de seguir luchando.
Cenamos en silencio los dos solos, los niños llegarán tarde. De vez en cuando
hace un comentario al que contesto sin ganas y él debe de pensar que estoy
preocupada por lo de mi madre, así que no insiste. Recoge los platos mientras yo
termino de hacer la maleta y cuando intento cerrarla veo que no puedo, he
metido demasiadas cosas para el tiempo que pienso estar fuera. No sé lo grave
que está mi madre, pero imagino que si mi padre me ha llamado es porque el
final está cerca. Quizá el subconsciente me ha hecho llenarla como si lo que me
gustaría hacer es irme para no volver. Enseguida pienso en mis hijos y sé que eso
no es posible, aunque son mayores, no se merecen a una madre ausente.
Recuerdo el revuelo que se formó hace unos años en la escalera cuando Lola, la
vecina del bajo, se largó de la noche a la mañana con un hombre del que se
enamoró perdidamente. Las demás mujeres del bloque no le perdonaban que
hubiera abandonado a sus hijos. Si no hubiera sido madre, fugarse por amor la
hubiera convertido en una heroína; con hijos, en un monstruo.
No me gusta afirmar que nunca haría algo, porque no sabemos cómo vamos a
actuar si el destino nos tiende una trampa. Sin embargo, sé con total seguridad
que jamás podría dejar a los míos atrás, aunque quedarme implicará renunciar a
ser feliz.
Espero a que lleguen para despedirme de ellos antes de meterme en la cama,
aunque el vuelo sale muy temprano. Mucho mejor, de repente tengo prisa por
alejarme de Diego aunque solo sea por unos días.
Cuando les explico el motivo de mi marcha no sienten pena por su abuela.
Apenas han tenido trato con ella. Si de algo estoy orgullosa es de haber sido
capaz de mantenerlos alejados de su lado. Me cuesta verbalizar las cosas por las
que nos hizo pasar. Aunque a veces era una madre cariñosa, nos volvía medio
locas porque nunca sabíamos cómo se iba a levantar.
Recuerdo que había tres clases de días a los que bautizamos como los buenos,
los malos y los días desiertos. A estos últimos los llamábamos así después de
haber visto una película con mi padre donde una familia se perdía en un desierto
y, por más que caminaran, nunca llegaban a ningún sitio. Daban vueltas y más
vueltas, desorientados, y solo encontraban arena que se les metía en los ojos y en
la boca cuando se levantaba el viento. Esos días nos sentíamos así, como si
camináramos hacia ningún sitio, perdidas, deseando que se hiciera de noche
para meternos en la cama y rezar para que a la mañana siguiente hubieran
desaparecido la arena y el sol que caía a plomo sobre nosotras y que, en nuestro
caso, era un silencio que nos llenaba de miedo, como si fuéramos las
protagonistas de esa película de la que ya no recuerdo el final.
Diego se ha ofrecido a acompañarme, le deben unos días en el trabajo, le he
dicho que no y lo he hecho demasiado deprisa como si me hubiera propuesto
algo horrible. No me ha pasado desapercibida su expresión de disgusto, sin
embargo no he rectificado, necesito estar sola para tratar de ordenar mis
sentimientos hacia él. No quiero convertirme en una estafadora emocional
como mi madre. A ratos la odio por lo egoísta que fue y por nada del mundo
querría parecerme a ella.

Me levanto antes de que suene la alarma del móvil y salgo de la cama con
cuidado de no despertar a Diego, no quiero despedirme de él. La última vez que
lo besé en la boca me pareció estar besando a un muerto, los labios se me
antojaron fríos y blandos. Lo observo buscando en él algo de lo que me
enamoró, pero no lo encuentro. La frente se ve más ancha por la falta de pelo; la
barriga le sobresale por encima del pantalón, flácida, y los brazos que tanto me
gustaban han perdido su forma. Todo eso no me importaría si lo que hay dentro
de la carcasa que estoy viendo no hubiera cambiado también con el paso del
tiempo. Esos brazos que se me antojaban refugio, porque cuando me abrazaba
me sentía a salvo, se relajaron demasiado pronto, y los abrazos, comenzaron a
espaciarse. No le voy a echar toda la culpa a él, yo también soy parte de esta
historia que no salió como pensaba. Las cosas no suceden de repente, llegan
poco a poco, pequeñas señales a las que deberíamos hacer caso antes de que sea
demasiado tarde. Diego se mueve y salgo deprisa para evitar que me encuentre
mirándolo como si fuera un insecto extraño que se ha colado en mi cama.
Antes de salir entro en la habitación de los niños y les dejo una nota a cada
uno en la mesita de noche. Celia la leerá y la guardará con las otras, tiene
guardadas todas las que le he ido escribiendo a lo largo de los años, trozos de
papel reciclados donde le escribo cosas cotidianas como que tiene la comida en
la nevera y solo tiene que calentarla, o que he salido y llegaré tarde y que siempre
termino con un «TE QUIERO, MAMÁ» en mayúsculas. Como si tuviera la
necesidad de que supiera que la quiero y de que la nota la he escrito yo. Carlos,
sin embargo, la leerá y la dejará en la mesita de noche hasta que yo vuelva y la
tire al hacer la limpieza. Es lo normal, qué sentido tiene guardar una nota
donde te dan instrucciones y que solo sirven para un momento. Sin embargo me
gusta que Celia las guarde, dice que le da pena tirar los «Te quiero» a la
papelera. Es como si quisiera acumularlos por si algún día dejo de decírselos.
Diego se levanta para acompañarme al taxi. A pesar de mis esfuerzos para no
hacer ruido y de que le dije que no quería que me llevara al aeropuerto para que
no tuviera que madrugar tanto y después tener que ir a trabajar. Él igual que yo
sabe que el motivo es otro; coge la maleta y, ya en el ascensor, me roza la mano
como si esperara que se la diera. No lo hago y él retira la suya.
—Llama cuando llegues —me dice mientras el taxista mete la maleta en el
maletero.
—Te avisaré.
Se acerca para besarme en los labios y se encuentra con un trozo de hielo.
Entro en el taxi y, aunque no miro hacia atrás cuando se pone en marcha, sé que
sigue de pie esperando hasta que el coche gire y lo pierda de vista.
2

Cuando el avión inicia la maniobra de aterrizaje y veo la ciudad desde el cielo


siento un pellizco de nostalgia que destierro enseguida. Un sitio donde fui tan
infeliz no se merece estar en un rincón de mi memoria, aunque los lugares no
son los responsables de lo que nos ocurre, lo son las personas que los habitan.
Al tomar tierra, el estómago me da un vuelco porque no sé si seré capaz de
reconciliarme con mi madre antes de que muera. Para eso he venido, para
intentar entenderla y así poder perdonarla. Imagino que a ella ese perdón no le
hace falta porque no carga con ninguna culpa a sus espaldas, al menos es lo que
pienso. En su mente, ella es la única víctima, por elegir a mi padre como
compañero de vida para poder estar al lado de su verdadero amor, ese que no la
quería como a ella le hubiera gustado.
Mi madre era la mujer más guapa que he conocido. Tenía una belleza
hipnótica. Cuando era joven la miraban por igual hombres y mujeres. Pero esa
belleza no le sirvió de nada, el hombre del que estaba enamorada eligió a una
mujer corriente, vulgar, como la oí decir una vez refiriéndose a mi tía. Hubiera
dado cualquier cosa por haber sido ella la que le robó el corazón, pero no fue así
y tuvo que conformarse con el hermano menos agraciado.
Estoy convencida de que si no se hubiera casado con mi padre con el tiempo se
hubiera olvidado de la persona que no estaba destinada a compartir la vida con
ella, era joven, otro hombre se hubiera cruzado en su camino y hubiera sido
feliz con él y no habría destrozado la vida de los que estábamos a su alrededor.
Sin embargo, se engañó diciéndose que se conformaría con tenerlo cerca. Se
equivocó, porque una herida no cicatriza si no dejas de hurgar en ella. Tener
algo que deseas al alcance de la mano y saber que nunca será tuyo debe ser dif ícil
de digerir. Quizá estaba tan segura de ella misma que pensó que tarde o
temprano conseguiría lo que deseaba más que a nada en el mundo.
Recuerdo cómo se arreglaba cuando teníamos que ir a casa de mis tíos; se
preparaba como si fuera a una cita. La noche anterior se ponía crema en las
manos y unos guantes blancos de algodón antes de irse a dormir, se acostaba sin
cenar con el pretexto de que le dolía el estómago y al día siguiente apenas
desayunaba, así cuando se enfundaba en el vestido elegido, su barriga parecía
una tabla de planchar. No me di cuenta de eso hasta que crecí. Cuando lo hice y
veía a mi tía con esas batas anchas que se ponía para estar en casa y el pelo
recogido de cualquier manera me alegraba en secreto del fracaso de mi madre
en su intento de conquistar a su cuñado, porque su rival no estaba a la altura
para ella y sin embargo era la vencedora de esa batalla. Era como si un equipo de
primera hubiera perdido un partido por goleada contra un equipo modesto de
barrio.
Cuando éramos pequeñas, Sara y yo disfrutábamos de esas reuniones con
Marcos y María, mis primos, sin embargo, al crecer, esas visitas se convirtieron
en una tortura. Nos avergonzábamos de la actitud de mi madre, no se daba
cuenta de lo evidente que era lo que sentía y era incapaz de disimularlo. Me he
preguntado muchas veces si hubiera sido capaz de serle infiel a mi padre con su
hermano, si este se hubiera prestado, o simplemente se conformaba con tenerlo
cerca. A pesar de cómo se comportó siento lástima por ella, no supo ser feliz, si
la mirabas a los ojos descubrías lo desgraciada que era. Se le ha ido la vida
deseando otra que estoy casi segura de que tampoco hubiera sido un cuento de
hadas como ella imaginaba, porque los amores imposibles, esos que están
destinados a no ser, son casi los únicos que perduran en el tiempo, los otros se
van desgastando. La convivencia se encarga de erosionarlos hasta hacerlos
desaparecer. Puede ser que piense esto porque nunca sentí esa clase de amor por
Diego. Un ramalazo de culpa me sacude y me estremezco. Si solo hubiera tenido
un propósito en mi vida sería el de no parecerme a mi madre. Ahora mismo
siento que estoy siendo igual de injusta que ella, mis miedos no deberían hacer
de Diego una persona infeliz por no ser capaz de darle lo que me pide.
Mientras espero a que aparezca la maleta por la cinta de equipajes, le envío un
wasap para decirle que he llegado bien, me dice que lo llame por la noche para
ver cómo ha ido, le contesto con un ok y guardo el móvil. Mi madre no ama a
mi padre, y yo no sé si amo a Diego, porque cada vez me pesa más la vida a su
lado. A pesar de que es obvio que lo nuestro está cada vez más roto, ninguno de
los dos ha tenido la valentía o las ganas de intentar recomponer lo que viene
haciendo aguas desde hace tiempo. Me molesta que deje pasar los días como si
no pasara nada, como si compartir la vida conmigo fuera una obligación.
Después siento que no soy justa, porque yo actúo igual que él. Saco el móvil con
la intención de llamarlo, lo sostengo en mis manos mientras miro la pantalla
como si esperara que esta me diera una pista de lo que tengo que hacer, busco el
contacto y dejo pasar los segundos, hasta que veo aparecer la maleta. Guardo el
teléfono sin hacer la llamada. Tenemos que hablar, pero no para poner parches,
nuestra relación está tan desgastada que no admite remiendos.
3

Al cruzar la puerta y ver a Sara me detengo un instante. Siento como si me


hubieran dado un puñetazo en la boca del estómago y me faltara el aliento. La
mujer que mira al suelo mientras se mueve nerviosa de un lado a otro no se
parece en nada a la que recuerdo, no tiene nada que ver con las fotos que me ha
ido enviando con cuentagotas cuando se las he pedido. Está muy delgada, tanto
que al acercarme y fijarme en sus manos me viene a la cabeza una hucha que
teníamos cuando éramos pequeñas. Tenía forma de ataúd, era de color negro
con un círculo rojo donde había que poner la moneda. Si le dabas a un botón
que había en un lateral salía por un agujero el esqueleto de un brazo y una mano
huesuda arrastraba la moneda al interior.
Nos miramos como si fuéramos dos desconocidas. Ella juega con las cuentas de
un collar que da la sensación de pesar demasiado para su cuerpo frágil y endeble.
Yo agarro la maleta con las dos manos para así tenerlas ocupadas, hasta que ella
da un paso y me abraza. Con fuerza, diría que con desesperación, noto como se
abandona en mis brazos, como si yo fuera un salvavidas, una tabla en medio del
océano a la que agarrarse para evitar hundirse. Y a mí quién me salvará, me
pregunto yo ¿Seremos capaces de salir a flote?
—Qué ganas tenía de verte —dice cuando nos separamos.
—Yo también, no deberíamos haber dejado pasar tanto tiempo. A partir de
ahora se acabó, pondremos una fecha para nuestro próximo encuentro y no
habrá excusa que valga.
Asiente, convencida, como si fuera una niña, y me fijo en la cadenita que lleva
al cuello: es de plata, y en el centro unas letras forman mi nombre: «Alicia». Yo
tenía otra con el suyo, las compramos cuando éramos adolescentes y las
intercambiamos «para estar siempre cerca», dijimos. Y aunque me parece
absurdo que la lleve puesta después de tantos años, las cuatro letras de su nombre
se me atragantan, porque no sé dónde tengo la suya ni siquiera sé si me la llevé
cuando me fui de casa. Como si me leyera el pensamiento se enrolla un foulard
en el cuello haciendo desaparecer mi nombre y mi vergüenza.
De camino a casa me pone al día del estado de salud de mi madre. «Está mal,
muy mal», recalca. Oírla decir eso no me provoca ningún tipo de sentimiento,
si acaso indiferencia.
—¿Cómo está papá?
—Fatal. No para de llorar y apenas come, me da miedo de que se ponga
enfermo.
—¿Lo puedes entender?
—Lo intento, pero me resulta muy dif ícil.
—¿Y los tíos? —Veo cómo se pone tensa, agarra el volante con fuerza y se pone
las gafas de sol que llevaba en la cabeza a modo de diadema.
—¿Qué quieres saber?
—¿Visitan a mamá?
—Sí, no ha cambiado nada. Se portan bien. La tía cocina para todos y mamá
apenas prueba lo que trae, no sé si es por la enfermedad o por no querer admitir
que es una cocinera excelente. —Se nos escapa una sonrisa a las dos.
El comentario me lleva al pasado y a uno de los pocos recuerdos buenos que
tengo de mi madre. Podría decir que los momentos más felices de mi infancia
los pasé en la cocina diminuta del piso al que estoy a punto de llegar y, aunque
también algunos de los peores, esta vez la balanza se decanta por el lado bueno.
Observo a Sara mientras conduce. Sigue mordiéndose las uñas, y me pregunto
si tampoco habrá dejado de chuparse el pulgar. La camiseta que lleva es
demasiado grande, como el collar, todo en ella se ve grande como si sus cosas
fueran ajenas y las hubiera cogido prestadas.
Ella me interroga sobre mi vida. Le hablo de los niños, del trabajo… Y paso
por encima cuando me refiero a Diego. No hace más preguntas, ha debido intuir
que algo no va bien.
El barrio apenas ha cambiado desde la última vez que vine. No tengo ningún
sentimiento de pertenencia a este lugar, por eso cuando Sara detiene el coche en
la puerta de casa desearía estar en cualquier otro sitio. Antes de bajarnos,
permanecemos unos instantes sentadas en silencio con la radio puesta, la letra de
la canción que suena habla del perdón. Subo el volumen y le agarro la mano.
Ella aprieta la mía y en ese gesto intuyo que sí, que me perdona por haberme ido
y haberla dejado sola.
Recuerdo perfectamente la última noche que pasamos juntas. Dormimos en
mi cama, apretujadas. Dos mujeres adultas planeando un futuro, en el que
seguiríamos siendo dos, y que se quedó entre las cuatro paredes de mi
habitación. Siento que la abandoné, aunque quizá se abandonó ella sola al
quedarse. A mí, mi madre ya no conseguía hacerme daño con sus comentarios,
pero ella se quedó estancada en ese mar de reproches y desprecios que
terminaron por hacerla sentir que no valía nada.
El ascensor no funciona por lo que tenemos que subir la maleta entre las dos
por la escalera estrecha. Sara resopla por el esfuerzo y me da la sensación de que
puede romperse en cualquier momento. Por dentro ya lo está. Una mujer hecha
pedazos, pegados una y otra vez, hasta quedar llena de costuras que le rozan
recordándole lo rota que está.
4

Al abrir la puerta me golpea el calor y el olor a cerrado, parece que esté la


calefacción encendida a pesar de que estamos en verano. La casa está en silencio
y solo se oyen unos pasos arrastrándose por el pasillo. Es mi padre. Lleva una
camiseta interior de tirantes y un pantalón corto. Está muy blanco como si
llevara meses sin que le tocara el sol. Jamás lo había visto así de descuidado.
Siempre estaba impecable, aunque no tuviera que salir de casa. Al verlo siento
una profunda tristeza. Daría todo lo que tengo por volver al pasado y verlo
fuerte y joven, para poder refugiarme en sus brazos como hice miles de veces.
—Alicia, has venido —dice, emocionado.
—Cómo no iba a venir. —Lo rodeo con los brazos y hundo la cara en su
cuello. El hombre al que abrazo no se parece a mi padre, ¿cómo ha podido
envejecer tanto en un año? Ahora mismo me desprecio por no haber venido a
verlo más a menudo.
—Tu madre no sabe que has venido, se va a llevar una sorpresa.
He sentido tanta lástima al verlo así que me había olvidado del porqué de mi
visita. No sé si estoy preparada para verla. Me lleva de la mano por el pasillo
como si fuera una niña a la que va a enseñarle algo que le va a gustar mucho. La
habitación de mi madre está en penumbra por lo que solo advierto su silueta.
—Elvira, mira quién ha venido a verte —dice subiendo un poco la persiana.
Ella gira la cara hacia la puerta y, cuando me ve, cierra los ojos como si mi
presencia le molestara.
Intento disimular el impacto que me provoca verla. Está sentada en una
butaca que antes no estaba y que hace que la habitación parezca más pequeña de
lo que es. Un pañuelo de colores le cubre la cabeza, se lo ha anudado con gracia,
como si lo llevara porque quiere, como un complemento más, y no porque ha
perdido el pelo. El color de su piel compite con el ocre del papel pintado de las
paredes. Está muy delgada, igual que Sara; la ropa le va grande. Es como si se
hubieran ido encogiendo y no se hubieran dado cuenta y por eso siguen usando
las mismas prendas que antes se amoldaban a sus cuerpos y ahora parecen sacos.
—¿Cómo estás? —le pregunto acercándome a ella. Me sigue imponiendo
respeto a pesar de su aspecto.
—¿A ti qué te parece? —contesta entre irónica y enfadada. Como si yo fuera la
culpable de que esté enferma.
—Yo te veo bien —miento.
—Estoy cansada, me voy a echar un rato —dice mirando a mi padre, que
acude enseguida para ayudarla.
Él coge un camisón de la cómoda, le quita la ropa con delicadeza y la ayuda a
ponérselo. Yo permanezco de pie, sin acercarme ni preguntar si me necesitan. Mi
madre se sienta en el filo de la cama y da la sensación de que ha librado una
batalla, está agotada. Entonces me acerco, y la ayudo a estirarse. Me parece que
estoy tocando a un esqueleto. La tapo y le coloco bien el embozo de las sábanas.
Ella estira la mano y me acaricia la cara. En este momento diría que este es un
día bueno. Hace un momento, cuando intercambiamos las dos únicas frases que
nos hemos dicho desde que he llegado, hubiera dicho que era uno de los malos.
Me pregunto si todavía guardará intacto en el fondo de su alma el amor por mi
tío, ese que hacía que la mayoría de los días fueran de los segundos.
Mi padre sale de la habitación y nos quedamos solas. Bajo un poco la persiana
para que no le moleste la luz y doblo las prendas que descansan a los pies de la
cama. Me pregunto qué hacía con ropa de calle; estaría mucho más cómoda con
el camisón. Parecía estar vestida como si esperara una visita. Sé con certeza que
aunque hubiera sabido que yo venía no se habría vestido así para mí y constato
que a pesar de los años y del dolor sigue poniéndose guapa para él.
El calor es sofocante y, mezclado con el olor a enfermedad, se me hace
insoportable. Aun así, me siento en la butaca en la que hace un momento lo
hacía ella.
—No dejes solo a tu padre —dice. Su voz me sobresalta, pensé que se había
dormido.
—Está con Sara.
—Digo cuando me muera.
Decirle que no se va a morir es absurdo. Tiene la muerte dibujada en la cara.
Me sorprende que se preocupe por él. Si alguien la oyera pensaría que morirá con
la pena de dejar solo al amor de su vida. A lo mejor lo quiere, a su manera, a lo
mejor el querer no es lo que nos han contado en los libros y en las películas con
final feliz. Pero el amor debería incluir respeto y ella no lo tuvo con mi padre.
Acostumbraba a dejarlo en evidencia. Cuando lo recuerdo, un regusto amargo
me viene a la boca. Salgo de la habitación antes de decir algo de lo que me
arrepentiría después.
5

Acabo de ducharme y la camiseta se me pega al cuerpo. Dice Sara que mi madre


siempre tiene frío, así que ellos andan por casa sudando y medio desnudos,
mientras ella va vestida con ropas más propias de invierno.
Salgo al balcón para llamar a Diego, estaré un poco más fresca y tendré más
intimidad. Si Sara me oye sabrá que algo no va bien con él. Podría fingir que no
pasa nada, al menos mientras estoy aquí, al fin y al cabo solo es una conversación
telefónica, pero soy incapaz.
Un día de los muchos que discutí con mi madre me dijo que ser tan
transparente no iba a traerme más que problemas. Yo estaba tan enfadada que le
respondí que si había alguien transparente era ella. «¿Acaso te piensas que no se
dan cuenta?», le dije. Ella abrió mucho los ojos, como si tuviera algo escondido
en el fondo de un cajón y al ir a buscarlo hubiera desaparecido porque alguien
había descubierto su escondite secreto y se había apoderado de él. Apreté la
mandíbula esperando un bofetón que no llegó. Tan solo se limitó a mirarme
durante unos segundos para después darse media vuelta e ignorarme. Estuvo sin
hablarme veintidós días. Al principio estaba encantada, porque me dejaba
tranquila, pero esa ignorancia empezó a molestarme cuando entendí que me
había convertido en un fantasma. Me porté mal a conciencia para que me
regañara, demandaba su atención constantemente, pero para ella era invisible.
Si le preguntaba algo hacía como que no me veía, como si no estuviera a su lado
tocándole el brazo con la punta del dedo a la vez que repetía una y otra vez la
misma frase intentando obtener una respuesta.
Esos días, que para mí fueron un infierno, para Sara se convirtieron en un
regalo. Le prestaba atención, se deshacía por complacerla y pasaba mucho
tiempo con ella. Durante el tiempo que yo estuve desaparecida mi hermana se
convirtió en la favorita. Le contaba cuentos de noche, la ayudaba con los
deberes y se recreaba a la hora de desenredarle el pelo después de la ducha.
Todavía no éramos conscientes de que nos utilizaba a su antojo. Estábamos tan
faltas de su atención que cualquier excusa era buena para arañar unos instantes a
su lado, aunque eso supusiera que una de las dos sufriera su desprecio. No nos
sentíamos mal por usurparle el trono a la otra porque las dos sabíamos que eso
no duraría para siempre, que en cuanto algo se girara en su cabeza se acabarían
las atenciones y los días buenos, tal y como habían llegado. Cuando volvía el
monstruo que se había comido a mi madre estábamos ahí para consolarnos la
una a la otra sin rencores ni reproches.
El silencio duró el tiempo justo que mi padre estuvo de viaje por un asunto de
trabajo. En cuanto estuvo en casa la indiferencia dejó paso a una atención
exagerada durante unos días, como si quisiera resarcirme por el tiempo perdido.
Aquella actitud nos mantenía siempre alerta. En cualquier momento podía
pasar algo que solo ella sabía y volvíamos a tener que andar por casa como si
fuésemos invisibles para no molestarla. Aprendimos a estar en silencio y a
comunicarnos por gestos en un lenguaje secreto que creamos en las muchas
horas que pasamos sentadas en el suelo de nuestra habitación, sin apenas
movernos para no hacer ruido.
Aunque es lo último que me apetece hacer, llamo a Diego, no desaparecerá de
mi vida por el hecho de no hablar con él y no se merece mi indiferencia sin una
explicación.
—Hola —su voz me llega apagada—. Hola, ¿me oyes? Espera que no hay
cobertura. ¿Me oyes ahora?
—Sí.
—¿Cómo está tu madre?
—No tiene buen aspecto y está muy delgada. Se pasa el día dormitando.
—¿Y tú? —la pregunta me pilla desprevenida. No es un hombre que se
preocupe de mis sentimientos. No es que no sea cariñoso, aunque ahora lo es
mucho menos que cuando nos casamos, es una especie de dejadez y de pasar por
las cosas de puntillas como si así fueran menos verdad.
—Bien —miento.
—No me lo parece. ¿No tienes ganas de hablar?
—Ya sabes cómo es mi madre: agota.
Acabo de decirle que se ha pasado todo el día dormida, pero si se ha dado
cuenta de lo poco convincente que es la excusa no dice nada.
—Te dejo entonces. Descansa. Ya llamarás tú cuando te vaya bien, no quiero
molestar.
Debería decirle que no me molesta, al menos es lo que se esperaría de la
persona que comparte tu vida, pero no le digo nada porque en realidad si lo
hace. Me molesta su voz, su manera de intentar salvar lo nuestro dándole
normalidad a una situación que no lo es, la cobardía de dejar pasar los días sin
hacer preguntas porque intuye que las respuestas no le van a gustar. Quizá la
culpa es mía, él es el mismo de siempre y ahora me incomodan cosas que han
sido así desde el principio.
—¿Los niños están en casa?
—No, han salido y no vendrán a cenar. Yo picaré algo, para mí solo me da
pereza cocinar.
—Mañana te llamo.
—Te quiero.
—Y yo —digo por inercia antes de colgar el teléfono.
Sara sale al balcón y se apoya en la barandilla a mi lado, no sé si ha estado
esperando a que terminara de hablar y ha oído algo o acaba de llegar.
—Estarás cansada, ¿no quieres echarte un rato? —dice.
—No, estoy bien.
—¿Seguro? No da esa sensación.
Sé que no se refiere al cansancio del viaje y al tener que enfrentarme a nuestra
madre.
—No estoy en mi mejor momento.
Permanecemos en silencio y ella no insiste, pero tengo la necesidad de hablar
de mis sentimientos y no se me ocurre nadie mejor que ella para hacerlo.
—No sé si quiero seguir con Diego —le suelto a bocajarro.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —digo con tristeza—. Eso es lo peor, que nunca pasa nada.
Verbalizar que no quiero seguir con él hace que algo se quiebre en mi interior
y empiezo a llorar. Sara me pasa la mano por la espalda para consolarme y cierra
la puerta corredera para evitar que mi padre nos oiga.
—Desde hace unos meses siento que no estoy viva. No sabría decirte qué día
empecé a cuestionarme nuestra relación, ni cuál fue el detonante si es que hubo
alguno, solo sé que cada día que pasa me resulta más insoportable. ¿Te acuerdas
cuando mamá se enfadó conmigo y dejo de hablarme durante el tiempo que
papá estuvo fuera? —Ella asiente sin interrumpirme y un gesto de dolor se
dibuja en su cara durante unos instantes—. Hace unos meses Diego me regaló
un fin de semana en un pueblo medieval que yo tenía muchas ganas de visitar.
Cuando subí al coche no me apetecía nada ir, pero no quería hacerle daño.
Organizó el viaje para darme una sorpresa, imagino que era su manera de
intentar reavivar lo que ya está muerto. Cerré la puerta del coche y me propuse
no hablar durante el trayecto, para ver si él sacaba algún tema de conversación.
Cuando llegamos, no habíamos cruzado ni una sola palabra. Me pregunté
cuánto tiempo hubiéramos seguido así si no nos hubiéramos bajado del coche,
¿veintidós días como estuvo mamá sin hacerlo conmigo? Si busco en mi
memoria cuándo fue la última vez que tuvimos una conversación de verdad,
hemos superado con creces esa cifra.
—Deduzco que no le has dicho cómo te sientes.
—¿Y qué le digo? ¿Que ya no lo quiero, que me molesta su presencia y que sé
que sola estaría mucho mejor?
—No hace falta herir a nadie —dice en voz baja. De las dos, ella siempre fue la
más sensible—. Pero tu problema tiene solución, hay montones de parejas que
se separan cada día y no pasa nada.
—No es tan fácil, no quiero que mis hijos sufran. De esta manera, solo lo hago
yo.
—Eso es una barbaridad, Celia y Carlos son mayores y estoy segura de que
muchos de sus amigos tendrán a sus padres separados, eso hoy en día no es
ninguna novedad. No puedes hipotecar tu vida por el miedo a hacerles daño.
—Le he enviado a Diego montones de señales y no reacciona, no pregunta
por miedo a conocer la respuesta. Él sabe que las cosas no están bien desde hace
tiempo y su actitud cobarde me pone enferma.
—No quiero que te enfades por lo que te voy a decir, pero tú tampoco estás
siendo muy valiente.
—Lo sé, pero supongo que es más fácil cuestionar a los demás y echarle la
culpa al otro que enfrentarnos a un futuro incierto. No podría perdonarme
hacerles daño a mis hijos, ellos no tienen ni idea de lo deteriorada que está la
relación, en apariencia somos una familia feliz, su padre y yo no discutimos
nunca y no se esperarían algo así. Además sé que Diego no sabría vivir sin mí.
No digo que me quiera tanto que no superaría la separación, sino por cómo se
desenvolvería en la vida. Está acostumbrado a que los problemas los solucione
yo.
—Los niños, como tú los llamas, ya hace tiempo que dejaron de serlo, ya son
mayores y ya mismo harán su vida y tú seguirás atada a un hombre al que no
quieres porque crees que es tu deber. No se me ocurre nada peor que quedarte
porque crees que es tu obligación. Solo tienes que mirarme a mí. ¿En esto es en
lo que quieres convertirte?
Se separa de la barandilla y deja caer los brazos a los lados del cuerpo para que
la mire. La observo y la veo tan frágil que la abrazo con tanto cuidado que más
que parecer que la esté abrazando parece que la esté sujetando para evitar que se
deshaga entre mis brazos.
6

Ayudo a Sara a poner la mesa para la cena, y mi vista tropieza todo el tiempo con
la silla de ruedas que hay al lado de la vitrina, jamás hubiera imaginado que mi
madre iba a necesitar una. Era la mujer más vital que he conocido, nunca se
ponía enferma y nunca estaba cansada. Estaba llena de energía hasta hace nada,
la enfermedad la ha devorado en poco tiempo.
Mis tíos vendrán a cenar, hace mucho que no nos vemos. También de eso me
arrepiento, además de no haberlos llamado más a menudo para saber cómo
estaban. Sobre todo a la tía que supo mediar para que las cosas no fueran a peor y
supo sostenernos a Sara y a mí para evitar que cayéramos al abismo.
La tía Leonor no tiene nada que ver con mi madre, son la noche y el día, aun
así ella supo mantener el equilibrio para conseguir que navegáramos en aguas
revueltas sin que llegáramos a hundirnos. Aunque no sé si lo consiguió del todo.
Sara es la que ha salido peor parada, si tuviera que describirla con una palabra
sería vulnerable. La veo recolocar los vasos y los platos que acabo de poner, para
que el conjunto quede armónico, y pienso que eso ya no importa. No creo que
mi madre lograra impresionar nunca a mi tío por vestir la mesa de gala, como si
en vez de comer una familia normal y corriente fuera a hacerlo la familia real.
Se pasó media vida intentando impresionarlo con cosas que yo creo que a él le
importaban bien poco. No tengo ni idea de dónde sacaba esas ideas, imagino
que de cualquier comentario sin importancia que hiciera él y que a ella le servía
para darle alas a la ilusión que la hacía ser feliz. Agarro a Sara por la muñeca para
que deje de mover los cubiertos, me está poniendo nerviosa.
—Déjalo, ya están bien.
—Es la costumbre —dice soltando la cuchara, pero no de cualquier manera,
lo coloca en su sitio, alineada con el cuchillo que está a su lado.
—¿Tú crees que a estas alturas le importará si la mesa está bien puesta?
—No lo sé, pero por si acaso, las cosas no han cambiado tanto desde que te
fuiste.
—Me parece ridículo, no está la cosa para celebrar nada, estaríamos más
cómodos sin tanto cubierto ni tanta copa, casi no queda sitio para poner la
comida.
—Mamá se muere, y cuando no esté seguiré poniendo la mesa como hasta
ahora —dice resignada como si mi madre nos hubiera grabado a fuego unas
normas que no dejaremos de cumplir a pesar de su ausencia—. Hay que ayudarla
a vestirse, ¿quieres hacerlo tú?
—Estaría más cómoda con el camisón y una bata.
—¿En serio crees que se sentará a la mesa en camisón? No quiere parecer una
enferma. Al principio me preguntaba cada día si se notaba que no estaba bien, le
decía que no y asentía satisfecha. Cuando fue evidente que mentía se enfadaba
conmigo y me lanzaba lo primero que tenía a mano. Un día que ya estaba harta
de esquivar objetos y algún manotazo si estaba cerca de ella, le dije que sí, pero
que no había nada de malo en ello, que era algo circunstancial y que volvería a
ser la de siempre cuando la medicación hiciera efecto. Me preparé para la guerra,
me puse en guardia, dispuesta a apaciguarla porque intuía que se iba a volver
loca. Me equivoqué, la tristeza que vi en su cara no se me olvidará nunca.
Agachó la cabeza, empezó a llorar, y nada de lo que le decía la consolaba. Se
metió en la cama y se negó a comer y a cenar. Me hizo sentir culpable, podía
haber seguido mintiendo a pesar de que le dije lo que me pareció que quería
escuchar.
—Con mamá siempre nos equivocamos, hagamos lo que hagamos, no te
sientas culpable.
Mi padre aparece en el comedor y se disculpa como si hubiera interrumpido
algo muy importante. Me da rabia que lo haga, está pidiendo disculpas todo el
tiempo, a veces da la sensación de que lo hace también por estar presente en
nuestras vidas, como si las cosas hubieran sido diferentes si mi madre hubiera
tenido a otro compañero de viaje.
—Hay que vestir a vuestra madre, ya casi es la hora de cenar.
—Ya voy yo, papá —le digo. Y le aprieto el brazo en un gesto cariñoso antes de
ir a la habitación.
No me acostumbro a ver a mi madre así, sin hacer nada, sin dar órdenes ni
verla andar de un sitio a otro organizando la vida de todo el mundo. Aun así,
cuando me ve, levanta la cabeza en un gesto altivo intentando disfrazar cómo se
encuentra.
—Me ha dicho papá que quieres vestirte. ¿Ya has pensado qué quieres ponerte?
—El vestido lila con las mangas de gasa estará bien.
Abro el armario y no le digo que ese vestido no me parece apropiado para
cenar en casa cuando los invitados son tus cuñados y probablemente vendrán
con ropa de estar por casa porque viven en tu mismo rellano, puerta con puerta.
Descuelgo la percha del armario y el aroma del perfume de mi madre enmascara
al de la enfermedad, que parece haberse adueñado de la habitación. La ayudo a
ponérselo. Veo cómo le sobra tela por todos sitios. Los brazos demasiado
delgados se adivinan por debajo de la gasa. Saco un cinturón, pero le faltan
agujeros donde meter la hebilla, y lo cambio por uno de tela que anudo a un
lado. Ella elije un pañuelo con los mismos tonos morados del vestido y se lo
pone en la cabeza. Verla sin pelo me causa impresión, es como si fuera una
extraña. Me siento en el filo de la cama mientras acaba de arreglarse y pienso en
cómo debe sentirse. Estaba orgullosa de su melena, que nunca se cortó, a pesar
de que, siempre decía que las mujeres mayores con el pelo largo le resultaban
patéticas. Cuando termina, se da la vuelta y aunque no debería su imagen me
despierta ternura, una mujer a la que se le escapa la vida y emplea la poca energía
que tiene en que no lo parezca.
—Estás muy guapa —le digo. Un leve gesto de dolor le cruza el rostro, pero
solo dura unos instantes y me parece estar viendo a Sara hace un rato en el
balcón. El mismo gesto y la misma intención de esconderlo.
El sonido del timbre interrumpe lo que sea que iba a decirme y vuelvo a ver a
mi madre del pasado, la de los días buenos en los que éramos tan felices que
podríamos haber volado sin necesidad de alas.
7

Salgo detrás de mi madre y al verla caminar me recuerda a una modelo; avanza


por el pasillo como si este fuera una pasarela. Saluda a mis tíos y me gustaría
saber qué siente al besarlos, a los dos, casi tengo más curiosidad por saber qué
siente al besar a mi tía, lo otro me lo puedo imaginar. Se sienta porque el
trayecto desde la habitación hasta aquí la ha dejado agotada. La tía Leonor deja
la fuente de comida encima de la mesa y le indica a su marido que se lleve el
resto de las cosas a la cocina. Entonces se acerca y me abraza mientras me mueve
de un lado a otro, siempre lo hace así es su forma, como si te meciera a la vez
que te abraza.
—Cuánto tiempo sin verte, estás estupenda. ¿Y Diego? Pensaba que vendría
contigo. ¿Y los niños? —suelta las preguntas de corrido, sin dejar de abrazarme.
—Mujer, suéltala ya, deja algo para los demás. —Mi tío nos separa y me sujeta
de los hombros antes de plantarme dos besos—. ¿Cómo estás?
—Bien, no me puedo quejar.
Acabo de decirlo y me parece una frase tonta que se le dice a un extraño y no a
quien te conoce muy bien, pero no es el momento de desprenderse de cargas ya
habrá tiempo. Los he engañado creando una vida ficticia. Un cargo importante
en la empresa para la que trabajo y que apenas me deja tiempo libre. Una
mentira que se me ocurrió al principio y que se fue haciendo más grande a
medida que las ganas de volver iban menguando. No sé qué les diré ahora si he
de quedarme muchos días. Ya estoy de vacaciones, soy profesora de educación
infantil así que si algo tengo es tiempo.
Nos sentamos a la mesa y mi tía sirve los platos. No me pasa desapercibido el
orden al hacerlo: la primera mi madre y el último su marido. Estoy segura de
que no lo ha hecho con ninguna intención, pero recuerdo las comidas alrededor
de esta misma mesa cuando la que servía era mi madre. El primer plato, y la
mejor ración, siempre eran para su cuñado. Después le daba igual, iba sirviendo
por orden según estuviéramos sentados. A mí me ponía enferma que priorizara a
mi tío delante de mi padre. Era una tontería, porque siempre había comida de
sobra y podíamos repetir, pero esa preferencia me dolía porque seguía dándole a
mi padre el papel de eterno segundón.
La conversación gira en torno a mi vida y tengo que hacer un esfuerzo para
disfrazarla sin que se note que miento.
Después de comer ayudo a mi tía a fregar mientras Sara vuelve a colocar la
mesa en su sitio y guarda las sillas plegables. Desde aquí llegan las voces
amortiguadas de los demás y echo de menos las carcajadas de antes.
Al abrir la vitrina para guardar los vasos, veo a mi madre reflejada en el cristal.
Está sentada en el sofá, al lado de mi tío, mi padre queda fuera de la escena
porque el ángulo no alcanza a recoger su imagen. Cierro la puerta con
demasiada fuerza, como si tuviera la culpa de que mi padre quede excluido.
—Pásame ese paño —dice mi tía—. ¿Cómo has visto a Sara? —no pregunta
por mi madre, sino por mi hermana.
—La he encontrado muy delgada.
—Nunca ha estado gorda.
—Ya, pero tampoco tan delgada como ahora.
—Lo de tu madre le ha afectado mucho.
Debería preguntarle que a qué se refiere con lo de mi madre, si a la
enfermedad, o a haber vivido con ella.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
Se seca las manos con el paño, se da la vuelta y se apoya en la encimera para
prestarme atención.
—¿Mi madre siempre fue así?
—¿Así cómo?
Me cuesta describir a mi madre con las palabras que acuden a mi mente, al fin
y al cabo no es una extraña de la que puedes decir cualquier cosa y al rato te has
olvidado.
—Así —respondo. Sabe perfectamente lo que quiero decir.
—Hubo un tiempo que no.
Agacha la cabeza y cierra los ojos como si hiciera memoria. Espero en silencio
a que siga hablando. Abre los ojos y cuando me mira siento que me va a decir
algo que me dará las respuestas que busco. No lo hace. Dobla el paño que tiene
en las manos y se da la vuelta para quedar de espaldas a mí. Coge las fuentes que
trajo con la comida y, cuando pasa por mi lado para salir de la cocina, se detiene
un momento.
—Las cosas sucedieron así, no quieras entenderlo todo, hay cosas que no se
alcanzan a comprender si no las has vivido —dice mientras me pasa un mechón
de pelo por detrás de la oreja.
Sale y me parece que lo que ha dicho ha sido para disculparla, como si ella la
hubiera perdonado, a pesar de todo, a pesar de todos.
8

La casa está en silencio. Solo se oye el goteo del agua que pierde la cisterna, lleva
estropeada un montón de años. Estoy tumbada en la cama y recorro con la vista
una grieta que cruza el techo. También hace mucho tiempo que está ahí sin que
nadie se haya ocupado de hacerla desaparecer. Las sábanas huelen a guardado, si
mi madre hubiera estado bien no tendrían este olor. Tenía la costumbre de
vaciar los armarios antes de irnos de vacaciones, para lavar los juegos que no se
usaban tan a menudo. Hacía lo mismo con las toallas, y después ponía entre
medio unas pastillas de jabón con forma de flores que olían muy bien. A mí me
parecía una tontería. Lavar algo que nadie iba a utilizar durante meses, pero
cuando volvíamos y abría el armario no podía evitar meter la cabeza dentro,
cerrar los ojos, y aspirar con fuerza. Cuando comprendí que lo único que
pretendía con aquel ritual era que mi tío supiera lo buena ama de casa que era,
dejé de hacerlo. Sacaba las pastillas de jabón y las tiraba, hasta que ella se daba
cuenta y las sustituía por otras.
Siempre criticaba a mi tía por cómo tenía la casa. Una tarde, cuando volvió de
visitar a mi prima, que estaba enferma, me dijo: «El cristo que hay encima de la
cama de tu prima no puede con el peso que lleva en los hombros. Cualquier día
se baja de la cruz, en la vida he visto nada igual, si parece que tiene caspa».
Al día siguiente, cuando fui a ver a mi prima, lo primero que hice al entrar en
su habitación fue mirar al crucifijo que había encima del cabezal. La figura tenía
la cabeza y los brazos cubiertos de polvo. Durante días, temí que se cayera por el
peso encima de María y que la mataría. No pude dormir tranquila hasta que
unos días después, aprovechando que me quedé sola en la habitación, me subí a
la cama y limpié el polvo del cristo con el pijama que estaba debajo de la
almohada. Mi madre decía las cosas sin pensar que éramos unas niñas y que todo
nos parecía posible. Hasta que un hombre con cara de pena estuviera harto de
estar con los brazos en cruz, como si lo hubieran castigado, para encima tener
que soportar un peso que a mí me parecía que era el que le hacía doblar el cuello
hacia abajo.
Mi tía siempre fue un desastre con las tareas de casa. Ella prefería utilizar ese
tiempo en leer y en experimentar en los fogones los platos que había aprendido
de su madre y que iba mejorando con la práctica. Soñaba con escribir un libro de
recetas. Guardaba con celo una libreta donde anotaba las medidas y los
ingredientes, acompañándolos de huellas de mantequilla mezcladas con harina.
Su casa siempre olía a comida, sobre todo a dulces.
El sonido de la cisterna me está poniendo nerviosa. Me levanto para cerrar el
baño y, al pasar por la habitación de Sara, veo por debajo de la puerta que la luz
está encendida, así que doy unos golpecitos y la empujo despacio.
—¿Qué haces despierta tan tarde?
—No puedo dormir. ¿Y tú?
—Extraño mi cama —le digo, aunque no es del todo verdad. Se arrima a la
pared para hacerme sitio y me tumbo a su lado, como cuando éramos niñas.
Por la ventana se cuela el ruido del motor de un coche que se detiene. Oímos
despedirse a sus ocupantes y unas risas cómplices llegan hasta nosotras para
recordarnos cuánto tiempo hace que no nos reímos así. Escuchamos la
conversación a retazos, porque hablan bajito para no romper el silencio de la
madrugada, un perro empieza a ladrar y lo mandan callar, lo que hace que
vuelvan las risas contenidas para no molestar. Los ladridos son de un cachorro.
Me levanto a cerrar la ventana a pesar del calor que hace. Cuando vuelvo a la
cama, Sara ha cambiado de postura y se abraza las rodillas con los brazos.
—Fue ella —dice con la voz vacía de expresión.
—No seré yo quién la defienda, pero no lo sabemos con certeza. —No hace
falta que diga nada más porque sé a qué se refiere.
—Yo sí lo sé. No pudo ocurrir en tan poco tiempo, salí al balcón un instante
antes que ella para llevarle algo de comer a escondidas y estaba bien. Mamá
tardó demasiado en salir al ir a buscar el postre y cuando volví ya estaba muerta.
Un verano, mi padre apareció en casa con un cachorro. La perra de un
compañero de trabajo había parido y había repartido la camada. La mayoría
tenía niños en casa por lo que no fue difícil deshacerse de ellos. Solo quedó uno,
el más pequeño y más feo. Si no se lo quedaba nadie, no sobreviviría, su dueño
dijo que lo dejaría en la calle a ver si alguien lo cogía. Era verano y estábamos en
la casa de la playa. Un viernes, eso seguro, me acuerdo porque los viernes siempre
eran un día bueno ya que mi padre y mis tíos se nos unían para pasar juntos el fin
de semana.
Cuando llegó y nos gritó que traía una sorpresa, salimos corriendo a recibirlo.
Al abrir la caja y ver al cachorro nos volvimos locos. Los cuatro queríamos
cogerlo y acariciarlo a la vez y él se encogía asustado.
Mamá protestó al principio, pero ese día le pareció bien que tuviéramos una
mascota, cualquiera sabe por qué estaba tan contenta. Preparamos una cama en
un capazo con una toalla vieja y fuimos al garaje a buscar un biberón entre los
juguetes de cuando éramos más pequeñas. Para Sara fue el mejor verano de su
vida. Pecas, así la bautizamos después de mucho debatir, la adoptó. De entre los
cuatro la eligió a ella. Cada noche nos turnábamos para que durmiera en nuestra
cama, pero al final acabó por hacerlo siempre con ella. Cuando estaba con
alguno de nosotros, lloraba toda la noche. Marcos fue el primero en cedernos el
turno y renunciar a su día, era más mayor y decía que era un coñazo no poder
dormir. Después, lo hicimos María y yo, ella porque sabía que una vez que
volviéramos de las vacaciones no lo tendría en su casa, yo porque vi cómo Sara
renacía y, por primera vez en mucho tiempo, vi a mi hermana feliz todos los
días, a pesar de cómo estuviera mi madre. Abrazaba a mi padre y le daba besos
cada vez que tenía ocasión para darle las gracias: «Gracias, papaíto», le decía
mientras él se dejaba querer.
Se acabó el verano y volvimos a casa. A Sara la horrorizaba dejar a Pecas con
mamá mientras estábamos en el colegio. Nunca se gustaron, aunque nunca
vimos que la maltratara. Cuando salíamos del colegio y la veíamos
esperándonos en la puerta con la perra atada a la correa, Sara respiraba tranquila.
Era como si hubiera estado toda la mañana conteniendo el aire en sus pulmones
para soltarlo todo al ver que su mejor amiga seguía allí.
Vivíamos puerta con puerta con mis tíos, por lo que los niños andábamos
pasando de una casa a otra todo el tiempo. Igual que nuestras madres, que
entraban y salían para pedir algo que les hacía falta, o para cogerse las alfileres en
alguna prenda de ropa, pedir algún libro o cambiarse las revistas del corazón.
El problema empezó cuando mi tío desarrolló alergia a los perros. Al principio
pensaron que era un resfriado, pero al repetirse cada vez que venía a casa lo
tuvieron claro. Los sábados cenábamos todos juntos, desde siempre, una semana
en cada casa. Mi madre, al ver que esas cenas peligraban, convirtió los sábados en
una tortura para Sara. La perra tenía que estar todo el día en el balcón porque así
se aseguraba que Sara no la sacaba por casa. Ataba la correa a la pata de la mesa y
la dejaba allí, ignorando sus lamentos. Durante todo el día se dedicaba a
limpiar. Dejaba la casa impoluta, tanto que parecía un quirófano. No nos dejaba
salir al balcón para que no se nos pegaran los pelos en la ropa. Sara parecía
encoger. Se pasaba el día tumbada en la cama, con la puerta cerrada, yo entraba
y me tumbaba a su lado porque me daba pena verla tan triste. El día se hacía
eterno hasta que llegaba la hora de cenar. Yo lo pasaba bien con Marcos y María,
pero Sara se mordía las uñas y apenas probaba la comida, además de no
pronunciar ni una palabra. Al quedarnos solos corría al balcón y desataba a
Pecas, que se volvía loca al verla entrar, y las dos lloraban como si hiciera mucho
tiempo que no se veían. Una noche mi tía dijo que le daba lástima oír llorar a la
perra, que lo mejor sería espaciar las cenas. No me pasó desapercibida la mirada
de mi madre. Sus ojos tenían miedo.
Quince días después, Pecas nos dejó y Sara se quedó huérfana y rota. La
encontró ella en el balcón, estrangulada con su propia correa que se había
enredado en la pata de la mesa. Oírla gritar te ponía los pelos de punta. Por
muchos años que pasen nunca olvidaré la desesperanza de esos lamentos, como
si el mundo se hubiera terminado para ella. Esa noche durmió con la perrita
porque no había manera de arrancársela de los brazos. Cuando mi madre se
dispuso a quitársela mi padre se interpuso entre las dos. No hizo falta que dijera
nada, la miró y ella se retiró, fue la única vez que lo vi enfrentarse a ella.
Por la mañana fuimos con mi padre a enterrarla al campo. Hicimos una cruz
con unas ramas, que mi padre ató con su cinturón, y cada uno pusimos algo
dentro de la caja de zapatos donde descansaba para que no nos olvidara cuando
estuviera en el cielo. Cuando Marcos dejó unos cromos, de los que no se separaba
en todo el día, mi padre le dijo que no hacía falta que se deshiciera de ellos, sin
embargo él insistió. Así de triste veíamos a Sara, tanto que estábamos dispuestos
a cualquier cosa para consolarla.
Pasó mucho tiempo hasta que volviera a mendigar el cariño de nuestra madre.
Se encerró en sí misma y se volvió retraída y poco habladora. No sé si mi madre
mató a la perra o fue un accidente, pero las cenas siguieron celebrándose. Si lo
hizo ella, el precio que pagó su hija fue muy alto, aunque a ella pareció no
importarle.
9

Sara se sienta a mi lado y me dice: «No voy a ir». Aunque ya lo imaginaba me


alegro de que al final no venga con nosotras, no le haría ningún bien.
Dejo la cucharilla dentro de la taza y retiro el plato con las tostadas, no tengo
hambre. Mi padre está nervioso, no para de moverse de un lado a otro de la
cocina, cambia las cosas de sitio para volver a buscarlas al momento y dejarlas
donde estaban. Mi madre está en la habitación, desayuna allí. No sé si será
posible, pero la he visto peor que ayer, en un solo día me parece que ha dado un
bajón.
—Papá, tómate el café, ya recogeremos nosotras —le digo acompañándolo a
la silla—. Me ha dicho Sara que hay que ir al médico a buscar unas recetas.
¿Quieres ir tú? Yo acompañaré a mamá, si se encuentra bien iremos luego a la
casa de la playa, quiero ir a buscar unas cosas.
—Sí, ya iré yo, aprovecharé para ir al club y si hay alguien comeré allí, hace
tiempo que no voy.
Parece aliviado al no tener que acompañarnos, y lo entiendo. No sé por qué mi
madre se ha empeñado en ir a la funeraria a organizar su entierro. Me parece
una cosa macabra aunque viniendo de ella no me sorprende.
Cuando entro a la habitación veo que tiene mejor aspecto. Retiro la bandeja
de la cama y la ayudo a vestirse con la ropa que ha dejado encima de la butaca. El
vestido que ha elegido es antiguo, me encantaba verla con él, es de color
amarillo, con unos topos negros diminutos. La falda es de vuelo y a mí me
parecía la madre más guapa del mundo cuando se lo ponía. Ahora le viene
grande, y el color no le favorece con su tono de piel. Hoy se pone una peluca y
cuando la veo a través del espejo me parece que no estoy viendo a mi madre.
Tenía un pelo precioso, negro y abundante. No entiendo por qué se compró una
peluca de color castaño, ella dice que el negro endurece las facciones y que
siempre quiso tener el pelo más claro. La realidad es otra bien distinta, no hay
más que ver a mi tía para darse cuenta de cómo se parecen los tonos de pelo.
Si alguien la observara mientras se arregla pensaría que va a alguna reunión
con amigas y no a la funeraria para elegir la caja donde la van a meter cuando se
muera. Se ha cambiado los pendientes tres veces para elegir unos que a mí me
parece que pesan demasiado para ella.
Cuando está preparada salimos de la habitación y se sienta con fastidio en la
silla de ruedas, como si al hacerlo reconociera que está enferma. Nos despedimos
de Sara y de mi padre y ella no pregunta por qué no nos acompañan.
Una vez acomodada en el coche, y antes de que arranque, no puede evitar dar
su opinión de lo que le parece que no hayan venido con nosotras.
—Son los dos iguales —dice, y en el tono va implícita una crítica. Me guardo
decirle que puede que ella tenga mucha culpa de eso.
Llegamos enseguida a la funeraria porque no está lejos, sin embargo, no me
apetecía venir andando. Hace mucho calor, y aunque no me avergüenzo de mi
madre sé que la gente nos miraría. El vestido, que parece de fiesta, los zapatos de
tacón para ir en la silla de ruedas y el bolso grande de piel, de color rojo, que
lleva casi vacío encima de las piernas.
Nunca la vi sin arreglar, jamás, ni aunque estuviéramos en casa. Ella compraba
ropa expresamente para eso. Por nada del mundo se pondría prendas desgastadas
por el uso y poco favorecedoras como hacemos casi todos. Cuando mi padre
estuvo fuera con su empresa volvió con un ascenso debajo del brazo. Había
hecho un buen trabajo y se lo recompensaron, así que podía darse esos caprichos
que no se podía permitir casi nadie en el barrio. Podíamos habernos mudado a
otro piso más grande, y más bonito, pero ella se opuso con todas sus fuerzas.
Buscó mil excusas que en realidad le importaban bien poco: el colegio de las
niñas, lo tímida que era Sara y lo unida que estaba a sus primos, la cercanía del
club de lectura al que pertenecía mi padre… Cuando vio que eso no funcionaba
urdió una estrategia para convencerlo y comprar una casa en la playa. Así el
asunto del piso no se volvió a sacar a relucir nunca más y ella salió ganando
porque los fines de semana y los veranos mis tíos también venían con nosotros.
Al entrar a la funeraria me da un escalofrío, el aire acondicionado está muy
alto. Un hombre nos saluda con una sonrisa tan amplia que le hace parecer tener
más dientes que el resto de los mortales. Me recuerda a un tiburón antes de
morder a su presa. Hace tanto frío que pienso en que tienen a los cadáveres al
otro lado de una puerta que hay al fondo del local. Mi madre saca una pañoleta
del bolso y se la echo por los hombros mientras él retira una silla para que se
siente.
—Ustedes dirán —nos dice cuando se acomoda al otro lado de la mesa.
—Venimos a elegir las cosas para mi sepelio.
La sonrisa de tiburón se le borra de la cara, aunque enseguida vuelve a lucirla.
—Entiendo que no paga ningún seguro.
—Exacto, ha entendido usted bien.
—¿Le parece que empecemos por el féretro?
—Mejor eso lo dejamos para el final, me parece de mal gusto.
El hombre no debe entender nada, se afloja el nudo de la corbata y me temo
que ya mismo estará sudando, a pesar del frío que hace aquí dentro.
Saca un catálogo del cajón y lo abre dejándolo delante de mi madre. Al ver las
coronas no puedo evitar que el estómago se me encoja. Montones de ellas. En
forma de corazón, redondas, cojines de flores blancas, rojas, de varios colores…
me da la sensación de que puedo oler las flores que aparecen en las fotos. Cuando
empieza a hablar de packs dejo de escuchar. Ella presta atención y parece que se
interesa de verdad, pero la conozco y sé que está fingiendo.
Después de un rato, que a mí se me hace eterno y en el que oigo palabras como:
materiales, nivel de calidad, madera maciza, caoba, cerezo… ella cierra el
catálogo y se apoya en el respaldo de la silla como si estuviera agotada.
—Quiero lo más barato. De todo lo que he visto lo que cueste menos. ¿La
gama estándar me ha dicho?
—Es la más básica, sí —dice el hombre de la sonrisa de tiburón, como si fuera
pecado elegir algo así.
Esperamos un poco mientras nos dice que va a rellenar el presupuesto y no
puedo evitar que se me escape una pequeña carcajada al oírlo, como si
hubiéramos venido a pedir que nos hicieran una obra en casa.
—Lo siento —digo en voz baja.
El hombre me mira y me doy cuenta de que tiene la piel muy blanca, parece
un muñeco de cera, como si se le hubiera pegado el color de los muertos.
Cuando salimos el calor me da una bofetada, pero no me importa, no soportaba
estar ahí dentro.
—¿Por qué no me llevas a comer un arroz negro? —me pregunta cuando
vamos de camino al coche. Andamos despacio porque no quiso sacar la silla de
ruedas argumentando que no está inválida.
—¿Ahora? Es muy pronto para comer.
—Quiero ir a la casa de la playa.
Tenemos algo más de una hora de camino y, aunque había pensado ir, ahora
no sé si será buena idea, parece agotada.
—¿Vas a negarle un deseo a una moribunda? —dice chantajeándome como
está acostumbrada a hacer con todo el mundo.
—Aviso a Sara y la recogemos, papá comerá en el club.
—Sara no come apenas, será tirar el dinero. Además, hace mucho tiempo que
no estamos solas.
Su prioridad debería ser querer pasar el tiempo que le queda con sus seres
queridos, pero se ve que no es así. Sin embargo, sí nos ha evitado el que
tengamos que preocuparnos de elegir el ataúd, la música, las flores…
Le envío un mensaje a Sara y le digo que no iremos a comer y que llegaremos
tarde. Para ella será un alivio alejarse unas horas de mi madre, así que no me
siento culpable por dejarla sola.
Durante el trayecto apenas hablamos, ella dormita y yo aprovecho para pensar
en mi relación con Diego. No lo echo de menos ni un solo momento del día,
eso no es buena señal. Hoy ni siquiera he hablado con él todavía. Me siento
como si me hubiera liberado de un peso enorme y me da miedo porque eso me
lleva al mismo final al que me resisto a llegar.
Cuando abandonamos la autopista y entramos en la carretera que bordea la
costa, mi madre, despierta del letargo y baja la ventanilla para asomar la cara
mientras cierra los ojos y se deja acariciar por el viento. Se agarra al cinturón con
las dos manos para incorporarse y parece que esté sujetándose a él para
permanecer en el exterior antes de que el coche se la trague. Recuerdo cómo nos
pedía que hiciéramos lo mismo cuando éramos pequeñas «¿Sentís la libertad?»,
nos preguntaba, y nosotras gritábamos que sí sin entender a qué se refería. Bajo
la ventanilla de mi lado y dejo que el olor a salitre inunde el coche. Aminoro la
velocidad para dilatar este momento, presiento que será una de las últimas veces,
si no la última, que mi madre vuelva a hacer este viaje que tanto le gustaba.
Encargamos el arroz para llevar y hacemos tiempo acercándonos a la playa.
Aquí es donde más le gustaba estar. Veníamos a pasar el día con unos bocadillos
y una nevera llena de refrescos y fruta, a pesar de ser los únicos que lo hacíamos,
ya que las casas están a pie de playa y no era necesario comerse un bocadillo
rebozado de arena.
Para llegar hasta aquí en coche tenías que ser propietario de una casa en la
urbanización, si no, el acceso, tenía que ser a pie por lo que venía poca gente. Las
casas eran de ensueño y la mayoría de sus habitantes contaban con personal de
servicio que se encargaban de todo. La nuestra, destacaba entre las demás. Igual
que nosotros lo hacíamos en la playa porque no pertenecíamos a este lugar.
Vinimos un día a casa de un compañero de mi padre. Mi madre se enamoró
del sitio, además le vino bien porque así el cambio de piso quedaría aparcado. Mi
padre tenía un buen sueldo, pero no como para pagar dos hipotecas.
Nuestra casa es la más pequeña y modesta de todas las que hay. Tiene muchos
años y no la han reformado, las ventanas siguen escupiendo la pintura de color
añil y la fachada está llena de desconchones.
Bajábamos a la playa con un carro de madera cargado de cosas: dos sombrillas
grandes, la bolsa con la comida, otra con las toallas y las cremas solares, la
nevera, flotadores y juguetes de playa. Éramos un espectáculo. Mi madre clavaba
las sombrillas juntas para que tuviéramos sombra suficiente y nos ponía crema
por turnos a los cuatro. Sin temor a equivocarme puedo decir que los veranos de
mi infancia son los momentos más felices de mi vida. No sé si ella era feliz, creo
que a ratos sí.
Nos vigilaba desde la toalla, con una pamela de paja gigante y unas gafas igual
de grandes, y se comportaba como las madres normales y no como nos tenía
acostumbradas. No hablaba con nadie, éramos nosotros y el resto de la gente.
Llegábamos a casa agotados y con la piel tostada por el sol. No le importaba en
absoluto que estuviera desordenada. Los viernes no había playa. Teníamos el día
libre para hacer lo que quisiéramos mientras ella ordenaba el desastre en el que
se había convertido la casa durante la semana y preparaba la cena para cuando
llegaran mi padre y mis tíos.
Esos días aún estaba más guapa, si es que eso era posible. El ejercicio de subir y
bajar a la playa, jugar con nosotros en el agua, las excursiones que hacíamos los
días que estaba nublado y el sol y el aire puro le sentaban bien. Sin embargo, ella
no se daba cuenta. La tarde de los viernes se vestía y se peinaba diferente, como
cuando estábamos en la ciudad. Se pintaba los labios de color rojo y se ponía el
mismo perfume que olía a vainilla y que era demasiado empalagoso para el
verano. A mí me gustaba la otra, la de lunes a jueves, la que caminaba descalza y
olía a crema bronceadora y a sal.
Ahora la miro, mientras la espuma nos moja los pies, y la sujeto del brazo para
evitar que una ola la tire y me gustaría poder volver a uno de esos días donde nos
abrazaba y nos decía cuánto nos quería mientras nos llenaba de besos.
10

Cuando abro la puerta escapa por ella el olor a cerrado. Está muy oscuro. Dejo a
mi madre en el banco de la entrada mientras abro las contraventanas de madera
para que entre la luz.
Al dejar la paellera encima del mármol pienso en que no hemos traído nada
para beber. Abro el grifo y el agua sale a borbotones, parece barro, así que la dejo
correr y antes de salir a buscar a mi madre doy una vuelta por la casa para
reconciliarme con ella. Dejé de venir cuando fui lo suficientemente mayor para
poder decir que prefería quedarme en casa sin que pudieran obligarme a hacerlo.
Aquí fui muy feliz, pero también hay malos recuerdos que siguen pegados a mi
piel, como esas calcomanías que salían en los pastelitos que nos compraban para
merendar y que no había manera de eliminar, porque resistían al agua y al
jabón. Aunque aparentemente no quedara rastro de ellas, si mirabas con
atención, siempre encontrabas un puntito diminuto que te recordaba que había
estado ahí.
Un verano preparamos una fiesta sorpresa para la tía Leonor. Mi madre estaba
emocionada y nos tuvo toda la semana haciendo guirnaldas con aros de
cartulina y preparando una pancarta gigante.
El día del cumpleaños inflamos tantos globos que pensé que nos íbamos a
quedar sin aire. Mi tío se escapó un día entre semana para venir a ayudar a mi
madre con los preparativos. Entre los dos pasaron unas tiras de bombillas
diminutas de un árbol a otro en el jardín y las enrollaron en los troncos. Había
muchísimas, multitud de puntitos luminosos que iluminaban la noche. El
resultado era espectacular, si mirabas hacia arriba parecía que estabas debajo de
un montón de estrellas. Ese día mi madre estaba feliz. Cantaba en voz baja,
acompañando a la música que salía de los altavoces, que habían colgado en la
fachada de la casa, y caminaba dando saltitos como si bailara en vez de andar.
Comimos en el jardín, debajo de la carpa, con la música de fondo y el ruido de
las olas rompiendo en las rocas.
Con el paso de los años, al ver las fotos de ese día, con las guirnaldas de
cartulina y los globos cogidos a una cuerda con pinzas, me di cuenta de que el
resultado era desastroso. Sin embargo, a nosotros, los niños, nos parecía que
estaba genial.
Esa semana pensé que mi madre estaba feliz porque la tía se iba a poner
contenta con la sorpresa. No era eso. Pero lo descubrí después, como casi todo en
esta historia. Estaba feliz porque esa semana mi tío estaba disponible para ella
todo el tiempo. Lo llamaba por teléfono para preguntarle cualquier cosa sin
importancia y, me jugaría el cuello, a que el día más feliz de su vida fue el que
pasaron juntos colgando bombillas y eligiendo el catering.
La noche del cumpleaños fue especial. Parecíamos una familia sin ningún
secreto escondido en el armario de las cosas que te avergüenzan. Nos dejaron
comer chocolate y helados hasta hartarnos. Bailamos todos con todos y cuando
vi a mi madre bailar con mi padre, mientras giraban y la veía sonreír, le pedí a
las luces del jardín que por favor hicieran magia y volviera a quererlo.
Llegó la hora de los regalos. Nos pusimos alrededor de la tía, a medida que iba
abriendo los paquetes lo celebraba como si debajo de cada envoltorio hubiera un
diamante. Cuando llegó el turno de mi tío este le entregó un sobre. Dentro
había unos billetes para ir de viaje, los dos solos, un fin de semana. Marcos y
María se quedarían con nosotros. Mi tío se disculpó con mi madre por no
haberle dicho nada porque lo pensó a última hora y sabía que a ella no le
importaría hacer de canguro. En ese mismo instante se acabó la fiesta para ella,
aunque disimuló como pudo, pero el ambiente ya no fue el mismo. Entró a casa
con una pila de platos y Sara fue detrás de ella para ir al baño. Cuando salió y vio
a mi madre llorando en lo alto de la escalera, apoyada en la barandilla, pensó
que le pasaba algo. La abrazó y al hacerlo le manchó el vestido de chocolate. Ella
al darse cuenta la apartó con tanta fuerza que Sara se cayó por la escalera. Al oír
el grito de mi madre llamando a mi padre corrimos todos al interior. Vi a Sara
tendida en el suelo y a mi madre de rodillas a su lado. Vi a mi padre cogerla en
brazos. Vi cómo pasó por mi lado para meterla en el coche y, sobre todo, vi la
cara de espanto de mi madre donde estaba dibujada la culpa. Si ellos la hubieran
mirado se hubieran dado cuenta como yo, pero todos estaban pendientes de
Sara.
Esa noche, las dos dormimos en el jardín debajo de las luces. Sara se había roto
un brazo y eso fue como un premio. Se lo habíamos pedido a mi madre durante
toda la semana y siempre nos decía que no, que había bichos y humedad. De
repente eso ya no importó. Me desperté de madrugada porque tenía frío y vi que
Sara estaba despierta. Me acerqué a ella para entrar en calor, me acurruqué a su
lado y empezó a llorar.
—¿Te he hecho daño? —le pregunté incorporándome. Ella negó con la cabeza
sin dejar de llorar y me dijo lo que había pasado. En ese momento me di cuenta
de que por culpa de mi madre, además del brazo, a Sara se le había roto algo
dentro. Me tumbé boca arriba en el colchón hinchable y le dije a las luces que
quería cambiar mi deseo. Ya no quería que mi madre quisiera a mi padre, ahora
quería que se muriera para que desapareciera de nuestras vidas para siempre.
Me alejo de la escalera y salgo a buscarla. Está apoyada en la barandilla desde
donde se ve el mar, se ha quitado la peluca y mira cómo las olas golpean con
fuerza las rocas.
—Cuánto tiempo sin venir —se lamenta.
—Es una pena, ahora que papá está jubilado podíais haber venido más.
—A tu padre no le gusta la playa.
—Hubiera venido si se lo hubieras pedido.
—Vamos dentro, tengo hambre.
Se da la vuelta y no me da opción a decirle que lo que no quería era venir con
él. De haberlo hecho no hubiera sido honesta, ya que yo hago lo mismo, me
escondo de Diego y hago todo lo posible para coincidir con él lo justo y
necesario.
El arroz está espectacular, aunque ella apenas llena el tenedor para llevárselo a
la boca. Recuerdo cuánto le gustaba y lo poco que lo comía para no engordar.
—Qué bueno —digo cuando termino de comer. Su plato está casi intacto.
—¿Por qué no ha venido tu marido contigo? —Nunca lo llama por su
nombre. Al principio era mi novio y después pasó a ser mi marido. Como si
estuviera destinado a ser una cosa pasajera en mi vida y no fuera lo
suficientemente importante como para tomarse la molestia de aprenderse su
nombre.
—Tiene trabajo —digo llenando mi vaso de agua para evitar mirarla.
—¿En fin de semana?
—Tiene que entregar una cosa el lunes.
Respuestas escuetas y concisas porque si doy más explicaciones se dará cuenta
de que miento.
—Hace mucho que no veo a los niños.
—Están liados con la universidad, para Celia es su último año y para Carlos el
primero.
—Qué familia más ejemplar. Todos tan trabajadores —dice con ironía—.
Espero que vengan a ver a su abuela antes de que se muera.
La miro e intento adivinar por qué sigue siendo así a estas alturas. Su amargura
ya debería haber desaparecido, si yo fuera igual que ella le diría que los he
mantenido alejados porque no quiero que los contamine.
El móvil no deja de vibrar encima de la mesa. Lo ignoro porque sé que es
Diego y no quiero hablar con él delante de mi madre. Permanecemos en
silencio hasta que el móvil enmudece. Ella me mira como si tuviera el poder de
entrar en mi mente y escarbar en ella para ver lo que estoy pensando y, aunque
sé que es imposible, pienso en la letra de una canción y la tarareo mentalmente.
Después de unos instantes se rinde y apoya los brazos en la mesa, como si
hubiera hecho un esfuerzo que la ha dejado agotada.
—Ve a devolver la paellera y trae unas milhojas de crema. Te espero aquí,
cuando vengas nos vamos.
—Podemos devolverla de camino a casa y luego parar en la pastelería.
—Estoy cansada, prefiero esperar aquí.
No discuto con ella porque en realidad me da igual, no tengo nada que hacer,
Sara no estará en casa y mi padre tampoco. Aprovecharé para llamar a Diego a
solas.
Al colgar el teléfono después de hablar con Diego sé que lo nuestro no tiene
arreglo, no sé qué me está pasando pero no soporto hablar con él. Es como si la
relación se hubiera ido desgastando y por fin se hubiera roto, el fino hilo que
nos mantenía unidos se ha partido y no hay vuelta atrás.
Me pica el cuello. Me desabrocho un botón del vestido y me bajo el escote.
Muevo el retrovisor del coche para ver cómo está el sarpullido que me salió hace
unas semanas. Tiene mejor aspecto, no está tan rojo y parece que los granitos
están desapareciendo. Mi doctora me preguntó si había algo que me preocupara
mientras me inyectaba un antihistamínico. Me dijo que hay personas que
somatizan las emociones transformándolas en síntomas orgánicos. Negué con
la cabeza y le eché la culpa a una mayonesa que había comido y puede que
estuviera en mal estado.
Me bajo del coche y, antes de entrar en casa, vuelvo a abrocharme los botones
para evitar que mi madre me haga preguntas. Al verla sentada, con la cabeza
caída hacia un lado, apoyada en el respaldo del sofá, mi corazón deja de latir
durante unos segundos para volver a hacerlo con tanta fuerza que tengo que
poner la mano encima del pecho porque parece que va a salir saltando de mi
cuerpo. «Está muerta», es lo primero que pienso. Me acerco tan despacio que
más que caminar parece que flote. Me da miedo tocarla por si está fría, aunque
eso no es posible porque hace menos de una hora que me fui. Alargo el brazo y
antes de llegar a tocarla se mueve un poco para volver a quedarse quieta. Está
dormida.
Estaba tan asustada que no había reparado en unos folios que descansan a su
lado en el sofá. Cojo el primero y reconozco su letra. Es una carta, en el
encabezado una fecha pero no hay ningún destinatario. Me agacho con
cuidado, cojo unos cuantos folios intentando no despertarla y salgo fuera. Me
siento en el banco donde hace apenas unas horas lo hizo ella y hojeo por encima
las cartas. Todas son similares, una fecha y después un escrito dirigido a alguien
anónimo porque no aparece ningún nombre. A medida que leo deprisa, por
encima, por miedo a que se despierte, descubro quién es el destinatario de sus
palabras. Son cartas de amor. Me parece imposible que mi madre las haya escrito
por la forma en que están redactadas, parecen sacadas de una novela. Las letras
esconden un dolor terrible a causa del amor prohibido que siente por mi tío.
Cuando termino de leer siento una pena inmensa por ella, a pesar de que
destruyó mi infancia y la de Sara y de que hizo infeliz a mi padre. Toda la vida
enamorada de la persona equivocada, sabiendo que ese amor nunca llegaría a
ningún sitio. Entro otra vez en casa, las dejo con cuidado donde estaban
procurando que no se note que las cogí y vuelvo a salir sin hacer ruido. Me quedo
un rato fuera, pensando en lo que he leído, y me pregunto si las habrá dejado a
la vista para que yo las vea o el cansancio la ha hecho ser descuidada.
—Ya estoy aquí —grito desde la entrada para que sepa que he llegado. Antes
de entrar al comedor voy a la cocina, abro el grifo y lleno un vaso de agua que
no bebo para darle tiempo a que esconda su secreto, si es que quiere hacerlo. A lo
mejor me ha traído hasta aquí para hacerme partícipe de él—. Recojo los platos
y nos vamos, por si quieres ir al lavabo antes de salir.
Me entretengo más de lo que sería necesario para darle tiempo. Al entrar al
comedor la vista se me va sin querer al sofá. Está vacío. Me pregunto si ese gesto
me habrá delatado, aunque no sé si se ha dado cuenta porque su actitud es la
misma de siempre.
Volvemos a casa y en el coche flota un aire de tristeza que amenaza con
ahogarnos. Bajo la ventanilla para ventilar tanta pena y no puedo evitar que se
me escapen las lágrimas y doy gracias de que ella tenga los ojos cerrados y no
pueda verme.
11

Tengo que esperar un rato hasta que veo aparecer a Sara, se me había olvidado lo
poco puntual que es. Anoche se fue a dormir a su casa, no es preciso que estemos
las dos con mamá. Al verla llegar conduciendo una furgoneta destartalada no
puedo evitar sonreír, me pregunto si nuestra madre sabrá que va de un sitio a
otro con ese trasto. El asiento del copiloto está lleno de pelos de perro y me
alegro de haberme puesto los tejanos aunque haga calor. Cierro la puerta, la beso
en la mejilla y ella se retira enseguida, como si no estuviera acostumbrada al
contacto físico. Su actitud me choca después del abrazo que me dio en el
aeropuerto. Sara de vez en cuando se encierra en un caparazón y no eres capaz de
llegar a ella, aparentemente está como siempre pero si te acercas notas como te
rehúye.
—¿Este trasto no tiene aire acondicionado?
—A los perros no les gusta —dice bajando la ventanilla.
Los perros y Sara. Sara que es ingeniera química y que rechazó un puesto de
trabajo, donde hubiera ganado muchísimo dinero, para trabajar en una
protectora de animales, y tiene que colaborar en una revista científica porque de
otra manera no le alcanzaría el dinero para llegar a fin de mes. Estoy segura de
que es una manera de castigar a mi madre. Antes de terminar la carrera ya le
habían ofrecido el trabajo y nunca dijo que lo iba a rechazar. El día de la
graduación, mi madre parecía un pavo real con la cola abierta. Estaba orgullosa
y se notaba. Se paseaba de un lado a otro ejerciendo de anfitriona y demostrando
lo feliz que estaba.
Fuimos a comer para celebrarlo y durante la comida Sara estaba rara,
diferente, diría que en paz después de haber librado una guerra. Yo sabía que no
era por haber terminado la carrera porque no le resultó nada complicado,
siempre fue por delante de sus compañeros, lo que a los otros les resultaba
tedioso para ella fue un paseo. Después del postre, en el momento del brindis, mi
madre golpeó su copa con la cucharilla, se puso de pie y anunció que Sara iba a
trabajar en una de las industrias farmacéuticas más importantes y con más
nombre dentro del panorama internacional. Lo dijo así, como si hubiera
buscado la frase en un anuncio de la marca. Todos aplaudimos y cuando mi tío
se acercó para darle la enhorabuena, mientras los demás esperábamos nuestro
turno, ella lo detuvo y lo cogió del brazo. «He rechazado la oferta», dijo
mirando a mi madre. Al principio, pensamos que tendría algo mejor, pero
cuando dijo sin dejar de mirarla, como si estuvieran ellas dos solas en la mesa,
que iba a trabajar en una protectora de animales el silencio fue absoluto. Nos
quedamos quietos sin saber si sentarnos o felicitarla de todas maneras, no
porque no nos alegráramos por ella sino por miedo a la reacción de mi madre.
Mi padre rompió la barrera, se acercó y le dio un abrazo mientras le daba la
enhorabuena. Después de él seguimos los demás, excepto mi madre, que se sentó
y no volvió a hablar durante el resto de la tarde. No se lo perdonó nunca, y lo
que en cualquier persona hubiera sido un disgusto momentáneo, por ver a un
hijo rechazar una buena oportunidad, en ella se convirtió en un desaire, como si
supiera que Sara lo había hecho para castigarla.
Cuando llegamos a la protectora los perros se vuelven locos al ver a Sara. Me
quedo aparte y los observo. Saltan a su alrededor, le lamen la cara y ladran sin
parar mientras menean el rabo. En ese pedazo de tierra, donde hay excrementos
repartidos por todos sitios y donde huele a orines, en este momento, se produce
un milagro y descubro como las almas se enlazan en una sintonía perfecta. Un
rayo de sol atraviesa los árboles y le da de lleno a Sara haciendo que parezca que
está iluminada. Si tuviera que describir lo que significa el amor la definición
sería la mirada de mi hermana en este momento.
—Hola.
Una voz de hombre rompe la magia y me giro para ver quién es.
—Hola, soy Alicia, la hermana de Sara —me presento. Este deja un saco de
pienso en el suelo y me saluda con dos besos.
—Encantado, soy Mateo. Sara habla mucho de ti —dice sonriendo,
mostrando una dentadura blanca y perfecta.
Me sorprende oírlo decir eso, aunque tenemos buena relación últimamente no
hablamos como antes y me pregunto qué le dirá, a lo mejor que siente que le he
fallado y un poso de culpa se instala dentro de mí. Sara sale del recinto donde
están los perros y saluda a Mateo.
—Veo que ya os conocéis. Me he traído ayuda nos vendrá bien —le dice.
Mientras se reparten las tareas Mateo la mira. En sus ojos veo esos besos que se
adivinan en la mirada y no sé si tendrán algo y fingen delante de mí o solo son
compañeros y no ha llegado a dárselos.
Después de limpiar las jaulas, rastrillar el suelo y bañar a los perros con una
manguera, sacamos a unos cuantos a pasear. Estoy agotada, me pregunto cómo
mi hermana puede hacer esto cada día con la apariencia tan frágil que tiene. Al
llegar a la montaña los soltamos y nos sentamos en el suelo con la espalda
apoyada en un tronco. Los perros olisquean la tierra, no se alejan demasiado y a
cada momento miran hacia donde está Sara, como si quisieran asegurarse de que
no los ha abandonado.
—Estoy muerta, no sé cómo puedes con esto cada día.
—Todos los días no es lo mismo y hay voluntarios que vienen a echar una
mano.
—Mateo es muy guapo —digo poniéndome de lado para mirarla.
—No está mal.
—¿Está soltero?
—¿Estás pensando en dejar a Diego de verdad? —dice con ironía.
—No. Estoy pensando en que hacéis muy buena pareja. Y no me has dicho si
está solo.
—Supongo. Nunca le he preguntado.
—No me puedo creer que no hayáis hablado de eso, estáis juntos cada día.
—No tenemos mucho tiempo de hablar.
—Aunque no te lo haya dicho explícitamente lo sabrás por las conversaciones
que tenéis.
—¿Y qué más da si está solo o acompañado? No me importa —dice mientras
hace dibujos en la tierra con un palo.
—He visto cómo te mira. Y tú te has puesto nerviosa cuando lo has visto.
—No digas tonterías —dice. Y el rubor le cubre el rostro y las orejas—. Tengo
treinta y ocho años, no somos unos críos.
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿No sabes que el amor no tiene edad?
—No creo que eso sea verdad. Cada cosa tiene su tiempo y el mío ya pasó.
—No puedo creerme que digas eso. Tienes toda la vida por delante.
Sara lanza con rabia el palo que tiene en la mano y los perros corren a
buscarlo. Permanecemos en silencio unos instantes, solo se oye el sonido del
viento al pasar entre los árboles y las patas de los perros al remover las hojas
caídas en el suelo.
—Hace dos años conocí a una persona. —Hago una pausa y aunque no estoy
mirando a Sara noto como se pone tensa—. Solo fue una semana, en un curso de
formación. Nos tocó la misma mesa en la cena, después fuimos a tomar una
copa y la química fue tan grande que el resto de los días los pasamos juntos. El
tiempo libre que teníamos lo aprovechamos para visitar la ciudad. Fue una
semana inolvidable. Él fue muy correcto, no se propasó en ningún momento.
No sé si lo frenó la alianza que yo llevaba en el dedo o que yo no me insinuara.
Podía haberme ido a la cama con él, mi relación con Diego ya no estaba bien, y
ese hombre me gustaba mucho, pero no lo hice porque pensé que después me
sentiría sucia.
»El camarero de uno de los restaurantes donde cenamos debió pensar que
éramos pareja y se ofreció para hacernos una foto, posamos sonrientes y él me
pidió mi número para pasármela. No sé si de no haberla hecho hubiéramos
intercambiado los teléfonos. —Los perros se han tumbado a los pies de Sara y
ella le rasca el lomo al que tiene más cerca, como si así no tuviera que mirarme
porque está concentrada en otra cosa—. Intercambiamos unos mensajes al
principio, pero yo tenía tanto miedo a que Diego los descubriera que pensé que
me pondría enferma. A pesar de que eran mensajes inocentes que no
comprometían a nada. El hecho de escribirme con un hombre por el que tenía
sentimientos no me parecía bien. Las conversaciones se fueron espaciando en el
tiempo, hasta que desaparecieron, y aunque la culpable fui yo que fingía un
desinterés que no sentía esperé una llamada suya durante semanas y al mirar la
foto tenía la necesidad de volverlo a ver. Pensé en borrar su número porque me
moría de ganas de hablar con él y de esa manera no podría caer en la tentación
de ser yo la que llamara, sin embargo no lo hice. Volví a apuntarme al año
siguiente a otro curso que no me apetecía nada hacer solo por ver si me lo
encontraba. Coincidí con algunas de las personas del año anterior, pero él no
estaba.
»Me da vergüenza decirte esto, pero me compré ropa interior para esos días y
metí en la maleta lo que mejor me sentaba, como si en vez de a un viaje de
trabajo fuera a una cita con un amante. Con el tiempo esa necesidad de saber de
él se hizo más liviana, aunque no desapareció del todo, eso hizo que me diera
cuenta de que si era capaz de sentir algo así por otro hombre, mi sitio no estaba
al lado de Diego. Cuando eso ocurrió, yo era más mayor de lo que eres tú ahora
y no sé si llegué a enamorarme porque parece imposible que eso pueda pasar en
siete días, pero lo que sentí no lo había sentido nunca ni cuando tenía veinte
años menos, así que nunca es tarde para el amor.
Cuando termino de hablar me limpio las lágrimas, recordar a veces duele,
nunca le he contado esto a nadie ni siquiera a mis amigas con las que no tengo
secretos. Ya no espero que me llame y probablemente lo nuestro no hubiera
funcionado porque los finales felices solo sirven para los cuentos, pero nunca lo
sabré. Lo que sé es que no quiero ser como mi madre y vivir al lado de un
hombre al que no quiero. Sara no dice nada, se limita a ponerse de rodillas
delante de mí y abrazarme, a pesar de que hace apenas unas horas parecía una
roca cuando la besé.
—Tienes que darle una oportunidad a Mateo, parece una buena persona y es
muy atractivo. ¿Has visto los brazos que tiene? Debe abrazar muy bien —le digo
bromeando cuando me calmo mientras seguimos abrazadas.
—Nunca he estado con un hombre —me dice en voz baja al oído. No se
separa de mí, como si al no verme la cara le diera menos vergüenza lo que acaba
de confesarme. Un dolor sordo me atraviesa el pecho y la pena que sentí ayer por
mi madre al descubrir las cartas se convierte en rabia. Una rabia grande y pesada
que amenaza con ahogarme y la odio por lo que hizo y que ha convertido a Sara
en una mujer insegura, hasta el punto de pensar que no es capaz de pensar que
alguien pueda quererla.
12

El reloj de la mesilla de noche marca las nueve y media. La luz entra por las
rendijas de la persiana y me doy media vuelta porque la claridad me molesta en
los ojos, me he quedado dormida anoche no conseguía conciliar el sueño. No
podía quitarme a Sara de la cabeza. Todas esas fotos que me ha ido enviando a lo
largo de los años eran mentira, compañeros, amigos, pero ninguno era su pareja.
Y la manera de decirme «Nunca he estado con un hombre» como si fuera lo
más vergonzoso del mundo a su edad. Si mi madre no estuviera enferma iría
ahora mismo a echarle en cara lo que ha hecho con su hija, no me apetece nada
verla y me arrepiento de haber venido. Sara ha dejado pasar su vida como quién
vive por vivir, perdiendo el tiempo. Y yo he hecho lo mismo, de manera
diferente, pero lo mismo.
Salgo de la cama y me meto en la ducha sin pasar a preguntarle a mi madre
cómo está, ahora mismo me da igual. Dejo que el agua fría resbale por mi
cuerpo y me restriego con fuerza, como si así pudiera eliminar la pena que tengo
pegada a la piel. Lloro por Sara, por mí, por mi padre y hasta derramo alguna
lágrima por mi madre, aunque siento que no se las merece. Me entretengo más
de la cuenta porque no quiero verla, como cuando era pequeña y tenía uno de los
días malos y Sara y yo evitábamos cruzarnos con ella para no tener que asistir a
uno de sus ataques de ira. Al ponerme la crema en la cara noto la cicatriz que va
desde debajo de la nariz hasta el labio y retiro la mano enseguida como si
quemara. Es muy fina, apenas se ve, pero yo la siento muy grande.
Ese día mi madre estaba contenta, era su cumpleaños y comíamos todos juntos
en la casa de la playa. Mi padre nunca bajaba con nosotros, no le gustaba el sol y
le molestaba la arena por lo que se quedaba en casa. La tía no sabía nadar y
apenas se acercaba a la orilla para mojarse los pies y echarse agua por encima para
refrescare, así que nos pasábamos la mañana jugando en el agua con mi madre y
con mi tío. Nos peleábamos por hacernos con la colchoneta, ellos nos subían en
los hombros para que nos tiráramos de cabeza y jugábamos a tumbarnos en la
orilla para que las olas nos arrastraran hacia dentro. Mi madre se reía a
carcajadas, y a mí me encantaba oírla, porque esa risa sonaba igual que la pulsera
que llevaba en el tobillo llena de cascabeles y que solo se ponía en verano.
Sara y yo habíamos hecho unos dibujos para regalarle y mi padre le había
comprado un bote de perfume. Cuando se lo dimos parecía que hubiéramos
bajado la luna del cielo para ella, cuando estaba contenta era así, excesiva. Nos
besó y nos abrazó mientras miraba los dibujos y se los ponía en el pecho para que
los demás los vieran. Mis primos le dieron una caja que contenía un anillo y ella
al verlo abrió la boca por la sorpresa. Se lo puso y estiró el brazo para ver cómo le
quedaba. Nos besó a todos y dio un pequeño discurso donde dijo que la
habíamos hecho muy feliz y que no se merecía tanto cariño. Ahora pienso que
las dos cosas eran verdad.
Poco después, Marcos, nos dijo que el anillo era de su madre. Como no les
había dado tiempo a comprar nada y a su madre no le gustaban las joyas se lo
regalaron a la mía. Nos hizo jurar que no diríamos nada. Escupimos en la palma
de la mano y las juntamos porque habíamos visto una película donde los
juramentos se hacían así.
Esa noche cayó una tormenta de verano, de esas que duran poco pero en las
que el agua cae como si el cielo se hubiera roto. Por la mañana, el buen
ambiente seguía presente. Mamá y la tía hacían zumos y tostaban pan mientras
esperaban a que los hombres terminaran de secar la mesa y las sillas de la terraza.
Salí de casa para llevarles un cuenco de leche a unos gatitos que habían aparecido
hacía unos días. Al pasar por la zona donde el día antes habíamos estado de
celebración vi en la mesa los dibujos que Sara y yo habíamos hecho para ella.
Estaban destrozados. Dejé la leche en el suelo, acerqué la mano para cogerlos y
un pedazo de papel se me quedó pegado en los dedos. El resto estaba desecho en
la mesa. La lluvia los había empapado y los había convertido en algo parecido a
la masa que hacíamos con harina y agua cuando no teníamos cola para las
manualidades. A su lado, el bote de perfume, asomaba por la parte de arriba de
la caja que se había desteñido y estaba medio desecha. Volví a la casa para ir a
mirar la puerta de la nevera, a lo mejor esos dibujos eran antiguos y los del
cumpleaños estaban allí, sujetos con imanes. Tenía que ser eso, porque dijo que
le habían gustado mucho y alguien que dice eso no se los deja luego olvidados.
En la nevera no había más que las fotos de siempre y la lista de la compra.
Durante todo el día anduve detrás de ella para preguntarle por qué se había
olvidado nuestro regalo sin atreverme a hacerlo. Si nadie la veía estiraba el
brazo, como había hecho cuando se puso el anillo por primera vez. Lo movía
con el dedo anular mientras lo miraba con cara de estar viendo una aparición.
Cuando papá ya se había ido con los tíos y los niños estábamos en la cama bajé
a la cocina con la excusa de beber agua. Desde arriba podía oír a mi madre
tarareando una canción mientras recogía los cacharros. Cuando entré estaba de
espaldas, movía la cabeza de un lado a otro admirando el anillo y pensé que si
volvía a verla otra vez con el brazo estirado vomitaría. Al oírme se giró y se
acercó para preguntarme si me encontraba bien porque tenía mala cara. Le dije
que me dolía la barriga y se empeñó en hacerme una manzanilla. Si me obligaba
a tomarme eso también vomitaría, sin embargo no le dije que no porque quería
ganar tiempo para decirle que se había dejado olvidados nuestros regalos.
Puso un cazo con agua a hervir, se acercó a mí, apoyó los brazos en la mesa y
me puso la mano debajo de la cara. «¿Has visto cómo brilla? —dijo—. Es
precioso». Sus ojos brillaban mucho más que el anillo, no le dije nada en ese
momento porque no entendía por qué le gustaba tanto ese anillo que a mí no
me parecía para tanto. Supuse que se lo tomó como una señal, a mi tía no se le
hubiera ocurrido nunca hacerle ese regalo, no había nadie menos interesado en
las joyas o en la ropa que ella, era la mujer menos presumida que yo conocía así
que debió pensar que la idea del regalo era cosa del tío.
No contesté y dejé que preparara la infusión. Todo en sus gestos denotaba lo
feliz que estaba, parecía que estaba bailando. Cuando puso el vaso en la mesa me
levanté, le dije que ya me encontraba mejor y que el anillo era muy bonito, pero
que era de la tía y que se lo habían regalado porque no habían tenido tiempo de
comprarle nada. Lo dije todo seguido y sin darle importancia a lo segundo,
como si no me hubiera estado quemando en la boca durante todo el día y eso no
fuera malo. «¿Quién te ha dicho eso?», preguntó. «No te lo puedo decir, es un
secreto», contesté feliz al ver su cara de decepción. «Eres una embustera». «Y
tú a veces pareces tonta». Vi cómo estiraba el brazo, pero esta vez no fue para
admirar el anillo. No me dio tiempo a apartarme y cuando su mano se estampó
en mi cara y noté el sabor de la sangre en la boca no me importó, porque a ella
le había dolido más lo que yo le había dicho.
Si me paso la lengua por los labios puedo notar la cicatriz que dejó el arañazo
que me hizo con la piedra del anillo. No volví a vérselo puesto nunca más.
—¿Alicia, estás bien? —la voz de mi padre me llega amortiguada a través de la
puerta.
—Sí, ya salgo.
—Tranquila, no hay prisa, es que no se oía nada y pensé que te había pasado
algo.
Salgo y lo abrazo. Parece que esté desorientado, como si el no tener a mi
madre revoloteando por toda la casa le hubiera hecho perder el rumbo.
—Me he quedado dormida. ¿Tú has dormido bien?
—Los viejos dormimos poco, ya tendremos tiempo cuando la parca venga a
buscarnos.
Enseguida se da cuenta de lo que ha dicho y no puede evitar llorar. Nunca lo
había visto hacerlo y verlo ahora me desarma por completo. El hombre fuerte y
alto que yo veía cuando era niña, y que me iba a proteger y a cuidar, ahora es
unos centímetros más bajito que yo y anda encogido y arrastrando los pies. No
soy capaz de decirle nada, lo vuelvo a abrazar y pienso si acaso él no se dio cuenta
de lo que a ojos de los demás era tan evidente. El amor sí duele, no hay nada que
duela más que el amor cuando no es correspondido.
13

Mi madre hoy se encuentra bien. Sara ha llamado para decir que vendrá a
comer, le he dicho que invite a Mateo, el silencio que ha seguido a mi propuesta
me ha hecho pensar que diría que sí. Cuando ha dicho que no me he sentido
aliviada, a pesar de que me hubiera gustado que hubiera venido, por ella, pero
mi madre me sigue dando miedo sé de lo que es capaz y lo último que necesita
Sara es una escena delante del hombre que le gusta.
Vuelvo de la compra y coloco las cosas en la nevera. Abro un cajón para
guardar unos paños de cocina y encuentro un delantal, que le regalamos un año
para reyes, junto con un montón de utensilios que dudo que haya utilizado.
«Hoy cocina la mejor cocinera del mundo», paso los dedos por las letras
bordadas y descoloridas por los lavados y no puedo evitar sonreír. Por más que se
empeñó no llegó a dominar el arte de los fogones.
Abro la ventana para que entre algo de fresco y antes de empezar a cocinar le
envío un mensaje a Diego y le digo que lo llamaré a la noche, así evito una
conversación con él que no me apetece nada tener. Y aunque no se puede vivir
esquivando a la vida ahora mismo es de lo único que soy capaz.
Mi padre entra en la cocina y abre una botella de vino. Sirve dos copas y deja
una en el mármol para mí. Él se sienta en la mesa y le acerco unos champiñones
y le pido que los corte en trozos pequeños. Trabajamos en silencio, pero no
estamos incómodos los silencios entre nosotros no pesan, ni tenemos la
necesidad de llenarlos con frases huecas.
—El médico ha dicho que el final está cerca, a mí no me lo parece, no la veo
tan mal —dice después de un rato, sin mirarme, concentrado en el cuchillo que
tiene en la mano.
—Ya sé que es duro, pero tienes que hacerte a la idea. A lo mejor no es tan
rápido como ha dicho el médico, pero no puede alargarse mucho más —digo
dándome la vuelta por no tener que enfrentarme a su mirada.
—Dicen que todo tiene un lado bueno, hasta lo que nos parece terrible. Si esto
no hubiera pasado ahora no estaríamos juntos aquí cocinando. No sabes cómo te
he echado de menos.
Oírlo decir eso me hace sentir culpable. Cuando me marché lo hice para
escapar de mi madre, pero dejé atrás a otras personas que eran importantes para
mí y ahora el tiempo ha pasado y no podré recuperarlo. Estaba enfadada con mi
padre también, por permitir que ella nos tratara así. No debería haberlo hecho,
debería haberme dado cuenta de lo sutil que era y de que a pesar de no poder
controlar esos estados de ánimo, en los que entraba cuando estaba frustrada, se
guardaba mucho de hacer nada delante de él que pudiera delatar cómo
descargaba su rabia con nosotras.
—Yo también te he echado en falta. Tenía que haber venido más a menudo. A
partir de ahora todo será diferente.
—Nunca es tarde si la dicha es buena. Voy a vestirme, ya sabes que a tu madre
no le gusta verme así —dice tirando de la camiseta que lleva puesta. Se levanta,
me agarra la cabeza con las dos manos y me da un beso en la frente. Es la
primera vez que mi padre me da un beso así desde que era niña. Ahora dos besos
en las mejillas es lo que toca, como si al crecer ya no necesitáramos sentirnos
protegidas.

Saco la fuente del horno y me cambio de ropa, la que llevo huele a comida.
Cuando suena el timbre y abro la puerta me encuentro a Sara con Mateo. El
estómago me da un vuelco y tengo que reprimir las ganas de darle a Sara un
abrazo. Ha debido costarle la vida traerlo con ella después de lo que me confesó
ayer.
—¡Hola, qué sorpresa!
—Espero no ser una molestia —dice Mateo mientras me tiende una bandeja
de una pastelería y una botella de vino.
—Los amigos de Sara son siempre bienvenidos.
Entran y voy a la cocina a dejar las cosas mientras Sara hace las presentaciones.
Mi padre debe estar sorprendido, por lo que ella me contó ayer debe ser la
primera vez que trae a alguien a casa. Desde aquí oigo a Mateo reírse por algo
que ha dicho mi padre, me gusta la gente a la que la risa le suena bonito y me
gusta Mateo para Sara. Ojalá lleguen a tener algo más que una amistad. Mi
madre está en su habitación arreglándose, se empeña en vestirse a pesar de que
estaría más cómoda con un pantalón de algodón y una camiseta. Cuando entra
en el comedor parece que hemos visto una aparición mariana, nos quedamos en
silencio esperando a ver cómo reacciona al ver a Mateo.
—¿Y este invitado tan apuesto quién es? —dice acercándose a él.
—Es Mateo, mamá, un amigo de Sara —digo.
—Encantado. Sara no me había dicho que tenía una madre tan joven —dice
mientras ella sonríe coqueta.
—Vamos a comer, si se enfría la comida no vale nada —digo mirando a mi
madre para ver si puedo adivinar qué intenciones tiene.
Sara y Mateo se encargan de poner la mesa mientras mi padre me persigue por
la cocina levantando las tapas de las ollas y probando lo que hay dentro. Por un
momento me parece que somos una familia normal, un domingo cualquiera,
pero cuando veo a mi madre sentada en el sillón como si fuera una reina
vigilando si sus súbditos están haciendo bien las cosas, pienso que es una mera
ilusión, un deseo que no llegará a cumplirse y solo pido que durante la comida
no diga nada inconveniente.
—¿A qué te dedicas? —le pregunta mi madre a Mateo cuando estamos
terminando el segundo plato y yo tenía la esperanza de que llegáramos al postre
sin tener que sortear las bombas que deja caer de vez en cuando.
—Por las mañanas trabajo en la protectora y por las tardes paso consulta, soy
psicólogo.
—Ah, muy bien, un chico muy trabajador. Psicólogo. ¿A los perros también
les haces terapia?
El sonido de los cubiertos al chocar con los platos es lo único que se oye. El
tono de burla que ha utilizado para hacer la pregunta no ha pasado
desapercibido para nadie.
—Los perros también tienen sentimientos. Sus necesidades no solo son f ísicas
sino también emocionales. Sufrir carencias afectivas y experiencias hostiles o
traumáticas desencadena en trastornos de conducta. Un cachorro no comprende
cómo la persona que se supone que tiene que cuidarlo y protegerlo lo maltrata. A
la protectora llegan perros destrozados, si los miras a los ojos, lo que ves no es
tan diferente de lo que esconden los de las personas que vienen a mi consulta.
Por eso para descubrir la tristeza envolviendo a una persona no hace falta ser
psicólogo, basta con mirarla a los ojos.
—¿Y qué ves en los míos? —pregunta mi madre retándolo con la mirada.
Sara tira sin querer la botella de vino, que se derrama por el mantel blanco
formando un río de sangre. Me levanto deprisa poniendo unas servilletas encima
para evitar que este caiga al suelo y bromeamos diciendo que derramar el vino
trae buena suerte. El momento tenso no ha pasado, pero lo hemos disfrazado.
Sara me ayuda a retirar los platos para traer el postre. Mateo habla con mi padre
de fútbol y parece que se conozcan desde siempre. Desde que he llegado es el
primer día que lo veo animado, no hace más que mirar a Sara como si quisiera
decirle con la vista que le gusta el hombre que ha elegido. Mi padre sale un
momento y vuelve con una foto donde aparece con un jugador de fútbol en el
estadio del Real Madrid.
—Me ha dicho Sara que vivieron en Madrid durante un tiempo. Yo nací allí y,
a pesar de que me encanta esta ciudad, hasta hace nada la echaba de menos.
Ahora no volvería, el hogar está donde están las personas a las que quieres.
—Estuvimos poco tiempo, nos mudamos por trabajo pero a Elvira no le
gustaba y volví a pedir el traslado —contesta mi padre mientras yo intento
adivinar si su tono de voz esconde algo.
—¿Cómo es eso? —le pregunta Mateo a mi madre—. Madrid es una ciudad
muy cosmopolita, me parece que encajaría allí perfectamente.
Ella lo mira, pero parece que lo atraviese con la mirada y vea más allá.
—No podía ver el mar —dice después de un silencio demasiado largo que
estaba empezando a resultar incómodo—. Estoy cansada. Ha sido un placer
conocerte.
Se levanta y se va a la habitación dejando en el ambiente un poso de
incomodidad y lo siento por Sara porque sé que en este momento se está
arrepintiendo de haber venido con Mateo.
—¿Por qué no vais a tomar el café al bar? Recojo la cocina y bajo, no tardo
nada.
Cuando Mateo le pregunta a mi padre si quiere acompañarlos rezo para que
diga que no. Parece que los dioses me oyen y dice que se va a echar un rato.
Me entretengo en recoger porque quiero que estén solos. Cómo me gusta este
hombre para Sara, ojalá entierre sus miedos y se dé cuenta de que la vida es algo
más que respirar y que no todo el mundo va a hacerle daño.
«No podía ver el mar», ha dicho mi madre. Siempre decía que era una lástima
que Marcos y María no hubieran sacado los ojos azules como los de su padre,
porque mirarlo a los ojos era como ver el mar. Ese mar era el que extrañaba. Y
durante el tiempo que vivimos en Madrid, Sara y yo también lo echamos de
menos, pero no el que extrañaba ella, el de verdad, porque vivir en el desierto te
despertaba sed. Sed de los meses de verano, en la casa de la playa, donde a pesar
de los días malos la mayoría eran felices como los son los niños cuando la vida
todavía no los ha golpeado.
14

Cuando Papá llegó a casa y le dijo a mi madre que lo iban a trasladar a Madrid
debió sospechar, al ver la expresión de su cara, que las cosas no iban a salir bien.
Él estaba encantado, «era una oportunidad magnífica», dijo, tendría más
responsabilidad y eso se notaría en el sueldo, además de que estaba obligado a
decir que sí porque, si no, tendría consecuencias. En un primer momento ella
no dijo nada, como si le hubieran dado una noticia tan mala que necesitaba
tiempo para procesarla. Después intentó por todos los medios que eso no
sucediera. Negoció con él y le dio opciones para no tener que irnos. Solo al ver
que no había nada que hacer cedió, era eso o que él perdiera el trabajo y en
consecuencia la casa de la playa que ya no podrían mantener. Cuando terminara
el curso escolar volveríamos nosotras y él se quedaría allí. Ese era el trato y lo
máximo que ella pudo conseguir.
Los días previos a nuestra marcha fueron una muestra de lo que serían los
siguientes nueve meses. Mi madre se convirtió en un fantasma. Solo volvía ser
una persona de carne y hueso cuando estaba con alguien que no fuéramos
nosotras. Fingir no se le daba muy bien, llevaba escrita la tristeza en los ojos y
cuando sonreía parecía que se había puesto una máscara. Sin embargo a nosotras
no nos parecía su peor versión, estaba cariñosa y de vez en cuando nos abrazaba
sin venir a cuento mientras suspiraba. Estaba triste, pero no enfadada con el
mundo como en otras ocasiones porque la persona a la que ella quería y deseaba
por encima de todo no era libre.
El momento de despedirnos fue terrible, la tía Leonor nos abrazó mientras
intentaba contener el llanto. Debería estar contenta por quitarse a mi madre de
encima, pero sorprendentemente estaba triste. Cuando mi madre abrazó al tío
pude ver su cara porque estaba detrás de él y nunca olvidaré su expresión: los ojos
cerrados y la respiración contenida, como si quisiera que ese momento durara
eternamente, las manos agarradas con fuerza a sus hombros y la duración
excesiva para lo que sería correcto, los labios apretados como si no quisiera dejar
escapar lo que su alma querría poder gritarle.
El sonido del motor del coche indicaba que era hora de partir. Sara y yo nos
pusimos de rodillas en el asiento trasero mientras decíamos adiós con la mano a
Marcos y a María que corrieron por la acera, detrás del coche, hasta que llegaron
al semáforo donde se detuvieron porque teníamos prohibido cruzar la calle.
La distancia debería haber servido para hacerla olvidar, pero no fue así, entró
en un estado de melancolía que preocupaba a mi padre. Sara y yo al principio no
prestábamos atención, ya teníamos bastante con tener que amoldarnos a un
colegio nuevo donde temíamos no encajar y para el que teníamos que ponernos
un uniforme que no nos gustaba nada. Por suerte no fue así, Sara siempre fue
una niña a la que la gente quería y yo me defendía bien porque siempre fui la
más fuerte de las dos.
El piso en el que vivíamos era muy grande, no tenía nada que ver con la caja de
cerillas de dónde veníamos. Los techos eran altos y con molduras de escayola y
unos rosetones de flores de donde colgaban las lámparas. Sara y yo teníamos una
habitación para cada una, aunque por las noches ella se escabullía a la mía y se
metía en mi cama, yo me echaba a un lado y le hacía sitio porque a mí tampoco
me gustaba dormir sola en ese piso que incluso durante el día parecía que estaba
habitado por fantasmas.
Recuerdo esos meses con tristeza. Veíamos muy poco a mi padre, cuando nos
levantábamos para ir al colegio ya se había ido a trabajar y a veces llegaba
cuando ya habíamos cenado. Los días eran todos iguales, excepto los fines de
semana donde salíamos a pasear como una familia normal y donde mi madre
fingía más que nunca delante de mi padre. Al llegar a casa, si la mirabas sin que
se diera cuenta, veías lo agotada que parecía, como si representar ese papel le
robara la energía. Perdió el color tostado del verano y adelgazó demasiado
porque apenas comía, no hizo amigas y se pasaba el día sola en casa hasta que
llegábamos del colegio. Los días se sucedían todos iguales. Días desiertos, era tan
terrible estar huérfana con mi madre presente que llegué a echar de menos los
ataques de ira que tenía de vez en cuando.
Con el paso de los meses se recuperó un poco, pero no volvió a ser la de antes.
Una vez a la semana llamaba a casa de los tíos, si era él quien cogía el teléfono se
tumbaba en el sofá con el auricular bien pegado a la oreja, mientras enroscaba el
cable con los dedos, como si quisiera evitar que se escaparan las palabras. Esos
días eran impredecibles, había algunos en los que volvía a estar contenta por
unas horas y otros en los que se sumía en un estado de abandono total. No tengo
ni idea a qué se debía porque imagino que las conversaciones eran más o menos
siempre las mismas, quizá algunas veces le bastaba con oír su voz y otras la
ausencia le pesaba demasiado.
Y llegó diciembre, y como si hubiera sido un milagro mi madre revivió.
Tendríamos invitados en Navidad. Se dedicó a acondicionar las habitaciones
para cuando llegaran. Cada día hacía una receta de las que la tía le había dictado
y que tenía apuntadas en una libreta y que a ella nunca le salían bien. Ojalá
hubiera sido siempre así, esos días los guardo como un tesoro en mi memoria. El
olor de su perfume prendido en mi pelo todo el día después de que me abrazara,
las manchas en la ropa de la masa del bizcocho que preparábamos juntas y que se
escurría de la cuchara porque estaba muy líquida, la ausencia de gritos y
desprecios, oírla reír feliz, los cuentos que nos leía por la noche, en la cama, con
un pañuelo encima de la lamparita de noche. Cosas que deberían haber sido la
norma y no la excepción, la mejor versión de mi madre y que por desgracia
vimos muy pocas veces.
Cuando se marcharon los tíos volvieron la oscuridad, el silencio y la pena.
Nosotras, también andábamos tristes, porque echábamos de menos a Marcos y a
María, pero sobre todo a quien extrañábamos era a mi madre. La mujer que
compartía piso con nosotras no se parecía a ninguna versión de las que
conocíamos de ella. Mi padre también estaba raro, cada día llegaba más tarde a
casa y los fines de semana íbamos a un club del que eran socios los trabajadores
de la empresa. Él jugaba al tenis con sus compañeros y a nosotras nos daba clase
un monitor que miraba demasiado a mi madre, aunque ella no le hacía ni caso.
Odiaba esas clases, porque mientras las otras mujeres daban golpes a la pelota,
enfundadas en unos trajes blancos demasiado estrechos, mi madre se sentaba
sola en una mesa y no hacía nada más que mirar al vacío. Parecía que se había
perdido y se había quedado porque no tenía fuerzas para irse.
Dejó de arreglarse y ni siquiera se quitaba el abrigo. Se sentaba en la terraza y
cuando entrábamos a comer, después de que las otras parejas se hubieran
duchado, pensaba que sería mejor que siguiera con él puesto. La ropa, arrugada y
elegida sin ningún cuidado, contrastaba con la de las otras mujeres. Veía las
miradas de algunas de ellas hacia mi padre, como si se compadecieran de él.
Ella era correcta, pero no participaba de las conversaciones, y siempre tenía
dolor de cabeza por lo que nos íbamos en cuanto se tomaban el café. A mí no
me importaba. Los otros niños no me caían bien y estaba todo el tiempo
pendiente de mi madre porque me daba la sensación de que en cualquier
momento se iba a romper, como ese jarrón que teníamos en casa y que se
empeñó en pegar con cola porque le gustaba mucho. Me la imaginaba hecha
pedazos en el suelo, trozos diminutos de su cara y de su cuerpo que no podríamos
unir.
Una noche los oímos discutir en su habitación, hasta nosotras llegaban frases
sueltas que nos daban miedo porque no entendíamos. Mi padre salió dando un
portazo y no durmió en casa. Pensábamos que no volvería nunca más. Cuando
al día siguiente, por la tarde, le preguntamos a mi madre que si se había ido para
siempre ella nos contestó: «Ojalá», mientras removía con rabia algo que estaba
cocinando. Y ese día fue el primero en que volvió a ser la misma de siempre.
Esa noche, cuando mi padre llegó, le dio un beso como hacía siempre y como
si no hubiera pasado nada entre ellos el día antes. El resto del tiempo hasta que
acabó el curso y hacíamos las maletas para volver a casa transcurrió igual. Días
idénticos en los que las horas parecían no pasar y en los que mi madre seguía
estando sin estar. Por eso cuando mi padre dijo que no volveríamos porque
había llegado a un acuerdo con su jefe respiré aliviada. Parecía que hubiera
estado todos esos meses respirando con miedo porque en el aire había algo
tóxico. Mi madre lo abrazó mientras le daba las gracias y lloraba de alivio.
Salimos de allí como si estuviéramos huyendo de algo. No me dio pena dejar
atrás nada de lo que habíamos acumulado y que no pudimos llevarnos porque no
cabía en el coche. En el viaje de vuelta cambiaron las tornas, ahora el que estaba
raro era mi padre, como si además de las maletas llevara una carga dentro del
coche que pesaba demasiado y no lo dejara avanzar.
15

Antes de bajar para encontrarme con Sara y Mateo entro a la habitación a ver a
mi madre. Está sentada en la butaca, mirando por la ventana a pesar de lo fea
que es la vista; una calle estrecha y oscura por donde apenas hay paso de gente.
—¿Necesitas algo? —le pregunto.
—A estas alturas de la vida no se necesita nada —contesta apática.
—No sé, siempre hay cosas que uno puede hacer por los demás.
—Si te sientes mejor alcánzame el libro —dice señalando con la cabeza a su
mesita de noche. Sin necesidad de ver la portada sé cuál es. Aunque estoy segura
de que no lo ha llegado a terminar lo tiene siempre a mano. Es el regalo que le
trajeron los tíos cuando se fueron de viaje y mi madre se quedó con mis primos.
La dedicatoria está escrita con la letra de él y dice: «Por cómo tú eres, por todo
lo que haces por nosotros, te queremos», debajo su firma y la de la tía.
El día que se lo dieron lo desenvolvió con cuidado para no romper el papel de
seda, de color lila que después guardó, donde se podía leer en una esquina: «Para
Elvira, con cariño». A ella no le gusta leer, el que lo hace es mi padre. La lectura
era la excusa perfecta para ir a su casa a pedirle libros prestados y poder hablar de
ellos después. Se obligaba a leer lo que él le recomendaba para luego comentar
qué le había parecido la historia. Cogía libros de las estanterías de casa y los
dejaba en la mesa de centro, o en el sofá, como si realmente los estuviera
leyendo. Si él le preguntaba le decía que apenas había leído nada. Después,
interrogaba a mi padre sobre la historia. Era muy hábil, empezaba hablando de
la trama de la novela, pero enseguida llevaba la conversación por donde quería y
la trasladaba a la vida y a los sentimientos.
—Voy a tomar un café con Sara y con su compañero.
—¿Compañero? Tu hermana nunca ha traído a nadie a casa, pensaba que era
lesbiana. Hoy he descubierto que no, no hay más que ver cómo actúa delante de
ese hombre, aunque dudo que lleguen a algo, siempre ha sido pobre de espíritu.
Ha salido a tu padre.
—No creo que eso sea malo, que se parezca al hombre que elegiste para
compartir la vida debería ser motivo de orgullo —digo dolida.
—Entonces tú estarás muy orgullosa de que tu hijo sea idéntico a su padre.
Salgo de la habitación sin decir nada porque me ha dolido lo que ha dicho,
pero sobre todo porque tiene razón. No me gustaría que Carlos se pareciera a
Diego. Me asombra que siga siendo tan hábil para decir cosas sin nombrarlas. Le
estaba echando en cara que se casó con mi padre y después no ha sabido quererlo
y me ha dado una bofetada sin manos al decirme que yo he hecho lo mismo.
Desde la calle puedo ver el interior de la cafetería. Dudo si entrar o no. Sara y
Mateo parecen estar muy cómodos y conozco a mi hermana y quizá mañana no
esté tan receptiva. Mateo levanta la vista y me saluda con la mano, le devuelvo el
saludo con una media sonrisa y entro intentando quitarme de encima la
sensación de agobio que me ha dejado el comentario de mi madre.
—Has tardado mucho.
—Me entretuve con mamá, ya sabes cómo es —digo poniendo los ojos en
blanco intentando quitarle importancia a su manera de ser, no creo que Mateo
tenga que saberlo de momento—. No puedo entretenerme mucho, quiero ir a
comprar una cosa para Celia. Celia es mi hija —le aclaro a Mateo.
Hablamos de mi vida en Madrid, del trabajo, de los niños, como los sigo
llamando yo a pesar de que ya hace mucho tiempo que dejaron de serlo, de las
cosas que echo de menos de aquí y me doy cuenta de que Diego no ha salido en
la conversación. Estoy segura de que si ahora le preguntaran a Mateo si piensa si
estoy casada o separada diría que lo segundo.
No tengo que ir a comprar nada para Celia era una excusa para dejarlos solos.
Me subo en el metro y voy al casco antiguo porque lo último que me apetece es
encerrarme en casa con mi madre.
Paseo por las calles estrechas, donde hay demasiada gente, y recuerdo cómo
me gustaba venir aquí con ella en invierno a tomar chocolate. Siempre que lo
hacíamos era porque estaba de buen humor. Después de merendar nos llevaba a
una librería, donde nos dejaba elegir un cuento a cada una mientras ella buscaba
algo para mi padre y mi tío. Económicamente, nosotros, estábamos mucho
mejor que ellos y mi madre siempre fue generosa. Si compraba algo para Sara y
para mí hacía lo mismo con mis primos. Así que si llegaba cargada de libros
nadie le daba importancia, pero estoy segura, por el tiempo que tardaba en
elegirlo, que su intención era enviarle un mensaje a mi tío a través de las letras
de la novela que escogía para él.
No tenía que haberme marchado, pienso al pisar las calles adoquinadas y que
tanto he echado de menos, nunca me acostumbré al cambio. Quizá, la culpa, no
sea de la ciudad que me acogió sino de que la persona que me acompañó no era
la adecuada para mí.
Entro a la catedral a encender una vela a Santa Rita. Mi relación con ella va a
rachas. Hay veces que creo en su poder, porque lo que deseo que ocurra se me
antoja tan difícil que creo que si no es con la intercesión divina no sucederá, y
otras, las más, me parece ridículo esperar algo de una imagen de escayola.
Hay mucha gente, están celebrando una boda. Me siento en uno de los últimos
bancos con la intención de no molestar. Cuando oigo a los novios prometerse
un montón de cosas para terminar diciendo: «Todos los días de mi vida»,
pienso que lo más probable es que no puedan cumplir lo que acaban de decir,
porque esos son muchos días. Romper promesas no está bien, por eso creo que
habría que cambiar esa frase por otra, porque todos los días de una vida son
demasiados para cualquier cosa.
Supe que me había equivocado, y que mi boda fue un error, el mismo día que
nos dimos el sí quiero. Al llegar a nuestra casa, de madrugada, después de la
fiesta, estaba deseando quitarme el vestido que me picaba a causa del calor que
hacía. Diego había bebido y no atinaba a desabrocharme los botones, que eran
diminutos, igual que los ojales. Me dejó en la habitación y corrió al lavabo, pero
no le dio tiempo a llegar. Vomitó en el pasillo, después cogió la fregona y el
resultado fue desastroso porque lo que hizo fue expandir más lo que había en el
suelo. Ni siquiera fue capaz de desabrocharme los botones del vestido, se tiró
encima de la cama, con la ropa puesta, y se quedó dormido. Cogí la tijera de la
cocina y corté el vestido como pude para quitármelo. Estaba agobiada,
necesitaba deshacerme de él. Lo tiré al suelo, encima del vómito para evitar
pisarlo. Entré en la ducha y, aunque estaba desencantada, no lloré. Me tragué las
lágrimas y me froté bien fuerte el cuerpo, como si así pudiera deshacerme de la
sensación que tenía de haber cometido un error.
Al abrir el cajón para coger una camiseta, vi el camisón de raso que había
comprado para esa noche. Pasé los dedos por encima de la tela, lo saqué, hice
una bola con él y lo metí en el fondo del armario donde no pudiera verlo. Me
tumbé en la cama boca arriba con las manos encima del pecho, parecía que
estaba muerta. Hasta la habitación llegaba el olor ácido del vómito que no
había limpiado, a pesar de que estaba segura de que el parqué quedaría
manchado para siempre. Me daba igual, ojalá se quedara la marca, sería un
recordatorio de que me había equivocado, quizá así si algún día tenía dudas,
solo tendría que mirar al suelo.
Después de ese día vinieron más parecidos, aunque no era la tónica habitual.
Luego lloraba y prometía que no iba a ocurrir más, que le había sentado mal lo
que había tomado y que no había bebido tanto. Debería haberlo dejado, pero
era muy joven y todo se me hizo un mundo, tener que vender el piso, la
vergüenza de que la gente supiera que me había equivocado y sobre todo tener
que volver a casa de mis padres de donde había salido huyendo.
Convivir con mi madre ya era dif ícil como para tener que hacerlo tan solo
unos meses después de marcharme. Cuando me quedé embarazada ya no volví a
planteármelo y al nacer Celia me volqué en ella y para mí no había mundo más
allá del que construí para nosotras dos. Luego nació Carlos y los años fueron
pasando, hasta que llegó el momento en que ya no me necesitaban y los días
empezaron a pesar demasiado. Al conocer a ese hombre me di cuenta de que no
había vivido ese enamoramiento con Diego. ¿Que por qué me casé con él? Lo
conocí el día de mi dieciocho cumpleaños, él tenía seis más que yo, un trabajo
estable, y a mí me pareció un pasaporte para huir de mi casa. Me gustaba. De lo
contrario no hubiera empezado a salir con él. Sin embargo, nunca sentí eso que
cuentan los que se enamoran de verdad y que yo experimenté durante una
semana con un hombre que no era mi marido y al que no he vuelto a ver, pero
del que no logro olvidarme.
Me he quedado sola en la iglesia y no me he dado cuenta. Las lágrimas que me
guardé la noche de bodas aparecen ahora, caen como un torrente, me tapo la
cara con las manos y agacho la cabeza y pienso en los años que he perdido y que
no volverán.
Salgo de la iglesia sin encender la vela a Santa Rita porque si hay alguien que
tiene que arreglar mi vida soy yo. Vuelvo a casa con un resquemor en el
estómago, como si hubiera comido algo en mal estado, y con un peso en el alma
con el que cargo desde hace demasiado tiempo.
16

Ya hace dos semanas que estoy aquí y mi madre sigue igual. Los primeros días
experimentó una mejoría que me hacía dudar de que estuviera tan mal, después
cayó en una apatía que me hizo pensar lo peor, pero se recuperó y ahora estamos
en una montaña rusa, unos días arriba y otros en lo más bajo, aunque no da la
sensación de que se acerque el final como dice el médico.
Hoy estamos en la casa de la playa, dentro de un par de días vendrán todos. Se
ha empeñado en celebrar una comida familiar «como las de antes», dijo con
nostalgia. Mis primos también estarán, pero no sus parejas ni los hijos de
Marcos. Mi madre lo dejó bien claro y aunque siempre ha dicho lo que pensaba
era diplomática, debe ser que estar al borde de la muerte te da licencia para decir
lo que te apetezca sin importarte que se molesten los demás.
Ahora se encuentra descansando mientras mi padre y yo adecentamos el jardín
como podemos. Está hecho un desastre después de tantos meses sin cuidados.
Nos limitamos a quitar las hojas secas acumuladas en los rincones y a pasar la
escoba en las telarañas de la fachada. La mesa y las sillas de madera se ven
estropeadas a causa de la humedad, necesitarían una mano de aceite, pero no hay
tiempo ni ganas. Un manguerazo después de quitar las hojas será suficiente.
Diego no para de escribirme y de llamarme. Parece mentira que todavía no
me conozca. Mientras más insiste menos ganas tengo de hablar con él. Necesito
tiempo para poner en orden mis sentimientos. Aunque el corazón me grita lo
que debería hacer, la cabeza no hace más que ponerles zancadillas a esos
pensamientos. Me aterra que si decido separarme Celia y Marcos se vayan con él,
cosa que sería de lo más normal porque también son sus hijos y son mayores. No
soy capaz de quitarme eso de la cabeza, los necesito a mi lado, además de que no
quiero que sufran porque sus padres han dejado de quererse. Me torturo
pensando que si les hago daño no podré perdonármelo jamás, al rato me digo
que esos pensamientos son ridículos porque ya no son unos niños y al momento
que nunca se es lo suficientemente mayor para pasar por eso.
Entro a casa a beber agua y me encuentro a mi madre en la cocina.
—Qué susto me has dado, pensaba que estabas en la cama.
—¿Creías que era un fantasma y que ya me había muerto?
—¿Tienes hambre? Puedo prepararte algo —le digo evitando entrar en su
provocación.
—Hablando de comida, hay que ir a comprar. He hecho una lista.
—Hay cosas en la nevera, hasta el sábado tendremos suficiente. He bajado al
pueblo y la tienda de comidas preparadas sigue abierta, me han dicho que
tenemos que hacer el encargo con dos días de antelación.
—No vamos a encargar nada. Voy a cocinar yo.
Guardo silencio durante unos instantes porque no quiero decirle que no creo
que tenga fuerzas ni para freír un huevo, y porque la cocina no es precisamente
su fuerte.
—Seremos muchos, es mejor pedir algo preparado.
—No he venido aquí para pedir comida preparada, eso podía haberlo hecho en
casa. ¿Vas a ir a comprar tú o tendré que ir yo?
—No he dicho que no vaya a ir, solo he sugerido que era mucho trabajo, pero
si es lo que quieres.
Me tiende un papel con la lista de la compra y me da un puñado de billetes que
saca del bolsillo.
—Habrá que lavar bien las ollas, llevan mucho tiempo guardadas.
Sale de la cocina y desde la ventana veo cómo se sienta fuera. Le da órdenes a
mi padre que se apoya en el rastrillo mientras la escucha y asiente. Después de
unos instantes él se sienta a su lado y permanecen en silencio. Ella estira el brazo
y le coge la mano y desde aquí puedo ver el gesto de dolor que cruza su
semblante porque la mujer a la que quiere más que a nadie se muere y no puede
hacer nada por retenerla a su lado. Me digo lo injusta que ha sido la vida con él,
no conozco a una persona tan buena como él, no se merecía que lo quisieran tan
mal. Espero un rato antes de salir, no lo hago hasta que mi madre se levanta
para entrar en casa porque no quiero robarle ese momento a mi padre.
La lista del súper es inmensa. Parece que vayamos a celebrar una boda.
Además, tengo que ir a comprar una báscula de cocina y un montón de
utensilios que no sé para qué va a utilizar. Las comidas de mi madre son muy
básicas, al menos lo eran, a no ser que haya evolucionado mucho, cosa que dudo.
Decido ir primero a la ferretería para evitar andar por ahí con las bolsas de
comida con el calor que hace, al abrir el maletero aparto la caja misteriosa que
trajimos con nosotros para hacer sitio. Mi madre no ha querido decirme qué
contiene y mi padre dice que es un secreto. El precinto de color marrón no da
ninguna pista de qué puede ser, pero estoy segura de que tiene algo que ver con la
comida del sábado.
De camino al supermercado paso por delante de la casa de miss Abby. Me
detengo en la entrada y un suspiro involuntario escapa de mi boca. No me
acordaba de ella, en cambio, ahora aquí delante de su puerta la veo en mi mente
como si hubiera sido ayer cuando nos despedimos. Me parece que si llamo al
timbre abrirá ella y estará igual que antes. No sé si seguirá viviendo aquí ni
siquiera si sigue viva. A mí en aquella época me parecía mayor, pero cuando eres
un niño todo el mundo que haya dejado atrás la adolescencia te lo parece. Como
si mis pies tuvieran vida propia me acerco a la puerta y toco el timbre, al ver que
no abren vuelvo a intentarlo. Una mujer algo más joven que yo abre la puerta y
me mira sorprendida.
—Hola, perdona, quería saber si miss Abby sigue viviendo aquí. —Oírme
decir miss Abby me ha sonado ridículo y pienso que la mujer que me mira con
curiosidad debe pensar que estoy chiflada.
—Hola. Sí. ¿Y tú eres…?
—Perdona, no me he presentado, no estaba segura de que siguiera aquí. Me
llamo Alicia y me dio clases de inglés hace muchos años.
—¡Oh! Qué sorpresa se llevará al verte —su expresión de desconcierto da paso
a una sonrisa que la hace parecer mucho más cercana—, pasa por favor.
La sigo por el pasillo estrecho y al entrar al salón me parece haber retrocedido
treinta años, está todo igual. Las cortinas estampadas, el mueble cargado de
cacharros de cerámica, la mesa redonda con un centro de flores de plástico y el
papel de las paredes que se ha desteñido por el paso de los años y en el que las
flores son las protagonistas como en toda la casa. Cojines de colores, con
estampados de ramilletes, y más flores en el tapizado del sofá. Miss Abby está
sentada en una mecedora, con un libro apoyado en el regazo, y levanta la vista al
oírnos entrar.
—Auntie, you have a visit.
Levanta la vista y me mira durante unos instantes, pienso que no me
reconocerá, deja el libro en la mesa auxiliar que tiene al lado y se levanta.
—Miss rebel —dice cogiéndome las manos.
—Os dejo solas voy a preparar un té.
—Trae cocacola para miss rebel, a ella no le gusta el té —dice en un español
perfecto.
Siento una especie de nostalgia que me aprieta el pecho y tengo ganas de
llorar. No es tan mayor como pensaba, en aquella época debería tener unos
treinta y tantos. El pelo rubio deja entrever algunas canas pero sigue luciendo el
mismo moño bajo en la nuca y sus ojos son del mismo azul claro. Y esa manera
de llamarme. Decía que aunque no quisiera mostrarlo tenía la rebeldía escrita en
la cara. Se equivocó y no la llevé a cabo. No sé si la dejé en el camino porque aquí
estoy, un montón de años después, presa de otra cárcel tras haber huido de la de
mi madre.
—Siéntate. Cuántos años sin verte. ¿Cómo estás? Me he acordado mucho de ti.
Me siento en la misma silla en la que lo hice durante todo un verano y ella
ocupa la que está enfrente. Hace calor y el ambiente se nota enrarecido como si
hiciera tiempo que no abren las ventanas para ventilar.
—Bien. Hace mucho que no venía por aquí, hemos venido a pasar unos días y
me acordé de usted —miento porque me da pudor decirle que pasé por aquí por
casualidad.
—¿Y tu compañera, sabes algo de ella? ¿Cómo se llamaba? No lo recuerdo.
—Carolina —digo refrescándole la memoria—. No la he vuelto a ver desde
aquel verano.
—Carolina. Es verdad, no lograba recordar su nombre, en cambio, me he
acordado infinidad de veces de ti. Cuéntame, ¿qué has hecho con tu vida?
Debería decirle que casi nada, pero le cuento por encima que me casé y me
mudé a Madrid. Le enseño fotos de mis hijos y cuando me pide ver a Diego
tengo que recurrir a alguna de grupo donde estemos celebrando algo, no
encuentro ninguna reciente de los dos solos.
Miss Abby, así quería que la llamáramos, cosa que yo tardé en hacer porque al
principio me negaba a hablar. Contestaba con monosílabos, estaba enfadada,
aunque ella no tenía la culpa. La culpable era mi madre y esta mujer se
empeñaba en ser amable conmigo a pesar de mis contestaciones secas. Ese
verano, Marcos, se propuso hacernos la vida imposible. Se aburría con nosotras y
le dio por molestarnos todo el tiempo. Durante la semana estábamos solos con
mi madre, los viernes por la tarde llegaban los demás. A él esos días empezaron a
agobiarle, no hacíamos más que ir a la playa y salir a última hora a tomar un
helado porque hacía tanto calor que no se podía ir a ningún sitio. Ya éramos más
mayores y a él nuestros juegos le aburrían. Apenas hacía una semana que
estábamos en la casa de la playa y casi había agotado las ideas que buscaba para
molestarnos porque eran continuas. Una tarde, mientras mi madre dormía la
siesta y nosotras hacíamos unos collares con unas cuentas de plástico en el
jardín, lo vi acercarse y por la expresión de su cara supe que tramaba algo.
—No le hagáis caso —les dije—, si no le hacemos caso nos dejará tranquilas.
Se sentó y estuvo allí un rato sin decir nada. Nosotras seguimos con lo nuestro
y cuando menos nos lo esperábamos abrió la mano y balanceó una lagartija por
la cola. Antes de que nos diera tiempo a reaccionar tiró del cuello de la camiseta
de Sara y la dejó caer dentro. Esta gritaba mientras él se reía a carcajadas. Me
levanté, cogí una piedra y se la lancé con todas mis fuerzas. De repente empezó a
brotarle sangre de la frente, se le congeló la risa en la cara y se puso a llorar. Sara
también se lamentaba porque se había caído al salir corriendo y las rodillas le
sangraban.
Mi madre salió al oír el jaleo. Al ver a Marcos con la cara llena de sangre corrió
hacia él. Preguntó qué había pasado y él me señaló con el dedo mientras lloraba
y me acusaba de haberle lanzado una piedra. La forma en la que me miró mi
madre me dio miedo, pero de momento me ignoró y se centró en él. Le dio una
toalla pequeña, mojada, para que se la pusiera en la ceja apretando fuerte y nos
ordenó que subiéramos al coche. Sara lloraba sin hacer ruido, se sorbía los
mocos y se limpiaba la cara con la mano, Marcos se quejaba del dolor y María
acariciaba a Sara en el brazo. Yo estaba aterrada, tenía ganas de vomitar y me
dolía la barriga.
Al llegar al médico nos atendieron enseguida, nosotras nos quedamos fuera y
desde la sala de espera oíamos quejarse a Marcos. Cuando se abrió la puerta y lo
vi me dio lástima, a pesar de que se estaba portando fatal con nosotras yo no
pretendía hacerle tanto daño. Le habían dado puntos y estaba pálido como un
muerto.
Una vez en casa mi madre se ocupó de él. Le limpió la sangre seca y le cambió
la ropa. Se acercó a Sara y le lavó las rodillas con agua oxigenada. El miedo que
sentía empezó a disiparse un poco, pensé que al ver que ella también había salido
perjudicada regañaría a Marcos.
Después de curar a Sara salió con él al jardín. Se sentaron en el banco, debajo
de la enredadera, y desde la ventana vi como él gesticulaba y señalaba hacia
donde estaban las cuentas de plástico desparramadas. Ella le acariciaba la espalda
y asentía con la cabeza.
Se levantó y caminó hacia la casa. Me alejé de la ventana, corrí a mi habitación
y cerré la puerta. La oí hablar por teléfono con mi tío y como ella le decía que
no era nada y que no se le ocurriera venir a buscarlos porque aquí estaban
mucho mejor que encerrados en un piso con el calor que hacía. Colgó y no se
oía nada más y no sé si me daba más miedo el silencio o que hubiera venido a
regañarme. Como si hubiera oído mis pensamientos abrió la puerta, me puse de
pie de un salto, se acercó a mí y me dio una bofetada con tanta fuerza que me
pitaba el oído. Era la segunda vez que me pegaba y temí que se convirtiera en
una costumbre.
—Si por culpa tuya se llevan a tus primos vas a saber lo que es bueno —me dijo
acercando mucho su cara a la mía—. Estás castigada.
Salió de la habitación dando un portazo con tanta fuerza que hizo que se
cayera un cuadro que había en la pared al lado de la puerta. Durante todo el día
no salí de la habitación, ellas no vinieron a verme y supuse que mi madre se lo
habría prohibido. Por la noche tenía hambre, aunque no salí a cenar ni ella
vino a buscarme. A la hora de dormir Sara entró y cerró la puerta con cuidado,
traía escondido debajo de la camiseta un panecillo y un trozo de chocolate
derretido. Me lo comí en silencio. Ella tampoco decía nada y fuera solo se oía el
sonido del agua del grifo mientras mi madre fregaba los cacharros de la cena.
Esa noche dormí mal. Estaba deseando que llegara el fin de semana para
explicarle a mi padre mi versión de los hechos, ya que ella no me había dado la
oportunidad. Solo oyó a Marcos.
Al día siguiente me hizo ponerme una falda y una blusa que no utilizaba en
todo el verano porque era ropa de vestir, no para ir a la playa o andar por un sitio
de costa donde la gente no se arreglaba. Todavía me dolía el bofetón y en la
mejilla se apreciaba la marca de los dedos. Mientras desayunábamos parecía que
estábamos en un velatorio. Nadie hablaba, aunque ella actuaba como si el día
anterior no hubiera pasado nada. Cuando terminamos cogió los bártulos para ir
a la playa, nos hizo subir al coche y yo me preguntaba que por qué me había
vestido así y por qué no íbamos andando como cada día. Pero guardé silencio.
Llegamos al pueblo, detuvo el coche delante de una casa y me hizo bajar
mientras les dijo a ellos que esperaran un momento. Tocó el timbre y abrió una
mujer que resultó ser miss Abby. Me dejó allí y entendí que ya había hablado con
ella antes y que ese era mi castigo.
Ese día cuando llegué a casa le dije que no pensaba volver más, que la culpa de
todo la tenía Marcos y que en cuanto viniera mi padre le iba a decir lo que había
pasado. Por supuesto no dije nada. Ella era tan hábil para darle la vuelta a las
cosas que me hizo creer que mi padre adoraba a Marcos porque siempre había
querido tener un hijo y que decirle esa mentira no iba más que a empeorar las
cosas. En ese momento la creí. Por las noches, cuando mi padre estaba en casa, se
iban los dos solos a pescar, se llevaban unos bocadillos y volvían felices con el
botín conseguido. Además, siempre venía a casa a ver el fútbol porque a mi tío
no le gustaba. Cosas como esas me hicieron suponer que mi madre me estaba
diciendo la verdad, así que no dije nada. Durante dos meses, quitando los fines
de semana, tuve que ir cada día a dar clases de inglés con miss Abby y Carolina
una niña con unas trenzas largas y negras y tan blanca de piel como la leche.
Los primeros días en casa de miss Abby fueron aburridos. Yo apenas hablaba
porque estaba furiosa por tener que estar allí mientras ellos disfrutaban la playa
y Carolina era una niña callada. No porque estuviera enfadada como yo, era su
forma de ser eso lo descubrí después.
Una mañana, cuando llegué a la misma vez que ella, vi que no la acompañaba
su madre. Venía con una mujer que vestía un uniforme de rayas azules y blancas,
como el que habíamos visto llevar a algunas mujeres en la playa. Mi madre nos
dijo que trabajaban en las casas de los ricos.
Ese día miss Abby no nos hizo sentar. Encima de las sillas había una muda
para cada una, una camiseta y un pantalón corto que olían a guardado y que nos
pidió que nos pusiéramos. Nos cambiamos sin hacer preguntas, cualquier cosa
que nos sacara de la rutina de los verbos en inglés era bienvenida.
Salimos de la casa y nos subimos en un coche viejo de color rosa. Miss Abby
nos hablaba en inglés, aunque no entendíamos nada. Tenía una voz muy bonita
y daban ganas de escucharla aunque no supieras lo que te estaba diciendo. Ese
día nos llevó a la montaña. Allí se iba deteniendo en todo lo que
encontrábamos mientras nombraba las cosas en inglés. Nos hacía tocarlas y
repetir lo que ella había dicho hasta que estaba conforme con la pronunciación.
Así tocamos los árboles, la corteza, las hojas, la tierra, el suelo, las flores, las
piedras, el camino, las ramas y casi pudimos tocar el cielo, el sol y las nubes.
Después de llevar una semana encerrada durante cuatro horas, estudiando algo
que no me interesaba lo más mínimo, aquella excursión me pareció un regalo.
Cada día nos llevó a un sitio diferente. Si íbamos a la playa, al volver, nos
duchábamos en su casa. Carolina siempre la primera, porque mientras lo hacía
yo, ella le desenredaba el pelo y volvía a hacerle las trenzas. Nunca nos dijo que
guardáramos silencio sobre esas salidas, pero entendimos que era mejor hacerlo.
Si no hubiera sido un secreto no tendríamos que eliminar las pruebas de dónde
habíamos estado debajo del grifo de la ducha.
Cuando venían a recogerme, a las dos en punto, ellos llevaban en la piel y en el
pelo los restos de sal que yo había hecho desaparecer por el desagüe unos
minutos antes.
Recorríamos el camino de vuelta en silencio. No veía que ellos estuvieran
contentos por poder ir a la playa. La piedra que le lancé a Marcos nos pesaba a
todos. Hasta a él, que parecía arrepentido de a dónde había desembocado lo que
empezó como un juego. Nunca les dije lo que hacíamos cada mañana y aunque
me sentía mal por engañar a Sara y a María no quería que se les pudiera escapar y
que mi madre se enterara. Así pasaron los dos meses más extraños de mi vida.
Yendo de excursión con una mujer a la que acababa de conocer, con una niña de
aspecto frágil, tímida y silenciosa y almorzando sándwiches con mantequilla y
huevo duro.
No sé de dónde sacaba miss Abby la ropa que nos dejaba en la silla y que a mí
me quedaba estrecha y a Carolina grande. Ella siempre llevaba pantalones. Unos
pantalones de cuadros, de diferentes colores, combinados con camisas
estampadas de flores y de pájaros. Fuéramos dónde fuéramos siempre iba vestida
igual. Para completar el atuendo, se ponía un sombrero de paja, y se
embadurnaba la cara y los brazos con crema solar, lo que la hacía parecer un
fantasma. Antes de salir nos rebozaba con la misma crema que se ponía ella,
para evitar que se dieran cuenta de que no estábamos encerradas. Ahora pienso
que debíamos ser todo un espectáculo.
Me despido de la que fue mi profesora de inglés durante un verano con un
abrazo y me pide que espere un momento. Sale del salón y vuelve enseguida, me
tiende una foto donde aparecemos las tres en la playa. Estamos en la orilla de
espaldas al mar, ella en medio de las dos nos agarra por los hombros mientras
nos atrae hacia su cuerpo como si quisiera que supiéramos que en esos momentos
era nuestro refugio y que podíamos contar con ella.
—Toma, es mejor que la tengas tú cuando yo no esté mis sobrinas lo tirarán
todo a la basura.
—Gracias. Por la foto y por ese verano, nunca se las di.
—Qué tontería, hice mi trabajo y me pagaron por ello, no tienes nada que
agradecerme.
—Sabe que sí. Me salvó porque odiaba tanto a mi madre que ese sentimiento
hubiera terminado por devorarme.
—Eras una niña buena, el odio no cabía en ti, lo supe en cuanto te vi.
No la contradigo, aunque se equivoca, ese verano odié a mi madre con toda mi
alma y cada noche les pedía a las estrellas que se muriera. Salgo de la casa con la
promesa de que volveré a verla otro día, aunque no sé si la cumpliré.
17

El sol entra por la ventana de la cocina y le da de lleno a mi madre que está


sentada cortando unas verduras. Corro el visillo y las flores del encaje se le
dibujan en la cara. Todos los fuegos están encendidos y el aire está lleno de
aromas que invitan a probar lo que hay en el interior de las ollas. No deja de
mirar una libreta donde tiene anotadas las recetas de lo que vamos a preparar.
No es la misma que tenía en casa. Nunca la había visto prestarle tanta atención a
algo que no fuera mi tío como a aquel recetario donde apuntaba lo que mi tía le
dictaba, casi siempre después de haber comido en su casa mientras tomaban el
café.
—Qué bien huele —le digo mientras intento enrollar unos filetes de pechuga
sin que se escape el relleno.
—Ten un poco más de cuidado, aquí pone que hay que rellenar el pollo como
si lo estuvieras acariciando —dice golpeando la hoja con el dedo y dejando una
mancha en el papel.
—¿En serio? ¿Y quién dice eso?
—Tu tía.
—¿La tía te ha dicho eso?
—No exactamente.
—¿Entonces? —pregunto señalando la libreta con la cabeza. No contesta
enseguida y una leve sonrisa asoma a sus labios. Apoya el cuchillo encima de la
mesa como si fuera una lanza y me mira.
—Se la he robado —dice con una expresión de triunfo en la cara.
—¿Has cogido su libreta de recetas de su casa?
—No seas boba, no podía ser tan evidente. He tomado prestado el contenido.
Ahora sigue acariciando al pollo que no tenemos todo el día.
—Mamá, eso no está bien. Le podías haber preguntado a ella, ¿por qué has
hecho algo así? Me parece ridículo.
—Ridículo es que te den la receta mal para que cuando la cocines te salga una
mierda.
Mi madre nunca dice palabrotas. Creo que es la primera vez que la oigo decir
mierda. Me pregunto cómo ha sido capaz de conseguir las recetas de la tía.
Nunca entró en guerra con mi madre por culpa de la actitud que tenía con mi
tío, sin embargo, mantenían mil batallas por la comida. Batallas de las que ella
era una clara vencedora.
El día antes de que vinieran a casa invitados, para Sara y para mí, era una fiesta.
Mi madre dejaba que la ayudáramos a preparar el postre. Nos ataba un delantal
por debajo de las axilas y amasábamos y mezclábamos los ingredientes que
previamente había preparado en unos cuencos de cristal. Llenábamos los moldes
de las tartas y de los flanes dejando un reguero de masa encima del mármol que
yo luego recogía con el dedo para chupármelo. Me gustaba tanto el sabor de una
de las tartas que mamá me dejaba un poco en el cuenco para que me la comiera
cruda. Me encantaba llenar la cuchara, llevármela a la boca y notar los granos de
azúcar que no se habían disuelto bien. A mí aquello me parecía el mejor de los
manjares. Después, rebañaba el cuenco con el dedo hasta que quedaba limpio y
me preguntaba cómo era posible que metiendo una cosa tan rica en el horno al
rato saliera de allí algo incomible.
No sé por qué me gustaban esos días que empezaban bien, pero casi siempre
terminaban mal. Supongo que por el rato que pasábamos con ella donde parecía
una madre normal. Como la de los cuentos que mi padre nos leía por la noche.
Eso compensaba lo que venía después que, acostumbradas a cosas peores, no nos
parecía tan mal.
El momento de sacar lo que fuera que habíamos preparado del horno era todo
un ritual que esperábamos con ansia y con miedo. El sonido del reloj, que
indicaba que ya estaba listo, era como la campana de un ring de boxeo. Fin del
combate. Mi madre ya debería estar acostumbrada a que la cosa requemada por
los bordes y hundida por el centro que sacaba del horno, no tuviera nada que ver
con lo que habíamos comido en casa de la tía hacía unas semanas. Nos
acercábamos y mirábamos el contenido del molde, como si así pudiéramos
descifrar por qué no había salido bien. Ella no decía nada. Cogía una cuchara y
lo vaciaba en la basura mientras nosotras permanecíamos de pie a su lado. El
resto del día se limitaba a vagar por casa, como si no le importara lo más
mínimo que la receta hubiera sido un desastre.
Si estaba enfadada no lo demostraba. Al día siguiente, enviaba a mi padre a
comprar el postre en una pastelería carísima que se encontraba en la otra punta
de la ciudad. Cuando lo llevaba a la mesa decía que no había tenido tiempo de
preparar nada y daba cualquier excusa que se le ocurriera, a pesar de que nadie le
pedía explicaciones.
Un día mientras mirábamos consternadas el pudding que habíamos preparado
se puso a llorar. Lo hacía de una forma que daba miedo, parecía que se ahogaba.
Se tapaba la cara con un paño de cocina y sacudía los hombros tan fuerte que
teníamos la sensación de que se iba a desmontar. Era la primera vez que se ponía
así. Las otras veces se limitaba a mostrar indiferencia. Cuando se calmó, lanzó el
paño con rabia, cogió la libreta de las recetas y empezó a arrancar las hojas
furiosa mientras decía algo por lo bajo enfadada.
—Mamá, no te enfades, a mí me parece que estará rico. Huele bien —le dije.
Me daba pena verla fracasar una y otra vez y ese día descubrí que la indiferencia
que mostraba en otras ocasiones era mentira. Nadie llora así por algo que no le
importa.
Se giró, dejó la libreta y me miró con los ojos que ponía cuando iba a
castigarnos de alguna manera.
—Tienes razón —dijo agarrándome por los hombros y guiándome hasta la
silla donde hizo que me sentara. Cogió un plato y me sirvió un trozo de pudin,
tuvo que hacer fuerza con el cuchillo para poder despegarlo del molde. Arrastró
el plato muy despacio y me lo puso delante—. Come.
Cogí la cuchara y partí un trozo del medio evitando los bordes chamuscados.
Aunque no me lo esperaba, no tenía un sabor horrible, pero era muy compacto
y costaba tragar. No le veía la cara porque estaba de pie y no me atrevía a
levantar la mirada. Sara se sentó a mi lado para darme apoyo moral. Seguí
comiendo hasta que solo quedaron los bordes. Me dolía un poco la mandíbula
porque tenía que masticar mucho antes de tragar. Retiré un poco el plato como
nos había dicho que no teníamos que hacer porque era de mala educación.
—Está rico —dije con la inconsciencia que da la infancia sintiéndome
vencedora de esa batalla.
—Vaya, qué bien, ¿entonces está rico?
—Mucho —dije crecida por haber sido capaz de comerme el taco espeso y
compacto que me había puesto.
Cortó otro pedazo lo puso en el mismo plato al lado de la costra requemada y
me lo acercó. Lo miré y pensé que no sería capaz de terminármelo. Aun así me
lo llevé a la boca y mastiqué. Tardé mucho rato en acabar suponiendo que se
cansaría y me diría que ya estaba bien. Al terminar repetí la misma operación,
pero esta vez me abstuve de hacer ningún comentario, si tenía que meterme
otro trozo de eso en la boca, moriría de asco. Pero a ella ya no le importaba si
hablaba o no, ahora tenía que hacerme saber que no había que desafiarla,
aunque lo que yo pretendía era consolarla. Me comí el tercer trozo
aguantándome las arcadas. Al verla meter la espátula de servir otra vez en el
molde supe que no pararía hasta que me lo hubiera comido todo o hasta que le
dijera que no quería más, así ella podría decirme lo que pensaba de las niñas
sabihondas. Yo tampoco iba a rendirme y cuando se dio cuenta cambió la
estrategia.
—Es de mala educación dejar la comida en el plato —dijo acercándome los
restos chamuscados.
Se sentó a mi lado y le dijo a Sara que se fuera a su habitación. ¿Si me hubiera
negado me hubiera obligado? No lo sé, pero opté por aguantarme la respiración
mientras me metía en la boca un trozo negro y duro que me raspaba en la
lengua. La boca me sabía a chimenea, es como si hubiera chupado los ladrillos
llenos de ceniza de la chimenea del salón de la casa de la playa. Si no me hubiera
obligado a comer más la cosa hubiera quedado ahí, me hubiera ido a mi
habitación empachada y con dolor de barriga, pero un trozo no le pareció
suficiente. Ya no la estaba desafiando, quería irme, por eso no protestaba aunque
ella no lo entendió así.
De repente, lo que me había comido se me subió a la boca y vomité poniendo
el suelo perdido. No podía parar, es como si quisiera vaciarme de todo lo que
tenía dentro hasta quedarme totalmente limpia. Hubiera querido que mi madre
me sujetara la frente, sin embargo, se apartó de mí, aunque no pudo evitar que el
vómito le salpicara la ropa y los zapatos. Cuando no tuve nada más que echar me
quedé de pie, con los brazos caídos a los lados, y tiritando. Nunca más volví a
comerme la masa cruda de los bizcochos. Aunque seguía gustándome ayudarle a
cocinar solo por el placer de estar con ella y con Sara haciendo algo las tres
juntas donde no fuera una sola la elegida.
Aquel empeño de mi madre por cocinar bien solo era para impresionar a mi
tío. Le encantaban los dulces y la buena comida y no desperdiciaba la ocasión de
alabar a su mujer delante de todo el mundo. El resto de los días bien podía
habernos puesto en la mesa una lata de comida para perros con tal de no tener
que cocinar. No le gustaba leer, ni guisar, ni muchas de las cosas que se obligaba
a hacer. Quiso convertirse en una persona diferente de la que era por agradar a
un hombre al que eso seguramente le daba igual.
18

Sara es la primera en llegar. Lo hace temprano para ayudarme con los


preparativos. Los demás lo harán poco antes de la hora de comer. Era una
norma no escrita que tenían ellas, ninguna se entrometía en la manera de hacer
las cosas de la otra. Mi madre montaba unas mesas dignas de una recepción real
donde la comida no acompañaba. Mi tía, al contrario, preparaba unas cosas
deliciosas que servía en platos diferentes de las vajillas que habían ido quedando
cojas. Si hubieran abierto un catering habrían triunfado porque juntas hubieran
formado un equipo excelente. Sin embargo, las ansias de mi madre de ganarle
en algo no hubieran permitido nunca una cosa así.
—¿Cómo está mamá? —pregunta mientras da pequeños sorbos de la lata que
tiene en la mano.
—Ayer estaba bien. No te vas a creer lo que ha cocinado, está todo buenísimo.
Estaba encantada y no podía ocultar la satisfacción que sentía cada vez que
probaba algo.
—Nunca es tarde para aprender, aunque en este caso igual sí lo es.
—Creo que a ella le bastará con una sola vez —digo pensando en que lo que
quería era impresionar a mi tío. En cambio, ahora le basta con hacerle saber a su
eterna rival en la cocina que ha descubierto que la estuvo engañando.
—¿Has hablado con Diego? —pregunta cambiando de tercio.
—Esta mañana.
—No te he preguntado eso.
—No le he dicho nada importante si te refieres a eso.
—¿Tú estás mejor?
—Ahora sí porque no lo veo —digo sintiéndome la persona más egoísta del
mundo—. ¿Tú qué tal con Mateo? —ahora la que cambia el rumbo de la
conversación soy yo. No me apetece nada hablar de mi matrimonio ese que es
inexistente desde hace tiempo.
—Bien.
—¿Qué significa bien?
—Pues bien, no significa nada, como siempre.
—He visto a miss Abby.
—No me acordaba de ella, debe ser muy mayor.
—Qué va, tendrá la edad de mamá.
—Un verano para olvidar el de ese año —dice jugando con la anilla de la lata
—. Mamá nos castigó a todos sin pretenderlo. Marcos lo pasó fatal, se sentía
culpable y María y yo no disfrutábamos, nos daba pena que estuvieras encerrada
con el calor que hacía sin poder jugar con nosotras. No sé por qué te obligó a ir
cada día, podía haberte levantado el castigo, no era preciso decir nada, con no ir
más hubiera sido suficiente. Pero ella siempre tenía que quedar por encima.
—Un verano perdido, porque no volveremos a tener seis y ocho años nunca
más. ¿Eso no te da que pensar? Perder un verano está muy mal, pero perderse la
vida es un pecado mortal. Estar bien no es suficiente. Tienes que vivir, Sara, el
miedo no puede hacer que te limites a respirar.
—Tú no lo entiendes. No es tan fácil.
—Y no digo que lo sea. Pero no por eso hay que dejar de intentarlo. ¿De qué
tienes miedo?
Se queda en silencio y agacha la cabeza. Oigo unos pasos que se acercan, pero
no se detienen. Es mi padre que va al baño. Creo que Sara no contestará porque
ya se ha pasado el momento.
—De hacer el ridículo —dice en una voz tan baja que me cuesta escucharla.
—Pero qué ridículo vas a hacer, no digas tonterías.
—¿Te acuerdas del primer beso que diste?
—No te creas que fue como para no olvidarlo nunca —sonrío recordando
cómo mis dientes chocaban con los del chico que parecía que quería tragarme
entera—, era una cría.
—Resulta que yo ya no lo soy.
Me arrepiento enseguida de haber dicho eso, qué torpe he sido. Se levanta
dejándome sola y no sé cómo va a poder superar el abismo que la separa de
Mateo. Solo tendría que dejarse llevar, pero se le debe hacer un mundo. Pienso
en hablar con él y enseguida lo descarto. Si Sara se enterara, acabaría por destruir
del todo la poca autoestima que tiene.
Nuestra adolescencia estuvo marcada por el miedo a quedarnos embarazadas.
El día que María nos confesó llorando que no le venía la regla, no pensamos que
el calvario que vendría después no sería para ella sino para nosotras. Los días que
siguieron desde que se lo dijo a su madre, hasta el día que volvió de la clínica
donde le practicaron un aborto, fueron días de silencio y conversaciones en voz
baja. Mi madre y la tía hablaban mucho. El timbre de las casas de donde iban y
venían era el único que rompía ese silencio. En ese momento dejaron de ser
rivales y se convirtieron en una. Lo hicieron tan bien que los hombres nunca
llegaron a enterarse. Aunque no entiendo por qué lo escondieron, sé que mi tío
no hubiera obligado a su hija a hacer algo que no quisiera. Aun así, ellas,
organizaron un fin de semana en la casa de la playa solo para mujeres. Nos
dijeron que de lo que había pasado ni una palabra a nadie y ese nadie los
implicaba también a ellos. Una de las cosas que mi madre necesitaba para ser un
poco menos infeliz era ser mejor que mi tía. Para ella era una rival a batir.
Aunque supiera que esa guerra la tenía perdida a ojos de mi tío, se dejaría la piel
en la batalla. Necesitaba sentirse valorada por él y para ella ser una mujer válida
era la que tenía la casa limpia y ordenada, además de unos hijos educados y que
no daban problemas. Sé que no se alegró del embarazo de María, que solo tenía
dieciséis años y la vergüenza y el miedo tatuados en la cara. Sufrió al lado de mi
tía, porque eso no se puede fingir, pero eso le sirvió para sentir que iba por
delante. Ignoro si alguna vez le dejaría caer a mi tío lo que ocurrió, como si
pensara que él estaba al corriente, para que no se le olvidara que su mujer era un
desastre. Quiero creer que no llegó a ser tan mezquina.
Después de eso, cada vez que Sara y yo íbamos a salir, se encargaba de hacernos
saber lo que nos pasaría si se nos ocurría llegar a casa con una barriga. La forma
en la que lo decía daba miedo, Sara era la más pequeña todavía no estaba en la
edad en la que empiezas a tontear con los chicos, además de que siempre fue
tímida y le costaba relacionarse con cualquiera que no formara parte de su
círculo más íntimo. Para mi madre se convirtió en una obsesión rayando en la
enfermedad, controlaba cuando nos venía la regla y registraba nuestros cajones
buscando algún método anticonceptivo. A pesar de ser la más rebelde de las dos
me aterrorizaba quedarme embarazada porque no podía imaginar qué haría ella
si eso llegaba a suceder, desde luego no sería tan comprensiva como la tía, así
que si a mí me daba miedo puedo imaginar lo que sentía Sara.
Los días en los que me planteo separarme de Diego pienso en que si conociera
a otro hombre me daría vergüenza desnudarme delante de él. El cuerpo acusa el
paso del tiempo y las carnes, antes prietas, han perdido la firmeza que da la
juventud. Enseguida me viene a la cabeza el fin de semana donde conocí a
Daniel y sé que me hubiera ido a la cama con él con los ojos cerrados, a pesar de
las estrías y de la flacidez. Una punzada de melancolía hace su aparición y lo
echo de menos. Cómo se añora lo que nunca has tenido, y me pregunto cómo es
posible extrañar algo que nunca ocurrió. No quiero llorar y, sin embargo, las
lágrimas escapan de mis ojos. Intento reprimirlas y un dolor punzante aparece
en las sienes como si me hubiera comido un helado demasiado deprisa. Y así es
cómo me parece que ha pasado el tiempo para mí, demasiado deprisa para lo
poco que he vivido.
19

La mesa ya está preparada. Mi madre ha ido a cambiarse de ropa después de


haber estado danzando por la cocina revisando que esté todo a su gusto. Parece
que se encuentra mejor, aunque he visto que toma más medicación de la que le
toca. Hoy en el calendario de mi infancia sería un día bueno.
Mi padre lee la etiqueta del vino y Sara coloca unas botellas pequeñas de cristal,
que ha llenado con flores del jardín, encima de la mesa. Cuando mi madre entra
en el comedor, con un vestido plisado de color lavanda y un pañuelo del mismo
tono anudado en la cabeza, no puedo evitar sentir una punzada de miedo a pesar
de que tiene buen aspecto. Me gustaría decirle muchas cosas, creo que tenemos
nudos que desatar, aunque presiento que no nos va a dar tiempo. A mi mente
vuelven una y otra vez las cartas que leí. No sé si por casualidad o porque ella
quiso que las leyera, y que me ayudaron a dejar ir un poco del rencor que
guardaba en el fondo de mi alma. La miramos como si hubiéramos visto
aparecer a una estrella y me gustaría saber qué piensan Sara y mi padre. Ella da
una vuelta teatral, mientras se agarra la falda del vestido, para hacer una
reverencia al terminar. Nosotros aplaudimos entusiasmados.
—Mamá, estás muy guapa —le digo.
—Ya lo sé —contesta haciendo un gesto con la mano como si espantara una
mosca—. Vosotros también estáis muy guapos.
Hace apenas unos instantes me sentía ridícula con este vestido, demasiado
formal para estar en una comida familiar en una casa a la orilla del mar, pero
ahora no me importa. Mi padre está muy elegante. Nunca le quedaban del todo
bien los trajes como si en vez de ser suyos se los hubieran prestado. Al contrario
que a mi tío al que parecía que se los habían hecho a medida. Sara es muy guapa
y a pesar de lo delgada que está, la ropa que ha elegido le sienta bien. De las dos
ella se llevó la mejor parte. Mi padre sirve el vino y reparte las copas.
—Un brindis —dice mi madre levantando la suya. Acercamos la nuestra y por
un momento veo en sus ojos algo parecido al arrepentimiento cuando nos mira.
Como si le doliera vernos y descubrir en lo que nos hemos convertido por su
culpa—. Por las vidas imperfectas.
Brindamos y al ver que nadie dice nada vuelve a hablar ella. Lo hace en voz
baja, evitando mirarnos.
—No he sabido hacerlo mejor. —Se lleva la copa a los labios y la vacía de un
trago, a pesar de que con la medicación no debería tomar alcohol, como si lo
hiciera para así tener la boca llena y eso le impidiera seguir hablando. Es lo más
parecido a una disculpa que le he oído nunca y me gustaría preguntarle en qué
cree que se equivocó. La risa de la tía, que habla con alguien, rompe el silencio y
la inmovilidad que se había adueñado de nosotros.
—Holaaaa —dice Marcos que ha entrado el primero. Hacía años que no lo
veía, está muy guapo. Se acerca a mi madre, a la que abraza y levanta del suelo
mientras gira con ella que se ríe y protesta a pesar de estar encantada. Al
contrario de nosotras él siempre fue cariñoso con ella, hasta cuando era
adolescente y estás en esa edad en la que los adultos te parecen lo peor. Recuerdo
como la besaba y abrazaba cada vez que venía a casa. Es su manera, nosotras
tenemos la nuestra que es la que nos enseñaron a fuerza de silencios, miedo y
cambios de humor.
—Prima, qué guapa estás —dice cogiéndome de la mano y separándose para
verme mejor. Después me abraza fuerte y me susurra al oído—. ¿Por qué esta
dejadez? No podemos dejar pasar tanto tiempo sin vernos.
En un momento el salón se convierte en un caos de besos y abrazos mientras
nos saludamos. María tiene aspecto de cansada. El pelo descuidado, donde unas
canas prematuras han hecho su aparición, hacen que parezca mayor de lo que es.
Nos ponemos al día de lo que ha ocurrido desde la última vez que nos vimos.
Cuando me preguntan por Diego contesto que bien, con mucho trabajo.
Intento que mi voz no delate lo que siento porque pienso que lo llevo escrito en
la cara y todo el mundo se da cuenta. No quiero volver con él, no puedo, de lo
contrario me pondré enferma. Ya no lo amo, ni siquiera sé si alguna vez lo hice
o si él me quiso a mí. Al hablar de Carlos y Celia, a María, se le entristece la
mirada. Ella no ha podido tener hijos, a pesar de haberlo intentado hasta la
saciedad. Parece que la vida la haya castigado por haberse deshecho de uno y no
le da una segunda oportunidad para demostrar que hubiera sido una buena
madre, algo de lo que estoy segura.
Mi madre me pide que la ayude mientras los demás se sientan a la mesa. Todos
tenemos nuestro sitio desde siempre y ella ha dejado un regalo envuelto encima
de cada uno de los platos.
—No podéis abrirlo hasta que no hayamos terminado de comer —dice
amenazándonos con el dedo. Todos los paquetes son iguales menos el de la tía.
Cuando lo veo pienso que se ha equivocado. Es un libro. Se nota por la forma y
ella nunca le ha regalado uno, los libros siempre eran para mi tío.
En la cocina se mueve inquieta entre las ollas. Cuando el primer plato está
caliente me hace ponerlo en una fuente y sacarlo. La dejo encima de la mesa, me
siento, y ella le pide el plato a mi padre que la mira agradecido. Es la primera vez
que lo hace, siempre era mi tío el primero y pienso en que ha tenido que estar al
borde de la muerte para rectificar una cosa insignificante pero cargada de
intención. Esperamos a que termine de servir antes de empezar a comer. Al
meterme la cuchara en la boca los sabores que explotan en mi paladar me
transportan al pasado. A las comidas familiares en casa de mis tíos, donde la tía
Leonor podía lucirse delante de su eterna rival y saberse vencedora. A pesar del
pelo descuidado y el desorden de su casa, que contrastaba con la perfección de mi
madre que se vestía como si fuera a la ópera.
Miro a Sara que me devuelve la mirada extrañada. Nadie dice nada, comemos
en silencio degustando el arroz que está exquisito. La tía Leonor mueve lo que
tiene en el plato como si así pudiera descubrir cómo es posible que mi madre
haya sido capaz de cocinar algo comestible y sobre todo que sepa exactamente
igual que lo que preparaba ella. Preguntarle está descartado. No nos dirá la
verdad y la sonrisa que luce nos dice que estará encantada de que alguien
formule esa pregunta para poder asestar el golpe de gracia. Así que el ruido de los
cubiertos al chocar con los platos es lo único que se oye.
—Mamá, lo siento por ti, pero esto es lo mejor que he comido nunca —dice
Marcos poniendo los ojos en blanco. Mi madre se hincha como un pavo y la tía,
que es la mujer más generosa que he conocido, no se molesta. La mira y le sonríe
cómplice.
Retiramos el primero y volvemos a la cocina para preparar el segundo. Mi
madre tararea en voz baja y al verla tan feliz pienso en que ojalá hubiera sido
siempre así. Todos hemos sufrido, pero seguramente ella se ha llevado la peor
parte. Para destrozar la vida de todos los que te rodean debes ser muy
desdichada.
—Felicidades, el arroz estaba exquisito.
—Vaya, no esperaba eso de ti, parece que nunca hago nada bien. La madre
imperfecta —dice mientras remueve la salsa del pescado para evitar que se pegue.
Siempre tiene que estropearlo todo. Sigue siendo la mujer egoísta que no
acepta sus culpas y que está convencida de que los culpables somos los demás. No
le contesto porque me niego a seguirle el juego y porque a pesar de cómo es me
gusta verla bien. Podría decirle muchas cosas, pero no estamos al mismo nivel.
Su apariencia débil me impide enzarzarme en una pelea. Aunque estoy segura de
que ella saldría vencedora, a pesar de ese aspecto de mujer agotada por la vida.
Coge un poco de salsa, sopla para que se enfríe, y me acerca la cuchara a la boca
para que la pruebe. Al retirarla una gota me cae en la barbilla. Me agarra la cara
mientras me pasa la yema del dedo para limpiarme. Deja la mano durante unos
instantes en mi mejilla y cierro los ojos. Su contacto me transporta al pasado, a
los días buenos, donde presumía de lo fina que tenía la piel mientras nos dejaba
acariciarla y nosotras nos dejábamos querer deseando que ese momento durara
para siempre.
—Sigues teniendo la piel tan fina como la de un bebé —le digo deseando
detener el tiempo porque sé que no será siempre así. Mañana volveremos a lo de
siempre y la mujer que hoy está en esta cocina se esconderá para dejar salir a la
otra, la egoísta de hace tan solo unos instantes, la que nos golpeará de nuevo con
su indiferencia o con su lengua afilada.
—Hay cosas que nunca cambian —dice, y me gustaría saber a qué se refiere.
Volvemos al comedor y, a pesar de que el pescado está delicioso, no soy capaz
de comer más que un par de bocados. Mi madre tiene la habilidad de desbaratar
mis sentimientos. Nunca sé si la quiero más que la odio.
Recuerdo una vez que estuvo ingresada en el hospital y mi padre nos llevó a
Sara y a mí a verla. El día antes había sido uno de esos días para olvidar. Por la
mañana nada hacía presagiar que las cosas iban a torcerse. A la hora de la
merienda ella no era la misma que nos había dejado por la mañana en la escuela.
Lo sabíamos con solo mirarla, no hacía falta que hablara y en esas ocasiones un
mecanismo de autodefensa que se había instalado en nosotras saltaba como un
resorte y nos hacía ser prudentes.
Ese día no lo fuimos. Lo único que hicimos para despertar al monstruo fue lo
que hacían las niñas a esa edad, reírnos. De camino a casa íbamos detrás de ella,
de prisa. Cuando estaba enfadada no nos agarraba de la mano, se limitaba a
marcar el paso. Un paso demasiado rápido para nuestras piernas cortas. Sara se
dio cuenta de que mi madre llevaba enganchado en el tacón un trozo de papel
de váter. Era un pedazo largo que arrastraba cada vez que daba un paso. Esa cosa
tan tonta nos hizo reír. Al oírnos se detuvo en seco y nos lanzó una mirada que
hubiera congelado el infierno, pero esa tarde no sé por qué motivo no podíamos
dejar de reír. Nos tapábamos la boca, no mirábamos al suelo para no ver el papel,
pero era inútil. Una risa nerviosa escapaba de nuestro interior, a pesar de que
intentábamos retenerla. Evitábamos mirarnos, a ver si así se nos pasaba sin
conseguirlo. Unas carcajadas involuntarias volaban por encima de nuestras
cabezas y llegaban hasta ella que no sabía lo que pasaba. No había nada que la
pusiera más nerviosa que no controlar lo que ocurría a su alrededor.
Ese día estaba enfadada. Cuando era así su cuerpo delataba que lo que sea que
hubiera planeado no le había salido bien. Los andares enérgicos, los labios
apretados con tanta fuerza que se convertían en una línea delgada y los ojos
echando chispas. No he visto a nadie que diga tanto sin decir nada. Bastaba una
mirada suya para dejarnos paralizadas. Sin embargo, ese día caminaba encogida
como si los zapatos le hicieran daño.
Al llegar a casa nos agarró de las muñecas con fuerza y nos preguntó qué era
eso que nos hacía tanta gracia. Por supuesto no dijimos nada. Y la risa
desapareció por arte de magia, dando paso al mutismo y a la inmovilidad.
Merendamos como si fuéramos dos robots programados para no tirar ni una
sola miga al suelo. En silencio y comiendo de manera mecánica.
Mientras tanto, ella nos vigilaba sentada a nuestro lado, en el filo de la silla.
De vez en cuando hacía un gesto de dolor y se limpiaba las gotas de sudor que
aparecían en su frente. Estaba muy blanca y el rojo del pintalabios la hacía
parecer aún más pálida. Cuando terminamos no preguntamos si podíamos
levantarnos porque nos daba miedo. Las risas de antes no iban a salirnos gratis y
temíamos que llegara el momento de tener que pagar por ello. Permanecimos
allí mucho tiempo. Yo tenía ganas de ir al baño y a Sara debería pasarle lo
mismo porque balanceaba las piernas por debajo de la mesa, pero ninguna de las
dos abrió la boca.
No sé cuánto rato estuvimos allí, a mí se me antojó una eternidad. Hasta que
de repente mi madre, que parecía que se había quedado dormida, porque tenía
los ojos cerrados, los abrió de golpe. Levantó la cabeza que tenía apoyada en las
manos. Parecía que le pesara tanto que de no habérsela sujetado se le hubiera
caído. Fue como si la hubieran pinchado con un objeto punzante. Se llevó las
manos a la falda y cuando las puso encima de la mesa las tenía llenas de sangre.
Miró hacia abajo y después a nosotras para volver a contemplarse las manos
como si no fueran suyas o no estuvieran empapadas de sangre. Sara empezó a
llorar, despacio, como lo hacía siempre. Sin hacer ruido porque era mucho
mejor pasar desapercibida. Eso lo habíamos aprendido bien. Quise moverme,
pero me encontraba paralizada por el miedo. Las piernas de mi madre estaban
llenas de sangre. Un líquido oscuro y espeso empapó el pedazo de papel que
continuaba enganchado en su zapato. Si en ese momento no hubiera sonado el
timbre seguiríamos allí. Sara llorando. Yo hipnotizada, mirando la mancha que
se había formado en el suelo y buscando siluetas. Como hacíamos cuando
íbamos a la playa y nos tumbábamos en la arena para mirar las nubes. Y mi
madre dejando que se le escapara la vida entre las piernas.
Esa noche dormimos en casa de los tíos. Nadie nos dijo nada, solo que mi
madre se había puesto enferma y tenía que quedarse en el hospital. Marcos nos
contó que había escuchado a sus padres decir algo de un aborto. No sabíamos
que era eso y cuando al día siguiente fuimos a verla tuve miedo de lo que me iba
a encontrar. Me agarré con fuerza a la mano de mi padre y al entrar en la
habitación la vista se me fue a las piernas de mi madre. Estaban cubiertas por
una sábana de un blanco impoluto y pensé que el aborto que dijo Marcos ya se
había ido de su cuerpo.
A pesar de lo que nos hacía pasar sentí alivio al ver que estaba bien pero no
tuve el impulso de correr hacia ella y abrazarla. Al vernos dio unos golpes en la
cama para que nos sentáramos a su lado. Envió a mi padre a comprar unas
revistas y nos preguntó que si sabíamos lo que le había ocurrido. Cuando
negamos con la cabeza nos dijo que habíamos sido unas niñas muy malas por
reírnos de ella. Que íbamos a tener un hermanito, pero que este al oír cómo nos
burlábamos de ella había decidido que no quería tener una madre de la que se
reían sus propias hijas y decidió no nacer. Ahora teníamos un hermano muerto
por culpa nuestra. Esa noche Sara vomitó. Y yo soñé con bebés muertos cubiertos
de sangre, acostados en unas cunas puestas en fila, que me miraban con ojos
acusadores. Como los de mi madre cuando estaba enfadada.
20

Ya hemos terminado de comer y mi madre está exultante. Todos han alabado lo


que preparó y tengo que reconocer que estaba todo exquisito. La tía se ofrece a
ayudarme a recoger la cocina. Desde el salón llegan los ecos de las
conversaciones y aprovecho que estamos solas para preguntarle una cosa.
—¿Siempre fue así?
—No —deja caer la respuesta sin preguntar a qué me refiero porque sabe de
sobra lo que quiero decir.
—¿Y en qué momento cambió? No la recuerdo de otra manera.
—Tu madre era la mujer más alegre del mundo y no exagero, se reía de todo y
nos hacía reír a los demás. Era ocurrente, irónica, rápida en las respuestas
cuando discutía con alguien además de muy guapa. Eso es lo único que conservó,
la belleza. Todo lo demás desapareció. ¿Cómo es posible que el amor haga
cambiar a una persona para mal?
Me sorprende que haya hecho alusión a la raíz del problema. Como si esta no
fuera la primera vez que hablamos de ello y como si las dos estuviéramos de
acuerdo en que el amor fuera el culpable. Al ver que no digo nada sigue
hablando, no sin antes mirar hacia la puerta para asegurarse de que seguimos
solas.
—No sabría decir el momento exacto en que se convirtió en una amargada, lo
siento, perdóname no debería haber dicho esto— deja lo que está haciendo y se
entretiene en meter las cosas en la nevera para quedar de espaldas a mí.
—No importa, no has dicho ninguna mentira.
Necesito oír lo que tiene que decirme, saber cómo vivió ella la historia de la
que también fue parte perjudicada.
—Coge eso. Tengo ganas de caminar un poco.
Cojo una bolsa de basura, ella cierra la que está en el cubo del reciclaje, aunque
no está llena, y la coge también.
—Niñas, id preparando el café que vamos a tirar la basura —grita desde la
puerta de la cocina.
Salimos a la carretera y andamos unos metros hasta llegar a los contenedores.
No volvemos a casa. La tía camina calle abajo hacia la playa y yo la sigo. Se sienta
en las escaleras de madera que llevan a la arena que está casi desierta porque a
estas horas la mayoría de la gente está haciendo la siesta.
—Quiero a tu madre y no quiero que se muera. Aunque, no debería quererla.
Hizo cosas para no ser merecedora de ese cariño, sin embargo, no puedo
evitarlo. A mí no me hizo daño, pero para entender eso tendrías que estar al
corriente de otra cosa y ahora no es el momento, sin embargo, destrozó la vida
de Sara y hasta eso he podido perdonárselo aunque me ha costado lo mío. Tú
eras más fuerte, a la vista está, has hecho tu vida y has sabido alejarte de ella, y tu
padre es el mejor ejemplo de que no hay más ciego que el que no quiere ver. Pero
Sara…
Hace una pausa y pienso que no seguirá hablando. No rompo el silencio como
si así le pareciera que está sola y si lo hiciera se daría cuenta de que no es así y
dejaría de hablar.
—Si tuviera que describir a tu madre la palabra sería magnética. Tenía un
poder de atracción como no he visto nunca en ninguna otra persona. Era el
centro de atención siempre. Éramos amigas y aunque ella se llevaba a los chicos
más guapos a mí no me importaba.
Un verano se fue de vacaciones al pueblo de tus abuelos y yo conocí a tu tío.
Cuando hablábamos por teléfono me interrogaba, quería saberlo todo. Cómo
era, cómo besaba, si ya nos habíamos acostado. Ella antes de irse dejó aquí a un
medio novio y hacíamos planes de las cosas que haríamos los cuatro cuando
volviera. A su vuelta nada fue como planeamos. Despachó al novio y empezó a
tener cambios de humor. Entre nosotras no había secretos, pero cuando le
preguntaba me decía que estaba bien, que no le ocurría nada, aunque no era lo
que parecía. Pasaba de estar eufórica a entrar en un estado de melancolía que la
tenía callada y ausente durante horas. No sabía qué pensar y lo único que se me
ocurrió fue dejarla sola el menor tiempo posible, así que venía siempre con
nosotros. Te parecerá increíble, pero no me di cuenta de que estaba enamorada
de tu tío hasta mucho tiempo después.
—¿Nunca le dijiste nada?
—No. ¿Para qué? ¿Qué hubiera ganado? Y aunque en ese momento tampoco
podía sospechar por qué nunca sería una rival para mí intuía que sería así y no
me equivoqué. Me he sentido la mujer más querida del mundo por tu tío y sé que
daría su vida por mí. Hay tantas formas de querer. ¿Dónde está escrito cuál es la
correcta?
Dice esto último en voz tan baja que parece que lo haya dicho más para ella
que para mí. Hay cosas que no entiendo de lo que me ha dicho, pero si no ha
sido más clara no lo hará por más que pregunte. Además me ha parecido notar
un deje de tristeza en parte de lo que me ha contado, pero no con nada que
tenga que ver con mi madre, sino por algo suyo.
—¿Y mi padre? ¿Nunca os dijo nada a ti o al tío? —Tengo la necesidad de saber
y a mi padre no me atrevo a preguntarle, no soportaría oír según qué respuestas.
—¿Te acuerdas del aborto que sufrió? —Asiento y ella desvía la vista hacia
unas gaviotas que se disputan algo que han encontrado en la arena—. Tu padre
pensaba que él no podía ser el que la había dejado embarazada. Decía que era
casi imposible porque apenas tenían relaciones desde que nació Sara. Al
principio no era así. Un día le dijo a tu tío bromeando que no vendería la casa de
la playa ni por todo el oro del mundo porque debía haber algo en el aire de este
sitio que convertía a tu madre en una fiera.
Se queda en silencio como si le diera vergüenza lo que acaba de contarme. Y
no sé si yo siento vergüenza, asco, o lástima por mi madre, que se acostaba con
su marido pensando en el hombre con el que acababa de compartir espacio. Me
la imagino cerrando los ojos y recreando en su mente la imagen de mi tío y
adivino lo que debería sentir después, cuando al abrirlos viera que el hombre que
tenía al lado no era el que la había hecho explotar de placer.
—El bebé era de tu padre, no tengo ninguna duda. Sé que no se habría
acostado con nadie más que no fuera tu tío, pero que él las tuviera me partía el
alma porque no se merecía vivir a medias, siempre a merced de tu madre.
—¿Por qué nunca os alejasteis? Podríais haberos mudado, haber puesto
distancia no creo que esa situación fuera sana para nadie —pregunto enfadada
atribuyéndoles una culpa que ellos no tienen.
—¿De verdad crees que esa era la solución? Solo tienes que recordar cómo fue
cuando trasladaron a tu padre a Madrid. ¿Hubieras preferido vivir siempre así? ¿O
hubieras elegido sacrificar unos días para tener otros que no fueran tan malos?
—Perdóname, no debería haberte dicho eso. Tienes razón.
Una de las gaviotas se acerca buscando algún tesoro oculto que hayamos
dejado en la arena y le lanzo una piedra. Echa a volar y cuando la veo alejarse
pienso en que ojalá pudiera hacerlo yo para irme bien lejos. Siento una tristeza
infinita por las personas que forman mi familia y con rabia descubro que por la
que más lástima siento de todos nosotros es por mi madre.
21

Mi madre me mira como si adivinara la conversación que acabo de tener con mi


tía.
—¿Dónde os habíais metido? Leonor no te vas a morir nunca, no tienes prisa
para nada. Vamos que hay que abrir los regalos.
Nos sentamos en los sofás que hay frente a la chimenea y nos dice que ya
podemos abrirlos todos menos la tía Leonor. En cada paquete hay un reloj. Son
todos iguales, los de los hombres y los de las mujeres. Unos relojes grandes de
acero, en la parte de atrás hay grabada una fecha «12/8/2021». Estamos a finales
de julio, no sé por qué ha hecho grabar los relojes con un día que no ha llegado.
Supongo que tendrá algo que ver con el regalo de la tía que todavía no ha
abierto. No imagino qué podrá ser. Si estuviera bien puede que se le hubiera
ocurrido organizar un viaje para ir todos juntos, pero no es el caso, además de
que sería casi imposible cuadrar agendas para coincidir. Le decimos lo bonitos
que son y mi tío pregunta lo que pensamos todos.
—¿Y esta fecha? ¿Es algún tipo de adivinanza que tenemos que resolver?
—Es para que no olvidéis lo valioso que es el tiempo. La mayoría de las veces
lo perdemos como si no se fuera a terminar nunca, por desgracia no es así.
—Sigo sin entender el motivo de esta fecha.
—Lo sabrás cuando llegue el momento —dice mientras le hace un gesto a la
tía para que abra su regalo.
Todas las miradas están puestas en ella que pelea con el papel del envoltorio
que se le resiste. Cuando consigue abrirlo vemos que es un libro, aunque ya se
adivinaba. Mira la portada con cara de no entender lo que está viendo, como si
el título estuviera escrito en un idioma desconocido para ella. Guardamos
silencio porque no entendemos nada y si mi madre antes era capaz de cualquier
cosa ahora que está al borde de la muerte nos da más miedo que nunca. La tía
pasa la mano por la cubierta y lo abre con cuidado. Como si temiera que las
hojas se fueran a deshacer al entrar en contacto con sus dedos. Se detiene en una
página y empieza a leer en voz alta.
Es una receta de cocina. Nombra los ingredientes y después lee la preparación y
por la forma de hacerlo parece que esté recitando un poema. Al terminar mira a
mi madre, en su mirada veo agradecimiento y en la de mi madre adivino una
petición de perdón. Tengo la sensación de que hablan un lenguaje secreto que
solo conocen ellas dos, como el que teníamos Sara y yo cuando éramos niñas, y
que nos quedaremos con las ganas de saber qué significa ese libro.
—¿Cómo has conseguido esto? —pregunta mi tía emocionada.
—¿A qué te refieres?
—Esta editorial es una editorial tradicional.
—Y yo soy capaz de conseguir todo lo que me propongo —hace un gesto que
no pasa desapercibido donde contradice lo que acaba de decir y todos los que
estamos en esta habitación sabemos por qué.
—Pero es que no me lo puedo creer. ¿En serio esto es verdad?
—Piensas que bromearía con algo así.
—¿Se puede saber a qué viene tanto misterio? —Marcos mira primero a su
madre y luego a la mía con una risa burlona.
Mi tía le da la vuelta al libro. Nos enseña la portada, donde la vemos treinta
años atrás en la cocina de la casa de la playa. Posa para Marcos que ese año le
hacía fotos a todo porque le habían regalado una cámara por su cumpleaños.
Nunca supo sacarse partido, no era nada presumida, pero en esa foto está
especialmente guapa. Lleva un pañuelo anudado en la cabeza porque un tinte le
había chamuscado el pelo y mi madre le decía que parecía una rata
electrocutada. Han editado la foto y, aunque la cocina es la misma, parece sacada
de una revista de decoración, con ollas colgadas de unos ganchos y cacharros
antiguos de porcelana que han añadido estratégicamente.
—Mamá, pero si eres tú —dice María sorprendida que se levanta y le quita el
libro de las manos para mirarlo. Al momento estamos todos de pie y nos
pasamos el libro de mano en mano mientras hacemos preguntas que mi madre
no contesta.
—Haced el favor de callaros que parecéis cotorras —mi madre nos hace un
gesto para que nos sentemos—. El libro saldrá a la venta la semana que viene, en
el coche hay un ejemplar para cada uno.
Enseguida estamos hablando todos a la vez y de pie de nuevo. Le lanzamos
preguntas a mi madre y felicitamos a mi tía, que no puede ocultar la satisfacción
que siente y llora emocionada.
—Debí sospechar que me estabas engañando —mi madre empieza a hablar
cuando nos callamos todos—. Era imposible que nunca me saliera bien ni uno
solo de los platos que cocinaba si seguía al pie de la letra las instrucciones que me
habías dado, por muy mala cocinera que fuera. Pero nunca pensé que fueras
capaz de hacer algo así. Eso no te pegaba a ti, otra cosa es que lo hubiera hecho
yo —lo dice sonriendo, no hay ni una pizca de crítica más bien parece divertida
—. Así que cada vez que iba a tu casa buscaba esa libreta donde tenías anotadas
tus recetas, pero nunca la encontré. Hace algo más de un año, después de volver
del hospital de una sesión de quimio, me trajiste uno de mis platos preferidos y
te pregunté: «¿En serio no vas a darme nunca la receta de esto? ¿No te doy
pena?», y tu respuesta fue: «En la guerra no hay compasión que valga, come y
calla».
»Al día siguiente dijiste que comeríamos en tu casa porque era mucho más
cómodo que tener que andar con los cacharros de un sitio a otro. Después de
comer dijiste que salías a comprar algo de postre porque no te había dado
tiempo de hacer nada. No te creí. Desde que te conozco jamás has comprado un
postre en ningún sitio, siempre los has hecho tú.
»Mientras esperaba en el salón a que volvieras vi en la mesa de centro tu
libreta mal camuflada entre unas revistas. Tardaste más de lo necesario y supe
que la habías dejado allí a conciencia porque no hacía falta buscar para verla. Tú
sabías que aprovecharía y haría fotos con el móvil. Insististe hasta la saciedad
para que me lo llevara, a pesar de que te dije que quién me iba a llamar a esa
hora. El primer día que preparé un plato y me salió bien lloré, porque sentí que
aunque habías hecho trampas yo también las hice y me di cuenta de que era lo
mínimo que me merecía.
No puedo creer que mi madre hable así, porque aunque no ha dicho nada
explícito, todos sabemos qué es lo que ha dado a entender. Puede que ya le dé
igual o puede que siga pensando que nadie más que ella y su eterna rival saben de
lo que está hablando. Da un trago de agua y mientras tanto nadie dice nada.
Seguimos esperando a que prosiga con su relato. Nos removemos inquietos en
nuestros asientos y la algarabía que llenaba el salón hace tan solo unos minutos
ha dado paso al silencio más absoluto.
—¿Pero no nos vas a contar cómo has conseguido que publiquen el libro?
Marcos hace gala de la labor diplomática a la que está acostumbrado por su
trabajo y se disipa un poco el malestar que se había generado. Más que por el
contenido de lo que ha dicho mi madre porque parecía que se estaba
despidiendo de nosotros. Como si estuviera rindiendo cuentas de las cosas malas
que había hecho antes de morir.
—Eso ha sido lo más difícil que he tenido que hacer nunca. Casi tengo que
matar a la editora. Copié las recetas por miedo a que se estropeara el móvil o
borrara las fotos sin querer y las guardé como si fueran un tesoro. Los días que
me encontraba bien probaba a preparar un plato. Después lo utilizaba a él de
conejillo de indias —mira a mi padre que le devuelve la sonrisa con los ojos
llenos de amor y en este momento no puedo quererlo más—. Necesitaba un
cómplice que fuera sincero y si me hubiera mentido lo hubiera sabido. El
resultado era excelente, «Sublime», me dijo. Aunque yo sabía que no era así, no
he conseguido llegar a la excelencia de tus platos —dice mirando a mi tía y no
me puedo creer que le siga regalando halagos—. Él se encargó de buscar
información sobre editoriales que publicaran libros de cocina y de ponerse en
contacto con ellas. Siempre era que no. A quién le iba a interesar publicar las
recetas de alguien desconocido y que no salía en la tele, ahora eso es lo único que
vende. Pero no me rendí. Le eché un vistazo al listado de las editoriales y hubo
una que me llamó la atención por su estética retro, te daban ganas de comprar
los libros solo con visitar su página web. Me presenté un día con las recetas
impresas y encuadernadas y no me hicieron ni caso. Fueron educados y poco
más. Compré una mini nevera portátil preciosa. Más que una nevera parecía un
bolso de los años sesenta. Un día te dejé caer que lo que más me apetecía del
mundo era un trozo de tiramisú. Al día siguiente tenía una fuente en casa con el
postre —mi tía mira a mi madre como si rebuscara ese momento en su
memoria—, corté una porción y volví a la editorial. Pedí hablar con la editora y
me dijeron que no estaba, les dije que esperaría y me senté. Nadie se atrevió a
decirme que no podía quedarme y debieron pensar que si no me iba me moriría
allí mismo. Esos días ya se notaba que estaba enferma, aunque puse todo mi
empeño en que no fuera así.
»Cuando había transcurrido algo más de una hora salió una mujer que me
hizo pasar a su despacho. No le dije nada, solo saludé y abrí la nevera. Saqué el
tiramisú que coloqué en un plato que había llevado junto con unos cubiertos y
una servilleta de hilo de las de mi madre. Cuando lo tenía todo dispuesto
delante de ella me despedí y le dije que volvería al día siguiente. Después del
tiramisú se me antojaron las pechugas de pollo rellenas de espinacas con salsa de
crema y repetí la misma operación. Esta vez no me hicieron esperar. Pasé al
despacho donde estaba la mujer a la que le dejé el tiramisú. Después de
saludarme me ofreció asiento. Sacó de un armario metálico el plato y los
cubiertos del día anterior y los dejó encima de la mesa junto con la servilleta.
Miró la nevera y me preguntó que si yo me comería algo que me ofreciera una
desconocida. Le respondí que según la pinta que tuviera y que yo no tenía tan
mala pinta como para dudar de mí. Que no pretendía envenenarla ni nada por el
estilo y que lo único que quería era que publicara un libro con las recetas que le
había llevado.
»Saqué las pechugas que serví en un plato limpio y repetí la misma operación
del día anterior. «¿Es alérgica a algo?», le pregunté. Ella negó con la cabeza,
«Entonces que aproveche», le dije y salí después de guardar el plato y los
cubiertos limpios que ella había dejado encima de la mesa. Esa mujer estuvo
jugando conmigo durante dos semanas hasta que le dije que no volvería. No iba
a perder el poco tiempo que me quedaba intentando convencerla de algo de lo
que ya se tenía que haber convencido ella misma desde hacía días. Esa misma
mañana firmamos el contrato. Y eso es lo que pasó. Me confesó que esperaba que
me hubiera rendido más tarde porque nunca había comido nada tan exquisito.
Después te fui pidiendo platos diferentes, hasta que estuvieron todos los que
aparecen en el libro. La editora mandaba un mensajero a recogerlos y se
encargaba de hacer las fotos. Luego me llamaba para decirme que te habías
superado.
»No sé cómo pensabas que podría comerme dos platos y un postre cada día si
apenas comía. Pero no tuve que mentir porque no hiciste preguntas, contaba
con eso, te conozco y nunca las haces.
—Es precioso —dice mi tía mientras ojea el libro y se detiene en las fotos
donde pasa la palma de la mano por encima— y esta foto…
En la imagen están las dos cocinando y no se han dado cuenta de que alguien
ha capturado el momento. Están concentradas y se adivina una complicidad
entre ellas que yo pensaba que no tenían y que solo tienen las personas que lo
saben todo la una de la otra. No sé qué le recordará a ella, ni qué pasaría ese día,
pero se le escapan unas lágrimas que se limpia con el dorso de la mano.
—Vaya negocio hemos hecho, se supone que deberías estar contenta. Anda
ven aquí.
Mi madre se levanta y mi tía se acerca y se abrazan. Nunca las había visto darse
un abrazo y me parece que en él va implícita la redención que mi madre necesita
para ser libre y el perdón de la mujer a la que si hubiera podido le hubiera
destrozado la vida.
22

Se supone que si tu marido viene a verte para darte una sorpresa tienes que
alegrarte. He leído en algún sitio que es la emoción más breve. A veces dura solo
segundos y después se puede convertir rápidamente en otra emoción. No quiero
escarbar en mi interior para ponerle nombre a lo que me ha provocado verlo.
He pasado las últimas dos horas intentando aparentar que me alegro de que
esté aquí y no sé si lo he conseguido. Mi padre ejerce de anfitrión dándole
conversación y mi madre no deja de lanzarme miradas que evito porque parece
que esté pidiéndome permiso para hablar y tengo miedo de lo que pueda decir.
Nos quedamos en silencio y parecemos extraños que no tienen nada en
común. Miro a mi madre de reojo y veo como observa a Diego. Igual que si
estuviera mirando a un insecto disecado dentro de una vitrina que le produjera
asco.
—Voy a beber agua. ¿Alguien quiere algo? —Me levanto y los tres dirigen su
mirada hacia mí como si hasta ese momento no se hubieran dado cuenta de que
estaba en la misma estancia que ellos.
—Trae algo para picar tengo un poco de hambre —dice mi madre.
Enseguida mi padre se levanta y se ofrece a ayudarme. Desde la cocina
podemos escuchar el silencio que llega del comedor y que nosotros tampoco
rompemos. Lo único que se oye es el zumbido de la nevera y el ruido que hace el
perro del piso de arriba cuando las uñas se clavan en el suelo. Damos un par de
viajes hasta que está todo dispuesto en la mesa y picoteamos sin ganas. Cuando
miro a Diego y lo veo darle un trago a la lata de cerveza pienso en que no podré
compartir la vida con él.
De repente se gira y me mira. Alarga la mano y la deja encima de la mía que
descansa en el brazo del sillón. Su contacto me quema y me libero de él con
disimulo. Me llevo una aceituna a la boca y cruzo los brazos para evitar que
vuelva a agarrarme. Ahora mismo me siento un ser despreciable. Diego no debe
entender nada de mi actitud, pero no puedo obligarme a sentir algo que no me
nace hacia él. Es como si estuviera seca por dentro en lo que a nuestra relación se
refiere.
El día se me ha hecho interminable y lo peor de todo es que él no parece
haberse dado cuenta. Hemos comido con mis primos y con Sara. Él estaba
encantado. De hecho no parecía la misma persona con la que comparto mi vida,
o debería decir mi tiempo. A veces me siento egoísta porque puede que la culpa
de cómo se comporta cuando estamos solos sea mía. Mi actitud no es la misma
del principio, cuando todavía sentía algo por él, y a veces lo responsabilizo a él
por esa dejadez que muestra. Como si yo fuera una cosa que tiene tan segura que
sabe que no va a perder nunca.
No quiero a Diego y esa certeza me hace andar encogida, como pidiendo
disculpas por haber dejado de quererlo y me pregunto si él me quiere a mí o la
fuerza de la costumbre ni siquiera hace que se lo plantee.
Saco una sábana del armario y doy gracias de que mi madre no tenga más que
una cama de matrimonio en casa. Diego entra en la que era la habitación de
Sara y me ayuda a hacer la cama.
—¿En serio vamos a dormir separados? —me pregunta. Remeto la sábana con
fuerza y no contesto, ha bebido demasiado aunque sabe que es una cosa que
detesto. Le lanzo la colcha y él la deja caer, tiro de una punta y la aliso con las
manos.
—No hay sitio —aunque contesto seca se acerca y me abraza por la espalda.
—No seas tonta —dice bajando las manos e intentando meterla por la
cinturilla de mi pantalón. Me revuelvo como un gato acorralado y me separo de
él.
—Para. Están mis padres ahí al lado.
—No es por eso. —Deja caer los brazos y me mira enfadado—. ¿Has
encontrado a alguien? ¿Es eso? ¿Estás con otro? Dímelo, prefiero saberlo a que
me engañes.
Nos miramos unos instantes y en sus ojos no veo tristeza, sino rabia y enfado.
—Me quiero separar.
Las palabras salen solas de mi boca como si algo las hubiera empujado.
Cuando veo su cara me echo a llorar, pero siento un alivio inmenso como si esas
tres palabras pesaran una tonelada cada una y al haberlas pronunciado en voz
alta se hubieran desecho. Diego no se ha movido, sigue de pie enfrente de mí
mirándome asombrado, como si mi dolor fuera más pequeño que el suyo. No
había ensayado esta escena en mi mente porque nunca pensé que sería capaz de
decirle que ya no quería estar con él, pero cuando sale de la habitación
dejándome sola sé que esto es lo último que hubiera imaginado. Me tumbo en la
cama. Abro los brazos que sobresalen por los lados y me acuerdo del miedo que
me daba que mi mano colgara por fuera cuando era pequeña y me iba a dormir
y mi madre apagaba la luz. Como si un monstruo estuviera escondido esperando
para tirar de mí y llevarme a su mundo oscuro. Hoy desearía desaparecer porque
me da miedo enfrentarme a lo que viene y me da miedo el dolor que causaré a
otras personas. Daños colaterales diría mi madre y empiezo a arrepentirme de
las palabras pronunciadas.
23

Hay tristezas que no hacen ruido, pasan desapercibidas para los demás, por eso
cuando empiezan a sonar a la gente le extraña. Me ha llamado la hermana de
Diego. No quería responder al teléfono, pero ella no ha dejado de insistir. Él se
marchó y pensé que volvería al rato, aunque no lo hizo. Me dio miedo que
tuviera un accidente porque no estaba en condiciones de conducir. Solo por eso
atendí su llamada. No tenemos mala relación, pero no somos amigas. Oírla no
ha hecho más que empeorar cómo me siento. No tiene ni idea de nada, sin
embargo, he guardado silencio mientras ella hablaba y he colgado cuando ha
empezado a darme unos consejos que no le he pedido.
He dormido toda la noche a pesar de que pensé que no pegaría ojo y de que
hacía tiempo que no lo lograba. Pero cuando he cogido el teléfono para llamar a
Celia toda esa calma aparente se ha esfumado. No sé si Diego les habrá contado
algo. Espero que no. Tenemos que decírselo los dos juntos. Cuando descubro que
no lo ha hecho me he sentido aliviada.
Celia me ha preguntado que cuándo volveré y no he sabido contestarle porque
no lo sé. Me horroriza volver a la vida que tenía, aunque no me la imagino sin
ella y sin su hermano. De pronto me asalta el temor a que decidan irse con su
padre. Ese miedo es el que me ha impedido reaccionar antes a lo que estaba
pasando y ahora no logro quitarme ese pensamiento de la cabeza. Estoy segura
de que lo ven más débil que a mí, como si yo fuera capaz de salir de cualquier
situación por dolorosa que sea y, en cambio, él necesite a alguien que lo
consuele.
Necesito caminar porque me estoy ahogando. Le digo a mi madre que voy a
ver a una antigua amiga de la universidad y salgo sin darle tiempo a que dispare
una de sus frases lapidarias. Diego se fue sin despedirse de ellos y yo no salí de la
habitación hasta esta mañana.
Después de un rato caminando con este calor estoy sudando y no sé adónde ir.
Llamo a Sara y me dice que espere en el parque, que tarda veinte minutos. Al
verla llegar el sentimiento de desprecio hacia mi madre se hace más grande, sin
embargo, hay algo que me impide que la odie y no sé lo que es porque no se
merecería otra cosa. Me subo al coche y cuando arranca cierro los ojos y no los
abro hasta que no lo detiene. Entramos a su casa y curioseo mientras ella va a
buscar algo fresco para beber.
—Le he dicho a Diego que me quiero separar.
—¿Y cómo se lo ha tomado?
—Mal. Se fue sin decir nada y sin despedirse de papá y mamá.
—No creo que a ella le importe demasiado.
—Todavía no se lo he dicho. Esta mañana salí huyendo de casa igual que hizo
él y ahora me da miedo decírselo. A lo mejor está mal que diga esto, pero no me
parece que se vaya a morir.
—¿Por qué va a estar mal? Yo también lo he pensado, hay días que parece que
no esté tan enferma.
—No sé, suena como si lo estuviera deseando.
—¿Y es así?
—No. Ya no.
—Ese «ya» es significativo.
—¿Tú nunca has deseado que se muriera?
Sara bebe un trago largo de agua y veo un leve temblor en su mano y me
arrepiento de haberle hecho esa pregunta.
—Cada día de mi vida —dice mirándome a los ojos.
—¿Y por qué te has quedado a su lado? Podrías haberte marchado —cuando
termino de formularle la pregunta me doy cuenta de que eso mismo le pregunté
a mi tía el otro día.
—¿Un sentimiento de culpabilidad?
—¿Culpabilidad por qué? Aquí la única culpable es ella.
—No es lo que me hizo creer. Cuando me di cuenta de que yo no había hecho
nada malo ya era tarde, me había atrapado en su red y la absurda creencia de
estar en deuda con ella hizo el resto.
—Todavía estás a tiempo.
—¿Ahora que se está muriendo? Ya no tengo prisa, la vida ya se me ha ido.
—Sara, deberías ir a un psicólogo.
Me mira y aunque me parece imposible en ella adivino en sus ojos un reproche
y lo siento porque no lo he dicho con la intención que pienso que lo ha
interpretado.
—Quiero decir que necesitas ayuda para encauzar tu vida. —Ella sigue en
silencio y creo que la he cagado más en vez de arreglarlo—. Perdóname, no me
he explicado bien.
Se levanta para coger una caja de la estantería que hay detrás del sofá y vuelve a
sentarse. La apoya en sus rodillas y pasa las manos por la tapa antes de abrirla.
Saca un puñado de fotos y me las tiende. Dejo el vaso en la mesa y las cojo. Son
de cuando éramos pequeñas. De su bautizo, de los veranos en la casa de la playa,
de los cumpleaños, navidades y comidas familiares con los tíos. Las paso
despacio al principio y más deprisa después hasta que termino de verlas. En todas
las imágenes Sara ha desaparecido. Alguien ha recortado su cabeza dejando solo
el cuerpo para que quede constancia de que estaba allí, pero no era bienvenida.
Se me encoge el corazón al verlas y pienso en lo que debió sentir ella cuando las
descubrió.
—¿Todavía crees que un psicólogo haría que entendiera esto? ¿O que lo
olvidara? Las encontré cuando tenía doce años, además de que las dejó a la vista
para que las descubriera. ¿Qué cosa tan terrible se supone que pude hacer en mis
doce años de existencia para que hiciera esto? Es como si hubiera querido
borrarme de su vida. Quizá si fuera a ese psicólogo que tú dices que me ayudaría
me diría que me quedé para castigarla con mi presencia.
—Esto es horrible ¿por qué no me lo habías dicho? —Se encoge de hombros y
desvía la mirada como si el hecho de ver las fotos le siguiera doliendo a pesar de
haber pasado tanto tiempo—. ¿Y por qué las has guardado? No creo que te haga
bien tenerlas.
Vuelve a mirarlas y descubro a una Sara que no conozco. Hay rabia en sus ojos.
—Para no olvidar.
Dejamos que el silencio nos envuelva porque no hay nada que decir. Pongo las
fotos boca abajo, en el sofá, para quitarlas de la vista de Sara. Le agarro la mano
y me pregunto si seré capaz de mirar a mi madre a la cara después de lo que
acabo de ver.
24

La casa está a oscuras y un mal presentimiento me asalta al entrar en ella. A mi


madre nunca le ha gustado estar a oscuras, decía que ya tendría tiempo cuando
se muriera.
—¡Qué susto me has dado! —le digo al verla sentada enfrente de la tele.
—¿Pensabas que estaba muerta?
Me ha formulado la misma pregunta más de una vez. Se acomoda en el sofá,
me mira como si quisiera escarbar en mi mente y hace un gesto para que me
siente a su lado.
—¿Y papá?
—¡Shhhh! Ha ido al club de lectura, o eso ha dicho —dice en voz baja. Está
mirando una película que ha visto mil veces. Deja caer la frase como si quisiera
insinuar que mi padre miente y que la está engañando. Se merecería que fuera
así. Desde que salí de casa de Sara tengo un peso en el alma que no logro
quitarme. No puedo sacármela del pensamiento, pero no a la Sara de ahora sino
a la niña de doce años delgada e insegura que encontró esas fotos.
Vemos la película en silencio y me gustaría saber qué piensa mi madre. La
observo y veo cómo sufre igual que los protagonistas. En la pantalla Meryl Streep
interpreta a una Francesca que se debate entre abrir la puerta a una nueva vida o
seguir encerrada en la suya, en la que no es feliz, mientras Clint Eastwood la
espera bajo la lluvia.
No sé si ha sido casualidad el que haya decidido verla hoy o lo ha hecho a
conciencia después de que Diego se fuera sin despedirse, como si quisiera
enviarme un mensaje subliminal. Con ella nunca se sabe. Estoy segura de que se
siente identificada con esa mujer que elige a su familia antes que al hombre con
el que le gustaría salir huyendo, aunque su historia no tenga nada que ver con la
de ella.
En mi mente le grito a Francesca que abra la puerta. Sé que no lo hará porque
conozco el final de la historia y me dan ganas de meterme en la pantalla y
sacarla a rastras del coche. Terminan los créditos y seguimos en silencio y a
oscuras. No me muevo porque no me apetece que mi madre me vea llorar. Ahora
estoy casi segura de que ha querido que viera la película. No quiero ser como
Francesca y sobre todo no quiero ser como mi madre.
—¿Dónde estabas? —dice rompiendo el silencio.
—En casa de Sara.
—Si le pasara algo no sabría dónde vive. Nunca he estado en su casa.
No tenía ni idea y la revelación me coge por sorpresa. Por la forma en que lo
ha dicho sé que le duele y que no ha ido porque Sara no la ha invitado y no
porque ella haya decidido no hacerlo. No lo habrá hecho por miedo a que
contaminara su espacio, igual que me pasa a mí con mis hijos a los que ha visto
mucho menos de lo que sería normal. Está esperando a que le conteste, pero no
lo haré, no quiero hacerle daño y estoy segura de que su réplica sería más
hiriente y además saldrá vencedora porque siempre lo hace.
—¿Qué te apetece para comer?
—¿No vas a contarme qué te pasa con ese marido tuyo?
Al oírla doy gracias de que estemos a oscuras porque de no ser así leería en mi
cara lo que no pienso contarle.
—Hemos discutido por los estudios de Celia.
—Soy muchas cosas, pero precisamente tonta no es una de ellas.
Barajo la posibilidad de decirle la verdad, pero me da miedo. Mi madre me da
miedo casi siempre, me aterra lo que dice y también lo que se calla. Sin
embargo, siento curiosidad por saber qué me aconsejaría.
—No puedo seguir con Diego. Le he dicho que me quiero separar.
—No lo has querido nunca. No sé por qué has tardado tanto en darte cuenta.
La respuesta de mi madre me golpea con violencia. Pienso que se la podía
haber ahorrado, o al menos no haber sido tan brusca, pero lo malo no es lo que
ha dicho, lo malo es que es verdad. No me atrevo a decirle que ella es la única
culpable de mi infelicidad. Por obligarme a salir de aquí, huyendo de una madre
egoísta y desequilibrada, que no supo querer a nadie de los que tenía cerca, y que
a ratos parecía que te quería y otras veces te hacía sentir que eras una carga
insoportable para ella. Hasta el punto de querer desaparecer para que pudiera
empezar a caminar sin lastres.
—Nunca es tarde, no quiero ser como tú. Diego puede rehacer su vida con
alguien que lo ame como se merece.
Lo que oye la descoloca y le hace daño. Casi puedo ver cómo se encoge en el
sofá y me arrepiento de lo que le he dicho porque vine para arreglar las cosas y
esta no es la manera. No hay necesidad de hacernos daño. No cuando lo que
menos quiero es parecerme a ella.
—Perdóname. Estoy nerviosa, no debería haberte dicho eso —me disculpo
arrepentida. Ojalá pudiera borrar mis palabras.
—No tienes que disculparte por decir lo que piensas. Si lo has dicho es porque
lo sientes y en los sentimientos no puedes mandar. Por mucho que lo intentes y
por mucho que le pidas a Dios cada noche que por la mañana hayas dejado de
sentir eso que no puedes arrancarte del alma.
Se levanta despacio y se encierra en su habitación. Y vuelvo a sentir lástima por
ella y a disculparla, porque no ha sabido hacerlo de otra manera. A pesar de
haberlo intentado. Y no puedo evitar pensar que ha sido una víctima más de sus
sentimientos. Esos que no pudo cambiar y que nos hicieron daño a todos los que
estábamos cerca.
25

Diego no para de llamarme. Ya le he dejado claro que no voy a seguir con él,
pero parece que no piensa rendirse. Le he pedido que no le diga nada a los niños
hasta que yo no esté en casa y, aunque me ha prometido que no lo hará, me da
miedo que no cumpla su palabra si no contesto a sus llamadas. No se da cuenta
de que con esa actitud lo único que hace es alejarme más de él. Me agobia y hace
que tenga menos ganas de intentar recomponer lo que para mí ya no tiene
arreglo.
Sentí un alivio inmenso cuando le dije que no podíamos seguir juntos, como si
me hubiera liberado de una presión que amenazaba con aplastarme contra el
suelo. Por eso sé que no seguiré a su lado. Me llama para cualquier cosa sin
importancia. Excusas tontas que utiliza para hablar conmigo que le contesto
seca y cortante, lo que hace que me sienta una mala persona cuando cuelgo el
teléfono.
He llamado a Sara para vernos, pero tiene trabajo en la perrera y aunque me ha
dicho que vaya no quiero estorbar entre ella y Mateo. No tengo nada que hacer y
decido curiosear el armario de la que era mi habitación y que mi madre ha
llenado con sus cosas. Entre sus prendas encuentro el vestido que llevé en mi
despedida de soltera. No sé por qué lo guarda, puede que se lo haya puesto alguna
vez, siempre fue delgada y presumía de que podía intercambiar la ropa con
nosotras. Lo saco y lo huelo como si fuera posible que todavía guardara el olor
del perfume que utilizaba en esa época. No huele a nada, si acaso a los jabones
que ella metía entre las sábanas y las toallas. Lo sostengo en alto y me pregunto
si me valdrá todavía. Me desnudo y me lo pruebo. Me entra, pero no puedo
subirme la cremallera, me faltan dos dedos. Lo sujeto por la espalda para que se
me ajuste al cuerpo y al mirarme al espejo veo a una mujer que no está mal a
pesar de haber pasado los cuarenta y tener dos hijos. Dejo que el vestido resbale
hasta el suelo y me acerco al espejo. Me suelto el pelo y lo alboroto con las
manos. Cojo un lápiz de labios del tocador y me pinto los labios de rojo intenso.
Me alejo para tener perspectiva y verme de cuerpo entero. Cuando la vista se
detiene en la ropa interior siento unas ganas inmensas de llorar. ¿Cuándo dejé
de comprar ropa interior sexy? Me pongo de perfil y otra vez de frente y tengo
ganas de arrancarme el sujetador de algodón de un tirón.
Diego no quiere perderme. Ahora que ya no hay remedio, porque lo cierto es
que me perdió hace mucho tiempo. Ese desinterés por todo lo mío, hasta diría
que por mí. Una vez estuvo fuera una semana por trabajo y fui a una tienda de
lencería a comprarme algo para cuando volviera. Me gasté un dineral en unas
braguitas y un sujetador de encaje. Estuve martirizándome durante todo el día
porque el conjunto era muy caro. Busqué algo provocativo en el armario para
recibirlo y me preparé como si fuera a ir a una primera cita.
Aún me duele recordar esa noche. Llegó un poco bebido y me dijo con la voz
pastosa que se le ponía cuando iba un poco pasado que estaba muy guapa. No se
entretuvo, fue directo al grano, me embistió con fuerza y fue tan brusco que me
hizo daño, pero lo que más me dolió fue ver las bragas echas un guiñapo en el
suelo y en las que ni siquiera se había fijado. Cuando se durmió me levanté para
ir al baño y tiré las bragas al váter junto con mi dignidad que esa noche
desapareció cuando descargué el agua de la cisterna.
Todavía en ropa interior me siento en la cama y cojo el móvil. Busco en los
contactos y escribo un mensaje. Dudo entre darle al icono de enviar o no. Una
nueva llamada de Diego es el detonante para que la opción sea el sí. Enseguida
recibo un mensaje de vuelta. Espero unos instantes para abrirlo y al leerlo una
sonrisa asoma a mis labios y no sé si lo que estoy haciendo es lo correcto, pero en
este momento no me importa.
Decido salir a comprarme algo de ropa. Esta noche tengo una cita y solo he
traído cosas cómodas. He quedado con Daniel, el hombre que conocí en el curso
de formación. En aquella época vivía aquí, pero podría haberse mudado.
Cuando me dijo que no, sentí alivio, como si fuera la única persona a la que
pudiera recurrir para salir de la espiral donde estoy metida. Deslizo la tarjeta de
crédito por encima del mostrador y no tengo ningún sentimiento de culpa. Al
contrario, le digo a la dependienta que espere un momento. Le pido unos
zapatos que me pruebo y ella alaba diciéndome lo bien que quedarían con el
vestido que he elegido. Salgo de la tienda con una sensación de triunfo que me
da un poco de miedo porque, aunque no sé a ciencia cierta lo que espero de esta
cita, puede que lo que suceda no tenga nada que ver con lo que no quiero
admitir que me gustaría que pasara.
No quiero que mi madre me vea salir arreglada. Aunque no tendría que darle
ninguna explicación, ya no soy una niña. Podría ir a casa de Sara, pero tampoco
quiero decirle que he quedado con un hombre que me atraía y en el que he
estado pensando durante mucho tiempo. Entro a su habitación con la bandeja
de la cena, es más temprano que otros días, pero si le extraña no me dice nada.
Me castiga con el silencio y la indiferencia, ni siquiera me mira. La tirantez de
lo que pasó ayer sigue presente y ninguna de las dos hace nada para que
desaparezca. Aunque no quiera que me afecte lo hace y pienso que mi madre
tiene un poder sobre mí que ni siquiera se esfumará el día que ya no esté.
—Voy a cenar con Sara y Mateo. Si necesitas algo más todavía tardaré un rato
en irme.
Se limita a mirarme unos segundos para volver a concentrar la vista en la
pantalla de la tele que está apagada. Salgo y cierro la puerta a pesar de que sé que
no le gusta. Antes de entrar a mi habitación me vuelvo y la abro, no quiero que
nada me estropee la noche y ese gesto tan tonto me haría sentir culpable. Me
ducho, me visto con la ropa que compré esta mañana y me maquillo. Solo los
ojos y los labios, nunca utilizo maquillaje, además de que hace mucho calor me
veo más mayor y no me gusto. No me había dado cuenta de que había
adelgazado tanto. El vestido de punto se amolda a mi cuerpo y las sandalias de
tacón hacen que las piernas se vean más bonitas y estilizadas. Me despido de mi
padre que está leyendo y le digo que puede que me quede a dormir en casa de
Sara. Decirle eso implica que no le voy a poner barreras a nada esta noche y un
hormigueo me sube desde la boca del estómago hasta la garganta.
26

Camino hacia el metro despacio, no porque no tenga ganas de llegar sino


porque los tacones me impiden andar más deprisa. Hace mucho que no me subo
en unos, en realidad hace tiempo que dejé de hacer muchas cosas. Delante de mí
veo a una pareja que como yo tampoco parece tener prisa. Van cargados con unas
bolsas de esa tienda de decoración donde puedes amueblar un piso con poco
presupuesto. Él, además, lleva un tendedero plegable con las patas oxidadas y
ella, que camina unos pasos por detrás de él y va dando saltitos para llegar a su
altura, una planta que tiene una rama quebrada que cuelga como si se hubiera
desmayado. La rama le va golpeando la pierna como si quisiera avisarla de algo.
Un tendedero plegable y una planta moribunda no me parecen lo mejor para
empezar una vida en común, pero lo peor es que ella camina por detrás de él.
Yo, parece que siempre tengo prisa para llegar a todos los sitios. No sé andar
despacio. Cuando voy con Diego me tengo que detener a esperarlo porque
siempre va por detrás de mí, como la mujer que ahora veo delante de mí, y eso
no me gusta. No me gustan las parejas en las que uno va siempre por delante
como si fuera solo. Me pregunto si en mi caso es una manera de huir, como si así
tuviera la ilusión aunque fuera por un rato de que camino sola sin alguien al
lado al que he empezado a no soportar.
La pareja se detiene a descansar porque van muy cargados. Él delante y ella
detrás cuando podía haber dado un par de pasos más para quedar a su altura. Al
pasar por su lado el bajo del vestido se me engancha en la rama de la planta que
cuelga.
—Perdón, qué torpe —digo mientras intento desenganchar el vestido sin que
se estropee.
—No pasa nada —dice la chica que se agacha para ayudarme.
Enseguida se levanta con la rama de la planta, en la mano, que se ha
terminado de partir.
—Cuánto lo siento, de verdad, me sabe fatal —me disculpo.
—Bah, es igual, así la llevaré más cómoda, me iba dando la tabarra todo el
camino.
Él no dice nada, como si lo que acaba de pasar no fuera con él, teclea algo en el
móvil y cuando termina se lo mete en el bolsillo, coge las bolsas y el tendedero y
se gira para dirigirse a ella.
—Vamos.
Así, en imperativo. Sin un interrogante, sin opciones. Vamos y ya está.
—Adiós —me dice la chica y al mirarla a los ojos me dan ganas de estirar el
brazo y detenerla porque veo la costumbre dibujada en sus ojos, además de una
profunda tristeza.
Por supuesto no lo hago. Podría decirle que saliera huyendo porque no puedes
embarcarte en algo cuando estás cansado antes de empezar. Y que la ropa no
debe tenderse en un tendedero plegable, porque no se seca bien y después huele a
humedad y una vez que ese olor se cuela en casa no hay manera de hacerlo
desaparecer. O que tengo la teoría de que a las personas que se les mueren las
plantas les pasa lo mismo con las relaciones. Ojalá esté equivocada y sea cosa
mía, pero yo también llevo la desesperanza tatuada en los ojos y sé reconocerla.
Al subirme en el metro intento sacarme de la cabeza a la chica de la mirada
triste pensando que probablemente nada de lo que me he imaginado tendrá que
ver con la realidad. Estoy muy nerviosa. ¿Qué haré si ya no me gusta Daniel, o si
no le gusto yo? En la foto de wasap tiene una puesta de sol, así que no sé si voy a
encontrarme con la misma persona que me hizo plantearme si mi vida era lo
que quería o si todavía estaba a tiempo de ser un poco más feliz, o al menos
intentarlo. He llegado antes de la hora a la que habíamos quedado. No me
importa, prefiero esperar así lo veré venir y tendré tiempo de descubrir si
reconozco en él a la persona que me enamoró. O quizá sea otra la palabra no sé
si es posible enamorarse de alguien en tan pocos días.
—Alicia, ¿qué tal? ¿Hace mucho que esperas? —su voz me sobresalta y no
puedo evitar sonreír al pensar que los planes nunca salen como los hacemos, no
lo vi venir, así que no me ha dado tiempo a evaluar mis sentimientos. El
hombre que tengo al lado sigue siendo atractivo, los dos años que hace que no lo
veo no lo han tratado mal. Conserva el cabello negro y abundante y sus ojos
sonríen divertidos como si encontrarse conmigo fuera lo mejor que le ha pasado
hoy.
—Hola, qué va, acabo de llegar hace nada —le digo antes de darle dos besos.
—¿Cómo estás? ¿Te parece que vayamos ya a cenar? En el sitio al que quiero
llevarte no reservan y si tardamos no encontraremos mesa.
—Lo que tú digas. Tú eres el anfitrión, yo no sabría dónde ir, ya hace tiempo
que me marché.
—Vamos entonces, está aquí mismo.
Mientras caminamos hablamos de tonterías. Las cosas típicas que se dicen dos
personas que apenas han compartido nada. Entre nosotros flota una nube de
timidez que espero que desaparezca a lo largo de la noche.
El restaurante es precioso. Elegimos una mesa en la terraza interior que al
igual que el resto del restaurante está decorado de una manera exquisita. Una vez
que pedimos y el camarero nos deja solos me relajo, es como si el tiempo no
hubiera pasado y siguiéramos en la misma semana en la que nos conocimos.
Cuando llegamos a los postres hemos hablado de casi todo menos de nuestra
situación sentimental. No se me ha escapado que no lleva ninguna alianza y
pienso que yo debería haberme quitado la mía. Ni siquiera lo pensé y ahora
parece que me queme en el dedo.
—Estás muy guapa.
Su afirmación me coge por sorpresa, es la primera vez que verbaliza algo así a
pesar de que a veces no hace falta hablar para expresar lo que se siente.
—Muchas gracias.
Me siento torpe, no estoy acostumbrada a coquetear con nadie, la vida de
casada no se presta a eso y tampoco he tenido oportunidad.
—Me has dicho que estás bien, pero no sé si es verdad.
—¿Por qué me preguntas eso?
—Me lo ha parecido.
De la persona que menos me apetece acordarme en este momento es de mi
madre, sin embargo, se me viene a la cabeza la de veces que me ha dicho que soy
demasiado transparente.
—Se podría decir que no estoy en mi mejor momento.
—Si solo es un momento no es preocupante. —Estira el brazo por encima de
la mesa y me coge la mano—. Y se puede saber qué es lo que te inquieta.
Me encojo de hombros y no digo nada. No esperaba que la noche transcurriera
así, no sé si cuando quedas con alguien con la intención de dejarte llevar es una
buena idea hablar de tu matrimonio, aunque ya esté roto. El camarero me salva
cuando aparece con la cuenta que él se empeña en pagar.
Salimos y caminamos en silencio contrastando con el resto de la gente que
parece estar contagiada de un ambiente festivo propio del sábado por la noche.
Nos sentamos en una terraza al lado del puerto. En unos sillones de mimbre con
unos cojines mullidos y bastante limpios para la gente que debe ocuparlos cada
noche. Debo tener algún problema si lo que ahora me preocupa es tener que
poner las posaderas en unos cojines sucios. No bebo alcohol, no me gusta, así que
lo dejo decidir por mí.
—Me encanta esta ciudad, no sé si podría vivir en una ciudad que no tuviera
mar —dice.
—Supongo que podríamos vivir en cualquier sitio, lo que importa son las
personas que habitan los lugares.
—Estás muy filosófica.
—La frase no es mía, aunque la comparto cien por cien.
—¿Con quién podrías vivir en cualquier sitio?
—Con mis hijos, con mi hermana, con mi padre y con alguna amiga muy
íntima.
—No son muchas personas —dice mientras la vista se le va con toda la
intención a mi anillo de casada.
—Las suficientes —respondo en voz baja.
Apuro el contenido de mi copa y él se levanta para ir a buscar otras dos.
Cuando vuelve se sienta más cerca de mí. Está de lado, con el brazo apoyado en
el respaldo del sofá y me mira a los ojos como si yo fuera lo único que le
importa.
—¿Qué?
—Nada, ¿no puedo mirarte?
Vuelvo a sentirme torpe y no sé qué contestar. Él me coge la mano como hizo
en el restaurante y esta vez me quita el anillo con cuidado y lo deja caer en mi
bolso. Se acerca y me besa. Al principio despacio, es solo un leve contacto en mis
labios, luego con avidez como si tuviera hambre de mí. Correspondo a su beso y
me gusta el sabor de su boca, sabe a ginebra y a cosas prohibidas.
—Alicia, me gustas mucho —me dice esto mientras me agarra el cuello con
una mano y apoya la frente en la mía por lo que no puedo verle los ojos. Y no sé
si lo que me dice es verdad, ni qué engloba ese «me gustas mucho», ni tampoco
si está libre o tiene pareja, pero no me importa, no al menos esta noche.
27

Amanezco en una habitación que no reconozco. Anoche no tuve tiempo de


fijarme en los detalles, pensar en lo que sucedió hace que me estremezca de
placer y me abrazo a las sábanas. Estoy sola y aprovecho para mirar a mi
alrededor. Es una habitación impersonal, con muebles básicos y sin ningún
detalle que hable de su dueño. No se oye nada de ruido. Me visto, aunque me
siento incómoda sin poder ducharme, con la misma ropa interior que ayer y el
vestido que a estas horas parece fuera de lugar.
Salgo sin saber qué le voy a decir al hombre con el que anoche compartí algo
más que una cena. Por suerte no está. Encima de la mesa del comedor hay una
nota donde dice que ha salido a comprar algo para desayunar y que vuelve
enseguida, que estoy en mi casa. Leer esto último hace que salga deprisa sin ni
siquiera contestarle a la nota o enviarle un mensaje, porque esta no es mi casa y
se me viene a la cabeza la imagen de Celia y Marcos, lo que hace que me sienta
fatal. Cojo un taxi porque quiero llegar a casa de mi madre lo antes posible.
Necesito darme una ducha y despegarme del cuerpo el pecado que parece que me
queme la piel y que llevo tatuado en ella después de hacer el amor con un
hombre al que apenas conozco.
Entro despacio, sin hacer ruido, para evitar encontrármela antes de que me dé
tiempo a recomponerme. Parece que lleve escrito en la frente lo que he hecho.
Me quito el vestido y lo tiro al suelo como si fuera un bicho y lo aparto de una
patada. Entro a la ducha, me enjabono y me restriego la piel con fuerza, como si
así pudiera borrar lo que ha pasado. Me siento sucia, como si me hubiera metido
en una ciénaga y estuviera cubierta de barro. Sin embargo, no puedo evitar
estremecerme de placer cuando recuerdo lo que pasó y pienso que algo que te
haga sentir de esta manera no puede ser sucio. Daniel me gusta mucho, pero no
solo me atrae físicamente es otra cosa. Nunca le había sido infiel a Diego y dudo
si ahora podré cargar con la culpa de haberlo hecho, aunque no sé si me
arrepiento.
Estoy hecha un lío. Tengo ganas de llorar. Pero no por haber sido infiel, creo
que podré superar el sentimiento de culpa, ese que apenas hace unos segundos
pensaba que no iba a ser capaz de sacudirme de encima, sino por pensar que
quizá esto se pare aquí y me quede sin sentir todo lo que me he perdido durante
tantos años.
—¿Estás viva?
La voz de mi madre me sobresalta y aparto esos pensamientos de mi mente
porque me parece que tiene la habilidad de saber lo que estoy pensando a cada
momento.
—Ya salgo.
No se mueve. Sigue al otro lado de la puerta y me giro para quedar de espaldas
a ella. A pesar de que no puede verme la cara empiezo a tararear una canción y
así evitar pensar en nada. Eso hacía cuando era pequeña y me miraba con esos
ojos que te taladraban y te parecía que estaba escarbando con ellos en tu mente.
Espero un par de minutos, salgo envuelta en la toalla y con la ropa sucia echa
una bola debajo del brazo. Al entrar en mi habitación la veo sentada en la cama
y me siento como si fuera una ladrona a la que han pillado con las manos en la
masa.
—Pensé que te habías ido por el desagüe.
—Me olía mucho el pelo a tabaco. Las amigas de Sara fuman como carreteras
—hablo sin mirarla mientras busco algo en el armario.
—¿Y a tu hermana se le ha estropeado la ducha?
—No, pero no quería ponerme la misma ropa.
—Ya.
Cuando mi madre dice «Ya» está diciendo que no se cree lo que acaba de oír.
Su frase sería: «No me creo nada de la mierda que me estás contando». No
puedo mirarla. No, porque sabrá lo que ha pasado, así que empiezo a vestirme de
espaldas a ella.
—Te has vuelto muy pudorosa —dice.
Me doy la vuelta, despacio, y me quedo frente a ella vestida solo con las bragas.
Recorre mi cuerpo con la vista como si pudiera encontrar en él una pista que la
lleve a descubrir lo que le oculto. No debe ver nada, o debe estar cansada, porque
se levanta y sale de la habitación dejándome sola. El teléfono suena como si
hubiera estado esperando a que ella no estuviera presente para hacerlo. Es un
mensaje de Daniel que no debe entender nada. Me siento ridícula y pienso que
no podré mirarlo a la cara después de haber salido huyendo de su casa sin
despedirme.
28

—¡Hola, mamá!
Oír la voz de Celia no ayuda en nada a que deje de martirizarme. Desde ayer
no hago más que esconderme. De mi madre, de Daniel y lo peor de todo de mis
sentimientos.
—Hola, cariño. ¿Qué tal estáis? ¿Cómo os apañáis sin mí?
—Bien, ¿cómo está la abuela?
—No sé qué decirte. Pensaba que iba a evolucionar peor, tiene días.
—¿Entonces, cuándo vuelves?
—No lo sé todavía.
—¿Tú estás bien?
—Os echo mucho de menos —no quiero mentirle, así que no digo nada más
porque esta es la única verdad que puedo permitirme en este momento.
—Papá está muy raro.
Temo preguntarle, sin embargo, no sería normal que no lo hiciera.
—Raro ¿por qué? —contengo la respiración y cierro los ojos con miedo a lo
que voy a escuchar.
—O habla muy poco, o no para de hacerlo.
—Eso no es raro, ya lo hacía antes.
—Pues ahora más.
Diego no es muy hablador cuando está en casa, sin embargo, si salimos con
amigos parece otra persona, es como si en casa no estuviera a gusto y su sitio
fuera otro. En cambio, cuando ha hecho algo que no está bien habla sin parar,
de cualquier cosa, hasta que pasa el momento arrepentimiento y vuelve a ese
mutismo que a mí me exaspera. Aunque ahora ya me molestan las dos cosas.
—Estará preocupado por algo del trabajo —no he terminado de decirlo y ya
estoy arrepentida. No soporto la mentira y acabo de mentirle a mi hija, pero ya
no sé qué es lo mejor—. Dile a tu hermano que lo he llamado, tendrá el
teléfono en silencio como siempre. Tengo que colgar, la abuela me necesita.
Otra mentira que me quema en la boca y me da miedo de que si empiezo a
mentir no pueda parar de hacerlo.
—Te quiero y te echo mucho de menos, tengo muchas ganas de verte y darte
un achuchón.
—Yo también te quiero.
Al colgar me siento más perdida de lo que ya estaba. No tengo ni idea de lo
que voy a hacer con mi vida. ¿Intentar ser feliz? Eso sería una buena opción si mi
felicidad no empañara la de otros. El móvil suena cuando entra un wasap que no
abro porque es de Daniel y ahora mismo no sabría qué decirle.
Llego a la protectora y como hago cada vez que vengo observo a Sara sin que
ella me vea. Me podría pasar horas mirándola y no me cansaría. Cuando está con
los perros parece otra persona, aunque su aspecto vulnerable no desaparece del
todo como si ya fuera imposible que se deshiciera de él.
—Alicia, hola —grita cuando me ve mientras se quita de encima a un galgo
con aspecto de necesitar tanto cariño como ella.
—Hola.
—Enseguida voy. Coge algo de beber de la oficina.
Me acerco a la oficina, como ella la llama, que es un bungalow donde hace un
calor del demonio porque no tiene aire acondicionado y le da el sol de lleno.
Mateo está delante del ordenador y se levanta enseguida al verme.
—¡Hola, pasa! Aunque no sé si será buena idea, aquí dentro hace mucho calor.
¿Te apetece beber algo?
—Algo fresco. Lo que tengáis, da igual, me tomaría cualquier cosa.
Me enseña una cerveza que saca de la nevera y asiento. Salimos fuera y nos
protegemos del sol debajo de un árbol.
—¿Has visto a Sara? Está con los perros.
—Sí, me ha dicho que viene enseguida.
—¿Todo bien?
—Todo lo bien que se puede estar cuando has crecido con mi madre.
Mi respuesta lo deja descolocado y me arrepiento de lo que he dicho. No sé
hasta dónde le ha contado Sara, aunque imagino que nada, además de que he
hecho culpable a mi madre de algo que por una vez no le pertenece. Él
permanece en silencio, le da un trago a la cerveza y mira a Sara como si quisiera
adivinar de qué hablo.
—Lo siento. No debería haber hecho ese comentario, olvídalo.
—No te disculpes, en realidad me gustaría mucho saber. Saber para poder
acercarme a Sara, intentarlo es lo mismo que querer traspasar un muro de
piedra, inútil porque sabes que eso nunca sucederá.
—Cómo me alegra oírte decir eso, aunque me temo que no podré ayudarte. Si
se enterara de que te he contado algo la perderías para siempre y yo también.
—Es imposible perder lo que no tienes.
—No puedo decirte nada. No debo traicionar a Sara, aunque encontrarás el
camino. Lo sé, no me preguntes por qué pero lo sé.
Sara se acerca y al ver la forma en que Mateo la mira presiento que no está todo
perdido para ella.
—¿Qué haces aquí tan pronto? Todavía me falta un rato para salir.
—Me apetecía venir a verte y no tengo nada que hacer.
—Podéis iros si queréis. En un rato llega el vigilante y ya terminé con el
ordenador, ya me ocupo yo de lo que falta.
—No importa. Daré un paseo, me apetece respirar un poco de aire puro —digo
intentando que suene convincente. No me seduce la idea de estar vagando por la
montaña con el calor que hace, pero no quiero privar a Sara de la compañía de
Mateo.
Los dejo solos y camino hacia el bosque buscando un poco de sombra. Sara me
mira agradecida y siento que es como una niña pequeña que todavía no ha
vivido nada de lo que le tocaría para la edad que tiene.

Mientras Sara se ducha la espero en el balcón con otra cerveza. No estoy


acostumbrada a beber, después me dolerá la cabeza. Hemos quedado con Mateo,
aunque deberían estar ellos solos ella ha insistido en que viniera. Estoy segura de
que es la primera vez que él viene a su casa. Me gustaría estar dentro de su mente
para saber a qué tiene miedo. No hay que hacer ningún curso para besar a
alguien, te dejas llevar y ya está.
—¿Otra cerveza?
Me giro y veo a Sara en el marco de la puerta. Mi hermana es de esas mujeres
que están más guapas sin arreglarse que emperifolladas. No lleva ni gota de
maquillaje y el vestido de algodón largo y estampado la hace parecer una de esas
modelos que a pesar de estar demasiado delgadas lucen espectaculares.
—Tenía sed.
—¿Desde cuándo bebes cerveza?
—Desde hoy.
Alargo el brazo y choco mi lata con su botella de agua. Estoy tentada de
decirle que ella debería beberse otra porque brindar con agua da mala suerte, sin
embargo, me callo. La mala suerte ya la hemos vivido y no sé si es posible
sufrirla más.
—¿Ha ocurrido algo? —pregunta sentándose a mi lado en el suelo. Me encojo
de hombros porque no sé si quiero hacerla partícipe de lo que ocurrió anoche—.
¿Es por mamá?
—Aunque te parezca increíble, esta vez, no ha tenido nada que ver.
—¿Entonces?
—He hecho algo de lo que no me siento orgullosa, sin embargo, ahora
mismo saldría corriendo para repetirlo.
—¿Y qué te lo impide?
—Muchas cosas.
—¿Sabes algo de Diego?
—No. No he vuelto a hablar con él. Celia me ha dicho que está muy raro. No
sé cómo se lo voy a decir a ellos. Además, tendremos que vender el piso y
debemos la mitad de la hipoteca, y con mi sueldo no podré pagar un alquiler y
vivir. Y si ellos deciden irse con su padre me muero.
—¿Te has escuchado? No dices más que tonterías. Los niños ya no lo son tanto
y aunque se fueran con su padre no pasaría nada porque dentro de unos años se
irán de todas maneras, además de que no sabes qué harán. No entiendo esa
obsesión. Y la hipoteca debería ser la menor de tus preocupaciones, sobrevivirás.
—No quiero que piensen que soy una mala madre.
—Estás muy lejos de serlo, por desgracia sabemos lo que significa eso y ni por
asomo te acercas. Que no quieras a su padre no implica que no los quieras a ellos.
—¿Por qué nos tocó a nosotras? ¿Por qué no pudimos tener una madre
normal?
—¿Nunca te has preguntado cómo hubiera sido de haber querido a papá?
—Intentar no amar a alguien y, sin embargo, no poder evitar hacerlo debe ser
muy duro.
—Eso no es excusa para hacer lo que hizo —dice Sara más cansada que
enfadada.
A veces pienso que a mí me salvó mi rebeldía. Esos pequeños actos que me
atrevía a llevar a cabo a pesar de que sabía que lo que vendría después sería algo
parecido al infierno. Sin embargo, Sara nunca se rebeló. Jamás la vi enfadada
con mi madre, como si las cosas que ella le hacía se las mereciera y no tuviera
derecho a réplica. Lo aceptaba y se acabó. Nunca le he preguntado por qué no
tiene una mascota. No es normal cuando los perros le encantan y creo que,
aunque viva aquí sola, nuestra madre está presente. Como si fuera un fantasma
que ve todo lo que hace y pudiera reprocharle el llevar una vida que ella no
aprobaría. Se la ha traído, aunque no esté aquí f ísicamente, y parece que sus ojos
vigilantes y siempre alertas la estén observando a cada momento.
—A pesar de todo lo que hizo siento lástima por ella quizá por eso intento
justificarla —le digo.
Nos quedamos en silencio porque hablar de nuestra madre siempre nos
sumerge en un estado de sopor que nos deja agotadas.
29

He dejado a Sara con Mateo. La cena ha ido bien, hemos conseguido disipar el
malestar que flotaba en el aire antes de que él llegara. Me gusta mucho Mateo
para ella, pienso que es la pieza que le falta para empezar a ser una persona nueva.
He bebido demasiado, ahora estoy mareada y noto la boca seca y pastosa. Sara no
quería quedarse a solas con él, no me lo ha dicho, pero se lo he visto en los ojos.
Me siento en un banco a esperar a Mateo. Si no se queda a pasar la noche se lo
contaré todo, aunque después ella se enfade conmigo. Desde aquí veo a través de
la ventana que la luz del comedor sigue encendida, aunque ahora es la de la
lámpara auxiliar que hay al lado del sofá. Me incorporo en el banco como si al
hacerlo pudiera atravesar las cortinas y ver lo que está ocurriendo dentro.
Ha pasado mucho rato. Me duele el cuello de mirar hacia arriba a pesar de que
hacerlo no me dé ninguna pista de lo que sucede entre esas cuatro paredes.
Debería irme, pero me parece que si lo hago al momento Mateo saldrá por la
puerta, así que me recuesto en el banco y espero. Un hombre se sienta a mi lado y
me pide fuego, le digo que no tengo sin mirarlo porque estoy concentrada en la
luz de la ventana, por el rabillo del ojo lo veo levantar la cabeza y como después
me mira a mí.
—Eres muy guapa —dice.
Dejo de mirar la ventana durante un instante para observarlo y veo el deseo
dibujado en sus ojos. No siento miedo, a pesar de que no hay nadie en la calle a
estas horas. Me asombra que me encuentre atractiva, llevo el pelo atado en una
coleta mal hecha y la camiseta que me he puesto es demasiado ancha, además de
horrorosa. A eso hay que añadirle que me siento tan sucia que me parece que es
imposible que ese sentimiento no escape por los poros de mi piel dejando al
descubierto la persona horrible que soy. Pienso en decirle que soy lesbiana para
que me deje tranquila, sin embargo, vuelvo a mirar a la ventana sin hablar.
Debe creer que estoy ida porque se levanta y se va.
Me duele el cuello de mirar hacia arriba, cuando veo que se apaga la luz del
comedor tengo ganas de llorar de felicidad. Ese momento dura un instante
porque enseguida se enciende la luz del portal. Me levanto para abordar a Mateo
cuando salga. La tristeza que siento por Sara hace que me duela el pecho. Noto
una presión como si tuviera sentado un elefante encima. Se abre la puerta y sale
un hombre, pero no es Mateo. Me quedo de pie, el interior del piso de Sara sigue
a oscuras y Mateo no ha salido. Desvío la vista como si estuviera haciendo algo
indecoroso y miro al cielo que está cuajado de estrellas. Como aquella noche de
hace tantos años en los que siendo una niña les pedí que mi madre se muriera.
Las estrellas, en aquella ocasión, no me concedieron mi deseo, quizá estaban
cumpliendo el de otras personas y esta noche me toque a mí. Por eso, ahora,
entrelazo mis manos y les suplico que ayuden a Sara. Que utilicen su luz como si
fuera un hilo mágico para coser los pedazos y recomponerla sin dejar costuras
que le rocen recordándole que una vez estuvo rota.
30

Nunca me he sentido más fuera de lugar que en este momento. Todavía me


pregunto cómo mi madre ha conseguido que esta editorial publique un libro
con las recetas de la tía Leonor. El salón del hotel donde se hace la presentación
está decorado con muebles de estilo barroco. Las cortinas me parecen demasiado
gruesas para esta época del año y el dorado y las tapicerías con brocado hacen
que el ambiente se vea recargado. A pesar de eso es uno de los más caros de la
ciudad.
La editora va de un sitio a otro deteniéndose a saludar a los grupos de personas
que hacen corrillos. Nosotros permanecemos en un rincón como si nos
hubiéramos colado en una boda a la que no estamos invitados. La única que no
desentonaría sería mi madre si no estuviera enferma. Sin embargo, la
enfermedad la ha convertido en una persona diferente a la que era y ella sigue
empeñándose en ponerse la misma ropa, que le viene demasiado grande, y la
hace parecer un espectro. Hoy no está bien. Se le nota, aunque intente disimular.
Desde hace unos días apenas come y da la sensación de que está ausente. Eso es lo
que más me asusta porque ha sido controladora en exceso y verla así me hace
pensar que ha tirado la toalla. Se ha negado a utilizar la silla de ruedas, ahora
está cogida del brazo de mi padre al que se le ve encantado. Me asombra cómo la
mira y por eso sé que nunca se imaginó el calvario que ella nos hizo pasar. Si no
fuera así sé que esa mirada sería diferente, no lo hubiera permitido a pesar de
quererla con locura.
La editora viene a buscar a la tía Leonor y se la lleva con ella. La gente
empieza a tomar asiento. Mi tía está nerviosa. Nos mira y sonríe mientras se
coloca bien el cuello de la blusa que amenaza con ahogarla. La editora tiene
tablas y la lleva por dónde quiere. Da la sensación de que son amigas desde
siempre y están hablando de sus cosas una tarde cualquiera en el salón de su casa.
Al oírlas te dan ganas de comprar el libro y ponerte a cocinar, hasta tengo la
sensación de que huele a comida. Estoy feliz por mi tía, en la vida se hubiera
imaginado algo así. Cuando la editora le pregunta que si quiere decir algo ella le
da las gracias a mi madre y explica a su manera cómo el libro se hizo realidad.
Miro a mi madre y me parece que está feliz de verdad, como si hubiera hecho
esto para borrar los desagravios cometidos y mi tía se mereciera esto y mucho
más.
Ahora es la editora la que toma la palabra. Cuenta cómo la artífice de que el
libro haya visto la luz fue un día tras otro a la editorial con los platos preparados.
Adorna el relato haciendo que parezca un cuento y mi madre el hada buena. Al
oírla decir que solo una persona entregada a los demás y generosa sería capaz de
hacer algo así dejo de escuchar. Tarareo una canción y dejo que mis
pensamientos vuelen hacia otra parte. Lo que ha hecho mi madre está muy bien,
pero está muy lejos de ser la persona entregada y generosa que ha descrito la
editora. Si hay alguien generoso en esta historia desde luego no es ella. A ratos
siento que la odio y otras veces le tengo lástima. Por lo infeliz que ha sido y no
sé si el día que ya no esté, los demás podremos empezar a serlo. Nos queda esa
esperanza, sin embargo, ella se irá con la misma pena que la acompaña desde
hace tanto tiempo.
Sé que ha terminado el discurso porque la gente empieza a levantarse y se
acerca a la mesa para que les firmen los ejemplares. Nosotros esperamos. Se nos
ve contentos, como si fuéramos una familia normal y corriente donde no hay
heridas abiertas y daños irreparables. Cuando ya no queda nadie más que la
editora y nosotros, Marcos, que ha estado haciendo fotos todo el rato, nos pide
que nos acerquemos para inmortalizar el momento. La editora se ofrece para
hacer de fotógrafa. Nos dice que nos juntemos más y que sonriamos. El azar, o
las prisas por colocarnos, han hecho que a Sara le toque al lado de mi madre.
Está tensa. Casi diría que aguanta la respiración para evitar respirar el mismo
aire que ella.
Al acercarnos a la pantalla para ver la foto me doy cuenta de cómo entre ellas
dos se aprecia un hueco en el que cabría una persona. Mi madre, en vez de mirar
a la cámara, la mira a ella. Como si se hubiera dado cuenta en el último
momento de que estaban alejadas.
Yo llevo el mismo vestido que me puse para ir a cenar con Daniel. No he
querido comprarme nada nuevo, no me apetecía. Ahora al verme con él siento
que me estorba, como si me recordara lo que hice y que no estuvo bien. El móvil
vibra en el bolso pero lo ignoro. No quiero hablar con Diego y tampoco con
Daniel. Con el primero porque no tengo nada que decirle, solo cosas que le
harían daño y con el segundo por todo lo contrario. Siento que podría estar
hablando con él sin parar de infinidad de cosas. Y lo que ahora me parece una
deslealtad puntual se convertiría en otra cosa y me da miedo porque sé que
volvería a pecar con los ojos cerrados, pero ¿podría luego mirar a mis hijos a la
cara?
Es increíble que en ningún momento haya pensado en Diego como
perjudicado. Sería lo normal, él es el ultrajado, aunque pienso que si lo supiera
no le sorprendería porque lo nuestro está muerto y enterrado desde hace mucho
tiempo, pero los niños qué pensarían de mí. El vestido me está agobiando, como
si me apretara demasiado, aunque no es así. ¿Me arrepiento de haberme acostado
con Daniel? Si no lo hubiera hecho ahora no estaría con este peso encima, pero
no me había sentido tan viva desde hace mucho tiempo. Qué difícil me parece
todo. Mi madre se muere, y aunque siento pena, no en la medida que debería.
Mi cabeza está hecha un lío, pero mi corazón sabe lo que quiere y Sara me mata
de pena cuando la veo tan desvalida. La vida debería ser otra cosa y no un viaje
donde la mayoría de los caminos nos llevan siempre al mismo sitio en el que no
queremos estar.
31

Se podría decir que habíamos salvado la noche a pesar de mi madre. Ojalá las
cosas hubieran sido siempre como hoy. Estamos llegando a casa. Estoy cansada y
deseando darme una ducha. Hace calor y tengo la sensación de que mi ropa
huele a pecado. Mi madre no ha dejado de lanzarme indirectas, no puede
decirme claramente que sabe que el vestido no venía en la maleta. Si lo hiciera
sería admitir que había estado hurgando entre mis cosas.
Al acercarnos al portal veo una figura que me resulta familiar. Cuando
descubro quién es lo que más me gustaría es que la tierra se abriese y me tragara.
Diego, al vernos, se separa de la pared donde está apoyado y nos saluda. Coge la
bolsa de viaje como si hubiera estado esperando al recepcionista del hotel para
que le abriera la puerta y sonríe mientras saluda con la mano. En su actitud no
hay nada que delate que la última vez que estuvo aquí se fue sin despedirse. Yo,
en cambio, no puedo ocultar el desagrado que me provoca verlo. Al mirarlo
descubro que no se va a rendir y que la batalla va a ser larga y de lo que menos
ganas tengo es de guerra.
—Diego, ¿qué haces aquí? ¿Cómo no has llamado para avisarnos me hubiera
encantado que hubieras estado con nosotros?
La tía Leonor, viendo que yo no hago ademán de acercarme, se adelanta y le
da dos besos. Se dirige a él como si estuviera al tanto de lo que ha ocurrido. Lo
cierto es que no tiene ni idea de nada porque no hemos hablado desde que se fue.
—He llamado a Alicia —dice mirándome.
—Tengo el móvil en silencio. Lo puse al entrar a la presentación —digo
mientras rebusco en el bolso para dar más veracidad a mis palabras y porque así
evito mirarlo. No había necesidad de decir que me ha llamado delante de ellos.
Para rematar entran un montón de mensajes en el móvil que hacen que quede
como la embustera mayor del reino. Marcos no podía haber sido más
inoportuno a la hora de enviar las fotos.
Saluda a mis padres y a mis tíos y me deja a mí para el final. Me besa en los
labios y la piel, esa que no miente, hace que una corriente de rechazo me recorra
de arriba abajo. Entramos en el portal y esperamos al ascensor. No cabemos los
seis, así que yo subo andando a pesar de que de todas maneras hay que hacer dos
viajes.
En cuanto entro en casa voy al lavabo y me lavo la boca con agua fría para
borrar el rastro de su beso. ¿A qué habrá venido? No se da cuenta de que lo único
que hace es empeorar las cosas. Al levantar la vista y verme reflejada en el espejo
ensayo una sonrisa falsa. No quiero que estén incómodos por mi culpa, pero la
sonrisa se me antoja una mueca que hace que parezca que estoy desequilibrada.
Cojo un coletero y me recojo el pelo en un moño. Sé cuánto le gusta que lo lleve
suelto. Me abrocho dos botones del vestido, haciendo que pierda todo el
encanto, la mujer que me devuelve la mirada no es la misma de hace dos
minutos, ni por fuera ni por dentro.
Al salir del baño ya están en el comedor. Parece que los tíos no quieren irse a
su casa, como si la noche fuera mágica y cuando nos separemos se romperá el
hechizo. Mi madre me mira y sé que sabe lo que siento. Siempre ha sido así, eso
de que las madres lo saben todo en el caso de la mía es verdad.
—Ha sido una tarde fantástica, pero estoy cansada, me voy a la cama.
—Nosotros ya nos vamos. Alicia, venid a dormir a casa, tu tío y yo
dormiremos en las habitaciones de los chicos —cuando oigo a mi tía decir eso
maldigo la educación que le dieron y que hace que le ofrezca su cama de
matrimonio a todo el mundo.
—No hace falta, aquí estaremos bien.
—Pero qué dices. No vais a dormir los dos en la cama pequeña. Voy
cambiando las sábanas venid cuando queráis.
Sale sin darme opción a réplica y cuando miro a Diego y veo su cara de
satisfacción vuelvo a maldecir a mi tía en silencio. Me entretengo más de lo que
sería necesario para coger una camiseta vieja y un pantalón corto para dormir.
Antes de salir me cambio el tanga por unas bragas de algodón que encuentro en
el cajón de la cómoda, me las llevo a la nariz y las huelo, huelen a guardado,
mejor para mí. Todavía no sé por qué mi madre no ha tirado algunas de las cosas
de las que dejé en mi habitación.
No me ducho, no quiero que Diego se lo tome como una invitación a
compartir algo más que el colchón. Evito mirarlo porque lo que hice no estuvo
bien, aunque no me arrepiento y a pesar de esa falta de arrepentimiento sé que
no volveré a hacerlo, al menos mientras sigamos juntos.
Me desvisto de espaldas a él y me pongo la camiseta sin quitarme el sujetador.
—Estás muy guapa. ¿Ese vestido es nuevo?
—Lo compré para la presentación del libro —digo mientras lo doblo de
cualquier manera y lo dejo en el taburete que hay al lado del armario.
Abro la ventana, pero no entra nada de aire, hace calor y me arrepiento de no
haberme dado esa ducha. Me meto en la cama de espaldas a él y oigo como se
desviste. No ha abierto la bolsa de viaje así que deduzco que se ha quedado en
calzoncillos. Si me muevo un milímetro me caeré al suelo. Cierro los ojos y pido
que no se acerque y que no me hable. No quiero hacerle daño, pero voy a
mantenerme firme en mi decisión. Siento que estoy desgastada, como si alguien
hubiera estado borrando mi esencia con una goma. Diego estira el brazo y
apoya la mano en mi cadera. Me pongo tensa y espero a que la retire al ver que
no obtiene respuesta por mi parte, pero hace todo lo contrario, intenta meter la
mano por debajo del pantalón corto y se la aparto de un manotazo. Me levanto
de un salto como si en la cama hubiera un extraño en vez de la persona con la
que he dormido durante tantos años.
—Diego, para, no voy a volver contigo. No puedo, créeme que lo he
intentado, pero no puedo. No me obligues a ser cruel.
—Estás con alguien, es eso. Dímelo, necesito saberlo, puedes contármelo lo
entenderé —insiste.
—No tengo nada que contarte.
Le digo una verdad a medias porque Daniel no ha tenido nada que ver en mi
decisión. El amor que sentía por Diego desapareció hace mucho tiempo y hasta
me pregunto si he llegado a estar enamorada de él alguna vez. En silencio vuelvo
a culpar a mi madre como si ella fuera la causante de todos mis males. Salgo de
la habitación dejándolo sin una respuesta lo que hace que me sienta un ser
despreciable, pero ahora mismo no estoy preparada para enfrentarme a él.
32

Diego siempre ha sido un tramposo, pero hay líneas que nunca había cruzado.
Hoy se las ha saltado todas. Cuando he preparado la mesa para comer no
imaginé que tendría que poner dos cubiertos más y aunque me moría de ganas
de ver a mis hijos este no era el momento ni el lugar. Tengo mala cara. Me veo
reflejada en el cristal de la vitrina y desplazo la silla un poco hacia la derecha
para evitar verme. Soy una copia de Sara. La misma expresión en los ojos de
animal asustado como si los faros de un coche me hubieran sorprendido
cruzando la carretera y supiera que ese era el final. Mi madre ejerce de perfecta
anfitriona, lo que hace que la situación no sea incómoda a pesar de que sus
nietos son casi unos extraños para la familia atípica que somos. Ahora me
pregunto si hice bien en mantenerlos alejados para protegerlos.
Aunque en la mesa somos demasiados para lo pequeña que es el único que me
sobra es Diego. En este momento lo detesto con toda mi alma. Cuando he
abierto la puerta y los he visto no he podido evitar lanzarle una mirada cargada
de reproche que él ha ignorado. Celia no hace más que abrazarme todo el rato
como si quisiera recuperar los abrazos que nos hemos perdido el tiempo que
hemos estado separadas. Carlos es más reservado y está en esa edad en que las
muestras de afecto le avergüenzan y cuando nuestras miradas se cruzan veo algo
que no sé descifrar y que antes no estaba.
Recojo la mesa y les digo que no se les ocurra levantarse que en la cocina no
cabemos y me apaño mejor sola. Vacío los platos enfadada como si ellos tuvieran
la culpa de que Diego los haya hecho venir, según él para darme una sorpresa.
Desde aquí oigo palabras sueltas que me dan una pista de lo que hablan y a pesar
de cómo es mi madre en este momento me ha salvado. Hoy ha adoptado el papel
de madre protectora, como si yo fuera lo más importante para ella y por eso se
guarda mucho de hacer algún comentario que pueda incomodar a esos nietos a
los que apenas conoce por mi culpa. Oigo cómo hacen planes para ir a la casa de
la playa y pasar allí el fin de semana. Bendigo a quien sea que se le haya ocurrido
la idea porque si tenemos que estar aquí dos días todos juntos en tan poco
espacio me ahogaré.

La casa sigue teniendo el aspecto de las viviendas no habitadas, aunque no


haga mucho tiempo que vinimos a lavarle la cara. Hay alguna telaraña que se
nos pasó por alto y sigue oliendo a cerrado, además de que la fachada y las
contraventanas necesitan una mano de pintura, ahora desconchada. Las malas
hierbas se han adueñado del exterior y un manto de verdín cubre las farolas y la
fuente de piedra. Ahora, con el trasiego de gente, yendo de un sitio a otro parece
que esté un poco más viva, como si necesitara de ellas porque las casas se
construyen para eso para que las personas les den vida.
—Mamá, vamos a bajar a la playa. ¿Vienes?
—Voy a ayudar a la abuela, ahora iré. Poneos crema que el sol quema y estáis
muy blancos.
—Este sitio es muy guay, no sé por qué no hemos venido más —dice Celia
mientras me abraza para despedirse—. No tardes, quiero comprobar si es verdad
eso de que eras la mejor nadadora de toda la urbanización.
Cuando miro a Celia por detrás es como si estuviera viendo a mi yo del pasado.
Se parece a mí de una manera increíble. Baja las escaleras dando saltitos mientras
se sujeta el sombrero de paja que cogió de mi habitación. Diego se ha ido con
ellos y cuando se vuelve a mirarme me parece estar viendo a un extraño. Dejo
caer la cortina y su imagen desaparece de mi vista. Ojalá fuera tan fácil hacerlo
desaparecer de mi vida. Ayudo a mi madre a cambiarse de ropa. Elige un vestido
de algodón blanco, largo y ancho, ideal para la playa. Recuerdo cómo me
gustaba verla así vestida, me parecía que esos días en que no esperaba visita era
un poco más libre, como si los otros días además de apretarle la ropa también lo
hicieran los sentimientos.
—¿De verdad te apetece bajar a la playa? Estarías más cómoda aquí.
—Todavía no estoy muerta. Déjame disfrutar un poco de mis nietos.
No sé por qué dice eso, tengo la certeza de que no tiene ningún sentimiento
por ellos, apenas han tenido trato. Evito decir nada porque cuando la miro me
parece que la persona que tengo enfrente no es mi madre. Físicamente no tiene
nada que ver, de lo que guarda dentro ya no estoy tan segura, aunque me inclino
a pensar que también es diferente.
En la playa se sienta en la hamaca que se ve antigua, igual que la sombrilla
gigante de rayas de colores desteñidos por el sol y con unos flecos alrededor. La
dejo con mi padre y me acerco a la orilla. Celia y Carlos me salpican y grito
cuando el agua me moja, está helada. Doy unas brazadas para entrar en calor y al
detenerme veo que me he alejado demasiado. Cuando veo que Diego viene hacia
donde estoy empiezo a nadar deprisa en su dirección, como si quisiera
encontrarme con él, al llegar a su altura no me detengo sigo nadando hasta salir
del agua. Me dejo caer en la orilla de espaldas y Celia se tumba a mi lado.
—Mamá, esto es el paraíso —dice mientras estira el brazo y me agarra la
mano. La brisa trae hacia mí el perfume de mi madre. Podría decirle que el
paraíso no es un lugar, que el paraíso son las personas que lo habitan, porque
aquí en este sitio idílico también puede estar el infierno camuflado.
Apenas queda nadie en la playa más que nosotros, el sol ya hace rato que se
escondió y hace humedad.
—Me apetece arroz negro —dice mi madre de repente.
—¿Para cenar? Igual no te sienta bien —le dice mi padre siempre pendiente de
ella.
—Sabré yo lo que me apetece. Que te acompañe Diego, no quiero que
conduzcas solo ya mismo estará oscuro. Para los chicos trae pizza de ese sitio
donde siempre hay cola, deja las llaves en el macetero de la entrada nosotros nos
iremos en un rato.
Si mi padre no tiene ganas de ir al pueblo no lo demuestra, los deseos de su
mujer son órdenes, fue así desde siempre y ahora que ve como la vida se le escapa
mucho más. No hace ni diez minutos que se han ido y ella se levanta de la
hamaca.
—Me voy a casa estoy un poco mareada.
Cuando nos vamos a levantar nos detiene con un gesto.
—No hace falta que vengáis conmigo. Aprovechad, esta es la mejor hora para
estar aquí, además vuestra madre tiene que deciros algo importante.
Esto último lo dice mirándome a mí y pienso en que no tiene ningún derecho
a inmiscuirse en mi vida y decidir por mí cuál es el mejor momento para hablar
con mis hijos. Tampoco sabe si hubiera preferido hacerlo con Diego presente,
creo que eso se lo debo. Al quedarnos solos no sé por dónde empezar y me parece
que esto es lo más difícil que he tenido que hacer nunca. Ellos no preguntan qué
es eso que tengo que decirles, permanecen en silencio como si no quisieran saber
qué es. Carlos lanza piedrecitas al agua y Celia se abraza las rodillas como si
tuviera frío.
—Tengo que deciros algo que no es fácil para mí. Papá y yo vamos a
separarnos. Hubiera preferido decíroslo cuando estuviera él, pero ahora ya da
igual.
—¿Por qué? —pregunta Carlos sin mirarme. Sigue lanzando piedras al agua
como si estuviéramos hablando de cualquier cosa sin trascendencia.
—Ya no estamos bien, las cosas han cambiado y lo mejor es que cada uno haga
su vida por separado. Eso no quiere decir que no podamos hacer cosas los cuatro
juntos y que hayamos dejado de querernos.
—¿Le has puesto los cuernos?
—No. —Me duele que Carlos me haga esa pregunta porque en ningún
momento se ha planteado que lo haya podido hacer su padre. Ese «no» me
quema en la boca y me arrepiento de haberme acostado con Daniel porque la
mentira que acabo de decir me pesará para siempre como si tuviera el alma llena
de plomo.
Celia se acerca a mí y me abraza, necesito saber qué piensa su hermano pero su
carácter introvertido no le deja expresar lo que siente. Lo tengo al lado y me
parece que está a miles de kilómetros de mí. Me siento la peor persona del
mundo por desbaratarles la vida para intentar que la mía sea mejor. Ese
pensamiento hace que me derrumbe y Celia me dice al oído que no llore, que no
pasa nada, que hoy en día todo el mundo se separa. Al notar en el brazo la
caricia de Carlos lo atraigo hacia mí y así permanecemos abrazados los tres,
mientras lo único que se oye es el sonido de las olas al romper en la orilla y el
graznido de las gaviotas, que parece que quisieran hablar para poder gritarme
mentirosa.
Levanto la cabeza y veo cómo Diego nos observa a lo lejos. Le hago un gesto
con la mano invitándolo a que venga con nosotros. No hay apenas luz, por lo
que no puedo verle la cara, sin embargo, puedo adivinar el gesto de desprecio al
ver cómo se da la vuelta y se aleja, y me doy cuenta de que he cometido un error
que no me va a perdonar. Aunque para él lo peor que he hecho ha sido dejar de
quererlo y no el decirles a nuestros hijos que no vamos a seguir juntos.
33

Diego se ha ido otra vez sin despedirse. Qué mal lo está haciendo, aunque no soy
quién para dar lecciones. De camino al pueblo no dejo de mirar a Celia y a
Carlos por el retrovisor. Aparentemente, son los mismos, pero sé que solo es en
apariencia y que por dentro ya no son los que eran ayer, porque sus padres, esos
que tienen que cuidarlos y protegerlos, no han podido hacerlo peor. Dentro de
un rato tendría que llevarlos al aeropuerto, pero han querido quedarse unos días.
He llamado a Diego, no lo ha cogido y tampoco ha leído mis mensajes. Esa
actitud infantil me parece ridícula.
Mi madre se ha empeñado en venir con nosotros, a pesar de que no tiene buen
aspecto. Nunca se le dio bien delegar y parece que no se fía de mí a la hora de
hacer la compra. Llenamos el carro de chucherías como si fuéramos a celebrar
algo y me pregunto por qué no celebramos más la vida. Dejamos tantas cosas
para momentos especiales que pasamos por el resto de puntillas. A la vuelta
tenemos que detenernos en el arcén. Mi madre vomita en la cuneta y mientras
la sostengo, en cada arcada, parece que vaya a romperse.
Al llegar a casa la ayudo a meterse en la cama, envío a los niños a la playa y le
pido a mi padre que los acompañe. No me gusta verlo aquí como un alma en
pena, además ahora pienso que no ha sido buena idea que ellos se queden. Llamo
a Sara para decirle que mamá no está bien, pero no me dice si vendrá, tampoco
se lo he pedido. Preparo algo rápido para comer y vuelvo a la habitación para
estar con mi madre. No sé si se merece que esté a su lado, pero yo ya la he
perdonado. Me ha costado muchos años, creo que demasiados, aunque hay
quien se merece que la odien para siempre, porque hay personas llenas de
maldad que hacen mucho daño. No sé si sus pecados la convierten en una de
ellas.
El sonido del motor de un coche me saca de mis cavilaciones y me asomo a la
ventana para ver quién es. Es Sara, a pesar de todo ha venido. Bajo a buscarla y
me parece que ha cogido algo de peso, aunque no sé si son cosas mías por las
ganas que tengo de verla recuperada.
—Hola, no sabría si vendrías.
—Todavía no sé por qué lo he hecho.
—Porque eres una buena persona y porque no se puede arrastrar el rencor
durante tanto tiempo sin evitar que este acabe por hundirnos.
—¿Cómo está?
—Mal.
Entramos en casa y Sara deja el bolso y baja a la playa, no sube a la planta de
arriba donde están las habitaciones ni se cambia de ropa y pienso en lo dif ícil
que va a ser para ella porque hay heridas que no curan, aunque cicatricen,
siempre están ahí.

Si mi madre no se estuviera muriendo en la habitación de al lado parecería un


día cualquiera de verano de una familia sin dramas a sus espaldas. Es la hora de la
siesta y hace calor, en la casa se está más fresco que fuera. Después de comer nos
hemos repartido por las habitaciones porque no teníamos nada que decirnos y el
silencio era incómodo. De qué hablar cuando la muerte está esperando para
llevarse a uno de los que estamos aquí. A ratos oigo a mi padre llorar, bajito,
como si lo hiciera para dentro. Aparte de eso el silencio es absoluto, parece que
estuviéramos jugando al escondite con la parca y no hiciéramos ruido para evitar
que nos encontrara.
Celia y Carlos han bajado a la playa, les encanta este sitio y aunque no dicen
nada sé que se preguntan por qué no hemos venido más. Mi madre nunca los
trató mal, pero yo no podía evitar odiar esta casa porque el rencor tiene buena
memoria. Me parecía que viniendo aquí con ellos le estaba dando la razón a ella,
como si todo lo que había ocurrido no fuera para tanto y Sara y yo lo
hubiéramos agrandado en nuestra mente.
Oigo el ruido de la puerta, Celia y Marcos han vuelto y bajo para estar con
ellos.
—¿Ya os habéis cansado de tanta agua?
—Queremos ir al pueblo a dar una vuelta para comprarnos algo de recuerdo.
—Si no te parece mal —dice Celia.
—¿Por qué va a parecerme mal?
—No sé, como la abuela no está bien.
—Aquí no hacéis nada y la vida no se detiene porque alguien deje de respirar.
—Entonces vamos a ducharnos.
Los dos trotan escaleras arriba y pienso en que si ha servido de algo no traerlos
más es que no van a sufrir cuando su abuela ya no esté. No la quieren porque yo
no se lo he permitido y nunca sabré si de haber actuado de otra forma sus
sentimientos serían diferentes. Para que te quieran te lo tienes que ganar y, a
pesar de cómo era, estoy segura de que los que hemos vivido con ella lo hacemos,
a nuestra manera. Como si lo contrario fuera imposible a pesar de los daños.
34

Hemos vuelto de la casa de la playa, mi madre tenía visita con el oncólogo. Allí
se está mejor, todavía no hay mucha gente y la temperatura es más fresca. Ella
no ha querido volver a pesar de que el médico ha dicho que podía hacer lo que
quisiera cuando le pregunté. Eso me dice que el final está cerca. Hace apenas
unas semanas decía que quería morir allí, hablaba de la muerte con naturalidad
como si no fuera con ella y no le diera miedo. Sin embargo, estos últimos días
esa serenidad ha desaparecido y se la ve triste y asustada, además de que los
dolores han aumentado. No me gusta salir para que mi padre no se encuentre
solo cuando llegue el momento que estamos esperando, pero hoy necesitaba
airearme un poco. Acerco a mis hijos a la perrera y así aprovecho para ver a Sara,
cuando viene a casa no podemos hablar de nada porque nunca estamos solas.
Celia y Carlos han conocido a unos chicos que hacen voluntariado y han
quedado para salir esta noche con ellos. Celia se ha arreglado mucho para venir
a pasear perros y acarrear sacos de pienso. La sonrisa que aparece en su cara
cuando se acerca uno de los chicos con los que han quedado confirma mis
sospechas. Saludo a Mateo que me hace un gesto con la mano indicándome que
Sara está en la parte de atrás. Me acerco y cuando veo cómo me mira me doy
cuenta de que piensa que vengo a decirle que mi madre ya se ha ido. Ha soltado
el rastrillo que tenía en la mano y ha cruzado los brazos como si se abrazara.
—Hola, he venido a traer a los niños.
Cuando me oye deja escapar el aire y se apoya en un árbol como si se hubiera
mareado.
—¿Quieres beber algo? —dice en un tono plano. No pregunta nada porque
para ella es mejor no saber.
—Una cocacola si hay.
Caminamos hasta el bungalow y saca un par de latas.
—¿Qué tal con Mateo? —pregunto arrepintiéndome al momento. No me ha
contado nada y no quiero forzarla a que lo haga.
—Bien.
—¿Solo bien?
Encoge los hombros y evita mirarme como si le diera vergüenza hablar de
ello. Me gustaría que su actitud fuera otra, tendría que estar exultante como se
está cuando te enamoras, debería hablar sin parar de Mateo y de lo feliz que se
siente. Por el contrario, su actitud es cautelosa como si tuviera miedo.
—¿Y tú con Diego?
—No he hablado con él desde que se fue. ¿Se puede ser más gilipollas?
Tendremos que hacerlo algún día. Ni siquiera ha preguntado por mamá, sabe
que nuestra relación no es buena, pero no deja de ser mi madre.
—Ser madre no es parir —dice con rabia, como si le hubiera molestado lo que
he dicho.
—¿No tienes ningún recuerdo bueno de ella?
—Claro que sí.
—¿Entonces?
—Soy así por su culpa.
—¿Y cómo eres? A mí me gustas mucho.
—A la que debería gustarme es a mí.
—Puedes empezar a intentarlo desde ahora mismo, cambiar lo que no te
gusta, la gente evoluciona. Te quedan muchas cosas por vivir no renuncies a ellas
por miedo.
Da un trago largo de la lata y mira a lo lejos. No quiero presionarla más, todo
lo que digo me parece que a ella le afecta más que a cualquier otro.
—No dejo de pensar en Daniel —digo cambiando de tema.
—¿Por qué no lo llamas?
—Me siento sucia, esa es la palabra, como si el hecho de acostarme con él
estando casada me hubiera convertido en un ser repugnante.
—¿Pero qué dices? Lo que has hecho no es para aplaudirlo, pero tampoco es
una cosa repugnante. Ya no estabais bien.
—¿Tú crees que hay quien se merece que lo engañen?
—Supongo que sí.
—El hecho de que mamá esté mal todavía hace que me sienta peor. Ahora mi
prioridad debería ser ella, sin embargo, no puedo arrancarme a Daniel del
pensamiento.
—Acabas de preguntarme si hay quien se merece que lo engañen, quizá
también haya quien se merezca no ser la prioridad en la vida de los demás.
Mateo se acerca y cuando veo cómo mira a Sara cientos de campanillas suenan
en mi corazón.
—Hola, tus hijos son los mejores voluntarios que hemos tenido nunca.
Sonrío agradecida por el comentario. Él rodea a Sara por los hombros, la atrae
hacia él y la besa en la cabeza. Ella se pone colorada y baja la vista al suelo.
—¿Quieres venir a cenar? No será una fiesta, pero necesito la compañía de
alguien que no tenga más de sesenta años —le digo y no sé si a Sara le apetecerá,
supongo que si no quiere se lo dirá.
—No quiero molestar, sé que no es un buen momento.
—No molestas para nada. Al contrario, nos vendrá bien hablar de otras cosas.
Si no teníais otros planes.
—¿Tú qué dices, rubia? ¿Teníamos otros planes?
Me gusta que le pregunte si ella quiere venir y doy por supuesto que aunque no
todo algo le habrá contado.
—Me parece bien.
—Del postre me encargo yo, nos vemos en un rato —dice Mateo y vuelve a
besarla, esta vez en los labios. Lo más normal del mundo para cualquiera, pero
no para Sara.
Evito decir nada, aunque le diría cómo me alegro por ella porque Mateo le va a
hacer mucho bien, y porque en el poco rato que han estado juntos me ha
parecido ver a una persona diferente de la que me encontré cuando bajé del
avión hace unas semanas.
35

Dos semanas. Ese es el tiempo que durará mi madre según el médico. No


decimos nada, ni preguntamos si es seguro o hay posibilidad de que se hayan
equivocado. Él nos mira como si su cara fuera una máscara que se pone cuando
tiene que dar este tipo de noticias y al ver nuestro silencio dice en voz más baja
«aproximadamente». El fluorescente hace un ruido molesto, como si una
mosca se hubiera metido dentro y no encontrara la salida, y se disculpa, como si
eso fuera peor que decirnos que mi madre se muere.
No sé qué debe pensar, aunque supongo que debe estar acostumbrado y habrá
visto todo tipo de reacciones porque cada uno siente y expresa el dolor de una
manera. Mi padre es el único que manifiesta alguna emoción, se echa a llorar y
no para de repetir que se tenía que haber ido él porque mi madre nos hace más
falta que él. Siento lástima de él. Me pregunto si de verdad es posible que no se
haya dado cuenta a estas alturas de que a pesar de que siempre nos hizo falta no
la tuvimos casi nunca.
Sara podría pasar por una persona ajena a la familia. Como si lo que el médico
acaba de decir no fuera con ella o como si estuviera escuchando la previsión del
tiempo en las noticias y, aunque anunciaran tormentas, le diera igual porque no
tiene planes y no piensa salir de casa. ¿Y yo? Yo quiero a mi madre a pesar de
todo, y si miro a Sara me siento culpable ya que lo único que debería sentir por
ella es desprecio. No puedo evitarlo, a dejar de querer no se aprende. No es lo
mismo que practicar un idioma como hacía yo en casa de miss Abby. Haber
estado ausente todo este tiempo, donde creía que la odiaba más que la quería,
me hizo pensar lo que no era, porque a mi vuelta descubrí que estaba
equivocada.
Cuando era buena con nosotras era la mejor. Si cierro los ojos y pienso en los
buenos momentos recuerdo el olor de su pelo, como si el último abrazo me lo
hubiera dado hace un instante. Y noto el calor de su cuerpo cuando se metía en
nuestra cama si estábamos enfermas, y el tacto de sus manos al extendernos la
crema del sol mientras nos decía lo orgullosa que estaba de nosotras y cuánto
nos quería. Si pusiera en una balanza los días malos pesarían más que los buenos.
No porque hubiera más, no lo sé con exactitud, sino porque los malos lo eran
tanto que su carga es mucho mayor y para compensarnos tendría que vivir otra
vida y no sé si le alcanzaría. Sin embargo, la memoria se resiste a que sea así y
quizá haga trampas y maquille los recuerdos, porque en el fondo de mi corazón
la mayoría del tiempo no le guardo rencor, aunque no puedo evitar que a veces
me sacudan ramalazos de inquina hacia ella.
Al salir de la consulta guardamos el mismo silencio pesado y sombrío que ha
reinado mientras escuchábamos cómo iba a ser el proceso. Podría haberle dicho
al médico que se equivocaba y que nada de lo que había dicho sucedería así
porque mi madre era una tramposa y, aunque esta partida la tenía perdida, al
final se iría de la manera que ella quisiera. A medida que nos acercamos a su
habitación caminamos más despacio, como si quisiéramos retrasar el momento.
¿Qué le diremos? Ella no ha querido saber el tiempo que le queda, ni cómo va a
ser. Así que ahora tendremos que fingir, como si viniéramos de la cafetería y no
de un despacho donde se supone que nos han dado una de las peores noticias de
nuestra vida.
Antes de entrar le aprieto el brazo a mi padre para darle fuerzas y al mirar a
Sara me pregunto si él será el único que de verdad sienta lo que está pasando. Mi
madre al oírnos entrar gira la cabeza y nos mira. Parece un esqueleto y da la
sensación de que la cama quisiera tragársela. Sonríe y nos pide que abramos un
poco la ventana porque tiene calor. No es verdad, la piel de gallina la delata, lo
ha dicho para romper el silencio. Nos conoce y sabe que de los cuatro ella es la
más fuerte, aunque la vida se le esté escapando a pasos agigantados. Como
tampoco es verdad que no tenga miedo porque lo tiene dibujado en los ojos y
escrito en la cara a pesar de la sonrisa fingida y la aparente tranquilidad.
Mi padre se deja caer en la butaca y la coge de la mano. Sara mira por la
ventana de espaldas a ella y yo me siento en el filo de la cama y le agarro la otra
mano. La que me queda libre se la doy a Sara y me parece que una corriente pasa
desde la de mi madre a la mía, como si quisiera pedir perdón por todo lo que
hizo mal. Cierro los ojos para evitar que las lágrimas escapen de ellos y con la
mente le digo a Sara que se acerque a nuestra madre. Que la perdone porque si
no lo hace se arrepentirá el resto de su vida y, aunque es imposible que me haya
leído el pensamiento, suelta mi mano bruscamente. Al abrir los ojos la veo
abrazarse como si quisiera sostenerse para evitar caerse.

Esta noche me quedaré yo en el hospital, mi padre se ha sentido aliviado con


mi ofrecimiento, no soporta verla así. La mujer que está tumbada en la cama no
tiene nada que ver con la que ha compartido tantas cosas. Celia y Carlos irán a
dormir a casa de Sara, estarán mejor allí que con mi padre al que apenas
conocen. Cuando decidí mantenerlos alejados de mi madre también le robé a él
su derecho de ejercer como abuelo. Me pregunto qué estará haciendo. Lo
imagino vagando por las habitaciones del piso como si estuviera buscando algún
objeto perdido imprescindible para él y creo que no ha sido buena idea que se
quede solo.
—Siéntate.
La voz de mi madre me sobresalta. Es una voz rasposa y cansada, parece que
sale del fondo de un pozo.
—¿Qué haces despierta?
—¿Sabes que un tercio de la vida lo pasamos durmiendo? —dice ignorando mi
pregunta.
—No tenía ni idea.
—Un tercio de la vida durmiendo y de diez a cuarenta minutos soñando cada
vez que lo hacemos.
—Me parece muy poco tiempo para soñar.
—También se puede soñar con los ojos abiertos.
—Eso es hacer trampas.
Un amago de sonrisa aparece en su cara y hace un gesto con la mano dando a
entender que lo que he dicho es una tontería.
—Dar por vivido lo soñado sí es hacer trampas. Es vivir a medias.
—Se puede vivir a medias sin necesidad de soñar con nada.
—¿Lo dices por ti?
—Deberías intentar dormir un poco. —No quiero cansarla. Se nota que le
cuesta hablar, no sé si será el efecto de los calmantes o que el final está más cerca
de lo que nos ha dicho el médico.
—No tengo sueño y no has contestado a mi pregunta.
—Se podría decir que es lo que he hecho durante un tiempo, vivir a medias.
—¿Y quién tiene la culpa de eso? Nadie más que tú.
—No estoy tan segura de eso —evito decirle que ella es la menos indicada para
afirmar eso. Con su manera de hacer las cosas se encargó de arrebatarnos
momentos a casi todos los que estábamos a su alrededor.
—Una vez compré un libro que decía que podías conseguir lo que quisieras si
seguías unas pautas. Había que verbalizar lo que anhelabas durante todo el día,
aunque te pareciera que eso nunca sucedería, y tenías que conectar con el
universo para que este te concediera eso que repetías como un loro. Casi me
vuelvo loca. —Se ríe y me pide un poco de agua que bebe despacio antes de
seguir hablando—. Además, tenías que dar gracias por todo, todo el rato.
Gracias por tener un techo donde vivir, un trozo de pan que llevarte a la boca,
por conseguir aparcamiento, por tener agua al abrir el grifo, gracias, gracias,
gracias… Creo que el universo no me concedió mi deseo por eso, me cansé de dar
las gracias enseguida. Era agotador. Desde luego si alguien llegó a conseguir lo
que quería se lo habría ganado con creces.
—Perseguir sueños durante tanto tiempo también debe ser agotador.
—Bastante, aunque si das por vivido lo soñado como te dije antes… es dif ícil,
pero con el tiempo lo consigues. Cierras los ojos y sueñas despierta y te parece
que de verdad estás en el sitio que te gustaría y con la persona que te gustaría.
Es la primera vez que mi madre habla del amor prohibido que la ha
atormentado hasta el punto de hacerla infeliz durante tantos años, aunque sea
indirectamente. Debería pedirle que se callara porque me parece que ensucia la
imagen de mi padre; pero no lo hago porque aunque en esta historia la víctima
es él a mí ahora me parece que ella lo es mucho más.
36

Carlos y Celia se han ido a la playa, es la rutina que han tomado como si
siempre hubieran vivido aquí. Por las tardes se acercan a la perrera o quedan con
los chicos que conocieron allí. No están tristes. Su abuela es una extraña para
ellos, no entran nunca en su habitación, cuando pasan por delante para ir al
baño los veo mirar de reojo como si les diera miedo entrar. La tristeza ajena solo
te salpica cuando has convivido con ella, se te pega a la piel y al alma como una
lapa y no hay manera de deshacerte de ella por mucho que lo intentes. Eso nos
pasó a Sara y a mí, hicimos nuestra la tristeza de mi madre y no fuimos capaces
de disfrutar de casi nada.
No quieren irse a casa a pesar de que aquí el ambiente es de todo menos festivo.
No he vuelto a hablar con Diego, no he intentado ponerme en contacto con él y
él tampoco conmigo. Dentro de nada tendré que volver y no sé cómo lo vamos a
gestionar, en este momento me siento incapaz de compartir espacio con él. Sé
que habla con los niños, ellos no me lo han dicho, como si al decirles que me
quería separar de su padre lo hubieran hecho desaparecer de mi vida, pero los he
escuchado. No ha sido adrede, en esta casa se oye todo hasta lo que no quisieras.
El silencio la envuelve de día y de noche como si estuviera muerta, ni siquiera se
oye el goteo de algún grifo o el motor de la nevera, hasta la cisterna ha dejado
de gotear por arte de magia.
Ayer al salir de la ducha me pareció oír hablar a mi madre y me acerqué a su
habitación a ver si necesitaba algo. Hace dos días volvimos del hospital, allí ya
no pueden hacer nada. Nos han dado unas pautas para ajustar la medicación y
controlar el dolor. El mismo silencio que guardamos en el hospital nos sigue
acompañando, se ha instalado en cada rincón y parece que andemos de puntillas
para evitar romperlo. No sabía que Sara había venido, debió llegar mientras me
duchaba, y me sorprendió verla sentada a su lado. No entré en la habitación y
ella no me vio porque estaba de espaldas a la puerta. Mamá le pedía que le pusiera
morfina y le dijo que había leído que una sobredosis podía ser mortal. No sé con
qué intención lo dijo, podría ser que le estuviera pidiendo que terminara de una
vez con su sufrimiento o quizá que pensara que a ella se le estaba pasando por la
cabeza hacerlo. No entré, ni tampoco me quedé para ver qué decisión tomaba
Sara. Me senté a esperarla sabiendo que cualquier cosa que hiciera no me
parecería mal y no la juzgaría. Me alegro de que no me lo haya pedido a mí
porque no sé lo que hubiera hecho. No soporto verla así y tampoco ver el dolor
que arrastra Sara y que ella cree que terminará cuando la causante de él ya no
esté. Muerto el perro se acabó la rabia. Eso debe pensar, aunque está equivocada.
Hay muertos que siguen presentes durante toda la vida, como si siguieran vivos.
El tiempo para olvidar es proporcional al dolor que acumulas dentro del alma.
Al verla entrar en el salón la miré expectante, como si así pudiera adivinar lo
que había hecho. No adiviné nada. Tampoco tuve valor para ir a ver si mi madre
seguía viva o ella le había administrado esa dosis mortal que las habría librado
del sufrimiento a las dos, a cada una de una manera. Permanecimos en silencio,
sentadas en el sofá, cogidas de la mano como hacíamos cuando éramos pequeñas
y nuestra madre tenía uno de los días malos, porque nos parecía que así
estábamos un poco menos solas. Estuvimos así mucho rato hasta que llegó
Mateo y tuvimos que soltarnos para ir a abrir la puerta.
Me daba miedo ir a ver a mi madre. Desde que salió Sara nadie había entrado
en la habitación. Mi padre había ido a la casa de la playa con los tíos a buscar la
ropa que ha pedido para que le pongan cuando muera. ¿Cómo debe ser elegir lo
que quieres llevar el día que te vayas de este mundo? No sé si es lo normal o a las
personas que están en una situación así les preocupan otras cosas, dejar
arreglados otros asuntos, ella no ha hecho alusión a nada. Lo único que ha
pedido ha sido eso. Su armario está lleno de ropa y se le ha antojado un vestido
azul, tirando a malva, que ya tiene muchos años. Nadie se ha atrevido a
contrariarla así que han ido a buscarlo enseguida. Mi tía dice que hay que lavarlo
antes de ponérselo porque lleva mucho tiempo guardado. Esa urgencia me da
miedo, parece que el final se acerca, hay que ir deprisa porque quizá no dé
tiempo a lavarlo y que se seque. Estas cosas son de las que hablamos mientras mi
madre agoniza en la habitación de al lado, como si estuviéramos preparando el
vestuario para una boda en vez de para un entierro, el suyo.

Ahora está despierta y yo estoy tumbada a su lado en la cama. Estamos viendo


Los puentes de Madison, otra vez. De vez en cuando cierra los ojos, pero no está
dormida lo noto en su forma de respirar y en que a ratos sonríe. Le mojo los
labios con una gasa porque los tiene resecos y me apena ver en lo que se ha
convertido. Mi madre, la mujer más guapa que he conocido nunca, no es ni la
sombra de lo que fue.
Cuando llegamos del hospital quiso despedirse de todos, fuimos entrando a su
habitación de uno en uno en el orden en que ella iba diciendo. La que más rato
estuvo dentro la tía, los que menos sus nietos, el primero en entrar mi padre, los
dos últimos Sara y el tío en ese orden. No sé si alguien más que yo se habrá fijado
en eso y si le habrán dado importancia o no, para mí la tiene. Me gustaría saber
qué le ha dicho a cada uno; pero nadie ha comentado nada como si en vez de
salir de la habitación lo hubiéramos hecho de un confesionario y hubiéramos
prometido guardar el secreto de lo que ha ocurrido dentro.
37

Las plantas de mi madre se están muriendo. Como ella. Se han secado a pesar de
que las regamos y mi padre ha comprado toda clase de abonos que no han dado
ningún resultado. Mi tía está escarbando en la tierra, la remueve y después la
aplasta con las manos con fuerza como si estuviera haciéndoles un masaje
cardiaco para revivirlas. Ha quitado las hojas secas, que ha amontonado en el
suelo, dándole a las plantas un aire triste. Apenas queda el tronco y alguna flor
que no se ha marchitado del todo. La buganvilla, enredada en la celosía, está
huérfana de flores y parece que se retuerza de dolor, las ramas están tan secas que
da la sensación de que con solo soplar serías capaz de partirlas.
La observo mientras trabaja y la veo vencida, parece que se vaya apagando a la
vez que mi madre como si haber pasado tanto tiempo juntas tuviera ese efecto.
Una vez leí que las mujeres que conviven bajo un mismo techo tienden a
coincidir con su periodo menstrual. A ese fenómeno se le llama sincronización
menstrual. Al verla arrodillada con los hombros caídos pienso en cuánto la va a
echar de menos a pesar de todo.
—Siéntate un rato —le digo mientras le tiendo un helado y abro las sillas
plegables que están apoyadas en la pared.
—Gracias. Si nos viera tu madre nos lanzaría una mirada de las suyas —dice
apenada. Oírla hablar así hace que parezca que ya está muerta.
—Pero no nos ve, así que aprovecha y disfruta.
Mi tía siempre ha sido comilona y no le ha importado si le sobraban unos
kilos, todo lo contrario de mi madre que ha vivido esclava de la báscula y de
otros rituales que no han servido para detener la huella que deja el paso del
tiempo.
—El vestido ya está preparado. Anoche lo planché, ha quedado perfecto.
—¿Por qué habrá elegido ese? Se ve antiguo.
—¿Tú crees que tu madre hace algo porque sí?
—No, pero me gustaría saber por qué ese. Hay muchas cosas que no sé y me
tengo que conformar con imaginar y quizá soy demasiado dura con ella por eso.
Lo que mi mente inventa casi nunca es bueno, me cuesta encontrar motivos por
los que habría hecho según qué cosas.
—Solo hay uno. No busques más porque es una pérdida de tiempo. Si es bueno
o no, no somos nadie para juzgarlo.
Deja el palo del helado en un tiesto y enseguida lo coge para ponerlo encima
del montón de hojas que hay en el suelo, como si mi madre pudiera verla y
reñirla por ser descuidada.
—Eres muy generosa con ella y creo que te entiendo, aunque a ratos me cueste
hacerlo —acabo de decirlo y me doy cuenta de que a medida que han ido
pasando las semanas he vuelto a querer a mi madre. Como cuando era una niña
y ella tenía un día de los buenos. Al volver, a pesar de los secretos, he entendido
que nos quiso como pudo.
—No es cuestión de generosidad, es otra cosa. Hay algo que desconoces, si lo
supieras me comprenderías mucho mejor.
Mi cabeza empieza a dar vueltas y a pensar qué es lo que pudo pasar para que
nunca le haya afeado su conducta. Tampoco le ha dado importancia al hecho de
que haya intentado por todos los medios quitarle el marido. Se me ocurren
montones de cosas, enredos de familia donde mi madre sabe un secreto de mi
tía o que hiciera algo por ella por la que le esté tan agradecida que sea capaz de
perdonarle cualquier cosa.
—¿Y qué te impide contármelas? ¿No crees que tengo derecho a saberlas?
Gira la cabeza para mirarme y cuando veo sus ojos siento lástima de ella. Es la
mirada de una mujer herida, la misma de mi madre, la de los días tristes, pero de
otro color. Me da la sensación de que está valorando si romper su silencio o
seguir callando para evitar más daño. Contengo la respiración y le suplico con la
mirada porque necesito saber, aunque el conocimiento muchas veces implica
dolor.
—Hay cosas que no me pertenece contarlas a mí, aunque forme parte de ellas.
—Lo siento, pero no entiendo tanto secretismo —digo enfadada.
—Estaría traicionando a otra persona.
Sé que si insisto me lo contará, la conozco, pero no sé si quiero saber nada más.
Me da miedo, no tengo ni idea de qué puede ser lo que le cuesta tanto verbalizar.
—Supongo que a estas alturas ya da igual.
Mira hacia dentro del piso para asegurarse de que seguimos solas y cierra la
puerta del balcón. En ese momento suena el móvil, lo cojo con la intención de
ponerlo en silencio porque quiero que mi tía me cuente eso que creo que me
ayudará a reconciliarme con mi madre. Cuando veo el mensaje de mi padre
pienso en que no podía ser más inoportuno.
—Es mi padre, dice que necesita ir al baño.
Nos turnamos para que mi madre esté siempre acompañada, no nos lo ha
pedido lo ha dejado caer. Tiene miedo de que la muerte la sorprenda estando
sola. Como si esta fuera una mujer siniestra vestida de negro y con una guadaña
que vendrá a llevársela a la fuerza. Mi padre no tardaría más de dos minutos en
ir y volver del baño; pero no irá si no hay alguien en la habitación y no me
atrevo a pedírselo por si acaso en ese corto espacio de tiempo ella deja de respirar.
—Anda, ve. No hay prisa, las cosas que han sucedido no cambiarán por esperar
un poco.
Me parece que mi padre tarda mucho en volver, aunque si miro el reloj veo que
no. Cuando vuelvo al balcón mi tía ya se ha ido y con ella la esperanza de
descubrir qué es lo que iba a contarme.
38

¿Cuánto dolor está dispuesta a aguantar una persona para seguir viviendo? Mi
madre ha decidido que ya ha pasado el umbral de lo humanamente soportable y
ha pedido que la seden. Estamos esperando a la ambulancia para que la trasladen
al hospital y la imagen no puede ser más triste. Ella está sentada en su butaca y
me provoca ternura verla con el camisón porque ni siquiera ha tenido fuerzas
para vestirse. La mujer más guapa que he conocido nunca, la más coqueta y
presumida, ha decidido que le da igual cómo la vean porque lo único que quiere
es dejar de sufrir. Al mirarla veo restos de la que fue. ¿Es posible guardar algo de
la belleza que te acompañó siempre cuando una enfermedad te ha devorado por
dentro? Imagino que cada uno de los que estamos aquí la vemos de una manera
diferente.
Tengo miedo por Sara, por cómo la mira, como si quisiera decirle muchas
cosas, pero no se atreviera porque sigue temiéndole. Quizá de lo que tenga
miedo es de no volver a verla nunca más. No sabría describir la relación que han
tenido, es como si necesitaran la una de la otra para seguir vivas, a pesar de los
daños.
El sonido del timbre nos descoloca, como si fuera algo molesto que viene a
mover las manecillas del reloj, que hasta ahora parecían haberse detenido, para
que el tiempo vuelva a correr de nuevo. Mientras esperamos a que suban los
sanitarios de la ambulancia las mujeres cogemos los bolsos. Mi padre busca las
llaves y mi tío va a su casa a buscar las del coche. Todos nos hemos puesto en
movimiento menos Sara. Ella permanece de pie muy cerca de mi madre, pero
sin atreverse a tocarla. Podría cogerla de la mano o darle un apretón en el
hombro; sin embargo, lo único que hace es mirarla. Solo se mueve cuando ya
está tumbada en la camilla. Se acerca a ella y le pone una pulsera de cuerda que
hicimos en la casa de la playa uno de los días buenos, mientras los enfermeros se
alejan un poco y esperan respetuosos. Me asombra ver como Sara se aferra a esos
objetos del pasado como si fueran amuletos. No sé si la cadena con mi nombre se
la puso cuando sabía que iba a venir o la ha llevado durante todos estos años y la
rescató, igual que ha hecho ahora con la pulsera que ata con cuidado en su
muñeca.
Recuerdo que hicimos una para cada una, las tres juntas sentadas en el suelo
una tarde que me hubiera gustado que fuera eterna, y como nos dijo que esa
pulsera nos mantendría unidas siempre que no nos la quitáramos, aunque
estuviéramos lejos y no pudiéramos vernos. Mi madre la llevó lo que duró el
verano, yo no le di importancia, también me la quité porque me picaba. Ahora,
al ver con que cuidado se la pone Sara y como se demora en hacer el nudo quiero
creer que también la ha perdonado. Es su manera de decirle que a dónde quiera
que vaya cuando ya no esté no estará sola.

Celia y Marcos se han ido con su padre. Mateo, del que si creyera en Dios
pensaría que lo creó destinado para salvar a Sara, los llevó al aeropuerto. Me han
hecho prometerles que podrán venir el mes que viene, parece que mi madre
hubiera hechizado la casa para que volviera a estar llena de vida como lo estaba
en aquellos veranos donde fuimos felices. No he vuelto a hablar con Diego y no
me importa. Esa actitud infantil todavía hace que le tenga más manía y que
piense cómo pude aguantar tanto tiempo a su lado. Ni siquiera ha preguntado
por mi madre, debe pensar que su indiferencia me hace daño. Se equivoca por
completo no echo de menos nada de él, es como si nunca hubiera estado en mi
vida como si fuera un extraño con el que he coincidido en un ascensor y con el
que he cruzado cuatro frases de cortesía para después seguir cada uno con su
camino sabiendo que no volveríamos a vernos nunca más.
Me rasco la muñeca en un gesto involuntario al ver a Sara dándole vueltas a la
pulsera, como si yo también la llevara puesta y el esparto me picara. Estamos en
silencio, esperando el final a pesar de que no será inmediato, el médico ha dicho
que no cree que sean más de un par de días. No podemos quedarnos todos en el
hospital y, sin embargo, nadie quiere irse por si llega el momento y no estamos
presentes. Si hace tan solo unas semanas me hubieran preguntado cómo sería su
final jamás hubiera dicho que así: sin ninguna ausencia y con la pena de saber
que no la volveremos a ver nunca más. ¿Cómo habrá sido capaz de conseguirlo?
No hizo muchos méritos para sentirse querida y, a pesar de ello, lo ha logrado,
que al final la queramos. Como si fuera la pieza principal de un engranaje y
cuando no esté se parará la maquinaria.
Desde que llegué he ido marcha atrás en mi camino hacia el odio y ahora no
queda nada de él. La he perdonado porque sé que tuvo que luchar contra sus
demonios y que muchos días fue feliz. Lo sé porque eso no se puede esconder y
ella menos que nadie a pesar de que creía que nos engañaba a todos. Pero la
mayoría fue profundamente infeliz y cómo vas a ser capaz de hacer dichoso a
alguien si tú vives en las sombras y en la oscuridad.
Hoy le conté a Sara lo que me dijo mi madre cuando entré a despedirme de
ella. Lo hice porque necesito que la perdone y también porque la creí, me niego
a pensar que una persona que va a morir mienta en algo así. Podría haberme
pedido perdón por cientos de momentos que me vienen a la mente, sin
embargo, lo único que quería era que supiera que ella no había tenido nada que
ver con la muerte de Pecas. Más que querer que lo supiera quería que la creyera. Y
lo hice, porque la conozco y sé cuando miente. Levanta las cejas en un gesto
involuntario como si hasta ella se sorprendiera del embuste que está contando, y
es parca en las palabras como si hubiera estudiado lo que tiene que decir y no se
saliera del guion por miedo a meter la pata. Cuando le dije que la creía cerró los
ojos y suspiró. Fue un suspiro largo y profundo, como si el hecho de conseguir
mi absolución le hubiera dado la paz que necesitaba para poder irse en paz. No
me dijo que me quería, ni que cuidara de mi padre como lo había hecho hace
unas semanas, ni me dio consejos sobre mi vida con Diego, solo que ella no
había matado a la perrita. Eso y el lugar donde tenía escondidas las cartas que le
escribió a mi tío y que por supuesto nunca le entregó. No me dio instrucciones
de lo que quería que hiciera con ellas, una vez que me lo dijo volvió a cerrar los
ojos y se quedó en silencio. Me tumbé a su lado en la cama y la abracé como
cuando era una niña, muy poco rato porque fuera los demás estaban esperando
su turno para entrar y la noté cansada y vencida. Le dije que la quería y aunque
intenté recordar cuándo fue la última vez que se lo había dicho no lo logré de
tanto tiempo que hacía.
39

Los finales no por esperados son menos tristes. Hemos vuelto a la casa de la
playa. Mi madre quería reposar aquí y sus cenizas ya navegan en este mar al que
amó y detestó a partes iguales según cómo fuera su estado de ánimo. Lo amó en
la misma medida que amó a mi tío, solo por eso le gustaba porque aquí lo tenía
un poco más cerca.
En el tanatorio apenas había gente aparte de nosotros. Unas cuantas vecinas de
las de toda la vida, algún amigo de mi padre y los miembros del club de lectura.
Me he dado cuenta de una cosa en la que no había caído, mi madre y mi tía no
tenían amigas, se bastaban la una con la otra, si rebobino en mi memoria las
recuerdo siempre juntas. Sara se ha traído un perro, este la mira con ojos tristes y
no se separa de su lado como si supiera que ella no está bien y lo necesita. Nadie
ha hecho alusión a él, como si hubiera estado siempre entre nosotros. Mi tío lo
acaricia y le da unas palmadas en el lomo mientras le dice «buen chico», como
si le hubieran encomendado la misión de vigilar a Sara para evitar que se
derrumbe y lo estuviera haciendo bien. No ha estornudado ni una sola vez por lo
que deduzco que lo de la alergia no era verdad, debió ser una manera de querer
alejarse un poco para ver si así se evitaban más daños. Todos hemos fingido en
esta historia, unos más que otros, pero nadie ha sido totalmente honesto.
El reloj que me regaló mi madre baila en mi muñeca porque me va grande,
tendré que llevarlo a la joyería para que me lo ajusten. La fecha que mandó
grabar en él ahora cobra sentido, aunque no sé cómo pudo adivinar el día de su
muerte. Se diría que decidió cuándo morir, igual que decides el día en que
partirás cuando organizas un viaje. Es muy extraño, nadie puede elegir el día que
morirá a no ser que se quite la vida porque aunque quieras no puedes dejar de
respirar sin más, pero más extraño es que el reloj de Sara se parara ese mismo día
y no haya vuelto a funcionar. Andamos todos perdidos, como si ella hubiera
sido nuestra guía y nos hubiera dejado abandonados en medio de la nada y no
fuéramos capaces de encontrar la manera de seguir caminando sin volver al
mismo lugar todo el tiempo.
La casa necesita un arreglo, ha estado mucho tiempo deshabitada y se nota.
No sé si mi padre querrá conservarla, sé que él no vendrá solo y no tengo ni idea
de cómo se siente Sara. Apenas ha hablado desde que hemos llegado como si la
casa le hubiera robado la voz y la voluntad. En realidad todos estamos igual. Mi
tía que es la persona más charlatana que conozco apenas ha roto el silencio, ni
siquiera estamos juntos, nos hemos repartido por la casa como si estuviéramos
jugando al escondite. Llevo un rato sentada debajo de la morera y el granito del
banco de piedra se me clava en el culo y en las piernas. No oigo llegar a mi tía y
me sobresalto cuando se sienta a mi lado.
—¿Te he asustado?
—Un poco, estaba distraída.
—Nunca pensé que tu madre se iría antes que yo.
—Yo pensé que no se iría nunca. Y tampoco pensé que la echaría de menos.
¿Cómo es posible que mis sentimientos hayan cambiado en unas semanas? Evito
decirle que las cartas que he leído han tenido mucho que ver en ese cambio,
había bastantes más de las que leí el día que vinimos las dos solas. Leerlas me ha
partido el corazón. Se las he dado a Sara para que las lea, no sé si es lo que querría
mi madre porque no me dio instrucciones al respecto, se limitó a decirme dónde
estaban, pero siento que tiene que hacerlo para que le ayuden a entender. Ya
hace un rato que se las di y sigue encerrada en su habitación.
—El otro día me dijiste que era muy generosa con tu madre. No fui generosa,
jugué con ventaja. Yo tenía un as escondido en la manga, un comodín del que
ella no tenía ni idea, ni ella ni nadie. Esto que te voy a contar no lo sabe nadie,
pero tengo permiso para hacerlo.
Mi tía se mueve incómoda como si el asiento le quemara el culo y yo evito
mirarla para ponérselo más fácil.
—Tu tío quería a tu madre, pero no de la manera que a ella le hubiera
gustado, lo que no sabía es que yo tampoco fui merecedora de esa clase de amor.
Nunca me hubiera engañado con ella por eso yo estaba tranquila. Le gané esa
batalla, aunque jugué con ventaja yo sabía algo que ella desconocía. Se lo podía
haber dicho, pero no me pertenecía a mí hacerlo y, egoístamente, era una
manera de sentirme vencedora. No he sido el amor de la vida del hombre con el
que me casé y el día que lo descubrí pensé que se me acababa el mundo.
¿Entiendes lo que te quiero decir?
Niego con la cabeza porque me faltan datos. Mi tía insinúa, pero no es del
todo clara.
—Estoy dando muchos rodeos, perdóname, pero me cuesta hablar de algo tan
íntimo. Cuando conocí a tu tío yo era una cría. El primer día que fui a su casa
estaba nerviosa porque quería causar buena impresión y pensaba que a tu abuela
no le iba a gustar para su hijo, fíjate que cosa más tonta se me metió en la
cabeza. No tuve nunca ningún problema con ella, al que tenía que haberle
temido era a tu abuelo. No puedes imaginarte cómo era. Todavía recuerdo la
salita de estar donde estaba siempre y donde había un cuadro gigante de Franco
presidiendo la pared, era su cuartel general desde donde hacía y deshacía sin
necesidad de levantarse del sillón. Su mujer fue una víctima, siempre asustada,
caminando de puntillas para evitar hacer ruido y cumpliendo órdenes. Lo
primero que hizo él cuando tu tío hizo las presentaciones fue preguntarme si era
roja. Negué con la cabeza y me dijo: «Mejor, aquí no quiero ni rojos ni
maricones». En esa casa no se podía ser maricón, estaba prohibido.
El silencio se instala entre nosotras. Estoy digiriendo lo que acabo de oír y
pienso si lo que he entendido es lo que me ha querido dar a entender, pero al
igual que ella no es capaz de decirlo claramente yo tampoco me atrevo a
preguntárselo. ¿El tío es gay? ¿Y lo ha ocultado durante todos estos años? ¿Y ella
cómo ha podido soportar vivir así? Me parece increíble, eso no puede ser de
ninguna manera, debo haber interpretado mal sus palabras.
—¿Entiendes ahora por qué nunca tuve miedo, a pesar de que tu madre era la
mujer más hermosa del mundo?
Mil preguntas se agolpan en mi mente y pienso en ordenarlas antes de que
salgan de mi boca como si fueran las balas de una ametralladora. Opto por
dejarlas para más adelante. No quiero ser indiscreta, me parece que ya le ha
debido costar bastante confesarme algo tan íntimo.
—¿Has sido feliz?
—Mucho —dice sin pensárselo.
—Eso es lo único que importa.
—Pero eso ha sido después. Al principio sentí como si me hubieran vaciado y
hubieran dejado una carcasa que se movía como una autómata porque tenía dos
hijos a los que atender.
Las preguntas me queman en la punta de la lengua, pero sigo en silencio
esperando a que me cuente lo que quiera. Desde aquí podemos ver a mi tío de
espaldas, está lejos, en la playa donde desentona vestido con ropa de calle. Mira
al horizonte como si buscara algo que se le ha perdido. Ahora pienso que es lo
que le ha pasado siempre, que no ha encontrado su lugar porque ha estado en el
sitio que no le pertenecía.
—Antes de casarnos no tuvimos relaciones, tampoco era algo extraño en esa
época. Él nunca me lo propuso y yo pensé que no quería presionarme. Después,
hablando con tu madre o con algunas compañeras de trabajo, descubrí que lo
que ellas contaban no era lo que pasaba en mi habitación cuando llegaba la
noche. No dije nada por pudor, pero me parecía raro que siempre tuviéramos
que tener la luz apagada cuando hacíamos el amor y cómo la cantidad de veces
que lo hacíamos no se acercaba ni por asomo a lo que decían ellas que se
quejaban de lo fogosos que eran sus maridos. Al principio pensé que me
engañaba, pero tenía miedo de preguntarle y que confirmara mis sospechas.
Durante el embarazo de Marcos no tuvimos relaciones ni una sola vez, y después
del parto tardamos un tiempo que a todas luces fue demasiado largo. Creo que
por eso me dejó embarazada otra vez.
Sonríe, pero es una sonrisa triste, como todo lo que está diciendo y siento una
pena inmensa por ellos. Por haber vivido una vida de mentira, pero también
siento rabia por lo cobardes que fueron. Dejaron pasar los días porque lo
conocido a pesar de resultar doloroso no daba miedo.
40

Después de haber escuchado a mi tía evito mirar a los ojos a nadie. Me parece
que soy una intrusa que se ha empeñado en saber cosas que estaban enterradas y
que a ellos les hacen daño. La tristeza si no se da a conocer parece que duela
menos. Hemos comido envueltos en un silencio tenso al que no estamos
acostumbrados, si algo le sobra a esta familia es ruido aunque solo sea para
llenarlo de mentiras.
Sara salió de la habitación después de mucho rato y me entregó las cartas con
un gesto de derrota, como si hubiera preferido no leerlas porque así podría
seguir odiando a nuestra madre. No sé qué hacer con ellas, he estado tentada de
entregárselas a mi tío me parecía lo más natural porque las escribió para él.
Después lo he descartado, él ya sabe lo que hay escrito en esas cuartillas. Lo que
no querría por nada del mundo es que cayeran en manos de mi padre, no hay
necesidad de hurgar en la herida. He pensado en tirarlas al mar y ahora me
arrepiento de no haberlas metido en la caja con ella. De momento las he
escondido debajo del colchón, por si a mi padre le da por buscar algo en la
habitación y se topa con ellas por casualidad.
No hago más que pensar en lo desgraciados que han sido, los cuatro, y en
cómo nos arrastraron a nosotras con ellos. Estoy enfadada por lo mal que lo han
hecho todo. Con su actitud nos empujaron a Sara y a mí a un abismo del que yo
escapé demasiado deprisa y que me ha llevado a ser una infeliz, como ellos. Y a
Sara a quedarse sin atreverse a dar el salto. Atada a mi madre porque pensaba que
no sabría sobrevivir sin ella y porque la hicieron ser tan frágil que de haber
saltado se hubiera roto irremediablemente.
En un rato nos vamos, cerraremos la casa que se ve sombría como si también
lamentara la pérdida de mi madre. En todas partes a las que miro la veo: en la
escalera, donde le gustaba sentarse a pintarse las uñas porque decía que era el
lugar más fresco; en el porche, donde se tumbaba a la hora de la siesta; en las
jardineras, ahora llenas solo de tierra seca; en la cocina donde pasamos la mayor
parte de los días buenos…
Sara me saca de mis cavilaciones cuando se sienta a mi lado. Sigue llevando el
reloj, a pesar de que no funciona, y la pulsera de cuerda.
—¿Qué piensas?
—En lo corta que es la vida y en que la vivimos como si tuviéramos otra de
repuesto —digo maldiciendo el tiempo perdido que no volverá.
—¿Qué crees que hay después de la muerte?
—No lo sé.
—¿Piensas que ella nos ve?
—¿Ahora?
Sara asiente con la cabeza, como si temiera hablar porque nuestra madre
puede oírnos.
—No lo sé —repito—, desde luego no creo que si fuera el caso pudiera estar en
más de un sitio a la vez. ¿Tú crees que estaría aquí?
Sara sonríe con tristeza como si supiera que estar con nosotras no sería su
prioridad ni después de muerta. Estamos solas y aprovecho para contarle lo que
me dijo mi tía. A medida que hablo la veo perder la postura rígida que tenía
como si lo que está oyendo la fuera despojando poco a poco de una armadura
demasiado pesada para su cuerpo menudo. No me interrumpe en ningún
momento. De vez en cuando la miro para ver si puedo adivinar qué es lo que está
pensando, pero su cara no transmite nada, es una máscara rígida sin expresión.
Hablo sin omitir nada y sin expresar mi opinión. Solo repito lo que oí como si
no fuéramos parte de lo que estoy contando. Ya habrá tiempo para hacer
reproches, si es que hay intención de hacerlos porque mientras más lo pienso
más pena me dan los protagonistas. De repente Sara y yo hemos pasado a ser
actrices de reparto y los papeles principales se han destinado a los que parecían
no tener tanto peso en la historia. Permanecemos en silencio y espero a que ella
asimile lo que ha escuchado.
—¿Por qué? ¿Por qué guardaron silencio durante tanto tiempo? El abuelo
había muerto y ser gay no es delito. No lo entiendo.
Sara está enfadada, se le nota en los gestos y en la voz. La he visto muy pocas
veces así, me tengo que poner a pensar para recordar alguna vez y no lo consigo.
—No es tan fácil. Piensa en Marcos y en María, aunque lo hubieran
entendido, cómo le dices eso a tus hijos. A mí me ha costado media vida decirles
que me quería separar de su padre y eso no se acerca ni por asomo a lo que tenía
que contarles él. Sí que tuvo valor para confesárselo a mamá cuando entró a
despedirse de ella, le hizo ese regalo y pienso que gracias a eso ella se fue con
menos pena.
—¿No crees que seríamos más felices si no quisiéramos a nadie? El amor nos
hace desdichados. Han sido infelices los cuatro, media vida perdida enredada en
un secreto que extendió sus tentáculos hasta llegar a nosotras que no teníamos
ninguna culpa. ¿Papá lo sabía?
—Claro, es su hermano y siempre se han llevado bien. ¿Te acuerdas cuando
nos mudamos a Madrid? Lo hizo por mamá, él sabía de sobras que no pasaría
nada entre ella y el tío, pero no soportaba verla tan infeliz.
—¿Y nosotras? ¿No le daba pena de nosotras?
—No seas dura con él. Sabes que ella era diferente cuando estábamos solas. —
Tengo la sensación de que Sara necesita un culpable y mi madre ya no se lo
parece tanto—. Me ha pasado una cosa. Cuando llegué venía con una maleta
cargada de odio y de rencor hacia mamá, a medida que han ido pasando los días
esta ha ido pesando un poco menos hasta que he logrado vaciarla por completo.
Perdóname, porque a lo mejor te sientes traicionada, pero ya no la odio, la he
perdonado, pienso que lo hizo lo mejor que supo.
Decir en voz alta que he perdonado a mi madre hace que me sienta en paz. Si
pienso en lo que me queda por delante mi vida se me antoja una madeja llena de
nudos que tendré que desenredar con paciencia. Diego no me lo va a poner fácil
y no puedo enterrar lo que siento hacia Daniel. Ni siquiera sé si él siente lo
mismo porque no contesto a sus llamadas ni a sus mensajes, de hecho ya hace
días que no da señales de vida, se debe haber cansado de preguntar y no obtener
respuesta.
41

El calor no me deja dormir, estoy tumbada encima de la cama y noto las sábanas
calientes y pegadas al cuerpo. Si extiendo la mano puedo tocar las cartas de mi
madre que he vuelto a leer como si tuviera que descifrar un código oculto, un
mensaje secreto que solo descubriré si lo encuentro. Mañana vuelvo a mi casa,
aunque no la siento como mía, es simplemente un espacio donde vivir, cuatro
paredes que desde hace algún tiempo amenazan con ahogarme. Me levanto sin
hacer ruido para no despertar a mi padre y me visto con lo primero que
encuentro. Antes de salir meto las cartas en el bolso como si fueran un amuleto
que me ayudarán a que todo salga bien. El metro va lleno, nadie diría que son
las cuatro de la madrugada. Gente joven que vuelve de fiesta y que hace que me
sienta mucho más mayor de lo que soy. Mi ropa contrasta con la de ellos, un
vestido de tirantes de algodón más propio para ir a la playa que para el sitio al
que voy, ahora me arrepiento de no haberme arreglado más. El vagón huele a
una mezcla de perfumes, alcohol y sudor. La pareja que está sentada a mi lado se
besuquea y no sé si lo que siento es incomodidad o envidia. A mí nunca me
habían besado así hasta hace muy poco y tengo ganas de llorar por el tiempo
perdido. Romper con Diego se ha convertido en una prioridad, necesito cortar
lo que nos une, aunque solo sea un pedazo de papel. El abogado me ha dicho que
si es de mutuo acuerdo el divorcio no tardará mucho tiempo, pero no sé qué es
lo que él piensa, aunque tampoco me importa, no pienso pelear por cosas
materiales. Mi madre se ha ido sin nada, con un vestido que debía traerle
recuerdos y unos zapatos que se puso poquísimo porque siempre se quejó de que
le destrozaban los pies. Todo lo demás lo ha dejado aquí, ni siquiera se llevó con
ella los sentimientos que plasmó en las cartas que llevo en el bolso y que me
pesan una tonelada por lo que hay escrito en ellas.
Bajo del metro sin estar muy segura de lo que voy a hacer. Camino despacio,
retrasando un momento que no sé ni si se producirá. Igual no está en casa o está
acompañado. No había barajado esa posibilidad y me detengo porque el miedo a
que eso ocurra me ha dejado paralizada. Me siento en un banco debajo de casa de
Daniel y me siento ridícula. Presentarme aquí a las cuatro de la mañana, sin
avisar, después de no haberle devuelto ni una llamada ni un mensaje.
Miro el reloj y veo que ha pasado media hora y me temo que si no me muevo
me pasaré aquí lo que queda de noche. Me lo quito y acaricio la fecha grabada en
la parte de atrás de la esfera. Aunque parezca una cosa increíble mi madre supo el
día que iba a morir, o eligió el día para hacerlo; sin embargo, nadie sabe cuándo
se le acabará la vida y me parece que ya he perdido demasiado tiempo. Toco el
timbre y contengo la respiración, estoy tentada de irme al ver que no contesta
pero insisto.
—¿Sí?
—Hola, soy Alicia. ¿Puedo subir?
Durante unos instantes solo se oye el silencio, Daniel no contesta y en este
momento me siento la mujer más ridícula del mundo.
—Espera un minuto, bajo a abrirte, por la noche cerramos con llave.
Me arreglo el pelo y me miro en el cristal de la portería. No tengo buen
aspecto, me retiro un poco al ver a Daniel y el estómago me da un vuelco, las
famosas mariposas que tanto nombramos cuando hablamos del amor se han
despertado.
—Hola, ¿estás bien? Es muy tarde.
—Hola, sí. Quizá no es un buen momento, tenía que haber avisado antes de
venir.
Pienso que debe estar acompañado porque no me pregunta si quiero subir. El
sonido de unos tacones que se acercan por la acera hace que desviemos la mirada.
—Hola, vecino.
La mujer me mira de arriba abajo mientras habla. Tiene la voz típica de las
personas que han bebido más de la cuenta. Se apoya en el hombro de Daniel
mientras se descalza y al agacharse puedo verle los pechos que se mueven libres
debajo del vestido porque no lleva sujetador.
—No sé por qué me empeño en ponerme estos zapatos, me hacen polvo los
pies —dice balanceándolos al ritmo de una melodía inexistente. Mira a Daniel
con deseo y me siento incómoda, como si estuviera de más además de que un
ramalazo de celos hace su aparición. Una risa nerviosa escapa de mi boca porque
me acuerdo de mi madre y me pregunto si esta mujer también elegirá estos
zapatos para estar atractiva cuando llegue a las puertas del cielo, aunque quizá le
esté destinado el infierno quién sabe.
—Lo siento —me excuso por la risa inoportuna—, me acordé de algo que me
hizo gracia. Ya me voy, es tarde y mañana madrugo tengo que coger un avión.
Doy una explicación que nadie me ha pedido porque quiero que Daniel sepa
que me marcho. La mujer no tiene intención de irse y me mira como si fuera un
objeto extraño que no está en el lugar que le corresponde. Parece que la
situación le divierte y esté esperando a ver cómo termina.
—Sube, me cambio y te acompaño —dice Daniel. La mujer pone cara de
fastidio y entra en el portal como si saliera del cine después de ver una película
de la que no le ha gustado el final.
Esperamos a que suba en el ascensor para no hacerlo con ella y el tiempo de
espera se me hace interminable, tengo la necesidad de explicarme pero no aquí
en el portal de su casa.
—¿Quieres tomar algo?
—Un poco de agua estará bien.
Trae una botella de agua fría y un vaso que deja encima de la mesa de centro.
Estoy sentada en el filo del sofá como si tuviera la intención de salir corriendo
en cualquier momento.
—Tú dirás.
El tono de su voz denota enfado y no me extraña, me he portado de una
manera ridícula.
—Mi madre ha muerto —acabo de decirlo y ya me he arrepentido porque no
pretendo darle pena ni que eso me sirva de excusa por no contestar a sus
llamadas—. Lo siento no he venido a decirte esto.
—Lo siento. De haberlo sabido te hubiera escrito, aunque no sé si hubiera
servido de algo.
—Me he portado de una forma absurda, perdóname.
—¿Qué hubieras pensado si hubiera sido al contrario? ¿Que me había
aprovechado de ti para echar un polvo y después si te he visto no me acuerdo?
Una cosa muy de tíos.
—Ya te he pedido perdón y te entiendo. Si quieres que me vaya no tienes más
que decirlo.
—No es eso joder. Me lo has hecho pasar muy mal. Me gustas, Alicia, y en ese
me gustas van implícitas muchas cosas, no solo el sexo.
—Solo nos hemos visto ocho veces y solo hemos dormido juntos una noche.
—Lo suficiente para saber lo que siento.
Se deja caer a mi lado en el sofá y llena el vaso de agua que se bebe de un trago.
—¿A qué has venido?
—A buscarte.
—¿A pesar de habernos visto solo ocho veces y haber dormido juntos solo una
noche? —dice irónico repitiendo mis palabras.
El discurso que traía preparado muere en mis labios antes de salir de mi boca.
Le cuento que no puedo dejar de pensar en él y que esto no me había pasado
nunca. Me excuso por no contestar a sus llamadas ni a sus mensajes diciéndole
que me sentía sucia por haber engañado a Diego, pero no por él, por mis hijos,
porque si alguna vez lo supieran no podría volver a mirarlos a la cara. Le digo
que si está dispuesto a esperarme lo podemos intentar, que quizá no salga bien
porque no nos conocemos apenas, pero que la piel no miente y la mía de lo
único que tiene ganas es de fundirse con la suya en un abrazo perenne. Hablo
durante mucho rato. De mi madre, de Sara, del tiempo perdido, de Diego, de la
infelicidad, del dolor, del perdón, de mentiras y secretos, del futuro que creo que
me merezco porque apenas tengo pasado y de todas las cosas que me quedan por
hacer y que me gustaría hacer a su lado.
Él me escucha sin interrumpirme y solo se mueve cuando termino de hablar
para limpiarme las lágrimas. Me gusta la forma en que tiene de cogerme la cara
con las manos y me gusta su olor, me gusta que no diga nada y que me bese en la
frente mientras me dice que sí, que está dispuesto a esperarme pero que no tarde
mucho porque su vecina puede ser muy insistente. Sonrío y pienso que todavía
estoy a tiempo de vivir, no sé si podré recuperar el tiempo perdido, pero lo voy a
intentar con todas mis fuerzas.
42

Antes de salir me paseo por la que fue mi casa y de la que me fui huyendo. Mi
padre ha dormido en la cama de Sara, no ha querido volver a la suya en la que
mi madre durmió sola durante los últimos meses de la enfermedad. Cuando
miro alrededor me siento culpable por no quedarme para ayudar a vaciar la casa
de su presencia, pero tengo cosas que arreglar y tengo la necesidad de hacerlo ya.
Le he dicho a Daniel que no estaré con él hasta que no haya firmado el divorcio.
Si le pareció algo absurdo no me lo dijo, pero es lo que siento que debo hacer, no
debería importarme porque esa línea ya la crucé. Lo que hice no estuvo bien y
no lo va a remediar el que no lo repita, sin embargo, hace que me sienta mejor
persona como si el hecho de cometer un error se pudiera perdonar y no fuera así
si eres reincidente.
Anoche tuve que guardarme las ganas de dormir con él. Hubo un momento
en el que pensé que lo mismo daba si nos íbamos a la cama o no porque el hecho
de estar allí ya no estaba bien. He andado con la culpa a cuestas durante mucho
tiempo, tanto que a veces cargo con algunas que no se merecen esa categoría.
Cuando eres una niña y tienes una madre como la mía crees que algo estás
haciendo mal y por eso ella no te quiere. Después cuando descubres que no es así
ya tienes ese sentimiento arraigado en el alma como una mala hierba que ha
echado raíces y no eres capaz de eliminar. Abro el armario y huelo su ropa, ya no
huele a ella, huele a enfermedad, como si al partir se hubiera llevado con ella su
aroma.
Todavía no ha amanecido y la luz de la farola que se cuela por la ventana hace
que la habitación tenga un aspecto enfermizo. Como si el pasado se hubiera
impregnado en el papel pintado de las paredes y no hubiera forma de hacerlo
desaparecer. Me gustaría volver para quedarme. Me gusta esta ciudad y su cielo
que me parece diferente del que veo en Madrid, aunque sea el mismo. Necesito
sentir la brisa del mar y escuchar el sonido de las olas rompiendo con fuerza en
la orilla, como si Poseidón se hubiera enfadado con los mortales y descargara su
furia haciendo que estas golpeen la arena sin piedad. También están Sara y papá,
a los que quiero tener cerca. No sé si será posible mudarme, al menos no
inmediatamente, porque hay muchos nudos que desatar, no se puede dejar una
vida atrás solo por escapar de un sitio. Lo sé por experiencia.
—Papá, me has asustado. ¿Qué haces levantado?
—Quería despedirme de ti y de todas maneras no puedo dormir.
Se echa a llorar y pienso en que él va a ser el que más note la ausencia de mi
madre.
—No llores, a mamá no le gustaría verte así.
—Lo sé, pero no puedo evitarlo.
—Estaba sufriendo mucho, los últimos días ya no era ella. Le ganó la
enfermedad, cualquiera lo hubiera dicho.
Mi padre sonríe mientras se seca la cara.
—Tu madre era única —dice con la voz llena de orgullo— para lo bueno y
para lo malo.
—Cuando arregle lo mío con Diego volveré. Si puedo, vendré con los niños,
se han enamorado de la casa de la playa y a Celia le gusta un chico que conoció
en la perrera.
—La casa de la playa no será lo mismo sin ella.
—Lo sé, pero podemos intentar darle vida de nuevo. Es una pena que esté
cerrada y allí fuimos felices de verdad, a ratos no todo el tiempo.
Dejo caer la frase con toda la intención del mundo, no he hablado con mi
padre sobre lo que me confesó mi tía porque no he querido remover las cosas. La
mayor parte del tiempo no quiero saber más, no más secretos ni verdades a
medias. Pero hay momentos en los que necesito respuestas, esa necesidad me
dura bien poco por eso me alegro cuando él no recoge el guante y hace ver que
esa frase no tiene ninguna doblez. Mejor así hay cosas que es mejor dejarlas
como están porque las respuestas puede que no te gusten. Le doy un abrazo
prometiéndole que volveré antes de que tenga tiempo de echarme de menos y lo
envío de vuelta a la cama. Salgo de la habitación de mi madre y cierro la puerta
como si así pudiera conservar su esencia y cuando vuelva no tendré más que
abrirla para volver a encontrarme con ella. Un wasap de Sara me dice que ya
están esperándome abajo.
Antes de salir echo un último vistazo y de camino hacia la puerta paso los
dedos por encima de los muebles y de los objetos que los habitan, como una
suegra indiscreta que mira si hay polvo en casa de su nuera. A diferencia de la
otra vez ahora me cuesta irme, me quedaría aquí si no fuera por Celia y Carlos.
Cierro la puerta, la de casa y la del pasado que ahora no me parece tan malo.
Estoy en paz con él, me he reconciliado con mi madre y sé que la echaré de
menos, una cosa impensable hasta hace bien poco.
Sara y Mateo me esperan montados en la furgoneta. Me detengo unos
instantes a observarlos antes de que me vean y no sé si lo suyo será para siempre
porque eso es mucho tiempo para casi todo, pero sé que él la ayudará a despegar,
a salir al mundo y a empezar a vivir. Le quedan tantas cosas por hacer que le
pido al universo que sea generoso con ella porque se lo merece.
—Hola.
—Cuánto has tardado. —Sara se gira mientras me acomodo en el asiento
trasero.
—Me estaba despidiendo de papá.
—¿Cómo está?
—Triste.
—No sé si querrá que me venga unos días con él.
—No creo que sea buena idea. —Conozco a Sara y si lo hace no se marchará
nunca.
La furgoneta avanza despacio a pesar de que no hay tráfico y pienso que Mateo
lo hace todo así, despacio, dándole su tiempo a las cosas sin intentar correr más
que este. La terminal está desierta, es muy temprano, no encontré ningún vuelo
a otra hora y toda la paciencia que demuestra Mateo a mí me falta. Para lo único
que no he tenido prisa ha sido para poner fin a mi vida en común con Diego que
es lo único que se merecería esa urgencia que me acompaña siempre.
Nos sentamos a esperar y Sara y yo hacemos planes de futuro, como si hasta
ahora este nos hubiera estado vetado y nos hubiéramos limitado a transitar por
la vida sin esperar nada fuera de lo cotidiano. Veo el brillo en los ojos de Sara y
en cómo ha cambiado, aunque todavía guarda algo de esa inseguridad que la ha
acompañado tanto tiempo. No sé si habrá perdonado a mi madre no he querido
ahondar en eso, ya tendremos tiempo de hablar. Me voy tranquila sabiendo que
Mateo la cuidará. Aunque ahora esté muy de moda eso de decir que no necesitas
a nadie que te cuide porque eso tienes que hacerlo tú. Ella lo necesita, que la
cuiden y que la quieran, o al menos sentir que es así porque estoy segura de que
mi madre nos quiso, pero a su manera que seguramente para nosotras no fue la
mejor.
Me levanto para ir a comprar unos caramelos y un libro. Necesito tener la
mente ocupada. Veo a Daniel apoyado en una columna, si no me hubiera
levantado no lo hubiera visto.
—¿Qué haces aquí?
—Quería verte otra vez. No sé cuánto tardaremos en volver a vernos y anoche
olvidé decirte que no te llamaré hasta que no me digas que tienes las cosas
solucionadas. No quiero crearte problemas. Lo que no quiere decir que no tenga
ganas de hablar contigo, tú puedes llamarme cuando quieras, ya le he dicho a
mi vecina que lo nuestro no puede ser —dice guiñándome un ojo.
—Ven, quiero que conozcas a alguien.
Lo cojo de la mano y me acerco hasta donde están Sara y Mateo. Si se
sorprenden al verme acompañada lo disimulan muy bien.
Hago las presentaciones y no sabemos qué decir por lo que permanecemos en
silencio, aunque no estoy incómoda. Sara lo sabe todo de mí, y Mateo no me
parece que sea una persona que juzgue a los demás. Aunque tampoco me
importaría, he descubierto que el amor nunca debe hacerte sentir sucio. Sin
embargo esos pensamientos no impiden que no quiera que Celia y Carlos lo
sepan. Hay cosas que están mal, porque hay sentimientos por medio y nadie se
merece que le hagan daño, pero entre Diego y yo no hay nada desde hace
muchísimo tiempo.
Una voz enlatada llama a los pasajeros de mi vuelo y el estómago me da un
vuelco porque no me quiero ir. Beso a Mateo y le doy un abrazo a Daniel que me
susurra al oído que ni se me ocurra volver a desaparecer. Me gustaría quedarme
así para siempre, abrazada a él. Dejo para el final a Sara que me abraza con
fuerza, igual que el día que llegué, como si quisiera retenerme o como si temiera
que desapareceré de su vida otra vez y que tardaré en volver. La oigo llorar y se
me parte el corazón porque pienso que no debí irme nunca y que cuando lo hice
la dejé sola con su dolor.
—No llores. En nada estaré de vuelta. Te lo prometo. Tenemos que recuperar
el tiempo perdido.
Se me dan fatal las despedidas y tengo un nudo en la garganta. Le limpio las
lágrimas a Sara como hacía cuando éramos pequeñas porque no soportaba verla
llorar y vuelvo a abrazarla.
—Me tengo que ir.
Hago ademán de separarme y ella me retiene.
—La he perdonado —me dice muy bajito al oído. Tanto que no sé si lo que he
escuchado es lo que me parece.
Me retiene unos instantes y después me libera de su abrazo. La miro a los ojos
como si quisiera bucear dentro de ellos para saber si me está mintiendo. Ella los
cierra un momento como si quisiera evitar que lo hiciera o como si se hubiera
liberado de un peso que ha llevado a cuestas durante demasiado tiempo.
Cojo la maleta y me dirijo a la zona de embarque sin mirar atrás. Me gustaría
que mi madre supiera que Sara la ha perdonado. Que ha entendido que aunque
siempre hay opciones a veces elegimos mal y que cuando el amor duele ese dolor
salpica a todos los que tienes cerca. Pudo haberlo hecho de otra manera, pero no
supo o no quiso, quiero pensar que lo primero.
Cierro los ojos porque no quiero hablar con mi compañera de asiento, una
mujer que ha intentado darme conversación desde que nos hemos sentado.
Después de un rato los abro y miro por la ventanilla. Estamos volando por
encima de las nubes que me parecen de algodón de azúcar y me pregunto a
dónde irán las almas cuando escapan del cuerpo. Busco a mi madre entre las
nubes y por supuesto no la encuentro. Aun así por si acaso le digo que la hemos
perdonado, las dos, que no le guardamos rencor y que ojalá hubiera sido más
feliz, aunque estoy segura de que a ratos lo fue y mucho.
Te quiero, mamá, a pesar de los días malos, porque los buenos lo fueron tanto
que al final han conseguido tapar a los otros. De repente, el avión da una
sacudida y la mujer que tengo al lado da un grito y yo sonrío porque imagino
que allá donde sea que esté el alma de mi madre le ha llegado mi mensaje.
Agradecimientos

Gracias a mis padres, porque sin ellos hubiera sido mucho más dif ícil. A mi
hijo, Daniel, por enseñarme lo que es el amor incondicional. A mis hermanos,
José Antonio, Germán y David y a sus familias que han hecho la mía más
grande. A mis amigas Tere, Juani y Marisol por aligerar mi carga cuando era
insoportable. A Judit García, por quererme todo el tiempo, incluso en mis días
malos. A Javi Martín, por las confidencias de ida y vuelta. A Xavi Nacenta, por la
paciencia y la ayuda prestada. A Rosa Blasi, por confiar en mí cien por cien. A las
familias de la escuela Ágora por estar a mi lado. A Antonio Navarro, por leerme
siempre, por animarme a seguir escribiendo y por tener más fe en mí de la que
yo tengo.
A la editorial Colección Mil Amores por hacer que vuelva a creer en mí y
darles una oportunidad a los protagonistas de esta historia.
Por último, gracias a todos mis seguidores de Instagram por ser tan fieles, y a
los lectores de mis dos primeras novelas por hacer que mi sueño siga teniendo
alas.
Índice

Capítulo 1 7
Capítulo 2 13
Capítulo 3 17
Capítulo 4 21
Capítulo 5 25
Capítulo 6 31
Capítulo 7 35
Capítulo 8 39
Capítulo 9 45
Capítulo 10 53
Capítulo 11 61
Capítulo 12 69
Capítulo 13 75
Capítulo 14 81
Capítulo 15 87
Capítulo 16 93
Capítulo 17 105
Capítulo 18 111
Capítulo 19 117
Capítulo 20 125
Capítulo 21 131
Capítulo 22 139
Capítulo 23 143
Capítulo 24 147
Capítulo 25 151
Capítulo 26 155
Capítulo 27 161
Capítulo 28 165
Capítulo 29 171
Capítulo 30 173
Capítulo 31 177
Capítulo 32 181
Capítulo 33 187
Capítulo 34 191
Capítulo 35 195
Capítulo 36 201
Capítulo 37 205
Capítulo 38 209
Capítulo 39 213
Capítulo 40 219
Capítulo 41 223
Capítulo 42 229
Agradecimientos 237

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