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Gschnitzer Fritz Historia Social de Grecia
Gschnitzer Fritz Historia Social de Grecia
Historia Social
de Grecia
Desde el Período Micénico hasta
el Final de la Epoca Clásica
AKAL/UNIVERSITARIA
Siguiendo la periodización propia de una historia general
de la civilización griega, comenzando por las fuentes escritas
más antiguas, las tablillas del lineal B de la época micénica
tard ía (en torno al 1200 a. de C.) y concluyendo con la
exaltación al trono de Alejandro Magno (en el 336 a. de C.),
el profesor Gschnitzer —C atedrático de H istoria A ntigua
de la U niversidad de H eilderberg— centra el objeto de su
estudio en el campo de lo social, en conexión con los aspectos
económicos y constitucionales pero desarrollando un trabajo
de verdadera especificidad. En efecto, el centro de gravedad
de la H istoria social, tal como hoy se concibe, radica
fundam entalm ente en el estudio de los desniveles y
escalonam ientos entre las personas, cuando son debidos
no a condiciones de tipo m aterial sino a una form a
concreta de agrupam iento y organización. El análisis
histórico de estos distintos estratos o escalonam ientos
—que implica necesariam ente superordenam iento y
subordinación entre los hom bres— , y con él
el de las recíprocas relaciones entre los
individuos, sus diversas agrupaciones y
sus empresas de carácter com unitario
en el período indicado form an el
ám bito central que se
contem pla en el
presente libro.
FRITZ GSCHNITZER
HISTORIA SOCIAL
DE GRECIA
(DESDE EL PERÍODO MICÉNICO HASTA EL
FINAL DE LA ÉPOCA CLÁSICA)
AKAL
Título original: Griechische
Sozialgeschichte von der mykenischen bis
zum Ausgang der klassischen Zeit.
I.S.B.N.: 84-7600-131-2
Dep. Legal: M-23344-1987
Imprime: Gráficas GAR
Fuenlabrada (Madrid)
Todo aquello que se acostum bra a decir en un prólogo, figura
en la introducción. D e m anera que en este lugar me queda sólo el
deber de m anifestar mi agradecim iento. Mis colaboradores del Se
minario de H istoria A ntigua de la Universidad de Heidelberg me
han prestado una valiosa ayuda en la comprobación de las citas; el
director de la serie, Profesor Pohl, y la Editorial han contribuido a
resolver satisfactoriam ente los asuntos técnicos de la impresión y el
problem a del acotam iento tem ático del libro, y se han conformado
además generosam ente con que el rem ate del m anuscrito se re tra
sara algo más de medio año.
A todos ellos alcanza mi cordial gratitud.
Fritz Gschnitzer
Lo que ya señalé en el prólogo a la edición alem ana puede afir
m arse tam bién aquí: del objeto, disposición y límites de este libro
me ocupo en la introducción. Mas en este m om ento me cumple acla
rar una equivocación, en que ha incurrido alguno de los autores
que escribieron reseñas a mi libro: esta H istoria Social no puede ni
debe reem plazar a una H istoria de Grecia. A unque mi particular
dedicación a la investigación ha estado casi exclusivamente orien
tada a las instituciones, no pertenezco a ese grupo de personas para
quienes los acontecimientos carecen de interés; muy al contrario,
pues los hechos son el entram ado básico de toda H istoria, su cono
cim iento constituye la prem isa de cualquier com prensión histórica
y, por tanto, son tam bién condición necesaria para lograr entender
las páginas de este escrito.
E n los pocos años transcurridos desde su aparición no he tenido
tiem po ni motivo para refundir el texto del libro. No obstante he
indicado en las notas la bibliografía más reciente, pero sobre todo
he renovado profundam ente el apéndice bibliográfico y he procu
rado acomodarlo a las peculiares necesidades de los lectores hispa
nos, para lo que conté con la amigable ayuda del Prof. Fernández
Nieto.
A él, experto traductor, quiero expresarle mi especial gratitud.
El señor Klaus D agenbach, estudiante de Filosofía y Letras y cola
borador científico del Seminario de H istoria Antigua de H eidelberg,
ha resuelto acertada y escrupulosam ente los arduos y fatigosos pro
blemas de carácter técnico que surgieron durante la reelaboración
de la bibliografía.
Fritz Gschnitzer
INTRODUCCIÓN
(1) Doy preferencia a la expresión más corta (H istoria Social), entre otras razo
nes porque no sugiere que se trate de la historia de una determ inada sociedad (o
incluso de varias), ni que «sociedad» sea una m agnitud concebible concreta. E s muy
discutible que alguna vez tuviera tal alcance durante la A ntigüedad, y por lo demás
constituye un problem a tan abstracto que en este libro no hay por qué ocuparnos
de él en absoluto; así es que podem os ahorrarnos tam bién la respuesta a la pregunta
de si en su caso se podría adm itir una sociedad única, que incluyera a todo el m un
do griego o tantas sociedades griegas como estados griegos hubo. D e cualquier ma
nera, «Historia Social» puede entenderse fácilm ente com o una historia de las rela
ciones (sociales) entre grupos sociales, sin necesidad de determ inar que su sujeto
sean una o varias «sociedades».
concreto ya desde hace tiem po disfrutan de la atención de una in
vestigación regular; la Historia Social es en cambio una ciencia en
teram ente nueva, y esta cualidad afecta sobrem odo a la Historia So
cial de Grecia, que tendrá pues, tal como la presento aquí, holga
dam ente el carácter de un prim er esbozo de impreciso trazado; en
consecuencia m e doy perfecta cuenta de que mi planteam iento re
posa no sólo en el estado general de la investigación, como acabo
de apuntar, sino quizá todavía más en el estado heterogéneo y por
com pleto insatisfactorio de mis propios conocimientos (luego am
pliaremos este punto). Confío en que, a pesar de esta endeblez fun
dam ental, por un lado podrem os satisfacer en cierta medida la mi
sión de esta serie, cual es introducir a los estudiosos en el objeto y
sus problem as, mas tal vez, por otro lado, se logre tam bién acuciar
la discusión científica y el em prendim iento de exposiciones e inves
tigaciones más particulares.
Sobre el ámbito tem poral y espacial hay poco que decir. Em
pezam os por las fuentes escritas más antiguas de la Historia griega,
las llamadas tablillas del Lineal B de época micénica tardía (en tor
no a 1200 a. C.) y concluimos con la exaltación al trono de A le
jandro Magno en 336 a. C., es decir, con el fin de la época clásica.
Prim itivam ente estaba previsto incluir tam bién el período helenís
tico, de la conquista del R eino Persa por A lejandro hasta la absor
ción de los estados griegos en el dominio rom ano, pero lo cierto es
que no pudo llevarse a efecto por razones de espacio; mas hasta cier
to punto cabría justificar esta renuncia por la circunstancia de que
las diferentes organizaciones sociales del Helenism o sólo parcial
m ente m antienen las prim eras regulaciones griegas, y en cambio se
construyen en considerable m edida según el m odelo de las organi
zaciones sociales del O riente pregriego, y en cuanto tales dem an
dan, o al menos insinúan, un tratam iento independiente, amplio y
diferenciado—justo lo que no podem os concederle en este lugar— .
Así es que nos limitaremos a la época prehelenística, y entonces el
ám bito espacial se presenta casi sin problem as: vamos a abordar to
das las comunidades compuestas y m oldeadas por griegos, y ello sig
nifica al propio tiem po todos los territorios poblados en su interior
por griegos, pero incluyendo adem ás todos los lugares en donde los
griegos señoreaban sobre un vecindario no griego (lo que, en ma
yor o m enor m edida, posee validez para la época micénica, mas
igualm ente para algunas regiones ocupadas por la gran colonización
ultram arina y, por fuerza, regiría a todos los efectos para la época
helinística). E n la zona periférica septentrional contamos tam bién
a la nación epirota y a los macedonios en el núm ero de los griegos,
de cuya estirpe, al menos lingüísticamente, bien forman parte, bien,
en todo caso, se encuentran muy cercanos. En el campo cultural es
tos pueblos marginales quedaron en principio tan rezagados respec
to a los griegos en sentido estricto que los helenos llegaron a mi
rarlos como bárbaros, es decir, no griegos; pero esta intensa dife
rencia de nivel cultural posibilitó más tarde (alrededor del siglo V.
aunque singularm ente en época helenística) una helenización tanto
más profunda. Sin em bargo, tratar con mayor detenim iento las muy
peculiares circunstancias sociales de M acedonia, que conocemos
ante todo por fuentes helenísticas y que, sin lugar a dudas, fueron
básicas para la organización de los más im portantes estados del H e
lenismo, resulta aconsejable sólo si las situamos en conexión con el
mundo helenístico (están pues fuera de lugar en este libro).
Como una simple ojeada al índice pone en claro, sometemos
tam bién nuestro tratam iento de la Historia Social griega a la habi
tual periodización de la Historia de Grecia (y de la Historia de la
Cultura Griega). Cabe cuestionarse si se trata de una postura atina
da: ¿acaso no tiene la Historia Social sus propias épocas? Espero,
y nuestra exposición misma podrá confirmarlo, que cada uno de los
períodos acotados desde un punto de vista histórico general logre
asimismo caracterizarse bien con la perspectiva de la Historia So
cial. La sociedad de la época micénica dominada por los grandes pa
lacios es com pletam ente distinta de la de los modestos círculos aris
tocráticos y pequeñas ciudades de la edad hom érica, y ésta a su vez
de la más o menos dem ocrática sociedad de época clásica. E n tre
medio quedan los tiem pos de grandes mudanzas: la llam ada época
oscura, que por razón de la total ausencia de fuentes escritas no po
demos tratar aquí, y la época arcaica, que cobra su señalado sem
blante en virtud precisam ente de su carácter dinámico, tipificable
como un período de «luchas estamentales», de reform a incesante,
aguda y en parte violenta, del orden social. Sería por com pleto im
posible describir la organización social griega sin atender al espacio y
al tiempo; pero la organización social de cada uno de nuestros cinco
(o cuatro, al descontar la época helenística) períodos, y a trechos
tam bién las diferentes organizaciones que conviven unidas, perm i
ten muy bien esa descripción, de suerte que debemos asimismo in
tentar, claro está, desentrañar y entender la evolución que conduce
desde un peldaño al siguiente.
Sin em bargo, antes de em pezar con la exposición en particular
será conveniente que nos hagamos algunas reflexiones en torno a
cuál es el tipo de hechos sobre los que hemos de colocar nuestra
mira cuando ejercem os la Historia Social (2). Ya de las palabras
«sociedad» y «social» se deduce que estamos ante formas de con
vivencia hum ana, de cohesión hum ana. A hora bien, éstas no son
posibles sin un orden (en el sentido amplio de la palabra), y las for
mas habituales de convivencia hum ana que en su caso existen en
un determ inado ám bito espacial y tem poral (si uno quiere, en una
«sociedad») hasta se pueden concebir y describir como un orden,
(2) Las siguientes ideas no han sido concebidas com o una contribución a la teo
ría de la H istoria Social, ni tan siquiera de la propia sociedad; para ello m e faltan
todas las condiciones. P ero las mismas deben hacer patente (y a un tiem po funda
m entar) qué entiende la presente exposición por H istoria Social, en qué estriba su
com etido y hasta dónde em puja sus contornos, aunque tam bién, y no en últim o ran
go, en qué sentido se sirve de algunos térm inos genéricos.
un sistema: se habla entonces, por ejem plo, como hemos venido h a
ciendo hasta el m om ento, de una «organización social», de la «cons
titución de la sociedad», del «sistema social» o de la «estructura so
cial». Lo cual no significa, por de contado, que la organización so
cial vigente en cada m om ento fuera algo de una vez para siempre
inamovible e inmodificable: al contrario, la experiencia— aún la de
la propia vida, y con, más razón el empirismo histórico— muestra
que los sistemas sociales están en todas partes y en cualquier época
sujetos a transform aciones (más o menos súbitas, más o menos p ro
fundas). Son así las modificaciones evolucionarías, el desenvolvi
m iento pausado, casi inapreciable, lo que al cabo constituye el caso
norm al; pero tam poco faltan, en modo alguno, sacudidas im petuo
sas, más o menos violentas, revoluciones sociales. Se explica perfec
tam ente que como historiadores debam os no sólo analizar la orga
nización existente en cada caso (siguiendo el eje transversal), sino
tam bién estudiar las evoluciones y sacudidas (m ediante un corte
longitudinal).
Por tanto, las formas de convivencia hum ana supeditadas a una
determ inada ordenación e insertas en un determ inado sistema cons
tituyen el sujeto necesario de nuestro tratam iento. Esto aún conti
núa siendo una definición muy abstracta, y excede con creces lo
que, según la praxis general y razonada, conviene a la esfera de la
Historia Social. Para circunscribir más precisam ente este ámbito te
nemos que realizar una m inoración. Existen organizaciones de es
pecial alcance, las cuales conciernen asimismo, desde luego, a la
convivencia hum ana, pero que no m encionamos aquí sencillamente
porque com ponen el objeto de otras disciplinas: el sistema de la eco
nom ía, el ordenam iento legal, la organización política (la constitu
ción estatal). No es de nuestra incum bencia en este lugar ocupar
nos de cómo se han organizado producción e intercam bio de bie
nes, procesos y legislación, gobierno, milicia, recursos del Estado,
etc... Hay por descontado múltiples interferencias entre estas esfe
ras y la nuestra. Ciertos fenóm enos de la vida económica, ciertas
formulaciones jurídicas, ciertas formas del ejercicio del poder,
e tc ..., son a m enudo sintomáticas, e incluso no pocas veces funda
m entales para la organización social; mas esta últim a no es simple
m ente una parte de la organización económica, de la ordenación ju
rídica, de la organización política, ni tam poco siquiera la suma de
estas tres (sería un m onstruo imposible de dom inar con la vista,
com puesto de pedazos totalm ente heterogéneos, y a duras penas
com prensible, entre tanto engarce e interdependencia de ámbitos
parciales, como un todo ordenado y concluso), sino una organiza
ción con naturaleza propia, que además se interesa reiteradam ente
no sólo por el E stado, el derecho y la econom ía, sino asimismo por
otros campos de la vida hum ana, como la religión o las form as de
instrucción. Por eso aquí no puede hablarse de una dependencia
parcial, sino únicam ente de una correlación, que sin em bargo no ex
tingue la propia vida, la propia legitimidad de cada ámbito por
separado. Tras estas clarificación, no obstante, aún sigue estando
abierto el problem a del contenido propio de la organización social.
Los mecanismos estatales, el derecho, la econom ía, eso ya lo sabe
mos, no lo son; no exige m ayor dem ostración que la religión, el
arte y la literatura, la ciencia y las formas de instrucción tam poco
son prioritariam ente fenóm enos parciales o m arginales de la orga
nización social, sino campos propios, independientes. ¿Pero qué de
jam os entonces, después de descontar todos estos ám bitos, y quizá
aún otros más distantes, para la organización social, para la His
toria Social en suma? ¿Y es realm ente hom ogéneo aquello que nos
queda? ¿Puede exhibir acaso auténticos rasgos de unidad interna?
Pues aún resta bastante, e incluso cabe rastrear la unidad inter
na. Tom em os, por ejem plo, el caso de la familia. Con la organiza
ción política no posee, regularm ente, ninguna relación. Economía
y familia form an un conjunto ya más estrecho; pero es sin duda evi
dente que habríam os de com prender a la familia de m anera muy
simplista si pretendiéram os concebirla sólo desde el punto de vista
de los aspectos económicos. El historiador del derecho tiene ya
substancialm ente algo más que decir a propósito de la Historia de
la familia: derecho de familia y derecho sucesorio constituyen, es
notorio, dos grandes e im portantes ramas del ordenam iento jurídi
co. Mas cualquiera de nosotros debe tan sólo pensar en sus propias
circunstancias familiares para darse perfecta cuenta de cuán poco
de lo que integra la familia —e incluso de los elem entos histórica
m ente variables, que interesan sobrem anera al historiador— , es ju
rídicam ente com prensible, y podría por tanto ser en su caso objeto
de consideración histórico-jurídica. No, la historia de la familia es
ante todo m ateria de la Historia Social, razón por la que el histo-.
riador de la sociedad, en cuanto que le toca abordar los aspectos
histórico-económicos o histórico-jurídicos de la familia, tiene preci
sam ente que atender a estas ramas em parentadas (y a la inversa);
y se ajusta de veras a la esencia de la familia porque le afecta en
prim er térm ino el problem a de cómo la gente se com penetra y vi
ven unos con otros en ciertos m om entos, y singularmente a diario,
y porque en conexión con la ciencia que cultiva la familia, en su ca
lidad de com unidad más pequeña, elem ental, en que precisan apo
yarse todas las conform aciones comunitarias más amplias, ocupa un
lugar central.
Esto mismo vale talm ente, y no hace falta desarrollarlo aquí,
para otras formas prim arias, no políticas, de convivencia humana:
verbigracia para las asociaciones, para las más distintas formas de
sociabilidad festiva o incluso solem ne, para fiestas y juegos (cierta
m ente en estos casos las conexiones con religión y culto merecen
especial atención), para am istad y am or (tam bién cuando se hallan
fuera de la familia). Avancem os un pequeño paso: condición para
la convivencia hum ana es, en prim er lugar, que las personas habi
ten juntas en cercanía o, al menos, que se hallen en situación de ir
recíprocam ente al encuentro: por supuesto, cuando el agrupamien-
to y la convivencia de las personas reclam a con prioridad el interés
del historiador de la sociedad, en su especialidad se integran tam
bién la Historia de la población y la del tráfico comercial, materias
ambas que revisten además la m ayor im portancia para la Historia
G eneral. O tra notable condición adicional para la convivencia hu
m ana es la com unidad de lengua: la H istoria Social debe ocuparse
consiguientem ente tam bién de fenóm enos como (por vía de ejem
plo) la ascensión del griego a lengua del comercio y de la cultura
en el Próximo O riente o la Rom anización de las provincias occiden
tales del Im perio R om ano, sobre todo porque, por regla general,
procesos de esta índole no sólo producen las mayores consecuen
cias histórico-sociales, sino que adem ás sus orígenes son en prim er
térm ino de naturaleza histórico-social.
En esta Historia Social de Grecia tendrem os que hablar, cuan
do haya ocasión, de todos esos asuntos, y sin embargo debo de in
m ediato confesar que todo ello figurará bastante al margen —como
sucede asimismo en otras exposiciones histórico-sociales— . El cen
tro de gravedad de la H istoria Social, tal como hoy se desplaza de
form a prácticam ente general, radica en otra parte: en advertir los
desniveles entre las personas. No la desigualdad condicionada de
m odo natural, sino la social, convenida exactam ente por la organi
zación social, que form a parte de los fenóm enos elem entales de la
convivencia hum ana y no ha faltado, desde luego, en ninguna so
ciedad histórica. Los hom bres no pueden convivir sin superordena-
ción y subordinación, y se puede llanam ente asegurar que la H is
toria Social tiene en prim era instancia que ver con la historia del
escalonam iento o estratificación social. A hora bien, hay en cada so
ciedad distintos escalonam ientos, unos independientes de otros, que
además se entrecruzan m utuam ente sin rodeos; mas por lo general
se puede com probar que uno solo de tales escalonamientos (en todo
caso dos o tres entre sí com binados) posee ya un significado espe
cial y básico para la posición y agrupación social de cada una de las
personas pertenecientes a dicha sociedad; e incluso, el historiador
introduce así más fácilmente orden dentro de la masa multiforme,
pues concibe y entiende m ejor la conducta y el destino típicos de
las personas si basa en una clasificación ese principio único y p re
dom inante de escalonam iento (o bien cualquier otra combinación
específica de diferentes principios). Las distinciones históricas, el
cambio histórico, no se reflejan a la postre en la disparidad y m o
dificación de los principios y criterios de organización idóneos para
la estratificación social. A éstos pues, por delante de todos los de
más, deberá enderezar particularm ente su atención el historiador
de la sociedad cuando necesite abarcar en apretada síntesis territo
rios dispersos y grandes espacios de tiem po, es decir, siempre que
haya de aplicar una pequeña escala; y luego debe concentrarse ple
nam ente en aquello que en m ayor m edida imprime un cuño irrepe
tible e históricam ente condicionado al tejido social, a las relaciones
recíprocas entre los individuos, y sobre todo, a sus agrupaciones y
empresas comunes. Hay que tratar tam bién circunstanciadam ente,
a escala mucho más am plia, otras instituciones del ám bito de la or
ganización social m enos centrales, menos amplias y menos especí
ficas. tales como — por nom brar lo verdaderam ente im portante—
la familia y las relaciones de parentesco. Siempre que hubo opor
tunidad me he esforzado en contem plar estos asuntos, por desgra
cia demasiado abandonados en las páginas de la exposición, siquie
ra sea en la bibliografía.
Para referirse a los escalones de la organización social — con el
fin de volver nuestros pasos a este tem a central— no existen, por
lo menos en alem án, designaciones generales y, por ende, claras y
concordes. Con una excepción: se habla, en general, de «estados»
o «estamentos» cuando al escalonam iento corresponde un carácter
jurídico, es decir, si, por ejem plo, los derechos políticos se recono
cen sólo a los estam enos elevados, si los distintos grupos se hallan
(entre otras cosas) separados por el derecho civil (recordem os la
prohibición de m atrim onios entre patricios y plebeyos), o si el de
recho penal efectúa distinciones (como asignar diferente valor al
rescate de sangre según afecte a libres o a no libres). Estados, en
este sentido de la palabra, son así los escalones definidos por el or
denamiento legal y jurídicam ente significativos dentro de la orga
nización social; a m enudo la pertenencia a los mismos se adquiere
hereditariam ente, pero no es en absoluto forzoso. Sim ultáneam en
te existen, ya en estas mismas, ya en otras sociedades, escalona
mientos jurídicam ente irrelevantes que a efectos sociales, sin em
bargo, pueden ser extrem adam ente señalados. En la A lem ania ac
tual, por ejem plo, abstracción hecha de la división entre nacionales
y extranjeros y quizá tam bién —no acabo de estar muy seguro de
ello— de las reliquias, en la práctica insignificantes, de los antiguos
privilegios de la nobleza, no hay ninguna desigualdad estam ental,
aunque sin em bargo existen im portantes escalonam ientos sociales,
cuya consecuencia es que la subordinación a un escalón se transm i
te am pliam ente no desde luego por vía legal, aunque sí de hecho:
desigualdades derivadas de la fortuna y de los ingresos, de la posi
ción económica en resum idas cuentas, de la profesión, de la instruc
ción recibida, así com o, en parte, del nacim iento, se com binan y
cruzan de tal suerte que arrojan el resultado de una sociedad inten
sam ente articulada y term inantem ente estratificada. Sem ejantes es
calonamientos sin trascendencia jurídica, pero socialmente de todo
punto interesantes, solían antes recibir el nom bre de «clases» (to
davía hoy se conocen así, por ejem plo, en francés o en español).
En alemán se prescinde ahora ordinariam ente de este térm ino, pues
el concepto de clases ha quedado unilateralm ente fijado por el m ar
xismo (la pertenencia a una clase se determ ina por la situación en
el proceso de producción, más exactam ente por la participación en
los medios de producción), y así no disponemos ya de ninguna otra
expresión viable. M ás cóm odo resulta hablar, aun de forma to tal
m ente general y sin com prom iso, de «escalones» y «estratos»; pero
esto sobrepasa entonces cualquier escalonam iento, incluso los ju rí
dicam ente relevantes, y los «estamentos» quedan así inmersos en la
categoría de casos especiales.
El alcance histórico general de los escalonamientos sociales es
triba ante todo en que éstos conceden a cada uno de los estam en
tos y estratos una m ayor o m enor trascendencia en los lances, go
bierno y desarrollo de un país (así como en su evolución cultural).
La H istoria de R om a, por ejem plo, está intensam ente definida por
la nobilitas, la de nuestra E dad M edia por la aristocracia (en la que
se entronca tam bién el alto clero) y la burguesía urbana; práctica
m ente la totalidad de la L iteratura griega que se nos ha conservado
es creación de u na acaudalada capa superior, cuyas propias ideas
sobre la estratificación social posan de continuo su sedim ento en
esta literatura... D e ahí que como historiadores necesitemos dedi
car a las capas superiores nuestra especial atención; su entendim ien
to es fundam ental para la com prensión de la historia y la cultura de
todo el pueblo. Lo cual se encuentra en consonancia con el estado
de las fuentes: sobre los estratos superiores en general estamos m u
cho m ejor informados que sobre el pueblo llano. La preferencia uni
lateral por las capas superiores, que es inherente a la m ayoría de
las exposiciones histórico-sociales, es por tanto hasta un cierto ex
trem o irrem ediable y apropiada. P ero, naturalm ente, jam ás podría
mos com prender la organización social como un todo si preferim os
lim itarnos a las capas superiores; nunca estará justificado perder de
vista el conjunto del cuerpo social, incluidas las capas de la base.
Quizá habría todavía que añadir dos palabras acerca de la ra
zón p o r la que los escalonam ientos sociales son en este m om ento
objeto, y sin duda principal objeto, de la Historia Social, y nunca
precisam ente (o al menos no en prim er térm ino) objeto, habida
cuenta de los principios en que descansa el escalonam iento, de la
Historia Económica o de la H istoria Constitucional. El motivo más
inm ediato sería porque estos escalonam ientos ocupan notoriam en
te en la organización social una posición central, que dom ina por
com pleto el sistema social, m ientras que para la constitución del E s
tado o para la organización económica constituyen, sí, fenómenos
asaz señalados, mas fenómenos m arginales al cabo. Y luego tam
bién porque se trataría de un erro r m anifiesto el considerar en pri
m er plano la estratificación social como una emanación ya de la si
tuación económica, ya de la estatal. E ste desacierto se consuma cier
tam ente con bastante frecuencia. El marxismo en particular se in
clina, ya se sabe, a otorgar prim acía a los fenómenos económicos,
de donde hace derivar todo lo dem ás; atribuye las desigualdades so
ciales de las personas al resultado de los repartos funcionales y de
la evolución económica, reconoce en las «clases» ante todo a los su
jetos de diferentes papeles económicos; y en sus explicaciones su
principal preocupación consiste en plantear la porción obtenida en
el producto social, la explotación económica de los débiles por los
fuertes. E n casos aislados, en ciertas situaciones históricas, puede
ello hasta ser aproxim adam ente cierto; y en cualquier época es muy
considerable la influencia de la situación económica sobre la social.
Cabe así, por ejem plo, elevar a regla general el que los ricos son
incorporados, tarde o tem prano, a las capas gobernantes superio
res, sin im portar para nada la forma en que ellos o sus antepasados
hayan logrado su fortuna, e independientem ente de cuál sea su ori
gen personal. Mas algo sem ejante puede tam bién afirmarse, a gran
des rasgos, de la instrucción superior, así como de la especializa
ción militar; por este camino se han visto elevadas a la nobleza en
el curso de la historia incontables personas (y sim ultáneam ente han
logrado la prosperidad, aunque en tal caso se trate de algo secun
dario). Tam poco es lícito — ya lo hemos determ inado antes— p ar
tir de una influencia unilateral de las circunstancias económicas en
la organización social; antes bien, una correlación perm anente en
tre ambas define el curso del desarrollo histórico. Lo mismo exac
tam ente es aplicable —no hace ninguna falta descender a detalles— ,
a las relaciones de la organización social con la del Estado. Con bas
tante frecuencia las circunstancias y tensiones sociales prefiguran de
m anera amplia la conformación de la situación estatal y las contro
versias políticas (no hay más que pensar en nuestro propio am bien
te), pero por su parte el E stado interviene de continuo incisivamen
te en la situación social, y aún puede de cuando en cuando preciar
se de haberla m oldeado a su antojo. La verdad es que tam bién aquí
nos hallamos justam ente no frente a efectos simples, sino correla
tivos; y en realidad, sin llegar a contar los raros casos extrem os,
una visión de las cosas parcialm ente política serviría tan poco como
una visión parcialm ente económica para com prender los escalona
mientos sociales en su totalidad y en sus debidas proporciones. Sólo
por esta razón m erecen ya los escalonamientos un tratam iento in
dependiente, cuya única equivalencia posible es un tratam iento en
conexión con la H istoria Social o, más precisamente aún, como nú
cleo central de la misma. Tal es en definitiva la Historia Social, que
contem pla la relación m utua entre los hom bres por sí misma, no en
ligazón a complejos institucionales particulares como el Estado, el
D erecho y la Econom ía.
Así como entre E stado y sociedad, y economía y sociedad, no
cabe hablar de una relación de dependencia simple, tampoco ello
puede hacerse entre las realidades nacidas en la esfera de la orga
nización política, social y económica, por un lado, y por otro las
ideas que circulen, en su caso, acerca de la conformación de tales
ámbitos. Quien pretendiese tom ar estas ideas por una mera inves
tidura imaginaria de las conveniencias políticas, sociales y econó
micas existentes en la práctica, incurriría en el mismo error que
aquel que quisiera defender la opinión de que las ideas m archan ge
neralm ente delante de los hechos y se conducen, respecto a ellos,
como las causas con los efectos.
Al hilo de estas reflexiones resulta así pues que sería perjudicial
para nuestro objeto cualquier intento de asociar demasiado estre-
chám ente la H istoria Social bien con la H istoria Constitucional, bien
con la Historia Económ ica o incluso con la H istoria de las Ideas So
ciales; debe perm anecer independiente y al propio tiem po cuidar
los vínculos a una y otra banda. Esto es precisam ente lo que p re
tendo ensayar en este bosquejo de una H istoria Social de Grecia,
en cuanto sea capaz de m antener mi propósito. Debo por cierto ad
m itir que personalm ente me hallo muy parcialm ente cualificado. En
el dominio de la Historia Constitucional griega estoy hasta cierta
m edida en mi terreno desde que em pecé a laborar en tareas cien
tíficas; en el de la H istoria Económ ica griega sigo siendo, aún hoy,
un profano; la H istoria de las Ideas no me resulta en absoluto tan
desconocida, y sin em bargo no estoy cum plidam ente familiarizado
con dos grupos de fuentes muy señaladas para conseguirlo, cuales
son las obras de los filósofos y las de los trágicos. El variado estado
de la investigación entra tam bién en juego: la Historia Constitucio
nal griega ha sido intensam ente revisada desde hace tiempo y, en
conjunto, muy bien expuesta; la H istoria Económica griega, p erju
dicada ya por el estado de las fuentes, ha quedado muy rezagada
(circunstancia que se agrega, acentuándola, a mi personal insufi
ciencia); tam bién la Historia de las Ideas se encuentra, tanto en las
fuentes como en la m oderna investigación, bien representada, pero
atañe en el fondo al área de trabajo de la Filología Clásica, no a la
de mi propia disciplina, y lo cierto es que tampoco he llegado, por
eso, a prestarle atención con la adecuada profundidad. D e esta m a
nera, recelo que no se podrá pasar por alto una cierta inclinación
hacia la Historia Constitucional en el presente ensayo; forma parte
de esas muchas inperfecciones que no he logrado rem ediar y en dis
culpa de las cuales sólo me cabe invocar la indulgente comprensión
del lector. Simplemente, dicho sea de paso, puedo alegar en mi des
cargo que la Historia Económ ica, tan descuidada por mí, figura in
cluida en esta serie con un volum en propio, y que de todos modos
los mismos griegos estim aron su organización social como una es
tructura estam ental, inseparablem ente trabada al ordenam iento p o
litico. A ñadiré por último que a una analogía demasiado extensa
de la Historia de la Sociedad con la H istoria de las Ideas Sociales
deberíam os oponerle bastantes reparos en vista de que, positiva
m ente, dentro de la Historia Constitucional la tradicional analogía
con la teoría política de los griegos, y en concreto con A ristóteles,
ha lastimado más bien la com prensión de la realidad histórica.
Tam poco me gustaría negar que mi exposición adolece de una
cierta falta de equilibrio en otro punto. A la hora de consignar los
porm enores más característicos he obrado sin duda con gran gene
rosidad; el lector crítico, y en particular el estudiante, que preten
da obtener de inm ediato una ojeada com prensiva del libro o im
buirse en los hechos principales —y sólo justo en estos— difícil
m ente m e ahorrará el reproche de haberm e entretenido demasiado
en hechos especiales, a m enudo accesorios, y haber destacado por
eso muy poco las grandes líneas. Pero un determ inado desarrollo
de las particularidades, de cuyo conocimiento depende constante
mente la imagen que obtenem os del cuadro global, es parte de los
requisitos de una exposición decorosa y, por utilizar un térm ino hoy
en boga, «transparente», que se haya planteado no dificultar en ex
ceso al lector la consecución de un juicio propio. Lo cual es apli
cable de m anera muy concreta a la época más primitiva, docum en
tada sólo precaria y parcialm ente en nuestras fuentes, período en
el que descubrimos con certidum bre hechos aislados (las más de las
veces muy desigualm ente repartidos), m ientras que com probacio
nes más generales sólo pueden alcanzarse con todo tipo de reser
vas. Adem ás, únicam ente proporcionando ideas de amplia perspec
tiva m ediante ejem plos concretos cabe hasta cierto punto garanti
zar que las proposiciones generales, y en su calidad de tales nece
sariamente abstractas, sean atinadam ente entendidas por el lector
y ante su m irada se despliegue una imagen de la substancialidad his
tórica, sin que nom bres y fórmulas vacías constituyan un gravamen
para su memoria.
U na orientación sobre el estado de las fuentes encabeza, en su
caso, los principales capítulos. Pero ya desde ahora debo reconocer
que no domino todo género de fuentes del mismo m odo. Los his
toriadores y las inscripciones (al igual que las tablillas del Lineal B,
que hacen la función de aquéllas en tiempos más antiguos) son los
documentos con que me hallo más familiarizado. Conozco en cam
bio a los poetas (que como fuente para la Historia Social poseen
enorme im portancia) y a los oradores (nuestra principal fuente para
la A tenas del siglo iv) muy desigualm ente, y aún peor a los filóso
fos. Pero sobre todo el m aterial arqueológico casi no lo conozco, y
en cualquier caso no me encuentro capacitado para examinarlo ·
como inform ante de la H istoria Social (lo que en sí mismo podría
resultar em presa bastante espinosa). He ahí otro motivo para que
esta exposición de la H istoria Social de Grecia pueda sólo reputar
se de un prim er ensayo, parcial por muchos conceptos.
Apoyar todas mis formulaciones y ejem plos con las principales
referencias de fuentes y de bibliografía hubiera sido m anifiestam en
te imposible en el m arco editorial fijado de antem ano, y a duras pe
nas realizable en el plazo de tiem po disponible. Las citas directas
tenían, por fuerza, que estar docum entadas, así como aquellos da
tos que incluso un especialista puede encontrar sorprendentes y que
ni siquiera él mismo podría verificar fácilmente si no se le ofreciera
algún com probante. Los límites son por eso imprecisos, y en caso
de duda he preferido alegar un docum ento justificativo de más que
de menos. No obstante, en las notas me he recatado mucho con las
citas bibliográficas; habrá que buscarlas, en definitiva, en el deta
llado epílogo bibliográfico, articulado en distintos apartados.
LA ÉPOCA MICÉNICA
I n t r o d u c c ió n
(3) Sobre la controvertida datación del «archivo» de Cnosos vid. ahora E. Ha-
El estado que fue gobernado desde el palacio de Cnosos abar
caba, como prueban los textos, prácticam ente toda la isla, acaso sin
el oriente más extrem o; no hay, por el contrario, ningún indicio de
que hubiera rebasado los límites de C reta, ocupando cualquier pun
to externo a la isla. En el caso del estado de M icenas, el pequeño
«archivo» llegado hasta nosotros no sum inistra ningún dato geográ
fico. La evidencia arqueológica no perm ite, en verdad, albergar nin
guna duda de que allí residieran pujantes reyes. No obstante, su rei
no no englobaba la totalidad del Peloponeso; la existencia del rei
no de Pilos excluye ya tal posibilidad. La idea de que los reyes de
M icenas habrían señoreado como hegemones de toda Grecia es una
hipótesis que sólo se fundam enta en la saga y la poesía griegas — de
masiado tardías— ; esta base es, a todas luces, absolutam ente
insuficiente.
El reino de Ahhijaw á de los textos hititas que, entre otras cir
cunstancias, arraigó en territorio de Asia M enor, debe ser uno de
los estados griegos, pues su nom bre es casi idéntico al de los aqueos
(’A'/cuFoí) o derivado de él, pero no sabemos cuál; no tiene, desde
luego, por qué ser un estado que incluyera a toda Grecia.
Los pocos textos conocidos hasta el m om ento procedentes de
Tebas de Beocia contienen dos citas seguras de lugares (ambos de
fuera) únicam ente, y las dos se hallan en relación con entregas de
lana por parte del palacio: a-ma-ru-tolAmarunthos/ es el nom bre
del famoso santuario de A rtem is en A m arinto, en la región de Ere-
tria, en la isla de E ubea; a3-ki-a2-ri-jalAigihaliäl, cuyo significado
viene a ser el de «ciudad (o país) en la costa del mar». En caso de
que tales entregas de lana no se destinaran precisam ente al extran
jero , el territorio dom inado por Tebas alcanzaría entonces al m e
nos hasta uno de los dos m ares que delim itaban Beocia, e incluso
llegaría a Eubea, al otro lado del mar.
M ucho m ejor conocemos la geografía del reino de Pilos. Estaba
distribuido en dos grandes provincias, la de de-we-ro-a 3 -ko-ra-i-ja y
la de pe-rar ko-ra-i-ja, cuya lectura es /Deiwelo-aigolähiä/ y /Per(ä)-
aigolâhiâl , es decir, el territorio «al oeste de» y el de «más allá»
de la «Peña de la Cabra» (una m ontaña o prom ontorio, quizás in
cluso un islote rocoso), naturalm ente vistos desde la posición de la
capital, Pilos (4). Cada una de estas provincias estaba a su vez sub-
dividida en (nueve y siete respectivam ente) distritos, designados se
gún la principal población, los cuales conocemos nom inalm ente, así
llager. The Mycenaean Palace at Knossos. Evidence fo r Final Destruction in the III
B Period, 1977; idem , The History o f the Palace at Knossos in the Late M inoan Pe
riod, SM EA 19, 1978, pp. 17 y ss.; W. D . N iem eier, Das m ykenische Knossos und
das A lter von Linear B, en Beiträge zu r ägäischen B ronzezeit (1982), pp. 29 y ss.;
A . B artonék, Z u r Datierung der Linear-B-Texte aus dem Palastarchiv in Knossos,
Listy filologické 106, 1983, pp. 138 y ss. ,
(4) El nom bre de la m ontaña que m arcaba la división se ha conservado quizás
en el transm itido por E strabón V III 4, 1 (359) de un m onte en el hinterland de Pi
los. Α ιγα λέον ορος.
ί.
Len g u a , cultura y e c o n o m ía
(5) La causa de ello radica en que la geografía histórica del Peloponeso occiden
tal nos resulta deficientem ente conocida incluso en época clásica, así como en la cir
cunstancia de que siem pre nos vemos forzados a contar con que las distintas locali
dades hayan m antenido el mismo nom bre.
gos noroccidentales, fueron evidentem ente desplazados hacia el sur
de Grecia no antes de la época postm icénica — como desde siem
pre se había supuesto— (6).
D esde un punto de vista general, hasta la época micénica nada
más una parte de las estirpes griegas había llegado ya a ocupar su
asentam iento posterior; otras establecieron su sede aún más allá del
norte. ¿Cuánto tiem po llevaban ya estos griegos en el continente?
A C reta llegaron, desde luego, sólo durante la época micénica (o
minoica tardía) como conquistadores; m uestra de ello es la utiliza
ción de la escritura Lineal A hasta justo la época minoica tardía,
pero tam bién el hecho de que los topónimos de C reta que figuran
en los textos micénicos, e incluso los que encontram os en época clá
sica, son en su práctica m ayoría no griegos; en el oriente más re
m oto de la isla se m antuvieron hasta la edad helenística, hablando
una lengua pregriega, los conocidos por los griegos como Eteocre-
tenses (literalm ente los «auténticos cretenses»). En la C reta micéni
ca los conquistadores griegos pudieron ser simplemente un estrato
social superior.
E n el Peloponeso estaban los griegos mucho más firm em ente
arraigados. Muy bien lo señalan las tablillas de Pilos con sus num e
rosos topónimos griegos (junto a los cuales en efecto tam bién se en
cuentran, como raram ente podía ser de otra m anera, muchos otros
no griegos), y asimismo los innum erables antropónim os genuina-
m ente griegos en todas las capas de la población. Es difícil expre
sar cuántos nom bres personales no griegos hubo al mismo tiem po,
pues ante la precariedad de la ortografía micénica un nom bre, del
que no podem os establecer su significado, no por ello de inmediato
tiene que ser no griego; por lo dem ás, los portadores de nombres
no griegos pueden ser perfectam ente griegos, que heredaron sus
nom bres exóticos de antepasados no griegos, o los tom aron en prés
tamo de vecinos no griegos. E n los textos de Pilos no hay tan si
quiera un testimonio que deponga contra la estimación de que el
Peloponeso ya en aquélla época era un verdadero territorio griego;
en todo caso no puede caber duda alguna sobre el carácter princi
palm ente griego de la península, y ello además presupone que los
griegos hubieron de asentarse aquí hacía ya bastante tiem po (pues,
en virtud de los hallazgos arqueológicos, no cabe pensar en una in
migración reciente de grandes y compactas masas de población).
Por encima de esta elástica formulación no hay medio al alcance
del historiador para resolver el problem a de en qué m om ento se
produjo su llegada a este territorio.
Tam bién la religión de época micénica es sólidamente griega.
E n los textos salen al paso Zeus, H era, Poseidon (como divinidad
principal en Pilos, al igual que en H om ero), Artem is, H erm es, Dio-
(6) Es muy dudoso si esta «migración doria» coincidió con aquel gran m ovim ien
to de los «Pueblos del M ar» que p reparó el ocaso de la prosperidad de la cultura
micénica hacia el 1200.
nisos, y tam bién A res. Puede interpretarse sin vacilación a-ta-na-
po-ti-ni-ja como /Athánás potnial, la «señora de Atenas», que en
este caso es A tenea. La diosa del alum bram iento Eileithyia se halla
atestiguada como e-re-u-ti-ja/Eleuthiä/ (con una form a nominal
transm itida asimismo más tarde) por los textos de Cnosos en la pla
na de Amnisos, en donde tam bién posteriorm ente, desde H om ero,
tenía su gruta sagrada. H ubo pues en gran m edida, al menos en
este terreno, una continuidad desde época micénica hasta el p erío
do homérico y clásico, mas tampoco conviene olvidar que esta re
ligión «griega» claram ente docum entada luego, a partir de época
micénica, absorbió m uchos elem entos de la herencia no griega. Al
final de este capítulo volveremos a ocuparnos de los problem as ge
nerales de la continuidad.
E n la esfera de lo económico pisamos tam bién un suelo bastan
te firme (abarcam os en prim er térm ino aquel dominio en el que ne
cesitamos principalm ente basarnos para el estudio de la Historia So
cial). M últiples aspectos acerca de la situación económica se p u e
den ya espigar m erced a los descubrimientos realizados por la ar
queología de cam po, y los textos a su vez contienen num erosos da
tos relevantes por su significación histórico-económica, desde el m o
m ento en que ya p o r su propio contenido cumplen fines económi
cos, No nos causa extrañeza que la economía micénica estuviera de
finida virtualm ente p or lo agrario, y que tierra y ganados integra
ran en substancia la riqueza del país. El cultivo de trigo y cebada,
de vid, olivos e higueras, así como de bastantes plantas aromáticas,
está bien atestiguado, al igual que la cría de ovejas, cabras y cerdos
en gran núm ero, y en m enores proporciones de ganado vacuno, ca
ballos y asnos; no falta la cría de abejas, ni tam poco la caza. Por
otro lado, los hallazgos arqueológicos, los inventarios y el resto de
los textos económicos (en los que se citan num erosos oficios) testi
m onian sobre m anufacturas desarrolladas y con un alto nivel de es
pecialización, y en particular en el campo de la artesanía. No tan
claro nos resulta el comercio; con todo, desde el punto de vista m a
terial cabe apreciar relaciones vivaces con Egipto, Siria y Asia M e
nor, pero tam bién con Sicilia y el Sur de Italia. Dom ina la econo
mía natural: los num erosos funcionarios del palacio reciben, en
cuanto que no han sido provistos de tierra, raciones de vituallas,
pero no un salario en dinero (en m etales); tam bién los tributos eran
satisfechos con productos en especie. Al propio tiempo el metal en
barra (metales nobles y bronce) venía a desem peñar como medio
de pago y, sobre todo, en la acumulación de tesoros, ün im portan
te papel, sem ejante al que tuvo en el antiguo O riente y tendrá más
tarde, en época homérica.
No podem os dudar de la existencia de un tráfico m arítim o ex
tenso e intensivo, pero tam poco el tráfico terrestre estaba mal de
sarrollado, aún m ejor que en la época clásica. En la Grecia m on
tañosa incluso no ahorraron la construcción de calzadas para los
carros de com bate, la principal de las armas durante la guerra. De
hecho se conoce desde antiguo una red de calzadas que partía de
Micenas; recientem ente se han detectado tam bién en la inm edia
ciones de Pilos, hasta alcanzar el golfo de Mesenia, antiguos cami
nos secundarios que podrían rem ontarse a época micénica. Asimis
mo en Creta se com prueba la existencia de calzadas de época
minoica y micénica.
E stado y s o c ie d a d
(7) El térm ino griego posterior para denom inar al rey, βασιλεύς, se encuentra
ya en los textos micénicos, y figura con la forma qa-si-re-ulgwasileusl. Pero en esta épo
ca todavía no significa «rey»; hay en el E stado micénico un gran núm ero dé porta
dores de este título, y según su rango no alcanzan una posición dem asiado alta (al
p arecer tendrían el nivel de un po-ro-ko-re-te, un gobernador de distrito sustituto);
su función es para nosotros dudosa. Tam poco conocemos la etimología ni, por ello,
el significado primario del térm ino; sin em bargo, se puede pensar para éppca micé
nica en un significado como «jefe». A partir de ahí pudo la palabra en época pos-
micénica servir para la designación del jefe de los estados mucho más pequeños que
se form aron entonces de las ruinas de los reinos micénicos. A l propio tiem po βα σ ι
λεύς será aún la denominación aplicada a una pluralidad de príncipes, «soberanos»,
en un estado: en la O disea figura A lcínoo como βασιλεύς a la cabeza de los feacios,
pero a su lado existe a la vez un consejo restringido de doce βασιλήες; los pröceres
de Itaca se llaman asimismo βασιλήες y no obstante hay sim ultáneam ente un βα
σιλεύς que reina en la isla; la institución de un consejo de los βασιλήες —al igual
que la de un βασιλεύς— se m antuvo de form a esporádica hasta la época clásica. El ,
térm ino tiene pues desde época hom érica dos significados totalm ente distintos, que
se explicarían lo más satisfactoriam ente posible arrancando de un significado prim a
rio m uy general de «jefe».
rada a los funcionarios de palacio en tan gran núm ero, o el desarro
llado sistema de contribuciones y, sobre todo, la administración b u
rocrática, a la que todos ellos deben su existencia.
P ero junto a esto.se encuentran indicios de una autoadm inistra
ción corporativa. El da-moldamos/, la «comunidad» (de hecho cada
lugar en particular), posee una gran parte de la tierra en régimen
de propio (pronto volverem os a ocuparnos de este asunto). Es ad e
más significativo que la expresión homérica para el predio oficial
del rey y de otros personajes, temenos, esté ya docum entada en ép o
ca micénica. L a tablilla de Pilos E r 312 registra —sin duda única
m ente para una de las comunidades del reino— , sendos te-me-no!té
menos! del rey y del jefe m ilitar (läwägetäs), el del prim ero con una
extensión de 30 unidades de superficie, el del segundo de 10: el p re
dio oficial del jefe m ilitar es así pues, como no cabría esperar de
otra forma, intrínsecam ente más pequeño que el del rey, aunque
quizá sea más im portante reparar en que según la regla el jefe m i
litar y el rey figuran en un mismo plano, puesto que tanto uno como
el otro poseen un temenos. Tam bién en H om ero corresponde un te-
menos, como ya hem os dicho, no sólo al rey, sino incluso a otros
personajes, y allí mismo se señala en ocasiones expresam ente que
el temenos le fue otorgado por la comunidad, el damos. Y este cons
tituye el punto decisivo en nuestra ilación: puesto que el temenos
homérico en otros extrem os coincide plenam ente con el temenos mi-
cénico, tendría que presum irse la misma congruencia, hasta que se
pruebe lo contrario, tam bién para este último punto, y sería m e
nester adm itir que en época micénica el temenos (al m enos en teo
ría) correspondía al rey, como al jefe militar, no por derecho p ro
pio, sino que asimismo les había sido asignado por la com unidad,
el damos; esta suposición nos resulta mucho más fácil por cuanto,
en efecto, como ya hem os apuntado y luego se desarrollará con m a
yor detalle, el damos tiene tam bién m ucha tierra a su disposición y
la cede a distintas personas, incluso a sus m andatarios, utilizando
diferentes fórmulas legales. Para la com prensión histórica de la re a
leza micénica esta com probación es, pues, de suma im portancia: el
rey es en el fondo un comisionado de la com unidad, com pensado
po r ésta con una parcela oficial para indemnizarle por su trabajo;
y una parcela oficial del mismo tipo, bien que más exigua, posee
asimismo el jefe m ilitar, es decir, tam bién el läwägetäs es un m an
datario de la com unidad, y no precisam ente del rey. D e este modo
viene casi a sem ejar como si el rey no fuera propiam ente más que
un prim us inter pares al servicio de la com unidad. Y hasta no es
muy im probable que los reyes micénicos fueran de suyo sim plem en
te cabeza de una estirpe, íntegram ente comparables por su posición
a los reyes de época hom érica, así como a los posteriores reyes ma-
cedonios, epirotas y espartanos (estos m onarcas de los territorios
marginales del m undo griego clásico estaban ligados a la tradición,
limitados en su plena autoridad, supeditados en ciertas ocasiones
im portantes a la decisión de consejo y pueblo; en Epiro y Esparta
figuraban además junto a ellos funcionarios del pueblo nom brados
por elección). Las grandes conquistas y el fortalecim iento del apa
rato estatal, consolidado por el auge económico y cultural —en lo'
cual pudieron tam bién valerse de las pautas cretenses y orientales—
perm itieron luego a los reyes micénicos crecer por encima de estos
restringidos orígenes, pero casi se tiene la impresión de que tal vez
la concepción básica sobre su posición no hubiera sido afectada por
tales circunstancias.
Con estas observaciones ya hem os obtenido una prim era visión
de la organización social, com enzando por lo relativo a la cúspide
de la pirám ide social. E n su base, la división entre libres y esclavos
surge, al menos en las líneas fundam entales, con plena nitidez, pues
ambas condiciones son designadas con los mismos términos que to
davía aparecen en época clásica: a la oposición clásica entre ελεύ
θεροι y δούλοι corresponde en micénico la oposición de las ex
presiones e-re-u-te-ro/eleutherosl y do-e-ro/dohelos/ (8). Esta oposi
ción entre libres y esclavos o, como quizás deberíam os más preca
vidam ente form ular, entre libres y no libres, no constituye una p e
culiaridad griega, sino que estaba difundida entre los pueblos de la
antigüedad en general. Los no libres son personas en poder de otras
personas; pero desde luego no se encuentran, como con frecuencia
estiman algunos, sin ningún tipo de protección jurídica en toda cir
cunstancia (no fue así ni en estos prim eros tiempos ni en época pos
terior, al menos entre los griegos). E n época micénica poseían sin
duda capacidad patrim onial, y podían, por ejem plo, tener tierras
(en cuanto logramos com probar eran suyas no como privadas, por
supuesto, sino sólo en em préstito o arrendam iento; pronto volve
remos a ocuparnos de ello). Esclavos y esclavas aparecen en los tex
tos micénicos en gran númerQ, y entre ellos tam bién num erosos te-
o-jo do-e-ro o bien do-e-ra, /thehoio doheloi! o bien /dohelai/, «es
clavos (o bien esclavas) de la divinidad (del lugar)» en particular.
E sta institución de la hierqdulía, la esclavitud de los tem plos, que
dó en la Grecia clásica algo relegada a las zonas marginales y está
escasam ente atestiguada; en cambio en Siria y Asia M enor fue
corriente incluso en época helenística (además aquí, al igual que su
cede en otros casos, los santuarios y sus funcionarios aparecen como
personalidades socialmente sénaladas).
Sobre el origen de la hierodulía arroja luz un famoso texto, la
tablilla de Pilos Tn 316 (que es al mismo tiem po el testimonio más
im portante para la religión micénica). Es una parte de un calenda
rio del culto, una enum eración de los servicios cultuales (¿del rey?,
¿de un sacerdote?) en el mes de po-ro-wi-to. E n ella leemos en la
cara posterior, por ejem plo, línea 8 s.: «Pilos: y él se dirige al san-
L a o r g a n iz a c ió n a g r a r ia e n e l r e in o d e P il o s
(9) La llam ativa alteración del orden de las palabras en una y o tra expresión no
se ha explicado hasta ahora satisfactoriam ente.
(10) La expresión ktoiná se conservó en época clásica en R odas sólo para desig
nar pequeñas porciones del territorio.
píam ente «la desvalida», y χώ ρ α , «lugar, espacio, tierra (desierta)».
Pero esto no son más que contemplaciones etimológicas; lo de
term inante es lo que los propios textos nos enseñan sobre las cir
cunstancias de una y otra categorías de fundos, y tales documentos
ofrecen un cuadro relativam ente claro.
Las ko-to-na ki-ti-me-na/ktoinai ktimenai/ son propiedad, o di
cho con m ayor precaución, se hallan en posesión de particulares;
en todo caso no existe ninguna indicación acerca de la forma en que
se originaron sus derechos sobre tales fincas. Los tenedores de / ktoi
nai ktimenai/ parecen todos poseer relativam ente m ucha tierra, e in
cluso que son personas de la más alta condición social. Vemos que las
/ktoinai ktimenai/ del territorio de pa-ki-ja-ne (un lugar cabeza de
distrito, con un gran santuario, en las cercanías de Pilos) pertene
cen en conjunto sólo a 14 propietarios, todos los cuales son deno
m inados como te-re-taltelestaU: la palabra designa justam ente a los
tenedores de ¡ktoinai ktimenai/ (11). La tablilla de Pilos E r 312, a
la que ya anteriorm ente hem os aludido, en otro distrito, cuyo nom
bre no se nos proporciona, registra tras el temenos del rey y el del
jefe m ilitar (con treinta y diez unidades de superficie respectiva
m ente) las posesiones de los tres acaudalados te-re-taltelestaU de la
zona: juntos reúnen 30 unidades de superficie; son por tanto sus
tierras, por térm ino m edio, tan extensas como el temenos del jefe
m ilitar y, sumadas, tan grandes como el del rey — aunque a este p ro
pósito hay que llegar a plantearse que el rey y el läwägetäs segura
m ente poseían parcelas oficiales no sólo en la única circunscripción
de cuyo «catastro» se nos da en la tablilla un substancial resum en,
sino en mayor o m enor m edida por todo el reino, m ientras que en
el caso de los /telestaU debem os más bien contar con que disponían
de la propiedad rural nada más en esta única circunscripción— . ¿Y
cuál era la extensión de las /ktoinai ktimenai/ de aquellos catorce Ité-
lestail de pa-ki-ja-ne? La m ayoría posee entre una y una y m edia uni
dades de superficie; hay luego un propietario que tiene algo m e
nos, y otro con algo más de tres unidades, junto a uno que posee
más de ocho; sólo este últim o alcanza pues una cifra cercana a la
m edia de los tres /telestaU de aquella circunscripción desconocida,
cuando la mayoría queda muy p o r debajo.
Las /kekhem enai (?) ktoinai/ se hallan en su m ayor parte en po
der del damos; constituye, así pues, tierra comunal. O tras de ellas
pertenecen a pastores, por ejem plo al porquerizo, al vaquero, al ca
bañero, tam bién al apicultor (me-ri-te-u/meliteus/); es gente, por
consiguiente, a la que ha sido asignada tierra comunal por sus ser-·
vicios en interés de la colectividad (viene a ser tam bién una parcela
oficial como la del rey y la del jefe m ilitar, aunque verdaderam ente
no figura reseñada como /tem enos/ y con seguridad fue, por su ta-
(11) No sabem os con cuál de los diferentes significados de la palabra τέλος hay
que asociarla («final, m eta, térm ino; cargo, oficio, autoridad; consagración, inicia
ción; im puesto, gasto, costas; división, escuadrón»).
maño y cualificación legal, mucho más m odesta). En una ocasión
aparece como tenedor de una ke-ke-me-na ko-to-na un ra-wa-ke-si-
jo a-mo-te-u/läwägesios armoteus/, un «auriga del jefe militar»; tam
bién ello es comprensible., pues en definitiva se trata igualm ente de
«un servicio público»; y motivos similares debió de haber para que
e n . otro m om ento aparezca uno de los personajes del territorio, so
bre cuya función no conservamos noticia alguna, como tenedor de
una ke-ke-me-na ko-to-na. H abrá en suma, en el estado actual de
nuestros conocim ientos, que seguir pensando que las /kekhemenai
(?) ktoinail son tierra com unal, ager publicus. A partir de aquí cabe
quizás com prender m ejor estas dos nociones, ko-to-na ki-ti-me-na y
ke-ke-me-na ko-to-na.
R ecordem os que la asociación Iktoinä ktimenäl podía entender
se, en atención a la etimología del participio, de dos maneras dis
tintas: por un lado como calificación de un fundo del territorio (des
de antiguo) cultivado (en contraposición a las zonas de dehesa) ; por
otro, como térm ino referido a un pedazo de terreno (recién) pues
to en explotación (en contraposición a las tierras de labranza y de
huerta ya existentes). A favor del prim er significado está, en p rin
cipio, la resolución de la expresión opuesta ke-ke-me-na ko-to-na
como Ikekhemenä ktoinäl, «fundo desierto» (pues sería precisam en
te una pieza de las tierras de dehesa que perm anecían baldías, en
contraposición a los campos de labrantío y huerta, y sim ultánea
m ente, como hem os visto, un pedazo de tierra comunal, en contra
posición a las tierras privadas, de la misma form a que los griegos
en época posterior tam bién consideraron los terrenos de dehesa
como suelo público, y los de labranza y huerta como privado). C on
forme a esta idea, el reducido núm ero de tenedores de Iktoinai kti-
menail viene a ser sin duda muy llamativo: en pa-ki-ja-ne había, se
gún com probam os, sólo catorce; en aquella dem arcación anónima
en cuyo interior se registraban las parcelas oficiales del rey y del
jefe militar, sim plemente tres; en el «catastro» fragm entario E a,
junto a num erosas parcelas de terreno con títulos legales de origen
público únicam ente están representadas cinco Iktoinai ktimenail. D e
estas cifras se desprendería la existencia de una concentración ex
traordinariam ente amplia de fincas en caso de que las com unidades
agrarias en realidad no fueran pueblos, sino sólo caseríos con unas
pocas granjas; sin em bargo debem os asimismo precisar que un n ú
m ero muy reducido de fincas autónom as se contrapondría a una
gran cantidad de pequeños agricultores, que en tales «catastros»
aparecen como tenedores de parcelas de terreno público, mas en
particular tam bién, y ya tendrem os ocasión de verlo, como tenedo
res de o-na-ta/onátal, «usufructos», esto es, como arrendatarios.
Q uedan en esta cuestión, por tanto, muchos puntos dudosos; y la
inseguridad todavía se increm enta si reparam os en que ni una sola
vez albergamos la com pleta certeza de que en estos «catastros»
— aún por muy íntegram ente que se hayan conservado— , se halle
registrada toda la tierra. Quizá com prenden exclusivamente la tierra
del estado, en el sentido externo de la palabra: la tierra comunal,
las concesiones de tierra com unal y las Iktonai ktimenail de los Ite-
lestail, que pudieron haber adquirido el provecho de su tierra tal
vez m ediante roturación (con lo que estaríam os acercándonos al se
gundo de los significados de /ktimeno-l que son posibles etim ológi
cam ente); la tierra estrictam ente privada pudo no tener interés al
guno para la adm inistración del palacio. Pero con todo considero
más probable que las /ktoinai ktimenail com prendieran toda la tierra
de propiedad privada, y las Ikekhemenai (?) ktoinai! la tierra
comunal.
Si esta interpretación es correcta, ello supondría que originaria
m ente la tierra de labranza y de huerta se hallaba en manos priva
das y cultivada por ciertos individuos, y la tierra de pastos, explo
tada por la colectividad en su conjunto, en manos de las com uni
dades (lo mismo sucedió y ocurre entre muchos otros pueblos, y en
general tam bién éste fue el caso de los griegos de épocas posterio
res). Pero si este planteam iento respondía a la situación primitiva,
lo cierto es que en época micénica se había ya revisado, pues en
nuestros textos de la serie E no vuelven a contraponerse más, con
las denominaciones de /ktoinai ktimenail y Ikekhemenai (?) ktoinai/,
tierra de cultivo y pastos com unales, sino que ambos tipos de tierra
en cuanto que figuraban juntam ente registrados en tales «catastros»
eran ahora aprovechados, a juzgar por todas las apariencias, de for
m a absolutam ente similar. Am bos son evaluados en nuestros tex
tos según las medidas (de simiente) para áridos; ambos se registran
del mismo m odo, con idénticas fórmulas, en el mismo «catastro»
(bien que en diferentes secciones); los fundos de ambas categorías
de tierra son, por térm ino m edio, más o menos iguales en exten
sión (el pastizal tendría que estar dividido en parcelas de superficie
mucho m ayor que la tierra de labranza y huerta). Incluso /ktoinai
ktimenail y Ikekhemenai (?) ktoinai/ se entregan en la misma forma
a renteros; pronto volveremos sobre ello. Se obtiene la impresión
de que en la época de nuestros textos la diferencia entre estas dos
categorías de tierra tenía ya únicam ente valor jurídico, pero ningu
na transcendencia económica, al menos en el caso de la tierra cul
tivada, que evidentem ente es la única registrada en estos textos,
m ientras que el rem anente restante de los pastos comunales, las de
hesas accesibles a todos, que presum iblem ente fueron muy consi
derables, no están para nada registrádas aquí.
Pero la antigua dicotomía fue superada no sólo en el terreno eco
nómico, sino que tam bién fue traspasada por infinidad de resqúi-
cios en el ámbito del derecho agrario (aunque las normas legales
fueran, antes y después, conservadoras, y preservaran todavía m e
dianam ente los vestigios de un ordenam iento económico más anti
guo). Pues todos estos fundos, y es indiferente que se trate de /ktoi
nai ktimenail o de Ikekhemenai (?) ktoinaiI sólo en parte se encuen
tran aún realm ente en m anos de aquellos bajo cuyos nom bres figu
ran registrados en el «catastro», bien sean particulares, funciona-
ríos o las «comunidades». Cuantiosas partes de ambos tipos de tierra
están puestas a rédito, concretam ente como «usufructos» (o-na-
ta/onáta/, en singular o-na-to/onäton/), m ediante acuerdo con un
arrendatario (o-na-té-re/onâtëres/'). A este propósito cabe levantar
una serie de interesantes observaciones, las cuales nos afirman ade
más en la sensación de que la antigua estructura, que en princi
pio hemos intentado form ular, ha sido ya intensam ente reem plaza
da por otra mucho más nueva, de un género muy distinto:
T o t a l ............................................................................... 15,4 + ?
So b r e l a p o s ic ió n h is t ó r ic a d e l m u n d o
M IC ÉN IC O
(14) Sobre los fenóm enos y tendencias evolutivas generales a que hemos aludi
do en último lugar se pueden espigar algunas ideas interesantes en un especialista
en la historia económica de la E dad M edia que, con todo derecho, ha com parado
la 'economía palacial micénica y los textos adm inistrativos fruto de ella con los m o
nasterios de la alta E dad M edia y otros grandes propietarios (y sus catastros, etc.):
J. S. H utchinson, Mycenaean K ingdom s and M ediaeval Estates (A n Analogical A p
proach to the History o f L H III), H istoria 26 (1971), pp. 1 y ss. Pero lo cierto es
que llega finalm ente a una conclusion que debem os tachar de errónea. El desm esu
rado crecim iento de la población y el aprovecham iento excesivo del suelo habían con
ducido forzosam ente, en su opinión, a una profunda crisis: al igual que en el siglo
X IV la Peste N egra y otras catástrofes dieron como resultado una regresión dem o
gráfica y un abandono de buena p arte de las tierras vírgenes ganadas en las últimas
décadas, así sobrevendría al final del m undo micénico la destrucción de los palacios
y el comienzo de los «siglos oscuros». E videntem ente aquí se igualan una serie de
fenóm enos que, en realidad, no son com parables; no hay más que p arar m ientes en
la evolución ulterior para diagnosticar este hecho. E n la P a ja E dad M edia adverti
mos una crisis profunda, pero p asajera, que no alteró ningún aspecto en la tenden
cia de la evolución general ni determ inó una verdadera ruptura: estados, territorios
y ciudades, iglesias y conventos, lenguas y cultura se perpetúan en bloque im pertur
bables. Al térm ino de la época m icénica sucede, en cam bio, la destrucción no sólo
de palacios, sino de reinos, la decadencia de una floreciente y elevada cultura, la
irrupción de nuevas estirpes y dialectos, un sumirse en la oscuridad; a todo ello si
gue un renacim iento m edio siglo más tarde. Tendríam os que pensar en una m igra
ción de pueblos incluso aun cuando sólo dispusiéram os de m ateriales griegos (ha:
llazgos arqueológicos, estratificación dialectal, sagas); pero hasta conservam os rela
tos históricos contem poráneos escritos en el antiguo O riente, que expresam ente tes
tim onian la invasión de los llam ados «Pueblos del M ar» justo en estas décadas.
punto puede hablarse de una continuidad en el desarrollo histórico
del mundo griego del segundo al prim er milenio, de la época m icé
nica hasta la hom érica (que luego se remite hasta las épocas arcaica
y clásica). Ya en otra parte he manifestado detenidam ente mi pa
recer a propósito de esta cuestión (15), y en este lugar sólo quiero
apuntar que conviene guardarse de caer en cualquiera de los dos ex
tremos. No es lógico pensar que la «época oscura» interrum pa la
historia de la cultura griega sólo aparentem ente y que el proceso
evolutivo haya continuado en el fondo su m archa sin fisuras; pero
nadie piense, de todos modos, que los hechos hablan una lengua
tan clara. Tam poco cabe, al contrario, suponer —como en los últi
mos años ha estado en boga— , que la prim era ascensión del m un
do griego que condujo al apogeo de la cultura micénica haya cons
tituido, en cierta m edida, un callejón sin salida; que todo se haya
desbaratado en la gran catástrofe, y los griegos tuvieran que haber
partido a continuación totalm ente de cero (de forma que la historia
de los griegos y su cultura no tendría comienzo en el segundo mi
lenio, sino sólo con H om ero).
E n mi opinión debem os hacer ver —y esto es precisam ente lo
que he intentado en el artículo mencionado en la última n ota—
que sin duda la esplendorosa cultura micénica acabó por desm oro
narse y pereció, pero que la cultura de los «siglos oscuros» y la de
los m om entos cum bre de la historia griega, levantada sobre aque
lla, no surgió íntegram ente de una tabula rasa, sino que fue edifi
cada sobre los fundam entos colocados en época micénica y que
perm anecieron inalterables, de form a que una parte esencial del
legado micénico no desapareció, pues se mantuvo intacto para la
población griega posterior (y la época micénica no se puede conce
bir totalm ente desvinculada de la historia griega).
A tal efecto me parece que posee un alcance especial el hecho
de que en los más dispares aspectos de la vida — tanto de la cultura
m aterial como del ám bito sociopolítico— continuaron vivas, en p ar
te hasta época tardía, las expresiones técnicas más comunes en mi
cénico; lo que m uestra que así el conocimiento de las cosas como
las correspondientes instituciones jam ás se perdieron, en una pala
bra, que a lo largo de los siglos oscuros se fue transm itiendo un p a
trimonio reiterado sin interrupción de generación en generación.
D esde luego no puede prescindirse de esta idea, ya lo hemos su
brayado, sin sufrir graves extravíos o sin que en el proceso de evo
lución se produzcan fracturas que afecten a im portantes cuestiones;
I n t r o d u c c ió n
L A S D ISTIN TA S C A T E G O R ÍA S: l ib r e s y n o l ib r e s
(16) E spero haber dem ostrado en otro lugar (F. Gschnitzer [90], pp. 8 y ss.),
frente a la opinión más difundida, que estos térm inos tam bién son pertinentes en
época hom érica, como ocurrió antes y sucederá posteriorm ente.
(17) Más exactam ente: «una persona que (como extranjero) vive en m edio de
(los nativos)». C on el mismo valor puede entenderse la voz μέτοικος, utilizada más
tarde: pues en un com puesto «con» se expresa m ediante συν— , no con μετα— .
más tarde se le llama μέτοικος (asimismo «conviviente») o π άροι-
κος («convecino»). En los dos pasajes de H om ero en que figura la
palabra μετανάστης está unida al epíteto άτίμητος, «no distingui
do» (Ilíada 9, 648; 16, 59): Aquiles clama porque Agam enón le haya
dispensado el mismo trato que «a cualquier conviviente privado de
distinciones»; ambos pasajes m uestran suficientemente que los «ád-
venas» estaban poco considerados y peor protegidos en sus dere
chos que los ciudadanos.
Según una opinión difundida entre la investigación, los extran
jeros se hallaban, en época tan tem prana, desprovistos de derechos,
a lo sumo benévolam ente am parados por la costumbre y la religión.
Ello supone, de fijo, un error. En la epopeya el extranjero posee
sin cortapisas, como el resto de las personas, su estatuto legal, cuya
violación despierta la cólera de los dioses. R ealm ente tiene más di
ficultades que los ciudadanos para hacer valer estos derechos, ya
que le falta el sostén del linaje y de la comunidad, en el que radi
caba entonces, en aquellos lejanos tiem pos, la más firme garantía
de cualquier derecho. Necesita los preceptos del derecho de hospi
talidad para contrarrestar en cierta m edida esta deficiencia. El hués
ped tiene que reem plazar al linaje, y por tal motivo la hospitalidad
adquirió en la época hom érica el rango de una institución sólida
m ente establecida y valiosam ente desarrollada; descansa en el prin
cipio de reciprocidad y se transm ite a los descendientes de ambas
partes. Son singularm ente personas señoriales y ricas quienes en to
dos los lugares que ellos mismos, y ya sus antepasados, visitaron de
paso, tiene sus huéspedes, que por regla general constituían asimis
mo un grupo de gente, como era de esperar, hacendada y princi
pal. D e esta m anera extienden la red de las ligaduras sociales — qüe
como luego podrem os com probar no es el último eslabón en que
se apoya la fuerza de su poder— sobre el conjunto del m undo grie
go, y en parte más allá: desde el comienzo la nobleza griega no
se circunscribe a su form a íntim a de comunidad, una ciudad o una
estirpe, sino que hasta cierto punto es «internacional». De allende
las fronteras busca muy frecuentem ente m ujer el aristócrata, y eso
significa que no sólo los vínculos de parentesco, sino tam bién los
títulos a que dan derecho la com pra de la novia y la dote, saltan
por encima de los confines propios.
Si no cabe hablar de una carencia total de derechos de los fo
ráneos, puede entonces ocurrir que una opinión igualmente exten
dida sobre el origen de la esclavitud tam poco sea correcta: en con
creto, la idea de que el esclavo no posee derechos precisam ente por
que no pertenece —como extranjero— a la comunidad legal del
país en el que es retenido. Y a hem os indicado antes — al ocuparnos
de la época micénica— , y tendrem os que insistir repetidam ente en
ello, que en m odo alguno el esclavo, lo mismo que el extranjero,
tiene falta de derechos. Pues esa teoría se desvanece desde el mo
m ento en que existe en el m undo hom érico una gran cantidad de
personas que están en perpetua peregrinación y en ninguna parte
tienen su verdadero hogar, es decir, que en todos sitios únicamente
poseen la condición de extranjeros; pero a nadie se le ocurre to
marlos por esclavos (ni a sus contem poráneos ni a los investigado
res actuales); la m ano de obra de estos forasteros am bulantes es re
tribuida siempre, y nunca se piensa en forzarlos sin más — aunque
fuera sólo pasajeram ente, en épocas de necesidad— a realizar tra
bajos gratuitos como esclavos. El extranjero ya no es ni será en lo
sucesivo un esclavo.
Pero, ¿en dónde fijar entonces el origen de la esclavitud? No
debe provocar asom bro que sea ahora, en la época hom érica, cuan
do planteem os esta cuestión, aunque desde luego por aquellos días
la pérdida de la libertad no fuera nada nuevo en Grecia; el hecho
está perfectam ente docum entado, como hemos visto, ya en el pe
ríodo micénico. La institución de la esclavitud no iba a descubrirse,
desde luego, en tiem pos homéricos; era antigua y estaba reciam en
te anclada en la organización jurídica y social recibida por tradi
ción. Mas puesto que ni en la época hom érica ni luego, durante la
historia griega posterior, los propios esclavos se perpetuaron en
núm ero suficiente (sobre ello volveremos ahora mismo), la esclavi
tud como institución únicam ente pudo seguir existiendo si constan
tem ente hom bres libres eran traspasados en grandes proporciones
a la condición de esclavos; y la cuestión sobre el origen de la
esclavitud no es en nuestro planteam iento otra cosa sino el proble
ma de por qué m edio se acostum braba a m antener tal situación.
Los poem as hom éricos perm iten, por ventura, divisarlo de forma
precisa —m ientras que, por lo pronto, las tablillas micénicas aún
no proporcionaron inform es seguros sobre este punto— : el más \
im portante venero de la esclavitud lo constituye ya en época hom é
rica, como en todos los períodos posteriores de la historia griega,
la cautividad por guerra.
Los esclavos son en su m ayor parte personas antiguam ente li
bres, que han caído en manos hostiles durante una guerra —en el
campo de batalla, en la tom a de una ciudad o incluso en el pillaje
de un territorio— . Lo cierto es que en principio la com pra volun
taria de prisioneros de guerra es perfectam ente posible y habitual:
el rescate puede ser reunido del peculio del prisionero, pero tam
bién allegado por sus familiares o amigos. Mas todo se desarrollaba
de m anera distinta cuando sucedía la conquista de ciudades en te
ras: entonces caían todos sim ultáneam ente, y con ellos sus bienes
completos, en m anos del vencedor; ahora el rescate, en el m ejor
de los casos, podía esperarse excepcionalmente de los parientes fo
ráneos o de los huéspedes. E n esta situación los vencedores no so
lían hacerse ninguna ilusión respecto a la posibilidad de convenir
una compra; los hom bres eran entonces, las más de las veces, pa
sados a espada, m ujeres y niños llevados a casa como botín, al igual
que el ganado y los bienes muebles (pues a los hom bres a la larga
no se les podía sujetar tan fácilmente, y además había que tem er su
venganza). N aturalm ente acontece tam bién que no se retiene el bo-
tin, sino que se regala — el don y el regalo como contraprestación
desem peñan en esta sociedad un im portante papel— o se vende;
los navegantes, nom bradam ente los fenicios, se com portan ya de
paso como comerciantes de esclavos. Y sucede asimismo que un
niño es raptado y vendido como esclavo, o que un hom bre libre es
avasallado durante un viaje, por ejem plo por m arineros desleales,
y luego vendido en cualquier lugar en tierra extraña; pero en tales
caso no se trata, para diferenciarlos del cautiverio de los prisione
ros de guerra, de operaciones norm ales, legítimas, por así decirlo,
sino de delitos como la rapiña y el robo (en época tardía entre los
griegos el άνόραποδιστής,«ε1 que esclaviza a hom bres libres», era
clasificado como un delincuente com ún, enteram ente equiparable a
un ratero, a los ladrones que com etían robos con fractura, a los sal
teadores de caminos, etc...).
Hay también esclavos de nacim iento, esto es, los hijos de una
esclava con un esclavo; pero habida cuenta, como ya se desprende
de lo hasta ahora dicho, de que proporcionalm ente hay pocos es
clavos del sexo masculino, tales uniones no eran precisam ente fre
cuentes y el reclutam iento de la masa de esclavos aprovechando su
multiplicación natural no poseía, es evidente, la m enor transcen
dencia económica. Y ocurría igualm ente que esclavos que cum plie
ron bien su com etido, a quienes se habría cobrado afecto, fueron
manumitidos —volveremos inm ediatam ente sobre este punto— ;
esto sería también motivo de que el núm ero de los esclavos «naci
dos en casa» se m antuviera en niveles relativam ente bajos. No es
extraordinario el caso de que una esclava engendrara hijos de su amo;
pero estos son tenidos como hijos del señor; eran libres y podían
incluso conseguir una parte de la herencia, sin llegar, no obstante,
a quedar com pletam ente equiparados a sus herm anos de legítima
cuna.
Hem os pues convenido que la esclavitud rem onta substancial
m ente a la cautividad por guerra. Según eso hay ante todo, como
ya dijimos, ^clav^S -m ujetes, a m enudo en régimen doméstico la
m ayor parte (18). Hacen las veces tem poralm ente de concubinas,
y desde luego al principio en el cam pam ento militar; después sir
ven en las más variadas labores, en las que por lo demás tam bién
participan m ujeres y m uchachas libres: por ejem plo, hilar y tejer;
ir a por agua, lavar, preparar la lum bre, limpiar, el trabajo singu
larm ente penoso en el molino m anual, servir la mesa. Cargos de
confianza, que incluyen una especial cercanía hum ana a los seño
res, fueron la ocupación de nodriza, esclava que atiende a los niños
confiados a su cuidado hasta mucho después del destete y a quien
éstos, cuando son adultos, miran todavía como a una m adre, la de
(18) Las cincuenta esclavas que se adjudican a Ulises y a Alcínoo, rey de los féa-
cios (O d. 7, 103; 22, 421), sin ningún género de dudas cumplen la misión de ilustrar
la fabulosa riqueza de am bos reyes, es decir, nadie tenía en realidad tal cantidad de
esclavas.
mayordom a (ταμίη), que tiene en su poder las llaves, administra
las provisiones, dirige todos los trabajos de la casa, y por últim o el
cometido de com pañera de juegos de la hija de la casa, de am a de
compañía y de séquito de la señora (ya que ésta se hace acompañar
regularm ente, cuando abandona la casa o entra en la cámara de los
hom bres, por dos esclavas).
Los esclavos varones prestan servicio sobre todo como pastores
y en otros ám5Ítos"de la economía ganadera, o como mano de obra
en la agricultura y horticultura, pero tam bién, junto a fámulos li
bres, en los m enesteres domésticos. Algunos esclavos son bastante
autónom os, como los pastores, lejos de la ciudad, que han de en
tregar un determ inado rendim iento de sus rebaños y, por lo dem ás,
pueden explotarlos en su propio provecho; así el porquerizo Eu-
m eo, esclavo él mismo y jefe de otros esclavos de su señor, se ha
com prado con ganancias propias un esclavo, por quien se hace asis
tir en la mesa. U n esclavo puede tam bién estar casado y tener hi
jos; mas esto, como ya apuntam os, no ocurre con dem asiada fre
cuencia y requiere evidentem ente la aprobación del dueño. El es
clavo probo tiene como estímulo que el señor acabe por recom pen
sarle con una casa, un pedazo de tierra y una m ujer; no es extraño
que ello pueda equipararse a una manumisión, como en el siguien
te caso; en Odisea 21, 212 ss., Ulises prom ete a sus dos leales es
clavos que quieren secundarle en la lucha contra los pretendientes:
«a ambos he de proporcionar m ujeres y os daré propiedad, y luego
seréis camaradas y herm anos de mi hijo Telémaco».
No siempre, por tanto, los esclavos soportan una pobre vida, y
otra vez la Odisea m uestra cuán cabalm ente cordial puede ser la re
lación con el señor. Euriclea, la vieja ama de gobierno, es objeto
de profundo aprecio en la mansión de Ulises. Ya el padre, Laertes,
la tuvo en mucha estima com o a su propia m ujer (sin que jam ás ocu
para su lecho); el hijo de Laertes, Ulises, y Telém aco, hijo del an
terior, crecieron bajo su vigilancia cuidadosa; y luego es la inten
dente de la casa y la más próxim a confidente tanto de Penélope
como de Telémaco; por lo dem ás, el poeta le atribuye el papel de
ser la prim era persona del palacio que reconoce a Ulises cuando
vuelve al hogar.
E n Odisea 16, 22 ss., se nos describe con detalle cómo Eum eo
acoge con júbilo, ante su sorpresa, a Telémaco, que ha regresado
de un dilatado y peligroso viaje: las vasijas en las que había m ez
clado vino se le caen de las manos; Eum eo sale a su encuentro, lo
besa en la cabeza, en ambos ojos y en ambas manos, y prorrum pe
en lágrimas de alegría. Podría decirse que es sólo la reacción de un
esclavo m ayor ante el hijo de la casa que aún no ha salido por com
pleto de la niñez; pero hay otra escena (Od. 21, 233 ss.) que sor
prende al mismo Ulises y transcurre de form a muy similar: Ulises
se da por fin a conocer a sus dos fieles esclavos, Eum eo y Filecio;
aquellos estallan en lágrim as, lo estrechan entre sus brazos, le be
san cabeza y hom bros; del mismo modo se com porta a su vez Uli-
ses. Sin duda aquí se han idealizado las relaciones entre el señor y
sus esclavos; pero el hecho de que pudieran idealizare tom ando ese
rum bo es suficientemente denotativo. Para el rapsoda y sus oyen
tes esta «condescendencia» del señor hacia sus esclavos no poseía,
visiblemente, nada de chocante, sino, por el contrario, el hechizo
de la belleza modélica: así es como debía ser (aun cuando lo cierto
fuera que no siempre lo era). Por alcance que tuviera la diferencia
legal y social entre el señor y sus esclavos, la distancia hum ana se
guía siendo muy corta o podía, en cualquier caso, ser salvada sin
m ayor obstáculo.
Se trata, es cierto, de los m ejores esclavos; y no por todos m ues
tra tanto interés el poeta. No pocas de las esclavas de Ulises traban
durante su larga ausencia relaciones con los pretendientes, y aún es
carnecen luego a su incógnito señor, de regreso al hogar bajo la apa
riencia de mendigo: son en castigo ahorcadas. Y ocasionalmente ex
presa el poeta (Od. 17, 320 ss.) la im presión general de que los es
clavos son en conjunto gente de muy poco valor, y no, por cierto,
desde la cuna, sino sólo a partir del m om ento en que cayeron en la
servidumbre: «en cuanto los señores no ejercen la fuerza indispen
sable, los esclavos ya no quieren cumplir con decoro sus labores.
Zeus tom a, en efecto, al hom bre, la m itad de su arete (de su ido
neidad, de su suficiencia, de su valor) cuando le sobreviene el día
de la sujeción». Así pues, se cree ya saber que en la no libertad
existe algún ingrediente que em puja hacia abajo a un hom bre (en'
sí mismo capaz), de form a que ya sólo conserva la m itad de todo
su valor. A nte esta idea no hace falta un gran salto para pasar a la
opinión posteriorm ente reinante, que ve en los esclavos a indivi
duos que, sin más, desm erecen.
Junto a los esclavos ganados en guerra o adquiridos en el co
mercio, y a los «nacidos en casa», más infrecuentes, a todos los cua
les nos hemos referido hasta ahora, todavía en el m undo griego de
época hom érica hubo en algunos lugares, sin duda, otra form a muy
distinta de no libertad, acerca de la cual el poeta quizá no dice nada
porque se trata de una institución de los pueblos conquistadores lle
gados los últimos al país, en época postmicénica, a saber, los do
rios o los tesalios, cuya m ención los poem as homéricos esquivan
con adm irable consecuencia (la epopeya tiene voluntad de dibujar
los trazos de una época vivida hace mucho tiem po, y en tales de
talles externos esto puede lograrse, hasta cierto punto, plenam en
te). Los pueblos procedentes de la G recia noroccidental que en úl
timo lugar se internaron en el territorio no llegaron , desde luego,
a desalojar a la población de las regiones conquistadas por ellos, o
bien lo hicieron sólo en parte; en cualquier caso perm itieron a m u
chísimos de ellos residir en el país como no libres (δούλοι) y se apro
vecharon de esta situación: aquellos tuvieron que seguir cultivando
el cam po, pero ahora en beneficio de sus señores, y además quedar
a sus órdenes para otros muchos servicios (por ejem plo, como es
cuderos). Al revés que los esclavos anteriorm ente descritos, conse
guidos como botín y por com pra, conservaban su familia y con ello
asimismo la posibilidad de procrear en proporciones norm ales. Este
peculiar tipo de esclavitud no había pues de ser com plem entado con
el botín de guerra o el comercio (aunque ello podría haber sucedi
do con cierta frecuencia), sino que más bien se suplía a sí mismo;
tampoco se trata, en este caso, de extraños, sino de un estrato au
tóctono, aunque rigurosam ente aislado por los conquistadores, es
cierto, a causa de su condición. Como la epopeya, según hemos se
ñalado, no se hace eco de esta form a de no libertad, podem os co
legir su existencia en tiempos homéricos únicam ente porque persis
te en época arcaica y clásica, concretam ente en E sparta (hilotas),
Creta (periecos) y Tesalia (penestas), y debió ser así, con gran se
guridad. Estam os sin em bargo, como dijimos, ante un fenómeno
que no es panhelénico, sino restringido a determ inados pueblos de
entre los inmigrados a últim a hora; de m anera análoga se procede
más tarde en distintas colonias ultram arinas (sobre lo cual ten d re
mos que hablar sucintam ente en el próximo capítulo).
L ib r e s : thetes,
s in t i e r r a d e m iu r g o s y
THERAPO NTES
Los T e rra te n ie n te s y l a O rg a n iz a c ió n
A g ra ria
(19) E n el fondo habría que contar con los dem iurgos pudientes. Mas por su nú
m ero apenas poseen un peso específico, y durante la guerra aún siguen siendo a pro
vechados, por regla general, para los m enesteres en los que están especializados
(pensem os en herreros, carpinteros, heraldos, adivinos y arúspices).
(20) U na detenida y convincente com probación de todo ello la ha aportado J.
Latacz [1811-
bre que recibieran), y los extranjeros no pertenecían desde
luego a éstas. Las circunstancias determ inaban pues que los
derechos políticos estuvieran en substancia reducidos a los
propietarios..
(21) U na excepción la com ponen los casos de trashum ancia, es decir, los d e re
chos a repastar en terrenos de o tra naturaleza geográfica, m ás o m enos lejanos y fue
ra de su propio distrito, que se reconocen a ciertos poblados mucho más distantes;
sobre ello St. G eorgoudi, Quelques problèm es de la trashumance dans la Grèce an
cienne, R E G 87 (1974), pp. 155 ss.; D . Foraboschi [262].
acomodados disfrutan de sus propios rebaños y rabadanes, como
por ejem plo Ulises, que hace apacentar sus veceras, vacadas y h a
tos de cabras por sus esclavos.
Pero sucede que un trozo de dehesa se rotura. U na labor muy
costosa: hay que desm ontar árboles y m atas, reunir las numerosas
piedras para form ar m uretes, acotar con ayuda de estas pequeñas
paredes o de otros cercados el labrantío y huerta recién creados con
tra el prado adyacente, y luego, claro está, arar o plantar e incluso,
dentro de lo posible, regar. Quien em prende por su cuenta esta ta
rea tiene derecho a quedarse con la tierra noval; no es claro si la
conservaba en plena propiedad, mas en cualquier caso este suelo es
explotado a partir de entonces individualm ente, y el derecho a h a
cerlo se transm ite a los descendientes. Puesto que la mayoría de es
tos arrom pidos se ubican allí afuera en las eschatia, a ello va ligado
por regla general la instalación de una casa de labor, dado que una
explotación desde la lejana polis sería dem asiado costosa. Esta ins
titución se halla bien docum entada tanto en H om ero (en la Odi
sea) como en fuentes más tardías, y posee además abundantes pa
ralelos en la organización agraria de otros pueblos y épocas.
Hasta aquí a propósito de las dehesas; mas, ¿en qué situación
se encuentra la antigua tierra de labor en el centro del distrito? En
época clásica este suelo figura, si hacem os salvedad de las posesio
nes de los santuarios y de las corporaciones de derecho público,
etc..., como propiedad privada de particulares, y en concreto de tal
form a que en el supuesto (bastante frecuente) de la reciente fun
dación de una ciudad todos los pobladores recibían «lotes» iguales
(de tierra) (κλήροι,), pero que generalm ente podían después trans
mitir o enajenar: de esta m anera muy pronto se consagraban gran
des diferencias en la posesión; inclus? los distintos cleroi eran divi
didos a discreción y otra vez juntados trozo a trozo; en las viejas
ciudades descubrimos desde los comienzos de su historia ese estado
de partición enteram ente irregular del suelo, como acabaría por
ocurrir muy tem prano en todos sitios en virtud del principio de li
bre disposición sobre el suelo. Tam bién en la explotación de sus
campos —y continuam os refiriéndonos capitalm ente a la época clá
sica— los distintos propietarios gozaron de absoluta libertad, y no
hubo nada, por lo que sabemos, com parable a la sujeción al cultivo
de ciertas parcelas de la antigua organización agraria centroeu-
ropea.
También en H om ero, al que ahora regresam os, se pueden des
cubrir sin m ayor esfuerzo grandes diferencias en la posesión. R i
queza es, ante todo, riqueza en tierras; no cabe por tanto hablar de
cupos sem ejantes para todos los particulares en cuanto a tierra de
cultivo. En aquel tiem po el suelo es tam bién transm itido librem en
te, del mismo modo que podía ser enajenado (22): esto es asimis-
La nobleza
(25) A este propósito debem os prescindir de los therapontes. Es cierto que al
gunos de ellos pueden ofrecer la im agen de una posición distinguida y acreditada;
pero siguen siendo personas sin iniciativa, atadas a un señor cuyo séquito integran
precisam ente porque carecen del apoyo económ ico necesario para llevar una exis
tencia independiente.
del duro guerrero bajo cuya acreditada guía se aventuran en expe
diciones de pillaje otros individuos, que igualm ente aspiran a ele
varse o que sim plemente han de ganarse la vida por cualquier m e
dio. Pero desde una perspectiva global ello constituye, como ya se
ñalamos, una simple excepción; el estrato de los ricos y poderosos
resulta ser esencialm ente una nobleza hereditaria, cuyos miembros
rem ontan con orgullo su árbol genealógico hasta los dioses.
Con m ayor frecuencia que el ascenso a las filas de esta nobleza
se abre el camino contrario, a saber, que un hom bre rico em pobre
ciera; a este peligro se hallaban especialm ente expuestos los niños
que quedaron huérfanos a edad tem prana; y no cabe duda de que
los nobles depauperados perdían, además del patrim onio, su privi
legiada posición, y volvían a form an parte del pueblo llano. T am
bién bastantes nobles eran em pujados a tierra extraña por rivalida
des, tal vez a causa de un homicidio y de la consiguiente proscrip
ción; si la suerte les acom pañaba podían encontrar a alguien que
los acogiera, por ejem plo entre sus therapontes, o que incluso los
autorizara a ingresar por m atrim onio en su familia y los dotara con
bienes; en otro caso tenían que recorrer una inconstante vida de p e
regrinaje, y hasta podían quedar en su vejez rebajados a la misma
condición que cientos de mendigos. E n época posterior percibimos
continuam ente las lam entaciones de los nobles empobrecidos diri
gidas contra los villanos que se han enriquecido, y que sin embargo
siguen siendo gente común. El hecho de que en los abultados p o e
mas homéricos no figuren quejas ni alusiones de este tipo viene a
probar no sólo que el reparto de fortunas era en aquellos rem otos
tiempos más estable, sino tam bién ante todo que la discrepancia en
tre sangre y posición patrim onial se experim entaba con m enor to r
m ento, puesto que de inm ediato se corregía: definidam ente el hu
milde origen de los enriquecidos se olvidaba con tanta rapidez como
la distinguida alcurnia de los depauperados, o, dicho de otra for
m a, se contem plaba como perfectam ente lógico que fueran las
circunstancias de la hacienda, no el abolengo, las que fijasen la
posición social.
Es fácil descubrir por qué la fortuna poseía tanta entidad. Sólo
la riqueza posibilitaba la cría de caballos y, con ello, los modos de
la lucha caballeresca; era la única que garantizaba la oportunidad
de aplicarse con auténtica satisfacción a la agricultura propia, así
como, cuando interesaba, a la conveniente holganza p ara poder en
tregarse a las ocupaciones públicas, al cultivo de las relaciones so
ciales y del género de vida cortesana más refinado. N aturalm ente,
la riqueza tam bién otorgaba dé form a inm ediata una alta prestan
cia: quien es rico pasa por ser feliz, por .favorito de los dioses, por
el hom bre que hasta ahora ha obrado cabalm ente y en adelante ac
tuará de m anera atinada (26). A ello se añade que la riqueza pone
(26) Sobre la conexión entre riqueza y lustre, y, singularm ente, sobre el caso fre
cuente de que a la posesión de ciertas cosas acom pañe no tanto un aprecio econó
mico como una estim ación de prestigio, vid. P. W alcot [253], pp. 6 y ss.
al alcance los medios para auxiliar a otros, o incluso para im poner
respeto a los dem ás, sin olvidar su utilidad para conquistarse a con
vecinos y extraños m ediante generosos agasajos, regalos y actos de
valimiento. E n suma, riqueza es poder (y quizá aún más ahora, en
las circunstancias de aquellos primitivos tiempos, que en época
posterior).
El ESTADO:
o r d e n a m ie n t o l e g a l y e l el poder
D E LA N O B L E Z A
(27) F. Gschnitzer, Der Rat in der Volksversammlung. Ein Beitrag des homeri
schen Epos zur griechischen Verfassungsgeschichte, en Festschrift für Robert M uth
(1983), pp. 151 y ss.
rece la siguiente restricción: una votación en toda regla es un pro
cedimiento por completo ajeno a aquella época primitiva. H abía
sólo aplausos o se m ostraba disgusto m urm urando, pero tam bién
se producía a veces un silencio de hielo; si con todo ello no resul
taba suficientemente clara la voluntad de la mayoría, solía im po
nerse de forma más o m enos tum ultuaria la del partido más enér
gico, en caso de que no se prefiriera renunciar definitivam ente a
una decisión. A dem ás la Asam blea del pueblo se reunía sólo en con
tadas ocasiones; muy pocas cosas, es la verdad, se estim aban como
asuntos oficiales de tan descollante alcance que m erecieran ser p re
sentados ante la colectividad.
De todos los demás negocios cuidaba el Consejo de los «ancia
nos», de los γέροντες, en el que desde un principio sólo tenían
asiento los nobles y poderosos (en ciertos lugares eran efectivam en
te nada más los ancianos quienes lo integraban, como sucedía en
E sparta todavía en época clásica; mas por lo general la situación ya
no era en absoluto así, de m odo que en H om ero encontram os tam
bién a personas jóvenes entre los gerontes, pero siempre se trata de
hom bres ricos y distinguidos). Ya conocemos a este Consejo de pro
hom bres como núcleo de la Asam blea popular, a ese decisivo y res
tringido círculo que se instala dentro de cada Asam blea; con m u
cha mayor frecuencia celebra sus sesiones en solitario, y tiene por
norm a hacerlo, naturalm ente, bajo la presidencia del rey, y bastan
te a m enudo en casa del m onarca. E n tales casos la reunión del C on
sejo suele estar acom pañada de un buen yantar; pero no es el rey
quien corre con los gastos, antes bien se deja com pensar por la co
munidad. Eventualm ente incluso encontram os (como en parte aún
alcanzamos a ver en época clásica) un Consejo más reducido ae los
«príncipes», βασιλήες; así, por ejem plo, Alcínoo, rey de los fea-
cios, está asistido por doce βασιλήες, a los que él mismo preside
como décim otercer m iem bro. Es evidente que en estos dos Conse
jos, el más restringido y el más amplio, radica el centro de grave
dad de la soberanía de la nobleza. Cómo los grandes personajes se
enfrentan al rey es un fenóm eno palpable en todos los pasajes de
la epopeya: no hace falta más que atender al sujeto principal de
cualquiera de ambos grandes poem as épicos, la disputa entre Aqui-
les y Agam enón y el enfrentam iento de Ulises con los nobles p re
tendientes y sus allegados.
¿Qué queda, después de todo esto, para ese «rey» que figura en
la cúspide de la com unidad? Ya la designación de este cabeza de la
ciudad o del linaje es mucho más m odesta de lo que podría dar a
entender un térm ino, tan familiar para nosotros, como el de «rey».
D esde luego los poetas todavía utilizan con reiteración el antiguo
vocablo para «rey» heredado de época micénica, αναξ; mas la de
nominación corriente y, como prueban las fuentes posteriores, téc
nica, es βασιλεύς, algo así como «jefe», un título que, ya lo hemos
visto, debe com partir el jefe de la com unidad con los m iem bros del
Consejo restringido (28). Las verdaderas decisiones — y esto tam
bién lo hemos exam inado— no dependen de él, sino del Consejo
(o de los Consejos) y de la A sam blea popular. D e todos modos él
es el caudillo en la guerra (cuando alcanza la vejez su hijo ocupa
el puesto para desem peñar esta función); realiza las ofrendas a
las dioses en nom bre de la com unidad y goza de los honores y b e
neficios inherentes a tales actividades; con bastante frecuencia de
sem peña asimismo la labor de juez, y tiene sin duda que llevar a
término de form a muy amplia los asuntos de la com unidad en el
marco de los acuerdos decididos por Consejo y agora. Adem ás
la parcela oficial, que debe resarcirle por su trabajo, le es otorgada
por la comunidad: de este temenos ya hemos hablado varias veces.
En el fondo el rey es, como se aprecia, un m ero gerente de la co
munidad. C iertam ente su puesto es, por regla general, hereditario;
sin embargo podía pasar que un sucesor débil fuera apartado en b e
neficio de otro personaje, por el instante más firme, que obtenía el
reconocimiento como rey. En todo lo cual reside la causa de que
el rey no se alce, desde el punto de vista social, muy por encima
del resto de los poderosos, y constituya pues una figura similar a
un prim us inter pares; lo que recientem ente hemos afirmado de la
conducta cotidiana, tanto caballeresca como rústica, de los estratos
superiores de la sociedad hom érica, tiene perfecta aplicación a la
figura real. Es tam bién sintomático a tal respecto que los lazos de
hospitalidad liguen no sólo a reyes con reyes, sino incluso a reyes
con otros particulares; Agam enón, por ejem plo, para en ítaca no
en casa de Ulises, sino bajo el techo de un huésped privado (Od.
24, 104; 114 ss.).
H asta aquí los rasgos esenciales de una organización que, como
antes ya señalábam os, aseguraba a la nobleza en su totalidad (por
consiguiente a aquel estrato superior caballeresco-hacendado) la in
fluencia decisiva, y reservaba a los miembros de este grupo la acti
vidad pública. Mas no sólo aquí reposa su posición dom inante; ésta
depende al menos en igual m edida del hecho de que detrás de cada
personaje están otros individuos en m ayor o m enor núm ero, los cua
les se han obligado a él personalm ente —un sistema de relaciones
de proximidad y lealtad, bien presente en cualquier sociedad go
bernada por la nobleza— . Para la época homérica existen otras m u
chas cuestiones en este terreno que quedan, por supuesto, en la os
curidad; pero basta llam ar la atención sobre unos pocos indicios só
lidos para conciliar una idea acerca del significado de esta red de
lazos personales (29):
1. Hay múltiples lazos de parentesco, bien puestos de relieve
por los poetas, a los que nom bradam ente corresponde gran
(31) Este es el auténtico objeto del libro, por otro conceptos muy iluslriitivo, de
J. Latacz [181].
Finalm ente, en Iliada 3, 203 ss., el ilustre troyano A ntenor re
fiere el com portam iento de Ulises y M enelao como enviados en
Ilion; con tal motivo com para ante todo su forma de discursar. M e
nelao no habla mucho, pero lo hace con voz clara y sin interrup
ciones: no es hom bre de muchas palabras, pero sí alguien que no
carece de la expresión precisa. Ulises causa en los oyentes una ex
traña impresión: está allí inmóvil, los ojos en el suelo; «el cetro
[que debe m antener siem pre en la m ano aquél a quien se le conce
de la palabra en la A sam blea pública] no lo esgrimía ni hacia ade
lante ni hacia atrás, sino que lo sujetaba absolutam ente fijo, como
un hom bre que nada entiende de discursos. Mas cuando con voz in
m ensa comenzó a hablar, y sus palabras caían como copos de nieve
en invierno, ya ningún otro m ortal habría podido com petir con Uli
ses». No hay duda de que las escenas oratorias causaban al poeta
y a sus oyentes un acusado goce.
Hem os visto en este últim o ejem plo que los héroes homéricos
estaban más cerca de los griegos posteriores de lo que en principio
cabría imaginarse. D e modo muy general nos ha quedado perfec
tam ente claro a lo largo de este capítulo que en los dos grandes p o e
mas épicos pulsamos la situación de la que arranca todo el proceso
ulterior del m undo griego.
Ill
LA ÉPOCA ARCAICA
I n t r o d u c c ió n
La o r g a n iz a c ió n s o c ia l
Libres
Ciudadanos Extranjeros
Propietarios No propietarios
Foráneos M etecos
A rtesanos Thetes
y
comerciantes
No libres
Los N O LIBRES
Las armas son el recurso al que este cretense debe toda su exis
tencia; con su ayuda contiene, como los contienen todos los ciudada
nos, a los colonos no libres; con su ayuda se basta, por tanto, para cos
tear su subsistencia, pero éstas tam bién le sirven para que pueda
sentirse cual gran señor, que dispone de sus súbditos como cual
quiera de los grandes reyes de O riente. Aristóteles afirma en cierta
ocasión, a propósito de una cuestión distinta (Pol. II, 1264 a, 21
s.), que los cretenses consentíanlo todo a sus esclavos, menos dos
cosas, de las que les habían privado: la asistencia al gimnasio, es de
cir, practicar los ejercicios deportivos, y la posesión de armas. Los
no libres tenían exactam ente que conform arse, para citar otra vez
el escolio de Hibrias, con ser gente que no poseía «audacia para em
puñar el asta y el acero, y el prim oroso escudo, el am paro del cuer
po»: si las armas cim entaban la posición absoluta de los ciudadanos
libres, no quedaba otro rem edio que apartar de ellas a los no li
bres, y por la misma regla evitar la instrucción física, que los capa
citaría para m anejar armas (y vendría de paso a señalar la existen
cia de una equiparación social). El que los cretenses tolerasen a sus
esclavos todo, excepto esos dos asuntos, constituye sin duda testi
monio de una época en que la emancipación de esta categoría de
no libres había ganado ya, incluso en C reta, mucho terreno.
Hacia el extrem o opuesto de la escala social, en el curso de la
edad arcaica la nobleza había desbordado ya, por lo pronto, la po
sición que habían ocupado los poderosos de la época hom érica. En
el fondo se trata sólo de una cara del engrandecim iento y elevación
general de la situación que alcanzó el m undo griego a consecuencia
del impetuoso auge de estos siglos. Por su parte, el alza de la aris
tocracia se nos aparece com o un fenóm eno que m uestra en prim er
plano la tendencia a separarse siem pre rigurosam ente del pueblo lla
no: de un lado recortando de una form a más ostensible el régimen
de vida de los nobles del de los campesinos; de otro, estorbando el
acceso a la nobleza a las gentes del pueblo que pretendían hacerlo.
El ideal de la vida aristocrática es ahora incom pleto. Para los
personajes hom éricos no resultaba extraño, cabe recordar, el tra
bajo diario en casa y en la hacienda, en los campos y dehesas; pero
ahora se tiene al trabajo cada vez más por algo que degrada y en
vilece. T area de los proceres será ya casi exclusivamente la partici
pación én la guía de la causa pública, de la guerra, de los litigios y
de la adm inistración de justicia, así como la caza y el deporte, la
música y la poesía; un lugar no inferior ocupa el cultivo de la so
ciabilidad, por ejem plo en banquetes privados (symposia), en las
graves reuniones de hom bres —hasta llegar a las comidas colecti
vas obligatorias de E sparta y Creta— , pero tam bién, sobre todo,
en conexión con el culto (desde las fiestas de la familia y del linaje,
pasando por las grandes fiestas de inmolación organizadas por la
ciudad, en las cuales se herm ana el conjunto de los ciudadanos para
comer y beber, para cantar, bailar y jugar, hasta las grandes fiestas
religiosas regionales y panhelénicas, que regularm ente se celebra
ban con inclusión de concursos deportivos y músicos sobrem anera
im portantes). U na victoria en cualquiera de los grandes juegos pan-
helénicos significa el m ayor honor que puede caber en suerte a una
persona; generosidad y espléndida ostentación en tales ocasiones,
aunque tam bién, por ejem plo, cuando hay que agasajar a huéspe
des foráneos, es un deber absolutam ente natural de todo aristócra
ta. U n destacado papel en esta distinguida sociedad de varones lo
desempeña asimismo la pederastía — de la que todavía no hay ejem
plos en época de H om ero, mas docum entada ya con creces en las
fuentes de la edad arcaica— , con la que una vez más se halla inse
parablem ente ligado, en concreto dentro de los principales círcu
los, el aprecio y cultivo de la belleza masculina. De todo ello ya se
deja ver que la riqueza es condición indispensable, ahora como an
tes, para disfrutar de una vida señorial. Todos deben, por consi
guiente, prestar atención a la conservación y multiplicación de sus
tenencias; en este sentido la m entalidad de la aristocracia sigue sien
do prosaica y realista. Como anticipación de una situación más ta r
día señalemos que, cuando paulatinam ente elevaron su posición, las
capas inferiores hicieron suyo a la prim era oportunidad este m ode
lo de vida de la nobleza; sucedió así que en la época clásica se ha
bía extendido como el ideal de vida de los ciudadanos griegos en
general, los cuales desdeñan el trabajo llamado bánausos (al pie de
la letra: de artesano) y dem andan del ciudadano ejem plar que dis
ponga siempre de tiem po para los asuntos públicos y los deberes
sociales.
Pero ya en edad muy tem prana hubo un simple campesino, y
poeta al propio tiem po, el beocio H esíodo, que alzó su voz contra
estos criterios. En su poem a didáctico «Trabajos y días» no cesa de
insistir en que el hom bre —por desgracia— tiene que trabajar. Esa
fue la voluntad de los dioses, los cuales antepusieron el sudor a la
areté, a la reputación valiosa de la persona (Erg. 289); en ello y, a
la vez, en lo que de ahí resulta, radica el que nobleza y riqueza h e
redadas no sean ya suficiente, que sólo quien se acredita personal
m ente pueda ganar luchando o aspirar a una posición de prestigio.
El trabajo enriquece al hom bre (308; 312 ss.). Hesíodo reconoce
abiertam ente que hay tam bién otros medios de lucrarse (guerra y
rapiña, em baucar al prójim o); mas no concede a tales procedim ien
tos validez de medios legítimos, aceptos a los dioses (320 ss.). N ada
más aquél que trabaja se hace querer por los dioses (309). «Dioses
y hom bres guardan rencor contra quien vive sin trabajo, sem ejante
en su conducta al zángano que — de suyo inactivo— malgasta lo
que las abejas han producido con trem endo esfuerzo» (303 ss.). «El
trabajo no es ninguna vergüenza, pero la ociosidad es una infamia»
(311). Esta polémica m uestra bien a las claras que el ideal de la
sociedad de notables se enfrentaba al que defiende H esíodo, y que
en tales círculos se conceptuaba al trabajo precisam ente como una
deshonra, y no sólo en estos ambientes: pues Hesíodo destina aque
llas am onestaciones ante todo a sus iguales, y en prim er lugar a su
herm ano Perses, que una y otra vez resulta apostrofado en este poe
ma (y tam bién, concretam ente, en los pasajes que nos ocupan). La
recepción por parte del pueblo llano de ese ideal de vida aristocrá
tico del que hablamos hace poco, anticipándonos a las considera
ciones sobre la época clásica, acaba de empezar.
Sin em bargo, el distanciam iento de la aristocracia ante el traba
jo com portaba no sólo una grave modificación del ideal y del régi
men de vida, sino que tuvo adem ás efectos transcendentes en todo
el sistema social. Si los nobles no querían tra b a ja r— ya ni siquiera
en la form a en que solían trabajar los grandes propietarios: a la ca
beza de los miem bros de su familia y de la servidumbre— , en tal
caso hacían falta otras personas que trabajaran por ellos, muchas
más que en época anterior, y desde luego su volum en no dejaba de
crecer a medida que el estilo de vida aristocrático ganaba adeptos.
En la práctica apreciamos ahora cómo en todas partes la nobleza
se esfuerza por conseguir, si es viable, que amplias capas de la po
blación trabajen en lugar de ellos.
E n ciertas zonas del m undo griego disponen de colonos no li
bres, a los que ya nos hemos referido. D e sus entregas viven, por
ejem plo, los tesalios, los espartanos y los cretenses; basta con re
cordar lo que antes señalábam os, y en particular el escolio de H i
brias: es la expresión más cruda del ideal de un estado militar, que
consiente a una clase productora som etida a hum illante dependen
cia el efectuar por ellos todo el trabajo. A dem ás, el conjunto de
los ciudadanos, o al m enos todos los plenam ente ciudadanos, viven
en tales países del trabajo de los no libres, pues form an colectiva
m ente, hasta cierto punto, una aristocracia guerrera. Hay no obs
tante dentro de este estam ento —incluso cuando la «igualdad»,
como sucede en el caso de E sparta, constituye un rasgo expresa
m ente destacado— , un estrato peculiar de ricos que, en estas situa
ciones concretas de corte netam ente agrario, form an tam bién p a r
te, como no podía dejar de suceder, de la aristocracia (en el senti
do de ascendencia distinguida).
Pero los colonos no libres, ya se ha indicado, estaban reducidos
dentro de ciertos límites del m undo griego. E n aquellas partes en
donde originariam ente no existió un amplio estrato dependiente de
tal tipo, como p o r ejem plo en el ám bito del grupo jonio, y preci
sam ente en A tenas, hubo que esforzarse prim ero en crear esta capa
social. Bastaba con juzgar que una de las soluciones consistía en h a
cer trabajar en provecho propio a grandes cuadrillas de esclavos ad
quiridos por com pra, ya en la agricultura, ya en los talleres. A quí
y allá, como en ciudades de las características de C orinto o Quíos,
en donde el desarrollo había alcanzado excepcional altura, la capa
superior fue efectivam ente aprendiendo, paso a paso, a vivir cada
vez en mayor escala del trabajo de los esclavos que com praban; este
aspecto ya lo hemos tocado anteriorm ente. Pero al fin y a la postre
el proceso todavía no se había desarrollado excesivamente en é p o
ca arcaica; varias dificultades se oponían al mismo.
Quien realm ente quería form ar parte del estrato superior, de la
aristocracia, tenía que haber invertido su patrim onio, conform e a
una vieja tradición, en bienes raíces singularm ente; así pues, en el
fondo debía tam bién vivir de la agricultura. E sta es la razón de que
los esclavos por com pra, que desem peñaban oficios artesanales, no
sirvieran de gran ayuda; y como la agricultura constituía en este p e
ríodo, de principio al fin, un gobierno del campesino, en las tareas
rurales los propietarios podían em plear esclavos por compra única
m ente como auxiliares de los campesinos, cuya función sería equi
valente a la asignada entre nosotros hasta hace poco, en E uropa
Central, a los «criados». U na explotación en régimen de plantación,
del tipo de las que nos son descritas en la Italia rom ana desde el
siglo II a. C. — cuadrillas enteras de esclavos vigiladas por inten
dentes asimismo no libres, m ientras que el dueño se digna visitar
sus distintas fincas de tarde en tarde— , es algo que existió entre los
griegos sólo en época tardía, y más bien como una excepción, es
pecialmente en determ inadas regiones del m undo helenístico; la fo r
ma habitual de las explotaciones agrícolas continuó siendo ahora la
hacienda campesina, en la que el propietario o hacendado podía
ciertam ente adm itir la ayuda de un núm ero de esclavos más o m e
nos im portante, pero además tenía él mismo que ocuparse constan
tem ente no sólo de su vigilancia, sino en definitiva también de su
dirección y de asegurar su funcionam iento. ¿A quién, pues, cabía
estim ar entonces como campesino o hacendado? Al propietario,
desde luego, fuera éste un simple campesino o bien un gran señor;
pero tam bién a un colono no libre del tipo de los hilotas, o sujeto
a parecidas circunstancias, los cuales — otram ente que un esclavo
por compra— estaban sólidam ente ligados a una granja e iniciados
en todos los trabajos agrícolas desde su niñez; e igualmente a un
rentero que, aun siendo una persona libre, explotaba la tierra de
otro contra la prestación de un gravam en —lo cual nunca fue en
G recia un fenóm eno dem asiado frecuente; sólo el Estado y sus ó r
ganos corporativos, así como los santuarios, solían arrendar sus
tierras regularm ente, y tam poco era raro que por este procedim ien
to se resguardara la heredad de un m enor— ; por último, a un cam
pesino semilibre, un vasallo que, sem ejantem ente a un no libre y a
un rentero, aunque por otras razones legales, pagaba censo al due
ño de la tierra —en tanto en cuanto el sistema legal conoció y p er
mitió una situación tal de semilibertad— . Sea como fuere, un gran
propietario no podía explotar sólo por sí mismo, con ayuda de es
clavos com prados, sus —por regla general muy dispersos— bienes
raíces; incluso en el m ejor de los casos le habría supuesto un cos
toso esfuerzo, y precisam ente esto era, a diferencia de los héroes
homéricos, lo que trataba de esquivar a cualquier precio. A ntes bien
tenía que procurar valerse del concurso de campesinos en las con
diciones ya esbozadas, o bien de agricultores en régimen de explo
tación autónom a.
Así pues, podría imaginarse que tal vez no hubiera sido dem a
siado difícil convertir en relativam ente poco tiempo a esclavos com
prados en colonos no libres; m ediante el procedim iento de confiar
les simples parcelas y casas de labor, para que las explotasen con
independencia, hubiera quedado resuelto el problem a. Sin em bar
go, en los prim eros años tal fórm ula habría constituido un negocio
arriesgado e im productivo — estos no libres hubieran tenido prim e
ro que arraigar y familiarizarse con la situación, y sin duda más de
uno hubiera optado sim plemente por escapar— ¡ pero además este
m étodo habría suscitado la grave cuestión de hacia dónde cabría en
cauzar a la población agrícola libre ligada hasta entonces a tales
campos. Tampoco resulta correcto olvidar que los mismos notables
que engrosaban su hacienda a costa de los campesinos libres, y que
se proponían vivir del trabajo ajeno, no podían en modo alguno
prescindir de estos pequeños agricultores: la fuerza de la aristocra
cia residía ante todo en las muchas gentes que de la misma depen
dían, las cuales estaban ligadas a ella de una u otra forma; no obs
tante, en esta valoración hay que conceder mayor peso a las perso
nas libres, a los ciudadanos, que a los esclavos.
B ajo tales circunstancias todo apuntaba en un sentido. La aris
tocracia debía intentar, efectivam ente, adquirir de continuo nuevas
tierras; pero tam bién debía procurar m antener el dominio alcanza
do sobre aquellas parcelas: tenían necesidad de ellas por una parte
en su calidad de agricultores, que se obligaban a trabajar y a dirigir
la explotación en beneficio propio, por otra en calidad de clientes
que fortalecían su posición social y política; en otras palabras, te
nían que dedicarse a convertir a agricultores libres en campesinos
semilibres sin tierra. Q ueda fuera de duda que todos los esfuerzos
tom aron, de hecho, este rum bo. N uestras fuentes son, por desgra
cia, muy escasas —las m ejores fuentes jurídicas provienen fatalm en
te de C reta, es decir, de un país con un campesinado no libre n a
tivo que apenas puede ser tom ado en consideración a efectos del
proceso que analizamos— ; pero al m enos de A tenas conocemos que
antes de la intervención de Solón, en el tránsito, por consiguiente,
del siglo v il al V I, se había avanzado un largo trecho en este cam i
no. Como medio efectivo para hacer de los colonos libres unos va
sallos se utilizó singularm ente la vía del derecho de deudas; más
adelante vamos a ocuparnos de ello con cierto detalle, y por el m o
m ento basta con advertir que la partición reiterada del suelo exigi
da por el desarrollo demográfico sumió un tanto inexorablem ente
a los campesinos libres en el infortunio y el endeudam iento.
D e esta m anera, la nobleza de la época arcaica abandonó, al
contrario que la hom érica, la vía del trabajo; vive sistem áticam ente
del trabajo ajeno. Tam bién puede decirse, si atendem os a otro ras
go no menos esencial, que la nobleza arcaica alcanza un grado de
aristocracia superior al que com partieron los héroes homéricos.
A hora por vez prim era los notables se aíslan positivamente del p u e
blo en su papel de aristocracia en el pleno sentido del térm ino, en
su calidad de estam ento rígidam ente acotado. Ciertam ente la rique
za continúa siendo la condición imprescindible del estado nobilia
rio, tanto más cuanto que la clase de los therapontes, los servidores
de rango caballeresco, desaparece de escena en esta época; m as,
junto a la riqueza, ahora ya no sucede como antes que el origen dis
tinguido sim plemente se presum e, sino que es exigido con firmeza.
Quien no sea capaz de probarlo, bien puede disfrutar de gran ri
queza —y hubo una variada serie de oportunidades para enrique
cerse en la agricultura, en la guerra y el pillaje, luego tam bién, más
y más, en el comercio y la industria— , que la nobleza ya no estará
tan fácilmente dispuesta a reconocerlo como su igual. Con todo,
quedan abiertas dos vías para el ascenso a la clase dirigente. Por
una parte los m atrim onios mixtos, sin duda vistos con desagrado,
pero que no dejan de ser perfectam ente posibles desde la norm ati
va jurídica y, en consecuencia, ya no resultan insólitos; el nuevo
rico, o al m enos sus descendientes, obtienen finalm ente por este
procedim iento entrada en la aristocracia. Por otra parte el desarro
llo político, que continuam ente impuso nuevos compromisos al es
tado dom inante, más y más acosado, condujo de lleno antes o des
pués en la m ayoría de las ciudades a que la investidura de los más
elevados cargos públicos ya no se vinculara al origen ilustre, sino
exclusivamente, como por ejem plo en A tenas desde Solón, al p a
trim onio — luego volveremos sobre este punto— ; quien efectiva
m ente asciende de esta m anera a las capas que dirigen la política,
obtiene también con m ayor facilidad el pleno reconocimiento social.
Sin perjuicio de tales posibilidades de ascenso, es bastante evi
dente que la nobleza se aisla ahora sistem áticam ente o, al menos,
que desearía aislarse. Lo podem os percibir en la poesía por un lado,
y por otro en el derecho público.
Considerem os, en prim er lugar, el testimonio de la poesía. R ei
teradam ente se m enciona un hem istiquio, cuyo contexto original
nos ha escapado, pero que muy tem prano se convirtió en prover
bial: χρήματα χρήματ’ άνήρ, literalm ente «caudal, caudal es el
hom bre», y por el sentido «sólo la hacienda hace al hombre» (39).
Es obvio que no se trata sim plem ente de una com probación, sino
que esta sentencia encierra más bien una amarga crítica, una cen
sura a esas circunstancias que ya no responden a los ideales recibi
dos de los felices tiempos pasados. La im portancia de un individuo
en el interior de su círculo se debería en verdad determ inar sólo en
la medida de su valer, de su areté, lo que a su vez viene ante todo
establecido, desde luego, por la herencia de sus padres, por la no
bleza heredada, a lo que luego aún se suma — recordemos aquella
declaración de Hesíodo (Erg. 289)— la propia capacidad. Así ten
dría que ser de iure, mas por desgracia ya nunca sucede de esta for
ma; ahora se tasa el prestigio social únicam ente en virtud de la ri
queza. Quien así lo form ula se resiste, en el fondo, a aceptar la si
tuación que describe; y por ello se puede aducir esta sentencia como
una prueba de la definición de la aristocracia por el linaje — en opo
sición al régimen positivo de vida que se tasa, ordinariam ente, por
el dinero— . No hay que entender nada distinto cuando leemos varios
verSos y estrofas conservadas a nom bre de Teognis de M egara que
deploran agriam ente la desgarrada situación — en torno al siglo VI—
y contraponen a ésta el ideal de aquel poeta, a saber, una aristo
cracia apegada a la limpieza de su sangre y a los valores tradicio
nales de su estado. Citemos algunos ejemplos: «hacienda concede
la suerte incluso a un individuo de la peor especie, oh Cirno; mas
la porción de virtud sólo se adjudica a pocos hombres» (149 s.);
«Cirno, esta ciudad es todavía una ciudad, pero las gentes son aho
ra muy otras: quienes no conocían antes ni derecho ni leyes, sino
que enfundados en pieles de cabras las iban desgastando, y pasta
ban, como los ciervos, fuera de la ciudad, éstos son ahora las p er
sonas distinguidas, oh hijo de Polipao; y los hidalgos de antes son
ahora los abyectos. ¿Q uién podría sobrellevar el sufrimiento de ta
les escenas?» (53 ss.). D e la misma m anera: «Cirno, los que antes
eran hidalgos son ahora plebeyos, y los antes plebeyos son ahora
(40) E sta estirpe, es cierto, se desm em bró en tres ram as separadas entre sí in
cluso espacialm ente: los locrios occidentales, los locrios epicnem idios y los locrios
el que sea una cifra redonda podría probar que esta aristocracia no
se destacó nítidam ente desde el comienzo del pueblo llano, sino que
fue adquiriendo su personalidad en ciertos m om entos de la histo
ria, sin duda en época arcaica, por el sistema de entresacar de la
población a las familias más notables e integrarlas en esta cifra
redonda (41).
El ejem plo más instructivo lo proporciona tal vez una inscrip
ción de finales del siglo III a. C. de la ciudad de M etrópolis, en T e
salia (42). Según este docum ento la más alta m agistratura, la de tá
gos, se franqueaba sólo a los miembros de cuatro familias. La ins
cripción enum era los nom bres de quienes estaban con vida en aquel
mom ento: en total no son más que 15 personas, y concretam ente 5
parejas compuestas por padre e hijo y 5 personas aisladas; como
puede apreciarse, se trata de un círculo com pletam ente reducido,
y a cada una de las cuatro familias privilegiadas tocan, de prom e
dio, sólo 4 candidatos (del sexo masculino). Para colmo de males
no sabemos a ciencia cierta si la m agistratura suprem a a la que se
refiere la inscripción es realm ente la de la ciudad y no, más bien,
la de una subdivisión del cuerpo de ciudadanos de esta ciudad, co
nocidos como los Basaidas; lo único seguro es que el conjunto de
gentes sobre las que este tágos posee competencia es más grande
que el círculo de las cuatro familias, puesto que se tom a en consi
deración el caso (aunque se descarta expresam ente, bajo severas p e
nas) de que pudiera ser elegido un tágos que no fuera miem bro de
una de las cuatro familias. Esto es precisam ente lo que se quiere
ahora y en el futuro evitar, y es justam ente el fin que persigue la
anotación de la inscripción. Tenem os pues aquí, con independencia
del problem a de si el tágos que se m enciona es el de la ciudad o
no, un ejem plo seguro de aristocracia hereditaria privilegiada con
pretensiones de exclusividad a la más alta m agistratura, ya de la
comunidad, ya de una de sus subdivisiones —ciertamente en uno de
los ángulos más retirados de Grecia, por lo que en absoluto debe
extrañar que resulte ser una inscripción helenística nuestro único in
form ante sobre esta situación arcaica reseñada— .
Como se ve, no son demasiado los datos que podem os aportar
para ilustrar el desarrollo en la Grecia arcaica de una aristocracia
hereditaria y gobernante. A nteriores generaciones de investigado
res podían sentirse más seguras en este terreno; se remitían a los
grupos familiares organizados de A tenas, los llamados γένη (singu
lar γένος), y concedían a estos «linajes» un puesto significativo en
la vida pública de la tem prana A tenas. Pero ello viene a ser muy
hipocnem idios; sin em bargo, las tres ram as estuvieron ligadas estrecham ente por
m últiples relaciones.
(41) Hay que contar desde luego con la posibilidad de que este núm ero redondo
se m encionara únicam ente como cantidad aproxim ada, y que tras sí escondiera al
guna cifra perdida, sujeta a las enventualidades de la transmisión histórica.
(42) L. M oretti, Iscrizioni storiche ellenistiche II (1976), núm ero 97.
problem ático desde que hace poco dos estudiosos franceses, Félix
B ourriot y Denis Roussel, han dem ostrado de forma independiente
uno de otro que nuestro presunto conocimiento de tales géne áticos
se apoya en combinaciones muy precarias (43). Estos dos libros han
refutado term inantem ente muchas de las afirmaciones que solían
expresarse a favor de un «gobierno de los linajes» en la A tenas pri
mitiva y —con auxilio de las claves atenienses— , han hecho otro
tanto respecto a la Grecia arcaica en general; y a su vez algunas ase
veraciones han quedado, al m enos, en cuestión. Sin una escrupulo
sa desarticulación de sus argum entos ya no será hoy tan fácil aven
turarse a sustentar proposiciones distintas en este terreno.
Con lo dicho nos hemos ocupado suficientemente de la aristo
cracia en la época arcaica. E ntrarem os ahora en la últim a y más im
portante parte de éste apartado, en la exposición de las luchas por
la constitución y la organización social, así como de las modifica
ciones del sistema político y social resultantes de estas confronta
ciones, atendiendo de cerca a las secuencias tem porales.
R a s g o s e s e n c ia l e s d e l d e s a r r o l l o p o l ít ic o ;
d e c a d e n c ia d e l a r e a l e z a
(45) Estos periecos laconios no deben ser confundidos con los periecos creten
ses, que eran colonos no libres (vid. supra). Lo único común a ambas expresiones
es el significado esencial de la palabra, que apunta a la situación espacial. El equi
valente en Laconia a los periecos cretenses no son los periecos. sino los hilotas.
nuestro propio entorno— y penetra cada vez más hondam ente en
la vida de todos. A hora mismo nos ocuparem os de algunos ejem
plos oportunos; p o r el instante basta con la reflexión de que este
proceso se halla en la naturaleza del problem a. Si el Estado debe,
por ejem plo, asegurar alimentación y suministro de agua, prom o
ver comercio y tráfico, asistir a los pobres, limitar el provocativo
lujo de los ricos, im poner barreras a las crecientes deudas, no cabe
entonces otra solución sino intervenir en las más diversas facetas
de la vida para organizar y acondicionar, y eso puede sólo realizar
lo si reclam a a sus miembros que participen en prestaciones cada
vez mayores, de donde a su vez se sigue que debe dedicarse a in
crem entar continuam ente su eficiencia en interés de aquéllos, etc...
E l Estado de la época hom érica — del que arranca el desarrollo
del período arcaico— era absolutam ente incapaz de sum inistrar
prestaciones sem ejantes. El rey solo con sus therapontes, más bien
refrenado que incitado por el Consejo (o por ambos Consejos) y
por la A sam blea, no hubiera podido seguir gobernando a la m ane
ra que exigía el m om ento presente tan pronto como el cambio en
la situación de gobierno impuso requisitos com pletam ente nuevos.
E n efecto, para el proceso ulterior se abrían fundam entalm ente dos
vías. Cabía que el rey cum plim entara los asuntos de Estado, desde
el instante en que ya no podía dedicarse personalm ente a atender
los, m ediante su gente (y principalm ente gracias a sus therapontes),
cuidara de la formación de un sistema jerárquico dentro de este na
ciente funcionariado, y m antuviera en su mano todos los hilos; si
tom aba este camino, recurriría lo menos posible al Consejo y al gru
po de los ciudadanos, cuyo papel quedaba paulatinam ente limitado
a funciones formales. Este tipo de proceso, tal como se cumplió al
principio en el antiguo O riente y tam bién, más tarde, en M acedo
nia — y al que, desde luego, tam poco fue ajeno el m undo micéni-
co— , hubo de conducir al fortalecim iento de la realeza. O bien
ocurrió que no fue el rey quien se hizo cargo del auténtico timón,
sino el Consejo; junto al rey, y luego cada vez más en lugar de él,
intervienen funcionarios elegidos por el Consejo o el pueblo y que
respondían ante él — lo que se expresa en griego con la palabra ά ρ
χοντες, literalm ente «gobernantes»; preferim os designarlos, con la
voz rom ana equivalente, «magistrados»— , que se repartían las di
ligencias ordinarias, m ientras que los hilos convergían en el C onse
jo. E ste es el camino que siguieron los griegos en época arcaica.
Por qué se decidieron por él es algo, naturalm ente, difícil de expli
car; sin embargo no podríam os poner en duda que la supervivencia
de los Estados minúsculos propició la desintegración de la realeza.
E n el m ejor de los casos el rey de una sola ciudad puede superar a
los más ricos y notables de sus conciudadanos en poder, y eso sólo
con muy leve ventaja; y por otra parte la tarea de gobernar, que
regularm ente dem anda una gestión rígida, así como la conducción
de los asuntos durante la guerra o la administración de un territo
rio de considerable extensión, son misiones que en los Estados pe
queños desem peñan un papel insignificante o se hallan del todo au
sentes (resulta palm ario que en muchos Estados del antiguo O rien
te el proceso, junto con el correspondiente resultado, se invertía).
Se puede tam bién asegurar que la necesidad de libertad del p u e
blo, pero singularm ente de los notables, se levantó contra el robus
tecimiento de la autoridad real; reacción que fue asimismo propi
ciada por la disgregación en Estados minúsculos: un cuerpo de ciu
dadanos y una aristocracia que se enorgullecían de regular entre to
dos los asuntos de su pequeño espacio, habitado con absoluta in
dependencia del entorno, hubieron sin duda de desarrollar un sen
timiento de libertad inusualm ente vivo.
Así pues, el prim er y en definitiva más im portante paso, por
cuanto arrastró a todos los ulteriores dentro del camino que debía
finalmente conducir a la dem ocratización del Estado y de la socie
dad, fue la restricción, y el derrum bam iento luego, de la realeza.
Por supuesto, el proceso no se consumó en todo el m undo griego
coetáneam ente, pero este impulso se transm itió como una enferm e
dad contagiosa de un E stado a otro y prendió por último en casi
todos. En la Ilíada y la Odisea, es decir, en el siglo V IH , el rey a la
cabeza del Estado es todavía un elem ento social consustancial; no
obstante, aparece ya entonces enzarzado en vehem entes conflictos
con sus notables, que le disputan tam bién sistem áticam ente la ple
nitud de su poder y cuestionan su ejercicio como un despotismo ar
bitrario e interesado, m ientras que la realeza invoca form alm ente,
por su parte, su origen divino (46). Cuando comienzan a aparecer
los más antiguos testim onios históricos en sentido estricto, a saber,
desde el siglo v il, la realeza se ha desvanecido casi en todas partes.
Se mantuvo — más allá de la época arcaica— en las orillas del m un
do griego: entre una parte de las tribus epirotas, en Tesalia (cuyo
rey electo portaba el título de tágos, aunque tam bién era designado
como basileus, al m odo com ún entre todos los griegos) y M acedo
nia, en Chipre y C irene, por último en Esparta (en cada m om ento
aquí gobernaban, e ignoram os la razón, dos reyes que procedían
de dos casas distintas) y hasta el siglo V tam bién en Argos. Según
se aprecia, todos estos reyes están constitucionalm ente restringidos,
y por lo general tienen a su lado un Consejo y una A sam blea, m u
chas veces incluso m agistrados electos (así, por ejem plo, en E spar
ta a los cinco éforos, literalm ente «vigilantes», com pete la dirección
de Consejo y A sam blea, es decir, la auténtica conducción política,
y sim ultáneam ente el suprem o poder policial, así como la m ayor
parte de la adm inistración de justicia; a los reyes queda sólo reser
vada, en la práctica, la función de generales del ejército).
(46) P. W. Rose, Class A m bivalence in the Odyssey, H istoria 24 (1975), pp. 129
y ss.; F. G schnitzer, Politische Leidenschaft im homerischen Epos, en Studien zum
antiken E pos, ed. por H . G örgem anns y E . A . Schmidt (1976), pp. 1 y ss. Estas dos
contribuciones, entre sí independientes, descubren ya incluso en la O disea el sedi
m ento de tensiones sociales, y nos perm iten, en efecto, percibir de m anera muy am
plia el prim er estam pido del trueno de la época de la lucha de clases.
Tam bién en otros Estados griegos hay todavía en época clásica
un basileas, pero ya no se trata del titular de un cargo vitalicio h e
reditario, sino de un m agistrado anual electo con competencias casi
todas ellas sacrales (y por consiguiente rudim entarias), junto al cual
figuran siempre otros magistrados que propiam ente gobiernan: así,
en el caso de A tenas están a su lado el «conductor de la guerra»
(polem arca), los 6 thesmothetai («compositores del derecho») para
ocuparse en gran m edida de la adm inistración legislativa, y sobre
todo el arconte («regente») para atender los asuntos más graves,
particularm ente la presidencia del Consejo y de la Asam blea. D a
la im presión de que aquí en A tenas al principio el rey debía sólo,
al igual que en Esparta, hacer entrega de una parte de sus queha
ceres a m agistrados que se sucedían anualm ente; más tarde sin duda
ya no se admitió, al contrario que en E sparta, que la realeza limi
tada de este m odo gozase de ningún titular vitalicio y hereditario,
sino que redujo tam bién al basileus a la categoría de m agistratura
anual por elección. Y fueron así m agistrados anuales electos (entre
los cuáles aún figuraba, en algún que otro sitio, un basileus) quie
nes aproxim adam ente desde el siglo v il asum ieron a su vez en casi
todo el mundo griego el gobierno, o m ejor los asuntos políticos,
pues la inspección sobre su gestión como m agistrados y el auténtico
gobierno recaía en el Consejo. D e todos modos en ciertos sitios se
conservaron todavía algunos privilegios del linaje real, lo que ven
dría tam bién a probar que la realeza no fue por lo general rem o
vida m ediante trastornos violentos.
Si nos planteam os el significado histórico-social de este relevo
de la realeza por magistrados anuales electos, podem os consignar
dos diferentes hechos. Por una parte la limitación y remoción de la
realeza supone el pleno perfeccionam iento del dominio aristocráti
co. T anto en el Consejo como en el turno de cargos anuales parti
cipan desde ahora, lógicam ente, las personas más ricas y notables,
iguales entre sí, sin ningún tipo de autoridad por encima de ellos
que pueda controlarlos. Lo que significa, desde el punto de m ira so-
ciohistórico, la traducción práctica del tránsito de la m onarquía a
la república. Pero además este paso tam bién posee un alcance fun
dam ental, que se descubre en un futuro más rem oto y cuestiona for
m alm ente a más largo plazo el poder recién constituido de la aris
tocracia. La posición preponderante de la nobleza dependía positi
vam ente de su riqueza y de su experiencia, y tal vez incluso de sus
más altas «luces» (basta recordar el arte del discurso y del trato con
la gente, el arte de la lectura y de la escritura que surge precisa
m ente en esta época, el conocim iento del derecho, pero tam bién la
im portancia de la capacidad deportiva y musical para conducirse en
la sociedad), aunque dependía asimismo y en particular de que to
dos los demás consideraran natural reconocer a los aristócratas
como sus jefes e interlocutores, porque lo habían sido desde tiem
po inm em orial y todo lo establecido parecía determ inarlo im pera
tiva y forzosam ente como tal; se vivía adem ás en un sistema social
en que dom inaba la tradición y se asignaba a cada uno su plaza de
una vez para siempre. Este principio ideal del dominio aristocráti
co vino a vacilar en el instante en que la realeza fue rechazada y se
produjo por último su caída.
A nadie podía escapar que significaba una grave introm isión en
el orden transm itido desde tiempo inm em orial el que en lugar de
un jefe vitalicio de la com unidad, que había heredado su posición
de sus antepasados, se instalara a varios magistrados electos reno
vados anualm ente; desde ahora ya nada será natural ni inm utable,
y a partir de este m om ento tenía que aparecer como sistem ática
m ente posible acom odar cualquiera de las instituciones existentes a
las situaciones y necesidades cambiantes. El Estado asoma ahora
como un producto de decisiones fundam entalm ente atribuibles al
arbitrio hum ano, orientadas por razones de oportunidad o incluso
por intereses muy propios. Hacia el mismo rum bo apunta el que la
nueva constitución (republicana) en la práctica dem ande casi a dia
rio continuas resoluciones de la voluntad: por una parte elecciones,
puesto que los cargos más elevados dentro de la comunidad habían
de ser cubiertos periódicam ente, y por otra acuerdos plurales, sin
los cuales no era posible entenderse allí donde se agrupaba una
mayoría de personas equiparadas en derechos. Todo el mundo caía
en la cuenta de que tales elecciones y acuerdos plurales se realiza
ban reiteradam ente de modo muy caprichoso y eventual; y sin em
bargo, de los resultados de estas caprichosas y eventuales eleccio
nes y votaciones dependían con frecuencia las más graves decisio
nes. En resum en, se puso en claro hasta qué punto el gobierno y
la constitución de un E stado no son algo inm utable ni voluntad de
los dioses, sino que están sujetos a la libre intervención hum ana y,
llegado el caso, son el prem io a la lucha em prendida p o r individuos
y grupos adversos entre sí. Y a antes tuvimos ocasión de destacar
que tam bién otros factores im pulsaron el proceso en la misma di
rección: el progreso cultural, que tendía a la clarificación; las expe
riencias en lejanos países, que m ostraban una imagen relativa de
cualquier sistema; la necesidad de organizar por vez prim era num e
rosos Estados recién creados en el curso de la gran colonización.
Bajo tales circunstancias no podía faltar que la más generalizada de
todas las realidades políticas de esta época, el dominio de la aris
tocracia y, sobre todo, la preponderancia y los privilegios de la no
bleza, a la larga no resultara tam bién puesta en entredicho.
Ciertam ente la historia, como la naturaleza, suele dar muy p o
cos saltos bruscos; nadie podía en el siglo VII pensar en organizar
una «democracia» (ni siquiera hubiera sido capaz de imaginarse algo
sem ejante, pues la fantasía hum ana se desvía de aquello que la ex
periencia abona, aunque siem pre a pasos relativam ente cortos).
Con todo, muy pronto em pezó a lucharse por ciertas particularida
des del sistema político y social que revestían bastante im portancia
para el carácter e incluso, a fin de cuentas, para la existencia mis
m a del dominio aristocrático.
Casi desde el m om ento en que la realeza hereditaria fue rem o
vida y pudieron cubrirse m ediante elección un buen núm ero de m a
gistraturas, se suscitó una señalada duda acerca de quién reunía con
diciones para acceder por elección a estos cargos. E n principio era
perfectam ente lógico que se eligiera a los más poderosos, es decir,
a los más ricos y notables, que adem ás poseían, por supuesto, un
origen ilustre. Pero cuando en algún sitio un sistema republicano
ha reem plazado al m onárquico, cobra aliento el correspondiente
cerco de profundos recelos contra cualquier concentración de po
der. Precisamente se llegó a derribar la realeza porque nadie que
ría ya estar subordinado, y no se desea ahora sustituir al antiguo
p o r un nuevo señor; en cuanto que tam bién en la república sigue
haciendo falta una autoridad suprem a, se pretende reducirla en la
m edida de lo posible y al propio tiem po procurar que, si hay m a
nera, tom en en ello parte num erosos miem bros del estrato dom i
nante. D e lo cual deriva inm ediatam ente la creación de una plura
lidad de altas m agistraturas y su limitación al plazo de un año, prin
cipios cuya aplicación general en esta época ya hemos com proba
do; tam bién se puso límite, en cada caso, a la reelección en el mis
mo cargo, a la iteración. D esde que se hubo llegado a tal extrem o,
en el curso de una generación eran necesarias unas treinta personas
principales sólo para ir ocupando la m agistratura suprema (en el
caso, desde luego, de que existiera una m agistratura de este tipo);
si se quería prevenir que unas mismas personas acabaran prolon
gando su poder, o lo renovaran continuam ente, m ediante la inves
tidura de otros cargos, hacía falta un m ayor núm ero de candidatos
alternativos para ocuparlos; tam poco debía producirse el caso de
que el hijo sucediera a su padre o un herm ano a otro, ni que de
sem peñaran al mismo tiem po distintas m agistraturas, pues había
que im pedir asimismo la acumulación de poder en el seno de una
familia. A nte tales condiciones ya no era posible — en un Estado
minúsculo— restringir los cargos para aquellos pocos hom bres que
sobresalían indiscutiblem ente del resto por su riqueza y prestigio;
un grupo mucho más amplio podía y debía entonces alcanzar car
gos y honores, y enseguida se puso de manifiesto que no era nada
fácil trazar la incontestable delimitación entre ese grupo y los
inferiores.
E ra desde luego lógico que se considerara requisito im prescin
dible para desem peñar un cargo público la posesión de un patrim o
nio no insignificante, ya que las m agistraturas resultaban ser fun
ciones honoríficas no rem uneradas y quien quería dedicarse duran
te un año a su cargo no podía sim ultáneam ente trabajar de forma
perm anente en su hacienda o en su taller, ni tam poco em prender
viajes comerciales. Por consiguiente sólo las personas acomodadas
podían desem peñar m agistraturas, y en este punto hubo conformi
dad absoluta; sin embargo muy pronto se inició la controversia de
si también Jas personas acaudaladas de origen menos ilustre tenían
opción a ser elegibles. Prim eram ente parece que la aristocracia — o
bien estratos gobernantes todavía más reducidos— logró por lo ge
neral excluir a todos los dem ás de las magistraturas, determ inando
así el círculo de familias a cuyos miem bros únicam ente se perm itía
el acceso a las m agistraturas (y al Consejo); esto supone el replie
gue de la aristocracia, sobre el que ya nos hemos ocupado con m a
yor detalle en otro apartado. Pero enseguida veremos que este sis
tem a no perm aneció en vigor durante mucho tiem po; había llegado
el m om ento en que era necesario m antenerlo expresam ente en pie,
pues ya no constituía un principio básico incontrovertible.
También la A sam blea popular se convirtió en un ingrediente
más del problem a. E n época hom érica el derecho a la decisión fi
nal en todo asunto im portante residía, como se recordará, no en el
rey ni en el C onsejo, sino en la Asam blea de todos los ciudadanos.
Lo cierto es que a la hora de la verdad se trataba sólo, generalm en
te, del derecho a la decisión final, pues las sesiones más significati
vas precedían a m enudo a la A sam blea popular, e incluso cuando
las opiniones m antenidas en la Asam blea entrechocaban con vehe
mencia, la discusión, como antes vimos, era dirigida en medio de
la Asam blea por los miem bros del Consejo, y al pueblo tocaba sólo
escuchar y m anifestar su aprobación o rechazo; la ejecución del
acuerdo de nuevo com petía al rey y al Consejo, de form a que la
Asam blea popular con bastante frecuencia se limitaba a desem pe
ñar un papel oscuro. Al inicio de la época posterior su papel con
tinuó siendo todavía muy vago, al menos en las fechas en que la re a
leza fue arrinconada y, por último, removida: ahora todo el poder
estaba concentrado en el C onsejo aristocrático, del que tam bién de
pendían los magistrados anuales (aunque por regla general eran ele
gidos desde luego por el pu eb lo , al m enos form alm ente). Mas com o
las desavenencias sociales se fueron acentuando, entre el pueblo
prosperaba más y más la sensación de hallarse sofocado por la aris
tocracia; y como, en especial, se entabló luego la disputa por la o r
ganización jurídica, sobre la que inm ediatam ente tendrem os que
tratar, llegó a estar cada vez más claro que la A sam blea popular,
en donde la gente menos significativa poseía la mayoría, podía re
sultar peligrosa para el dom inio que ejercía la nobleza. D e ahí que
apostaran su em peño en despojar cuanto pudieran a la Asam blea
popular de su im portancia o en apartarla del todo, o en última ins
tancia en ligar el derecho a participar en la A sam blea a ciertos re
quisitos, como por ejem plo un patrim onio mínimo; infortunada
m ente acerca de este punto en concreto sabemos muy poco que se
refiera a aquella tem prana época. Si lo valoramos de m anera glo
bal cabe señalar que a tales esfuerzos no respondió ningún fruto d u
radero; la m ayoría de los Estados griegos o jam ás abolieron la
Asam blea popular o la restablecieron, y en general obtuvo luego im
portancia creciente, como por ejemplo en A tenas a partir de So
lón. Y esto apenas se podía evitar desde el m om ento en que, como
antes hemos visto, la movilización de los hoplitas dirimió los en
cuentros arm ados, y de paso los señoriales jinetes y com batientes
desde carros desaparecieron por com pleto o su papel se vió muy
disminuido.
L a LUCHA PO R EL D ERECH O
Quiero ahora a los príncipes narrar una historia, cuyo sentido en ten
derán perfectam ente. E sto es lo que dijo el gavilán al ruiseñor con
cuello de irisadas pintas, mientras lo llevaba a lo alto, entre las
nubes, sujeto con sus garras. Lacerado por las curvas uñas, se
quejaba lastim osam ente; pero el gavilán le dijo, seguro de su fuer
za: «¡desventurado!, ¿qué son esos gritos? Estás a m erced ahora de
alguien mucho más poderoso que tú. A donde yo te lleve, allí irás
tú, por muy cantor que seas. D e mi voluntad depende hacer de ti
mi com ida o soltarte. U n insensato es quien pretende enfrentarse al
más fuerte; se ve privado de la victoria, y añade sufrimientos a su
deshonra». A sí habló el gavilán de veloz vu elo, el ave de desplegadas
alas.
(48) Dicho sea de paso: la sustitución de u n a por o tra obligación era, conform e
a las circunstancias, corriente; basta pensar en el caso, evidentem ente no excepcio
nal, de que alguien hubiera tom ado un préstam o para pagar una m ulta.
con absoluta regularidad en la llam ada esclavitud por deudas: m ien
tras el acreedor tenía en su poder la prenda podía disponer a vo
luntad de su trabajo; de este m odo cabía pagar la deuda trabajan
do y que el acreedor quedara a la postre satisfecho; pero tam bién,
por descontado, era hacedero redim ir la garantía m ediante el pago
de la deuda restante. A dem ás es claro que, después de todo, la pig
noración de suelo proporcionaba al acreedor no sólo nueva tierra,
sino tam bién nueva m ano de obra. ¿Q ué otra salida queda al cam
pesino, que se ha visto privado de su tierra, sino seguir cultivando
el suelo, en el que hasta entonces se hallaba establecido como la
briego autónom o, en provecho del nuevo propietario? Los hekte-
moroi, aldeanos sin tierras en el A tica presoloniana, quienes de
bían deducir de la tierra que explotaban, a juzgar por el nom bre
que reciben, una sexma de la cosecha para entregarla al propieta
rio, son por com pleto (¿o principalm ente?) reducidos de esta m a
nera a su condición de no libres.
Y así regresam os a la cuestión de las reform as por medio de las
cuales el legislador Solón (arconte en 594/3) trató de rem ediar la
precaria situación de amplios círculos de la ciudadanía ateniense y
tam bién, de ese m odo, alejar el alarm ante riesgo de la guerra civil.
D ebem os ocuparnos de ello con m ayor calma puesto que las refor
mas de Solón, sobre las que disponem os de información hasta cier
to punto razonable extraída de sus poem as políticos y de los frag
m entos de su código, nos brindan una panorám ica singular para
adentrarnos en las circunstancias y problem as de una época que si
gue padeciendo, en conjunto, de escasez de fuentes; e incluso cabe
alegar una razón de m ayor entidad, cual es que la obra reform ista
de Solón no constituye una tarea de excepción, una pieza en espe
cial de la historia ateniense, sino que ha de considerarse represen
tativa del proceso general de Grecia en esta época.
Solón se había trazado justam ente como su m eta más señalada
rem ediar los graves inconvenientes suscitados por el rígido derecho
de deudas, al que logró m itigar en lo sucesivo; los porm enores son
confusos, pero es desde luego bastante obvio que eliminó tanto la
ejecución sobre la persona, que se aplicaba contra el deudor insol
vente de un préstam o, como la hipoteca de personas en conexión
con la recepción de préstam os. Sin em bargo no se detuvo ante la
adopción de una m edida en verdad trem enda, pero tal como venían
las cosas absolutam ente inevitable: anular todas las situaciones de
deuda existentes; abolió así todo gravam en hipotecario sobre las h e
redades — arrancó del suelo los m ojones, testigos de tales cargas,
tal como el propio Solón lo parafrasea en una poesía retrospectiva
(fr. 24, 3 ss. D iehl)— , decretó tam bién la exoneración de las pren
das y con ello alejó particularm ente todas las situaciones estableci
das de esclavitud por deudas; rescató incluso, a expensas del E sta
do, a las víctimas de la ejecución personal que fueron vendidas en
país extraño. A partir de ahora tam poco volvemos a encontrar hek-
temoroi en el Ática; evidentem ente Solón liberó tam bién a ellos de
sus lastres, según todas las apariencias restituyéndoles en plena p ro
piedad la tierra en la que se hallaban afincados; de lo contrario se
ría difícil de explicar que desde entonces haya en el Á tica una co
piosa corporación de campesinos libres. A este haz de medidas ter
m inantes, y hasta violentas, em prendidas para suprimir las deudas
y las situaciones de dependencia, es a lo que sin duda sus contem
poráneos, y en todo caso las generaciones sucesivas, denom inaron
la σεισάχθεια, «sacudimiento de las cargas»; del resultado obteni
do, al que acabamos de a lu d ir— el m antenim iento, o bien restable
cimiento de un cuantioso y pujante estam ento de labriegos, sin que
por ello perdieran los nobles las raíces de su posición ni su poder— ,
se deduce que la tarea supuso un notable éxito, el cual afianzó para
Atenas una paz interior tolerable y una saludable base demográfica
para su ulterior despliegue como potencia. D e antiguo constituyó
un deber del arconte en A tenas cuidar de que ninguno de los οίκοι
(«estirpes») de A tenas se extinguieron por carecer de un heredero,
es decir, de que el núm ero de ciudadanos capaces al m enos no m en
guara. Solón, que llegó a desem peñar tal cargo, había procedido
en el mismo sentido cuando preservó a numerosos grupos familia
res de la ruina económica o cuando los recompuso después de ha
berse hundido ya en la calamidad inexorable de las deudas.
Mas ciertam ente estos logros pudieron alcanzar cierta estable
duración sólo desde el m om ento en que a las medidas de política
legal se sum aron otras de política económica, perfectam ente apro
piadas para revocar la coerción económica que había conducido al
em peño del campesinado. A juzgar por el resultado conseguido,
tam bién en este punto m ostró Solón una especial habilidad; de h e
cho sabemos que entre las norm as establecidas por su código no po
cas tenían puesta su m ira en corregir la situación económica del A ti
ca, y en especial — directa o indirectam ente— de los agricultores áti
cos. Las fuentes, p or desgracia, no nos han dejado en disposición
de hacernos con una adecuada estam pa de estas reform as de Solón
en su conjunto; así, por ejem plo, si no me equivoco, hasta ahora
no se ha llegado a explicar term inantem ente el alcance económico
de la reordenación de los pesos y las medidas efectuadas por So
lón; em pero todavía cabe discernir algunas significativas particula
ridades, interesantes asimismo para la historia social.
En prim er lugar se nos indica que Solón atajó el poder adquirir
tanta tierra «como uno quisiera» (F 66 Rusch.). No poseem os ya
mayores detalles sobre ello, y en particular nada se nos dice sobre
la extensión máxima tolerada; pero hay dos puntos que están sufi
cientem ente claros: uno es que de esta m anera, como ya se hizo
por medio de la seisachtheia, debió tam bién ponerse freno a la con
centración de fincas; pero en contrapartida el capital excedente tuvo
que ser colocado en otra parte, por ejem plo intensificando el apro
vechamiento del suelo propio o bien, aunque fuera ya de la agri
cultura, en el comercio y la industria. Otras resoluciones de su có
digo dem uestran que, en la práctica, Solón estuvo forzado a activar
intensam ente el desarrollo de estas dos ramas. El fragm ento 68
(R usch.) autoriza al otorgante de un préstam o a tasar el tipo de in
terés hasta un porcentaje facultativo; esta disposición resulta bas
tante chocante en el marco de una obra legislativa que entre otras
cosas contiene, como hemos visto, una enérgica abolición de las
deudas, pero m uestra que Solón en absoluto condenaba totalm ente
la imposición de intereses, sino que más bien era muy consciente
de su inexcusabilidad en la vida económica. A dem ás, el facilitar la
obtención de intereses debía ofrecer acicate a invertir en esos fines
el dinero excedente y no em plearlo para la com pra de nuevas
tierras; de este m odo el negocio dinerario podía superar con m ayor
facilidad los efectos del golpe que necesariam ente hubo de asestar
le la seisachtheia.
Conocemos además otras disposiciones (F 75) que aprueba la
concesión del derecho de ciudadanía solam ente a condición de que
el receptor o se hallara desterrado de su patria para siempre o bien
se trasladara con toda su hacienda a A tenas «para ejercer un ofi
cio». Tal norm a es, por varios conceptos, instructiva. C om proba
mos que el derecho de ciudadanía, que determ ina por encima de
cualquier otra consideración el estatus social de una persona, no
constituye necesariam ente algo innato; tam bién puede ser objeto
de concesión (sin duda m ediante decreto de la Asam blea, como
ocurre en época posterior), pero fundam entalm ente sólo a perso
nas que hayan roto todos los lazos con su anterior patria, de suerte
que no quepa recelar un conflicto de libertades. Este principio ad
m ite una excepción, que afecta muy directam ente a nuestra instan
tánea reconstrucción: la excepción a favor de los artesanos foráneos
que están dispuestos a establecerse definitivam ente en A tenas. No
se desea la presencia de extranjeros como terratenientes (desde lue
go no le estaba perm itida entonces a ningún ajeno la adquisición
de propiedades inm uebles); el país era ya demasiado justo incluso
para los propios ciudadanos. Los com erciantes hubieran sido aco
gidos indudablem ente con complacencia, pero no se podía contar
con una instalación perm anente de los mismos en A tenas, pues el
m ercader de aquellos tiempos estaba constantem ente viajando. Sin
em bargo la próspera industria artesanal ofrecía sitio para num erosa
m ano de obra, tanto lo cal— de inm ediato volveremos sobre este as
pecto—■como foránea. El traslado de artesanos extranjeros a A te
nas prom etía no sólo, como siem pre que se produce aum ento de la
población, un avivamiento de la economía ateniense, sino tam bién
la im plantación de nuevos oficios y sistemas de fabricación especia
lizados; pues las ramas de la artesanía más altam ente apreciadas y
de m ayor ventaja constituyen ahora en esta época una habilidad en
teram ente personal o, al m enos, ligada a un lugar concreto, que
sólo podía ser trasplantada al mismo tiem po que los m aestros del
oficio.
Pero los testimonios más significativos de la política económica
soloniana son, sin discusión, las disposiciones acerca de los deberes
de m anutención frente a los padres (F 53-57). Digno de destacar es
en principio el hecho de que haga falta una reglam entación de esta
naturaleza no sólo para proteger a la m adre, sino tam bién al padre.
E n las casas de labor esta preocupación era superflua, pues en con
sonancia con el derecho griego la heredad pertenecía al padre m ien
tras vivía; por consiguiente la reglam entación apunta al sector de
la población que carece de tierras. Pero en esta línea es particular
m ente instructiva la norm a según la cual el hijo no está obligado a
m antener al padre en aquellos casos en que éste no se preocupó de
enseñarle ningún oficio (F 56). Quien no dispone de suficiente pa
trim onio, y sobre todo de bastantes tierras, tiene que velar pues
para que los hijos ingresen oportunam ente como aprendices y se h a
gan con un oficio: los proletarios no deben quedarse reducidos a
un proletariado agrario (en el lenguaje de aquella época, a the
tes), sino más bien instalarse en la ciudad y encontrar allí trabajo
en la industria artesanal, a la vez que se les abría la posibilidad de
crearse una posición.
En todo esto yace el propósito de poder llevar a cabo la reduc
ción del excedente de población en la economía rural y ahorrar de
ese modo al cam pesinado nuevas subdivisiones de las haciendas y
de la miseria general. A dem ás, si esta ley se veía acom pañada por
el éxito, en el futuro sería ya difícil que los jornaleros libres, a los
que se había utilizado en grandes proporciones durante la edad ho
mérica e incluso todavía en tiempos de Hesíodo, pudieran conti
nuar en el marco de la econom ía agraria; la verdad es que la situa
ción sí afectaría a los pequeños campesinos que querían m ejorar m e
diante un salario la m odesta renta obtenida de su propia explota
ción agrícola. E n el fondo, a partir de este m om ento tendrán que
ser los esclavos quienes entren de lleno en juego (49).
E sto por lo que hace a aquellas leyes de Solón que arrojan cier
ta luz sobre su política económica y nos ayudan a entender de qué
forma movió a sus conciudadanos a crear una organización nueva,
y en cierta m edida estable, de aquella situación social que había lle
gado a ser insostenible. Pero m erece la pena que dediquem os to
davía nuestra atención a otras de sus leyes, pues pueden proporcio
narnos alguna enseñanza sociohistórica.
E l fragm ento 49, a-b (R usch.), regula la libre institución de he
redero (bien que p or m edio de adopción testam entaria y no de un
testam ento, tal como nosotros lo entendem os), supuesto que no
existan hijos legítimos y que, en el m om ento en que tom ó tal deci
sión, de ningún modo se hallara m enoscabada la voluntad del tes
tador ni por locura ni por un pasajero trastorno m ental (producto
de la edad, de enferm edad, de alguna droga o de la fuerza persua
siva de una m ujer). El particular tiene ahora una cierta libertad de
(50) Q ue Solón fuera la prim era persona que (dentro de ciertos límites) intro
dujo la libre disposición sobre la herencia, tal como se viene aceptando sin proble
m as, es alto tan poco presum ible, a juzgar por el texto del fragm ento (que es el úni
co punto de apoyo a tal efecto), como el defender la opinión contraria. Ciertam ente
del texto se desprende una más antigua experiencia en torno a las decisiones testa
m entarias; pero es preciso contar con la posibilidad de que Solón tom ara prestada
esta institución jurídica de alguna otra ciudad y, sim ultáneam ente, tuviera en cuenta
las experiencias que en aquel lugar hubieran acum ulado.
bre un aspecto del ordenam iento social que, de otra suerte, se m an
tiene plenam ente oscuro en las épocas más antiguas.
Exactam ente igual que en todos los sistemas normativos arcai
cos, las llamadas leyes para la regulación del lujo ocupan un des
tacado lugar (F 71-72). Se dedican, por ejem plo, a la limitación
de los gastos suntuosos con motivo de los funerales (72 a-c). Evi
dentem ente el pueblo se escandalizaba ante las m uestras de un lujo
absurdo, que los notables acrecentaban de continuo en m utua com
petencia; era necesario que esta actitud se entendiera como un in
sensato desarrollo de bienes, que tan acrem ente escapaban de m a
nos de los pobres, pero además suponía auténtico escándalo que ri
queza y posición social se exhibieran de form a provocativa. Así
pues, esta parte de la legislación soloniana — y otras de la época ar
caica— hay que entenderla en prim era instancia, al igual que tan
tas otras reglam entaciones de estas leyes, como un esfuerzo p ara la
conservación, o m ejor aún para la reconstrucción de la paz social.
Pero el em peño posee todavía otro significado más esencial: con
ello podemos consignar que la polis griega no se arredró ante in
tromisiones graves en la vida privada, que justam ente evocan el
«Estado policía» de comienzos de la época m oderna.
Y, de hecho, este E stado se siente ya en otros hábitos como un
guardián de las costum bres. Según el fragm ento 73 los varones no
deben ni confeccionar ni vender perfumes. Más interesante es el
fragm ento 74 a-e: no está perm itido que un esclavo galantee a un
mozo libre bajo pena de cincuenta azotes; tampoco puede com par
tir los ejercicios en la palestra ni ungirse: de este modo se procura
que la diferencia de estatus tenga tam bién su expresión externa, y
que las relaciones sociales de los jóvenes no rebasen los límites im
puestos por la organización social (lo cual, es obvio, no se entendía
por sí mismo, o bien ahora ya no se entendía así).
El escrito aristotélico sobre la Constitución de A tenas (8, 5) nos
ha conservado — desde luego en form a muy próxim a al tenor literal
del original— una curiosa ley (F 38 a): «aquel que, cuando la ciu
dad esté consumida por la guerra civil, no participe en la contienda
junto a una de am bas facciones, perderá sus derechos de ciudada
nía». Solón ha abom inado, como m uestran sus composiciones p o é
ticas, la guerra civil; y sin em bargo juzgó que la obligación de to
dos los ciudadanos a intervenir en la lucha era precisam ente el m e
dio más eficaz de abreviarla o estorbarla, o al menos de inclinar la
victoria hacia el bando apropiado. Los vencidos en la guerra civil
naturalm ente quedaban siem pre —cuando el conflicto había term i
nado— en la ilegalidad, y por consiguiente incurrían en pena;
ahora tam bién los neutrales, es decir, quienes no habían corrido,
como debía ser, en auxilio de la «buena causa», m erecían recibir
una sanción.
En este caso, pues, se trata de la participación activa de un am
plio círculo en las ocupaciones públicas. Al mismo objetivo apunta
una serie de m edidas de Solón, que suelen englobarse bajo el epí-
grafe tópico de «implantación de la acción popular» (51). E n el de
recho antiguo únicam ente el concernido podía ser dem andante (o
bien acusador en procedim iento penal); el Estado sólo intervenía
cuando era reclam ado (como todavía hoy en el derecho civil). Pero
(como más tarde) a partir de Solón (52) el derecho ático dispone,
junto a esta querella del concernido, de la llam ada acción popular,
reconocida a un tercero que no es en sí parte inmediata. E n ciertos
casos está legitimado concretam ente «quien lo desee» (ó βουλόμε-
νος) para entablar un juicio a favor de alguien lesionado en su de
recho, y ello se llevaba inicialmente a efecto pasando denuncia de
la transgresión al ordenam iento jurídico respecto a la cual.los m a
gistrados deberán erigirse en acusadores y, al mismo tiem po, ju e
ces; sólo con posterioridad quien había presentado la denuncia se
convirtió en acusador en el subsiguiente proceso, y a partir de ahí
cabe hablar con propiedad de «acción popular». Este m étodo tien
de — tanto en su forma prim itiva como en la m oderna— a una m e
jo r protección, en principio, de aquellos que no son capaces de de
fenderse bien por sí mismos (por ejem plo, el huérfano o la hija h e
redera), y luego tam bién del interés general. Pero más im portante,
al m enos en nuestro contexto, es un aspecto fundamental: la acción
popular presupone una intensa conciencia com unitaria entre los ciu
dadanos y refuerza a la par el convencim iento de poseer una (« ^ re s
ponsabilidad no sólo en los negocios privados de cada uno, sino in
cluso en el bienestar de los convecinos, en el bienestar de toda la
ciudadanía. El ciudadano no puede enquistarse en su esfera priva
da, y debe dirigir tam bién sus m ejores esfuerzos a los conciudada
nos y a la colectividad (53).
Q ue con todos estos mecanismos nos aproximamos a algunos
principios que más tarde im pregnaron la constitución y organiza
ción social de la democracia clásica, es algo que no podem os silen
ciar. Sin embargo no es lícito im aginar que Solón hubiera tenido la
intención de derribar el dominio de la aristocracia y entregar la
suma autoridad a la mayoría del cuerpo de ciudadanos, es decir, al
pueblo. Ciertam ente éste o aquél de sus compañeros de lucha pa
rece que ya esperaban de él algo sem ejante, y en general un cam
bio radical de la situación; esto reflejan ciertos pasajes de la obra
Fr. 5 D .
Fr. 24, 18 s. D .:
...redacté las leyes para am bos, grande y pequeño,
por igual, ajustando a cada cual recta justicia.
(54) El nom bre está tom ado en préstam o de fuera, en concreto de la A rgólida,
en donde sencillam ente significaba «Asam blea (del pueblo)»; pero en A tenas, en
cam bio, desde Solón se distinguió entre la H eliea, el tribunal popular, y el demos,
el conjunto de los ciudadanos congregados; εκκλησία es la denom inación de las
las particularidades de la nueva constitución — que, por lo demás,
retuvo muchas instituciones antiguas— hay una en especial que asi
mismo nos interesa desde el punto de vista sociohistórico. Los pri
vilegios políticos del estrato dirigente ya no estarán vinculados a
p artir de ahora al nacim iento, sino al patrim onio. Así se desprende
de la llamada clasificación soloniana, que realm ente es, con gran
probabilidad, presoloniana, aunque fue m odificada por Solón en un
aspecto decisivo.
Para ilustrar y fundam entar esta afirmación es preciso partir del
conocido ordenam iento soloniano. E n función del mismo los ciuda
danos eran distribuidos, a tenor de sus rentas anuales, en cuatro ca
tegorías, a partir de las cuales se graduaron los deberes militares,
la tributación y los derechos políticos:
asam bleas particulares del demos. Solón únicam ente puede haber introducido este
extranjerism o, ή λ ια ία , en su significado específicam ente ateniense («tribunal del
pueblo») cuando en su país de origen, es decir, precisam ente en la Argólida (junto
a la A sam blea popular tam bién) designaba ya al tribunal del pueblo. Vemos aquí
otra vez cómo A tenas no en todas las cosas llevaba ventaja a los demás griegos.
que hace expresa referencia a una determ inada renta mínima den
tro, precisam ente, de esa misma clasificación, sólo su delimitación
presupone un procedim iento desarrollado en la estimación de la
renta; el resto de los nom bres alude a manifiestos signos distinti
vos: el jinete, la yunta de bueyes, el trabajo al servicio de otro, sig
nos que perm iten reconocer sin mayores problem as la vinculación
a uno de los tres antiguos estratos de la población que practica la
agricultura (grandes propietarios, campesinos con dedicación abso
luta, labriegos arrendatarios o individuos sin tierras). Estas tres vie
jas categorías tienen tam bién asignado un lugar fijo en la organiza
ción de las movilizaciones militares: los hippeis sirven a caballo, los
zeugitai como hoplitas, m ientras que los thetes no realizan, por re
gla general, ningún tipo de servicio, y en caso de necesidad lo ha
cen como infantería ligera o como rem eros en las naves de guerra;
lospentakosiom edim noi no se diferencian, en este punto, de los hip
peis. D e esta form a queda suficientem ente claro que en origen hubo
sólo tres grupos, hippeis, zeugitai y thetes, y que los pentakosiom e
dimnoi sólo con posterioridad fueron entresacados de la categoría
de los «caballeros», en el preciso m om ento en que se introdujeron
los escalones de ren ta cifrados en fanegas y la tabla de reducciones,
la cual facilitó la adecuada incorporación a su categoría tam bién a
aquellos ciudadanos que no dependían de la agricultura.
Todo esto ocurrió, lo más tarde, bajo Solón —cuyos fragm en
tos de leyes constituyen un buen testimonio de toda la clasificación,
así como de la tabla de reducciones (F 77 R usch.)— , pero es p ro
bable que precisam ente sucediera gracias a él. Pues creemos saber
que según la constitución soloniana los principales cargos públicos
estaban reservados a los pentakosiom edim noi (55); con ello se su
primía, al m enos en cuanto a la form a, la más característica políti
cam ente de entre las prerrogativas de la aristocracia (hereditaria),
y era reem plazada p o r un privilegio de la riqueza (heredada o ad
quirida): una reform a intrínsecam ente tan incisiva no resulta fácil
creer que pudo realizarla un antecesor de Solón. Pero tampoco cabe
ignorar que esta reform a en la realidad no modificó demasiadas co
sas respecto a la situación preexistente. Pues la m ayoría de entre
los miembros de la prim era categoría censual tendrían que p er
tenecer, dadas las circunstancias todavía predom inantem ente agra
rias, al círculo de los grandes propietarios de rancio linaje, lo que
equivale a decir a la antigua aristocracia. A un paso de esta idea
surge la sospecha de que Solón haya introducido su prim era cate
goría censual precisam ente porque le era imprescindible para, fo r
m alm ente, abrir las m agistraturas superiores a un círculo más am
plio, y sin em bargo, a juzgar por los hechos, restringirlas a la anti
gua aristocracia; una solución de compromiso como ésa encajaría
La t ir a n ía
: C L ÍST E N E S y LOS C O M IE N Z O S D E LA D E M O C R A C IA
(56) A ristót., A then. Pol. 8, 4; cf. 31, 1; Plut., Sol. 19, 1. Sobre la cuestión vid.,
por ejem plo, H ignett, op. cit., pp. 92 y ss.; P. J. R hodes, The A thenian B oule (1972),
pp. 208 y s.; M. Z am belli, L ' origine délia bule dei Cinquecento, en Q uarta misce
llanea greca e rom ana (1975), pp. 103 y ss. (M. M anfredini-) L. Piccirilli, L a vita di
Solone (1977), pp. 213 y ss.
se: siguieron representando papeles contrapuestos e instrum entali-
zaron la organización democrática, con la normativa establecida por
Clístenes, tanto como pudieron, hasta que finalmente se les esca
pó a todos ellos de las manos.
A tenas, ya lo hemos señalado, no constituyó ningún caso es
pecial. D e m anera similar se llegó tam bién en otras partes del m un
do griego a reform as de carácter dem ocrático, a la implantación de
algunos apartados democráticos aislados en la constitución o inclu
so a sistemas constitucionales totalm ente dem ocráticos, aunque al
principio fueran aún instrum ento y juguete de la aristocracia. N a
cieron así grandes diferencias entre las zonas del m undo griego fa
vorables al progreso y aquellas otras conservadoras; en la columna
de las que, tam bién en este campo, no avanzaron el camino de la
evolución, contabilizamos en especial a los Estados-linaje, así como
a E sparta y Creta. Allí donde se obtuvo una democratización más
o m enos palpable los medios técnicos universalm ente aplicados fue
ron, con escasos retoques, los mismos: redistribución del territorio
y de la ciudadanía; constitución de un nuevo Consejo, anual, de nu
merosos miembros (que en parte com partirá su existencia con el an
tiguo Consejo nobiliario, como le ocurre en A tenas al Consejo de
los 500 con el A reópago); robustecim iento de la Asam blea popu
lar, es decir, del único órgano en donde desde un principio el peso
de ricos y notables fue relativam ente exiguo; apertura de los cargos
públicos a círculos cada vez más amplios (por ejem plo, en A tenas
el arcontado se hizo prim ero, no sabemos exactam ente cuando, ac
cesible a los hippeis, y luego en el año 457 tam bién a los zeugitai);
substitución de las elecciones por el sorteo; introducción de nuevos
cargos, la mayoría en colegios plurales, en los que desde su crea
ción el poder se hallaba repartido, en la m edida de lo posible, en
tre muchas cabezas, etc... Todo lo cual era factible únicam ente por
que la concepción de la naturaleza del derecho, y con ello de las
norm as que regían el conjunto de la vida, había cambiado de raíz.
A ntaño se había entendido el derecho, tal como venía dado por la
tradición, como eterno e inm utable; desde tal punto de vista aún
llegó a m antener su fuerza básica después de codificado, aunque en
la práctica ya entonces había sufrido, como hemos visto, una refor
ma muy consciente. Pero el proceso tam poco se realizó después de
la codificación del derecho; antes bien se aprendió a transform ar el
derecho en otro más avanzado m ediante nuevas leyes, como con
venía a las necesidades y a los intereses de quienes directam ente
m arcaban la pauta. Ya antes debim os incluso aludir al hecho de
que el espíritu de la época se apartó más y más de las originarias
ataduras de la tradición, y finalm ente degeneró en un furor de re
formas com pletam ente racionalista.
¿H asta dónde se dieron esfuerzos paralelos, con esta dem ocra
tización del orden estatal y jurídico, para lograr la reparación de
las diferencias sociales en el ám bito económico? Lo prim ero a re
tener es que muchas de Jas reform as llevadas a cabo en el curso de
la época arcaica tendían precisam ente a m ejorar la posición econó
mica de los más débiles: no hay más que pensar en la mitigación
del derecho de deudas o, por ejem plo, en la ley de Solón que obli
ga al padre a determ inar el aprendizaje por sus hijos de un oficio,
y sobre todo en las m edidas de Solón para el fom ento del comercio
y la industria, así como en la prohibición (F 65 Rusch.) de exportar
del Ática subsistencias (excepto aceite). Mucho más lejos que aque
llas leyes, a las que estaba reservada im perecedera vigencia, llega
ron otras medidas inusuales y extrem as, como la seisachtheia solo-
niana: acciones sem ejantes se ejecutaron com únm ente en Grecia y
aún con más frecuencia fueron exigidas por la población. Ocasio
nalm ente se pudo, en situaciones de excepción, haber ido todavía
más adelante y haber redistribuido todas las propiedades, al menos
toda la propiedad rural; Solón tuvo en todo caso que hacer frente
a tales pretensiones, pero las desestimó enérgicam ente. En cuanto
sucedió realm ente algo parecido, fue porque se trataba de medidas
extremas de carácter revolucionario en conexión con enconadas lu
chas internas; desde luego, en ninguna parte surgió por ello un n u e
vo y duradero régim en, que sólo pudo ser aprobado merced a un
ajuste entre los partidos. A dem ás, poco im portaba qué rumbo to
m aran los disturbios; los notables y ricos estaban por ello expues
tos continuam ente a grandes peligros: muchas veces encontrarían
— como paladines en ambos mandos— la m uerte, y aún con m ayor
frecuencia fueron arrojados del país y sus bienes confiscados. Pero
todo esto puede que produjera m enores consecuencias en la nive
lación de las fortunas que en el relleno de la diezm ada aristocracia
con los círculos de nuevos ricos; pues si en tales épocas la riqueza
puede rauda desvanecerse, tam bién es cierto que se reconstruye con
facilidad. En suma, pues, dudosam ente cabría aceptar que las con
troversias de la época arcaica tardía (y con ella la incipiente dem o
cratización) hayan disminuido los contrastes entre pobre y rico.
(57) Por desgracia queda oscuro si eran siem pre las mismas personas quienes cul
tivaban los campos y tripulaban las naves; cabría im aginar una alternancia p or turnos.
D iodoro, sin duda Timeo de Taurom enio (hacia 300 a. C.): las res
tantes islas tam poco eran ya explotadas colectiva, sino individual
m ente, pero continuaban siendo, al igual que antes, una posesión
estatal, y en su virtud eran redistribuidas cada veinte años. Como
puede apreciarse, este comunismo de época primitiva, forzado por
especiales circunstancias, en el ámbito agrícola todavía surtió efec
tos durante un tiem po en form a más atenuada; lo cual tiene una ex
plicación bastante lógica si se pone de manifiesto cuán tenazm ente
suelen quedar sujetas al suelo las clasificaciones legales (58).
Las circunstancias de E sparta y C reta son tan sumamente aná
logas que aconsejan abordarlas aquí conjuntam ente (la afinidad es
triba, en prim er térm ino, en la común herencia doria, que perm a
neció muy bien resguardada en el aislamiento geográfico de E spar
ta y C reta, y en segundo térm ino en las relaciones de vecindad, en
tre ambos territorios). E n este lugar no vamos a hablar de la espe
cial constitución política de E sparta — ya lo hemos tratado som era
m ente en otra parte— , sino del régimen de vida en común con a rre
glo a un sistema de categorías de edad.
E n Esparta — entre los espartanos con plena ciudadanía; al m e
nos sobre ello disponem os de la docum entación pertinente— y en
Creta sólo las niñas y m ujeres podían pasar la mayor parte su vida
privadam ente en el círculo familiar, pero los niños y hombres esta
ban una gran parte, cuando no prácticam ente toda su existencia,
no en su propia casa, con sus padres, m ujeres e hijos (ni tampoco
atendían las labores de producción), sino en las asociaciones de ni
ños o de hom bres respectivam ente — reguladas por el Estado bas
tante detalladamente— . Los hombres adultos comían juntos en gru
pos de comensales (syssitia) (59), y los más jóvenes de entre ellos
dormían tam bién juntos; los niños participaban prim ero en los syssi
tia de sus padres, pero más tarde form aban como adolescentes (efe-
bos, cual solían calificarlos los griegos) agrupaciones especiales de
jóvenes (llamadas άγέλαι, rebaños), que comían y dorm ían juntos
y bajo la dirección de algunos adultos eran educados como guerre -
(60) Esta hipótesis queda en principio insinuada por ia com paración con las ins
tituciones de E sparta genéticam ente próxim as, m as en su favor aboga tam bién la p ro
babilidad interna: no es m uy plausible que antiguam ente el E stado hubiera corrido
con todos los gastos y sólo después se añadieran las cuotas (directas) de cada p a rtí
cipe; mucho más verosímil es que el E stado iniciara la subvención cuando las p ro
pias aportaciones de los com ensales ya no bastaran.
(61) Para el caso de E sparta ya se atestigua así en la O disea (4, 621 y s.).
«rebaños» de muchachos se constituyen en C reta m ediante adhe
sión voluntaria a los mozos de m ayor porte, cuyos ricos progenito
res tom an luego a su cargo la guía de los oportunos «rebaños» (es
preciso darse cuenta de lo mucho que significaba, para todo el res
to de la vida de una persona, la ligadura contraída de esta manera).
Estas instituciones, ocasionalm ente calificadas de comunistas,
llevan por tanto en su interior elem entos aristocráticos que no p o
demos desconocer (lo que resulta perfectam ente claro si atendem os
al am biente en que nacieron y fueron cultivadas).
LA ÉPOCA CLÁSICA
IN T R O D U C C IÓ N : SIT U A C IÓ N PO LÍT IC A
(62) A ristóteles piensa sin duda sólo en los ciudadanos (adultos y niños, hom
bres y m ujeres), no en los m etecos y esclavos; únicam ente ciudadanos com ponen la
antigua polis.
feren d as de una ciudad a otra, y en especial de nuevo entre los terri
torios helénicos más conservadores y los que han alcanzado mayor
auge en su desarrollo. E ntre las poblaciones del lejano norte (en
M acedonia y en algunas zonas del Epiro) se m antiene la m onarquía
hereditaria hasta más allá del final de la época clásica, aunque en
parte, es cierto, se hallaba estrecham ente limitada; en Tesalia aun
se recurre a un rey electivo vitalicio (llamado tágos y más tarde, m e
nos presuntuosam ente, arconte), bien que su elección únicam ente
se disponía cuando su presencia era necesaria; por último todavía
descubrimos, al menos en E sparta, un pujante consejo aristocráti
co, la gerousía, a la que pertenecían de por vida los «mejores» dis
tinguidos por el pueblo m ediante elección, es decir, que eran ade
más los más notables y aventajados, con una edad mínima de se
senta años. A cerca del pequeño grupo tribal de los Malios, que vi
vían en la vecindad de las Term opilas, A ristóteles (Pol. IV 1297 b,
14 ss.) refiere una antiquísima disposición que en su época ya había
perdido toda vigencia: en virtud de la misma, los en otro tiem po ho-
plitas, que a causa de su edad ya no eran capaces de prestar servi
cios en cam paña, com ponían la Asam blea consultiva y decisoria,
que elegía entre el grupo de los hoplitas en activo a los magistrados
— quienes, entre otros com etidos, debían capitanear al ejército en
guerra—. Que en estas comarcas atrasadas tampoco se podía eludir
del todo la influencia de las partes más desarrolladas de Grecia, es
algo que se explica fácilmente: aquí y allí se fue m odernizando la
constitución en concretó según el patrón ateniense o bajo el ascen
diente de doctrinas políticas desplegadas por los teóricos. Pero en
conjunto cabe afirmar que estos lugares salvaguardaron perfecta
m ente su carácter durante toda la época clásica; los avances políti
cos (y sociales) de la época helenística arrancan en considerable m e
dida no de la situación de las regiones de Grecia con un alto grado
de desarrollo a finales de la época clásica, sino justam ente de estos
casos que m antenían elem entos arcaicos.
Si, no obstante, debemos concentrar nuestra atención en prim er
térm ino a las circunstancias existentes en los territorios avanzados,
no es exclusivamente porque nuestras fuentes procedan casi sin ex
cepción de estos sitios, sino tam bién porque la civilización griega
debe precisam ente su em inente posición dentro de la Historia ge
neral de la cultura (y, por consiguiente, la Historia de la H um ani
dad) a la naturaleza propia de las zonas de Grecia más desarrolla
das. Si querem os tom ar en consideración la relación existente entre
sus grandes creaciones culturales y la organización social de aquella
época, en tal caso hem os de plantearnos sin más la situación en las
regiones avanzadas.
E n estas comarcas tam poco se produce una ruptura entre,,1a épo
ca arcaica y la clásica, y la evolución alcanza todos los ámbitos de
la vida sin perturbaciones. Por lo que atañe en particular al desarro
llo de la organización del E stado y de la sociedad, en principio se
detecta un decidido y continuo progreso — que sigue el mismo rum-
bo— , pero luego, todavía en el curso del siglo v , reduce su m archa
de una m anera tan espectacular —con acentuadas tendencias a la
reacción y a la restauración, como más adelante tendrem os ocasión
de ver— que globalm ente la situación de la época clásica, muy al
contrario que la de la arcaica, se puede considerar muy bien como
algo estático. 5
Ciertam ente esto no significa que desde ahora (en oposición al
turbulento período arcaico) domine la escena un sosegado am bien
te político y social. Por contra, antes y después estallaron crudas lu
chas internas, las cuales se hallaban bastantes veces en conexión
con antítesis políticas externas. Hay dos ideales de la organización
política y social que se contraponen, «democracia» y «oligarquía»,
«gobierno del pueblo» y «gobierno de la minoría»: el uno se tenía,
generalm ente, p or cosa de las masas, el otro como propio de los ri
cos y notables (sin que nada se altere por el hecho de que habitual
mente fueran personas ricas y notables quienes pilotaran ambos
bandos).
La d e m o c r a c ia
(64) Cf. E . Kluwe [299] pp. 303 y s., quien desde luego pone acertadam ente al
descubierto la tendencia antidem ocrática de tales testim onios, aunque no por ello
debam os dudar de que encierran un tanto por ciento de verdad.
la m ayoría, y más aún, que por lo m enos a prim era vista respon
diese tam bién a sus intereses; con otras palabras, estos individuos
que conducían a los ciudadanos tenían que realizar una política de
m ocrática si querían conservar el poder; no pocas veces se trató de
una política demagógica, es decir, de una política practicada por ta
les personajes en contra de una m ejora en el grado de cultura para
granjearse las simpatías del pueblo y, de esta m anera, preservar su
propia posición influyente. A sí lo prueban tam bién los resultados
de la política realizada por la dem ocracia; más adelante nos referi
remos al aspecto más im portante para la historia social, la política
de asistencia a los menesterosos.
D e todos modos, la soberanía del pueblo, según habrem os aún
de com probar, posee sus límites prácticos, aun cuando su im por
tancia — en época prehelenística— no deba ser exagerada. Tropie
za además con barreras sistemáticas. Por encima de la voluntad de
la mayoría del pueblo están las leyes. U n simple decreto de la m a
yoría de la A sam blea popular, un psephisma, ha de esperar bastan
te tiem po para convertirse en ley (nomos). En cuanto un psephis
ma contraviene una ley puede decretarse su invalidez m ediante p ro
cedim iento judicial; la denuncia de ilegalidad que desemboca en tal
procedim iento (γραφή παρανόμω ν) produce, en principio, el efecto
de suspender el decreto im pugnado. E n el siglo IV la Asam blea po
pular deja de ser com petente para disponer por sí mismas nuevas
leyes; esto podrá hacerse únicam ente, gracias a un complicado sis
tem a similar a un proceso, por m edio de colegios especiales, for
m ados por varias personas, de «legisladores» (nomothetai), colegios
que en razón de su composición se asem ejan a los juzgados com
puestos por múltiples m iem bros (las diferentes salas en que se di
vidió la antigua H eliea soloniana). Esto supone innegablem ente una
restricción básica, realm ente im portante, de la soberanía popular,
que obedece a la convicción profundam ente enraizada en el pensa
m iento político griego de que por encima de cualquier capricho del
soberano tiene que figurar la ley, en caso de que deban ser garan
tizados el derecho y la libertad. Pero en la práctica, ¿es esta limi
tación significativa? En la política cotidiana lo es, y mucho, pues
perm ite a los políticos diestros no sólo prom over dificultades a sus
adversarios (al condenado por ilegalidad de una de sus propuestas
le am enazan sensibles sanciones), sino tam bién en muchos asuntos
concretos arrebatar a la A sam blea popular la decisión y encom en
darla a un juzgado, que habrá de pronunciarse sobre la γραφή π α ρ α
νόμων; así se ganaba, por lo pronto, tiem po, y se detenía la inmi
nencia de un veredicto que, con independencia de cuál fuera el
resultado, no era fácil de prever. Pero — y ello es lo que nos
interesa en nuestra exposición— este traslado de la decisión de la
A sam blea al tribunal popular (o, luego, de la tarea legislativa de la
A sam blea popular al colegio de los nomothetai) no significa que se
privara de la resolución final a la m asa del pueblo y ésta quedara
reservada a otro estrato social. D e los distintos juzgados (y del
colegio de los nomothetai) eran de nuevo miembros esos mismos
ciudadanos corrientes, en su mayor parte ancianos de las capas
más pobres, para quienes las (modestas) dietas constituían la úni
ca razón que les movía a registrarse en las listas de jueces y a
esperar luego ser asignados por sorteo a los distintos juzgados. Se
puede afirmar con cierto derecho que en la dem ocracia ática — y
tam bién, de forma muy parecida, en las democracias griegas— más
alto que la, en teoría, soberana Asam blea, se encuentra el T ribu
nal popular; pero, precisam ente por tratarse de un Tribunal popu
lar su posición no modifica en absoluto a ningún efecto la «sobera
nía popular», al contrario, si cabe Ja acentúa todavía con m ayor
intensidad.
O l ig a r q u ía y t ir a n ía
E c o n o m ía y p o b l a c ió n
(67) Cf. la entretenida anécdota sobre Agesilao que transm ite Plutarco. Ages.
26, 6 y ss. (con otros paralelos).
Entre las fuentes de riqueza m erece especial realce, ahora como
antes, la minería; luego la banca, que se desarrolla pujante en el
siglo IV , pero aún más que todo ello la m oneda puesta en circula
ción por las grandes potencias (incluido el reino Aquem énida) en
el curso de sus esfuerzos políticos y militares: se puede pensar en
subsidios o en dinero para sobornos, o en el salario de m ercenarios
y rem eros (en expediciones de larga duración incluso de los p ro
pios hoplitas), en la construcción de navios de guerra y de fortifi
caciones, en edificios suntuosos representativos o, finalm ente, en
las dietas o en el dinero para festividades que tan generosam ente
m anejó la democracia. Lo que trajo consigo de auge económico el
siglo V descansa, en prim er térm ino, en este mismo factor, y, por
consiguiente, en la evolución política determ inada por las G uerras
Médicas; pero en lo sucesivo las inmensas pérdidas en hom bres y
mercancías que acarrearon las numerosas guerras pudieron haber
más que anulado el positivo efecto económico de tales esfuerzos.
Es bastante obvio que hacia finales de nuestro período, en la déca
da de los 30 del siglo IV , G recia no era más próspera, sino más p o
bre que cien años antes.
Si no es posible hacerlo en el terreno económico, tampoco en
el demográfico cabe hablar de una evolución positiva y rectilínea.
Las tres mayores potencias griegas nos brindan, en este sentido, un
sombrío panoram a. A tenas posee durante su edad de oro, bajo Pe-
rieles, unos 30.000 ciudadanos (adultos, de sexo masculino), m ien
tras que en el siglo iv hay ya únicam ente cerca de 20.000; este gra
ve descenso, que substancialm ente es debido a la G uerra del P elo
poneso y, dentro de ella en especial, a la trem enda epidemia del
año 430/29, tam poco se vio com pensado, por ejem plo, m ediante
una inmigración sostenida de extranjeros, pues en el año 317 A te
nas contabiliza (al lado de 21.000 ciudadanos) 10.000 metecos exac
tam ente, pero ya en el siglo V encima de los cerca de 30.000 ciu
dadanos que tuvo entonces hubo varios miles de metecos (para el
caso de los esclavos no disponem os de cifras dignas de crédito; sin
em bargo, no hay ningún motivo para pensar en un aum ento del n ú
mero de esclavos a partir de la G uerra del Peloponeso). Siracusa
tuvo qüe renovar sin descanso su población m ediante la admisión
de ciudadanos de urbes vecinas, y luego por el m étodo de distribu
ciones del territorio concedidas a mercenarios y colonos; totalm en
te a finales de nuestro período, a comienzos de la década de los 30
del siglo IV , Tim oleón, el debelador de los tiranos, avecindó en Si
racusa y su comarca a unos 50.000 nuevos ciudadanos. A quí, junto
a las guerras externas fueron las guerras civiles ante todo las que
motivaron aquellas grandes pérdidas (por m uerte, expulsión y aban
dono de las comarcas continuam ente desvastadas).
La población total de E sparta, incluidos los periecos, perm ane
ció durante todo este período prácticam ente constante, a juzgar por
la cifras de movilización que nos han sido transmitidas (de las cua
les se desprende la existencia de un conjunto de unos 10.000 hopli-
tas). Sin em bargo, el núm ero de ciudadanos de pleno derecho, de
espartiatas, fue disminuyendo en el mismo lapso de tiem po de m a
nera continua, e indudablem ente en proporciones catastróficas: en
época de las G uerras Médicas los espartiatas parece ser que cons
tituían la mitad de los hoplitas lacedem onios movilizados; en los pri
m eros años de la G uerra del Peloponeso todavía llegaban a ser casi
un tercio de la leva; en Leuctra, en el 371, entre los aproxim ada
m ente 6.000 hoplitas lacedem onios (que no eran dos tercios com
pletos de] reclutamiento total) se hallaban nada más que 700 espar
tiatas. Jenofonte (Laced. Pol. 1, 1) cuenta a Esparta entre los es
tados de población más deficitaria; y este mismo autor en otro p a
saje (Hell. III 3, 5, referido al año 399) retrata al conspirador Ci-
nadón en el ágora de Esparta efectuando el recuento de los espar
tiatas, «uno de los reyes, los éforos y gerontes, y además otros cua
renta» (es decir, en total no pasaban de 70): los conspiradores de
berían considerar a estos pocos como enemigos, m ientras que a to
dos los demás que se hallaban reunidos en el ágora, más de 4.000
individuos —fundam entalm ente, no cabe duda, periecos e hilo-
tas— habrían de tenerlos por aliados. Así pues, Esparta constituye
tam bién en este punto un notorio caso aparte: el enorm e retroceso
en el núm ero de espartiatas cabe en prim er térm ino reducirlo, por
lo que a través de las fuentes podem os descubrir, a la concentra
ción de las parcelas rurales, que ya no perm itía a un grupo cada
vez m ayor de espartiatas aportar las contribuciones prescritas a las
syssitia y para la agogé de sus hijos (de m anera que en determ ina
dos casos eran ellos mismos, y en otros sus hijos, quienes debían
ser excluidos de la plena ciudadanía), y a su vez forzaba a otros a
alcanzar una extrem a limitación del núm ero de hijos: en tales cir
cunstancias las bajas por guerra debieron producir acusados efectos
y, m ediante las transm isiones hereditarias, favorecer de nuevo la
concentración de las parcelas rurales y propiciar, por tanto, el au
téntico m otor del infortunio.
La «escasez de hombres» (la όλιγα νθρω πία, para expresarnos
como los griegos de aquella época) de estos tres «grandes estados»
tuvo pues, en cada caso, sus especiales razones históricas (entre las
cuales, a decir verdad, sobresalen p o r su destacado papel las guerras
externas e internas y sus consecuencias). A buen seguro constitui
ría un desacierto generalizar estos fenóm enos y extraer de ello la
conclusión de que sería el tem pestuoso aum ento de población el
que dio en Grecia una peculiar im pronta, como vimos, a la época
arcaica, y que luego se habría llegado en el siglo V a una paraliza
ción, además de haberse iniciado ahora aquel proceso que condujo
más tarde, en época helenística y rom ana, a la despoblación de que
se lam entan Polibio y muchos otros tras él. E n sentido opuesto cabe
alegar el testimonio de los muchos miles de m ercenarios griegos que
a finales del siglo V y sobre todo luego, en el IV , se hallaron peren
nem ente en activo, el de las num erosas personas expulsadas y apá-
tridas que, en las mismas fechas, vagaban por los territorios griegos
y no encontraban fácilmente acogida en alguna parte —luego h a
blaremos otra vez sobre esto— , el de la facilidad con que en época
clásica se podía tam bién obtener el concurso de colonos para la fun
dación de nuevos asentam ientos o como refuerzo com plem entario
para otras ciudades — tam bién a ello tendrem os que referirnos en
seguida— , y especialm ente el de la emigración en masa hacia O rien
te, que empieza inm ediatam ente después del final de este período,
no bien que el Im perio Persa sucumbió ante M acedonia. Sin em
bargo, parece como si G recia, globalm ente considerada, hasta el si
glo IV (y hasta más tarde) hubiera de ser tenida todavía por una co
m unidad con exceso de población, y que por tanto el total de h a
bitantes sólo podría haber decrecido insignificantemente, si es que
ocurrió algo sem ejante. D esde luego hay que contar con el hecho
de que en las comarcas rezagadas del oeste y del norte, desde A r
cadia, Elide y Acaya hasta É piro y M acedonia, tam bién en este'pun-
to, como en otros aspectos, aún regía una situación arcaica, es d e
cir, una prolífica población campesina no cesaba de poner en culti
vo nuevos suelos y despachaba pasajeram ente a los hijos habidos
en exceso a la búsqueda de más tierras o de otros nuevos recursos,
o bien los despedía a perpetuidad hacia un país ajeno. D e hecho
estas regiones eran justam ente las fuentes de suministro de la m a
yoría de los m ercenarios, y su im portancia política y militar en las
confrontaciones entre los griegos iba consecuentem ente, con su flo
reciente potencial, en incesante aum ento; sólo en época helenística
alcanzaría su apogeo. Todo ello compensó hasta cierto punto el es
tancam iento y el incipiente retroceso en las zonas verdaderam ente
ocupadas por poleis; pues aquí, en los territorios «modernos» del
mundo griego, prácticam ente tam poco cabe hablar —incluso pres
cindiendo de los casos extrem os constituidos por las tres grandes p o
tencias— de un proceso demográfico positivo desde la época clási
ca tem prana; desde entonces la población campesina favorable a la
reproducción fue a m enos de m anera sistemática, y las continuas
guerras supusieron a la postre una carga mucho más pesada para
tales territorios que para las regiones más distantes, pero en parte
m ejor dotadas por la naturaleza, del oeste y del norte.
E n definitiva, tan im propio es hablar de un progreso en el, efec
tivam ente, explosivo increm ento de población que caracteriza la
época arcaica, como de lo contrario, es decir, de un retroceso ge
neral de la población y de una carestía de hom bres; antes bien, en
última instancia los procesos regionales divergentes parecen haber
se equilibrado am pliam ente unos con otros. Es el mismo cuadro
que, sin duda, se desprende de la historia de la colonización griega
en época clásica.
La fuerte onda de la colonización había ya culminado sensible
m ente hacia finales de la edad arcaica, pero —frente a lo que cons
tituye una interpretación que goza de partidarios— en absoluto se
hallaba paralizada. En realidad los griegos hasta bien avanzada la
época helenística jam ás cesaron de crear colonias.
D esde luego, la fundación de ciudades griegas en la periferia
del m undo heleno, en suelo hasta entonces bárbaro, como, por
ejem plo, en Tracia o Sicilia, constituye en estas fechas un hecho bas
tante esporádico; en parte ello pudo muy bien depender de que la
presión de la población, que en época arcaica había forzado incluso
la realización de peligrosas em presas en el lejano O riente, había
m ientras tanto aflojado perceptiblem ente, pero mucho más aún de
que, en lo fundam ental, las fronteras tanto naturales como políti
cas de la colonización griega ya se habían alcanzado en época ar
caica, y en el intervalo ni las condiciones naturales ni las políticas
favorables a una expansión de los griegos habían experim entado
cambio alguno. D e todos m odos, la idea de que tales fundaciones
eran posibles y deseables continuó com pletam ente viva. Una h er
mosa prueba de ello nos la sum inistra el relato de Jenofonte (Anab.
VI 4, 1 ss.) sobre una localidad de nom bre Κ άλπης λιμήν («Puerto
de Calpe»), en la costa septentrional de Bitinia, que los D iez Mil,
antiguos m ercenarios del pretendiente al trono persa, Ciro, caído
en el 401 en la batalla de Cunaxa entablada contra su herm ano, el
G ran R ey A rtajerjes II, tocaron durante su viaje de regreso en el
año 400. A Jenofonte, su jefe, le rondaba con bastante frecuencia
el proyecto de establecer una colonia con los D iez M il en el M ar
Negro; pero aquellos m ercenarios en gran parte no eran, como el
propio Jenofonte nos explica (A nab. VI 4, 8), emigrantes en pos
de una nueva tierra, sino típicos soldados a jornal, que año tras año
disiparían su juventud alistados al servicio de intereses ajenos, pero
deseando regresar con sus economías a la patria, de suerte que no
podían encariñarse con la ocurrencia de quedarse en el extranje
ro, A la luz de estas desengañadas aspiraciones contem pló Jenofon
te aquel «Puerto de Calpe»; y de su m inuciosa descripción del lu
gar se advierte que le agradaría tener nuevos motivos para volver
a acariciar sus proyectos, y que su pretensión sería entonces la crea
ción de una colonia en tal paraje. E n prim er lugar pone de relieve
su ventajosa posición para la navegación y elogia después su em
plazam iento tan bien resguardado, en una península riscosa unida
a tierra firme sólo p or un estrecho istmo, con un puerto natural y
una fuente que m ana en abundancia. Mas la continuación perm ite
com probar que Jenofonte descubre las auténticas razones para la
existencia de esa futura colonia en el ám bito agrario; pues no se can
sa de celebrar las oportunas ventajas de los contornos, la riqueza
forestal, particularm ente en m aderas para la construcción naval que
se hallaban directam ente junto al m ar (de m anera que se podían
transportar con facilidad), un suave terreno quebrado apto para
arbolado y una feraz planicie con múltiples aldeas populosas (68),
donde en gran abundancia existe cebada, trigo y mijo, toda clase
de legumbres, higos y un soberbio vino, «y todo en absoluto,
menos olivas» —que corrientem ente podían ser bastante bien
reemplazadas por el sésamo, apreciada planta oleaginosa— . A fal
ta de relatos contem poráneos de los años de la gran colonización
(siglos VIII-VI), este testim onio de un griego de época clásica, curti
do por los viajes, acerca de las condiciones naturales para la insta
lación de una colonia ideal encierra para nosotros inestimable va
lor (69).
Así pues, la creación de una nueva colonia en territorio bárba
ro quedó, en el presente caso, en un simple sueño. Pero los griegos
siguieron soñando, y hacia finales de la época clásica incluso se em
pezó a pensar más y más en una sistemática colonización de los paí
ses bárbaros a gran escala, y concretam ente a costa del Im perio P er
sa. La idea de que el reino persa podría ser conquistado fácilmente
se acaba de extender desde el feliz regreso de los D iez Mil; el
rey espartano Agesilao acometió en el año 396 la expugnación del
Asia M enor occidental; hacia el 370 Jasón de Feras, señor de T e
salia, se hizo la ilusión de dom inar el Im perio Aquem énida; y del
año 346 data una carta abierta del famoso orador político atenien
se, Isócrates, al rey de M acedonia Filipo II (transm itida como el 5."
de los «discursos», es decir, de los panfletos, de Isócrates), en la
que le aconseja (120 ss.) conciliar a los griegos con miras a una
guerra contra los persas, y si no todo el im perio, conquistar al m e
nos la parte occidental de Asia M enor (hasta una supuesta franja
de tierra que cruzaría de Sinope a Cilicia) y ponerla a salvo m e
diante la instalación de colonias; de esta m anera el cúmulo de in
dividuos sin patria, particularm ente de m ercenarios, verdadera ca
lamidad pública en Grecia durante aquellos tiem pos, podría encon
trar un nuevo hogar (70). Es notorio que durante el mismo año de
(68) ¿Con qué fin alude Jenofonte a esta aldeas? ¿Acaso sim plem ente para m os
trar que el país podía nutrir a m uchas personas? Esto ya quedaba plenam ente de
m anifiesto en todo el resto de la descripción, así que la mención de los «num erosos
y poblados lugares» tendría m ás bien la desventaja de indicar que el territorio no c are
cía entonces de dueños y que, por tanto, haría falta prepararse para encontrar una opo
sición. La sospecha más certera es que Jenofonte no piensa en la destrucción de es
tas aldeas y la expulsión de sus habitantes, sino en subordinarlos al dom inio de la
nueva urbe, cuyos ciudadanos podrían luego vivir en parte de las contribuciones de
los nativos, como no era infrecuente en el m undo colonial y está atestiguado ju sta
m ente en el caso de las dos ciudades griegas más cercanas, Bizancio y H eraclea del
Ponto.
(69) U na com paración m ás oportuna con m odelos de la época arcaica surgiría
de un pasaje de la O disea (9, 116 y ss.), en que se describe la isla situada frente al
país de los Cíclopes: tam bién aquí se destacan la feracidad de los cam pos, la buena
ensenada y la copiosa fuente. D esde hace tiem po se ha considerado que este pasaje
refleja las emociones y deseos del prim er colono griego.
(70) N ótese que.Isócrates caracteriza a los m ercenarios como absolutos apátri-
das, m ientras que Jenofonte, según acabam os de com probar, nos los m uestra sola-
su m uerte, 336, Filipo había em pezado ya efectivam ente la guerra
contra los persas, y que su hijo A lejandro culminó la em presa y le
vantó de hecho no pocas ciudades griegas, aunque sus sucesores
construyeran todavía muchas más. Pero todo esto queda ya fuera
del límite inferior de la época clásica, aunque, como estam os vien
do, constituyó la m aterialización de un proyecto nacido en este
período..
Sin em bargo, mucho más significativa que la colonización de las
regiones bárbaras fue, en los siglos V y IV , la colonización dentro
del propio m undo griego, en especial por parte de las grandes p o
tencias, A tenas y E sparta, llevada a cabo para afianzar sus zonas
de dominio; la política dio sus frutos, en parte, en comarcas hasta
entonces muy escasam ente pobladas — los eventuales habitantes p o
dían ser admitidos en la nueva colonia— , pero sobre todo en aque
llos países cuyos anteriores ocupantes fueron desalojados por el ven
cedor. Pasaré p o r alto los ejem plos concretos pues únicam ente de
seo poner de relieve que en este proceder predom inan, ciertam en
te, objetivos político-militares — se tiende a proteger el propio
país, a dom inar tierras ajenas y a la adquisición de nuevos puntos
de apoyo precisam ente en señaladas rutas marítim as o terrestres— ,
pero que la colonización constituye ante todo, incluso en estos ca
sos, una m edida que afecta a la historia agraria: decididamente se
rep arten parcelas a los nuevos colonos — de idéntica extensión,
como siempre se hizo en la colonización griega— , y con tal motivo
los com ponentes de la colonia tam poco ahora, como ya sucedía en
época arcaica, procedían siem pre de la m etrópoli; con gran frecuen
cia se recurre a colonos llegados de lejanos lugares del m undo grie
go, y es evidente que eran personas sin tierra y sin patria los prin
cipales pretendientes a participar en los nuevos establecimientos;
por lo demás, tam poco es raro que los colonos sean aliados p ro
pios, expulsados de su país por el enemigo, los cuales de esta for
m a quedan provistos otra vez de tierras. Por consiguiente no debe
mos m enospreciar el alcance sociohistórico de esta colonización
como tabla de salvación para m uchos desarraigados, pero tam bién
p ara muchas personas que sobraban en su patria, excesivamente
poblada.
E stas colonias de época clásica se distinguen, dicho sea entre pa
réntesis, de las de la edad arcaica en que éstas generalm ente fue
ron estados independientes, pero aquéllas (las colonias de época clá
sica) perm anecieron a m enudo sujetas a la m etrópoli, cuyo poderío
contribuirían a intensificar. U n caso extrem o fue el representado
por las llamadas cleruquías de A tenas. En tales ocasiones se dota
ba fuera del territorio del Á tica a ciudadanos atenienses con parce-
m ente com o soldados tem porales a sueldo, aunque por encima de ello ligados a su
patria. L a distancia de m ás de m edio siglo que separa a ambos autores debe tenerse
en cuenta: en el ínterin se cebaron sobre G recia otros nuevos infortunios, y el nú
m ero de quienes perdieron su patria y todos los medios de vida que poseían, vién
dose así forzados a servir bajo órdenes ajenas, engrosó sin duda abultadam ente.
las rurales (de ahí que recibieran el nom bre de clerucos, «tenedo
res de un lote») y eran asentados en las mismas, sin que con ello
hubiera de asociarse la fundación de una nueva ciudad en sentido
legal; de ahí que los colonos continuaran siendo ciudadanos de
A tenas, puesto que ni siquiera habían recibido un nuevo derecho
de ciudadanía.
P or lo dem ás, colonización tam poco significa siempre fundación
de una nueva ciudad y, por ende, de otra com unidad. Resulta
bastante corriente que una ciudad ya existente para reforzar su
posición contra vecinos hostiles o incluso, sim plem ente, para un
m ejor aprovecham iento de su territorio, convoque a nuevos colo
nos en su territorio, entre quienes luego distribuye nuevas parcelas
ganadas, por regla general, a la tierra comunal hasta entonces
indivisa. La m edida indiscutiblem ente más grandiosa de este géne
ro fue la repoblación de la ciudad y del territorio de Siracusa por la
antigua m etrópoli, C orinto, y por su delegado, Tim oleón, a raíz de
la victoria sobre los tiranos de Sicilia a comienzos de la década de
los 30 del siglo IV; en torno a 50.000 nuevos ciudadanos de Italia y
otras partes de Sicilia, pero tam bién de Grecia y del Asia M enor
helena, recibieron en aquella ocasión las parcelas asignadas. A quí
se puede palpar cómo las regiones deshabitadas y las excesivamen
te pobladas en el m undo griego de aquel tiem po se tocaban de m a
nera estrecha.
U na última advertencia sobre la colonización: su principal im
portancia estriba no sólo en que continuam ente resuelve algo para
el gran núm ero de personas form ado por el excedente de pobla
ción, los apátridas y los desarraigados, sino tam bién en otro aspec
to: da con creces oportunidad de fundar otras ciudades, de cons
truir una nueva organización social desde los cimientos. A sí perm a
nece vivo entre los griegos el convencimiento de que, algunas
veces, se pueden m odernizar librem ente Estado y sociedad, lo
que constituye un acicate para el cultivo de proyectos reform istas,
especialmente en las deliberaciones y escritos filosóficos, pero tam
bién un estímulo para la evolución de las concepciones sobre el
estado ideal y, al propio tiem po, de los razonam ientos utópicos.
Pero éste ya no es el asunto que nos ocupa.
A s p e c t o s g e n e r a l e s s o b r e l a o r g a n iz a c ió n
s o c ia l
L O S N O L IB R E S Y LA M A N U M ISIÓ N
(71) E n los Caracteres de T eofrasto (22, 10) el avaro se abstiene de com prarle
una esclava a su m ujer y se contenta con alquilarle un niño, cuando haga falta, que
pueda acom pañarla en sus salidas.
tes casos rendía incluso mucho más que el trabajo de un esclavo
que trabajara a disgusto y no estuviera suficientemente vigilado; sin
em bargo el esclavo autónom o podía, con tal de ser laborioso y há
bil para los negocios, hacerse con un patrim onio propio — en los pri
m eros años de la G uerra del Peloponeso hubo en A tenas esclavos
ricos (Ps.-Jenof., A then. Pol. 1, 11)— y finalm ente (pronto volve
remos a ocuparnos de ello) com prar su libertad.
Por eso en la G recia clásica los esclavos constituyen sin duda la
m ejor inversión de capital. Su núm ero puede que paulatinam ente,
al menos en aquellas zonas de Grecia que han experim entado una
evolución más notable, se aproxim ara al de la población libre, y qui
zá en algún lugar incluso que lo sobrepasara; sin em bargo carece
mos, por desgracia, de datos num éricos fidedignos. D esde luego en
tre los locrios y los focidios, es decir, en los países m ontañosos de
Grecia central, apenas hubo esclavos — así nos viene afirmado, no
sin cierta exageración (Tim eo F G r Hist 566 F 11)— hasta ya
bien avanzado el siglo IV ; las tareas domésticas eran aquí respon
sabilidad de los m iem bros m ás jóvenes de la familia.
E n tales circunstancias resultó difícil para los griegos apartar de
su vida la esclavitud. Sin duda alguna sabían discernir cuán radical
m ente esta institución se oponía a la igualdad natural entre todas
las personas proclam ada por la ilustración y respetada por la dem o
cracia. Pero acerca de su abolición nunca se había tratado form al
m ente; sólo los filósofos discutieron apasionadam ente sobre la ju s
tificación de la esclavitud, y de paso sum inistraron a la comedia un
lucrativo tema. La praxis vacila continuam ente entre dos posturas:
la aceptación, por un lado, del esclavo como un —en buena m edi
da incluso muy allegado— sem ejante, y por el otro su concepción
como una mera posesión y un «instrum ento animado» (A ristot., E t.
Nie. V III 1161, b 4), que ha de recibir el trato más adecuado a di
cha condición; y en contrapartida la actitud de los esclavos fluctúa
a su vez entre apego y fidelidad en unos casos, anim osidad y aborre
cimiento en otros (72). E n el terreno social respecto a los esclavos
se m antenían, por lo general, las distancias precisas; las alusiones
(72) V id., por ejem plo, Jenof., H ierón 4, 3: los ciudadanos se prestan m utua
m ente el servicio de guardianes tan to frente a los esclavos como frente a los m alhe
chores; E con. 3, 4: unos m antienen aherrojados a sus esclavos, lo cual sólo conduce
a que huyan en m asa; otros les dispensan plena libertad de m ovimientos, y consi
guen así que se queden voluntariam ente y trabajen; Platón, Rep. IX 578 d-579 a:
muchos ricos propietarios de esclavos viven con una total sensación de seguridad, sin
tem or a sus esclavos, porque saben que en caso de necesidad sus conciudadanos h a
brán de prestarles ayuda; sin em bargo, un explotador de esclavos que viviera en so
litario con toda su hacienda y sus esclavos, estaría en una espantosa situación: h a
bría de tem er ser asesinado por los esclavos juntam ente con su familia; Leyes VI
776 d-777 a: m uchos esclavos, com portándose con mayor fidelidad que herm anos e
hijos, pusieron a salvo a sus amos y sus haciendas; por otra parte, se halla muy di
fundido el criterio de que nadie en su sano juicio puede depositar la confianza en
un esclavo respecto a ningún asunto; y de esta m anera hay quienes no tratan a los
esclavos m ejor que a un anim al, m ientras que otros se com portan exactam ente a la
inversa.
a su inferioridad form an parte de los topoi más am ados por la re
tórica. Sin embargo se cuenta de los arcadios, detenidos en un an
cestral sistema de relaciones patriarcales, que en su país invitaban
a los esclavos como huéspedes junto a los señores, se acom odaban
todos en la misma mesa y se les dejaba beber de la misma crátera
(Teopom po F G r Hist 115 F 215); y por otra parte sabemos que en
A tenas, la ciudad más m oderna de Grecia, los esclavos no iban peor
vestidos que los más pobres de entre los ciudadanos, que no eran
aficionados a ceder el paso a los ciudadanos con quienes se trope
zaran en la calle, y que estaban acostum brados a hablar no menos
abiertam ente que un hom bre libre (Ps.-Jenof, A then. Pol. 1, 10;
12).
E n el ordenam iento jurídico los esclavos resultan inequívoca
m ente peor parados que los libres, mas con todo disfrutaban — y
aquí no podem os desarrollar esta cuestión— de una cierta protec
ción jurídica, incluso frente a sus propios señores. Grave parece que
ante el tribunal sólo pudieran declarar puestos bajo torm ento y no
como testigos a quienes se tom a juram ento; sin em bargo tam poco
a los metecos se excusaba del torm ento, y ni siquiera a los ciuda
danos — cierto que se trataba de especiales circunstancias, como po
día ser poner al descubierto un conato de revolución— , y por lo
que atañe a los habituales procesos privados el som eter a torm ento
a los esclavos durante los mismos era sin duda una iniciativa que
frecuentem ente partía de sus dueños, o bien exigida por la parte
contraria, pero sólo porque se suponía siem pre que el contrincante
no daría su conform idad; y esta esperanza jam ás, según lo que co
nocemos, fue defraudada, por lo que cabe pensar que la solicitud
constituía un retórico juego de palabras (73).
M ejor situados están los esclavos públicos (δημόσιοι). Son in
dispensables como servidores oficiales, pero también en la función
de nuestros em pleados subalternos, por ejem plo como auxiliares en
el archivo. Los esclavos del estado eran tam bién movilizados como
obreros para diferentes trabajos oficiales, y excepcionalm ente cabe
valerse de esclavos públicos arm ados en el papel de cuerpo de po
licía: en A tenas 300 arqueros escitas no libres cuidaban en el siglo
V de la quietud y el orden. D e form a que muchos esclavos públicos
son simplemente, a cualquier efecto, empleados; perciben un sueldo
y gobiernan su propia casa. Esto mismo puede tam bién aplicarse a
los esclavos de los tem plos, sobre cuya existencia no tenem os m o
tivos para dudar, bien que en época clásica no exista casi ninguna
noticia sobre ellos — abstracción hecha de las num erosas esclavas
que eran consagradas por los fieles a la A frodita de C orinto, la m a
yoría en cumplimiento de un voto, y a la que servían luego como
heteras— .
L a no libertad se hereda, según fue norm a constante y general
(73) Vid. G . T hür, Beweisführung vor den Schwurgerichtshöfen Athens: die Pro-
klesis zu r Basanos, Sitzungsber. W ien 317, 1977, especialm ente pp. 233 y ss.
en el m undo antiguo; el hijo de padres no libres es tam bién a su
vez, por prescripción legal, esclavo. Se podría pues juzgar que en
tales circunstancias habría tenido que darse tanta progenie de no
libres que hubiera consentido la renuncia a la im portación de escla
vos foráneos; en tal caso se habría configurado una categoría de es
clavos nativos, y las reclam aciones en pos de una emancipación ge
neral de los esclavos no hubieran tardado en llegar (de la misma m a
nera que paulatinam ente se alcanzó la liberación de los campesinos
no libres autóctonos). Pero esta situación no se produjo: prim ero,
porque muchos esclavos m orían sin descendientes — hubo ahora,
otram ente que en época prim itiva, muchos más esclavos masculi
nos que femeninos, y en todo caso las uniones a guisa de m atrim o
nios se autorizaban sólo excepcionalm ente y como especial conce
sión— ; pero tam bién, en segundo térm ino, porque la m anumisión
era frecuente. Junto a la m anum isión graciosa figuraba el autores-
cate: el dueño dejaba libre a su esclavo y aceptaba al propio tiem
po el precio de ajuste. ¿D e quién recibía el amo aquel dinero? No
es raro que provenga de un tercero, que anticipaba en préstam o al
esclavo la suma del rescate; pero por regla general venía del propio
esclavo, que era capaz de redim irse con el dinero que él mismo h a
bía ahorrado. Ello presuponía que el esclavo durante el período en
que había estado sujeto tendría la oportunidad de trabajar por cuen
ta propia: este era desde luego el caso de los esclavos que —com o
ya anteriorm ente señalam os— de los beneficios de su trabajo en
tregaban a su dueño sólo un canon fijo; pero otros muchos, junto
a las labores efectuadas para su am o, en sus ratos libres trabajaron
por cuenta propia para un tercero, tal como a m enudo realizan hoy
los oficiales y obreros especializados; por últim o, muchos esclavos
recibirían ocasionalm ente dádivas, com parables a nuestras propinas
o a los premios de productividad, que irían acumulando y que, se
gún las circunstancias, podían incluso situarlas como un capital a
rendir. Sin em bargo la institución del autorescate gracias a los m e
dios propios del esclavo exige todavía una segunda condición, a sa
ber, que el dueño reconozca como patrim onio del esclavo, si no en
sentido jurídico, sí al m enos efectivo, el dinero que su esclavo h a
bía ahorrado; y este requisito se dio en el m undo griego de form a
bien general, pues la pretensión de los esclavos para que su p atri
monio privado fuera reconocido quedó sólidamente integrada no
en el derecho, pero sí al m enos en la costum bre.
¿En qué situación se encontraban los libertos? La m anumisión
con frecuencia estaba vinculada por la misma ley o por el manumi-
sor a ciertas condiciones, cuyo cumplimiento reducía inicialmente
de m anera sensible la libertad adquirida; especialmente común era
la imposición de perm anecer junto al libertador o uno de sus p a
rientes, y prestarle servicios, hasta la m uerte de aquéllos (lo que se
indica con el verbo παρα μ ένω , o con su com puesto nominal π α ρ α
μονή). Mas en cuanto tales condiciones se cumplían, o si desde el
comienzo no se había establecido ninguna, el liberto era realm ente
libre. Cierto que según el derecho griego no era — al contrario que
en R om a— ciudadano, pero adquiría, de seguir viviendo en el país,
más o menos la misma posición jurídica que un m eteco, y podía,
puesto que se hallaba más habituado que un ciudadano a los traba
jos duros y a m enudo poseía una buena instrucción, alcanzar un bie
nestar; fue a veces menos difícil a esclavos y libertos llegar a pros
perar que a personas pobres, libres de nacim iento; y una no desde
ñable utilidad pudieron revestir las relaciones que subsistían con el
m anum isor y con sus descendientes. Así, una parte considerable de
la población libre que no poseía la ciudadanía se componía de li
bertos y sus sucesores y, por consiguiente, en último térm ino, de
personas de origen foráneo que se agregaron al grupo formado por
los «extranjeros» (ξένοι) (libres).
L O S E X T R A N JE R O S Y LA B A R R E R A D E LA
C IU D A D A N ÍA
(74) En concreto por el orador ático Isócrates; cf. J. Seibert [25], pp. 319 y ss.
ción, pues aquí resultaba ahora relativam ente fácil labrarse un por
venir, que no dependía de la propiedad rural, en el com ercio, en
la artesanía, en la banca, así como en las profesiones liberales: sus
miembros, tales como los m édicos, artistas, «sofistas», m aestros de
la oratoria (que en su papel de redactores de discursos ocupaban la
plaza de nuestros letrados) suelen andar ahora, como antes, en p e
regrinación, hasta tanto no encontrasen hogar perm anente en uno
de los grandes centros — en esta línea A tenas se sitúa a la cabeza
de todos— .
Estadísticam ente, pero tam bién como perturbadores de la paz
política y social, poseen especial im portancia los mercenarios que
ponen sus armas al servicio de otros estados. B astante a m enudo
rondan por el país en busca de un nuevo patrón agrupados en b an
das o incluso en ejércitos que cuentan sus efectivos en cientos y en
miles, una arriesgada seducción para cualquier estado o particular
ham briento de poder que, con ayuda de estos hom bres, confiaba
en arrollar a sus adversarios; mas asimismo peligrosos por su bien
dem ostrada inform alidad, traducida a m enudo en inconsistencia y
desconsideración. Tam bién, a partir del siglo IV, muchas veces se
instala a extranjeros como oficiales, e incluso como generales de un
ejército, con la misión de alistar y capitanear a estos m ercenarios;
de tales «condottieri» volveremos a ocuparnos cuando hayamos de
referirnos a las clases dirigentes. Junto a los m ercenarios armados
figuraban (con m enos poder, pero resultaba m ayor sacrificio, si
cabe, prescindir de ellos, aunque tam bién constituyeran un capítu
lo muy caro) los rem eros a sueldo enrolados en las em barcaciones
de guerra: eran asimismo, ordinariam ente, gentes de origen fo rá
neo y dispuestas sin ningún remilgo a pasar al lado del m ejor pos
tor; justo de esta m anera se resolvió al final la G uerra del
Peloponeso.
Especial realce m erece el hecho de que los desplazamientos
de la población aquí esbozados rebasan muchas veces las fron
teras del m undo griego en am bas direcciones. Los m ercaderes grie
gos buscan casi todas las costas del M editerráneo y del M ar Negro,
y m ercaderes de origen no griego acuden en gran núm ero a los paí
ses griegos, particularm ente fenicios en el este y cartagineses en el
oeste. M édicos, m aestros y artistas griegos viven en la corte del
G ran Rey, de sus sátrapas y de sus vasallos, en donde abren el ca
mino a la helenización; m ercenarios extranjeros, sobre todo tracios,
y en occidente cam panos, entran al servicio de los griegos, m ien
tras que los propios helenos ingresan, en sumas continuam ente m a
yores, al de los persas, tracios y egipcios, países en donde los cau
dillos de estas tropas griegas de fortuna conquistaron a m enudo au
toridad decisiva, e incluso propiedades rurales y una jefatura dinás
tica. Por el otro costado, en el ámbito de la G recia occidental, los
mercenarios campanos tom aron posesión, bien por procedim ientos
pacíficos, bien p o r m edio de la violencia, de la apetecible campiña
y de ciudades enteras: el desplazam iento del m undo griego, carac
terístico de la época helenística, en dirección, a oriente — expansión
hacia oriente que coincide con un detrim ento en occidente— allanó
los obstáculos, sobre todo porque ahora los pueblos m ontañeses de
los A peninos que hablaban oseo (de quienes descendían los propios
campanos) tam bién avanzaron contra las costas del sur de Italia, y
quitaron allí a los griegos muchos territorios.
Pero no conviene que abandonem os nuestro contexto más in
m ediato. Ya vimos que a los m etecos, y en parte tam bién a los ex
tranjeros que erraban am bulantes, correspondió un destacado pa
pel dentro de im portantes círculos sociales. Nunca están apartados
de la vida económica y cultural, y tam poco de los asuntos bélicos;
muchos de entre ellos son ricos, muchos poseen gran cultura: so
cialm ente se igualan por entero a los ciudadanos ricos e instruidos,
cuando no frecuentan directam ente las cortes principescas. No hay
nada prodigioso en que la expresión ubi bene, ibi patria sea pro
nunciada a veces en la literatura de este período (75). A su lado se
halla, sin duda, la m asa de aquellos que, por estar inmersos en la
más am arga estrechez, buscan ante todo una nueva existencia.
Sólo algo perm anece casi inalcanzable tanto para unos como
para otros: adquirir un nuevo derecho de ciudadanía y, con ello, na
turalizar su domicilio.
L a ciudadanía se posee, por lo general, en virtud del origen; y
es verdad que la ley dem anda ahora con frecuencia una ascenden
cia cívica por ambas partes (padre y m adre ciudadanos), como en
A tenas una ley de Pericles del 451/50. La concesión de la ciudada
nía a extranjeros sólo puede seguirse, ordinariam ente, de un decre
to de la Asam blea popular; se cuenta pues entre los actos en los
que se enuncia el máximo im perio (como, por ejem plo, el cierre de
un tratado, la declaración de guerra, las leyes y la elección de los
m agistrados); consecuentem ente es un acto extraordinario y, por re
gla general, vinculado a la com probación de merecimientos espe
ciales; como excepción tam bién encontram os ya la com pra del de
recho de ciudadanía, que será luego un fenóm eno habitual en épo
ca helenística. Pero de este derecho de ciudadanía, del que tantas
personas quedan excluidas — aun cuando tengan su m orada desde
generaciones atrás en el territorio del respectivo Estado— , penden
im portantes prerrogativas. A nte todo, por supuesto, los derechos
políticos, mucho más substanciales que en nuestra condición actual;
viene después a m enudo, como sucede en A tenas, el derecho a ad
quirir bienes inm uebles, una prerrogativa dé los ciudadanos que re
servaba prim ordialm ente para ellos el acceso al régimen de vida
«normal» de un campesino o de un gran propietario rural, aunque
es cierto que este derecho tam bién podía ser distribuido, mediante
la concesión del privilegio de la enktesis, a no ciudadanos benemé-
(75) E uríp;, fr. 777 y 1047 N .; D em ócr., Fragm . d. V orsokr. 68 B 247; A ristóf.,
Plut. 1151; Lisias 31, 6; Fr. trag, adesp. 318 N. Cf. W. N estle, Euripides, der Dich
ter des griechischen A ufklärung (1901), pp. 366 y ss.
ritos. A dem ás, en todos los estados que consideran la ascendencia
cívica por ambas partes (padre y m adre) un requisito para ostentar
el derecho de ciudadanía — a ello aludimos hace un instante— ,
sólo las personas del estam ento cívico tienen la posibilidad de con
traer un m atrim onio.legalm enté válido con otro ciudadano o ciuda
dana respectivam ente; la autorización a un extraño de nuevo p u e
de venirle en forma de concesión de un privilegio, la epigamía. No
m enor im portancia posee el derecho de ciudadanía, en particular
dentro de los estados extrem adam ente democráticos, para obtener
una plaza en el com edero estatal, es decir, ser admitido a partici
par en las ventajas de los estados que atienden a la salud pública y
a la previsión social (más adelante volveremos a ocuparnos de este
asunto). La tendencia, característica precisam ente de la época clá
sica, a cerrar los conductos para la concesión de la ciudadanía — la
época arcaica, como la helenística, fueron en bastantes cosas más
liberales— cabe explicarla ya en parte por el afán de restringir el
círculo de quienes pudieran aspirar a tales bonificaciones y presta
ciones de m antenim iento social, y de asegurar a los únicos legiti
mados para ello porciones tanto mayores. Pero al mismo tiem po
hay que ver aquí una reacción al creciente intrusismo de los extran
jeros: si es cierto que ya no se quiere o ya no se puede quitar a los
extranjeros (entre los que tam bién había, como dijimos, muchos no
griegos) el derecho a instalarse y dedicarse a sus negocios, sin em
bargo no cabe duda de que se quiso y se pudo excluirlos al menos
por siempre de la intervención en el gobierno, de la participación
en los beneficios m ateriales que tocan a los ciudadanos y del con
dominio de la tierra, pero tam bién, y no en último lugar, im pedir
les (m ediante la prohibición de matrim onio) que cruzaran su san
gre con la de los nacionales. El principio de igualdad de la dem o
cracia choca en este punto con una sólida barrera, totalm ente in
franqueable entonces. Sobre ellos obró asimismo bastante el ideal
de la ciudad-Estado pequeña, abrazable cóm odam ente de una o jea
da, cuyos ciudadanos deberían conocerse unos a otros y estar p er
sonalm ente unidos; la admisión de extranjeros se presenta como
algo contranatural y la elevación desm esurada del núm ero de ciu
dadanos como algo indeseable.
Sin em bargo, no en todas partes se m anejó el derecho de ciu
dadanía con tanta m ezquindad. Leemos en A ristóteles (Pol. I I I 1278
a, 26 ss.; VI 1319 b, 6 ss.) que en muchos estados bastaba con que
uno de los dos progenitores fuera ciudadano para asegurar a la des
cendencia el derecho de ciudadanía; el filósofo lo atribuye a la es
casez de población que im peraba en aquellas ciudades, pero tam
bién a extrem as tendencias democráticas. Los tiranos sicilianos
practicaron una política sum am ente generosa respecto al derecho
de ciudadanía, pero lo mismo hizo su debelador transitorio, T i
m oleon, que desde aproxim adam ente el 344 hasta 337/36 impuso
su dominio sobre Siracusa y la m ayor parte de la isla; en este ca
so fue necesario recom poner los grupos de ciudadanos devorados
por las guerras y las contiendas civiles, cultivar de nuevo las tierras
asoladas, pero tam bién com placer a tropas auxiliares y en especial
a los m ercenarios, vincular a la ciudad gobernante lo más estrecha
m ente posible a los habitantes de ciudades sujetas o suprimidas; de
ordinario, aquí en Sicilia las distintas ciudades no podían llevar tan
bien como en otros sitios esa existencia abstraída a la que los esta
dos griegos concedían com únm ente tanto valor.
Finalm ente, a partir del siglo IV adquirió m ayor relieve la p e
culiar institución, plenam ente conocida de m anera esporádica des
de la época arcaica, de la isopoliteia. Consistía en la concesión (uni
lateral o recíproca) del derecho de ciudadanía a la totalidad de los
ciudadanos de un estado amigo; pero verdaderam ente pasaban a
ser ciudadanos en el auténtico sentido de la palabra sólo aquellos
que se instalaran en su nueva patria y presentaran la solicitud de
ser form alm ente admitidos en el cuerpo de ciudadanos y en las cor
poraciones constituidas por sus m iem bros (phylai, e tc...), ruego que
debería ser atendido en virtud de la isopoliteia; el resto disfrutaba
en esa ciudad que se había ligado a su patria m ediante isopoliteia
únicam ente de ciertos privilegios — distintos según cada caso— , que
los situaban en muchos aspectos a la altura de los extranjeros con
prerrogativas (como, por ejem plo, los huéspedes oficiales, proxe-
noi), y en otros incluso al nivel de los auténticos ciudadanos.
Así pues, si en general persiste vedada a los extranjeros la re
cepción en la ciudadanía y, por consiguiente, la plena igualación,
en cambio su posición jurídica, com parada con la de siglos antes,
ha experim entado en múltiples aspectos positivas m ejoras. La cons
titución de un derecho y de un sistema procesal para extranjeros re
cibió ahora en toda Grecia un enérgico impulso, gracias en parte a
convenios interesterales; por lo que atañe a los extranjeros tran
seuntes, como por ejem plo los m ercaderes de viaje, sus necesida
des se tienen en cuenta m ediante una especial activación del p ro
ceso, asegurando una jurisdicción imparcial, em pleando un derecho
mercantil sencillo adaptado a los principios vigentes en el ámbito
internacional, etc... Al mismo tiem po la hospitalidad individual si
gue aún desem peñando un buen papel, y quien no dispone de su
propio huésped puede reclam ar los servicios del huésped oficial de
su ciudad natal, que cumple para él una fúnción «en vez de un
huésped» (πρό ξένου), y por ello recibe el nom bre de proxeno. Se
trata de un ciudadano prestigioso del país anfitrión, que en com
pensación a sus servicios como proxeno goza en la ciudad que está
ligada con él m ediante la proxenía de altos honores y valiosas
prerrogativas — tan elevados honores y preciosos privilegios que a
la hora de conceder la proxenía casi siem pre se piensa prim ero en
la honrosa distinción conferida, y luego incidentalm ente en las obli
gaciones que conlleva— . Los extranjeros que viven permanentemen
te en un país o que al menos paran allí por largas tem poradas, co
nocidos en A tenas y en ciertos sitios con el nom bre de m etecos, y
en otros lugares con el de paréeos (es decir, los que residen entre
los ciudadanos o junto a ellos —paroikoi—), reciben muchas veces
un estatus singular. E n virtud del mismo les asisten ciertos dere
chos, diferentes según cada lugar, que los equiparan am pliam ente
a los ciudadanos en sus negocios privados y ante los tribunales, pero
tam bién se les im ponen especiales deberes: son, ante todo, califi
cados como contribuyentes, y con ciertas limitaciones tam bién, al
menos en A tenas, como sujetos al servicio militar. E n esto E spar
ta, como en tantas otras cosas, constituye una excepción. D urante
el período en que perm anecía allí ningún extranjero podía conside
rarse a salvo; antes bien, argum entando medidas de seguridad y a
fin de m antener en adelante al país aislado, dentro de lo posible,
del m undo exterior, se em prendía cada cierto tiempo una expulsión
general de todos los extranjeros (ξενηλασία).
No obstante, podem os en definitiva com probar que la existen
cia —incluso la existencia segura y duradera— de muchos extran
jeros junto a los ciudadanos fue en época clásica algo absolutam en
te natural y constituyó uno de los fenómenos de este período más
significativos desde el punto de vista sociohistórico. Existen ciertas
dificultades para concebir esta situación como un estado continuo
más o m enos estable. Si hubo extranjeros am bulantes y metecos del
todo avecindados, cuyo núm ero creció de m anera constante, a quie
nes por lo general se privó perm anentem ente de, al m enos, el de
recho de ciudadanía, ¿no deberían los ciudadanos haberse conver
tido en la mayoría de las ciudades (y precisam ente en las más im
portantes por ser las más avanzadas en el terreno económico) en
una pequeña m inoría — tam poco conviene perder de vista a los es
clavos y libertos— ? ; ¿no deberían , sobre todo en una época predo
m inantem ente dem ocrática, haber surgido crecientes tensiones en
tre el endurecido grupo de quienes poseían los derechos políticos,
por una parte, y la m asa cada vez m ayor de los excluidos de la ciu
dadanía por la otra? D e hecho la situación se habría agudizado
paulatinam ente, y las cosas al final habrían tenido que tom ar un gra
ve giro, sí la inm ensa m ayoría de los metecos hubieran seguido sien
do efectivam ente m etecos, y si la masa de los que deam bulaban h u
biera tenido que aum entar hasta lo ilimitado. Pero ya es hora de
recordar que en el m undo griego tam bién durante la época clásica
existió una eficaz válvula, como era la fundación de colonias. En
tales empresas quienquiera que se hallara dispuesto a asumir un d e
term inado riesgo podía encontrar cabida como ciudadano de pleno
derecho y propietario rural en la futura comunidad.
E l C U E R P O D E C IU D A D A N O S Y SUS D ISTIN TO S
N IV ELES
(76) Cf. por ejem plo Platón, Leyes IV 705 a b; A ristó t., Pol. IV 1291 b 17 y
ss., espec. 20 y ss., así como Ps.-Jenof., A then. Pol. 2, 11.
(77) Vid. S .C .'Hum phreys [4], p. 252.
jor dicho, en el de los «sin propiedad». Así pues los dos principios
más señalados de la estratificación social se entrecruzan no perpen
dicularmente, p or expresarlo de una forma gráfica, sino de soslayo,
y en concreto de tal suerte que las personas vinculadas a los anti
guos modos de vida y a los sistemas económicos de acuñación agra
ria eran contados, hasta por debajo de un nivel de ingresos com pa
rativam ente exiguo, entre los πλούσιοι, y los que practicaban un ofi
cio, aunque la m edida de sus ingresos se hallara muy por encima,
entre los névr|Teç;esto favoreció al cabo una polarización, hasta cier
to punto constante, dentro del cuerpo de ciudadanos, en el que la
capa media de agricultores m archa en concierto con toda la clase
superior, incluso la artesano-com ercial; pero eso mismo tam bién au
toriza a teóricos más o m enos alistados en las filas oligárquicas, de
la casta de un A ristóteles, a dar su aprobación a las dem ocracias de
acuñación agraria porque en ellas la gente sin propiedad que vive
en la ciudad no dispone de la mayoría.
U n principio regular arcaico, el del nacim iento, se halla en épo
ca clásica anticuado. Sin duda los linajes nobles todavía están bien
organizados, sus árboles genealógicos son en general conocidos, y
la gloria de los antepasados continúa siendo apreciada en todas p ar
tes. Pero sus privilegios perdieron ya cualquier sentido; hasta tanto
perdura un escalonam iento de los derechos políticos — en sistemas
oligárquicos, pero tam bién esporádicam ente en los democráticos
moderados— el criterio sobre el que aquellos se fundan es el p atri
monio o las rentas, la propiedad inmueble o el oficio, o tal vez in
cluso la edad de las personas, pero no el origen; y así desde las úl
timas décadas del siglo V en ciudades como A tenas la aristocracia
tam bién perdió la preponderancia efectiva en los puestos dirigen
tes y hasta como jefes de la tendencia conservadora sobresalen
ahora reiteradam ente nuevos ricos. Las frecuentes revoluciones
políticas y sociales derivadas de la gran guerra y de los disturbios
internos asociados con ella activaron aún más este proceso de
renovación de la clase superior, y no sólo en A tenas. Y luego
quedará perfectam ente de manifiesto que sólo cabe hablar de una
renovación (y al propio tiem po apertura) de la clase superior, no
,de su desintegración o de su abandono, y de úna dem ocratización
general de la sociedad.
C o n s e r v a c ió n d e l a é t ic a a r is t o c r á t ic a
deseable en este asunto podem os m encionar la narración que ofrece D iodoro (XIII
83), basado en fuentes más antiguas (Polícrito F G r His 559 F 3 y Tim eo F G r Hist
556 F 26), sobre G elias, uno de los más ricos ciudadanos de A cragante en la época
anterior a la destrucción de la ciudad en el año 406 a. C.: tenía en su casa varias
salas para alojar a extraños. E n las puertas de entrada a la ciudad había, llegado el
m om ento, varios de sus servidores, que debían invitar como huésped a cualquier ex
tranjero. En cierta ocasión acogió a 500 caballeros de la vecina ciudad de G ela, los
cuales tuvieron que hacer un alto en el cam ino a causa del mal tiem po, v encima les
obsequió mantos y trajes de sus alm acenes (a este respecto conviene no olvidar que
los caballeros eran gente acom odada y, por lo tanto, exigente). En sus bodegas ha
bía 300 grandes depósitos excavados en el suelo rocoso, y junto a ellos una gran
taza, dotada con una cabina de mil ánforas, desde la que el vino fluía hasta esos re
cipientes. E n el siguiente capitulo (X III 84) cuenta D iodoro de otro ciudadano de
A cragante, llam ado A ntístenes, que con motivo de las bodas de su herm ana agasajó
a sus conciudadanos calle por calle, y dejó ilum inar resplandecientem ente toda la
ciudad y muchos huéspedes invitados de las comarcas vecinas dieron escolta al cor
tejo nupcial.
(81) Cf. la caracterización que de la μεγαλοπρέπεια (aproxim adam ente «mag
nificencia» o «suntuosidad») hace A ristóteles, E t. Nicóm. IV 1122 a 17 ν ss.
(82) A dem ás el mismo A ristóteles reconoce abiertam ente en el juego el valor
de un (imprescindible) recreo (E t. Nicóm. X 1176 b 34 y ss.), que ciertam ente no
debería convertirse en un fin por sí mismo.
(83) Sobre las conexiones entre culto y feliz sociabilidad resulta muy atinado el
texto de A ristóteles, E t. Nicóm. V IH 1160 a 19 y ss.: «por lo dem ás m uchas con
gregaciones, por ejem plo, las asociaciones cultuales y de com ensuales, nacen a la lum
bre del esparcim iento; sus objetivos son las fiestas con ofrendas y las reuniones so
ciales... Celebran sacrificios, para los que se agrupan en lugares festivos, tributan
honra a los dioses y se procuran a sí m ism os gozosas distracciones. Se puede en con
creto apreciar que durante los tiem pos antiguos las fiestas con ofrendas y sus corres
pondientes asambleas eran solem nizadas después de la cosecha, como ofrenda de
las primicias en cierto m odo; pues era la época del año en que se disponía de más
tiem po para ello».
su poder y prestigio, a sus derechos y honores (84), fuese aceptada
por la sociedad, en su m ayoría democrática, de época clásica. Que
la habilidad y el valor militar se m antuvieran como un alto ideal po
día aun entenderse desde un espíritu de entrega a la com unidad,
que efectivam ente descubrimos dentro de los estados desde época
inm em orable; para el caso de los griegos se halla pródigam ente tes
timoniado a p artir de H om ero. D e todos m odos es digno de n otar
se hasta qué punto los griegos, incluso cuando alcanzaron la cima
de su desarrollo cultural, siguieron siendo un pueblo guerreador,
belicoso en la política de sus estados (85) —que por lo general ve
nían a determ inarla, como com petencia que era de la Asam blea,
precisam ente los ciudadanos aptos para la guerra, los cuales tenían
luego que lanzarse al campo de batalla o surcar los m ares en cum
plimiento de sus propios decretos— , belicoso tam bién en la actitud
de innum erables individuos que, en el siglo IV , es decir, hacia fina
les de época clásica, buscaron ocupación como soldados en el ex
tranjero con m ayor frecuencia que en otras épocas; la superioridad
m ilitar de los griegos sobre el mucho más rico y m ejor organizado
O riente tiene aquí sus raíces. Pero ni más ni menos asombroso debe
parecer que sea el ánim o belicoso, un pensam iento que en las re
laciones amistosas u hostiles im pone devolver cada ayuda con una
contraprestación, cada agravio con un desquite, el que tam bién p re
side el com portam iento recíproco de los ciudadanos; hubo entre los
griegos una expresión proverbial, según la cual se debía sobrepasar
al amigo en beneficios y al enemigo en m aldades (86). Tal conduc
ta no resultaba justam ente provechosa para sem brar el sosiego en
la comunidad, y cabe sólo penetrarla como reliquia de una ética aris
tocrática que, si en este punto cuadra bien con el régimen de vida
de la antigua nobleza, encaja mal con las condiciones absolutam en
te diferentes de época clásica. D e m anera muy notable nos im pre
siona en qué m edida los griegos no establecieron ningún tipo de obs
táculos para percibir el derecho como instrum ento (al servicio) de
sus amistades y sus odios. Los oradores forenses no se contentaban
con alegar regularm ente frente al adversario una serie de motivos
sem ejantes, sino que adem ás perm itían a quien había encargado el
discurso fundam entar ante el tribunal su propio com portam iento:
de esta m anera se guarecía tanto del reproche de estar persiguien
do m ezquinam ente sus intereses como del de haberse entrom etido
en asuntos ajenos (87).
(84) Sobre la alta estim a que se profesa al honor, cf. por ejem plo D em ost. 21.
72; A ristót., E t. Nicóm. I 1095 b 19 y ss.; IV 1123 b 15 y ss.
(85) D em óstenes (2, 21) com para con la salud y la enferm edad no. por ejem plo,
la paz y la guerra, sino la guerra exterior (ultram arina) y la guerra en los lindes del
territorio propio.
(86) Jenof., M em or. II 6, 35; Lisias 6, 7; [Isócr.] 1, 26; cf. ya Teognis 869 y ss.
(87) Cf. tam bién D em óstenes 21, 118: cuando se tiene noticia del delito com e
tido por un amigo, a lo sum o se rom pe con esa amistad; pero la persecución del de
lito se rem ite al interés que puedan tener los afectados o los enem igos del autor.
Y en Aristóteles se encuentra la curiosa sentencia (Et. Nicom.
V III 1155 a 26 ss.) de que donde hay am istad para nada hace falta
la justicia, y por añadidura el hom bre recto no puede pasar sin amis
tades; incluso al más alto grado del proceder amigo cabe clasificar
lo entre las manifestaciones de la justicia (88). Nosotros, con la
m entalidad actual, antes nos inclinamos a considerar justo sólo a
quien sabe abstraerse de amistad y hostilidad.
La consabida discusión de los sofistas sobre el derecho del más
fuerte se com prende justam ente desde esta ética del hom bre fuer
te, que siente cómo se im pone y prevalece con ayuda de sus p ro
pias fuerzas y facultades, de su patrim onio y de las personas que de
él dependen o a él ligadas. No debe creerse, dice un escrito sofista
que circula con el nom bre de A nónim o de Jámblico (.A nonym us
Iamblichi, Fragm. d. Vorsokr. 89, 6, 1), que la fuerza enderezada
a ambicionar todo sea areté, cualidad virtuosa, y que la subordina
ción a las leyes constituya en cambio m edrosa flaqueza. Esto sería
una consideración trastocada y absolutam ente funesta; las personas
se hallan por naturaleza destinadas a convivir, pero ello sería im
posible en una situación sin leyes. La actitud combatida por este so
fista, que se hallaba evidentem ente muy difundida, suele interpre
tarse como un fenóm eno de em ancipación vinculado a la ilustra
ción; pero tiene sus principales raíces, sin ningún género de dudas,
en la ética nobiliaria arcaica.
Algunas otras citas de la literatura de época clásica pueden re
dondear esta imagen del carácter aristocrático de la ética ciudada
na griega de los siglos V y IV. E n prim er lugar, un nuevo pasaje de
la Etica a Nicómano de Aristóteles (I 1099 a 31 ss.): «sin embargo,
convienen a la felicidad... tam bién los bienes externos. Pues es
im posible, o cuando menos no resulta fácil, brillar con hechos
ilustres si no se dispone de los recursos necesarios. Muchas cosas
sólo llegan a alcanzarse con ayuda de amigos, del dinero-y del
poder político, los cuales deben servir, por decirlo así, como ins
trum entos. Adem ás hay ciertos bienes cuya carencia em paña la
límpida estam pa de la felicidad, por ejem plo noble cuna, espléndi
dos hijos, belleza. Pues con la felicidad hum ana anda mal avenido
quien posee una presencia del todo repulsiva o un origen vulgar, o
se halla com pletam ente solo y sin hijos en la vida». El pasaje es
suficientem ente explícito — en particular para quien conoce cuán
decisiva era la función que la arrogante nobleza griega atribuyó a
la belleza corporal— , así com o la enumeración de los más im por
tantes puntos de la ética socrática, que Jenofonte reproduce en las
M em orables (I 1, 16); «pero él mismo (Sócrates) discurrió siempre
sobre los asuntos hum anos exam inando qué era piadoso o impío,
qué bello o feo, justo o injusto, prudencia o furor, valentía o
cobardía, qué el estado y el político, qué el gobierno hum ano y
(88) Sobre ello cf. ibidem 1160 a 7 y s.: «pero junto a la amistad crece, por n a
turaleza, la justicia, pues ambas poseen los mismos principios y el mismo alcance».
quiénes eran los individuos idóneos para gobernar, y todo cuanto,
según su criterio, hacía bellas y buenas a las personas (89) una vez
se enteraban de ello, m ientras que a quienes no com prendieran
nada de esto deberíam os llamarlos papanatas (90) con toda razón
(91)».
Consignemos por último un famoso pasaje que a prim era vista
parece enaltecer lo contrario, el ideal de felicidad de la vida reca
tada: los ejem plos de felicidad hum ana que ofrece Solón en su
conversación con Creso (H eródoto I 30 ss.). Por el más dichoso de
todos los hom bres tiene Solón al ateniense Telo: «este Telo po
seyó, m ientras su ciudad natal estuvo en buena situación, bellos y
buenos (92) hijos; alcanzó a ver el nacimiento de todos sus hijos, y
que tales hijos quedaron todos con vida; vivía además, según nues
tras ideas, con desahogo, y por último le cupo todavía la suerte de
encontrar un final sum am ente clarífico: cuando los atenienses p re
sentaron batalla a sus vecinos en el territorio de Eleusis vino Telo
en auxilio del ejército, puso en fuga al enemigo y encontró en tal
jornada la más gloriosa m uerte, y los atenienses lo enterraron con
el reconocimiento público en el lugar en que había caído, tribután
dole grandes honores». Es una vida doble la que term ina en el
m om ento en que se han contraído mayores merecimientos de cara
a la ciudad natal y en que se disfruta de la más alta aprobación
pública, y encuentra de este m odo su plena realización. No otra
cosa sucede con Cleobis y Bitón, cuya historia aduce inm ediata
m ente después H eródoto en boca de Solón como segundo ejem plo
de suma felicidad: tenían «suficiente» patrim onio, considerable
fuerza física y los consiguientes éxitos deportivos; arrastrando el
carro de su m adre, la sacerdotisa de H era en Argos, hasta el
apartadísimo santuario — los bueyes previstos para el tiro no
habían llegado a tiem po— posibilitaron la celebración metódica de
la más im portante fiesta de su patria; y después de haberse acredi
tado lucidam ente «a los ojos de la asamblea que conm em oraba la
fiesta» les sobrevino una plácida m uerte en medio del alborozo
festivo. Así los griegos sólo podían imaginarse la verdadera y m e
surada felicidad, que los contraponía a la vacía m ajestuosidad de
(93) H . I. M arrou [70], pp. 62 y s., ha probado satisfactoriam ente cómo los orí
genes de la escuela se hallan en directa conexión con la vulgarización de la cultura
hasta entonces circunscrita a la aristocracia.
cuerpo trabajando en el taller, en posturas"malsanas, lejos del aire
y de la luz. P or descontado, no es correcto tam poco estar al servi
cio de otro cual si fuera un esclavo, puesto que recibía instruccio
nes y aceptaban una cantidad por ello; y, por encima de todo, no
debe ganar su dinero al m odo fraudulento del m ercader, que p u e
de estragar por com pleto la moral de todos los ciudadanos (Platón,
Leyes IV 705 a). H erodoto se refiere una vez (II 164 ss.) a las d o s .
castas guerreras egipcias, a cuyos miembros no les era permitido
entregarse a ningún tipo de oficio, y extrae de ello la siguiente
reflexión (167, 1 s.): «no puedo form ar un juicio seguro sobre si
los griegos han tom ado tam bién esto de los egipcios. Pero he com
probado que los tracios, escitas, persas, lidios y aún casi todos los
bárbaros, respetan menos a quienes aprenden un oficio y a sus
descendientes que al resto de los ciudadanos, y que en cambio a
quienes no guardan relación alguna con las artes industriales, y en
especial a cuantos se consagran por entero a la guerra, los m iran
como a nobles. Lo cierto es que de una forma o de otra los griegos
han aprendido a pensar así, pero en mayor m edida los lacedemo-
nios; y son aun los corintios quienes han de oponer m enores re p a
ros contra los artesanos». No es para asom brarse en demasía que
aquellos pueblos extraños citados por H eródoto, los cuales vivían
por regla general en condiciones más bien arcaicas, tom aran esa
actitud; como tam poco que eventualm ente ciertas constituciones
oligárquicas sacaran de estas opiniones las consecuencias de excep
tuar a artesanos y traficantes, a todo el desdeñable m undo del
mercado, de los derechos políticos. Pero cuán difundidas se halla
ban tales posturas, incluso en ciudades democráticas, lo desvelan
las pertinentes declaraciones de los escritores y oradores áticos y
no en m enor m edida la circunstancia de que en A tenas se rep u ta
ra imprescindible proteger a los ciudadanos y ciudadanas que tra
bajaban en el.m ercado, m ediante especiales concesiones legales,
contra los signos de agravio que pusieran precisam ente en eviden
cia su pertenencia al m undo laboral (Dem óst, 57, 30) (94).
D e este desdén por cualquier tipo de trabajo productivo to d a
vía se hallaban perfectam ente a salvo las labores de la agricultura
y la horticultura, así que la ganadería. A su favor contaban tanto
una venerable tradición secular como el hecho de que las tareas
(94) Mas otro cam ino muy distinto parece indicar que en A tenas hubo una an
tigua ley que fijaba su pena para la α ρ γ ία , literalm ente «inacción»; los testim onios
están reunidos en H. B olkestçin [92], pp. 283 y ss. Pero es del todo imposible, ju s
tam ente a la vista de la jnentalidad dom inante en la G recia clásica, que esta ley fue
se enderezada a la gente acom odada, que podía vivir de las rentas de su patrim onio
sin recurrir a su propio trabajo; antes debe dirigir su mira ya al iVianirroto, que ago
taba su patrim onio en mengua de la familia (así lo interpretaba, por ejem plo. J. H.
Lipsius, [27], pp. 340, 353 y ss.). ya al pedigüeño que es válido para el trabajo, pero
se niega a buscarlo (t'àl es la opinión de H. Bolkestein. loe. cit.). Cf. A . D reizehn
ter, Νόμος α ρ γία ς . Ein Gesetz gegen Miissiggang?, A A nt. Hung. 26 (1978). pp.
371 y ss.
agrarias constituyen a m enudo un trabajo realizado para atender a
las necesidades propias, no a las del m ercado, y que por consiguien
te tam poco se lleva a cabo al servicio de nadie; tam bién en esto se
refleja la antítesis entre el m oderno concepto de especialista y el an
tiguo ideal del m enester variado y adaptable del campesino, bas
tante a sí mismo, tal como quedó anteriorm ente perfilado. Así pues,
gracias a su carácter de ciudadano independiente el agricultor po
día al menos conciliar, la condición de obrero con la de tener que
vivir de su propio trabajo. Sin em bargo, cada vez se tuvo en el m un
do clásico más precisa conciencia de cuán gravem ente las faenas de
la tierra y el género de vida ligado forzosam ente con ellas, situado
al m argen de cualquier incentivo espiritual —pensemos en el Á ti
ca, en donde los campesinos vivían a larga distancia de la ciudad— ,
entorpecían la asimilación de una m ayor cultura; el campesino es
conceptuado más y más como grosero e iletrado, y precisam ente
p o r este motivo tam poco llegaba a ser un ciudadano en todo su va
lor (95). A hora bien, aún hubo junto a los agricultores un segundo
grupo que, cuando menos en parte, vivía de la explotación del sue
lo: eran los grandes hacendados y, por consiguiente, una buena p o r
ción de los miembros de la élite política y social. Para ellos no ca
recía de im portancia que el trabajo en la agricultura e incluso las
tribulaciones por obtener ganancias fueran honrosas y se avinieran
enteram ente con el ideal del ciudadano franco; pero para tales cír
culos «trabajar» en las heredades no significaba, por supuesto, ata
rear cual un campesino, sino la adm inistración de una gran explo
tación, en la que se recurría sobre todo a esclavos.
C o n d ic io n a m ie n t o s e c o n ó m ic o s y
C O N SE C U E N C IA S D E LOS C R IT E R IO S A PLIC A D O S
(96) U n ejem plo: en la oración Contra E ubúlidas (57, 30 y ss.) D em óstenes in
tenta probar que quien hacía' su defensa ante el tribunal (E uxiteo) descendía de ciu
dadano tam bién por p arte m aterna. D el hecho de que la m adre vendiera cintas en
el m ercado y en su día hubiera adem ás servido com o nodriza de ningún m odo cabía
inferir que fuese una extranjera, ni tam poco una esclava o liberta; al contrario, m u
chas familias de ciudadanos se habían visto reducidas por la penuria del m om ento
a defenderse de esta m anera. Así puede verse que en casos como éste la prim era
sospecha que invadía a los coetáneos era im aginar que tales personas carecían de la
condición cívica.
ser ricos, pero en buena m edida tam bién sobre las de los me tecos
(a quienes se habían im puesto graves dificultades para invertir su
riqueza en bienes inm uebles y quitado prácticam ente cualquier p o
sibilidad de participación política).
Finalm ente no debem os olvidar que la actividad política, m ili
tar o cultural, podía en alguna form a producir sus frutos m ateria
les. Acaudillar como estratego a los propios ciudadanos constituía
por cierto una misión extrem adam ente ingrata desde un punto de
vista financiero. El cargo era una m agistratura honorífica; resulta
ba viable lograr el reem bolso de los gastos privados, principalm en
te de los que estuvieran vinculados al ejercicio del cargo, mas no
siempre era fácil llevar adelante tales peticiones, y tam poco se te
nía por muy elegante. Q uien había ejercido el m ando sin mucha fo r
tuna podía estar satisfecho si escapaba de la experiencia con la piel
intacta; por cualquier motivo cabía iniciar contra él, e incluso en d e
term inados casos contra el general victorioso, un proceso, y luego
toda su existencia estaba en peligro, al menos en su propio país (vol
verem os pronto sobre este punto). Pero el desem peñar una magis
tratura ofrecía a la vez, indirectam ente, toda clase de perspectivas
para extraer ventajas m ateriales. Al general victorioso le esperaba
una inm ejorable porción de botín de guerra. Algunos estados ex
tranjeros solían m ostrar su agradecim iento a generales, pero tam
bién a miembros del C onsejo, legados u oradores, m ediante rega
los —se trataba de un gesto sospechoso, mas no dejaba de ser fre
cuente— o m ediante el otorgam iento de privilegios honoríficos
—era una actitud del todo inofensiva y generalmente habitual—. A
tales privilegios se les podían sacar muy a m enudo provechos m a
teriales, por ejem plo franquicia tributaria o enktesis (el derecho a
adquirir bienes raíces). Así es como más de un personaje tenía es
parcida fortuna, y provechosos derechos, en todo el m undo griego
(y poseía con ello un apoyo fiable en el extranjero si en su patria
debía golpearle la adversidad). Pero durante los años en que un
acreditado com andante m ilitar se encontraba libre del com etido
honroso, aunque a la postre más bien ingrato, de servir a su ciudad
natal, podía buenam ente encontrar señor en otra parte: a las ó rd e
nes de otros estados griegos o entre los m onarcas tracios, pero es
pecialmente a las del rey de Persia y de sus sátrapas o incluso a las
del rey de Egipto; pues allí tenían, por fuerza, recom pensas palpa
bles no sólo en oro y plata, sino bastantes veces en parcelas del terri
torio, y no raram ente en form a de dominios feudales, cual se prac
ticaba regularm ente tanto en el Im perio persa como entre los tra
cios. El simple oficial que por el mismo sistema sacaba fruto a su ex
periencia militar recibía naturalm ente m enos que el general, pero
tam poco quedaba con las m anos vacías; a la hora de la verdad no
habría de encontrar graves problem as para obtener el ascenso a es
tratego en su país, o a condottiere en el extranjero. Sinnúmero de
griegos, sobre todo procedentes de las regiones de la Grecia conti
nental rezagadas en el progreso económico, sirvieron en su juven
tud como simples m ercenarios, particularm ente en el Im perio p er
sa: para muchos de ellos que regresaron al hogar, los ahorros traí
dos consigo —tam bién en su caso a la soldada se agrega el produc
to de la venta del botín— , junto con la herencia paterna que m ien
tras tanto pudieron haber recibido, les posibilitarían llevar una vida
com parativam ente holgada, inclinada a asuntos más elevados; des
de luego las experiencias acumuladas por el ancho m undo habrían
de procurarles cierta reputación entre sus conciudadanos. En casos
excepcionales cabía además dejarse retribuir los servicios militares
realizados en favor de su misma patria: por ejem plo A tenas señaló,
como muy tarde desde el comienzo de la G uerra del Peloponeso,
un estipendio para los hoplitas que participaran en expediciones por
m ar; en tiem po de la paz de Nicias (es decir, hacia 420 a. C.) A r
gos form ó con fornidos mozos escogidos del estrato acaudalado una
tropa de élite de mil hom bres, que cursaba sus prácticas militares
a expensas del E stado (Tucíd. V 67, 2; Diod. X II 75, 7); en el siglo
IV los beocios (Plut., Pelóp. 18, 1) y los arcadlos (Jenof., Hell. VII
4, 33) disponían de tropas fijas de élite pagadas por el Estado. Las
expediciones de rapiña por m ar y por tierra, la fórmula de lucro p re
ferida en,época arcaica, no eran nada insólitas todavía en época de
Tucídides (I 5, 2 s.) en las comarcas rezagadas del noroeste de G re
cia, desde la Lócride occidental hasta el Épiro.
La excelencia en el terreno cultural podía, directa e indirecta
m ente, cobrarse tam bién a muy buen precio. Los servicios de un
orador no eran menos valorados a finales del siglo V y durante el
IV que los de un militar; quienes privadam ente iniciaban actuacio
nes procesales, así como aquellos que deseaban dirigirse al Conse
jo y a la A sam blea popular con una petición, e indiscutiblemente
los estados extranjeros y sus portavoces, no podían prescindir de
ellos; y si el orador no perm itía que le pagaran directam ente hono
rarios o el precio del soborno (tam poco esto fue raro, pues la ve
nalidad es tenida durante toda la época clásica por un relevante atri
buto de los dirigentes), ya habría modo de encontrar algún camino
para expresar su contento al preciado colaborador y asegurarse an
ticipadam ente sus servicios para otra ocasión; ya nos hemos referi
do a esto al hablar de los estrategos. P ero ahora hay que citar ade
más el desenfreno de los sicofantas, profundam ente deplorado en
A tenas; con el nom bre de sicofantas se conocía a los difamadores
y extorsionistas más o m enos profesionales, que sacaban a sus víc
timas crecidas sumas o aceptaban dinero de los adversarios de aqué
llas; los límites entre.los fervorosos guardianes de la democracia,
conscientes de su deber, los derechos del erario y la moral cívica,
eran p or naturaleza fluidos. E n las M em orabilia de Jenofonte (II
9) leemos la herm osa historia de cómo el rico Critón resistió, por
consejo de Sócrates, a los sicofantas: «descubrieron pues a un hom
bre llam ado A rquedem o, que alcanzó a hablar y a negociar muy
bien, pero era pobre; pues no era hom bre que sacara provecho a
lo que fuera, sino decente; solía decir que sería la cosa más fácil
del m undo desollar a los sicofantas. Hacia este hom bre derivó Cri-
tón entonces algunas cantidades cada vez que cosechaba cereales,
aceite, vino, lana o cualquier otro producto del campo; siempre que
daba una fiesta lo invitaba, y de form a similar puso absoluto in te
rés en todo lo suyo. Y así llegó A rquedem o a ver en la fortuna de
Critón el refugio a sus propias estrecheces, y se deshacía en cuida
dos por él. R audo averiguó que uno de los sicofantas, que atosiga
ba a Critón, tenía una deuda pendiente y, además, num erosos en e
migos; de suerte que lo llevó por una cuestión penal a juicio, de
cuyo resultado podía esperar lo peor. El sicofanta, que era cons
ciente de sus muchos y maliciosos delitos, intentó a cualquier p re
cio quitarse de encim a a A rquedem o; pero éste no redujo la p re
sión hasta que el sicofanta renunció a hacer presa en Critón y le
dió dinero a él mismo. Después de que A rquedem o consiguió aqué
llo y otros éxitos de tal guisa, ocurrió como si un pastor poseyera
un buen perro y otros pastores apostaran sus rebaños, cuando fue
ra posible, en las inm ediaciones, para aprovecharse tam bién del
perro: muchos de sus amigos rogaron ahora a Critón que les pro
curase los servidos de A rquedem o como guardián. A rquedem o
cumplió gustoso tales deseos de Critón, y así conocieron la paz no
sólo Critón, sino tam bién sus amigos... Desde entonces A rquede
mo se contó entre los amigos de C ritón, e incluso por parte del res
to de sus amigos recibió gran obsequio». Conocemos a A rquedem o
por otras fuentes como un notable político, y debemos tener la se
guridad de que cada día supo arm onizar m ejor el respeto al pueblo
y a la justicia con su propia conveniencia.
Pero ya hemos dicho bastante sobre la productividad de la o ra
toria y la posición del orador. Mas tam bién se supo apreciar y re
com pensar aquellas ocasiones en que un poeta o un historiador ce
lebraba a uña ciudad o soberano. Sofistas que disertaban a cambio
de un tanto fijo podían con ello escandalizar, pero tuvieron exce
lente acogida; su gran adversario Platón no repudió asesorar a los
tiranos de Siracusa, y tam poco su discípulo Aristóteles renunció,
después de haber vivido en la corte del dinasta de Asia M enor H er-
mias de A tarneo y tom ado a su hija por esposa, a educar al prínci
pe heredero de M acedonia; y, por supuesto, algún significado ten
drá tam bién el hecho de que los grandes filósofos contaron entre
sus tem pranos discípulos a muchos de los más distinguidos y pode
rosos personajes esparcidos por todo el mundo griego. Se entiende
perfectam ente que arquitectos, escultores y pintores cobraran altas
sumas; y lo mismo cabe decir de los médicos, que en esta época con
vertían su arte en ciencia. A deportistas y artistas de la música es
taba destinada una serie de premios (en parte notables), y tam bién
a ellos se les ofrecía la oportunidad de ejercer su especialidad como
profesores retribuidos.
Asimismo m uchos hom bres oscuros, que apenas se significaban
entre sus conciudadanos, pudieron ganar su pan sin llevar propia
m ente a cabo un trabajo productivo o tam bién realizando, junto a
éste, servicios por la colectividad (sobre todo si además disponía,
como era frecuentísimo, de los frutos de una pequeña heredad cul
tivada por miembros de su familia o — en m om entos en que no h a
bía nada m ejor que hacer— por él mismo). A este grupo pertene
cen los muchos que en los regím enes dem ocráticos se daban por sa
tisfechos percibiendo m odestas dietas como jueces, miembros del
C onsejo, ocupantes de cargos adjudicados por sorteo, bailarines o
cantantes corales en las fiestas, y más tarde incluso como partícipes
de la A sam blea popular; hasta cierto punto tam bién lo estaban los
rem eros contratados — o bien, en cuanto que habían sido moviliza
dos, dotados de un sueldo— para los barcos de guerra (navios pro
pios o de otra ciudad); finalm ente los pequeños artesanos que tra
bajaban codo a codo con los esclavos en las construcciones públicas
y no concedían a este servicio retribuido en favor de la com unidad
el mismo valor de «servidumbre» con que m iraban los trabajos al
servicio de un particular (97).
Es conveniente no olvidar todos estos hechos, pues cabe poner
los a contribución si intentam os explicar cómo fue posible que una
época predom inantem ente dem ocrática se entregara en tan volumi
nosa medida al ocio y a objetos superiores y desdeñara las activi
dades productivas; pero no debem os confiar en que nuestros co
m entarios y restricciones bastan para restar im portancia, y ni siquie
ra para em pequeñecer, este hecho. Es algo aceptado que a los grie
gos de los siglos V y IV — y no sólo en A tenas— les sobró más tiem
po para la com unidad y la cultura superior, m enos para el trabajo
productivo, que a otros pueblos y épocas; que fue bien aprovecha
do, todavía hoy podem os com probarlo. Por lo dem ás, no debemos
pensar sólo en los creadores, es decir, pensar exclusivamente en que
había más personas capaces de actuar creativam ente y que toda esa
gente tendría más tiem po para ello que en otra parte, pues hay que
cargar también en la cuenta el hecho de que estos creadores inte
lectuales encontraron un público relativam ente mucho más num e
roso que entre otros pueblos y en otras épocas.
Con esto nos hemos ocupado ya suficientem ente de la evolución
de la antigua m oral aristocrática hacia la ética general del estam en
to cívico — evolución, por lo dem ás, que sin duda parece no asen
tar bien con el proceso de dem ocratización en el aspecto m aterial,
pero que form alm ente engarza a la perfección: lo que antaño esta
ba reservado a unos pocos nobles, pueden ahora exigirlo todos los
ciudadanos para ellos mismos— . Por consiguiente, este proceso no
se aviene mal con la configuración de un estam ento de ciudadanos
term inantem ente limitado hacia afuera, aunque relativam ente
igualado en el interior, que encarna el resultado de las confronta
ciones estam entales del período precedente.
(98) Cf., por ejem plo, los versos que E urípides pone en boca de Teseo (Suppl.
238 y ss.): «Hay tres clases de ciudadanos. Los ricos no traen ventaja alguna y sólo
quieren tener cada vez más. A los otros, que nada poseen y padecen penuria con
la m ayor de las necesidades, es a quienes debem os tem er; se hallan señoreados p o r
la envidia y arrojan afiladas espinas contra los propietarios, encandilados por el v e r
bo de los peores cabecillas. La interm edia entre las tres clases es la que salva y cus
todia a la com unidad; es el guardián del régim en establecido por el E stado». L as
dos expresiones que aquí, como recurso, hemos traducido, p o r «clase», μερίς y μοί
ρ α , significan literalm ente «parte»; no se trata pues de tecnicismos del campo se
m ántico de la organización y estratificación social.
(99) Cf. supra, nota 95. Ya anteriorm ente tuvimos que m encionar que los cam
pesinos, en cuanto que adquirían por herencia sus principales medios de existencia,
¡os bienes raíces, pertenecían al grupo de los propietarios: ello los conducía al lado
de los acom odados y favorecía la estabilización, según su m entalidad, de la situa
ción política.
encogiendo. Las num erosas guerras contribuyeron lo suyo, y no sólo
en A tenas; fueron la causa de que se im pusieran muchos gravám e
nes ruinosos, pero además lastim aron duram ente al campesinado
po r la reiterada devastación del campo abierto. Cuando en el año
321, inm ediatam ente después del fin de la época clásica, se im plan
tó en A tenas bajo el dominio m acedonio una constitución oligár
quica y se supeditó el disfrute de la plena ciudadanía a la posesión
de un patrimonio mínimo de 2.000 dracmas, hubo escasamente unos
9.000 ciudadanos que cum plieran esta condición; cerca de 12.000,
cuatro séptimas partes de los ciudadanos, quedaron por debajo de
aquel censo (Diod. X V I II18, 4 s.; P lut., Foc. 28, 7). Y eso que p re
cisam ente esta vez no había sido fijado dem asiado alto; en una ora
ción pseudodem osténica (Ps.-Dem óst. 42, 22) el orador se lam enta
de que su padre le hubiera legado sólo 45 minas, «con las que no
resulta fácil vivir»; ¡45 minas son 4.500 dracmas, es decir, más del
doble del censo del 321!
P o l ít ic a s o c ia l d e l a d e m o c r a c ia
(100) Cf. sobre ello las obras citadas en la bibliografía, desde el [324] y ss., y
R. v. Pöhlm ann, A u s A ltertum und Gegenwart, N. F. (1911), p. 307; E. Ruschen-
busch [45], pp. 50 y ss.
dadanos principales y acom odados, y la confiscación (o a veces tam
bién la distribución) de su fortuna. En la política griega fueron nor
males, casi cotidianas, tales m edidas, y no cabe negarles en abso
luto una cierta eficacia niveladora. M enos frecuente resultó que los
m entores de la revuelta enarbolaran el pabellón de un program a
más sistemático, y todavía más inusitado el que además lo llevaran
a la práctica. E n conexión con ello correspondió ahora asimismo
un destacado papel a antiguas frases hechas como «repartición de
la tierra» (γης αναδασμός) y «abolición de las deudas» (χρεών απο-
κ ο π α ί) (101). Mas ni siquiera en tales casos extremos se llegó tan
lejos como para arrasar íntegram ente las diferencias patrim oniales
(o incluso como para suprim ir la propiedad privada). Sin em bargo,
la abolición de las deudas implicaba bastante más que la simple li
beración de sofocantes gravám enes, en concreto la eliminación de
todo el patrim onio no invertido en dinero o en valores reales (de
todas las «cuentas pendientes», diríam os tal vez hoy); y por otra p ar
te estaba la redistribución del valor real con mucho más im portan
te, dada la situación económica y social de entonces: la tierra^ En
tales casos se debe hablar, por tanto, de un cumplimiento extraor
dinariam ente radical de ideas revolucionarias, aun cuando una de
las dos medidas forma parte de las antiguas y acreditadas recetas
contra tensiones sociales que han alcanzado un grado intolerable
(piénsese en la seisachtheia de Solón), y la otra, favorecida por la
costum bre —habitual en casi todos los casos de fundación colonial—
de efectuar adjudicaciones de iguales parcelas rústicas, está vincu
lada a la idea de que originalm ente todos los ciudadanos habían te
nido iguales lotes de tierra y, si todo hubiera estado en orden, to
davía ahora deberían tenerlos (102). Por lo dem ás, es cierto que
este program a radical solo se cumplió, como hemos dicho, muy ra
ras veces, por lo general nada más cuando la organización política
y social estaba, de todos m odos, profundam ente desarticulada o,
aunque pasajeram ente, por entero descom puesta, de suerte que en
tales circunstancias no cabría hablar tanto de un trastorno de toda
la situación, de una revolución social, cuanto de una vuelta a em
pezar, como en el m om ento en que se funda una colonia; en la prác
tica había tam bién nuevos ciudadanos que llegaban con frecuencia
a disfrutar de la redistribución general (103). E n consonancia con
la rareza de tales medidas (que, por si fuera poco, bastante a m e
nudo eran total o parcialm ente anuladas al restablecerse la anterior
situación), su significado histórico es desde luego limitado.
Lo mismo rige para el caso de otras amplias medidas de n atu
raleza similar enderezadas al contento social, por las que una ciu
dad podía resolverse, incluso sin violentas subversiones, ante la pre-
(101) Vid. por ejem plo Isócr., 12, 259; Ps.-D em óst., 17, 15 = Die Staatsverträge
des A ltertum s III (edit, por H . H . Schm itt, 1969), n.° 403, p. 9, lin. 32 y ss.
(102) D . Asheri [110]; S. C. H um phreys [4], p. 144.
(103) E jem plos de esta admisión en A sheri, loe. cit., pp. 24 y ss.
sencia de una seria amenaza exterior. Como ejem plo de ellas valga
citar las recom endaciones, que enuncia cierta obra com puesta h a
cia mediados del siglo IV por un tal Eneas (el «Táctico»), sobre la
defensa de una ciudad asediada en el supuesto de que el enemigo
ocupe el territorio (Poliorc. 14): hay que apaciguar a la masa de ciu
dadanos con las m edidas adecuadas, singularm ente reducir el tipo
de interés o suprimir por com pleto los intereses; en situaciones es
pecialmente peligrosas está incluso indicado perdonar las deudas de
form a parcial o bien, en caso necesario, por com pleto, «pues entre
los enemigos ocultos tales hom bres (los que han contraido deudas)
son, con m ucho, los más terribles». Tam bién es válido librar de su
penuria a los ciudadanos que padecen carestía de lo más im pres
cindible. Pero al instante sigue la consoladora advertencia de que
el autor en un libro (que no ha llegado a nosotros) sobre la H acien
da Pública desarrolló cómo puede ejecutarse todo ello sin perjuicio
de los particulares y de form a que no haga daño a la gente acomo
dada. La atm ósfera de tensiones sociales, que am enaza descargar
ante la llegada del enemigo y debe ser disipada m ediante amplias
concesiones, es patente, así como la (comprensible) desafección de
las capas opulentas y dirigentes a llegar con tales concesiones más
lejos de lo indispensable.
¿Q ué sucedía pues, prescindiendo ahora de tales situaciones crí
ticas, con una política de reform as pacíficas encam inada a un p au
latino equilibrio social, a una nivelación paso a paso de las diferen
cias sociales? H ará falta en principio dejar clara constancia de que
parece haber faltado una política m etódica y consecuente hacia la
modificación de las estructuras económicas básicas del tejido social
— cabe pensar, p o r ejem plo, en m edidas para com batir los grandes
predios rurales o las explotaciones industriales a gran escala— , al
igual que fue muy cara, según todos los indicios, la práctica de una
política económica de estado absolutam ente razonada. E n cuanto
un buen día el estado dem ocrático em prendió alguna m edida para
nivelar las diferencias patrim oniales, lo hizo de la forma más pri
mitiva y directa: quitó dinero a los ricos y, en contrapartida, se lo
entregó a los pobres. Las fuentes no dejan duda alguna de que am
bos modos tuvieron considerable entidad. Mas lo que interesa es
hasta qué punto detrás de esta actitud existía un verdadero desig
nio de com pensar los desequilibrios patrim oniales (104); pues la
mayoría de tales m edidas se adoptan en principio para resolver cues
tiones muy distintas y podían quizá ser suficientemente explicadas
en función de esas mismas cuestiones, sin que debamos suponer que
hubo una política social consciente de su objeto que, en definitiva,
constituyera el fundam ento de todas estas medidas (105).
Que la dem ocracia dejó exprim ir sustanciosam ente a los ricos,
resulta evidente. A este propósito las fuentes contem poráneas —en
(106) Vid. por ejem plo el fragm ento 204 K del cómico Antífanes: «el hom bre
que se halle en m edio del m undo y crea que dispone de alguna fortuna qué le ga
rantice su subsistencia se engaña form idablem ente. O una eisphora le quitará todos
sus bienes muebles, o un proceso habrá de arruinarle, o sucum birá como estratego
ahogado por las deudas, o, elegido corego, tendrá que equipar el coro con ropajes
de oro, y llevar él mismo andrajos; o será trierarca y no tendrá otra salida sino ahor
carse; o en el curso de algúrwviaje por m ar dará en cautiverio o caerá por el camino
en m anos de forajidos, o será m uerto a golpes p o r sus propios esclavos m ientras duer
m e. N ada es seguro, excepto lo que día a día se em plea en el deleite propio».
(107) B astante lejos llega D em óstenes (14, 24 y ss.): la fortuna de los ricos vie
ne a ser como una gran reserva financiera de la polis: cuando efectivam ente haga
falta se desprenderán solícitos de ella por la causa de la colectividad; entretanto se
halla, custodiada por ellos, en las m ejores m anos. Vid. al respecto D . Brown [359],
pp. 89 y s.; cf. tam bién infra, nota 119.
(108) Sobre el carácter com prom etedor de las epidoseis vid. P. V eyne [352], pp.
212 y s., con buenos ejem plos.
(109) Por ejem plo Ps.-Jenof., A then. Pol. 1, 13; A ristó t., Pol. V 1309 a 14 y ss.;
cf. tam bién supra, nota 104.
La plaga de los tribunales y los sicofantas que invade a los ricos
conserva intrínsicam ente m ayor relación con los problem as especí
ficos de la dem ocracia. Los tribunales populares, compuestos por
numerosos jurados, eran bastante parciales, im presionables por ar
gumentos demagógicos, y no cabe cuestionarse que todo ello ha de
ver con los abusos de la democracia. Pero ante esta circunstancia
tam poco podem os pensar seriam ente en una política encam inada de
m anera consciente contra los ricos, dirigida a lograr una nivelación
social, aunque de nuevo no falten por completo declaraciones de
los contem poráneos en tal sentido (110). A dem ás, tam poco en este
caso sería lícito im aginar que los resultados de esta form a de adm i
nistrar justicia condujeron a un arrinconam iento de la riqueza; más
bien sucedía que la singularidad de los tribunales populares daba
un amplio m argen a la técnica de abrirse camino sin contem placio
nes, y que por consiguiente las sentencias judiciales podían arrui
nar a unos, pero a cambio protegían los negocios de otros. El p a
vor de los ricos ante los tribunales era, por lo demás, el que los h a
cía vulnerables a las extorsiones de los sicofantas; de ese modo su
infortunio se agudizaba considerablem ente, pero desde luego aquí
tampoco entra en juego, es obvio, una m etódica política de estado.
En definitiva, debem os sim plemente dejar constancia de que las
medidas contra los ricos ni obedecieron a un plan propio ni fueron,
consideradas en bloque, eficaces.
M ayor alcance sistemático y práctico poseen, en substancia, los
esfuerzos de la dem ocracia en favor de los pobres. A proxim ada
m ente desde la época de la G uerra del Peloponeso se llegó, al m e
nos en A tenas, tan lejos, que el estado democrático consideró uno
de sus más im portantes com etidos asegurar un aprovisionamiento
suficiente (τροφή, literalm ente «alimento») a sus ciudadanos, y de
esta form a se acercó parcialm ente al m oderno «estado que vela por
su salud pública», e incluso en ciertos aspectos todavía llegó mucho
más lejos.
E ste proceso estuvo ante todo sometido a las exigencias de la
forma de gobierno dem ocrática: el estado, en cuyo gobierno la gran
masa tiene parte esencial, muy pronto empieza tam bién a velar por
los intereses m ateriales de aquélla por cuanto que nunca pueden fal
tar las consiguientes propuestas demagógicas. Pero el pensam iento
de un estado de previsión social tiene aun entre los griegos una se
gunda raíz, mucho más antigua. Con arreglo a la concepción griega
el estado no es de siem pre una magnitud abstracta, que se cierne
sobre la cabeza de los individuos y cuyos intereses cabe pensar que
se oponen sin rodeos a los de los particulares; antes bien, el estado
era aquí algo tan perfectam ente concreto como la colectividad de
los ciudadanos, y según eso las propiedades públicas y las rentas es-
(110) D e nuevo hay que citar a Ps.-Jenof., A then. Pol. 1, 13. Y , a la inversa,
D em óstenes (51, 11) expresa su sospecha de que los tribunales estarían predispues
tos en favor de tos ricos y tratarían a éstos m ejor que a los pobres diablos.
tatales siempre contaron como propiedad o rentas respectivam ente
de todos los ciudadanos, y si se ofrecía ocasión eran simplemente
repartidas entre ellos: se aplicará por ejem plo al dinero ingresado
por m ultas, a los beneficios de las minas públicas, al botín de guerra,
incluso en ciertos casos al país conquistado, y en general a aquellos
lugares del territorio que hasta entonces aun se hallaban indivisos,
p o r ejem plo cuando algunas parte de los pastos comunales son
transform adas para aprovecham iento intensivo y para ser de esa for
m a explotadas individualm ente (111). Desde esta concepción no
hay un camino demasiado largo para llegar a aquella otra, atesti
guada hasta bien avanzada la época clásica, según la cual el estado
tiene el deber de abastecer a sus ciudadanos — en cuanto que sea
indispensable— con todo lo que precisen para vivir; el paso decisi
vo se produjo, sin discusión alguna, cuando los perceptores de ta
les entregas se habituaron a la asistencia regular prestada por la ha
cienda pública y, parejam ente, a una dependencia económica res
pecto del estado. Pero además no será sólo la colectividad de los ciu
dadanos, el Estado por tanto, la encargada de atender a los m enes
terosos, sino tam bién los ciudadanos unos para con otros, es decir,
los ricos para con los pobres, quienes lo hacen m ediante agasajos
o regalos, o incluso adelantándoles dinero; en la práctica se trata
claram ente de un reclutam iento de clientela política y social, y al
propio tiem po de una exhibición de riqueza y magnanim idad, cual
corresponde a la antigua ética de la aristocracia (112).
L a form a más acabada, según la creencia antigua, de asistencia
estatal a los ciudadanos aisladam ente era la adjudicación de terri
torio; los alterados acontecim ientos políticos cuidaron de que ello
no acaeciera, desde luego, tan de tarde en tarde. D e las redistribu
ciones del territorio propio como consecuencia de graves crisis ya
hem os hablado, así como del reparto ocasional de trozos aislados
de la tierra comunal. Sin duda es m ucho más frecuente el reparto
de regiones conquistadas, tanto en la vecindad inm ediata con m o
tivo de una ampliación del territorio como al otro lado del mar, me-
(111) K. L atte, Kleine Schriften ... (citados supra en nota 29), pp. 249 y ss.
(112) E l principio lo form ula D em ocrito, Fragm . V orsokr. 68 B 255: «si los acau
dalados tom an a su cargo adelantar dinero a los desposeídos, y socorrerlos, y mos
trarse con ellos com placientes, esa actitud encierra ya com padecim iento, superación
del aislam iento, confraternidad, auxilio m utuo, concordia entre los ciudadanos, así
com o otros bienes, más de los que cualquiera podría enum erar». Sem ejante es el
cuadro ideal que diseña Isócrates (7, 32): los pobres cuidan de la fortuna de los ri
cos como si fuera la suya propia, en la convicción de que el bienestar de éstos les
favorece en definitiva a ellos mismos; las personas acaudaladas atendían por su par
te a los pobres facilitándoles, por ejem plo, tierras a censo en ventajosas condicio
nes, o anticipándoles capital para financiar viajes comerciales o el equipam iento de
explotaciones industriales. Com o m ejor apreciam os la realidad es en los relatos so
bre la dadivosidad de Cimón (T eopom po F G r H ist 115 F 89; A ristót., A then. Pol.
27, 3; T eofrasto apud Cie., de off. II 18, 64): se abstenía de resguardar la cosecha
de sus cam pos y huertos contra intervenciones ajenas m ediante cercas o vigilantes
rurales; todos los m iem bros de su dem os podían contar con una sencilla comida en
su casa; cada día proporcionaba a quienes lo solicitaran una caridad en dinero y ropa.
diante la fundación de nuevas com unidades (colonias) o la instala
ción de un asentam iento exterior con ciudadanos propios, de una
de las llamadas cleruquías, es decir, de una com unidad de «titula
res de (nuevas) parcelas», clerucos. A tenas en especial, tanto du
rante el siglo V como luego, tras el derrum bam iento del 404, llegó
de esta forma a proveer nuevam ente de tierra a cuatro mil ciuda
danos (clerucos) que carecían de propiedades rurales; pero en esta
em presa no fue, en modo alguno, la única.
U na m anera mucho más hum ilde para asegurar la existencia era
procurarse trabajo colocándose en las obras públicas. Así en A te
nas, durante la G uerra del Peloponeso, cuando no era posible cul
tivar los campos, se realizaron im portantes construcciones urbanas
para dar empleo a los pobres. Pero esto es un fenóm eno marginal;
en cambio es una cuestión central el señalamiento, de honorarios
por el Estado a num erosos ciudadanos, ya en calidad de hoplitas du
rante las campañas m ilitares o de rem eros en las naves de guerra,
ya de jueces en los m ultitudinarios tribunales de jurados; a esta ca
tegoría pertenecen tam bién las dietas abonadas a los m agistrados y
a sus muchos coadjutores, a los miembros del Consejo y, en el si
glo IV , incluso a los participantes en la A sam blea popular. N atural
mente no debe pasar inadvertido que este sueldo tenía en prim er
térm ino la misión de conceder en toda regla a bastantes ciudadanos
poco pudientes la oportunidad de servir al Estado, que por su p ar
te no podía estrictam ente prescindir de tales servicios: pero los efec
tos —puesto que un gran núm ero de ciudadanos recibían amplio
acomodo en la nóm ina del Estado— eran aquí mucho más señala
dos que la causa, y los contem poráneos tenían plena consciencia de
ello.
En la misma línea se insertan tam bién los desembolsos para el
culto divino, es decir, para las grandes fiestas populares con copio
sas comidas a expensas del Estado y con entretenim ientos de todo
tipo; en tales casos una gran serie de cooperadores podía confiar
tam bién, desde luego, en percibir sus dietas. Con esta finalidad se
instauró en A tenas, desde m ediados del siglo IV , el llamado theo-
rikon (113), unas estrenas festivas del Estado para cada ciudadano;
hacia el fondo hom ónim o (theorikon), constituido para hacer fren
te al reparto de este obsequio, se encauzaban en tiempos de paz to
dos los rem anentes de las distintas cajas públicas.
Los costes de subsistencia oscilaron enorm em ente en la antigüe
dad al compás del precio del grano, es decir, del principal alim en
to, el pan. D e ahí el que los estados griegos com partieran en gene
ral la regla de procurarse un colmado aprovisionam iento de cerea
les y lograr así un bajo precio del pan, transfiriendo en caso nece
sario cuantiosos fondos. P or últim o, la financiación estatal de ayu
das para la subsistencia perm itió solventar auténticas miserias. En
E s t a n c a m ie n t o y v u e l c o d e l a e v o l u c ió n
PO L ÍT IC A Y SO C IA L
La ca pa SU P E R IO R
(115) Por tal m otivo no he tom ado en consideración los retirados territorios p e
riféricos (Italia, Sicilia y cuenca del M ar Negro), puesto que allí dominaba, en parte,
una situación m uy peculiar. Tam poco están representadas en esta lista las persona
lidades señeras de la vida cultural; por lo dem ás, podríam os perfectam ente incluir
las en ella y el cuadro sociológico que arrojaría dicha relación no se vería sustancial
m ente modificado.
21. A rquelao, rey de M acedonia.
22. Táripe, rey de los molosos.
23. Teram enes, estratego y estadista ateniense, de rica y dis
tinguida familia.
24. Lisandro, general espartano, escaló desde abajo una posi
ción social.
25. Critias, estadista ateniense, m iem bro de la vieja aris
tocracia.
26. Trasíbulo de Estiria, estratego ateniense; hacendado, no
hay más datos sobre su origen.
27. Pausanias, rey de Esparta.
28. Agesilao, rey de Esparta.
29. Jenofonte de A tenas, general de mercenarios e historia
dor, de familia acomodada.
30. Evágoras, rey de Salamina de Chipre.
31. Conón, estratego ateniense y general persa, de familia
acomodada.
32. Ifícrates, estratego ateniense y condottiere, dinasta en Tra-
cia; escaló desde abajo una posición social.
33. Cabrias, estratego ateniense y condottiere, de familia aco
m odada.
34. Calístrato, orador y estratego ateniense, de familia acomo
dada y distinguida.
35. Pelópidas, general beocio, miem bro de la vieja aristocra
cia tebana.
36. Epam inondas, general beocio, m iem bro de la vieja aristo
cracia tebana.
37. Jasón, tirano de Feras y tago de los tesalios, hijo del tira
no Licofrón de Feras.
38. Tim oteo, estratego ateniense y condottiere, hijo de Conón
(núm ero 31).
39. Licomedes de M antinea, fundador y estratego de la Liga
A rcadia, de familia ilustre y rica.
40. Filipo II, rey de M acedonia.
41. Filomelo, tirano de los focidios, de familia ilustre y rica.
42. O nom arco, su sucesor, del mismo origen.
43. Faílo, su herm ano y sucesor.
44. Faleco, hijo de Onom arco (núm ero 42), sucesor de Faílo.
45. Cares, estratego ateniense y condottiere, dinasta en Asia
M enor; no hay datos sobre su origen.
46. Caridem o de O reo (más tarde de A tenas), condottiere y
estratego ateniense, dinasta en Tracia y Asia M enor, escaló desde
abajo una posición social.
47. M éntor de R odas, condottiere, dinasta en Asia M enor; no
hay datos sobre su origen.
48. M em nón de R odas, condottiere, dinasta en Asia M enor,
herm ano del anterior.
49. Eubulo, estadista ateniense; no hay datos sobre su origen.
50. D em óstenes, orador ateniense, de familia acomodada y di
rigente dentro de su demos.
51. Esquines, orador ateniense; de familia distinguida, pero
transitoriam ente em pobrecida, alcanzó a recobrar fortuna.
52. Foción, estratego ateniense, condottiere y orador, de fam i
lia acomodada.
Lo prim ero que sorprende es el extenso espacio que en esta lis
ta ocupan los m onarcas que han llegado a ese cargo por herencia.
A este grupo pertenecen los reyes y regentes espartanos (núm eros
3, 6 , 13, 27 y 28), de entre los cuales uno, el último de ellos, ha
dado cuerpo a varios decenios de la historia griega; tam bién los re
yes de M acedonia (núm eros 14, 21, 40), y de nuevo el último de la
serie es el más notable, en este caso alguien que no sólo sometió a
toda Grecia, sino que inauguró una nueva época. Junto a ellos se
alza la figura del hom bre a quien, aun con la escasa información
que sobre él conservamos, debemos considerar el auténtico funda
dor de la m onarquía epirota (núm ero 22), y la de un rey chipriota
vasallo de los persas (núm ero 30), que desempeñó en su tiempo un
papel que sobrepasa las fronteras del Im perio persa, aunque v er
daderam ente no fuera capaz de crear nada duradero. E n total son
ya 11 de los 52 nom bres, es decir, más de una quinta parte de la lista.
Con los reyes se engarzan los tiranos: dos vasallos milesios de
Darío I (números 1 y 2), que ejercieron un decisivo papel a la ca
beza del levantam iento jonio y, consiguientem ente, en los prelim i
nares de las G uerras M édicas; luego los cuatro paladines consecu
tivos de los focidios en la G uerra Sagrada de 356 a 346 (núm eros 41
a 44), y por último el más significativo, Jasón de Feras (núm ero
37), que venía de lograr el predom inio en la Grecia del N orte y aca
riciaba el sueño de conquistar el Im perio persa cuando en el 370
cayó víctima de una m ano asesina. Si sumamos estas siete personas
a los 11 reyes alcanzamos la cifra de 18 nom bres, más de un tercio
de nuestra lista — ¡y eso en la época dem ocrática de la historia grie
ga!— . En cierta m edida, sin em bargo, podríam os todavía contar a
Milciades (núm ero 4), que señoreó como dinasta en todo el Q uer-
soneso tracio; luego a su hijo Cimón (núm ero 8) y al rival y, si se
quiere, sucesor de éste, Pericles (núm ero 11), las dos figuras que
durante muchos años fueron los hom bres más poderosos de A tenas
y, con ello, de Grecia. M erece otra vez poner de relieve que p rác
ticam ente a todos estos tiranos y émulos de la tiranía debemos in
tegrarlos en los linajes aristocráticos.
Vayamos ahora a las personas que proceden de la antigua n o
bleza o, para hablar más precavidam ente, de familias acomodadas
y sim ultáneam ente ilustres (y que no sean reyes por sucesión o ti
ranos, aunque incluiremos aquellos casos limítrofes recién citados).
A este grupo pertenecen algunos atenienses (núm eros 4, 5, 7, 8 , 11,
20 y 25), una serie que, de seguro no fortuitam ente, se trunca a fi
nales del siglo V ; tam bién, igualm ente en el siglo V , el espartano
Brasidas (núm ero 18), y luego en el IV los tebanos Pelópidas y Epa-
m inondas (números 35 y 36) y el arcadio Licomedes (núm ero 39).
Fuera de A tenas, pues, la aristocracia sigue ostentando en el siglo
IV un papel dirigente, y aún no debem os olvidar que los ciudada
nos de otros estados que no fueran E sparta y A tenas sólo rara vez
tuvieron ocasión de encubrarse en la cima de toda Grecia. Adem ás
tanto en el caso de A tenas como, sobre todo, en el de otros lugares
hem os de calcular que ciertos individuos poseían origen noble, pero
nosotros no disponemos de los datos que lo acrediten. Incluso así
todavía logramos contabilizar 11 nom bres aristocráticos (otra vez
más de una quinta parte de la lista), con un claro declive además
entre el siglo V y el IV . Si los añadim os a los 18 de reyes y tiranos
arroja un resultado de 29 nom bres de m iem bros de las viejas fami
lias, obviam ente más de la m itad de todos los nom bres en total.
En siguiente lugar hay que citar a las personas que provienen
de familias acomodadas, pero no «rancias». Significativamente, la
serie principia tarde, con el rico y conservador Nicias (núm ero 16)
y su rival Cleón (núm ero 17), que incluso por sus contem poráneos
fue tenido rigurosam ente en cuenta como el prim er artesano ingre
sado en la clase dirigente. D el grupo form an parte además otros m u
chos atenienses (el núm ero 23, en caso de que no debamos contar
lo entre los aristócratas, y los núm eros 29, 31, 33, 34, 38, 50, 52).
Es la nueva capa superior, a la que (después de la fusión con los
restos de la antigua aristocracia) pertenece el futuro, al menos en
A tenas: juntos hacen 10 núm eros, ni siquiera una quinta parte de
todos los nombres. La proporción debería en realidad ser más alta,
pues hemos de contar con que en el grupo ingresarían varias p er
sonas sobre cuyo origen carecem os de cualquier dato; y esto mismo
cabe aplicarlo a uno u otro de los no atenienses de nuestra lista.
Si sumamos (nada más que) los diez miembros de familias aco
m odadas a los 29 m onarcas, tiranos y nobles, llegamos a una cifra
de 39 nom bres de nuestra lista, cuyos titulares estuvieron predesti
nados o favorecidos p o r su origen y su riqueza, o cuando menos úni
cam ente por la riqueza heredada: form an exactam ente tres cuartas
partes de la totalidad.
La cuarta parte restante abraza una serie de casos para cuyo es
tudio las fuentes no nos perm iten llanam ente despejar las incógni
tas (núm eros 9, 10, 12, 15, 26, 45, 49, todos de A tenas, así como
los dos de R odas, núm eros 47 y 48); como ya anticipamos, no po
cos de tales personajes pueden ser oriundos de ricas familias, cuan
do no incluso aristocráticas. E n conjunto quedan sólo 4 individuos
que, según puede com probarse, m edraron por su propio esfuerzo
arrancando de m odestos principios: dos condottieri del siglo IV (nú
m eros 32 y 46), uno de ellos ateniense y el otro de Eubea; un ora
dor ateniense de las últimas décadas de nuestro período, Esquines
(núm ero 51), que de todos modos era sobrino de un estratego y h er
m ano de otro, aunque en su juventud tuvo que luchar con la p o
breza. E l ejem plo más sorprendente es el de Lisandro (núm ero 24),
el vencedor en la G uerra del Peloponeso: la prim era persona con
buenas razones para creer que tenía a toda Grecia en su m ano, el
hom bre a quien por vez prim era cupo la suerte de recibir honores
divinos, creció en la pobreza y, según todos los indicios, segura
m ente no llegó a pertenecer desde su nacimiento al círculo de los
espartiatas de pleno derecho, sino que fue admitido entre ellos por
haber pasado la agogé a expensas de un espartiata acom odado, lo
que no era insólito en E sparta, como σύντροφος («coeducado») de
su hijo (116). Es digno de señalar que el prim ero y a la vez más no
torio de los advenedizos que podem os ensalzar en nuestro preclaro
círculo no sea m iem bro de una ciudad democrática, sino de la ar-
chiconservadora Esparta. M erece además atención que tres de nues
tras cuatro figuras que obtuvieron progreso se singularizaran y cre
cieran en el campo m ilitar, un terreno que durante cualquier época
brindó siempre para los hom bres de valor magníficas posibilidades
reales de m ejorar la suerte gracias al carácter tem erario; solam ente
uno. Esquines, debe el ascenso a su talento «civil», es el único que
en cierta medida puede servir como modelo de la «igualdad de opor
tunidades» dem ocrática —en caso de que no hubiera entrado en ju e
go el primitivo prestigio de su no insignificante familia, aunque ve
nida a menos, como ya dijimos— .
La imagen bastante alejada de lo democrático que se refleja de
esta panorám ica despunta todavía con mayor nitidez si reparam os
en un rasgo que en el correspondiente cuadro he destacado con toda
intención, pero aún no lo había tom ado en cuenta en el análisis que
hasta el m om ento hemos realizado. E n la serie de nuestras figuras
es prodigiosam ente alto el núm ero de quienes, en el curso de su
vida, entraron en posesión de uno o varios dominios dinásticos, ora
en el Im perio persa, ora en el europeo suelo de Tracia, o bien, aun
que es más raro, heredaron tales señorías. Incluidos en este grupo
están los dos Filaidas, Milciades (núm ero 4) y su hijo Cimón (nú
mero 8), con su patrim onio tracio; los vasallos persas Histieo y Aris-
tágoras de M ileto (núm eros 1 y 2), con sus tenencias tracias o to r
gadas por el G ran Rey; el prófugo Temístocles (núm ero 5), acogi
do por el G ran Rey y generosam ente dotado con tierras; luego A l
cibiades (núm ero 20), que como general ateniense adquirió bienes
alodiales en Tracia; por último una serie de condottieri del siglo IV ,
capaces de ganar dominios personales en Tracia o en la opuesta ri
bera de la T róade (núm eros 32, 45 a 48). Por sí solos son ya 11 nom
bres en nuestro círculo — hay otros casos de este tipo— ; cabe aña
dir que a Jenofonte (núm ero 29) le fue hecha la prom esa de uno
de tales señoríos en Tracia por el m onarca local, aunque acabara
luego en definitiva por no recibirlo, y que Foción (núm ero 52) no
aceptó un dominio en Asia M enor que le ofreció A lejandro M ag
no. Puede apreciarse así cuánto ni más ni menos convenía p ara la
carrera de un general y condottiere victorioso el contar con la guar-
(116) Vid. D. L otze, Μ όθακες , H istoria 11 (1962), pp. 427 y ss.; cf. J.-F.
Bom m elaer, Lysandre de Sparte (1981), pp. 36 y ss.
nición de un dominio dinástico tracio o m inorasiático. Agregando
nuestras nueve dinastas — a Histieo y Aristágoras no debem os, na
turalm ente, contarlos por dos veces— a los 18 reyes y tiranos, lle
gamos con ello dentro de nuestro pequeño círculo de 52 personas
a la vistosa cifra de 27 titulares de dominios más o menos m onár
quicos: es ya algo más de la m itad, sin incluir el caso límite de
Pericles.
H a quedado pues suficientem ente en claro que los griegos, si
guiamos nuestro interés hacia las personalidades que gobernaron
y no hacia las instituciones, no conocieron una época positivam en
te cívico-democrática. A ntes bien, durante todo el período clásico
los puestos determ inantes políticos y militares dentro de cada esta
do estuvieron de lleno en manos de unas cuantas personas, a las
que cabría calificar de principes en el sentido que la R om a republi
cana asociaba con esta expresión: los miem bros del reducido círcu
lo de hom bres más acreditados y com petentes, con independencia
de que provinieran de la antigua nobleza o de una capa más recien
te de notables que estuviera todavía por desarrollarse. Pero entre
tales principes se encontraban notablem ente muchas personas que
disfrutaban de una posición en verdad regia, monarcas, tiranos e in
cluso hom bres capaces de enlazar un dominio dinástico en los bor
des del m undo griego con una destacada condición social en su
patria.
¿Cómo fue viable esta situación en una época durante la cual
en la m ayor parte de Grecia im peraban ideas democráticas y exis
tieron constituciones democráticas?
E n lo referente al siglo V , aunque parcialm ente todavía alcanza
al siglo IV , para unas pocas zonas avanzadas del m undo griego el
fenóm eno debe atribuirse en prim er térm ino a la indolencia de los
tiem pos. La antigua aristocracia que había dom inado por completo
la época arcaica, incluso tras la concertación de la democracia
— prom ovida por hom bres salidos de sus propias filas— , no llegó a
ser tan rápidam ente desenganchada de la vida política; hizo falta
tiem po, hasta que fue creciendo una nueva capa dirigente dem o
crática. Nom bres como los de los atenienses Clístenes, Cimón, Pe-
rieles, Alcibiades, satisfacen a esclarecer este hecho. Pero igual de
m anifiesto es, sin duda, que en A tenas a partir de finales del si
glo V de hecho entran en lid dirigentes no aristocráticos, y aun que
desde entonces no se detecta ya la presencia Tie antiguos nobles en
puestos superiores (tam bién nuestro cuadro sinóptico delata esta
tendencia). Mas si de aquí hubiera de juzgarse que desde aquel ins
tante fueron encumbrados desde la gran m asa de ciudadanos hasta
los cargos de gobierno justo los hom bres de m ayor talento, los más
resueltos, o si se prefiere, los m enos parados a contemplaciones, es
taríam os afectados por una m era ilusión. Hem os visto que son tam
bién ahora los miem bros de una capa superior acaudalada y culta
quienes tom an las riendas del estado y transm iten a sus sucesores
la preem inencia de que disfrutan — con la sola diferencia de que su
árbol genealógico no es aún vetusto— . Así pues, tam poco ahora la
democracia ha obtenido su mayoría de edad, e influyen, en el fon
do, tres razones concretas: 1.° la participación activa en la política
reclam a mucho tiem po y presum e consiguientem ente contar con
cierta fortuna; 2 .° se cifra en una red de contactos personales den
tro de la propia patria y en el exterior, cuales por regla general es
tán sólo al alcance de las personas ricas y de las ilustres; 3.” y, fi
nalm ente, puede ejercer con éxito la política sólo aquel que posee
los conocimientos precisos, bastante dilatados, y experiencia, o bien
determ inados saberes básicos, en sectores de importancia. Sobre
cada uno de estos tres puntos, fortuna, relaciones y com petencia,
podem os añadir algunas nuevas ideas.
Tiempo para la política tiene, por un lado, la persona adinera
da y al propio tiem po harto ambiciosa o consciente de sus respon
sabilidades, y por otro lado el político profesional allí donde lo haya.
Pero la democracia griega no conoció esta últim a figura. Los titu
lares de la mayoría de los cargos públicos fueron desde luego re
sarcidos, al m enos en A tenas, con dietas para com pensar sus des
velos y su sacrificio de tiem po; mas eran dietas muy m odestas con
las que ningún hom bre m edianam ente exigente podía vivir en ex
clusiva. A dem ás la reelección estaba casi siem pre descartada; lle
gado el caso era, en efecto, asequible vivir durante todo un año de
un cargo, pero nunca se tenía la certeza de ocupar acto seguido otro
distinto. Y ello tenía un profundo motivo: la ideología dem ocrática
pretendía que con el paso del tiem po todos los ciudadanos accedie
ran, a ser posible, a cargos públicos, y que nadie m andara por arri
ba de un año, sino que cada uno perteneciera de m anera alternati
va a los gobernados y a los gobernantes, excluyendo así radicalm en
te al político profesional. La democracia, que hasta podía prescin
dir de los políticos de oficio como cualquier otro estado altam ente
evolucionado, hubo de recurrir a aquellas personas con capacidad
para vivir de su fortuna y que además no debían dedicar demasiado
tiem po a adm inistrarla: en definitiva los grandes propietarios y quie
nes se m antenían con las rentas del capital. Con ello la política ac
tiva se convertía en ocupación de los círculos adinerados (117), y
como ulterior consecuencia resultaba que, al igual que en lo políti
co, tam bién la fuerza y el prestigio social quedaban en tal grado vin
culados al patrim onio que en cierto modo podía parecem os no de
mocrático (y esa misma im presión causó en ocasiones a los contem
poráneos). Así, p o r ejem plo, el discurso de D em óstenes contra Mi-
dias (Dem . XXI) alude sin descanso a la prepotencia de los ricos,
que se propasan en todo y luego se evaden de las consecuencias
legales. Allí se dice de una de las víctimas de Midias (XXI, 83)
que era «un hom bre pobre, nada práctico en negocios, aunque en
verdad no se tratab a de alguien inútil, sino sum am ente valioso»
(hace su aparición el prejuicio contra los pobres, que Dem óstenes
(118) E sta opinión, por lo dem ás, la había sustentado ya Ps. Jenof., A then. Pol.
1 ,5 ; pero el que figure aquí no produce sorpresa alguna.
decoro ciudadano y de toda existencia tom ada en serio, se dibuja
así con nitidez; e igualm ente patente en su relación con el hecho de
poseer un origen aristocrático y con el carácter de la ética civil grie
ga, a la que ya nos hem os referido antes con detalle. Am bos aspec
tos rezan tam bién, sin duda, para la estrecha relación que existe en
tre contribuciones litúrgicas y voluntarias del propio patrim onio,
por un lado, y la estim a de un ciudadano en la comunidad p o r el
otro, tal como acaba de advertirnos el segundo pasaje de De-
m óstenes (119).
A hora respecto al segundo punto. El político cabal dispone
siempre de amplias relaciones y sabe cómo pulsar este instrum en
to. En los tiempos de dominio aristocrático, y aun durante la etapa
política de los tres prim eros cuartos del siglo V , enteram ente acu
ñada por principes nobles, se entendía sin más explicaciones que la
fuerte palanca de un político residía derecham ente en el gran n ú
m ero de parientes y amigos, patrocinadores y clientes, a quienes p u
diera recurrir en caso de urgencia. A sí se ejercía m ayor o m enor
influencia en m últiples círculos de los propios conciudadanos; de
esta precisa m anera ganaba incluso audiencia más allá de las fron
teras de su patria, y p o r ese motivo se convertía asimismo en b en e
ficioso, quizá indispensable, para la com unidad; pues en el m undo
de los minúsculos estados griegos toda política se hallaba en inim a
ginable m edida condicionada desde el extranjero o, si se quiere,
por las relaciones hacia los dem ás estados. Es evidente que de tales
contactos dentro y fuera del país muchos se habían recibido por h e
rencia de los antepasados, pero que sin duda prácticam ente todos
dependían del hecho de poseer una fortuna propia y de saberla em
plear; los miembros de la antigua aristocracia llevaban pues delan
tera, a este respecto, frente a todas las restantes opciones, y quien
ni tan siquiera fuera acaudalado no tenía nada en absoluto que ofre
cer aquí y, por tanto, nada que intentar en la política activa. C ier
tam ente se ha observado que en A tenas ■ —y m ás tarde tam bién en
otros lugares— en las últim as décadas del siglo V , se consumó algo
parecido a un cambio de estilo en la política en la m edida en que
los gobernantes políticos ahora se apoyan poco en sus amistades
personales, y lo hacen en cambio con m ayor decisión en el talento,
para cautivar directam ente m ediante su program a, o bien m ediante
la pujanza demagógica de la elocuencia, a la gran m asa de ciuda
danos; y supieron oponer esta actitud con eficaz propaganda, p re
sentándola como un com prom iso hacia la colectividad, frente al an
tiguo sistema de política de facción (120). Ello facilitó positivamen-
(119) Isócrates 15, 93 y ss.: el o rad o r enum era a sus discípulos atenienses; a to
dos ellos les otorgó la polis coronas, y desde luego no por tratarse de gente que as
pira a la propiedad ajena — como presuntam ente debe trae r aparejado la elocuen
cia— , «sino por ser personas de espíritu, que gastaron buena parte de sus propios
efectos en bien de la com unidad». Cf. tam bién supra, nota 107.
(120) W. R. C onnor, The New Politicians o f Fifth-Century A thens (1971); cf. H .
te a más de un hom o novus el ingreso en la política; el arte retóri
co, que podía alcanzarse m ediante aprendizaje —claro está que,
po r regla general, se trataba de otro elem ento únicam ente accesi
ble a gente acomodada e instruida— , perm itía ahora a algunos de
ellos com pensar lo que hasta entonces deberían haber heredado de
sus padres. Sin em bargo, no sería correcto exagerar la importancia.
No siempre llevaba mucha ventaja a todos los concurrentes quien
había de organizar una red muy intensa de contactos personales, ya
fuerán heredados o adquiridos; y todavía era mucho más complica
do desplegar esa red y m antenerla en perfecto estado de funciona
m iento sin caer en considerables gastos pecuniarios: basta pensar
en hospitalidad y proxenía, pero tam bién en las costosas inversiones
para círculos pequeños o amplios de ciudadanos, incluso para la to
talidad de ellos, que se suponía debía efectuar todo aquel que en
algo se preciase. Y así de nuevo llegamos a aquella m entalidad a la
que ya hemos aludido a m enudo, según la cual cualquier ciudadano
que pretendiera reclam ar para sí alguna notoriedad entre la com u
nidad debía m ostrarse como «benefactor» — la expresión es mucho
más técnica en griego— dentro de los círculos restringidos o am
plios de sus conciudadanos, e incluso por encima de los confines de
su ciudad. Tam bién aquí se halla esencialm ente en juego, por des
contado, la ética aristocrática que había permanecido viva y esta
ba, en general, vigente, aunque asimismo el egoísmo hum ano que
com prom ete favores, prosélitos y votos con arreglo al principio do
ut des. Un alcance algo novedoso pueden tal vez ofrecer las rela
ciones muy amplias, a las que tam bién cabía hacer valer política
m ente, que facilita ahora la anim ada vida intelectual en toda G re
cia. El grupo de discípulos de un destacado filósofo u orador, como
un Platón o un Isócrates, se hallaba disem inado por todo el mundo
griego y, sin em bargo, era a su vez tan pequeño que, por regla ge
neral, de la vinculación a este círculo resultaban estrechas relacio
nes personales, que antes dim anaban de los años de juventud pa
sados en compañía que de las com unes convicciones de escuela;
pero eran justam ente los hom bres más acreditados y poderosos quie
nes se hallaban recíprocam ente unidos por este tipo de lazos. Mas
de ello tam bién se sigue que en las relaciones de tal naturaleza las
verdaderam ente tradicionales, fundadas en el linaje y la fortuna, en
general sólo eran com plem entadas, nunca reem plazadas por otras;
puede adm itirse incluso que, casi sin excepciones, los más conspi
cuos representantes de la vida intelectual pertenecieron en todas
partes a la capa superior distinguida y rica.
A rribam os así, al fin, al punto tercero y sin duda más capital
para esta época: a la formación cultural y a la experiencia del po
lítico y, por consiguiente, a su cualificación como especialista.
(124) Cf. adem ás D em óst., 21, 189 y ss.; A naxim ., R et. 1444 a 18 y ss.
(125) Según H eródoto (V 97, 2) A ristágoras fue capaz, cuando solicitó ayuda
para el levantam iento jonio, de encandilar a 30.000 atenienses, pero no a un tal C leo
m enes. Cf. adem ás, por ejem plo, Isócr. 8, 5, 13 y 36.
(126) A sí, por ejem plo, Isócr. 8, 3 y 9 y ss.
(127) Vid. sobre ello D . Brow n [359], p. 100.
tas deberán infundir un saludable horror a los caballeros que de
pendan de sus órdenes —hom bres acomodados y distinguidos, y,
por eso mismo, caprichosos— , aunque llegado el caso tam bién de
bían contribuir a am ainar la cólera del Consejo. Se com prueba,
pues, cuán fluido era en este círculo de los oradores el tránsito des
de una posición de pequeños abogados de ciertas personas e inte
reses hasta la de estadistas poderosos, (cuasi) regentes, y cuán gran
des los halagos, pero tam bién los riesgos y tropiezos que todos ellos
debían afrontar: pues para cualquier asunto constantem ente nece
sitaban persuadir al Consejo y a la A sam blea, o muchas veces h a
bían de ganar para su causa a los tribunales populares de abultado
quorum , y por lo general sin poder invocar la autoridad de un car
go. El hecho de que bajo tales circunstancias se llevara sin em bar
go a cabo algo no muy distinto a una política coherente, y aun en
ciertos casos ni más ni menos que trabajos de hom bre de estado
— D em óstenes es el más notable, pero no es en absoluto el único— ,
extiende a la postre en favor de tales oradores, pero tam bién del
Consejo y del pueblo que toleró ser orientado por ellos, un certifi
cado nada negativo.
No lo tenían fácil sus com petidores en la dirección política, los
especialistas en el campo de la milicia. Tam bién ellos debían, como
los oradores, ganarse la imprescindible experiencia y conocimien
tos en una cruel escuela, cursando desde abajo el oficio de solda
do, para lo cual abría excelentes perspectivas el m ercenariado de
la época (128), o bien dejándose instruir por un afamado gene
ral (129). Quien había llegado a general en su propia ciudad natal
disponía en buena hora —muy otram ente que los oradores— de un
cargo público, el de «estratego» (o aquel otro cargo al que se h a
llara vinculado el m ando del ejército, fuera cual fuere el nom bre
con que se le designara en cada estado). E n el ejercicio de este pues
to se veían intrincadam ente envueltos en la m araña y vicisitudes de
la política: como todos los generales griegos sin excepción, no era
raro que hubieran de adoptar en cam paña decisiones políticas, por
ejem plo cerrar pactos o acuerdos de sumisión (al menos interina
m ente) y determ inar el trato aplicable a ciudades conquistadas; pero
tam bién debían ocuparse am pliam ente del lado financiero de las ex
pediciones, de lo cual venía harto frecuente a resultar que habían
de exigir dinero a los aliados, o a veces incluso que tanto ellos como
las fuerzas confiadas a su m ando debían buscar pasajeram ente el
apoyo de un capitalista; asimismo podía suceder que el dinero ne
cesario les fuera adelantado por m edios privados y más tarde hu
bieran de ensayar el lograr que el E stado les reintegrase tales gas
tos. Problem as mucho mayores solían tener a diario con el velei-
(128) Ya antes tuvimos que m encionar algunos ejem plos de ello: Lisandro, Ifí-
crates y Caridem o.
(129) Foción realizó su aprendizaje ju n to a C abrias, y a cambio aceptó más ta r
de com o pupilo a su hijp Ctesipo (Plut., Foc. 6; 7, 3).
doso pueblo, o bien con los adversarios políticos y personales que
se granjeaban entre sus colegas en el cargo de estratego o entre el
gremio de los oradores; con suma facilidad quedaban enredados en
procesos políticos, y singularm ente en caso de una derrota cabía re
celar lo peor; pues m ientras con gozo se discutía sobre si la victoria
se debía al general o a sus bizarras tropas (130), el único responsa
ble de la derrota era siem pre, excusado es decirlo, el general. Pero
el general victorioso, acreditado, se im ponía cada vez más en el cur
so de su vida, y llegaba a ser en su campo un corifeo im prescindi
ble, cortejado por todos. Su ciudad le confiaba el cargo de estrate
go una y otra vez (131), pero el tiem po dedicado al servicio de esta
función llenaba su vida ahora tan escasamente como cuando em pe
zó. Pues, a decir verdad, estos especialistas en la estrategia militar
entraban bastante a m enudo (la m ayoría a la cabeza de tropas p e r
sonalm ente reclutadas, es decir, como condottieri en toda regla) al
servicio de estados ajenos, en particular del G ran Rey y de sus sá
trapas, de insurrectos egipcios y de los reyes tracios. Y a dimos an
tes noticia de que desde allí percibían la llam ada de suculentas re
compensas, llegado el caso de un noble m atrim onio —que ligaba es
trecham ente a los muy solicitados jefes de ejército con sus señores,
y que en todo caso debía ser causa de que, en caso urgente, aten
dieran de nuevo a sus llam am ientos (132)— , muy frecuentem ente
del disfrute de extensas tierras e incluso de dominios enteros. Si lue
go reaparecían en su propia patria con ayuda de esta reserva patri
monial , lo hacían desde luego siendo algo más que sencillos ciuda
danos o simples titulares de cargos públicos: eran ahora señores
principescos que (entre otras cosas) podían tam bién servir con fi
delidad a su ciudad natal, aunque por medio de su existencia por
entero flam ante habían alcanzado una holgada independecia de ella.
En época postclásica este sector del estrato político dirigente pudo
de hecho crecer, en lo que cabe, por encima de la polis.
Asimismo, el hecho de que la época postclásica alum bre los co
mienzos del culto griego a los soberanos preludia situaciones que
serán luego características del período helenístico. La salida está
marcada por los honores divinos que decretó Samos para Lisandro
en el año 404; en tiem pos sucesivos se nos conserva testimonio del
culto a Dión, el «libertador» de su ciudad natal, Siracusa, del im
perio de los tiranos, culto inaugurado hacia el año 356, así como
del tributado a los reyes de M acedonia Am intas III (393-370) y Fi-
(133) Ch. H abicht, G ottmenschentum und griechische Städte (2.a e d ., 1970), pp.
3 y ss., 243 y ss.
nística, form alm ente la dem ocracia se conservará, eso sí, o incluso
sólo ahora podrá verse totalm ente encarnada, mas con arreglo a los
hechos detrás de los nom bres y de las instituciones de la dem ocra
cia se alzará con m ayor fuerza el dominio de esta clase de notables.
ABREVIATURAS
de revistas, series y colecciones
G eneral
Confrontaciones politico-sociales:
40. P ö h lm a n n , R . V .: Geschichte der sozialen Frage und des Sozialism us in der
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