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02 julio, 2020
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La gran mayoría de las veces los grandes avances científicos son producto de un esfuerzo
colectivo. Uno de esos casos es el de la penicilina, un medicamento que cambió la
historia de la medicina y que nació de la unión de tres elementos: una casualidad, la
comprobación de ese hallazgo fortuito, y la producción a escala con una visión de salud
pública. La penicilina fue el primer antibiótico en ser descubierto y, todavía hoy, es uno
de los más usados para combatir infecciones por bacterias.
Serendipia en el laboratorio
Alexander Fleming había nacido en Escocia en 1881. Se mudó a Londres a los 13 años y
allí se formó como médico. Comenzó a investigar en el St. Mary’s Hospital Medical School
de la Universidad de Londres con Almroth Wright, un pionero de las vacunas. Combatió en
el frente en la Primera Guerra Mundial y regresó a Londres a seguir investigando. No sabía
entonces que iba a ayudar a salvar a centenares de heridos en la Segunda Guerra y a
millones de personas en las décadas siguientes.
Era 1928. Fleming estaba estudiando la influenza. La historia cuenta que había vuelto de
unas vacaciones cuando se dio cuenta de que en una placa de Petri las colonias de la
bacteria Staphylococcus aureus no crecían en unas zonas de cultivo que habían
sido contaminadas accidentalmente por un moho verde. Aisló el moho (el Penicillium
notatum), lo cultivó y descubrió que producía una sustancia capaz de matar muchas
bacterias comunes. Un producto de una casualidad, tanto que la Real Academia Española lo
utiliza para ejemplificar la palabra serendipia, un hallazgo valioso que ocurre de manera
accidental.
Fleming publicó sus investigaciones un año después, pero no tuvo éxito en aislar la
penicilina como un compuesto terapéutico y, durante la década siguiente, envió el moho a
quien se lo solicitara con la esperanza de que otro lo lograra.
Un trabajo conjunto
En la Universidad de Oxford, el bioquímico alemán Ernst Chain le propuso a su supervisor,
Howard Florey, tratar de aislar el compuesto. El equipo dirigido por Florey lo logró: el
25 de mayo de 1939, inyectaron a ocho ratones con una cepa virulenta
de Streptococcus: los cuatro que recibieron la penicilina sobrevivieron.
Las siguientes pruebas completas con humanos fueron exitosas, pero ya había estallado la
Segunda Guerra contexto que impedía a las farmacéuticas británicas embarcarse en la
producción a escala de la penicilina.
Emprender e innovar.
En ese contexto, Florey y Chain tuvieron entonces lo que hoy llamaríamos “visión
emprendedora”: viajaron a Estados Unidos para interesar a las autoridades y farmacéuticas
locales en la producción. La guerra avanzaba y la posibilidad de contar con un antibiótico
potente para tratar a los heridos abría grandes esperanzas.
En 1945, Fleming, Chain y Florey ganaron el Premio Nobel de Medicina por iniciar la era
de los antibióticos. Casi 75 años después, los antibióticos relacionados con la penicilina
siguen estando entre las drogas más usadas y salvan millones de vidas en el tratamiento de
las infecciones.
Este es otro ejemplo en Medicina adonde una buena práctica individual, en este caso el
buen uso de un medicamento en beneficio personal tiene impacto a nivel comunitario y
global. Cabe recordar que los antibióticos son medicamentos que deben ser prescriptos
por un médico, que deben ser adquiridos en farmacias exclusivamente presentando una
receta y que se deben tomar en la dosis y el tiempo de tratamiento indicado por el
profesional. Esta medida contribuye a que sólo se utilicen cuando son necesarios y no se
incremente a la mencionada ‘resistencia bacteriana’.
https://www.caeme.org.ar/historias-para-recordar-el-descubrimiento-de-la-penicilina/