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Los libros sapienciales (I): Job (I)


Viernes, 3 de Abril de 2015

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El libro de Job inicia en las Biblias cristianas una sección que se conoce convencionalmente como “sapienciales”, es
decir, textos relacionados con la sabiduría. Que el primero sea Job tiene no poca lógica y eso por varias razones.

La primera es que Job se sitúa en una época anterior a la Historia de Israel como nación en las cercanías del período de
los Patriarcas. Por lo tanto, puestos a recoger la herencia sapiencial, se trataría del primer libro. La segunda es que no
pocos autores judíos identificaron al autor de Job con el propio Moisés. Parecía, pues, obligado situarlo el primero de los
libros sapienciales. Finalmente, Job aborda un tema especialmente delicado para los sabios de todos los tiempos. Nos
referimos al problema del mal y, muy especialmente, el mal que recae sobre gente que es recta. El libro de Joba aborda
esa espinosa cuestión desde una perspectiva no sólo brillante en términos literarios sino muy profunda en los aspectos
teológicos aunque debe adelantarse que nada relacionada con la visión popular de Job. Es común en naciones como
España hacer referencia a “tener más paciencia que el santo Job”, cuando lo cierto es que, como tendremos ocasión de
ver, Job fue un gran cuestionador de lo que le rodeaba y planteó un desafío continuo a una visión religiosa – que no
espiritual – del mundo.

El año pasado estuve enseñando sobre este libro a lo largo de casi ocho meses en reuniones semanales. Dado que se
trató sólo de un acercamiento y no de un estudio versículo por versículo puede imaginar el lector la complejidad del
texto y seguramente perdonará que le dedique más de una entrega. También prometo que procuraré no extenderme en
exceso llevado por el entusiasmo.
De entrada, el libro de Job plantea una situación que sólo el lector y el autor comparten y que es clave: lo que se juega
en la historia es algo que ni Job ni sus amigos saben y que va mucho más allá de sus visiones limitadas. Job era un
hombre natural de Uz, la patria de la hija de Edom y del sobrino de Abraham (Génesis 22: 20-21). Uno de los amigos de
Job, Elifaz, era descendiente de Temán, un nieto de Esaú (Génesis 36: 11) y otro, Bildad, descendía de Shuah, uno de los
hijos de Abraham (Génesis 25: 2). Pero, por encima de consideraciones geográficas o familiares, Job era recto y
próspero, condiciones que para muchos deben ir ligadas indefectiblemente. La rectitud de Job se manifestaba incluso
en el hecho de que ofrecía sacrificios expiatorios por sus hijos por temor de que hubieran podido ofender a Dios (1: 1-5).
Con todo, no dejaba de ser un rico en una tierra pobre.

Un día, los “hijos de Dios” – uno de los términos para denominar a los ángeles – comparecieron ante Dios y entre ellos
se encontraba el Satán, es decir, el Adversario u Opositor (1: 7). A la referencia a Job como hombre recto realizada por
Dios, le faltó tiempo a Satán para señalar que es fácil ser recto cuando todo va bien (1: 9-10). La objeción satánica,
desde luego, la hemos escuchado en infinidad de ocasiones. Creer en Dios e incluso vivir según Sus mandatos no
parece que sea gran cosa cuando la economía doméstica funciona bien y además la familia es una balsa de aceite. Pero
¿qué sucedería si a esas personas que afirman ser creyentes se les privara de esa situación que, desde muchos puntos
de vista, es privilegiada? Satán le planteó la misma cuestión a Dios y, por añadidura, le indicó que no había duda de que
Job blasfemaría si perdiera todo (1: 11). En otras palabras, la cuestión que se plantea es: ¿en verdad habrá gente que
siga siendo fiel a Dios si experimenta pérdidas en su economía, en su salud, en su familia…? De manera bien reveladora,
Dios consintió que Satán verificara sus tesis en Job, aunque sin permitirle que lo hiriera directamente (1: 12).

El Satán no pasó el límite, pero lo aprovechó hasta el final. En una serie de golpes consecutivos (1: 13-21), aniquiló la
familia de Job y su prosperidad. La reacción de Job no fue, sin embargo, de rebeldía contra Dios. Por el contrario,
recordó que a esta vida nada traemos y de ella nada podemos llevarnos y no pronunció una sola palabra negativa contra
Dios (1: 20-22).

Como era de esperar, el Satán no quedó conforme con aquel resultado. En otra comparecencia posterior de los hijos de
Dios, pudo escuchar cómo Dios mencionaba la integridad de Job (2: 3). El Satán se apresuró a decir que no era mucho
teniendo en cuenta que conservaba no sólo la vida sino también la salud. Si Dios dañaba el cuerpo de Job tendría
ocasión de ver cómo blasfemaba (2: 4-5). Una vez más, Dios aceptó el desafío del Satán y le permitió atacar a Job a
condición de no quitarle la vida (2: 5). El resultado fue una enfermedad cutánea que le cubrió todo el cuerpo y que,
posiblemente, tuviera como consecuencia el que perdiera las uñas y tuviera que rascarse con un trozo de teja (2: 7-8). La
mujer de Job – que mejor o peor había aguantado hasta entonces la situación – ahora la encontró insoportable. Aquel
hombre se había convertido en alguien al que ni siquiera se podía tocar con la punta de un dedo sin miedo a
contagiarse. No puede sorprender que considerara que lo mejor que Job podía hacer era maldecir al Dios que permitía
aquello y después morirse. A fin de cuentas, la señora de Job, como tantos otros, pensaba que merecía la pena servir a
Dios si de ello se derivaban beneficios tangibles. De no ser así…

Job, por el contrario, creía que el bien o el mal que experimentamos en nuestra existencia no deberían alterar nuestra
posición hacia Dios (2: 10). En cualquier caso, la realidad es que se había quedado totalmente solo. Más le hubiera
valido seguir así porque tres amigos – Elifaz el temanita, Bildad el suhita y Zofar el naamatita – aparecieron para
consolarlo y, como tendremos ocasión de ver, lo sometieron a una verdadera tortura espiritual.
Los amigos de Job – lo veremos en otras entregas – intentaron interpretar su situación de acuerdo a prejuicios
religiosos profundamente arraigados. Elifaz creía en una interpretación mística de la vida (4: 12-16); Bildad, en la
tradición (8: 8-10) y Zofar en el dogma. Como tendremos ocasión de ver, ninguna de esas tres visiones – a pesar de su
presencia profusa en la Historia de las religiones – dará respuesta a Job. Pero será ya otra semana.

Lectura recomendada: Capítulos 1 y 2 de Job.

CONTINUARÁ:

Los libros sapienciales (I): Job (II)

El Evangelio de Marcos

El Reino vs. la religión (IV): Marcos 3: 7-35

La semana pasada, tuvimos ocasión de ver cómo el enfrentamiento de la predicación de Jesús con la religión abrió
camino a un trágico final presagiándolo. De manera bastante lúcida, algunos herodianos y fariseos captaron que Jesús
era una molestia que debía ser eliminada porque su mensaje del Reino, de ser aceptado, erosionaría totalmente su
posición convirtiéndola manifiestamente en innecesaria a los ojos de todos. Entendámonos. En puridad, nunca había
sido necesaria, pero ahora saltaba a la vista esa circunstancia.

Esa situación, ciertamente dramática, explica por qué la gente acudía a Jesús en masa y también porque las obras del
Reino se extendían en dos direcciones aparte de la predicación que eran la atención a los que sufrían (3: 10) y la
manifestación asustada de los demonios (3: 11). Nunca ha dejado de llamarme la atención cómo ciertos dirigentes
religiosos que pretenden representar a Jesús - de manera monopolística a veces - nunca van acompañados de esa
segunda dirección y, a la vez, son verdaderos adictos a una espectacularidad que Jesús rehúsa de plano en el v. 12. El –
rey del Reino – aterraba a los demonios, pero no deseaba que esas y otras acciones se convirtieran en propaganda. A lo
largo de la Historia, por el contrario, lo que presenciamos una y otra vez es a personajes que cantan una y otra vez sus
loas en ejemplos bochornosos del culto a la personalidad, pero que, como ya hemos narrado en alguna ocasión, hacen
el ridículo más espantoso cuando enfrente aparece una fuerza demoníaca.

 
Con todo, lo más importante para todos es la respuesta hacia Jesús. De manera bien significativa, el texto de Marcos
indica que en ella el aspecto fundamental es su llamada. Como señala el versículo 13, “llamó hacia si a los que quiso” y,
de la misma forma, entre ellos escogió a doce con una misión triple que coincide con la de Jesús: predicar (v. 14), sanar
enfermedades (v. 15) y expulsar demonios (v. 16). Aquellos que consideran que existe una sucesión apostólica –
curioso concepto teológico ciertamente tardío – deberían preguntarse hasta qué punto se parecen los supuestos
“sucesores” a estos apóstoles – entre los que no se señala ningún primado ni cosa parecida – y hasta qué punto
desempeñan la misma labor que éstos. A decir verdad, la Historia muestra que, por regla general, han sido gestores de
poder con mayor o menor fortuna y rara vez siguiendo los principios de Jesús. Y aquí Marcos subraya hasta qué punto
Jesús y su predicación del Reino resultaba inquietante. En unos (v. 20), movidos por la necesidad, provocó una reacción
tan multitudinaria que ni siquiera tenían tiempo para comer Jesús y sus discípulos; en otros, como los familiares de
Jesús, se desató un escepticismo inquieto de tal manera que pretendían llevárselo a casa convencidos de que no
estaba en sus cabales (v. 21). Finalmente, los representantes de la religión lo acusaban de forma directa de ser un
instrumento del Diablo (v. 22).

La respuesta de Jesús no pudo ser más contundente. Era el propio Satanás el que veía amenazado su poder por la
venida del Reino de manera que resultaba imposible que Jesús tuviera algo que ver con él (v. 23-24). A fin de cuentas,
todo el mundo sabe que una casa dividida acaba por verse destruida (v. 25-6) y Jesús lo que estaba haciendo era
desafiar el dominio diabólico de manera frontal. Aquellos que lo asociaban con el Diablo se colocaban en la situación
pésima desde la perspectiva espiritual. Al motejar como diabólico lo que era una acción directa del Espíritu Santo, es
decir, del mismo Dios, se cerraban a si mismos la única puerta hacia la salvación (v. 28-9). En ese sentido, se
encontraban en una situación de pecado que no podía ser perdonada. Como Jesús había mostrado con sus acciones
una y otra vez, en el Reino podía entrar cualquiera que reconociera sus pecados y su imposibilidad para salvarse por sus
méritos y se acogiera al amor de Dios sin que eso excluyera a pecadores especialmente estigmatizados como las
prostitutas o los publicanos. Pero, si en lugar de guardar esa actitud, el anuncio que ponía en peligro su forma de vida
hasta ese momento era tachado de diabólico… bueno, el resultado no podía ser más obvio. Ellos mismos se habían
cerrado la única vía de salvación que existía tan sólo para seguir aferrados a su visión espiritual no por establecida
menos errónea y peligrosa.

 
Semejante respuesta a la predicación del Reino no hace distinción ni siquiera por lazos de sangre. A partir del v. 31,
Marcos relata un episodio bien revelador además de molesto para muchos. La madre de Jesús y sus hermanos
acudieron para verle. Por el versículo 21 sabemos que su intención – que seguramente sería buena – era la de apartarle
de su ministerio porque pensaban que no estaba en sus cabales y más después de que hubiera corrido la voz de lo que
con él pensaban hacer fariseos y herodianos (v. 6). En no escasa medida, la reacción era normal porque no suele
desearse que alguien al que se ama acabe de la peor manera. Los hermanos de Jesús ciertamente no creían en él en
esa época (Juan 7: 1-5); los varones se llamaban Santiago, José, Simón y Judas los hombres y, al menos, había dos
hermanas (Mateo 13: 54-5) y, por supuesto – que nadie se escandalice - eran hijos de María. De hecho, si Marcos
hubiera querido indicar que eran primos hubiera utilizado no la palabra “adelfós” (hermano) sino “anépsios” (primo)
como, por ejemplo, aparece en Colosenses 4: 10. De la misma manera, de haber querido señalar que eran simples
“parientes”, pero no hermanos se habría valido del término “synguenis” que aparece, por ejemplo, en Lucas 14: 12
distinguiendo claramente entre “parientes” y “hermanos”. Así lo entendieron los primeros cristianos y no podía ser de
otra manera porque la profecía mesiánica señalaba que el mesías no sería creído por los hijos de su madre a los que,
lógicamente, llama también “hermanos” (Salmos 69: 8). Así aparece en distintas fuentes antiguas y el hecho de que una
teología medieval se despegara de tan clara realidad para ir construyendo una mariología sin base en las Escrituras no
puede ni debe apartarnos de la verdad. Pero volvamos al episodio.

La madre y los hermanos de Jesús vinieron para hablar con él presumiblemente para apartarlo de algo tan peligroso
como la tarea del Reino. Lejos de aceptar la “intercesión” de su madre sumada a la de sus hermanos, la enseñanza de
Jesús resultó clara como siempre: su madre y sus hermanos no eran sino aquellos que estaban allí dispuestos a hacer
la voluntad de Dios (v. 34-5). En Juan 6: 40, el mismo Jesús afirma que “esta es la voluntad de mi Padre: que todo aquel
que ve al Hijo y cree en El, tenga vida eterna, y yo mismo lo resucitaré en el día final”. La conclusión del capítulo
difícilmente habría podido ser más rotunda.
Para la gente religiosa, la voluntad de Dios era – y es – seguir a rajatabla los preceptos de su religión. Fuera de esa
religión no existe salvación y, por supuesto, los que presentan una amenaza contra ella – como Jesús – deben ser
eliminados. Al respecto, relatos como el de El Gran Inquisidor de Dostoyevsky encierran una inmensa y sobrecogedora
verdad porque determinadas estructuras religiosas lo único que pueden hacer es matar a Jesús si éste apareciera de
nuevo y deben hacerlo porque él es su primer desafío a la hora de dominar a las masas. Los que se colocan en esa
tesitura se cierran a si mismos la puerta de la salvación porque pretenden sustituir la enseñanza del Reino por la suya
propia y además no dudan en calificar como diabólico lo que colisiona con sus intereses. En otros casos, el rechazo no
tiene raíces tan malignas sino que deriva del temor a las consecuencias de seguir la vida del Reino considerada como
una locura. Era, al parecer, la posición de los hermanos de Jesús y de María. Sin embargo, las palabras de Jesús son
claras. Su madre y sus hermanos no son los que se oponen al mensaje del Reino porque erosiona su posición. Tampoco
son su madre literal y sus hermanos. Tampoco aquellos que preocupados por él intentan limar la aspereza de un
mensaje que muchas veces tiene fatales consecuencias para el que lo proclama. La madre y los hermanos de Jesús
son aquellos que hacen la voluntad de Dios, aquellos que creen en él para tener vida eterna, aquellos que un día serán
resucitados. Y ante este mensaje sólo caben tres opciones expresadas en este mismo capítulo de Marcos: aceptarlo
para convertirse en alguien que el propio Jesús denomina madre y hermanos; intentar quitarle mordiente porque es
peligroso o tacharlo de demoníaco cerrándose así uno mismo la puerta de la salvación.

CONTINUARÁ

El Evangelio de Marcos: las Parábolas del Reino

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