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Comaroff Jean y John La Etnografía y La Imaginación Histórica
Comaroff Jean y John La Etnografía y La Imaginación Histórica
En: Ethnography and the historical imagination. Boulder: Westview Press (1992). Capítulo 1, pp. 3-11
(Traducción preliminar para la cátedra Antropología Sistemática III de M. Kalzestein, Inés Fernández de
Casal y Pablo Wright)
Enfrentados con tal evidencia, los antropólogos podrían ser perdonados por
dudar de haber hecho ningún impacto en la conciencia occidental. Pasaron
más de 50 años desde que Evans-Pritchard (1937) mostró con sencilla prosa
que la magia Zande era una cuestión de razón práctica, que la “mentalidad
primitiva” es una ficción del pensamiento moderno; más de 50 años de
escritura en un esfuerzo por contextualizar lo curioso. Sin embargo no hemos
superado el reflejo que califica de “supersticiosas” a la mayoría de las
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creencias africanas. No, las aldeas de paja y las pociones mágicas son tan
confiables en este texto como en cualquier relato de viajero de fines del siglo
XIX. Existe aún el aroma de un tráfico de carne (las manos de mono, las patas
de avestruz). No importa que estos indómitos guerreros sean de hecho las
víctimas de un conflicto totalmente moderno, que usen vestimentas civilizadas
y se alineen en combate cantando canciones cristianas. En la imaginación
popular ellos son signos completamente cargados de lo primitivo, excusa para
un evolucionismo que los coloca a ellos –y a sus correrías fascinantes- en un
irrecuperable abismo con nosotros mismos.
El mito es tan viejo como las montañas. Pero ha tenido un impacto duradero en
el pensamiento post-iluminista en general, y en particular en las ciencias
sociales. Ya sea clásica o crítica, una celebración de la modernidad o una
denuncia de su jaula de hierro, estas “ciencias” han compartido, al menos hasta
ahora, la premisa del desencantamiento –del movimiento de la humanidad
desde la especulación religiosa a la reflexión secular, de la teodicea a la teoría,
de la cultura a la razón práctica (Sahlins 1976). Los antropólogos, por
supuesto, difícilmente han ignorado los efectos sobre la disciplina del
persistente legado del evolucionismo (Goody 1977; Clifford 1988). Sin
embargo, permanece en nuestros huesos, por así decirlo, con profundas
implicaciones para nuestras nociones de historia y teorías del significado.
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certeza analítica a esta oposición ideológicamente cargada o a alguna de sus
aliadas (simple:complejo; adscriptivo:impulsado por los logros;
colectivista:individualista; ritualista:racionalista; y así sucesivamente). Porque,
vestidos como pseudohistoria, estos dualismos se alimentan unos a otros,
caricaturizando las realidades empíricas que se propone revelar. Las
comunidades “tradicionales” aún se sostienen frecuentemente, descansan, por
ejemplo, en certezas sagradas; las sociedades modernas, por su parte, en la
historia para explicarse a sí mismas o para mitigar su sentido de alienación y
pérdida (cf. Anderson 1983:40; Keyes, Kendall and Hardacre). Además, estos
contrastes estereotípicos son fácilmente espacializados en el abismo entre
Occidente y el resto. A pesar de lo que hagan, los Naparama nunca serán más
que rebeldes primitivos, sacudiendo sus sables, sus “armas culturales”, en la
prehistoria de un amanecer africano. Como Fields observara (1985), sus
formas “milenarias” raramente son atribuidas a motivos propiamente políticos,
raramente se les acreditan acciones racionales intencionales de las que la
historia supuestamente está hecha. En el caso, el ojo occidental pasa por alto
similitudes importantes en el modo en que las sociedades en todas partes
están hechas y rehechas. Y, muy a menudo, nosotros los antropólogos hemos
exacerbado esto. Porque nosotros tenemos nuestro propio interés en preservar
zonas de “tradición”, en enfatizar la reproducción social sobre el cambio
fortuito, la cosmología sobre el caos (Asad, 1973; Taussig 1987). Aun cuando
exponemos nuestras islas etnográficas a las corrientes cruzadas de la historia,
permanecemos temerosos. Todavía separamos las comunidades locales de los
sistemas globales, la descripción densa de culturas particulares de la narrativa
delgada (thin) de los sucesos mundiales.
Los soldados a prueba de balas nos recuerdan que las realidades vividas
desafían los dualismos fáciles, que los mundos en cualquier parte son fusiones
complejas de lo que nosotros llamamos modernidad y magia (magicality),
racionalidad y ritual, historia y el aquí y ahora. De hecho, nuestros estudios de
los Tswana meridionales nos han probado extensamente que ninguna de éstas
eran opuestas en primer lugar –excepto tal vez en la imaginación colonizante y
en ideologías como el apartheid, que se han originado de ella. Si Permitimos
que la conciencia histórica y la representación puedan tomar formas muy
diferentes de aquellas de occidente, entonces gente de cualquier parte resulta
ser que ha tenido historia desde siempre.
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modelos de “modo de producción”, las fuerzas globales participaron dentro de
las formas y condiciones locales en forma inesperada, cambiando estructuras
conocidas en extraños híbridos. Nuestra propia evidencia muestra que la
incorporación de los sudafricanos negros a la economía mundial no erosionó
simplemente las diferencias o produjo mundos homogéneos y racionalizados.
El dinero y las mercancías, el alfabetismo y la cristiandad desafiaron los
símbolos locales, amenazando con convertirlos en moneda universal. Pero
precisamente porque la cruz, el libro, y la moneda eran signos tan saturados,
ellos fueron variada e ingeniosamente reutilizados para albergar una serie de
nuevos significados en tanto los pueblos no occidentales –profetas Tswna,
combatientes Naparama, y otros- conformaron sus propias visiones de la
modernidad (cf. Clifford 1988:5-6). Ninguna fue (o es) meramente un rasgo de
las comunidades “transicionales”, de aquellos marginales a la razón burguesa y
de la economía mercantil.
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presente- tampoco se pueden delinear claramente. Requerimos la etnografía
para conocernos a nosotros mismos, así como necesitamos la historia para
conocer a los otros no-occidentales. Porque la etnografía sirve al mismo tiempo
para hacer lo familiar extraño y lo extraño familiar, tanto mejor para
comprenderlos a ambos. Esto es, se podría decir, la carne de cañón de una
antropología crítica.
II
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Como hemos observado, es estatus contemporáneo de la etnografía en las
ciencias humanas es algo cercano a la paradoja. Por un lado su autoridad ha
sido, y es seriamente cuestionada desde dentro de la antropología como desde
fuera; por el otro, está siendo ampliamente apropiado como un método
liberador en otros campos que el propio –entre ellos, los estudios culturales y
legales, sociología, historia social, y ciencias políticas. ¿Están estas disciplinas
sufriendo un atraso crítico? ¿O, de un modo más realista, es un sentido
simultáneo de esperanza y desesperación intrínseco a la etnografía? ¿Su
relativismo le brinda lugar a un sentido perdurable de sus propias limitaciones,
de su propia ironía?
Pero ¿por qué esta persistente ambivalencia? ¿Es la etnografía, como muchos
de sus críticos han insinuado, singularmente precaria en su empirismo ingenuo,
su irreflexividad filosófica, su orgullo interpretativo? Metodológicamente
hablando, la etnografía posee ecos extrañamente anacrónicos, que nos
remontan atrás al credo clásico de que “ver es creer”. Este punto es evocador
de las primeras ciencias biológicas, donde la observación clínica, la penetrante
mirada humana, era francamente celebrada (Foucault 1975; Lévi-Strauss
1976:35; Pratt 1985); esto nos recuerda aquí que la biología fue el modelo
elegido, durante la era dorada de la antropología social, para una “ciencia
natural de la sociedad” (Radcliffe-Brown 1957). La disciplina, no obstante
nunca desarrolló realmente una defensa de los instrumentos objetivantes, las
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estrategias estandarizadas, y las fórmulas cuantificantes. Ha continuado
siendo, como Evans-Pritchard insistiera tiempo atrás (1950;1961), un arte
humanístico, a pesar de sus pretensiones a veces científicas. Y aun cuando
nunca ha sido teóricamente homogénea, disputas y diferencias internas
raramente llevaron a divisiones profundas de su modus operandi. En efecto, el
crítico hostil podría reclamar que la etnografía es una reliquia del tiempo de los
escritos de viaje y exploración, de la aventura y el asombro; que se contenta
con ofrecer observaciones de escala humana y falibilidad; que aún depende,
artificiosamente en la facticidad de la experiencia de primera mano.
Pero todavía vivir con inseguridad en más tolerable para algunos que para
otros. Aquellos actualmente preocupados por los etnógrafos (no iluminados)
autoritarios que pretenden ser realistas puros al uso antiguo. Por eso Clifford
(1988:43) nota que aún si nuestros relatos “dramatizan eficazmente el
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intercambio intersubjetivo del trabajo de campo… siguen siendo
representaciones de un diálogo”. Como si la imposibilidad de describir el
encuentro en su totalidad, sin ninguna mediación, nos condenara a verdades
menores. Del mismo modo, Marcus (1986:190) contrapone “etnografía realista”
ante una nueva forma “modernista” que, porque “no podrá obtener nunca el
conocimiento de la realidad que las estadísticas pueden”, deberá “evocar el
mundo sin representarlo”. ¡Si no podemos tener una representación real, no
tengamos ninguna! Sin embargo, ¿esto reinscribe el realismo naif como un –
inalcanzable- ideal? ¿Por qué? ¿Por qué deberíamos los antropólogos
asustarnos ante el hecho de que nuestros relatos son representaciones
refractarias, que no pueden transmitir un sentido no distorsionado del “misterio-
con-final-abierto” de la vida social como la gente experimenta? ¿Por qué, en
vez, no deberíamos los etnógrafos describir cómo son esas experiencias social,
cultural e históricamente instaladas o discutir acerca de los mundos evocados,
con el objetivo de enriquecer nuestras propias maneras de ver y ser, de
subvertir nuestras propias seguridades? (cf. Van der Veer 1990:739). La
etnografía en todo caso, no habla por otros, sino sobre ellos. Ni
imaginativamente, ni empíricamente puede jamás “capturar” su realidad.
Aunque parezca increíble, esto nos llegó en un baño de la London School of
Economics en 1968. Resultó ser la primera vez que saboreamos la
deconstrucción, tal vez ahí empezó la antropología posmoderna. En una perta
destartalada, una artista desconocido –tal vez un estudiante descarriado-
preguntaba a nadie en particular “¿Raymond Firth es real o sólo un fragmento
de la imaginación tikopeana?”
Por todo esto, es imposible librarnos del etnocentrismo que acosa nuestro
deseo de conocer a los otros, aunque nos confundamos con el problema en
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formas todavía más refinadas. Así muchos antropólogos han sido cautelosos
con ontologías que anteponen individuos antes que contextos. Porque estos se
basan en supuestos manifiestamente occidentales: entre ellos, que los seres
humanos pueden triunfar en sus contextos a pura fuerza de voluntad, que
economía, cultura y sociedad son el agregado de acción e intención individual.
Sin embargo, como señalaremos nuevamente más abajo se ha demostrado
excesivamente difícil echar el sujeto burgués fuera del rebaño antropológico.
Ha vuelto con distintos trajes, desde el hombre maximizador (maximizing man)
de Malinowsky, hasta el hacedor de significados de Geertz. Irónicamente,
aparece otra vez en los que critican la antropología por fallar al no representar
el “punto de vista de los nativos”. Sangren (1988:416) alega vigorosamente que
este es un legado de la antropología cultural americana, o al menos de la
versión que separa cultura de sociedad, sujetos que experimentan de las
condiciones que los producen. Bajo estas condiciones, la cultura se convierte
en material de fabricación intersubjetiva: una tela a ser tejida, un texto a ser
traducido. Y la etnografía resulta “dialógica”, en el sentido completamente
socializado de Bakhtin, sino en el sentido estrecho de un intercambio diádico,
descontextualizado, entre antropólogo e informante. Deberíamos resistir la
reducción de la investigación antropológica a un ejercicio de “intersubjetividad”,
la comunión de antores fenomenológicamente concebidos sólo a través de la
conversación. Como remarca Hindess (1973:24) la reducción de la ciencia
social a los términos de sujeto experimentador es producto del humanismo
moderno, de una occidental e históricamente específica visión del mundo.
Tratar a la etnografía como un encuentro entre un observador y otro –
Conversations with Ogotemmeli (Griaule 1965) o The Headman and I (Dumont
1978)- es convertir a la antropología en una entrevista global, etnocéntrica.
Pero es precisamente esta perspectiva lo que garantiza el llamado a la
antropología para ser “dialógica” –así hacemos justicia al rol del “informante
nativo”, el objeto singular, en la producción de nuestros textos.
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incluso ciudades (Holston 1989; Comaroff and Comaroff 1991). Pero deben
siempre dar contexto a los textos y asignar valores a las ecuaciones de poder y
significado que expresan. No es que los contextos estén allí. Deben también
ser construidos analíticamente a la luz de nuestras suposiciones sobre le
mundo social.
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