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Justo en la noche del 11 al 12 de octubre de 1492 se dio el grito de "¡Tierra!

",

empezó a tomar forma el 22 de mayo de 1492, cuando llegó al puesto de Palos de la


Frontera, en Huelva, una carta de los Reyes Católicos en la que se le ordenaba a la
municipalidad contribuir con dos embarcaciones a la expedición. Aunque no fue fácil
armar los barcos y reclutar a la tripulación, Colón pudo echarse finalmente a la mar el 3 de
agosto al frente de tres naves, la Santa María, la Pinta y la Niña. Tres naves cargadas de
provisiones, marineros y esperanzas de encontrar una nueva ruta comercial que cruzara el
Atlántico.

La primera, la capitana, era una nao, mientras que las otras dos eran carabelas. Las naos
eran barcos de tres mástiles y velas cuadradas, de tradición atlántica; pesadas y robustas,
resultaban muy aptas para navegaciones largas. Por su parte, las carabelas eran más
ligeras y maniobrables, tenían dos o tres palos que se solían aparejar con velas latinas.

Los principales conocimientos de Colón sobre el viaje y las distancias que recorrerían se
basaban en dos hechos: uno cierto, la esfericidad de la Tierra, y otro erróneo, el tamaño
de la misma. De este modo, Cristóbal Colón pensaba que nuestro planeta tenía una
circunferencia ecuatorial de unos 30.000 kilómetros, es decir, unos 10.000 menos de los
que en realidad tiene.

Así pues, después de hacer escala en las Canarias, el 6 de septiembre la armada tomó
rumbo al oeste. El almirante calculaba que la distancia hasta Cipango (Japón) sería de unas
700 leguas, por lo que cuando se superaron las 800 sin avistar tierra hubo de afrontar el
descontento de sus hombres, deseosos de abandonar una aventura que cada vez parecía
más temeraria.

A principios de octubre se vieron bandadas de aves, y la noche del 11 al 12 de octubre se


dio el ansiado grito de "¡Tierra!". Era la isla de Guanahaní, bautizada por Colón como San
Salvador e identificada con la actual Watling, una de las Bahamas. El navegante siguió su
periplo por las islas de este archipiélago -Santa María de la Concepción (Rum Cay),
Fernandina (Long Island), Isabela (Crooked Island), etc.- antes de arribar a Juana (Cuba) el
28 de octubre. El 6 de diciembre llegó a La Española. El día 24 del mismo mes la Santa
María encalló a la altura del actual cabo Haitien y sus restos sirvieron para construir un
pequeño fuerte, bautizado como Navidad.

Por fin, el 16 de enero de 1493 Colón ordenó el regreso. Tras superar las Azores y después
de una breve escala en Lisboa, la armada fondeó de nuevo en Palos de la Frontera el 15 de
marzo. Una aventura que abrió las puertas de América a los europeos. Una peligrosa
empresa que cambió el mundo, que cambió la historia para siempre.

El rey Juan II de Portugal rechazó el proyecto de navegación de Colón y los Reyes Católicos
de España también lo rechazaron dos veces por ser demasiado caro y fantasioso, hasta
que finalmente lo aprobaron. Luis de Santángel, funcionario en la corte de Fernando el
Católico, asumió la dirección económica de la empresa.

La expedición de Cristóbal Colón, formada por la 'Pinta', la 'Niña' y la 'Santa María', salió
del puerto de Palos de la Frontera, en la provincia de Huelva, el 3 de agosto de 1492.

Colón desembarcó el 12 de octubre de 1492 en una isla conocida como Guanahaní que,
aunque parezca mentira, no se sabe exactamente cuál es, pero sin duda pertenece al
archipiélago de las Antillas.

Colón realizó cuatro viajes a América en representación de los Reyes Católicos: en los años
1492, 1493, 1498 y 1502.

Colón realizó cuatro viajes a América en representación de los Reyes Católicos: en los años
1492, 1493, 1498 y 1502.

En América sí que había perros, a pesar de la creencia popular. El animal que no estaba
presente era el caballo. Varios de estos animales fueron llevados a América por Cristóbal
Colón y se adaptaron perfectamente a lo largo de los siglos.

Su cuerpo parece ser que fue descarnado con el fin de conservar sus huesos, que fueron
depositados, al menos durante un tiempo, en un convento de Valladolid.

Colón partió del puerto de Palos, Huelva, un 3 de agosto de 1492 y regresó el 16 de enero
de 1493. En aquellos 6 meses, el almirante y su tripulación alcanzaron el llamado Nuevo
Mundo. Todo lo ocurrido durante este viaje lo relató en una serie de epístolas con la
intención de dar a conocer la noticia a los reyes católicos, quienes habían sufragado su
arriesgada empresa.

Las estatuas representan la primera entrevista de los Reyes Católicos con Cristóbal Colón,
que ocurrió en el Alcázar de los Reyes Cristianos en 1486. La iniciativa de Colón era abrir
una nueva ruta hacia las Indias.

Colón llegó a varias islas del Caribe en su primer viaje y posteriormente se dirigió a España
para informar a los Reyes Católicos sobre su descubrimiento. Colón fue recibido por los
reyes Fernando e Isabel en la provincia de Barcelona. No se sabe con certeza el día en que
el almirante entró en la ciudad, aunque probablemente fue a finales de abril de 1493.
Tampoco se sabe el lugar exacto en el que fue recibido: pudo ser en el Salón del Tinell, en
el centro de Barcelona, o en el monasterio de San Jerónimo de la Murtra, en Badalona;
puede que visitara ambos lugares.

Cuando expuso su proyecto de viajar a Asia atravesando el océano Atlántico, los expertos
lo tacharon de loco. Fue la reina Isabel la que venció las reticencias e hizo posible su
empresa descubridora.

Gracias a su seguridad en sí mismo y su entusiasmo visionario, Colón persuadió a los Reyes


Católicos de aceptar su proyecto, aunque nada habría logrado sin el apoyo decidido de
varios personajes clave de la corte castellana. En la negociación final, Colón exigió que se
le concediera el título hereditario de Almirante del Mar Océano, el cargo de virrey y
gobernador y el diez por ciento de las ganancias del descubrimiento. Cuando los
consejeros de Isabel consideraron que eran condiciones desorbitadas, Colón partió airado
a Córdoba, pero la reina lo volvió a llamar y el 17 de abril de 1492 se firmaron las
capitulaciones.

El Tratado Colombino

Las Capitulaciones de Santa Fe fueron pactadas y firmadas por fray Juan Pérez,
representante de Colón, y Juan de Coloma, secretario de Fernando el Católico.

Carta náutica atribuida a Cristóbal Colón


Los sabios portugueses y castellanos que estudiaron el proyecto de Colón tenían motivos
para rechazarlo. Basándose en diversos autores, el genovés creía que Asia era mucho más
extensa de lo que es en realidad y erraba en la magnitud de la milla náutica, con lo que
suponía que Japón estaba a 2.400 millas de las Canarias, cuando de hecho son 10.600.

Catedral de Santo Domingo

En 1495 Colón fundó en La Española la ciudad de La Isabela, llamada así en honor de la


reina. Pero pronto fue abandonada en favor de un nuevo núcleo en el sur de la isla, Santo
Domingo.

finales del año 1491, Cristóbal Colón parecía a punto de renunciar al sueño que llenaba
todos sus pensamientos desde hacía acaso una década: la travesía marítima hacia Asia a
través del océano. Con 40 años recién cumplidos, había consumido en vano los últimos seis
haciendo gestiones ante el gobierno de Castilla en busca de apoyos para la expedición. Pese
a que no faltó quien le secundase, los consejeros de los reyes y los expertos de la junta
formada en Salamanca en 1486 se mostraban escépticos, cuando no hostiles, a un proyecto
inusitado, que contradecía muchas ideas adquiridas, incluso la letra de las Sagradas
Escrituras, y que se basaba en cálculos geográficos de lo más aventurado, sin contar que
quien lo planteaba era un forastero desconocido y sin formación académica. Es cierto que
los reyes no le habían dado una negativa clara, pero no cesaban de postergar su decisión,
absortos como estaban en las operaciones de la guerra de Granada y otras ocupaciones.

Colón no desfalleció y había seguido a la corte en sus constantes desplazamientos, e incluso


se dice que tomó las armas en una campaña de la guerra. Pero cuando a fines de 1491, justo
antes de lanzar el asalto a Granada, los reyes lo recibieron en Santa Fe y de nuevo
rehusaron garantizarle el apoyo a su empresa, el genovés decidió abandonar la corte y
marchó a Huelva, al monasterio de la Rábida, donde había recalado en la primavera de
1485 después de que los portugueses también hubieran desoído su propuesta. La única
opción que le quedaba era probar suerte en Francia, cuyo rey le había escrito invitándolo a
exponerle su proyecto. Fue entonces cuando fray Juan Pérez, el monje de la Rábida que lo
había acogido en 1485 y que desde el principio había creído en su plan, decidió hacer una
última gestión. Pérez había sido confesor de la reina Isabel y confió que ella le atendería.
En efecto, la reina lo recibió, y aquella conversación fue decisiva para que la reina volviera
a llamar a Colón y para que éste, en una audiencia en Santa Fe justo después de la rendición
de Granada, convenciera a los monarcas de que apoyaran su empresa. No tenemos datos
precisos sobre cómo se desarrolló el encuentro, pero cabe pensar que fue en aquel momento
cuando entre el navegante genovés y la Reina Católica se fraguó una conexión que tendría
un efecto trascendental en la aventura del descubrimiento.

Clima de euforia
En Santa Fe, Colón se cuidó de hacer encajar su empresa con el clima de exaltación
religiosa que acompañaba el fin de Reconquista. Según afirmó, el viaje a la India permitiría
llevar ayuda a los cristianos de aquel continente, trabajar por la conversión de los infieles y,
además, utilizar los beneficios económicos de la expedición, que se preveían ingentes, para
financiar una cruzada que liberara Jerusalén de los musulmanes, afirmación esta última ante
la que los reyes no pudieron evitar una sonrisa.
En cualquier caso, los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, se dejaron convencer e incluso
aceptaron, después de un amago de retirada por parte del genovés, las desorbitadas
exigencias de éste en términos de autoridad personal, tal como quedaron plasmadas en las
Capitulaciones de Santa Fe, suscritas el 17 de abril de 1492. Sin duda debieron de pensar
que poco importaban tales concesiones en una empresa de resultado tan incierto y, por otra
parte, ésta tampoco les iba a resultar gravosa económicamente, pues el presupuesto, de unos
dos millones de maravedíes, quedaba cubierto por un préstamo realizado por un funcionario
del rey, Luis de Santángel, por la propia aportación de Colón (gracias a un préstamo
particular) y por la contribución forzosa de la ciudad de Palos, que debió proporcionar dos
de las tres carabelas de la expedición.

Ocho meses después de la partida de Colón desde el puerto de Palos el 3 de agosto de 1492,
llegó a la corte castellana la noticia de su retorno. Desde Lisboa, donde había recalado su
navío, en marzo de 1493 Colón enviaba una carta a los Reyes Católicos en la que les
anunciaba su sensacional gesta: había completado su viaje a través del océano hasta llegar a
las costas de Asia, la misma zona que Marco Polo había recorrido dos siglos antes.
Fernando e Isabel, radiantes por aquel nuevo signo de favor de la providencia divina,
escribieron de inmediato a «nuestro Almirante del Mar Océano y visorrey y gobernador de
las islas que se han descubierto en las Indias» –tal era el título que le correspondía en virtud
de las Capitulaciones de Santa Fe– instándole a que se apresurara a reunirse con ellos en
Barcelona, donde se hallaban en esos momentos.

El viaje del Almirante hasta la Ciudad Condal causó sensación. Colón llevaba siete
indígenas americanos, así como papagayos, otros animales y plantas y frutos diversos, de
modo que «la gente corría a los caminos para verle y a los indios y otras cosas y novedades
que llevaba », según escribía un cronista. En Barcelona los soberanos lo recibieron con
alborozo y le prodigaron los mayores gestos de deferencia, permitiéndole sentarse ante
ellos o paseándose con él por las calles de la ciudad. Aunque las fuentes no lo precisan,
debió de producirse entonces un encuentro personal entre Colón y la reina que dejó honda
impresión en el Almirante, pues ocho años más tarde, en una carta a la soberana, escribiría
en tono rendido: «Yo soy siervo de vuestra alteza. Las llaves de mi voluntad yo se las di en
Barcelona [...] Yo me di en Barcelona a Vuestra Alteza sin desar de mí cosa».

Los frutos de la hazaña


El éxito del viaje de 1492 le valió a Colón no sólo el consiguiente momento de fama, sino
también una posición privilegiada en la corte real, como experto navegante y cartógrafo al
que los soberanos pedían a menudo consejo. Pero el prestigio del descubridor no tardaría en
agrietarse a causa de su discutida labor como gobernador de las tierras descubiertas. Ya
durante su segunda estancia en las islas del Caribe llegaron a la corte quejas de colonos
españoles que se sentían discriminados o maltratados por el Almirante. A la vuelta de este
segundo viaje, Colón acudió a Burgos para explicarse, e «informó [a los reyes] muy por
menudo y les dio sus disculpas lo mejor que pudo», según recoge el cronista Santa Cruz.
Los monarcas lo disculparon y le encargaron un nuevo viaje, el tercero, que al cabo
resultaría letal para la reputación de Colón.
Enfrentado a la rebelión abierta de una parte de los colonos españoles, sus intentos por
imponer su autoridad no hicieron sino redoblar las quejas y denuncias hasta que finalmente
los reyes decidieron intervenir enviando a un comisario especial para que asumiera el
gobierno de las islas, aun a costa de violar los privilegios de Colón. Nada más llegar a La
Española, en agosto de 1500, el corregidor Bobadilla apresó a los tres hermanos Colón y
los envió encadenados a España.

Antes de este desenlace, hubo otro asunto que indispuso a la reina con su Almirante, el del
trato dispensado a los indígenas. Aunque inicialmente se mostró benevolente con los indios
y trató de evitar los abusos, a partir de su segundo viaje Colón concibió el plan de
esclavizar a aquellos indios que se hubieran rebelado contra los españoles o que fueran
caníbales y venderlos como esclavos de guerra en Europa. En 1495 envió un primer
«cargamento » de 300 esclavos indios para que un socio suyo los vendiera en Andalucía, y
en 1498 expidió cinco navíos más repletos de esclavos.

Los reyes, y en particular la reina Isabel, se apresuraron a frenar esa actividad. Al principio
fue sólo un escrúpulo de conciencia lo que los llevó a ordenar retener el dinero recibido por
la venta de los primeros 300 esclavos, hasta que una junta de teólogos no dictaminase si
aquel tráfico era moralmente lícito. Pero cuando la reina se enteró de que Colón, en su
tercer viaje –en el que había recibido el encargo expreso de ocuparse de la evangelización
de los indígenas– había repartido a los indígenas como esclavos de sus colonos, estalló de
indignación. Según Las Casas, la soberana clamó: «¿Qué poder tiene mío el Almirante para
dar a nadie mis vasallos?». Los habitantes de las Indias no eran enemigos de la Corona y
por ello no se les podía hacer la guerra y luego venderlos como esclavos. Por ello, ordenó
que los indios llegados a España como esclavos fueran devueltos a sus lugares de origen en
América.

Postreras esperanzas
Pese a todos estos conflictos, los reyes no se ensañaron con Colón. Nada más llegar a Cádiz
en noviembre de 1500, mandaron liberarlo y lo llamaron a la corte. En una carta al
Almirante le decían: «Tened por cierto que vuestra prisión nos pesó mucho [...] y luego que
lo supimos lo mandamos remediar [...] y ahora estamos mucho más en vos honrar y tratar
muy bien». En Granada le dispensaron una calurosa acogida y le permitieron organizar un
nuevo viaje, que ellos mismos se prestaron a financiar. Pero le prohibieron poner el pie en
La Española y lo despojaron del monopolio del comercio con las Indias.

Ese cuarto viaje fue una sucesión de desastres, y Colón hubo de volver a Sevilla a finales de
1504, enfermo y deprimido. Cuando se enteró de que la soberana se encontraba gravemente
enferma, escribió una carta, el 1 de diciembre de 1504, a su hijo Diego, que desempeñaba
un cargo en la corte, en la que rogaba por la salud de la reina y decía que ella era la única
que podría impedir que las Indias se perdieran. Pero todas sus expectativas se vieron
defraudadas: la reina había fallecido cinco días antes, y sus sucesores desatendieron todas
las instancias del Almirante, que murió en Valladolid, no pobre, como él mismo decía con
exageración, pero sí amargado, el 20 de mayo de 1506

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