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U n a v i da d e m i e r da

Fibrosis. A los cincuenta y un años me encuentro en el estadio previo


a la cirrosis. Desde 1989 mi hígado está inflamado de forma permanen-
te. Tengo hepatitis C, genotipo 1 A, la cepa más agresiva que se puede
contraer en Europa. Ni idea de dónde o cuándo la pillé. Sudo sin pa-
rar, incluso a diez bajo cero. Y en verano no puedo llevar manga corta
por culpa de unos espantosos granitos rojos que me salen en los ante-
brazos. Lo llaman angioma estelar.
Por no hablar de la boca pastosa y el estreñimiento. A veces me paso
varios días sin ir al baño. O bien vomito toda la noche porque algo
en el metabolismo se me inflama —el estómago, la vesícula, los intes-
tinos— y ya no tolero los antibióticos. Además, desde hace un par de
años se me abulta la tripa por la hinchazón del hígado y la retención
de líquidos. Esto no es vida.
Debería cuidarme. Para tratar la hepatitis C los médicos inyectan in-
terferones, una cosa que combate la infección. Pero para poder reci-
bir tratamiento con ese producto tendrían que tomarme muestras del
hígado para determinar el daño en el órgano. Una biopsia. Y eso da
unos dolores terribles que no le desearía ni a mi peor enemigo. No me
decido. Y no tengo a nadie que me anime a hacerlo.
El resto del tratamiento tampoco es que sea coser y cantar. Tendría
que recibir inyecciones durante varias semanas o incluso meses, per-
dería el pelo, me darían náuseas todo el tiempo y caería en una depre-
sión. Efectos secundarios no, gracias. Demasiado para mí. Lo he vivido
a través de una pariente cercana cuyo nombre no desvelaré. Ella tam-
bién se contagió de hepatitis (tampoco sabe cómo), accedió a someter-
se a una terapia con interferones y se arrepintió al instante. Dependien-
do de la preparación con la que le traten a uno, dan picores por todo
el cuerpo y salen eccemas para los que hay que recurrir a pomadas de
cortisona. Se pierde peso, fuerza y energía. En el peor de los casos, ni
siquiera los antidepresivos ayudan; hay quien se sume en profundísi-

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mas depresiones y sufre ataques de pánico y pensamientos suicidas.


Esta pariente mía tardó casi un año en recuperarse, salir de su casa y
poder llevar una vida más o menos normal. Yo dentro de un año a lo
mejor estoy muerta. Así que, ¿para qué?
Tengo pocas posibilidades de curarme, eso lo sé. Además, ¿qué su-
pondría «curarme»? Como mucho, acabaría hecha un vegetal y sin
blanca, ni siquiera podría permitirme un mínimo de cuidados ni una
vida digna. Porque yo no tengo pensión ni nada de eso. Recibiría sólo
una especie de indemnización que iría casi en su totalidad para los gas-
tos del tratamiento con interferones. ¡Yo no quiero un futuro así! No,
prefiero morir rápido antes que despacio y en la pobreza. Sólo espe-
ro que me suministren medicamentos lo bastante potentes como para
no sufrir mucho.

Ya bastante me cuesta tener que ir corriendo de lunes a domingo a las


consultas de Hermannplatz para tomar mi dosis de metadona. Antes,
los médicos proporcionaban la metadona para que cada uno la toma-
se en su casa, pero eso se acabó desde que las sustancias de sustitu-
ción se venden igual que las drogas. Algunos farmacéuticos, enferme-
ros y médicos se forran con el negocio; a una auxiliar del ambulatorio
al que acudo actualmente acaban de pillarla trapicheando en Kottbus-
ser Tor y la han detenido. Seguro que se ha sacado sus buenos extras:
en el mercado negro, el miligramo de metadona cuesta un euro, pero
las mañanas en las que a duras penas consigo levantarme de la cama
me parece que lo vale.
Algunos días estoy tan reventada por culpa de la fibrosis que me
cuesta trabajo mantenerme despierta, porque he pasado la noche vo-
mitando y sin pegar ojo. En esos casos no me queda otra que no sa-
lir del piso. Tiemblo de la cabeza a los pies, completamente deshidra-
tada, casi no me sostengo derecha y llego al baño de milagro. ¿Cómo
voy a ir al médico en ese estado? Imposible. En días así me gustaría
no haber probado jamás la droga, no haber conocido nunca la fabulo-
sa sensación de estar colocada, porque ahora tengo que pagarlo caro
con este sufrimiento.
Comparado con esto, el mono es cosa de niños. Al final te acabas
acostumbrando, el cuerpo se acostumbra a todo. La diferencia está en

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que con el mono sabes que si aguantas unos días volverás a estar bien.
Pero mi hígado nunca estará en condiciones. Lo tengo jodido. Me ha-
ría falta uno nuevo, pero, ¿qué médico va a poner en la lista de espera
de trasplantes a una exdrogadicta en tratamiento con metadona? In-
tento no pensarlo mucho, mientras no me lo recuerden los dolores. . .
Procuro salir adelante, como antes.
Desde la época en que me caí varias veces de la cama duermo en
un colchón a ras de suelo. Lo coloqué delante de la tele, y justo detrás
tengo el balcón. Hasta en invierno dejo la cristalera abierta casi todo el
tiempo, para que Leon, mi chow-chow, pueda salir, y porque suelo fu-
mar dentro de casa. Necesito aire fresco para respirar y sudar menos.
Raras veces me da frío, pero cuando eso pasa no enciendo la calefac-
ción, a la vista de los precios. No: me arrebujo bien y me preparo algo
calentito. Soy muy ahorrativa en lo que a gastos superfluos se refiere.
En invierno desenchufo el frigorífico y dejo las cosas en el balcón. Crecí
en una pobreza extrema, así que soy incapaz de despilfarrar el dinero.
No tengo armarios, y muebles, muy pocos. Pero esto ya no tiene nada
que ver con el dinero. Es porque me he mudado muchísimo, al menos
doce o quince veces a lo largo de toda mi vida. Y subir, bajar, cargar,
descargar. . . No me apetece castigarme con esas cosas, así que cada vez
me he ido desembarazando de más objetos. Puede que pronto ten-
ga que irme también de Teltow. Demasiada gente sabe dónde vivo, y
cada dos meses me encuentro en el portal con periodistas que se han
presentado sin avisar o, simplemente, con personas a las que no quie-
ro abrir las puertas de mi casa. Además, sería muy embarazoso; nor-
malmente tengo el piso patas arriba, todo tirado sin orden ni concierto
porque no tengo cajones, ni armaritos, ni siquiera fiambreras. Lo que
en cambio no falta son alfombras, para no rayar el parqué. Y es funda-
mental que todo esté limpio. Me ocupo de las tareas con regularidad,
e incluso desinfecto. No me queda otra, con un perro en casa. El de-
sorden tiene un pase, pero la mierda, no.
Una mesilla de noche, una lámpara de pie, unas gafas de aumento
que compré en una droguería, tabaco, ceniceros, y si acaso un poco de
té: casi todo lo que poseo lo dejo al alcance de la mano alrededor de la
cama para poder cogerlo si me encuentro muy mal. El cuarto de baño
no queda lejos, apenas cuatro metros, no hay pasillo. A la izquierda

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del colchón está la cocina integrada, con dos sillas y una mesa. Y ten-
go muchos, muchos libros. Una estantería de dos metros por dos que
ocupa toda una pared está atestada de volúmenes sobre animales, co-
cina, y novelas del tipo El diablo viste de Prada de Lauren Weisberger,
La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón o La farmacéutica de Ingrid
Noll. Lo que más me gusta son los testimonios biográficos, ya sean no-
velados o reales, como La niña de la jungla, Zonas húmedas o La masái
blanca. Libros como el mío, en realidad, que de una manera o de otra
tienen relación conmigo. La lectura procura más placer cuando una
se reconoce y puede sacar alguna enseñanza. Con Afganistán, el lugar
donde Dios sólo viene a llorar, de Siba Shakib, por ejemplo, lloré como
una auténtica magdalena. Pero también me transmitió esperanza. Es
una historia real, y si esa mujer pudo ser tan fuerte, yo también. Trata
de una chica afgana, Shirin-Gol. Su nombre significa «dulce flor», pero
lleva una vida muy dura, espantosa. Su familia vive en la más absolu-
ta de las miserias, y su hermano, como muchos hombres de la región
del Hindu Kush, es ludópata. Un día en que no puede pagar las deu-
das que ha contraído con un amigo le entrega a su hermana a cambio.
Aunque a Shirin-Gol no le disgusta el hombre, pronto las cosas em-
peoran: después de un accidente laboral, el tipo se vuelve opiómano y
Shirin tiene que prostituirse para dar de comer a su familia. La mucha-
cha sólo conoce la guerra, la hambruna, la pobreza y la opresión. Y se
ve obligada a huir en todo momento: de los soldados rusos, de los pa-
quistaníes, de los talibanes. . . También es violada, un destino común a
muchas mujeres en Afganistán. Cuesta imaginarse la situación: llega la
onu , supuestamente para liberar al pueblo de la dictadura y del terro-
rismo, y resulta que los soldados violan a las mujeres. Es atroz. Pero,
pese a todo, Shirin no ceja en su empeño por lograr una vida mejor
y cuida de una forma conmovedora a todos sus hijos, incluso los que
son fruto de la prostitución y las violaciones.
Me meto al máximo en historias como ésta. Es como una evasión,
y luego mis problemas me parecen menos graves. Me resulta compli-
cado buscar ayuda en los demás, y eso se debe principalmente a que
me cuesta muchísimo confiar en la gente. Cualquier relación, incluso
con el doctor, entraña una responsabilidad. Tienes que acudir a con-
sulta con regularidad y tomar lo que te recetan, si no, estás perdiendo

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el tiempo y se lo estás haciendo perder también al médico. Pero muy


a menudo desconfío cuando se trata de satisfacer las expectativas de
los demás. Me encantaría poder ser puntual, una persona de fiar. Pero
me conozco bien, y esas cosas no van conmigo. Ya no van conmigo,
por desgracia.
Los libros son mi automedicación. En mi fantasía soy libre, no hay
límites ni deberes, puedo hacer y deshacer a mi antojo, sin defrau-
dar a nadie. Me sienta fenomenal. Creo que el cuerpo se siente bien
cuando la mente está sana, y viceversa. La lectura me ayuda mucho.
Pero esa sensación tan agradable desaparece tan pronto como acaba
la historia. Entonces, vuelven al primer plano todas las penurias de
mi vida cotidiana.
Para mí, la calidad de vida es la suma de cómo me siento, de la in-
fluencia de mi entorno sobre mí y de la situación de mi familia. Todo lo
que hace que una persona sea como es, en definitiva. Pero ya no cuen-
to con nada de eso. Todo se ha ido a la mierda. Ya no me quedan ami-
gos, y la sombra de Christiane F. me sigue a todas partes.
Nunca sé si la gente me tratará con respeto, de un momento para
otro me desprecian de la manera más abyecta porque todo el mundo
se piensa que me doy aires con el tema de Christiane F. Y si me echo
a llorar, me toman por el pito del sereno: «¡Y ahora encima llora! ¡Pre-
tenderá que me lo trague!» En esos momentos miro por la ventana y
me pregunto si realmente sería tan doloroso dejarme caer al vacío.
Tal vez beber sea una forma de matarme despacio; es más, estoy se-
gura de ello. Evidentemente, sé muy bien que mezclar alcohol con me-
tadona es una mierda. La combinación provoca problemas respirato-
rios, y un día de estos el hígado o los pulmones dirán basta. Pero sin
alcohol o sin hierba la vida me resultaría insoportable. Muy particular-
mente desde que me quitaron a mi niño.

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