Está en la página 1de 2

Cuestión de azar

Ya casi no precisa poner el despertador, impulsada por una fuerza natural, se despierta
quince minutos antes de las seis. El empuje le funciona también los fines de semana y feriados,
pero no le importa; igual tiene cosas que hacer.

De lunes a viernes, se levanta y comienza a preparar el desayuno. Julián la sigue, cinco,


diez minutos más tarde, se toma el café con leche que ella hizo y se va enseguida.

Después, despierta a los chicos. Antonella lo hace rápido y comienza a ponerse la ropa
que le dejó preparada la noche anterior. A Lautaro hay que zamarrearlo primera; sentarlo y
vestirlo, luego. Le pone las medias, el pantalón hasta debajo de la cola, las zapatillas. Una vez
sentado, hay que estirarle los brazos para la remera y el buzo. Para cuando lo tienen que parar,
Lautaro ya está despierto pero se hace el dormido. Pesa, Lautaro, sus doce años, sus kilos de
más. Ella le levanta el pantalón pero no se lo abrocha en ese momento sino minutos más tarde,
después de haberlo ayudado con el lavado de dientes, después de haber hecho pis. Eso sí hace
solo aunque a veces, tan dormido, se le escapa un chorrito hacia el costado del inodoro y ella
corre a buscar trapo y lavandina que, si no, queda olor.

Sabe perfectamente que debería hacer todo solo, ya le dio la razón a la psicóloga y se
excusó miles de veces pero si ella no intercede, pasa el transporte escolar y Lautaro sigue en la
cama. Y tiene que ir a la escuela. Ella necesita que Lautaro vaya a la escuela. Porque si no, no
puede. Tiene que hacer todo. Todo es llevar a Antonella a su colegio porque la nena no va a en
transporte. Tiene que encargarse de la ropa, de la limpieza, de los mandados, de la comida.
Tiene que ir a la obra social. A llevar documentación, a hacer reclamos, a pedir los pagos para
los tratamientos.

Tiene que volver a buscar a Antonella a su colegio, traerla a casa, prepararle la leche y
dejarla con la abuela porque a las seis vuelve Lautaro. Entonces comienza el periplo semanal de
las terapias. De lunes a viernes. Cada dos o tres meses, una entrevista con cada una para no
perderse nada y estar al tanto de cómo sigue Lautaro, cómo avanza. Lo mismo con la escuela:
reuniones de padres, clases abiertas, feria de artes y ciencias, actos escolares, reuniones con el
gabinete.

Algún otro día de la semana, al zar, una vez al mes lo lleva al neurólogo, al cardiólogo,
al odontólogo, al pediatra. Y seguro que le piden un estudio, y entonces el recorrido de clínicas
y consultorios y electrodos y laboratorios y sacar sangre. La mala palabra. Cómo se pone Lautaro
cuando hay que sacarle sangre. Es terror. No hay nada que lo contenga. Ya lo trabajó con cada
una de las terapeutas, no hay caso, no puede manejarlo. Cuando hay que sacarle sangre, ella
tiene que pedirle a Julián que falte al trabajo. No siempre lo logra, el padre tampoco puede
manejar muchas cosas y ella también tiene que conversarlo con anticipación, como las
terapeutas con Lautaro. En el laboratorio ya lo conocen y reúnen a varios enfermeros para
sostenerlo. Cada vez que hay que sacarle sangre es una catástrofe. Por suerte es cada tanto.

Pero están los jueves. Deja a su hijo en el consultorio de la fono y se va; hace más de
un año abrieron un bar en la esquina. Elige siempre la misma mesa, a esa hora no hay mucha
gente. Son sus cuarenta y cinco minutos semanales, todos para ella. Al principio solo se quedaba
mirando por la ventana, paladeando cada sorbo de café. Después llevó auriculares para escuchar
música, más tarde libros; siempre le gustó leer y esos minutos se convirtieron en el único
momento en que puede hacerlo sin interrupciones, tranquila. Desde hace un tiempo lleva una
libreta y escribe. Cosas que le pasan, que siente, pensamientos que aparecen. Palabras suyas
que nadie más lee. No quiere que nadie las lea. A veces, son los únicos minutos en los que puede
ser ella, como antes de todo, cuando el tiempo era otra cosa, una línea hacia adelante que
prometía, que se perdía en la perspectiva y no una espiral sin fin.

Es su momento de silencio, aunque afuera no dejen de pasar los autos ni la gente


caminando ni el ruido del mundo que gira.

Como a las ocho de la noche ya están de vuelta. Entonces ella se dedica a preparar la
cena y a atender a Julián. Porque él llega y se tira a mirar televisión. Cansado de trabajar. Y a
Antonella, porque la nena también necesita atención.

Sabe que lo que le dijo la psicóloga es cierto, que no hace falta que Lautaro tenga toda
la mirada de ella puesta sobre él todo el día, que ya es grande, que tienen que empezar a valerse
solo, que tiene que dejarlo crecer. Pero, cuando Lautaro nació, cuando se lo trajeron de la
nursery, cuando el médico le dijo lo que pasaba con su hijo, que iba a tener que dedicarle más
tiempo, más cuidados que otros chicos, que su bebé tenía más necesidades y ella iba a tener
que acompañarlo siempre, todo eso que le dijeron cuando nació Lautaro, ella nunca se lo pudo
sacar de la cabeza. Porque ese nombre que pronunció el médico, esa figura que mostraban los
cromosomas, sacudió su mundo y ella se agarró de las palabras del doctor para no
desbarrancarse con todo a su alrededor.

Por suerte, se fue acomodando. Fueron años de corridas. Estimulaciones y médicos y


estudios y tratamientos, una rueda que sigue girando.

Se fue acostumbrando a las necesidades de Lautaro, a su demanda constante. A


ponerle el cuerpo, los ojos y la palabra. A llevarlo y traerlo. Se acostumbró a las miradas
extrañadas de la familia, al llanto de Julián en cada cumpleaños de Lautaro, a los gestos de la
gente por la calle.

Se dice que somos animales de costumbre. Hay días en los que ella se siente un ratón
girando en una rueda. LA imagen le da culpa y la cambia por otra, por la de los parques de
diversiones o la rueda de la fortuna. Fortuna, lo que te tocó en suerte. El azar de la genética.

Una rueda que sigue girando, con el impuso de la costumbre, como el que la levanta,
cada día, antes de que suene el despertador.

Giselle Aronson (2021). “El hábito del tiempo”, págs.. 15-18.

También podría gustarte