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LA ETNOGRAFÍA Y LA IMAGINACIÓN HISTÓRICA

John y Jean Comaroff

En: Ethnography and the historical imagination. Boulder: Westview Press (1992). Capítulo 1, pp. 3-11

(Traducción preliminar para la cátedra Antropología Sistemática III de M. Kalzestein, Inés Fernández de
Casal y Pablo Wright)

“Guerreros místicos ganan terreno en la guerra en Mozambique”, era el


encabezado lo suficientemente exótico como para ser el titular de la página del
Chicago Tribune de un domingo.

“Llamemos a esto uno de los misterios de África”, comenzaba el reportaje. “En


las regiones del norte de Mozambique devastadas por la guerra, en remotas
aldeas de chozas de paja donde el mundo moderno ha penetrado
escasamente, espíritus sobrenaturales y pociones mágicas están
repentinamente ganando una guerra civil que armas mecánicas, morteros y
granadas no pudieron. El énfasis fue puesto en describir el armamento de
varios miles de hombres y muchachos luciendo vinchas rojas en la cabeza y
blandiendo lanzas. Denominados en memoria de su líder, Naparama –de quien
se dijo que ha resucitado de la muerte-, ellos despliegan sobre sus pechos las
cicatrices de una vacunación contra las balas. Su terreno es la aterrorizada
provincia de Zambesia, donde una guerra civil con Sudáfrica ha sido
salvajemente mantenida desde hace unos quince años. Actualmente los
rebeldes fuertemente armados escapan de la vista de los Naparama, y las
tropas gubernamentales aparecen igualmente espantadas. Diplomáticos y
analistas occidentales, señala el reportaje, “pueden solamente rascarse sus
cabezas sorprendidos”. La noticia final en un tono de picaresca autoridad
decía: “Gran parte de la efectividad de los Naparama puede ser explicada por
el predominio de creencias supersticiosas en todo Mozambique, un país en
donde los mercados de la ciudad siempre tienen puestos para vender
medicinas, amuletos, manos de monos, y patas de avestruz para defenderse
de los espíritus demoníacos”.

Enfrentados con tal evidencia, los antropólogos podrían ser perdonados por
dudar de haber hecho ningún impacto en la conciencia occidental. Pasaron
más de 50 años desde que Evans-Pritchard (1937) mostró con sencilla prosa
que la magia Zande era una cuestión de razón práctica, que la “mentalidad
primitiva” es una ficción del pensamiento moderno; más de 50 años de
escritura en un esfuerzo por contextualizar lo curioso. Sin embargo no hemos
superado el reflejo que califica de “supersticiosas” a la mayoría de las

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creencias africanas. No, las aldeas de paja y las pociones mágicas son tan
confiables en este texto como en cualquier relato de viajero de fines del siglo
XIX. Existe aún el aroma de un tráfico de carne (las manos de mono, las patas
de avestruz). No importa que estos indómitos guerreros sean de hecho las
víctimas de un conflicto totalmente moderno, que usen vestimentas civilizadas
y se alineen en combate cantando canciones cristianas. En la imaginación
popular ellos son signos completamente cargados de lo primitivo, excusa para
un evolucionismo que los coloca a ellos –y a sus correrías fascinantes- en un
irrecuperable abismo con nosotros mismos.

Estos salvajes sensacionalizados, que irrumpieron a través de nuestro umbral


un domingo nevado, sirvieron para enfocar nuestro interés acerca del lugar de
la antropología en el mundo contemporáneo. Porque el “artículo” contó con
menos de los soldados mozambiquenses que de la cultura que los ha
conjurado como su propia imagen invertida. A pesar del reclamo de que el
significado ha perdido su anclaje en el mundo capitalista tardío, había una
predictibilidad banal acerca de esta noticia. Descansaba en la vieja oposición
entre la mundanidad secular y el misterio espectral, el modernismo europeo y
el primitivismo africano. Y lo que es mejor, el contraste implicaba un telos, una
visión demasiado familiar de la Historia como un pasaje épico desde el pasado
al presente. El surgimiento de Occidente, nuestra cosmología nos cuenta, está
acompañada paradójicamente por una Caída: el costo del avance racional ha
sido nuestro eterno exilio desde el jardín sagrado, desde sus encantados
caminos de conocimiento y existencia. Solo el hombre natural, no reconstruido
por el toque de Midas de la modernidad, puede deleitarse en sus seductoras
certidumbres.

El mito es tan viejo como las montañas. Pero ha tenido un impacto duradero en
el pensamiento post-iluminista en general, y en particular en las ciencias
sociales. Ya sea clásica o crítica, una celebración de la modernidad o una
denuncia de su jaula de hierro, estas “ciencias” han compartido, al menos hasta
ahora, la premisa del desencantamiento –del movimiento de la humanidad
desde la especulación religiosa a la reflexión secular, de la teodicea a la teoría,
de la cultura a la razón práctica (Sahlins 1976). Los antropólogos, por
supuesto, difícilmente han ignorado los efectos sobre la disciplina del
persistente legado del evolucionismo (Goody 1977; Clifford 1988). Sin
embargo, permanece en nuestros huesos, por así decirlo, con profundas
implicaciones para nuestras nociones de historia y teorías del significado.

Los guerreros místicos subrayan nuestra propia desconfianza en el


desencantamiento, nuestra reluctancia a ver la modernidad –en completo
contraste con la tradición- como una dura cuña entre cosmología e historia
(Anderson 1983:40). Para estar seguros, nunca hemos brindado ninguna

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certeza analítica a esta oposición ideológicamente cargada o a alguna de sus
aliadas (simple:complejo; adscriptivo:impulsado por los logros;
colectivista:individualista; ritualista:racionalista; y así sucesivamente). Porque,
vestidos como pseudohistoria, estos dualismos se alimentan unos a otros,
caricaturizando las realidades empíricas que se propone revelar. Las
comunidades “tradicionales” aún se sostienen frecuentemente, descansan, por
ejemplo, en certezas sagradas; las sociedades modernas, por su parte, en la
historia para explicarse a sí mismas o para mitigar su sentido de alienación y
pérdida (cf. Anderson 1983:40; Keyes, Kendall and Hardacre). Además, estos
contrastes estereotípicos son fácilmente espacializados en el abismo entre
Occidente y el resto. A pesar de lo que hagan, los Naparama nunca serán más
que rebeldes primitivos, sacudiendo sus sables, sus “armas culturales”, en la
prehistoria de un amanecer africano. Como Fields observara (1985), sus
formas “milenarias” raramente son atribuidas a motivos propiamente políticos,
raramente se les acreditan acciones racionales intencionales de las que la
historia supuestamente está hecha. En el caso, el ojo occidental pasa por alto
similitudes importantes en el modo en que las sociedades en todas partes
están hechas y rehechas. Y, muy a menudo, nosotros los antropólogos hemos
exacerbado esto. Porque nosotros tenemos nuestro propio interés en preservar
zonas de “tradición”, en enfatizar la reproducción social sobre el cambio
fortuito, la cosmología sobre el caos (Asad, 1973; Taussig 1987). Aun cuando
exponemos nuestras islas etnográficas a las corrientes cruzadas de la historia,
permanecemos temerosos. Todavía separamos las comunidades locales de los
sistemas globales, la descripción densa de culturas particulares de la narrativa
delgada (thin) de los sucesos mundiales.

Los soldados a prueba de balas nos recuerdan que las realidades vividas
desafían los dualismos fáciles, que los mundos en cualquier parte son fusiones
complejas de lo que nosotros llamamos modernidad y magia (magicality),
racionalidad y ritual, historia y el aquí y ahora. De hecho, nuestros estudios de
los Tswana meridionales nos han probado extensamente que ninguna de éstas
eran opuestas en primer lugar –excepto tal vez en la imaginación colonizante y
en ideologías como el apartheid, que se han originado de ella. Si Permitimos
que la conciencia histórica y la representación puedan tomar formas muy
diferentes de aquellas de occidente, entonces gente de cualquier parte resulta
ser que ha tenido historia desde siempre.

Como se ha vuelto sentido común como para señalarlo, entonces, los


colonizadores europeos no llevaron, en un acto de heroísmo digno de Carlyle
(1842), la Historia Universal a los pueblos sin ella. Irónicamente, trajeron
historias en particular, historias mucho menos predictibles que las que
hubiéramos estado inclinados a pensar. Por ello, a pesar de los reclamos de la
teoría de la modernización, de los marxistas dependentistas [SIC], o de los

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modelos de “modo de producción”, las fuerzas globales participaron dentro de
las formas y condiciones locales en forma inesperada, cambiando estructuras
conocidas en extraños híbridos. Nuestra propia evidencia muestra que la
incorporación de los sudafricanos negros a la economía mundial no erosionó
simplemente las diferencias o produjo mundos homogéneos y racionalizados.
El dinero y las mercancías, el alfabetismo y la cristiandad desafiaron los
símbolos locales, amenazando con convertirlos en moneda universal. Pero
precisamente porque la cruz, el libro, y la moneda eran signos tan saturados,
ellos fueron variada e ingeniosamente reutilizados para albergar una serie de
nuevos significados en tanto los pueblos no occidentales –profetas Tswna,
combatientes Naparama, y otros- conformaron sus propias visiones de la
modernidad (cf. Clifford 1988:5-6). Ninguna fue (o es) meramente un rasgo de
las comunidades “transicionales”, de aquellos marginales a la razón burguesa y
de la economía mercantil.

En nuestros ensayos, en la medida que seguimos a colonizadores de


diferentes clases desde la metrópolis hasta África y viceversa, se tornó claro
que la cultura del capitalismo ha estado siempre atravesada por sus propias
magias (magicalities) y formas de encantamiento, todo lo cual requiere un
análisis. Como los evangelistas del s XIX que acusaban a los pobres de
Londres de extrañas y salvajes costumbres (ver capítulo 10), Marx insistía en
comprender las mercancías como objeto de culto primitivo, como fetiches.
Siendo jeroglíficos sociales más que meros objetos alienantes, ellos describen
un mundo de poder y significado densamente entrelazados, encantados por
una creencia “supersticiosa” en su capacidad de ser fecundos y multiplicarse.
Aunque estos bienes curiosos son más prevalentes en las sociedades
“modernas”, su espíritu, como Marx mismo lo reconoció infecta la política del
valor por todas partes. Si, como el capítulo 5 lo demuestra, dirigimos nuestra
mirada más allá del horizonte donde los así llamados primer y tercer mundo se
encuentran, conceptos como la mercancía dan lugar a especulaciones útiles
acerca de la constitución de las culturas usualmente vistas como no
capitalistas. Y así el dogma del desencantamiento se remueve.

Salvo en las aserciones de nuestra propia cultura, en síntesis, aserciones que


han justificado largamente el impulso colonial, no existe un gran abismo entre
“tradición” y “modernidad” –o “posmodernidad”, para el caso. Ni, como otros
antes que nosotros han señalado, es mucho lo que se puede ganar de
contrastes tipológicos entre mundos de gesellschaft (sociedades) y
gemeinschaft (colectividades), o entre economías gobernadas por el valor de
uso y el valor de cambio. Pero aquí estamos menos interesados en hacer una
observación metodológica. Si tales distinciones no se mantienen, se sigue que
los modos de descubrimiento asociados a ellas –etnografías para las
comunidades “tradicionales”, historia para el mundo “moderno”, pasado y

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presente- tampoco se pueden delinear claramente. Requerimos la etnografía
para conocernos a nosotros mismos, así como necesitamos la historia para
conocer a los otros no-occidentales. Porque la etnografía sirve al mismo tiempo
para hacer lo familiar extraño y lo extraño familiar, tanto mejor para
comprenderlos a ambos. Esto es, se podría decir, la carne de cañón de una
antropología crítica.

Con respecto a nuestra propia sociedad, esto es especialmente crucial. Porque


es argumentable que muchos de los conceptos sobre los cuales nos basamos
para describir la vida moderna –modelos estadísticos, elección racional, y
teoría de juegos, aún historias logocéntricas de eventos, estudios de caso, y
relatos biográficos- son instrumentos de lo que Bourdieu llama (1977:97ss), en
un contexto diferente, la “ilusión sinóptica”. Ellos son nuestra propia cosmología
racioanlizante haciéndose pasar por ciencia, nuestra cultura exhibiéndose
como causalidad histórica. Todo esto, como muchos lo reconocen ahora,
requiere dos cosas simultáneamente: que consideremos nuestro propio mundo
como un problema, un sitio propio para la investigación etnográfica, y que, para
realizar adecuadamente esta intención, que desarrollemos una antropología
genuinamente historizada. Pero, ¿cómo exactamente vamos a hacer esto?
Contrariamente a cierta opinión académica, no es tan fácil alinearnos de
nuestro propio contexto significativo, tornar extraña nuestra propia existencia.
¿Cómo hacemos etnografías de, y en, el orden mundial contemporáneo?
¿Cuáles podrían ser las direcciones sustantivas de tal antropología histórica
“neomoderna”?

II

“Tanto la historia como la etnografía están interesadas en sociedades diferentes que


en las que vivimos. Tanto si esta otredad (otherness) se debe a una lejanía en el
tiempo o a una lejanía en el espacio, o incluso a la heterogeneidad cultural, es de
importancia secundaria comparada con la similaridad básica de perspectiva (…) En
ambos casos estamos tratando con sistemas de representaciones que difieren para
cada miembro del grupo y que, en su totalidad, difieren de las representaciones del
investigador. El mejor estudio etnográfico nunca hará del lector un nativo… Todo lo
que el historiador o el etnógrafo pueden hacer, y todo lo que podemos esperar de
ellos, es ampliar una experiencia específica a las dimensiones de una experiencia
más general” (Claude Lévi-Strauss 1963:16-17).

Estas cuestiones se pueden analizar en dos partes, dos motivos


complementarios que comienzan en forma separada y, como un clásico pas de
deux, se unen lentamente, paso a paso. El primero pertenece a la etnografía, el
segundo a la historia.

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Como hemos observado, es estatus contemporáneo de la etnografía en las
ciencias humanas es algo cercano a la paradoja. Por un lado su autoridad ha
sido, y es seriamente cuestionada desde dentro de la antropología como desde
fuera; por el otro, está siendo ampliamente apropiado como un método
liberador en otros campos que el propio –entre ellos, los estudios culturales y
legales, sociología, historia social, y ciencias políticas. ¿Están estas disciplinas
sufriendo un atraso crítico? ¿O, de un modo más realista, es un sentido
simultáneo de esperanza y desesperación intrínseco a la etnografía? ¿Su
relativismo le brinda lugar a un sentido perdurable de sus propias limitaciones,
de su propia ironía?

Parece haber mucha evidencia en el reciente reclamo de Aijmer (1988:424)


acerca de que la etnografía “siempre ha estado vinculada con problemas
epistemológicos”. En este sentido, sus padres fundadores, habiendo tomado el
campo para subvertir los universalismos occidentales con particularidades no-
occidentales, ahora están acusados de haber servido a la causa del
imperialismo. Y las generaciones de antropólogos especializados desde
entonces han luchado con las contradicciones de un modo de investigar que
aparece, por turnos, únicamente revelador e irremediablemente etnocéntrico.

La ambivalencia es palpable también en las críticas a las antropología que la


acusan de fetichizar la diferencia cultural (Asad 1973; Fabian 1983; Said 1989)
como –por su inflexible prejuicio burgués- de borrar la diferencia por completo
(Taussig 1987). En una reciente síntesis, por ejemplo, Sangren (1988:406)
reconoce que la etnografía “en cierta medida hace un objeto del otro”. Sin
embargo continúa afirmando que fue “dialógica mucho antes de que el término
se volviese popular”. Argumentos similares, uno podría agregar, se escuchan
en otros campos académicos que se basan en la observación participante: Al
revisar la creciente literatura en estudios culturales, por ejemplo Graeme Turner
(1990:178) señala que “el impulso democrático y el efecto inevitable de la
práctica etnográfica en la academia se contradicen mutuamente”.

Pero ¿por qué esta persistente ambivalencia? ¿Es la etnografía, como muchos
de sus críticos han insinuado, singularmente precaria en su empirismo ingenuo,
su irreflexividad filosófica, su orgullo interpretativo? Metodológicamente
hablando, la etnografía posee ecos extrañamente anacrónicos, que nos
remontan atrás al credo clásico de que “ver es creer”. Este punto es evocador
de las primeras ciencias biológicas, donde la observación clínica, la penetrante
mirada humana, era francamente celebrada (Foucault 1975; Lévi-Strauss
1976:35; Pratt 1985); esto nos recuerda aquí que la biología fue el modelo
elegido, durante la era dorada de la antropología social, para una “ciencia
natural de la sociedad” (Radcliffe-Brown 1957). La disciplina, no obstante
nunca desarrolló realmente una defensa de los instrumentos objetivantes, las

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estrategias estandarizadas, y las fórmulas cuantificantes. Ha continuado
siendo, como Evans-Pritchard insistiera tiempo atrás (1950;1961), un arte
humanístico, a pesar de sus pretensiones a veces científicas. Y aun cuando
nunca ha sido teóricamente homogénea, disputas y diferencias internas
raramente llevaron a divisiones profundas de su modus operandi. En efecto, el
crítico hostil podría reclamar que la etnografía es una reliquia del tiempo de los
escritos de viaje y exploración, de la aventura y el asombro; que se contenta
con ofrecer observaciones de escala humana y falibilidad; que aún depende,
artificiosamente en la facticidad de la experiencia de primera mano.

Aun así se podría argumentar que la mayor debilidad de la etnografía es


también su mayor fuerza, una paradoja de tensión productiva. Porque rechaza
colocar su confianza en técnicas que brindan a métodos más científicos su
objetividad ilusoria: su insistencia en unidades de análisis a priori
estandarizadas, por ejemplo, o su dependencia de una mirada
despersonalizada que separa el sujeto del objeto. Con seguridad, el término
“observación participante” -un oxímoron para los creyentes en la ciencia
valorativamente neutral- connota la inseparabilidad del conocimiento de su
conocedor. En la antropología, el observador es auto-evidentemente su “propio
instrumento de observación” (Lévi-Strauss 1976:35). Este es todo el punto,
Aunque quisieran, lo etnógrafos no podrían, a pesar del idilio purificador de la
etnociencia, intentar quitar cada vestigio de la arbitrariedad con la que leen
signos significativos en un paisaje cultural. Pero seguramente sería erróneo
concluir que su método sea particularmente vulnerable, más que otros
esfuerzos para comprender mundos humanos (o incluso no humanos).

En este sentido, el “problema” del conocimiento antropológico es sólo una


instancia más tangible de algo común a todas las epistemologías modernistas,
como han notado hace tiempo los filósofos de la ciencia (Kuhn 1962; Lákatos
and Musgrave 1968; Figlio 1976). Porque la etnografía personifica, en sus
métodos y modelos, la ineludible dialéctica del hecho y el valor. De todos
modos, la mayoría de los que la practican insiste en afirmar la utilidad –en
realidad el potencial creativo- de tan “imperfecto” conocimiento. Tienden tanto a
reconocer la imposibilidad de la verdad y lo absoluto, como a evitar la
incredulidad. A pesar del idioma realista de sus trabajos, aceptan ampliamente
que –como las otras formas de comprensión- la etnografía es históricamente
contingente y configurada culturalmente. Incluso a veces han encontrado
vigorizante la contradicción.

Pero todavía vivir con inseguridad en más tolerable para algunos que para
otros. Aquellos actualmente preocupados por los etnógrafos (no iluminados)
autoritarios que pretenden ser realistas puros al uso antiguo. Por eso Clifford
(1988:43) nota que aún si nuestros relatos “dramatizan eficazmente el

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intercambio intersubjetivo del trabajo de campo… siguen siendo
representaciones de un diálogo”. Como si la imposibilidad de describir el
encuentro en su totalidad, sin ninguna mediación, nos condenara a verdades
menores. Del mismo modo, Marcus (1986:190) contrapone “etnografía realista”
ante una nueva forma “modernista” que, porque “no podrá obtener nunca el
conocimiento de la realidad que las estadísticas pueden”, deberá “evocar el
mundo sin representarlo”. ¡Si no podemos tener una representación real, no
tengamos ninguna! Sin embargo, ¿esto reinscribe el realismo naif como un –
inalcanzable- ideal? ¿Por qué? ¿Por qué deberíamos los antropólogos
asustarnos ante el hecho de que nuestros relatos son representaciones
refractarias, que no pueden transmitir un sentido no distorsionado del “misterio-
con-final-abierto” de la vida social como la gente experimenta? ¿Por qué, en
vez, no deberíamos los etnógrafos describir cómo son esas experiencias social,
cultural e históricamente instaladas o discutir acerca de los mundos evocados,
con el objetivo de enriquecer nuestras propias maneras de ver y ser, de
subvertir nuestras propias seguridades? (cf. Van der Veer 1990:739). La
etnografía en todo caso, no habla por otros, sino sobre ellos. Ni
imaginativamente, ni empíricamente puede jamás “capturar” su realidad.
Aunque parezca increíble, esto nos llegó en un baño de la London School of
Economics en 1968. Resultó ser la primera vez que saboreamos la
deconstrucción, tal vez ahí empezó la antropología posmoderna. En una perta
destartalada, una artista desconocido –tal vez un estudiante descarriado-
preguntaba a nadie en particular “¿Raymond Firth es real o sólo un fragmento
de la imaginación tikopeana?”

Para ampliar el punto, la etnografía no es un vano intento de traducción literal,


en la cuan nos vestimos con el manto de otro ser, concebido en cierta forma
como proporcional al nuestro. Es un modo históricamente situado de entender
contextos históricamente situados, cada uno con sus propias, tal vez
radicalmente diferentes, clases de sujetos, y subjetividades, objetos y objetivos.
También ha sido, hasta ahora un inescapable discurso occidental. En él, para
retomar lo dicho anteriormente, narramos lo no familiar –otra vez la paradoja, la
parodia de doxa- para confrontar lo límites de nuestra propia epistemología,
nuestra propia visión de persona, agencia e historia. Estas críticas no pueden
ser completas o finales, por supuesto, ya que continúan embebidas en formas
de pensamiento y práctica no totalmente conscientes o ignorantes de
limitaciones. Pero proveen un camino, en nuestra cultura, para decodificar esos
signos que se disfrazan a sí mismos de universales y naturales, para trabarse
en inquietantes intercambios con aquello, incluidos estudiosos, que viven en
diferentes mundos.

Por todo esto, es imposible librarnos del etnocentrismo que acosa nuestro
deseo de conocer a los otros, aunque nos confundamos con el problema en

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formas todavía más refinadas. Así muchos antropólogos han sido cautelosos
con ontologías que anteponen individuos antes que contextos. Porque estos se
basan en supuestos manifiestamente occidentales: entre ellos, que los seres
humanos pueden triunfar en sus contextos a pura fuerza de voluntad, que
economía, cultura y sociedad son el agregado de acción e intención individual.
Sin embargo, como señalaremos nuevamente más abajo se ha demostrado
excesivamente difícil echar el sujeto burgués fuera del rebaño antropológico.
Ha vuelto con distintos trajes, desde el hombre maximizador (maximizing man)
de Malinowsky, hasta el hacedor de significados de Geertz. Irónicamente,
aparece otra vez en los que critican la antropología por fallar al no representar
el “punto de vista de los nativos”. Sangren (1988:416) alega vigorosamente que
este es un legado de la antropología cultural americana, o al menos de la
versión que separa cultura de sociedad, sujetos que experimentan de las
condiciones que los producen. Bajo estas condiciones, la cultura se convierte
en material de fabricación intersubjetiva: una tela a ser tejida, un texto a ser
traducido. Y la etnografía resulta “dialógica”, en el sentido completamente
socializado de Bakhtin, sino en el sentido estrecho de un intercambio diádico,
descontextualizado, entre antropólogo e informante. Deberíamos resistir la
reducción de la investigación antropológica a un ejercicio de “intersubjetividad”,
la comunión de antores fenomenológicamente concebidos sólo a través de la
conversación. Como remarca Hindess (1973:24) la reducción de la ciencia
social a los términos de sujeto experimentador es producto del humanismo
moderno, de una occidental e históricamente específica visión del mundo.
Tratar a la etnografía como un encuentro entre un observador y otro –
Conversations with Ogotemmeli (Griaule 1965) o The Headman and I (Dumont
1978)- es convertir a la antropología en una entrevista global, etnocéntrica.
Pero es precisamente esta perspectiva lo que garantiza el llamado a la
antropología para ser “dialógica” –así hacemos justicia al rol del “informante
nativo”, el objeto singular, en la producción de nuestros textos.

Generaciones de antropólogos lo han dicho de diferentes modos: en orden a


interpretar los gestos de otros, sus palabras y guiños y otras cuestiones,
tenemos que situarlos de los sistemas de signos y relacione, de poder y
significado, que los animan. Nuestra preocupación últimamente es con la
interacción de dichos sistemas –muchas veces sistemas relativamente
abiertos- con las personas y eventos que provocan; un proceso que necesita
no privilegiar ni el ego soberano ni las estructuras sofocantes. La etnografía,
alegaríamos, es más un ejercicio dialéctico que dialógico, aunque el segundo
es siempre parte del primero. Además de conversación, implica observación de
actividad, e interacción tanto formal como difusa, de modos de control y límites,
de silencio así como también de afirmación y desafío. A lo largo del camino, los
etnógrafos también leen diversos tipos de textos: libros, cuerpos, edificios,

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incluso ciudades (Holston 1989; Comaroff and Comaroff 1991). Pero deben
siempre dar contexto a los textos y asignar valores a las ecuaciones de poder y
significado que expresan. No es que los contextos estén allí. Deben también
ser construidos analíticamente a la luz de nuestras suposiciones sobre le
mundo social.

“La representación de sistemas impersonales más grandes”, en resumen, no es


indefendible en “el espacio narrativo de la etnografía” (Marcus 1986:190).
Aparte de todo lo demás, dichos sistemas están implicados, aunque no lo
reconozcamos, en las frases y escenas que interpretamos con nuestra limitada
visión. Pero más que esto: la etnografía se extiende más allá del rango de
visión empírica; su espíritu inquisitivo nos llama a basar la acción subjetiva y
culturalmente configurada en la sociedad y la historia –y viceversa- cueste lo
que cueste.

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