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David Bushnell
l. Además de las «simples provincias» (los Estados de América Central, Paraguay y Uruguay)
constituyen excepción dos audiencias que fueron incorporadas a repúblicas más amplias: Nueva Ca-
licia en México y Cuzco en Perú.
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LA GRAN COLOMBIA
en los Andes ecuatorianos sin nueva resistencia; Bolívar nunca habría permitido
que la salida de Quito al mar fuera independiente, ni mucho menos que se incor-
porara a Perú. Sin mucho entusiasmo y en un momento en que la situación esta-
ba ya en manos de las fuerzas de Bolívar, una asamblea local votó la adhesión a
la República de Colombia en julio de 1822. Antes de partir para Perú en agosto
de 1823, Bolívar no vaciló en eximir a Ecuador, por considerarlo conveniente,
de la legislación de la Gran Colombia. Durante un tiempo, bajo los gobiernos de
los generales Bartolomé Salom y Juan Paz del Castillo, Ecuador siguió gozando
de un estatuto especial y sólo a mediados de 1825 se estableció plenamente el or-
den constitucional (Landázuri Camacho, 1983: 118-126; Fazio Fernández, 1988:
11-19).
Ya fuera por su extensión, ya por la fama de su Libertador (que inevitable-
mente fue su primer presidente por voto del Congreso Constituyente), la Gran
Colombia fue una de las primeras naciones latinoamericanas que obtuvo el reco-
nocimiento diplomático de Estados Unidos en 1822 y de Gran Bretaña tres años
después. En 1824 se le concedió un préstamo externo de 30 millones de dólares
en condiciones relativamente favorables y, aunque buena parte del dinero se des-
tinara a refinanciar obligaciones precedentes, los fondos se tradujeron en un in-
cremento de las importaciones que a su vez aportó considerables derechos adua-
neros al tesoro (Liehr, 1989: 476-486; Vittorino, 1990: 90-100). Entre tanto, la
economía interna empezó a recuperarse de la guerra cuyas consecuencias iban
desde la disminución de los rebaños hasta la drástica reducción de la mano de
obra esclava (como resultado de la incorporación de los esclavos al servicio mili-
tar y de la facilidad con que habían podido fugarse en tiempo de guerra). Los re-
baños aumentaron nuevamente y la pérdida de los esclavos no resultó tan grave
como temían los plantadores y los dueños de minas. En Venezuela, el declive de la
esclavitud no hizo más que acelerar el del cultivo de cacao a favor del de café, que
dependía menos de la mano de obra esclava (Izard, 1979: 80-87). Hasta el obser-
vador más superficial podía comprobar en los centros urbanos los signos del desa-
rrollo económico y la penetración de las modas e ideas más recientes de Europa.
Aunque disfrutaba de mayores ingresos aduaneros, el tesoro de la Gran Co-
lombia gastó más de lo que recibía; el presupuesto militar siguió siendo elevado
aun después de la victoria definitiva sobre España en la batalla de Ayacucho (An-
des peruanos), en diciembre de 1824. Pero el gobierno seguía siendo estable y de
una razonable eficacia en manos del general Santander, quien en su carácter de
vicepresidente tenía el ejecutivo a su cargo, mientras Bolívar continuaba sus cam-
pañas militares. Santander era un administrador infatigable que contaba con la
ayuda de funcionarios capaces y la disposición favorable del Congreso nacional.
Aunque se produjeron algunos trastornos por obra del bandidaje, del desconten-
to de los veteranos militares y de algunas guerrillas realistas, la Gran Colombia
no conoció disturbios de la magnitud de los de otras regiones de Hispanoaméri-
ca, desde el Río de La Plata hasta México.
No obstante, comenzaron a aparecer signos inquietantes. Ya en 1826 el go-
bierno se encontró en la imposibilidad de pagar las cuotas correspondientes a los
préstamos externos. El volumen de las importaciones (y, por consiguiente, la mag-
nitud de los ingresos aduaneros) tuvo que ajustarse a un nivel compatible con las
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exportaciones (Safford, 1989: 187-189). La reducción del plantel militar, que por
un lado respondía a una necesidad económica al final de la guerra, dio origen,
por el otro, a problemas políticos y sociales. Más importante resultó la creciente
reticencia que manifestaron las minorías regionales de Venezuela y Ecuador. En
algunos casos, ello se debió a su insatisfacción con la legislación liberal que se ha-
bía introducido desde el Congreso de Cúcuta. Por ejemplo, la implantación (con
escaso éxito) de una forma de imposición directa suscitó resistencia en toda la Re-
pública (Bushnell, 1984: 137 y ss.). Las medidas antiesclavistas encontraron opo-
sición sobre todo en las regiones que dependían del trabajo esclavo, una de ellas
Venezuela. No se discutía tanto el principio como el hecho de que la ley de ma-
numisión dictada en Cúcuta y las medidas conexas no ofrecían una compensación
suficiente a los propietarios (Lombardi, 1971: 46-50, 63-65). Las medidas favo-
rables a los indios, en especial la abolición del tributo, fueron criticadas por los
blancos del Ecuador, quienes se resistían a perder una forma de ingreso de espe-
cial importancia en esa región. Los artesanos, comerciantes y otras personas vin-
culadas a la producción textil de las zonas montañosas de Ecuador se quejaban de
la política arancelaria de la Gran Colombia, que en general renunciaba al protec-
cionismo en aras de la obtención de mayores ingresos. La política indígena no te-
nía mucha importancia en Venezuela, donde los indios constituían una pequeña
minoría, y la política tarifaría favorecía en realidad a Venezuela en su calidad de
región agroexportadora; por otra parte, la abolición del tributo fue aplazada en
atención al régimen especial inicialmente establecido por Bolívar para Ecuador.
En Quito otro aspecto de las reformas liberales fue causa de un descontento ge-
neralizado: el comienzo de la legislación anticlerical que reducía el número de
conventos y menoscababa de diversas maneras los poderes y privilegios de la Igle-
sia católica. Las medidas anticlericales provocaron reacciones también en Nueva
Granada, pero muy pocas en Venezuela donde la Iglesia era más débil (Bushnell,
1984: 366-374; Núñez, 1983: 231-237).
En general, la mayor resistencia se manifestaba en Venezuela. Los voceros li-
berales de Caracas se quejaban a menudo de que las reformas (con la notable ex-
cepción de la ley de manumisión) no eran suficientes e insinuaban que la propia
Constitución carecía de plena legitimidad pues había sido adoptada por un Con-
greso donde Caracas no estaba directamente representada. Los venezolanos se
sentían irritados por la preponderancia de los neogranadinos en los órganos del
poder civil de Bogotá y tendían a olvidar que los venezolanos ejercían un dominio
aún mayor en las capas superiores del ejército. En última instancia, es probable que
una mayoría de los venezolanos políticamente activos estuvieran persuadidos de
que sus intereses quedarían siempre relegados en una unión en la que Nueva
Granada representaba más de la mitad de la población total y cuyas autoridades
centrales estaban en la lejana Bogotá, aislada por un terreno montañoso y las di-
ficultades que imponía el estado de los caminos. En las provincias periféricas de
Venezuela, la animosidad contra Bogotá quedaba a menudo en segundo plano con
respecto a la desconfianza de la rival más cercana, Caracas; pero era indiscutible
el peso de Caracas en Venezuela (Bushnell, 1984: 340-348).
En Ecuador, las desventajas de la subordinación a Bogotá eran más evidentes,
pues tenía un peso aún menor en los asuntos políticos y carecía de la compensa-
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dad general; pero Bolívar nunca se pronunció decididamente por ella (Bushnell,
1983: 74-97).
El desenlace no tardó en producirse. Los venezolanos querían algo más que
el gobierno de un dictador cuyas facultades fueran delegadas en Páez. El giro con-
servador de la política gubernamental (consistente en aplacar a los clericales y ele-
var marcadamente los aranceles aduaneros) en Caracas era más impopular que en
cualquier otro lado. Las intrigas monarquistas de los ministros de Bolívar, que in-
tentaban encontrar un príncipe europeo para sucederlo, fueron la gota que hizo
desbordar el vaso: en noviembre de 1829. Páez se rebeló de nuevo y esta vez no
se detuvo hasta lograr la separación completa de Venezuela. Nunca se contempló
seriamente la posibilidad de reintegrar a Venezuela por la fuerza de las armas. Las
medidas del dictador que irritaban en Venezuela eran acogidas con beneplácito en
Ecuador; pero no eran muchos los ecuatorianos que deseaban permanecer en una
unión amputada, sobre todo cuando declinó la estrella de Bolívar y resurgieron
sus enemigos liberales neogranadinos, partidarios de Santander. Bolívar abando-
nó definitivamente su puesto en marzo de 1830 y Juan José Flores se convirtió en
presidente de un Ecuador independiente en agosto del mismo año (Núñez, 1983:
257-261; Chiriboga, 1983: 301-306).
AMÉRICA CENTRAL
Al igual que la Gran Colombia, las Provincias Unidas del Centro de América tam-
bién fracasaron en su experiencia de unión, en principio menos ambiciosa y en la
práctica más frágil. Con objeto de mantener unidas las provincias de la Capitanía
General de Guatemala, nunca se alcanzó siquiera la apariencia de estabilidad que
presentaba la Gran Colombia antes de la primera rebelión de Páez.
La federación centroamericana no surgió de una guerra prolongada de inde-
pendencia como la gran República de Bolívar, ya que América Central se había
mantenido en la periferia de la lucha contra los españoles. A finales del período
colonial no faltaban en la región críticos del sistema imperial, algunos de los cua-
les se proponían sin duda alcanzar la independencia, pero sin pensar demasiado
en la creación de un Estado independiente. Por ejemplo, nadie había pensado en
los colores de la bandera como lo había hecho Miranda para la Gran Colombia:
la bandera centroamericana (azul, blanca y azul) se improvisó copiando el estan-
darte que llevaban los corsarios argentinos en aguas del Pacífico {Ferro, 1976:
182-184). Pero antes había ondeado en América Central la bandera de México,
que había logrado su independencia tras dura lucha.
Una parte de América Central, la Intendencia de Chiap+cts, había desempeña-
do un pequeño papel en la guerra de independencia de México. En 1813 Maria-
no Matamoros, uno de los tenientes de José María Morelos, libró en territorio de
Chiapas la batalla de Comitán, derrotando a las fuerzas enviadas por el capitán
general José de Bustamante desde Guatemala, para combatir la rebelión (Rincón
Coutiño, 1964: 10). Pero en Chiapas no subsistieron fuerzas guerrilleras como las
que en México mantuvieron viva la causa de la independencia tras la derrota de-
finitiva de Morelos. Y los estallidos de rebelión ocurridos entre 1811 y 1814 en
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otras partes de América Central, habían sido sofocados desde hacía tiempo cuan-
do estos territorios accedieron a la independencia. En el plano económico, en
cambio, la independencia respecto de España estaba muy adelantada gracias al
vasto comercio ilícito con los enclaves británicos de Belice y la Costa de los Mos-
quitos, sin olvidar los tráficos que se desarrollaban en las costas del Pacífico. El
comercio con Belice había sido incluso legalizado por el último capitán general de
España Carlos Urrutia (quien sucedió al severo Bustamante en 1818, en parte
como resultado de las gestiones efectuadas en España por miembros de la aristo-
cracia criolla de Guatemala); Urrutia autorizó ese comercio para poder imponer-
le aranceles. Esta medida satisfizo los intereses agroexportadores pero irritó a los
asociados locales de las casas comerciales de Cádiz, a los tejedores y a los artesa-
nos rurales o urbanos que se sentían amenazados por la concurrencia británica
(Woodward, 1985: 82-87).
Los éxitos de Agustín de Iturbide (una figura nueva que logró unir a viejos y
nuevos patriotas mexicanos en un movimiento incontenible) encontraron natural-
mente su primer eco formal en América Central en el territorio de Chiapas, geo-
gráficamente vecino y estrechamente relacionado con el resto de Nueva España.
El28 de agosto de 1821 una asamblea reunida en Comitán declaró la independen-
cia de Chiapas con respecto a España y envió un mensaje a la Ciudad de México
pidiendo su incorporación al imperio mexicano que acaba de proclamar Iturbide
(Rincón Coutiño, 1964: 10-12). En la Ciudad de Guatemala la independencia no
se proclamó hasta el 15 de septiembre, siendo aceptada sin gran entusiasmo por
Gabino Gaínza, capitán general en funciones por la enfermedad de Urrutia. Si la
actitud de Gaínza fue eficaz para disipar toda veleidad de resistencia de los espa-
ñoles de Guatemala, no siempre fue imitada en otras ciudades de América Cen-
tral; y en su declaración no pedía explícitamente la unión con México (Rodrí-
guez, 1978: cap. 7).
El acta del 15 de septiembre fue redactada explícitamente en nombre de toda
América Central; pero los habitantes de otras partes de la Capitanía General pre-
firieron actuar por su cuenta, siguiendo en ello el modelo de Chiapas que se ha-
bía anticipado a Guatemala. La separación respecto de España tropezó con muy
poca oposición, pues hasta los partidarios más fervorosos de la unión con la me-
trópoli reconocían ahora que se trataba de una causa perdida. Pero se manifesta-
ron tendencias diversas en cuanto a la unión con México o al mantenimiento de
los mecanismos territoriales existentes en la propia América Central, a medida
que una asamblea tras otra se declaraba independiente de Guatemala o de alguna
otra ciudad a la que había estado administrativamente subordinada. Comayagua
(Honduras) y León (Nicaragua), ambas sedes de una intendencia colonial, decla-
raron sin ambages que deseaban depender directamente del imperio mexicano y
no de las autoridades que pudieran establecerse en Guatemala; Tegucigalpa decla-
ró que deseaba escapar a la dependencia de Comayagua, y Costa Rica, a la de
León (Pinto Soria, 1986: 47; Karnes, 1976: 20-23}.
En general, la perspectiva de unirse a México seducía a los notables criollos
de Guatemala, al clero superior y a otros grupos conservadores para quienes la
monarquía constitucional, establecida por Iturbide, parecía garantizar los benefi-
cios de la autonomía y al mismo tiempo la protección contra posibles cambios so-
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ciales o políticos radicales. Esos grupos sociales esperaban también que México
sirviera de contrapeso a la influencia de Guatemala. Pero esto no fue general: San
Salvador, que se había mostrado inquieto bajo la autoridad de Guatemala, se opu-
so a la unión con México. Los salvadoreños tomaban a mal no sólo la subordina-
ción administrativa, sino también el control que los comerciantes de Guatemala
ejercían sobre los productores salvadoreños de añil, mediante anticipos financie-
ros. Los dirigentes salvadoreños José Matías Delgado y Manuel José Arce conside-
raban que el imperio de lturbide no iba a dar respuesta a sus problemas: preferían
francamente el republicanismo. Lo mismo pasaba con los liberales doctrinarios de
Guatemala y otros lugares. Sin embargo, en número creciente se divulgaron pro-
clamas en favor de la unión con México. Paralelamente, el gobierno de Iturbide
manifestó a las claras su intención de absorber América Central despachando un
ejército bajo el mando del general Vicente Filísola con el argumento de proteger a
las regiones de América Central adheridas al imperio. Una vez más, Gaínza se ple-
gó y anunció la unión en toda América Central con México el9 de enero de 1822
(Pinto Soria, 1986: 39-42; Karnes, 1976: 23-26; Chandler, 1988: 11-12, 25-27).
La anexión a México suscitó la resistencia armada de San Salvador, reprimi-
da por Filísola casi cuando el imperio se derrumbaba, a principios de 1823. Filí-
sola tomó la iniciativa de convocar a una asamblea centroamericana encargada de
examinar las orientaciones posibles y, con una sola excepción, ya no se consideró
seriamente la opción mexicana. La excepción fue Chiapas, que prefirió conservar
la unidad con su gran vecino, decisión que ratificó formalmente en un plebiscito
celebrado en septiembre de 1824 (Rincón Coutiño, 1964: 15-16). Con una gran
mayoría indígena subordinada a una pequeña oligarquía criolla y un sector inter-
medio predominantemente mestizo, Chiapas presentaba una estructura socioeco-
nómica muy similar a la de Guatemala, pero sus habitantes se habían sentido
abandonados y maltratados por las autoridades de Guatemala y no pudieron es-
capar a la atracción de México. América Central no intentó evitar por la fuerza
la secesión de Chiapas. Procedió a elegir su propia asamblea nacional constituyen-
te que inició sus labores en junio de 1823 en la Ciudad de Guatemala y en no-
viembre de 1824 dio a conocer la constitución de las Provincias Unidas del Cen-
tro de América.
El fracaso de la experiencia imperial mexicana había desacreditado a sus par-
tidarios centroamericanos. Ése fue uno de los factores que influyeron para que la
Asamblea Constituyente fuera un órgano relativamente liberal a pesar de la debi-
lidad numérica de las fuerzas liberales en el conjunto de América Central. Al igual
que el Congreso de Cúcuta en la Gran Colombia, aunque en muchos aspectos fue-
ra más lejos, la Asamblea Constituyente implantó una serie de reformas progre-
sistas (abolió la esclavitud y limitó las prerrogativas de la Iglesia católica), además
de llevar a cabo su tarea primordial de redactar una Constitución. A diferencia de
la Gran Colombia, la Constitución centroamericana tenía un carácter estricta-
mente federal y reconocía amplias facultades de autonomía interna a los Estados
de Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Estableció además
un ejecutivo central débil que carecía de la facultad de vetar las leyes del Congre-
so, salvo en casos excepcionales, y disponía de facultades muy limitadas en mate-
ria de nombramientos. Los elementos conservadores de Guatemala hubieran pre-
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ferido un Estado centralizado con un ejecutivo nacional fuerte, pero las demás
provincias no habrían aceptado nunca tal solución sin olvidar las tendencias fede-
ralistas (y la desconfianza respecto del poder ejecutivo) que existían incluso en
Guatemala (Chamorro, 1951; Pinto Soria, 1986: 53-59}.
Al menos, el concepto de una América Central unida no fue objeto de graves
objeciones, con la excepción de Chiapas y, en menor medida, de Costa Rica don-
de se elevaron algunas voces a favor de la adhesión a su poderoso vecino Colom-
bia (Fernández Guardia, 1971: 62). El Estado centroamericano así formado refle-
ja en la organización de las nuevas repúblicas de Hispanoamérica una modalidad
usual, según el modelo de las audiencias coloniales. Sólo su ulterior fragmenta-
ción obliga a preguntarse por qué se creó ese Estado en primer lugar. Para los cen-
troamericanos, la experiencia de convivir en el seno de una sola capitanía gene-
ral española había sido fuente de tensiones y desacuerdos pero, de todos modos,
representaba una herencia común. Muchos miembros de la clase alta criolla com-
partían la experiencia de haberse educado en las mismas instituciones de Guatema-
la. También existían circuitos comerciales internos en virtud de los cuales llegaban
al mercado de Guatemala productos alimenticios y ganado desde Nicaragua e in-
cluso Costa Rica, el añil de El Salvador y la plata de Honduras, en camino hacia
la exportación. Los comerciantes de Guatemala otorgaban créditos a los produc-
tores de añil y de plata y muchas veces ayudaban a distribuir las mercancías traí-
das de contrabando de Belice a otras partes del istmo (Pinto Soria, 1986: 12 y ss.).
La unión obedeció también a motivos geopolíticos, pues la única frontera segura
de América Central era el océano Pacífico. Como dijimos, América Central no se
opuso a la separación de Chiapas; pero el distrito de Soconusco, reclamado al
mismo tiempo por Chiapas y Guatemala, quedó como objeto de litigio con Mé-
xico. La Gran Colombia tenía la ambición de extenderse por la costa del Caribe
hasta la desembocadura del río San Juan. Y aún más amenazadora era la presión
constante de los británicos. En estas circunstancias, era prudente mantener la Amé-
rica Central unida por motivos de defensa común. De todas las provincias de
América Central, sólo Guatemala, con unos 660 000 habitantes (más de la mitad
del total), tenía el tamaño y los recursos suficientes para lograr el respeto de otras
naciones (Vayssiere, 1991: 40).
A la larga, los factores favorables a la unión terminarían por pesar menos que
los factores contrarios. Cabe mencionar entre estos últimos el particularismo pro-
vincial, más o menos refrenado bajo el yugo colonial, que se ponía fácilmente de
manifiesto; por ejemplo, en la disputa sobre si unirse o no a México. Además, las
relaciones económicas existentes eran fuente de conflicto tanto como de solidari-
dad. En la medida en que el comercio se orientaba hacia el exterior, las relacio-
nes internas se debilitaban. Tras la independencia se intensificó el contrabando y
se elevó el número de puertos legales, lo cual contribuyó a socavar el espacio eco-
nómico centroamericano. Con la excepción de Belice y de algún otro, los puer-
tos eran poco más que fondeaderos. Pero, aun así, una particularidad geográfica
de América Central era que todos los Estados menos El Salvador poseían dos fa-
chadas costeras, en el Pacífico y en el Caribe. En este sentido, América Central re-
presentaba geopolíticamente un caso diametralmente opuesto al de Argentina, cu-
yas provincias podían presentar también fuertes particularismos pero no tenían
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otra vía de salida que el río Paraná y el puerto de Buenos Aires. La América Cen-
tral difería también en cuanto a la facilidad de sus transportes internos. Sin plan-
tear la dificultad de los Andes, las montañas de América Central creaban una to-
pografía tan compleja que, con suerte, se tardaba 45 días en recorrer los 1 500
kilómetros que separan Cartago {Costa Rica) de Guatemala. En la estación lluvio-
sa el viaje era simplemente imposible o suicida {Worthman, 1982: 216-218, 226;
Karnes, 1976: 244; Vayssiere, 1991: 36).
Costa Rica y Guatemala estaban separadas por otras cosas además de la topo-
grafía y la distancia geográfica: representaban los extremos opuestos de América
Central en materia de estructura étnica y social. Costa Rica contaba con una po-
blación predominantemente blanca y el número de habitantes por kilómetro cua-
drado más bajo de toda la federación; aunque el mito patriótico de una sociedad
igualitaria de granjeros ha sido desmentido por los especialistas {Gudmundson,
1986), la distancia entre ricos y pobres era mucho menor que en otras partes. En
el polo opuesto, Guatemala no sólo presentaba diferencias notables entre ricos y
pobres, sino además una gran diferencia social y cultural separaba a la minoría
criolla de las masas indígenas. En Honduras, El Salvador y Nicaragua coexistía
una población predominantemente mestiza con reductos de cultura indígena in-
tacta y una clase dominante de propietarios y comerciales criollos. Es indudable
que lo mismo podría decirse de diferentes regiones del México independiente, de
Chiapas a Chihuahua, que sin embargo se mantuvieron unidas bajo la misma ban-
dera. Pero en América Central se puede señalar otro rasgo, ausente en México, el
hecho de que Guatemala poseyera más de la mitad de la población y un porcen-
taje desproporcionadamente alto de otros recursos. En la Gran Colombia, el pre-
dominio demográfico de Nueva Granada contribuyó al alejamiento de Venezuela
y Ecuador. Aún más marcada era la desproporción demográfica que se observaba
entre Guatemala y los demás Estados de América Central {con la posible excep-
ción de El Salvador). La desconfianza y el temor consiguientes fueron, por tanto,
factores de desestabilización.
Al principio no se consideró que los obstáculos a la unidad fueran insupera-
bles y se creó una administración central; en virtud de un compromiso, ocupó la
presidencia el liberal moderado salvadoreño Manuel José Arce. Cada Estado fe-
derado estableció su propia Constitución y un gobierno propio. La nueva repú-
blica obtuvo el rápido reconocimiento diplomático de los Estados Unidos y de
otras naciones americanas. Gran Bretaña no lo hizo de inmediato, pero estable-
ció relaciones consulares y promovió el comercio con tal dinamismo que aventa-
jó a todos sus competidores. En 1824, los banqueros británicos otorgaron un pri-
mer préstamo externo al nuevo Gobierno que, más tarde, resultó ser aún más
oneroso y menos productivo que el otorgado a la Gran Colombia el mismo año.
El comercio exterior creció gracias a la definitiva supresión de las restricciones
impuestas por España y, además, al crecimiento de la demanda de añil. Pero los
artesanos sufrieron la creciente competencia extranjera y, en todo caso, los signos
de progreso resultaron fugaces o engañosos {Worthman, 1982: 216-218, 226;
Karnes, 1976: 58-60). El curso de los acontecimientos exacerbó los sentimientos
de discordia y suscitó dudas en cuanto a la viabilidad, e incluso la utilidad, de la
unión centroamericana.
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LA CONFEDERACIÓN PERUANO-BOLIVIANA
cia había reducido su relación con Buenos Aires), las regiones meridionales inten-
sificaban sus vínculos económicos con el Atlántico norte en virtud del comercio
de la lana y preferían, por consiguiente, el libre comercio. En cambio, en el Nor-
te los agricultores de la costa estaban más interesados por los mercados locales (y
por el mercado chileno, a donde ya exportaban azúcar durante el período colo-
nial), mientras los comerciantes de Lima, prosiguiendo las tradiciones coloniales,
se oponían a la apertura del comercio al extranjero con el apoyo de los obrajeros
y artesanos. El contraste entre el Norte y el Sur encontraba su expresión política
más clara en el debate entre partidarios de un Estado centralizado y quienes se in-
clinaban por una federación de provincias. La ideología liberal se compaginaba
tanto con la libertad de comercio como con el federalismo, de modo que el con-
flicto entre liberales y conservadores tendía a coincidir con el que oponía el Sur
al Norte. Naturalmente, no existía una homogeneidad total y la multiplicación de
fracturas de opinión no facilitaba el logro de la estabilidad (Gootenberg, 1989:
30-67).
El gobierno de Bolivia encabezado por Santa Cruz intervenía a veces en los
asuntos peruanos y procuraba sacar partido de esta situación para despertar sen-
timientos favorables a la unión. El general liberal Luis José de Orbegoso fue ele-
gido para el cargo de presidente del Perú en 1833. Los problemas se agravaron
después de esa fecha, pues Orbegoso se vio enfrentado con los intereses comer-
ciales de Lima y de los dirigentes militares conservadores, y pidió a Santa Cruz
que le ayudara a combatir la rebelión; los bolivianos accedieron en virtud del tra-
tado de junio de 1835. A principios de 1836, Perú estaba en gran medida pacifi-
cado, pero era Santa Cruz y no Orbegoso quien controlaba realmente la situación.
Las asambleas que se reunieron en el Perú meridional y el Perú septentrional crea-
ron dos Estados separados que convinieron en unirse con Bolivia para formar la
Confederación Peruano-Boliviana, proclamada formalmente el 28 de octubre.
Aunque la elección de las asambleas peruanas había sido manipulada por los par-
tidarios de Santa Cruz, tampoco cabe duda de que la Confederación respondía a
los deseos de una parte importante de la opinión, sobre todo en las zonas donde
el Perú meridional linda con el Norte de Bolivia. Los liberales del Sur de Perú no
compartían algunas de las ideas del dirigente boliviano, pero se habían dado cuen-
ta de que sin la ayuda de Bolivia no podrían mantenerse en el poder. En el Nor-
te de Perú los partidarios de la unión preferían un Estado unitario gobernado des-
de Lima; pero incluso en Lima algunos conservadores saludaron a Santa Cruz
como garantía de estabilidad. La nueva nación fue bien recibida en el plano inter-
nacional, con el reconocimiento diplomático de Estados Unidos de América,
Gran Bretaña y Francia (aunque no de Argentina ni de Chile, lo que no presagia-
ba nada bueno) (Parkerson, 1984: 87-132, 148-152).
El enemigo más visible de la Confederación era Chile, que temía la modifica-
ción del equilibrio de poder en la costa occidental de Sudamérica y la pérdida de
su predominio en el plano del comercio exterior. Este último temor demostró no
ser infundado. La victoria de Santa Cruz tuvo como resultado la supresión del re-
ciente tratado comercial entre Perú y Chile, con el argumento de que era dema-
siado favorable a este último. La Confederación redujo los aranceles aduaneros,
negoció tratados comerciales con Gran Bretaña y Estados Unidos (esperando lo-
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grar así que los buques de esos países comerciaran directamente con los puertos
peruanos) e impuso nuevos impuestos a las mercancías que transitaban por Val-
paraíso antes de llegar a los puertos peruano-bolivianos (Burr, 1967: 33-43; Goo-
tenberg, 1989: 71; Bonilla, 1980a: 420-422). También se oponía a la unión el dic-
tador argentino Juan Manuel de Rosas, que compartía algunos de los temores de
Chile en cuanto al equilibrio de poder y no veía con buenos ojos que Santa Cruz
hubiera acogido a unitarios exiliados, enemigos de Rosas. Tampoco había acepta-
do Argentina la incorporación a Bolivia de la provincia de Tarija, que antes de la
independencia formaba parte de la Intendencia de Salta. Chile declaró la guerra
a la Confederación en diciembre de 1836 y Rosas en mayo de 1837. Ya antes ha-
bían comenzado las hostilidades de facto (Burr, 1967: 46-4 7).
La Confederación Peruano-Boliviana no conoció nunca una existencia pacífi-
ca. En virtud del Tratado de Tacna del1. 0 de mayo de 1837, las autoridades de la
Confederación quedaron a cargo de la defensa, las relaciones exteriores y los
asuntos que concernían conjuntamente a los tres Estados. Las demás funciones de
gobierno quedaron en manos de los Estados, entre ellas, la de recaudar impues-
tos. La Confederación dependía así de la buena voluntad de los gobiernos de los
Estados, lo que a la larga habría sido perjudicial si la Confederación hubiera du-
rado. Por el momento, el general Santa Cruz, a la cabeza del gobierno central con
el título de Protector Supremo, dio pruebas de la misma energía que había demos-
trado en la administración de Bolivia. Santa Cruz hizo algunas contribuciones po-
sitivas, por ejemplo, promulgó el primer Código Civil y el primer Código Penal;
pero también suscitó reacciones adversas por algunos actos arbitrarios y, sobre
todo en el Norte de Perú, por la idea de que el nuevo régimen representaba una
forma de hegemonía boliviana. Esa idea no dependía exclusivamente de la pre-
sencia de Santa Cruz en el poder supremo, sino también del hecho de que sus ase-
sores más próximos fueran bolivianos (o de otras nacionalidades extranjeras) y, fi-
nalmente, de la presencia de tropas bolivianas en la propia Lima. Perú quedaba
dividido en dos, lo que tampoco era del agrado de los limeños, acostumbrados a
la primacía de un gran país. Sobre todo cuando los partidarios de Santa Cruz pro-
clamaban a voz en cuello que la división de Perú tenía por objeto debilitar al pe-
ligroso vecino, en aras de la seguridad de Bolivia. Así como en la Gran Colombia
tanto los venezolanos como los neogranadinos pensaban que eran los otros quie-
nes gozaban de una influencia excesiva, una parte de la opinión boliviana consi-
deraba que este dispositivo favorecía a Perú, que aportaba a la Unión una pobla-
ción más numerosa y mayores recursos y siempre tendría voz preponderante en
el Congreso General de la Confederación pues cada Estado contaba con igual nú-
mero de miembros (Basadre, 1963: 391-395; Parkerson, 1984: 133-148).
Las dimensiones internas minaron la Confederación; pero fue el antagonismo
armado de Chile el que le dio el golpe de gracia. La aplastante superioridad na-
val de Chile permitía a este país atacar a voluntad la costa peruano-boliviana. Chi-
le contaba además con la ayuda de los peruanos enemigos de Santa Cruz. Una pri-
mera fuerza expedicionaria que partió de Valparaíso en septiembre de 1837 pudo
penetrar hasta Arequipa; no era muy buena elección teniendo en cuenta la relati-
va popularidad de la Confederación en esa región. Santa Cruz, que gozaba de una
ventaja numérica y estratégica, permitió que las fuerzas chilenas se retiraran. Una
UNIDAD POLÍTICA Y CONFLICTOS REGIONALES 81
CONSIDERACIONES FINALES
administrar; pero hay que reconocer que los centroamericanos fueron demasiado
lejos. Aunque fracasó, la experiencia de integración dejó trazas simbólicas y de
otro tipo en las tres regiones. Un ejemplo llamativo es la adopción de banderas
muy parecidas por los tres Estados que sucedieron a la Gran Colombia y por tres
Estados de América Central (la bandera de Guatemala con sus franjas verticales y
la de Costa Rica con una franja roja adicional responden todavía a un diseño co-
mún). Las disposiciones jurídicas del período de unión subsistieron también du-
rante períodos variables, hasta que fueron abrogadas o modificadas; por ejemplo,
la ley grancolombiana del Patronato de 1824 siguió rigiendo las relaciones entre
la Iglesia y el Estado en Venezuela hasta bien avanzado el siglo XX (Watters, 1933:
221). La participación en experiencias comunes aunque fallidas creó también la-
zos afectivos (así como hostilidades duraderas) y condujo muchas veces a una reu-
bicación permanente, baste citar a los militares venezolanos y neogranadinos que
permanecieron en Ecuador después de 1830, incluido el primer presidente Juan
José Flores, nacido en Venezuela.
La herencia de la Unión se hizo sentir con mayor vigor en América Central.
Durante algunos años después del colapso de la Federación, sus miembros seguían
llamándose «Estados••. Sólo en 1847 asumió el título de República soberana y las
demás aún más tarde. Con excepción de Costa Rica, los dirigentes políticos si-
guieron refiriéndose al ideal de reconstituir la Unión; y se hicieron algunas tenta-
tivas infructuosas en tal sentido, entre ellas, la de Justo Rufino Barrios, de Gua-
temala, que le costó la vida en 1885. En realidad, en América Central no es difícil
descubrir un rastro de iniciativas y discursos integracionistas desde mediados del
siglo XIX hasta el Mercado Común Centroamericano, creado en la década de
1960 (Pinto Soria, 1986: 4; Karnes, 1976: 121, 126-259}. En la parte septentrio-
nal de América del Sur no se ha manifestado esa continuidad, pero la idea de la
Gran Colombia resurge, por ejemplo, en el proyecto de la Flota Mercante Gran-
colombiana (a la que Panamá nunca se adhirió y de la que Venezuela se separó} 2
y, más recientemente, en la aceler;1da integración económica de Colombia, Vene-
zuela y Ecuador. La Confederación Peruano-Boliviana ha dejado una herencia ins-
titucionalmente más débil, aunque ambos países pertenecen al Grupo Andino y se
mantiene una vigorosa solidaridad sociocultural entre Bolivia y el Perú meridio-
nal. En este caso y en otros, la integración del pasado representa, por lo menos,
un conjunto de antecedentes sobre los cuales es posible construir y que tiene una
importancia potencial para la relación entre partes de América Latina aunque no
estuvieran incluidas en los proyectos originales de integración.