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Bushnell, D. (2003). Unidad política y conflictos regionales. En


Historia general de América Latina, Vol. VI, Vázquez, J. (Dir.), La
construcción de las naciones latinoamericanas (1820-1870). España:
Ed. Unesco / Trotta

UNIDAD POLÍTICA Y CONFLICTOS REGIONALES

David Bushnell

La Independencia hispanoamericana no tuvo como única consecuencia política el


establecimiento de gobiernos republicanos y constitucionales en lugar de la Mo-
narquía borbónica. En 1830, los territorios continentales que habían estado so-
metidos a la Corona de España se dividieron en once naciones, número que en
1903 (con la desintegración final de América Central, la independencia de la Re-
pública Dominicana y Cuba y la creación de Panamá por escisión de Colombia)
se incrementaría a dieciocho. Este resultado contrasta marcadamente con la uni-
dad preservada en la América portuguesa y con la próspera unión federal que es-
tablecieron las colonias inglesas de América, que habían conquistado su indepen-
dencia a finales del siglo XVIII.
La América española se desintegró aunque tenía una historia común de con-
quista, colonización y gobierno imperial, y pese a la existencia de una lengua y un
patrimonio cultural comunes, al menos entre las clases dominantes y los miem-
bros más hispanizados de los demás estratos sociales. Las nuevas unidades políti-
cas no constituyeron «naciones>> en el mismo sentido que las viejas naciones eu-
ropeas como Francia, Inglaterra y la propia España, con sus lenguas y tradiciones
particulares. Los límites de las nuevas naciones americanas los habían trazado las
autoridades coloniales por razones administrativas, teniendo en cuenta las vías de
comunicación y los obstáculos topográficos. Con frecuencia surgió una república
independiente en el territorio administrado por una audiencia colonial; las excep-
ciones transformaron simples provincias en Estados independientes y son casi tan
numerosas como los casos «típicos>> 1•
El proceso que condujo al imperio aparentemente monolítico de España en
América a dividirse en un número tan elevado de entidades políticas ha sido ob-
jeto de una atención historiográfica sorprendentemente escasa. El colapso de la
efímera federación de América Central ha suscitado un número elevado de publi-
caciones polémicas, al igual que el surgimiento de Uruguay como Estado indepen-
diente al término de la guerra argentino-brasileña. Pero, en general, los america-

l. Además de las «simples provincias» (los Estados de América Central, Paraguay y Uruguay)
constituyen excepción dos audiencias que fueron incorporadas a repúblicas más amplias: Nueva Ca-
licia en México y Cuzco en Perú.
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nos de habla hispana parecen considerar que su respectivo Estado-nación existe


como algo totalmente natural, resultado de un proceso inelectable. También los
historiadores profesionales ignoran el problema, incluyendo a los estudiosos de la
región de América Latina que no han nacido en ella. Entre las escasas excepcio-
nes, cabe mencionar al chileno Gonzalo Vial y al argentino Jorge Abelardo Ra-
mos, quienes llegan a conclusiones diametralmente opuestas en cuanto a la natu-
ralidad e inevitabilidad de lo que ocurrió.
Vial estima que en vísperas de la independencia las colonias de España habían
evolucionado hasta alcanzar un punto de diversidad socioeconómica y cultural
que les confería el carácter de naciones embrionarias, ya que no reales. Al rom-
perse el lazo con la madre patria, sólo faltaba dotarlas de los símbolos formales y
las instituciones de la nación (Vial Correa, 1966: 110-114). En la misma tesis se
inspiran, al menos en forma implícita, la mayoría de los escritos sobre la indepen-
dencia de América Latina. Pero un número reducido de historiadores revisionis-
tas sostienen, por el contrario, que la unidad intrínseca de la América española se
quebró artificialmente después de la independencia. Pocos autores han expresado
esta idea con más vigor que Ramos, quien sostiene que la unidad continental por
la que abogaban los patriotas más esclarecidos (Simón Bolívar el primero) fue des-
truida por las intrigas de las potencias extranjeras y las minorías locales que les
eran adictas (Ramos, 1968: caps. 7 y 8).
Los exponentes de una y otra escuela han omitido comparar los aconteci-
mientos de América Latina con los ocurridos en otras partes del mundo, por
ejemplo, en el África postcolonial, cuyos Estados independientes se consideran a
menudo como artificiales no porque violen una unidad mayor (como piensan de
América Latina Ramos y otros autores), sino por reunir bajo la misma bandera a
pueblos y subregiones que tienen muy pocos rasgos en común, además de haber
sido arbitrariamente ubicados en la misma unidad administrativa por una poten-
cia europea invasora. Tampoco han intentado los historiadores evaluar el peso re-
lativo de los diferentes rasgos en cada república hispanoamericana, ni comparar-
los a la luz de las diferencias que presentan los países independientes excoloniales
entre sí, como lo hace Vial. Por último, tampoco se ha prestado atención a la po-
sibilidad teórica de que se constituyeran naciones hispanoamericanas mayores de
las que finalmente surgieron. Aun reconociendo que un Estado-nación hispano-
americano único no sería viable, ya se deba tal cosa a incompatibilidades intrín-
secas entre las distintas partes, ya a influencias externas, no se deduce de ello la
inevitabilidad de la existencia de dieciocho repúblicas separadas.
El problema histórico que plantea la multiplicidad de Estados-naciones resul-
ta aún más interesante teniendo en cuenta las iniciativas actuales a favor de una
mayor integración de América Latina, en su totalidad o por grupos de países. Para
avanzar en la comprensión histórica del problema, conviene examinar las tres
principales iniciativas tomadas en la época de la independencia o poco después
para contrarrestar el proceso de fragmentación: la Gran Colombia, la Federación
Centroamericana y la Confederación Peruano-Boliviana.
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LA GRAN COLOMBIA

La República de Colombia (1819-1830}, que sólo retrospectivamente fue califi-


cada de «Gran», fue la primera tentativa de integración regional y, al mismo tiem-
po, la más ambiciosa. Representó el único intento de mantener bajo un gobierno
republicano único la unidad de un virreinato español (el de Nueva Granada, que
comprendía los siguientes países actuales: Colombia, Venezuela, Panamá y Ecua-
dor}. La República de Colombia fue creada formalmente el 17 de diciembre de
1819, en un momento en que parte de Colombia y de Venezuela y la totalidad
de Ecuador y Panamá se hallaban aún en manos de los españoles. La idea de basar
el nombre de una nación independiente en el de Cristóbal Colón, cuyos viajes ha-
bían inaugurado el dominio español en el hemisferio, fue lanzada por el prócer ve-
nezolano Francisco de Miranda, aunque en su versión el nombre era <<Colom-
beia>>, sin que se definiera nunca claramente el territorio que formaría parte de la
misma. Miranda propuso también el diseño amarillo, azul y rojo de la bandera co-
lombiana (Robertson, 1929: 230, 242, 303-304). Pero el verdadero «inventor>> de
la Gran Colombia fue Bolívar, quien propugnó la unidad de Venezuela y Nueva
Granada (se consideraba que la Presidencia de Quito formaba parte de esta últi-
ma) en su profética Carta de Jamaica de 1815, aunque rechazando explícitamen-
te la posibilidad de crear una sola nación que abarcara todas las ex colonias de
España (Carrera Damas, 1993: 107, 109-110).
Cuando el Congreso de Angostura proclamó la unión, aprobando por unani-
midad las ideas de Bolívar (y como resultado de su decisiva victoria de Boyacá que
le abrió las puertas de la capital virreina) de Santa Fe de Bogotá), la unificación
de las regiones de Venezuela y Nueva Granada que estaban en manos de los pa-
triotas se convirtió en realidad. El Congreso era prácticamente venezolano pero
incluía a un grupo de miembros de Nueva Granada, algunos de los cuales, por
ejemplo Francisco Antonio Zea, obtuvieron puestos de responsabilidad en el Go-
bierno venezolano provincial creado en Angostura. Por añadidura, Bolívar creó
un ejército mixto de venezolanos y neogranadinos con el que pasó a Nueva Gra-
nada, llevó a cabo la campaña de Boyacá y regresó a Venezuela para seguir la
lucha. Inmediatamente después de Boyacá, confió al militar neogranadino Francis-
co de Paula Santander la tarea de administrar las provincias liberadas con el tí-
tulo de vicepresidente de Cundinamarca y bajo las órdenes del propio Bolívar,
que conservaba las funciones de jefe político-militar supremo. En medio de una
lucha por la supervivencia no habría tenido sentido desmantelar este frente uni-
do. A juicio de Bolívar, existía además la ventaja suplementaria de que un vasto
país obtuviera un reconocimiento mayor en la escena mundial, lo que se tradu-
ciría en un temprano reconocimiento, en créditos y en inversiones. El Liberta-
dor estaba convencido de la grandeza potencial de las tierras y los pueblos de la
parte septentrional de Sudamérica, pero consideraba que esa grandeza sólo se
materializaría si todos unían sus esfuerzos. Aunque no todos eran tan visionarios,
los beneficios estratégicos de la guerra contra España y la aceptación de la direc-
ción de Bolívar explican la ausencia de una oposición franca al acta de unión
adoptada en diciembre de 1819 (Bushnell, 1984: 27-30; Bolívar, 1964: XVI,
468-469).
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El Congreso Constituyente de la Gran Colombia, que finalmente se celebró


en Cúcuta en mayo de 1821 cuando ya se había logrado la independencia de todo
el territorio, salvo Quito, confirmó la decisión de Angostura con un solo voto en
contra. Algunos diputados planteaban el derecho moral de un organismo que ca-
recía de representantes de Quito y de buena parte de Venezuela (pues la elección
de los diputados se efectuó antes de la liberación definitiva de la región de Cara-
cas) para hablar en nombre de todo el antiguo virreinato. El Congreso Constitu-
yente estableció una organización política sumamente centralizada: las adminis-
traciones provinciales se confiaban a personas designadas por el ejecutivo central,
mientras las asambleas provinciales electas quedaban limitadas a funciones elec-
torales y a la de presentar peticiones. Aunque se suponía que el proyecto respon-
día a los deseos del Libertador (quien había criticado abiertamente el federalismo
de la efímera Primera República de Venezuela, 1811-1812, como una torpe imi-
tación del modelo americano), su adopción encontró una fuerte oposición, sobre
todo por parte de los diputados de Nueva Granada. Los oponentes estaban dis-
puestos a admitir las ventajas del centralismo mientras durara la guerra contra Es-
paña, pero consideraban que una estructura federal más laxa se adecuaría mejor
a los tiempos de paz. A la larga, se logró que la gran mayoría de los diputados
aceptara la Constitución, sólo después de incluir en ella la cláusula de que sería
revisada, y tal vez reformada, por una convención especial al término de un pe-
ríodo de ensayo de diez años (Bushnell, 1984: 32-35).
Quizá se cometió la imprudencia de no estudiar seriamente la posibilidad de
mantener a Venezuela, Nueva Granada y Quito en calidad de miembros autóno-
mos de una confederación, por miedo a promover movimientos separatistas.
Como consecuencia, teóricamente la Gran Colombia resultó una estructura mu-
cho más centralizada que el antiguo virreinato, ya que el virrey con sede en Bo-
gotá tenía sólo una autoridad nominal sobre la Capitanía General de Venezuela y
poderes muy limitados sobre la Presidencia de Quito. En la práctica, Venezuela
conservó durante un tiempo su autonomía política bajo la autoridad del general
Carlos Soublette, a quien se confiaron, bajo los títulos de jefe superior y luego de
director de Guerra, amplios poderes sobre las provincias venezolanas; pero aquél
fue un compromiso transitorio que rigió sólo hasta 1824 y no impidió que Vene-
zuela quedara sujeto a las leyes y decretos generales de Colombia (Bushnell,
1984: 349-350).
Ecuador fue objeto de un tratamiento especial aún más amplio bajo las ór-
denes directas de Bolívar. Para ello debió primero incorporar efectivamente la
antigua Presidencia de Quito, lo que se vio complicado por el hecho de que en
octubre de 1820 la ciudad costera de Guayaquil había llevado a cabo su propia
revolución y establecido una Junta autónoma. Guayaquil fue la base de la fuerza
expedicionaria enviada por Bolívar para liberar el interior de Ecuador a las órde-
nes de Antonio José de Sucre. La Junta de Guayaquil mantuvo cuidadosamente
abiertas las posibilidades de adherirse a Perú o a Colombia o de constituirse en
Estado-ciudad independiente. Lo:: sentimientos locales se inclinaban probable-
mente por la tercera opción. Pero, habiendo sellado Sucre la liberación del inte-
rior con su victoria de Pichincha en mayo de 1822 y con Bolívar presente en Qui-
to, Guayaquil no tuvo la posibilidad de elegir. La autoridad de Colombia se asentó
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en los Andes ecuatorianos sin nueva resistencia; Bolívar nunca habría permitido
que la salida de Quito al mar fuera independiente, ni mucho menos que se incor-
porara a Perú. Sin mucho entusiasmo y en un momento en que la situación esta-
ba ya en manos de las fuerzas de Bolívar, una asamblea local votó la adhesión a
la República de Colombia en julio de 1822. Antes de partir para Perú en agosto
de 1823, Bolívar no vaciló en eximir a Ecuador, por considerarlo conveniente,
de la legislación de la Gran Colombia. Durante un tiempo, bajo los gobiernos de
los generales Bartolomé Salom y Juan Paz del Castillo, Ecuador siguió gozando
de un estatuto especial y sólo a mediados de 1825 se estableció plenamente el or-
den constitucional (Landázuri Camacho, 1983: 118-126; Fazio Fernández, 1988:
11-19).
Ya fuera por su extensión, ya por la fama de su Libertador (que inevitable-
mente fue su primer presidente por voto del Congreso Constituyente), la Gran
Colombia fue una de las primeras naciones latinoamericanas que obtuvo el reco-
nocimiento diplomático de Estados Unidos en 1822 y de Gran Bretaña tres años
después. En 1824 se le concedió un préstamo externo de 30 millones de dólares
en condiciones relativamente favorables y, aunque buena parte del dinero se des-
tinara a refinanciar obligaciones precedentes, los fondos se tradujeron en un in-
cremento de las importaciones que a su vez aportó considerables derechos adua-
neros al tesoro (Liehr, 1989: 476-486; Vittorino, 1990: 90-100). Entre tanto, la
economía interna empezó a recuperarse de la guerra cuyas consecuencias iban
desde la disminución de los rebaños hasta la drástica reducción de la mano de
obra esclava (como resultado de la incorporación de los esclavos al servicio mili-
tar y de la facilidad con que habían podido fugarse en tiempo de guerra). Los re-
baños aumentaron nuevamente y la pérdida de los esclavos no resultó tan grave
como temían los plantadores y los dueños de minas. En Venezuela, el declive de la
esclavitud no hizo más que acelerar el del cultivo de cacao a favor del de café, que
dependía menos de la mano de obra esclava (Izard, 1979: 80-87). Hasta el obser-
vador más superficial podía comprobar en los centros urbanos los signos del desa-
rrollo económico y la penetración de las modas e ideas más recientes de Europa.
Aunque disfrutaba de mayores ingresos aduaneros, el tesoro de la Gran Co-
lombia gastó más de lo que recibía; el presupuesto militar siguió siendo elevado
aun después de la victoria definitiva sobre España en la batalla de Ayacucho (An-
des peruanos), en diciembre de 1824. Pero el gobierno seguía siendo estable y de
una razonable eficacia en manos del general Santander, quien en su carácter de
vicepresidente tenía el ejecutivo a su cargo, mientras Bolívar continuaba sus cam-
pañas militares. Santander era un administrador infatigable que contaba con la
ayuda de funcionarios capaces y la disposición favorable del Congreso nacional.
Aunque se produjeron algunos trastornos por obra del bandidaje, del desconten-
to de los veteranos militares y de algunas guerrillas realistas, la Gran Colombia
no conoció disturbios de la magnitud de los de otras regiones de Hispanoaméri-
ca, desde el Río de La Plata hasta México.
No obstante, comenzaron a aparecer signos inquietantes. Ya en 1826 el go-
bierno se encontró en la imposibilidad de pagar las cuotas correspondientes a los
préstamos externos. El volumen de las importaciones (y, por consiguiente, la mag-
nitud de los ingresos aduaneros) tuvo que ajustarse a un nivel compatible con las
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exportaciones (Safford, 1989: 187-189). La reducción del plantel militar, que por
un lado respondía a una necesidad económica al final de la guerra, dio origen,
por el otro, a problemas políticos y sociales. Más importante resultó la creciente
reticencia que manifestaron las minorías regionales de Venezuela y Ecuador. En
algunos casos, ello se debió a su insatisfacción con la legislación liberal que se ha-
bía introducido desde el Congreso de Cúcuta. Por ejemplo, la implantación (con
escaso éxito) de una forma de imposición directa suscitó resistencia en toda la Re-
pública (Bushnell, 1984: 137 y ss.). Las medidas antiesclavistas encontraron opo-
sición sobre todo en las regiones que dependían del trabajo esclavo, una de ellas
Venezuela. No se discutía tanto el principio como el hecho de que la ley de ma-
numisión dictada en Cúcuta y las medidas conexas no ofrecían una compensación
suficiente a los propietarios (Lombardi, 1971: 46-50, 63-65). Las medidas favo-
rables a los indios, en especial la abolición del tributo, fueron criticadas por los
blancos del Ecuador, quienes se resistían a perder una forma de ingreso de espe-
cial importancia en esa región. Los artesanos, comerciantes y otras personas vin-
culadas a la producción textil de las zonas montañosas de Ecuador se quejaban de
la política arancelaria de la Gran Colombia, que en general renunciaba al protec-
cionismo en aras de la obtención de mayores ingresos. La política indígena no te-
nía mucha importancia en Venezuela, donde los indios constituían una pequeña
minoría, y la política tarifaría favorecía en realidad a Venezuela en su calidad de
región agroexportadora; por otra parte, la abolición del tributo fue aplazada en
atención al régimen especial inicialmente establecido por Bolívar para Ecuador.
En Quito otro aspecto de las reformas liberales fue causa de un descontento ge-
neralizado: el comienzo de la legislación anticlerical que reducía el número de
conventos y menoscababa de diversas maneras los poderes y privilegios de la Igle-
sia católica. Las medidas anticlericales provocaron reacciones también en Nueva
Granada, pero muy pocas en Venezuela donde la Iglesia era más débil (Bushnell,
1984: 366-374; Núñez, 1983: 231-237).
En general, la mayor resistencia se manifestaba en Venezuela. Los voceros li-
berales de Caracas se quejaban a menudo de que las reformas (con la notable ex-
cepción de la ley de manumisión) no eran suficientes e insinuaban que la propia
Constitución carecía de plena legitimidad pues había sido adoptada por un Con-
greso donde Caracas no estaba directamente representada. Los venezolanos se
sentían irritados por la preponderancia de los neogranadinos en los órganos del
poder civil de Bogotá y tendían a olvidar que los venezolanos ejercían un dominio
aún mayor en las capas superiores del ejército. En última instancia, es probable que
una mayoría de los venezolanos políticamente activos estuvieran persuadidos de
que sus intereses quedarían siempre relegados en una unión en la que Nueva
Granada representaba más de la mitad de la población total y cuyas autoridades
centrales estaban en la lejana Bogotá, aislada por un terreno montañoso y las di-
ficultades que imponía el estado de los caminos. En las provincias periféricas de
Venezuela, la animosidad contra Bogotá quedaba a menudo en segundo plano con
respecto a la desconfianza de la rival más cercana, Caracas; pero era indiscutible
el peso de Caracas en Venezuela (Bushnell, 1984: 340-348).
En Ecuador, las desventajas de la subordinación a Bogotá eran más evidentes,
pues tenía un peso aún menor en los asuntos políticos y carecía de la compensa-
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ción de puestos en la jerarquía militar: no existía ningún general ecuatoriano.


Pero fue Venezuela la que asestó el primer golpe a la unidad colombiana; ello ocu-
rrió a principios de 1826 cuando el Congreso convocó al jefe llanero José Anto-
nio Páez, comandante militar de la región de Caracas, para juzgarlo en Bogotá
por abuso de autoridad. Páez rehusó presentarse e inició una rebelión que, sin te-
ner un carácter netamente secesionista, estaba destinada a obtener una mayor au-
tonomía para Venezuela. Al mismo tiempo, Páez exigió que Bolívar regresara de
Perú e impusiera una solución a los problemas del país. Voces similares se hicie-
ron oír en las asambleas convocadas especialmente en Ecuador, donde se propu-
so que el Libertador asumiera poderes extraordinarios para salvar la República.
Cabe pensar que aquí también los objetivos eran ambiguos, pero por lo menos im-
plicaban una ruptura del orden jurídico existente (Liévano Aguirre, 1971: 395-
396, 425-426; Chiriboga, 1983: 298-299; Fazio Fernández: 1988: 85-88).
Cuando Bolívar partió finalmente de Perú en septiembre de 1826, noaceptó
la dictadura que le proponían en Ecuador ni criticó a quienes se le ofrecían. Su
primera prioridad fue ocuparse de Venezuela adonde acudió a principios de 1827.
Al menos dio satisfacción inmediata a Páez y sus partidarios asumiendo el gobier-
no de Venezuela y administrándola sin tener en cuenta las leyes ni las directrices
de la capital nacional. Esta situación especial se mantuvo después de que Bolívar
regresara a Bogotá para asumir la Presidencia, dejando a Páez a cargo de Vene-
zuela en calidad de jefe superior. Para dar una solución más duradera a los pro-
blemas de la Gran Colombia, Bolívar propuso retirar algunas de las medidas li-
berales más discutidas (pero no las que se habían tomado contra la esclavitud) y
reformar la constitución modelándola según la que había diseñado para Bolivia,
en la que se establecía una presidencia vitalicia. Pero la Constituyente reunida en
Ocaña en abril de 1828 se disolvió sin haber llegado a ninguna conclusión, enzar-
zada en el conflicto entre los partidarios del Libertador y las fracciones opuestas,
entre las que destacaba la encabezada por el vicepresidente Santander. De origen
predominantemente neogranadino y partidarios del credo liberal tradicional, los
santanderistas unieron sus fuerzas con los criptoseparatistas venezolanos para
proponer una reforma de sesgo federal que limitara las medidas arbitrarias del
propio Libertador (Guerra, 1978; Bushnell, 1963: 65-68). Después del fracaso
de Ocaña, Bolívar asumió abiertamente los poderes dictatoriales, suprimió varias
medidas fiscales y anticlericales de importancia y, siguiendo el modelo del man-
do especial de Páez en Venezuela, creó puestos similares para Juan José Flores en
Ecuador y para Mariano Montilla en la costa del Caribe {de Panamá a Maracai-
bo). Sólo las provincias internas de Nueva Granada quedaron bajo el control di-
recto de las autoridades de Bogotá. Estas medidas reflejan claramente la ambiva-
lencia de Bolívar respecto de la viabilidad de la Gran Colombia. En diferentes
momentos, desde la Convención de Ocaña hasta la disolución final, jugó con la
idea de aceptar la fragmentación de su creación en dos o tres naciones separadas,
de tratar de mantener un régimen unitario y de conceder a Venezuela, Ecuador y
Nueva Granada {e incluso, separadamente, al interior de Nueva Granada y a la
región costera) gobiernos autónomos que se mantuvieran unidos en una confe-
deración para fines de defensa y relaciones exteriores. Esta solución, sin duda,
era la que más probabilidades de éxito tenía para conservar un vestigio de uni-
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dad general; pero Bolívar nunca se pronunció decididamente por ella (Bushnell,
1983: 74-97).
El desenlace no tardó en producirse. Los venezolanos querían algo más que
el gobierno de un dictador cuyas facultades fueran delegadas en Páez. El giro con-
servador de la política gubernamental (consistente en aplacar a los clericales y ele-
var marcadamente los aranceles aduaneros) en Caracas era más impopular que en
cualquier otro lado. Las intrigas monarquistas de los ministros de Bolívar, que in-
tentaban encontrar un príncipe europeo para sucederlo, fueron la gota que hizo
desbordar el vaso: en noviembre de 1829. Páez se rebeló de nuevo y esta vez no
se detuvo hasta lograr la separación completa de Venezuela. Nunca se contempló
seriamente la posibilidad de reintegrar a Venezuela por la fuerza de las armas. Las
medidas del dictador que irritaban en Venezuela eran acogidas con beneplácito en
Ecuador; pero no eran muchos los ecuatorianos que deseaban permanecer en una
unión amputada, sobre todo cuando declinó la estrella de Bolívar y resurgieron
sus enemigos liberales neogranadinos, partidarios de Santander. Bolívar abando-
nó definitivamente su puesto en marzo de 1830 y Juan José Flores se convirtió en
presidente de un Ecuador independiente en agosto del mismo año (Núñez, 1983:
257-261; Chiriboga, 1983: 301-306).

AMÉRICA CENTRAL

Al igual que la Gran Colombia, las Provincias Unidas del Centro de América tam-
bién fracasaron en su experiencia de unión, en principio menos ambiciosa y en la
práctica más frágil. Con objeto de mantener unidas las provincias de la Capitanía
General de Guatemala, nunca se alcanzó siquiera la apariencia de estabilidad que
presentaba la Gran Colombia antes de la primera rebelión de Páez.
La federación centroamericana no surgió de una guerra prolongada de inde-
pendencia como la gran República de Bolívar, ya que América Central se había
mantenido en la periferia de la lucha contra los españoles. A finales del período
colonial no faltaban en la región críticos del sistema imperial, algunos de los cua-
les se proponían sin duda alcanzar la independencia, pero sin pensar demasiado
en la creación de un Estado independiente. Por ejemplo, nadie había pensado en
los colores de la bandera como lo había hecho Miranda para la Gran Colombia:
la bandera centroamericana (azul, blanca y azul) se improvisó copiando el estan-
darte que llevaban los corsarios argentinos en aguas del Pacífico {Ferro, 1976:
182-184). Pero antes había ondeado en América Central la bandera de México,
que había logrado su independencia tras dura lucha.
Una parte de América Central, la Intendencia de Chiap+cts, había desempeña-
do un pequeño papel en la guerra de independencia de México. En 1813 Maria-
no Matamoros, uno de los tenientes de José María Morelos, libró en territorio de
Chiapas la batalla de Comitán, derrotando a las fuerzas enviadas por el capitán
general José de Bustamante desde Guatemala, para combatir la rebelión (Rincón
Coutiño, 1964: 10). Pero en Chiapas no subsistieron fuerzas guerrilleras como las
que en México mantuvieron viva la causa de la independencia tras la derrota de-
finitiva de Morelos. Y los estallidos de rebelión ocurridos entre 1811 y 1814 en
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otras partes de América Central, habían sido sofocados desde hacía tiempo cuan-
do estos territorios accedieron a la independencia. En el plano económico, en
cambio, la independencia respecto de España estaba muy adelantada gracias al
vasto comercio ilícito con los enclaves británicos de Belice y la Costa de los Mos-
quitos, sin olvidar los tráficos que se desarrollaban en las costas del Pacífico. El
comercio con Belice había sido incluso legalizado por el último capitán general de
España Carlos Urrutia (quien sucedió al severo Bustamante en 1818, en parte
como resultado de las gestiones efectuadas en España por miembros de la aristo-
cracia criolla de Guatemala); Urrutia autorizó ese comercio para poder imponer-
le aranceles. Esta medida satisfizo los intereses agroexportadores pero irritó a los
asociados locales de las casas comerciales de Cádiz, a los tejedores y a los artesa-
nos rurales o urbanos que se sentían amenazados por la concurrencia británica
(Woodward, 1985: 82-87).
Los éxitos de Agustín de Iturbide (una figura nueva que logró unir a viejos y
nuevos patriotas mexicanos en un movimiento incontenible) encontraron natural-
mente su primer eco formal en América Central en el territorio de Chiapas, geo-
gráficamente vecino y estrechamente relacionado con el resto de Nueva España.
El28 de agosto de 1821 una asamblea reunida en Comitán declaró la independen-
cia de Chiapas con respecto a España y envió un mensaje a la Ciudad de México
pidiendo su incorporación al imperio mexicano que acaba de proclamar Iturbide
(Rincón Coutiño, 1964: 10-12). En la Ciudad de Guatemala la independencia no
se proclamó hasta el 15 de septiembre, siendo aceptada sin gran entusiasmo por
Gabino Gaínza, capitán general en funciones por la enfermedad de Urrutia. Si la
actitud de Gaínza fue eficaz para disipar toda veleidad de resistencia de los espa-
ñoles de Guatemala, no siempre fue imitada en otras ciudades de América Cen-
tral; y en su declaración no pedía explícitamente la unión con México (Rodrí-
guez, 1978: cap. 7).
El acta del 15 de septiembre fue redactada explícitamente en nombre de toda
América Central; pero los habitantes de otras partes de la Capitanía General pre-
firieron actuar por su cuenta, siguiendo en ello el modelo de Chiapas que se ha-
bía anticipado a Guatemala. La separación respecto de España tropezó con muy
poca oposición, pues hasta los partidarios más fervorosos de la unión con la me-
trópoli reconocían ahora que se trataba de una causa perdida. Pero se manifesta-
ron tendencias diversas en cuanto a la unión con México o al mantenimiento de
los mecanismos territoriales existentes en la propia América Central, a medida
que una asamblea tras otra se declaraba independiente de Guatemala o de alguna
otra ciudad a la que había estado administrativamente subordinada. Comayagua
(Honduras) y León (Nicaragua), ambas sedes de una intendencia colonial, decla-
raron sin ambages que deseaban depender directamente del imperio mexicano y
no de las autoridades que pudieran establecerse en Guatemala; Tegucigalpa decla-
ró que deseaba escapar a la dependencia de Comayagua, y Costa Rica, a la de
León (Pinto Soria, 1986: 47; Karnes, 1976: 20-23}.
En general, la perspectiva de unirse a México seducía a los notables criollos
de Guatemala, al clero superior y a otros grupos conservadores para quienes la
monarquía constitucional, establecida por Iturbide, parecía garantizar los benefi-
cios de la autonomía y al mismo tiempo la protección contra posibles cambios so-
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ciales o políticos radicales. Esos grupos sociales esperaban también que México
sirviera de contrapeso a la influencia de Guatemala. Pero esto no fue general: San
Salvador, que se había mostrado inquieto bajo la autoridad de Guatemala, se opu-
so a la unión con México. Los salvadoreños tomaban a mal no sólo la subordina-
ción administrativa, sino también el control que los comerciantes de Guatemala
ejercían sobre los productores salvadoreños de añil, mediante anticipos financie-
ros. Los dirigentes salvadoreños José Matías Delgado y Manuel José Arce conside-
raban que el imperio de lturbide no iba a dar respuesta a sus problemas: preferían
francamente el republicanismo. Lo mismo pasaba con los liberales doctrinarios de
Guatemala y otros lugares. Sin embargo, en número creciente se divulgaron pro-
clamas en favor de la unión con México. Paralelamente, el gobierno de Iturbide
manifestó a las claras su intención de absorber América Central despachando un
ejército bajo el mando del general Vicente Filísola con el argumento de proteger a
las regiones de América Central adheridas al imperio. Una vez más, Gaínza se ple-
gó y anunció la unión en toda América Central con México el9 de enero de 1822
(Pinto Soria, 1986: 39-42; Karnes, 1976: 23-26; Chandler, 1988: 11-12, 25-27).
La anexión a México suscitó la resistencia armada de San Salvador, reprimi-
da por Filísola casi cuando el imperio se derrumbaba, a principios de 1823. Filí-
sola tomó la iniciativa de convocar a una asamblea centroamericana encargada de
examinar las orientaciones posibles y, con una sola excepción, ya no se consideró
seriamente la opción mexicana. La excepción fue Chiapas, que prefirió conservar
la unidad con su gran vecino, decisión que ratificó formalmente en un plebiscito
celebrado en septiembre de 1824 (Rincón Coutiño, 1964: 15-16). Con una gran
mayoría indígena subordinada a una pequeña oligarquía criolla y un sector inter-
medio predominantemente mestizo, Chiapas presentaba una estructura socioeco-
nómica muy similar a la de Guatemala, pero sus habitantes se habían sentido
abandonados y maltratados por las autoridades de Guatemala y no pudieron es-
capar a la atracción de México. América Central no intentó evitar por la fuerza
la secesión de Chiapas. Procedió a elegir su propia asamblea nacional constituyen-
te que inició sus labores en junio de 1823 en la Ciudad de Guatemala y en no-
viembre de 1824 dio a conocer la constitución de las Provincias Unidas del Cen-
tro de América.
El fracaso de la experiencia imperial mexicana había desacreditado a sus par-
tidarios centroamericanos. Ése fue uno de los factores que influyeron para que la
Asamblea Constituyente fuera un órgano relativamente liberal a pesar de la debi-
lidad numérica de las fuerzas liberales en el conjunto de América Central. Al igual
que el Congreso de Cúcuta en la Gran Colombia, aunque en muchos aspectos fue-
ra más lejos, la Asamblea Constituyente implantó una serie de reformas progre-
sistas (abolió la esclavitud y limitó las prerrogativas de la Iglesia católica), además
de llevar a cabo su tarea primordial de redactar una Constitución. A diferencia de
la Gran Colombia, la Constitución centroamericana tenía un carácter estricta-
mente federal y reconocía amplias facultades de autonomía interna a los Estados
de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Estableció además
un ejecutivo central débil que carecía de la facultad de vetar las leyes del Congre-
so, salvo en casos excepcionales, y disponía de facultades muy limitadas en mate-
ria de nombramientos. Los elementos conservadores de Guatemala hubieran pre-
UNIDAD POLÍTICA Y CONFLICTOS REGIONALES 73

ferido un Estado centralizado con un ejecutivo nacional fuerte, pero las demás
provincias no habrían aceptado nunca tal solución sin olvidar las tendencias fede-
ralistas (y la desconfianza respecto del poder ejecutivo) que existían incluso en
Guatemala (Chamorro, 1951; Pinto Soria, 1986: 53-59}.
Al menos, el concepto de una América Central unida no fue objeto de graves
objeciones, con la excepción de Chiapas y, en menor medida, de Costa Rica don-
de se elevaron algunas voces a favor de la adhesión a su poderoso vecino Colom-
bia (Fernández Guardia, 1971: 62). El Estado centroamericano así formado refle-
ja en la organización de las nuevas repúblicas de Hispanoamérica una modalidad
usual, según el modelo de las audiencias coloniales. Sólo su ulterior fragmenta-
ción obliga a preguntarse por qué se creó ese Estado en primer lugar. Para los cen-
troamericanos, la experiencia de convivir en el seno de una sola capitanía gene-
ral española había sido fuente de tensiones y desacuerdos pero, de todos modos,
representaba una herencia común. Muchos miembros de la clase alta criolla com-
partían la experiencia de haberse educado en las mismas instituciones de Guatema-
la. También existían circuitos comerciales internos en virtud de los cuales llegaban
al mercado de Guatemala productos alimenticios y ganado desde Nicaragua e in-
cluso Costa Rica, el añil de El Salvador y la plata de Honduras, en camino hacia
la exportación. Los comerciantes de Guatemala otorgaban créditos a los produc-
tores de añil y de plata y muchas veces ayudaban a distribuir las mercancías traí-
das de contrabando de Belice a otras partes del istmo (Pinto Soria, 1986: 12 y ss.).
La unión obedeció también a motivos geopolíticos, pues la única frontera segura
de América Central era el océano Pacífico. Como dijimos, América Central no se
opuso a la separación de Chiapas; pero el distrito de Soconusco, reclamado al
mismo tiempo por Chiapas y Guatemala, quedó como objeto de litigio con Mé-
xico. La Gran Colombia tenía la ambición de extenderse por la costa del Caribe
hasta la desembocadura del río San Juan. Y aún más amenazadora era la presión
constante de los británicos. En estas circunstancias, era prudente mantener la Amé-
rica Central unida por motivos de defensa común. De todas las provincias de
América Central, sólo Guatemala, con unos 660 000 habitantes (más de la mitad
del total), tenía el tamaño y los recursos suficientes para lograr el respeto de otras
naciones (Vayssiere, 1991: 40).
A la larga, los factores favorables a la unión terminarían por pesar menos que
los factores contrarios. Cabe mencionar entre estos últimos el particularismo pro-
vincial, más o menos refrenado bajo el yugo colonial, que se ponía fácilmente de
manifiesto; por ejemplo, en la disputa sobre si unirse o no a México. Además, las
relaciones económicas existentes eran fuente de conflicto tanto como de solidari-
dad. En la medida en que el comercio se orientaba hacia el exterior, las relacio-
nes internas se debilitaban. Tras la independencia se intensificó el contrabando y
se elevó el número de puertos legales, lo cual contribuyó a socavar el espacio eco-
nómico centroamericano. Con la excepción de Belice y de algún otro, los puer-
tos eran poco más que fondeaderos. Pero, aun así, una particularidad geográfica
de América Central era que todos los Estados menos El Salvador poseían dos fa-
chadas costeras, en el Pacífico y en el Caribe. En este sentido, América Central re-
presentaba geopolíticamente un caso diametralmente opuesto al de Argentina, cu-
yas provincias podían presentar también fuertes particularismos pero no tenían
74 DAVID BUSHNELL

otra vía de salida que el río Paraná y el puerto de Buenos Aires. La América Cen-
tral difería también en cuanto a la facilidad de sus transportes internos. Sin plan-
tear la dificultad de los Andes, las montañas de América Central creaban una to-
pografía tan compleja que, con suerte, se tardaba 45 días en recorrer los 1 500
kilómetros que separan Cartago {Costa Rica) de Guatemala. En la estación lluvio-
sa el viaje era simplemente imposible o suicida {Worthman, 1982: 216-218, 226;
Karnes, 1976: 244; Vayssiere, 1991: 36).
Costa Rica y Guatemala estaban separadas por otras cosas además de la topo-
grafía y la distancia geográfica: representaban los extremos opuestos de América
Central en materia de estructura étnica y social. Costa Rica contaba con una po-
blación predominantemente blanca y el número de habitantes por kilómetro cua-
drado más bajo de toda la federación; aunque el mito patriótico de una sociedad
igualitaria de granjeros ha sido desmentido por los especialistas {Gudmundson,
1986), la distancia entre ricos y pobres era mucho menor que en otras partes. En
el polo opuesto, Guatemala no sólo presentaba diferencias notables entre ricos y
pobres, sino además una gran diferencia social y cultural separaba a la minoría
criolla de las masas indígenas. En Honduras, El Salvador y Nicaragua coexistía
una población predominantemente mestiza con reductos de cultura indígena in-
tacta y una clase dominante de propietarios y comerciales criollos. Es indudable
que lo mismo podría decirse de diferentes regiones del México independiente, de
Chiapas a Chihuahua, que sin embargo se mantuvieron unidas bajo la misma ban-
dera. Pero en América Central se puede señalar otro rasgo, ausente en México, el
hecho de que Guatemala poseyera más de la mitad de la población y un porcen-
taje desproporcionadamente alto de otros recursos. En la Gran Colombia, el pre-
dominio demográfico de Nueva Granada contribuyó al alejamiento de Venezuela
y Ecuador. Aún más marcada era la desproporción demográfica que se observaba
entre Guatemala y los demás Estados de América Central {con la posible excep-
ción de El Salvador). La desconfianza y el temor consiguientes fueron, por tanto,
factores de desestabilización.
Al principio no se consideró que los obstáculos a la unidad fueran insupera-
bles y se creó una administración central; en virtud de un compromiso, ocupó la
presidencia el liberal moderado salvadoreño Manuel José Arce. Cada Estado fe-
derado estableció su propia Constitución y un gobierno propio. La nueva repú-
blica obtuvo el rápido reconocimiento diplomático de los Estados Unidos y de
otras naciones americanas. Gran Bretaña no lo hizo de inmediato, pero estable-
ció relaciones consulares y promovió el comercio con tal dinamismo que aventa-
jó a todos sus competidores. En 1824, los banqueros británicos otorgaron un pri-
mer préstamo externo al nuevo Gobierno que, más tarde, resultó ser aún más
oneroso y menos productivo que el otorgado a la Gran Colombia el mismo año.
El comercio exterior creció gracias a la definitiva supresión de las restricciones
impuestas por España y, además, al crecimiento de la demanda de añil. Pero los
artesanos sufrieron la creciente competencia extranjera y, en todo caso, los signos
de progreso resultaron fugaces o engañosos {Worthman, 1982: 216-218, 226;
Karnes, 1976: 58-60). El curso de los acontecimientos exacerbó los sentimientos
de discordia y suscitó dudas en cuanto a la viabilidad, e incluso la utilidad, de la
unión centroamericana.
UNIDAD POLÍTICA Y CONFLICTOS REGIONALES 75

Las luchas internas, larvadas o violentas, entre facciones políticas, ciudades y


Estados se mantuvieron dentro de límites aceptables hasta 1826. Ese año, los li-
berales («exaltados» o <<fiebres») rompieron sus relaciones con el presidente Arce
debido a que éste se plegaba cada vez más a las fuerzas conservadoras (<<serviles>>)
para tratar de fortalecer sus funciones presidenciales y seguir ejerciéndolas. El re-
sultado fue una guerra civil sangrienta y destructora, que comenzó entre Arce y
sus oponentes en el Congreso y el Gobierno liberal del Estado de Guatemala,
pero que pronto se extendió a todo el país y duró tres años. Los liberales obtu-
vieron la victoria bajo la guía del hondureño Francisco Morazán y mantuvieron el
poder hasta los últimos años del decenio siguiente. Los vencedores acentuaron las
medidas de reforma, aplicaron castigos a los derrotados conservadores y en 1830
entronizaron a Morazán como presidente de la Unión. Dando pruebas de habili-
dad política y militar, Morazán logró disipar las amenazas que pesaron en distin-
tos momentos sobre el gobierno federal y los gobiernos liberales de los Estados.
También desempeñó un papel importante el dirigente liberal Mariano Gálvez.
Gracias a una campaña sistemática para reducir los poderes de la Iglesia católica
y otras medidas, Gálvez logró que el Estado de Guatemala se convirtiera en un
modelo de reformismo tratando de ponerlo a la par de los países más avanzados
de Occidente, aunque sin modificar el régimen de propiedad de la tierra ni la su-
jeción de la población india. Bajo la dirección de Gálvez, el Estado de Guatemala
respondió fielmente al gobierno federal de Morazán y le prestó apoyo militar y
económico, incluso después de que en 1834, la capital federal fuera trasladada de
Guatemala a San Salvador (cambio destinado a atenuar el temor que despertaba la
hegemonía guatemalteca en las restantes regiones) (Karnes, 1976: 64-80).
Los liberales ejercían el poder en el centro y en la mayoría de los Estados;
pero los decretos y leyes de la Federación no eran objeto de una aplicación estric-
ta. Los Estados se quedaban con los ingresos del monopolio del tabaco, teórica-
mente reservados al tesoro federal y llegaron a apropiarse de los ingresos de la
aduana. Por otra parte, evitaron que sus fuerzas armadas locales se integraran en
un verdadero ejército nacional. Las autoridades nacionales dependían así para su
funcionamiento, e incluso para su existencia, de la buena voluntad de los Estados.
En general, podían fiarse de la Guatemala de Gálvez; pero en Costa Rica, Brau-
lio Carrillo estableció una dictadura conservadora moderada suave que práctica-
mente se mantuvo independiente de la Unión. El Salvador dio pruebas de mayor
integración, sobre todo cuando se convirtió en sede federal. Pero en último tér-
mino no había fondos suficientes para que ninguna de las instancias administrati-
vas prestara servicios, ni siquiera protección a la ciudadanía. Guatemala pudo evi-
tar en parte esta situación gracias a los ingresos de la creciente exportación de
cochinilla, aunque el aumento de las ventas de añil a mediados del decenio de
1820 resultó efímero, lo que produjo que El Salvador enfrentara una depresión
económica de la que sólo salió más tarde gracias al comercio del café. En estas
circunstancias se fue afianzando la idea de que la Unión acarreaba más inconve-
nientes que beneficios. En especial, los conservadores se alejaban cada vez más de
la idea misma de federación, que para ellos iba asociada a la de marginación po-
lítica y al hostigamiento de la Iglesia (Pinto Soria, 1986: 184-206; Karnes, 1976:
66-67).
76 DAVID BUSHNELL

La apariencia misma de un gobierno general de América Central se disipó al


hundirse el régimen liberal del Estado de Guatemala, sin cuya cooperación no po-
dían sobrevivir las autoridades federales encabezadas por Morazán. Las reformas
legales habían suscitado no sólo la reacción de los grupos directamente interesa-
dos, por ejemplo el clero, sino también de las masas campesinas, sensibles a la agi-
tación clerical e irritadas por algunas de las innovaciones fiscales y administrati-
vas. A partir de 1837 se produjeron insurrecciones populares que condujeron a la
caída del gobierno liberal de Guatemala. La intervención de Morazán y las fuer-
zas federales (en su mayoría salvadoreñas) no logró detener este proceso. Guate-
mala quedó bajo el control del caudillo popular y futuro dictador conservador
Rafael Carrera, quien a su vez contribuyó a que los grupos conservadores asumie-
ran el poder en otros Estados incluyendo El Salvador.
Cuando en 1840 Morazán partió para el exilio, desapareció el último vesti-
gio de gobierno federal. Nicaragua, Honduras y Costa Rica ya se habían separa-
do en 1838. Morazán intentó volver a la escena pública en 1842 asumiendo el
poder en Costa Rica, el menos unionista de los Estados, desde donde esperaba ha-
cer revivir la federación. Poco después fue derrotado y ejecutado por los costarri-
censes (Fernández Guardia, 1943).

LA CONFEDERACIÓN PERUANO-BOLIVIANA

A diferencia de los casos antes mencionados, la Confederación Peruano-Bolivia-


na de 1836-1839 estuvo destinada a reunificar dos naciones hispanoamericanas
que ya habían seguido una trayectoria independiente. La idea de unión no era
nueva: tenía como base vínculos del pasado y rasgos socioeconómicos y cultura-
les comunes más fuertes que los que habían patrocinado la unión de la Gran Co-
lombia y de Centroamérica.
Perú y Bolivia mantenían relaciones desde antes de la conquista española
como partes del imperio incaico. Contaban con una población mayoritariamente
indígena, formada en ambos casos por quechuas y aymarás {los dos principales
grupos lingüísticos). En la era colonial la presidencia de Charcas (o del Alto Perú,
nombre que se daba entonces a Bolivia) fue una dependencia del Virreinato de
Perú hasta 1776, cuando fue anexionada al nuevo Virreinato del Río de La Plata.
Las relaciones establecidas en los dos siglos precedentes no desaparecieron con el
cambio de jurisdicción. Tanto la presidencia de Charcas como el Virreinato de
Perú se vieron sacudidos por la importante insurrección indígena de Túpac Ama-
m en 1781-1782; el miedo a la población indígena fue compartido por los crio-
llos de ambos territorios, incluso después del fin del período colonial. El comer-
cio exterior del Alto Perú, que antes se efectuaba a través de Lima y el Pacífico,
se orientó a partir de 1776 hacia Buenos Aires y el Atlántico; pero Perú y el Alto
Perú mantuvieron el circuito de relaciones comerciales internas que aportaba a las
explotaciones mineras de Potosí trabajadores con arreglo al sistema de la mita y
alimentos y suministros procedentes de la colonia vecina, en especial de la pro-
vincias meridionales de los Andes peruanos (Durand Flórez, 1993: 77-92, 207-
215, 441-451, 458-469).
UNIDAD POLfTICA Y CONFLICTOS REGIONALES 77

Las guerras de la independencia siguieron pautas muy diferentes en Perú y en


el Alto Perú; pero los acontecimientos de ese período volvieron a producir una
aproximación política. El hecho de que Buenos Aires se mantuviera en manos de
los patriotas de forma ininterrumpida a partir de 1810 hizo resurgir los lazos del
Alto Perú con su vecino del Oeste. El virrey de Lima reafirmó su autoridad, orga-
nizó la resistencia a las expediciones altoperuanas de los patriotas del Río de La
Plata y combatió también a los movimientos guerrilleros de patriotas del Alto
Perú. Por último, el Alto Perú fue liberado como consecuencia de la derrota de los
realistas en Perú a manos de la fuerzas de Simón Bolívar. Los ejércitos libertado-
res estaban integrados por colombianos, peruanos, chilenos y argentinos, pero ve-
nían desde Perú y una parte de los habitantes del Alto Perú, por ejemplo en La
Paz, creyeron que había llegado el momento de formar una sola nación indepen-
diente con Perú. Por su parte, las autoridades argentinas sostenían con razón que
el Alto Perú pertenecía a las Provincias Unidas del Río de La Plata en su calidad
de sucesoras naturales del Virreinato del mismo nombre. Pero en la asamblea es-
pecial de 1825, convocada por el general bolivariano Antonio José de Sucre para
decidir el futuro del Alto Perú, sólo hubo dos votos a favor de la unión con Perú
y ninguno a favor de la unión con Argentina. La gran mayoría de los delegados
prefirió crear una nueva república en los territorios de la antigua Presidencia de
Charcas, a la que dieron el nombre de República de Bolívar (y, poco después de
Bolivia) (Arnade, 1957). En realidad, sólo un puñado de bolivianos habían refle-
xionado sobre su futuro político. Para las masas indígenas, las nociones de Perú,
Bolivia y Río de La Plata tenían poca importancia en comparación con sus iden-
tidades étnicas inmediatas. La minoría criolla dominante y, sobre todo, los profe-
sionales que esperaban ocupar puestos en un posible gobierno nacional no veían
ninguna razón para no asumir plenamente y de inmediato el control de la cosa
pública. Algunos se ocuparon de dejar abierta la posibilidad de una futura fede-
ración con Perú. Como ya se ha sugerido, La Paz constituyó una excepción par-
cial a causa de las intensas relaciones comerciales y de otro tipo que mantenía con
el vecino Perú. El hecho de que Chuquisaca (ciudad que más tarde recibió el nom-
bre de Sucre y cuya importancia relativa había disminuido en comparación con La
Paz) fuera designada como capital de la Bolivia independiente contribuyó a ate-
nuar el entusiasmo de los paceños por la solución adoptada. Algunos dirigentes de
La Paz se imaginaban actuando en un amplio escenario nacional en el caso de que
ambos Perús se unificaran. Tal era, por ejemplo, la ambición de Andrés de Santa
Cruz, oficial paceño de origen mestizo que, tras combatir a las órdenes de los rea-
listas, cambió de bando y se convirtió en eficaz colaborador de Bolívar en la solu-
ción de los asuntos de Bolivia y Perú (Arnade, 1957; Parkerson, 1984: 21-29).
Bolívar esperaba que Santa Cruz contribuyera a la realización del gran pro-
yecto de establecer una Federación de los Andes integrada por los territorios que
habían sido liberados bajo su dirección. Con tal fin se desmembraría la Gran Co-
lombia en los tres Estados de Venezuela, Nueva Granada y Ecuador, y Perú se di-
vidiría en dos Estados separados, Perú septentrional y Perú meridional. Esa divi-
sión de Perú, además de coincidir con antecedentes jurisdiccionales coloniales
(pues después de la revolución de Túpac Amaru se había creado la Presidencia de
Cuzco con su propia audiencia), habría contribuido a atenuar los temores de los
78 DAVID BUSHNELL

bolivianos (incluyendo los de Santa Cruz) de quedar relegados en una federación


en la que Perú ingresaría como un Estado único. Bolívar esperaba también que
cada uno de los miembros de la federación adoptara una Constitución similar a
la que había preparado para Bolivia (con un presidente vitalicio), adoptada en
1826 con algunas modificaciones por el Congreso Constituyente de Bolivia. Bo-
lívar, que se reservaba la función de presidente vitalicio de toda la Federación,
preveía que Sucre ocupara el puesto en Bolivia y Santa Cruz el de uno de los dos
Estados peruanos. En la práctica, la Federación de los Andes no despertó gran en-
tusiasmo. Pero Bolívar logró que los bolivianos nombraran a Sucre para el cargo
de presidente, que Perú adoptara una Constitución similar a la de Bolivia y que
Santa Cruz fuera elegido presidente del Perú. En ese momento Bolívar se trasla-
dó a Colombia dejando a sus asociados de Bolivia y Perú la tarea de promover los
planes de una federación (Parkerson, 1984: 26-29). En noviembre de 1826 se fir-
mó el Tratado de Federación de Perú y Bolivia con la idea de invitar a la Gran Co-
lombia a que se adhiriera a la misma, pero el tratado sólo fue ratificado por el
Congreso de Bolivia. El golpe de Estado ocurrido en Lima a principios del año
siguiente suprimió el régimen establecido por Bolívar en Perú, aunque mantuvo
durante algunos meses a Santa Cruz en las funciones de presidente. El plan de
Bolívar de crear una Federación de los Andes recibió así el golpe de gracia. El
propio Libertador, a su regreso a Colombia, había ya perdido toda esperanza en
tal sentido (Parkerson, 1984: 29-33). Perú y Bolivia prosiguieron su existencia
como Estados independientes. Pero la idea de una unión no había quedado com-
pletamente olvidada y la evolución de los asuntos en ambos países permitió que
se hiciera un nuevo intento. En Bolivia, una insurrección que obligó a Sucre a
abandonar la Presidencia (no totalmente contra su voluntad) precedió a un inter-
ludio de violencia y confusión hasta que Santa Cruz asumió la Presidencia de su
país natal en mayo de 1829. Aunque tenía aún la esperanza de crear el Gran Perú
con la inclusión de Bolivia y se mantenía en contacto con los peruanos que apo-
yaban la idea, Santa Cruz quedó ahora totalmente absorbido por sus nuevas fun-
ciones. Además, logró en general restaurar el orden público y establecer un go-
bierno eficaz. Por momentos recurrió a métodos autoritarios, y su éxito se debió
en parte a que supo evitar las medidas progresistas relativas a la Iglesia y la fisca-
lidad que habían acarreado problemas a Antonio José de Sucre. En el contexto de
la época, la Bolivia de Santa Cruz constituyó un ejemplo de relativa estabilidad
(Flores, 1976: 103-164).
Muy diferente era la situación política de Perú, sacudido por un conflicto ideo-
lógico entre liberales y conservadores, por rivalidades personales y de facciones y
por graves antagonismos regionales entre la costa y la sierra y entre el Norte y el
Sur. Desde el punto de vista de una posible unión con Bolivia, la fractura más im-
portante era la que separaba el Norte del Sur, relacionada en parte con el antiguo
resentimiento de Cuzco, Arequipa y en general las zonas meridionales contra la
dominación de Lima, al mismo tiempo septentrional y costeña. Las distancias
geográficas y la diferenciación sociocultural entre varias regiones se acentuaban
por una división de intereses económicos. Además de sus estrechos lazos econó-
micos y de otro tipo con Bolivia (entre ellos, la creciente utilización del puerto
peruano de Arica para el comercio exterior boliviano, ahora que la independen-
UNIDAD POLÍTICA Y CONFLICTOS REGIONALES 79

cia había reducido su relación con Buenos Aires), las regiones meridionales inten-
sificaban sus vínculos económicos con el Atlántico norte en virtud del comercio
de la lana y preferían, por consiguiente, el libre comercio. En cambio, en el Nor-
te los agricultores de la costa estaban más interesados por los mercados locales (y
por el mercado chileno, a donde ya exportaban azúcar durante el período colo-
nial), mientras los comerciantes de Lima, prosiguiendo las tradiciones coloniales,
se oponían a la apertura del comercio al extranjero con el apoyo de los obrajeros
y artesanos. El contraste entre el Norte y el Sur encontraba su expresión política
más clara en el debate entre partidarios de un Estado centralizado y quienes se in-
clinaban por una federación de provincias. La ideología liberal se compaginaba
tanto con la libertad de comercio como con el federalismo, de modo que el con-
flicto entre liberales y conservadores tendía a coincidir con el que oponía el Sur
al Norte. Naturalmente, no existía una homogeneidad total y la multiplicación de
fracturas de opinión no facilitaba el logro de la estabilidad (Gootenberg, 1989:
30-67).
El gobierno de Bolivia encabezado por Santa Cruz intervenía a veces en los
asuntos peruanos y procuraba sacar partido de esta situación para despertar sen-
timientos favorables a la unión. El general liberal Luis José de Orbegoso fue ele-
gido para el cargo de presidente del Perú en 1833. Los problemas se agravaron
después de esa fecha, pues Orbegoso se vio enfrentado con los intereses comer-
ciales de Lima y de los dirigentes militares conservadores, y pidió a Santa Cruz
que le ayudara a combatir la rebelión; los bolivianos accedieron en virtud del tra-
tado de junio de 1835. A principios de 1836, Perú estaba en gran medida pacifi-
cado, pero era Santa Cruz y no Orbegoso quien controlaba realmente la situación.
Las asambleas que se reunieron en el Perú meridional y el Perú septentrional crea-
ron dos Estados separados que convinieron en unirse con Bolivia para formar la
Confederación Peruano-Boliviana, proclamada formalmente el 28 de octubre.
Aunque la elección de las asambleas peruanas había sido manipulada por los par-
tidarios de Santa Cruz, tampoco cabe duda de que la Confederación respondía a
los deseos de una parte importante de la opinión, sobre todo en las zonas donde
el Perú meridional linda con el Norte de Bolivia. Los liberales del Sur de Perú no
compartían algunas de las ideas del dirigente boliviano, pero se habían dado cuen-
ta de que sin la ayuda de Bolivia no podrían mantenerse en el poder. En el Nor-
te de Perú los partidarios de la unión preferían un Estado unitario gobernado des-
de Lima; pero incluso en Lima algunos conservadores saludaron a Santa Cruz
como garantía de estabilidad. La nueva nación fue bien recibida en el plano inter-
nacional, con el reconocimiento diplomático de Estados Unidos de América,
Gran Bretaña y Francia (aunque no de Argentina ni de Chile, lo que no presagia-
ba nada bueno) (Parkerson, 1984: 87-132, 148-152).
El enemigo más visible de la Confederación era Chile, que temía la modifica-
ción del equilibrio de poder en la costa occidental de Sudamérica y la pérdida de
su predominio en el plano del comercio exterior. Este último temor demostró no
ser infundado. La victoria de Santa Cruz tuvo como resultado la supresión del re-
ciente tratado comercial entre Perú y Chile, con el argumento de que era dema-
siado favorable a este último. La Confederación redujo los aranceles aduaneros,
negoció tratados comerciales con Gran Bretaña y Estados Unidos (esperando lo-
80 DAVID BUSHNELL

grar así que los buques de esos países comerciaran directamente con los puertos
peruanos) e impuso nuevos impuestos a las mercancías que transitaban por Val-
paraíso antes de llegar a los puertos peruano-bolivianos (Burr, 1967: 33-43; Goo-
tenberg, 1989: 71; Bonilla, 1980a: 420-422). También se oponía a la unión el dic-
tador argentino Juan Manuel de Rosas, que compartía algunos de los temores de
Chile en cuanto al equilibrio de poder y no veía con buenos ojos que Santa Cruz
hubiera acogido a unitarios exiliados, enemigos de Rosas. Tampoco había acepta-
do Argentina la incorporación a Bolivia de la provincia de Tarija, que antes de la
independencia formaba parte de la Intendencia de Salta. Chile declaró la guerra
a la Confederación en diciembre de 1836 y Rosas en mayo de 1837. Ya antes ha-
bían comenzado las hostilidades de facto (Burr, 1967: 46-4 7).
La Confederación Peruano-Boliviana no conoció nunca una existencia pacífi-
ca. En virtud del Tratado de Tacna del1. 0 de mayo de 1837, las autoridades de la
Confederación quedaron a cargo de la defensa, las relaciones exteriores y los
asuntos que concernían conjuntamente a los tres Estados. Las demás funciones de
gobierno quedaron en manos de los Estados, entre ellas, la de recaudar impues-
tos. La Confederación dependía así de la buena voluntad de los gobiernos de los
Estados, lo que a la larga habría sido perjudicial si la Confederación hubiera du-
rado. Por el momento, el general Santa Cruz, a la cabeza del gobierno central con
el título de Protector Supremo, dio pruebas de la misma energía que había demos-
trado en la administración de Bolivia. Santa Cruz hizo algunas contribuciones po-
sitivas, por ejemplo, promulgó el primer Código Civil y el primer Código Penal;
pero también suscitó reacciones adversas por algunos actos arbitrarios y, sobre
todo en el Norte de Perú, por la idea de que el nuevo régimen representaba una
forma de hegemonía boliviana. Esa idea no dependía exclusivamente de la pre-
sencia de Santa Cruz en el poder supremo, sino también del hecho de que sus ase-
sores más próximos fueran bolivianos (o de otras nacionalidades extranjeras) y, fi-
nalmente, de la presencia de tropas bolivianas en la propia Lima. Perú quedaba
dividido en dos, lo que tampoco era del agrado de los limeños, acostumbrados a
la primacía de un gran país. Sobre todo cuando los partidarios de Santa Cruz pro-
clamaban a voz en cuello que la división de Perú tenía por objeto debilitar al pe-
ligroso vecino, en aras de la seguridad de Bolivia. Así como en la Gran Colombia
tanto los venezolanos como los neogranadinos pensaban que eran los otros quie-
nes gozaban de una influencia excesiva, una parte de la opinión boliviana consi-
deraba que este dispositivo favorecía a Perú, que aportaba a la Unión una pobla-
ción más numerosa y mayores recursos y siempre tendría voz preponderante en
el Congreso General de la Confederación pues cada Estado contaba con igual nú-
mero de miembros (Basadre, 1963: 391-395; Parkerson, 1984: 133-148).
Las dimensiones internas minaron la Confederación; pero fue el antagonismo
armado de Chile el que le dio el golpe de gracia. La aplastante superioridad na-
val de Chile permitía a este país atacar a voluntad la costa peruano-boliviana. Chi-
le contaba además con la ayuda de los peruanos enemigos de Santa Cruz. Una pri-
mera fuerza expedicionaria que partió de Valparaíso en septiembre de 1837 pudo
penetrar hasta Arequipa; no era muy buena elección teniendo en cuenta la relati-
va popularidad de la Confederación en esa región. Santa Cruz, que gozaba de una
ventaja numérica y estratégica, permitió que las fuerzas chilenas se retiraran. Una
UNIDAD POLÍTICA Y CONFLICTOS REGIONALES 81

segunda expedición chilena a mediados de 1838 desembarcó cerca de Lima en un


momento en que el presidente del Perú septentrional, Orbegoso, había roto su
asociación con su benefactor y se había rebelado contra Santa Cruz poco antes de
la llegada de los chilenos. Orbegoso se negó a colaborar con los invasores, que
ocuparon Lima pese a su oposición pero la perdieron pronto a manos del propio
Santa Cruz. Sin embargo, el 20 de enero de 1839 los chilenos infligieron una de-
rrota importante a Santa Cruz en la batalla de Yungay, en las montañas del Perú
septentrional (Denegrí Luna, 1976: 579-584}.
Pero, aun después de Yungay, Santa Cruz seguía disponiendo de poderosos
ejércitos en otras partes del país. Además, la mera presencia de los chilenos en
suelo peruano suscitaba una reacción en su favor. En Bolivia se había estado ges-
tando otro conflicto, a raíz de incidentes fronterizos con Argentina, en que los
bolivianos habían salido en general beneficiados. Empero, algunos dirigentes mi-
litares consideraron que el gobierno de la Confederación no los recompensaba de
manera adecuada y aprovecharon las rivalidades regionales y entre facciones paa
promover el separatismo. En Tupiza estalló una revuelta bajo el mando de José
Miguel de Velasco aun antes de que llegara la noticia de la derrota de Yungay.
Poco después se unió a la revuelta José Ballivián, comandante del ejército del cen-
tro con sede en Puno, junto al lago Titicaca. En ese momento Santa Cruz decidió
no oponer más resistencia, renunció a su cargo, declaró disuelta la Confederación
y partió al exilio (Parkerson, 1984: 292-303}.

CONSIDERACIONES FINALES

La Confederación Peruano-Boliviana, que parecía tener buenos fundamentos his-


tóricos y socioeconómicos, resultó ser la más frágil de las tres tentativas de inte-
gración regional. El curso de los acontecimientos habría podido ser diferente si la
unión se hubiera establecido inmediatamente después de la independencia y no
tras un decenio de existencia separada. Pero el resultado refuerza la idea de que
no se dieron las condiciones necesarias para una integración sólida en el período
inmediato a la independencia. En este caso, además, la influencia extranjera (de
Chile y, en menor medida, de Argentina} contribuyó directamente al fracaso de la
Confederación. En el caso de América Central, se ha sostenido que la diplomacia
británica contribuyó al colapso de la federación; pero esa idea parece basarse so-
bre todo en la influencia que el cónsul general Frederick Chatfield ejerció más tar-
de a favor de los conservadores de Guatemala y de otros Estados, contribuyendo
a socavar la causa unionista. Las pruebas de esa influencia extranjera se refieren
al período posterior a la disolución de la Federación; por otra parte, existen mu-
chas pruebas de que Gran Bretaña y Estados Unidos esperaban que la unión tuvie-
ra éxito, aunque sólo fuera por la ventaja de tratar con un gobierno único a favor
del comercio y la protección de los extranjeros (Karnes, 1976: 109-125; Rodrí-
guez, 1964: 165-200). En el caso de la Gran Colombia, la diplomacia de Estados
Unidos se mostró claramente opuesta a la dictadura de Bolívar en su período fi-
nal, por considerarla una afrenta al republicanismo del Nuevo Mundo. Pero el go-
bierno de Washington no tomó ninguna medida concreta para socavar la Unión.
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El representante de Gran Bretaña apoyó el gobierno de Bolívar hasta el final


{Rippy, 1964: 181-189, 192-197, 208-212). El Gobierno británico y sus repre-
sentantes mostraron también una disposición favorable a Santa Cruz y su proyec-
to integracionista, aunque al final sólo intervinieron para que Chile aceptara una
paz negociada con la Confederación (Parkerson, 1984: 254-257; Gootenberg,
1989: 19, 70). Naturalmente, la diplomacia formal no era la única manera, ni si-
quiera la más importante, en que las potencias extranjeras podían influir en el re-
sultado de la integración. En toda América Latina la fuerza de atracción de las es-
tructuras económicas y de los modelos socioculturales que encarnaban contribuía
a aflojar los lazos viejos y nuevos que podían existir entre las antiguas colonias y
favorecían su orientación hacia el exterior en detrimento de la solidaridad regio-
nal. El comercio interregional existió tanto en América Central como en la Con-
federación Peruano-Boliviana; pero, en general, el comercio estaba destinado en
última instancia a los mercados extranjeros y no a un intercambio regional de
producciones complementarias. El hecho de que Gran Bretaña mantuviera con-
trol sobre Belice y otras partes de las costas centroamericanas del Caribe facilita-
ba el comercio exterior y limitaba los recursos que quedaban a disposición de la
Federación y de los Estados que la sucedieron.
Los factores internos que favorecieron la desintegración influyeron también
evidentemente para que se disipara la· idea de formar uniones más amplias en
otras partes de América Latina. Cabe mencionar el estado primitivo de los trans-
portes y las comunicaciones y las fuertes rivalidades entre una región y otra, que
habían tenido menor importancia mientras todas dependían por igual de una me-
trópoli lejana. Ninguno de esos obstáculos era insuperable y Bolívar, Morazán y
Santa Cruz intervinieron enérgicamente para tratar de superarlos. Pero se necesi-
taba un dirigente capaz y carismático que convenciera a otros de que el esfuerzo
valía la pena, y no se llegó a contar con un número suficiente de personas con-
vencidas de ello.
Retrospectivamente, no resulta fácil discernir muchas de las ventajas prácticas
e inmediatas que habrían tenido las tentativas de unión. Es cierto que buena par-
te del territorio boliviano encontraba una salida al mar más conveniente en el
Perú meridional que en la franja costera que poseía en esa época. La unión con
Perú garantizaba el tránsito ilimitado mejor que un mero tratado. Pero en ningu-
no de los tres casos había un comercio interregional genuino de volumen suficien-
te como para merecer la atención de una autoridad superior. Tampoco fue posible
movilizar los recursos financieros necesarios para crear infraestructuras de comu-
nicación (por ejemplo, un canal en el istmo que hubiera auspiciado la Gran Co-
lombia, o una carretera aceptable entre Honduras y Nicaragua) ni tampoco para
la defensa común. En este último aspecto, considerando que ni siquiera España
pudo expulsar a los británicos de Belice, no parece probable que la Federación
Centroamericana hubiese logrado resultados mejores de los que obtuvo sola Gua-
temala. Al presentar la Unión ventajas poco evidentes, no existía un estímulo para
asumir los costos financieros y políticos de la integración. Como estas funciones
estaban a cargo de los gobiernos latinoamericanos en ese período inmediato a la
independencia (esencialmente, el mantenimiento de una apariencia de orden pú-
blico), parecía más ventajosa la creación de unidades más pequeñas y fáciles de
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administrar; pero hay que reconocer que los centroamericanos fueron demasiado
lejos. Aunque fracasó, la experiencia de integración dejó trazas simbólicas y de
otro tipo en las tres regiones. Un ejemplo llamativo es la adopción de banderas
muy parecidas por los tres Estados que sucedieron a la Gran Colombia y por tres
Estados de América Central (la bandera de Guatemala con sus franjas verticales y
la de Costa Rica con una franja roja adicional responden todavía a un diseño co-
mún). Las disposiciones jurídicas del período de unión subsistieron también du-
rante períodos variables, hasta que fueron abrogadas o modificadas; por ejemplo,
la ley grancolombiana del Patronato de 1824 siguió rigiendo las relaciones entre
la Iglesia y el Estado en Venezuela hasta bien avanzado el siglo XX (Watters, 1933:
221). La participación en experiencias comunes aunque fallidas creó también la-
zos afectivos (así como hostilidades duraderas) y condujo muchas veces a una reu-
bicación permanente, baste citar a los militares venezolanos y neogranadinos que
permanecieron en Ecuador después de 1830, incluido el primer presidente Juan
José Flores, nacido en Venezuela.
La herencia de la Unión se hizo sentir con mayor vigor en América Central.
Durante algunos años después del colapso de la Federación, sus miembros seguían
llamándose «Estados••. Sólo en 1847 asumió el título de República soberana y las
demás aún más tarde. Con excepción de Costa Rica, los dirigentes políticos si-
guieron refiriéndose al ideal de reconstituir la Unión; y se hicieron algunas tenta-
tivas infructuosas en tal sentido, entre ellas, la de Justo Rufino Barrios, de Gua-
temala, que le costó la vida en 1885. En realidad, en América Central no es difícil
descubrir un rastro de iniciativas y discursos integracionistas desde mediados del
siglo XIX hasta el Mercado Común Centroamericano, creado en la década de
1960 (Pinto Soria, 1986: 4; Karnes, 1976: 121, 126-259}. En la parte septentrio-
nal de América del Sur no se ha manifestado esa continuidad, pero la idea de la
Gran Colombia resurge, por ejemplo, en el proyecto de la Flota Mercante Gran-
colombiana (a la que Panamá nunca se adhirió y de la que Venezuela se separó} 2
y, más recientemente, en la aceler;1da integración económica de Colombia, Vene-
zuela y Ecuador. La Confederación Peruano-Boliviana ha dejado una herencia ins-
titucionalmente más débil, aunque ambos países pertenecen al Grupo Andino y se
mantiene una vigorosa solidaridad sociocultural entre Bolivia y el Perú meridio-
nal. En este caso y en otros, la integración del pasado representa, por lo menos,
un conjunto de antecedentes sobre los cuales es posible construir y que tiene una
importancia potencial para la relación entre partes de América Latina aunque no
estuvieran incluidas en los proyectos originales de integración.

2. Flota Mercante Grancolombiana, Fundación y desarrollo de la Flota Mercante Grancolom-


biana, S. A., Bogotá, 1971.

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