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Ignacio Sánchez Meya

Astrid Daniela González Castañeda


TRANSFORMADA
De la sombra de Pablo Escobar a la luz de Medjugorje

freshbook.es

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"Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas
y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre
y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas.
También tengo otras ovejas, que no son de este redil;
también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz;
y habrá un solo rebaño, un solo pastor.
Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida,
para recobrarla de nuevo".

Jn 11,14-17

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PRÓLOGO

Querida/o lector/a:
¿Qué buscas? ¿Qué deseas? ¿Qué necesitas?
Pocas veces tenemos la oportunidad de que alguien nos haga estas preguntas… Y es
tan evidente que todos estamos en búsqueda, y que lo que más nos identifica es nuestro
deseo, nuestra necesidad, nuestra carencia… Buscando nos encontramos con hombres y
mujeres que están en la misma aventura, y nos sorprendemos compartiendo el camino de
la vida con personas muy diferentes, como si Alguien hubiera decidido que nos
conociéramos.
Permíteme felicitarte por haber decidido leer este libro. En él vas a leer una historia
impresionante, una historia traspasada por la misericordia y el amor de Dios. Te sugiero
que abras tu corazón para escuchar a Astrid Daniela. Encontrarás una historia de
búsqueda, impulsada por el deseo, y sobre todo marcada por una gran necesidad de ser
amada/o… Y permíteme que me adelante para decirte que seguramente en algunos
episodios de este libro quizá tú también encuentres tu propia historia, porque tú también
buscas, deseas y formas parte de esta gran cofradía de los frágiles, necesitados del
Afecto de verdad… Pero sobre todo Astrid nos quiere contar el encuentro que ha
TRANSformado su vida…
Hace poco tuve la suerte de visitar un piso de Cáritas: un hogar, habitado por diez
menores no acompañados. Son jóvenes que llegan a Barcelona, procedentes del norte de
África, motivados por una ilusión: “Europa es tu paraíso”. Pero el relato del viaje hasta
Barcelona es dramático: llegan rotos, solos y llenos de miedo… Son acogidos por un
equipo educativo de Cáritas que les ama y ellos lo notan… Escuchándoles y mirándoles
me doy cuenta nuevamente, que sólo cuando nos sentimos amados, algo nuevo puede
nacer en nuestro corazón… La vida de estos chicos se parece a la vida de Astrid… Es
una peregrinación de mendigos de amor, como la tuya y la mía, hasta que encontramos
Quien me mira incondicionalmente amándome (Mc 10, 21) ¿Qué desea, Astrid? ¿Y estos
chicos menores? ¿Y tú, y yo?… ¿Qué andamos buscando? Alguien que desde un afecto

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hasta el extremo, nos pregunte: ¿me amas? (Jn 21…).
Hace años, estando en el Seminario de Mallorca, los sábados iba con otro compañero
seminarista a un centro de “esplai” (tiempo libre) de un barrio con mucha problemática
social. El esplai era un espacio educativo-preventivo que se ofrecía a los chicos del
barrio. Las historias de aquellos chavales daban para hacer películas inimaginables,
auténticos dramas humanos encarnados en niños y adolescentes. Pero en el corazón de
cada uno de ellos descubrías la necesidad de todo ser humano: de amor… Con uno de
ellos hicimos buenas migas, notaba complicidad, me buscaba, necesitaba un referente
más adulto. Aprender a tocar la guitarra fue una buena excusa para compartir momentos,
para escucharle y expresarle que me importaba.
Después de varios años, cuando yo ya había dejado aquel centro de esplai, un día me
contaron: “tu amigo, al que enseñabas a tocar la guitarra, al salir de clase ha amenazado
a su profe con un cuchillo”. Al saber esta noticia, lo primero que pensé fue: “¿Qué
injusticia le habrá hecho el profesor?”. El adolescente era más que capaz de poner un
cuchillo en el cuello del profesor, lo había visto en casa de pequeño… Pero yo le conocía
y le amaba, y sabía que su corazón era noble, y sólo atacaba cuando se sentía
amenazado.
Cuando una persona te abre el corazón y te cuenta su historia, cuando despierta
afecto en ti, deja de ser sólo un nombre, o una etiqueta, o un caso, o un problema… Se
convierte en alguien significativo, digno de ser amado y digno de amarte… Astrid
Daniela vino un día a verme, acompañada de buenos amigos, y me contó parte de lo que
cuenta en este libro… Sentí que el Señor me la ponía en mi camino para que le mirara
con afecto, con paternidad, y para que me dejara también amar por su ternura… El Señor
la había preferido para decir una palabra al mundo, pero necesitaba una compañía, un
hogar, una familia, necesitaba la Iglesia…

+ Mons. Antoni Vadell Ferrer


Obispo auxiliar de Barcelona

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INTRODUCCIÓN

El presente libro se divide en tres partes. Una primera parte compuesta de dos
episodios. En el primero de ellos, intento representar el marco histórico y social, en el
que vivió el hijo del cocinero de Pablo Escobar. Conocer y comprender esa composición
de lugar y de tiempo, resultan cruciales para poder ubicar bien la historia real que voy a
narrar. El segundo episodio revela la motivación que alberga el protagonista. Saber qué
es lo que le lleva a escribir precisamente ahora su biografía permite que nos adentremos
en el personaje, para conocer aspectos determinantes de él.
En la segunda parte, empiezo exponiendo la vida del protagonista desde el principio,
y hasta la actualidad.
La tercera parte la dedico, en primer término, y a modo de epílogo, varias cuestiones
importantes: Cómo conocí al protagonista, así como la trascendencia que subyace detrás
de su historia, pues considero que el cocinero de Pablo Escobar es representante de
muchas historias como la suya.

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PRIMERA PARTE

UN ENTORNO VIOLENTO

Me llamo Daniel Humberto González Castañeda. Ese es el nombre que me puso mi


madre, Doña María Susana Castañeda, y es también el nombre que aparece en mi primer
documento de identidad, así como en sus ulteriores renovaciones. Sin embargo, esto no
ha sido siempre así.
Supongo que las letras que componen mi nombre son sólo una anécdota, algo así
como el icono de una sociedad que necesita recoger sobre un papel pormenorizadamente
a las personas, para atraparlas en sus libros de registro. Mientras las leyes de los hombres
con las que se regulan el registro de las personas cambian a menudo, permanece
inalterado mi nombre en la partida de bautismo, allá en la iglesia de San Nicolás, en el
barrio de Aranjuez de Medellín, en Colombia. Sería un juez el que, años más tarde,
cambiaría el nombre que aparece en mi documento de identidad. Ese cambio obedece
sobre todo a que siempre he sido una persona muy rebelde. A veces uno se obstina por
cambiar las cosas, por cambiarlo todo, hasta el sello con el que marcaron nuestros rasgos
identificativos, o el sobre con el que Dios nos envió al mundo.
Desde que tuve uso de razón mis familiares me dieron referencias sobre la persona a
la que debo mi primer apellido por ser mi padre, don José Ediel González Peña. De él
supe que nació en el pueblo de Cajamarca Tolima y que, al casarse con mi madre y tras
haber perdido a los gemelos que me precedieron, (concibieron a una niña y a un niño), se
trasladó con ella a Medellín, donde empezó a trabajar en el cine Colombia.

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Posteriormente fue a trabajar a un distinguido motel (“El Bosque”), y más tarde se puso
a trabajar como chef en el Hotel Intercontinental de Medellín. Allí su vida dio un vuelco,
puesto que fue precisamente trabajando en ese hotel, donde mi padre conoció a Pablo
Escobar, el conocido narcotraficante. Sus vidas se cruzaron como consecuencia de una
reunión, llamémosla ”de trabajo”, que mantuvo Pablo con “unos socios” de México en el
hotel. Mi padre fue humilde hasta que conoció a Pablo Escobar.
Supongo que hoy en día hay muchas formas distintas de ganar dinero. A muchas de
ellas incluso la gente se atreve a denominarlas como “su trabajo”. Sin embargo, soy de
los que considera que no a todas las formas existentes que hay para ganar dinero
podemos identificarlas como “un trabajo”. Tampoco aquello a lo que yo me dediqué
puedo denominarlo como “mi trabajo”.
A partir de entonces mi padre puso sus manos al servicio de Pablo Escobar,
cocinando para él y para sus secuaces, allí donde él considerara oportuno, incluyendo
entre sus destinos la conocida “Hacienda Nápoles”. Esta hacienda está sólo a unos veinte
minutos de Puerto Salgar de Cundinamarca, que es donde nació mi madre.
Hay dos cuestiones que han marcado fuertemente mi vida: Una infancia sin padre y
un marco geográfico-temporal insólito e inexplicablemente violento.
Durante los años de mayor intensidad en la actividad que llevó a cabo Pablo Escobar,
Medellín albergaba una población de entre un millón y un millón y medio de personas
censadas (actualmente cuenta con más de dos millones y medio), y entre los años setenta
y ochenta, hasta que Escobar fue abatido el 2 de diciembre de 1993, en la ciudad reinó la
violencia con unas proporciones tan inusitadas, que aquello acabó por envolver y alterar
la misma percepción que sobre la vida y la muerte tenían los ciudadanos de Medellín.
Resulta impredecible calcular hasta dónde es capaz de llegar una masa concreta de
población; qué nuevas cosas está dispuesta a aceptar como normales, y hasta dónde
puede dejarse engullir, día a día, por una nueva realidad que se le va presentando ahí
delante, desdibujándose, y desdibujándole poco a poco. Aquello que podríamos decir
que representa el cenit de lo más sórdido del ser humano, puede llegar a percibirse como
algo aceptable, hasta que no lo observas con la debida perspectiva, desde muy lejos, y
lamentablemente, mucho tiempo después.
La ferocidad con que ese nuevo “status quo” se fue reflejando en todas nuestras
vidas, dejó unas cifras espeluznantes. Llegaron a ser asesinados entre 500 y 1.000
policías, aproximadamente 200 jueces y dos ministros. Lo sorprendente de los datos, es
que mientras eso ocurría, todos continuaban con su rutina, y con la aceptación de
aquellos nuevos detalles que se iban introduciendo en su día a día: La gente seguía
saludándose por la mañana, veían el partido de fútbol del sábado y ponían aguapanela a
calentar mientras el mundo de desmoronaba.
Pablo pagaba dos millones de pesos por cada policía muerto, lo cual de por sí, ya era

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chocante, un incomprensible enfrentamiento contra el intento de construir un país y sus
instituciones. De septiembre a diciembre de 1989, explotaron más de cien bombas y se
calcula que por la guerra del narcotráfico llegaron a morir 15.000 personas, de las que de
forma directa se pudieron achacar unas 4.000 muertes a las instrucciones dadas por
Pablo. Él tenía comprado a todo el pueblo, y eso generó en sí mismo, que surgiera una
población que, o bien fue directamente violenta, o bien consintió activamente la
violencia (especialmente por haber formado parte del sistema de retribuciones entonces
imperante), o bien fueron testigos mudos, o lo que es peor, se convirtieron en víctimas
directas o indirectas de esa guerra.
Ver la violencia en la televisión o leer lo que uno escribe sobre ello con distancia o
años de por medio, resulta muy fácil, por muy loable que pueda ser el hecho de leerlo
con el fin de conocer la historia, o incluso con la finalidad de simplemente entretenerse.
Sin embargo, vivir en tus carnes, en tu familia, en tu infancia, a diario, la violencia, es
algo que no pasa desapercibido. Eso afecta indudablemente al crecimiento y la forma de
ser de los que se encontraron atrapados en aquel entorno.
¿Cómo entender un período tan sumamente violento, que se extiende durante tantos
años, que arrastró a tanta gente, y alcanzar una explicación razonable de lo ocurrido? La
verdad, me resulta imposible hallar una explicación al hecho de que parte del país llegara
a ese punto de sordidez, y que la enfermedad acabara por afectar a todo el territorio
nacional. No alcanzo a comprender cómo es posible que sucediera eso sin que hubieran
saltado antes todas las alarmas, o lo que es más importante, sin que los alaridos que
debieran de haber emitido esas alarmas −las que se supone que tienen todos los estados−
hubieran llevado aparejadas acciones ejecutivas tendentes a cortar de raíz lo que estaba
ocurriendo. Supongo que la historia señalará con el dedo a uno, tal vez a diez, quizás a
una centena de culpables, más o menos directos, pero también creo que siempre hay una
pequeña porción de culpabilidad en todos los que aceptamos esa situación. Como dice
Edmund Burke: “Para que el mal triunfe solo hace falta que los hombres de bien no
hagan nada”. Y la verdad, la mayor parte de la población no hizo nada. Antes bien al
contrario, contribuyó a ello.
Un día me tropecé, sin quererlo, con Pablo Escobar. Fue una simple casualidad, una
muestra más de la proximidad que uno puede mantener con el mal, sin darse cuenta de
ello. A veces el mal se nos aproxima tanto que no puedes verlo.
Yo tenía un amigo taxista, con quien de vez en cuando quedaba para charlar mientras
él trabajaba. Una noche, mientras me encontraba sentado en el asiento del copiloto, nos
paró un hombre con gorro y gafas de sol. Nos preguntó amablemente si nos importaba
que hiciéramos la carrera juntos. Le llevamos al barrio de Laureles, y al despedirse nos
dijo que no nos arrepentiríamos de haberle hecho el favor de acompañarle. Después de
bajarse, me giré y vi que se había olvidado un paquete. Dentro había mucho dinero, y un

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papelito diciendo: “Muchas gracias por haber llevado a Pablo Escobar”.
Debo reseñar que aquellos años crueles los viví desde el plano de quien habita la
vida de la noche, debido a la dedicación profesional que desarrollé desde mi niñez, y por
ello, en según qué períodos de mi adolescencia y juventud, entré a formar parte del
núcleo de población más violenta. En otras ocasiones, no pocas, me convertí únicamente
en testigo de aquellos años violentos.
Mi madre era la cuarta de trece hijos, y cursó sus estudios en La Dorada Caldas. Ella
era la más rebelde de todos los hermanos, y eso le granjeó no pocos castigos en el
colegio, de los que al parecer guardaba un gran trauma infantil −imagino que uno de
tantos traumas que marcaron su existencia−. Me contaba que incluso le pegaban con un
alambre con púas. Los genes rebeldes de mi madre probablemente son responsables de
parte de la rebeldía que a mí también me caracterizó. Como dice el refrán colombiano:
“Hijo de cebra, sale pintado”. Sin embargo, anticipo que hay muchas diferencias entre
ella y yo. No se trata de jugar al juego de las diferencias. Los puntos de partida no son
los mismos, el itinerario es muy distinto, pero como en todo testamento, de padres a
hijos, hay vasos comunicantes.
Todo lo que cuento, lo explico tal y como yo lo viví, o tal como mi madre me lo
contó. Ella pudo alterar algo de la realidad para hacerla más dulce, o a veces más cruda a
los ojos de un niño. No lo sé. Siempre habrá quien intente decir que la realidad temporal
o geográfica que compartieron con mi infancia, fue diferente, o que tal o cual evento en
mi vida pudo haber sido distinto. Si yo contara la realidad de otros, esa sería mi verdad.
Lo mismo ocurre con su perspectiva; podrán contar la vida que ellos vivieron, pero no la
vida que yo viví. Con ello quiero decir que, partiendo de la base de que se ha de aceptar
que algo de todo lo vivido en mi infancia o incluso en mi familia pudiera ser distinto, en
definitiva, eso es lo que yo viví, cómo lo viví, y cómo mi entorno me lo contó. Y eso es
lo importante para entender cómo me fui conformando como persona. Ese es el punto de
partida indispensable para comprender todo lo demás.
Mi madre era muy guapa, y siendo una adolescente se enamoró de mi padre. Él
paseaba fuera del colegio, y viéndola tan hermosa, iniciaron su relación. A los trece años
la dejó embarazada. A pesar de que mi abuela se enteró de ello, les dejó seguir viéndose
mientras no se le notara en la barriga aquel embarazo. Cuando le aparecieron los
primeros síntomas ostensibles, acompañó a mi madre a la consulta del doctor, y acto
seguido mi abuela fue a buscar a mi padre, para que hiciera frente a la nueva situación, y
les obligó a casarse. Conclusión: Mi madre se casó con mi padre cuando contaba trece
años, y embarazada. Como anticipaba antes, nacieron gemelos, pero el niño nació
muerto, y la niña murió al mes de haber venido a este mundo. Supongo que habría sido
una tragedia para él, haber sobrevivido sin la parte femenina de aquel parto. En
ocasiones lo masculino y lo femenino se interrelacionan de forma inexplicablemente

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dramática.
Desde aquel golpe, mi madre vivió con un enorme disgusto, pues en todo veía un
motivo para recordar a los niños que había perdido. Sólo tenía trece años, de modo que
inexorablemente su capacidad para digerir los traumas tenía que ser bastante limitada.
Tal era su malestar después de haber perdido a sus dos primeros hijos, que mi padre se la
llevó a Medellín a principios de los años sesenta, intentando con ello cambiar de aires.
El carácter de por sí rebelde y violento de mi madre mientras fue una niña, y
mientras permaneció soltera, se extendió a los años en que crió a los hijos que
posteriormente fueron viniendo.
El entorno violento de la época, y el carácter áspero de mi madre, debido al súbito
quebranto de su adolescencia y de su juventud, contribuyó al trato severo que ella tuvo
hacia mi persona. Es muy probable, no obstante, que una gran parte de esa forma de
comportarse conmigo fuera consecuencia de que mi venida al mundo causó que su
marido le abandonara. No le bastó con sufrir el infortunio de casarse por un embarazo de
gemelos, con sólo trece años, con un hombre al que no conocía, y con perderlos a los dos
enseguida. Sí, el simple hecho de haber nacido yo, supuso que nuestro padre abandonara
la familia.
Yo nací el 2 de agosto de 1968, esto es, el día en que se celebra la Porciúncula,
nombre que significa “pequeña porción de tierra”, con el que se conoce una importante
festividad religiosa franciscana. Esa festividad, y la figura de San Francisco de Asís
(como el de otros franciscanos ilustres), he de admitir que ha generado en mi gran
admiración.
Crecí sin padre, pero durante nueve años pude convivir por un breve espacio de
tiempo con mi madre hasta que, a los pocos años de edad, ella también dejó de formar
parte de mi vida. Siempre la recordaré con cariño, y esos pocos años de su compañía, los
guardo dentro de mi corazón para siempre de forma imborrable. El día en que murió mi
madre, quería seguir unido de alguna manera a su cuerpo. De hecho, con mis nueve años
de edad, permanecí varias noches durmiendo a la puerta del cementerio, oteando entre
los barrotes de la puerta de aquel lugar, donde había sido enterrada. Yo pasaba allí la
noche porque había una rendija por la que justo se veía dónde la habían enterrado.
Sencillamente no quería separarme de ella. Me costó mucho acostumbrarme a seguir
viviendo en su ausencia.
A menudo me retrotraigo con nostalgia a los días en que conviví con ella y, pese a su
comportamiento violento, su recuerdo y los buenos momentos permanecen unidos a mí
con tanto afecto y amor como se agarra inexorablemente una península al continente al
que pertenece −por pequeña que sea la porción de tierra que las une−. Supongo que al fin
y al cabo, todos permanecemos unidos a algo de algún modo.
Considero que si he soportado tantas cosas duras en mi vida, sin hundirme, volverme

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loco, o morir por las circunstancias y experiencias de la vida, es gracias a los tiempos
duros que viví con mi madre. Estoy convencido de que el carácter severo con que me
trató es, indudablemente, el motivo que me ha permitido actuar con la dureza y fuerza
necesarias para encarar el mundo violento que me tocó vivir. A pesar de las múltiples
ocasiones difíciles por las que pasé, y aun cuando en ocasiones sentía cómo la vida, o
mejor dicho, la muerte, intentaba devorarme (dejando por ello claras huellas o cicatrices
en mi cuerpo, muestra de sus tantas visitas), fue gracias al ejemplo de mi madre por lo
que yo resistí.
Sé apreciar lo que aprendí gracias a ella, pese a los errores. De corazón siento que le
perdono por todos ellos. Se curaron en mí todas las heridas que me causó, y le perdono
todo cuanto me hubiera podido hacer de mal, aunque no alcance a poder razonar a fondo
los detalles con los que puede haberme afectado. Tal como sucede con la festividad de la
Porciúncula, sencillamente me gusta intentar hacer honor al perdón de Asís.
El dinero lo ensucia todo. Basta con hacer el experimento de tirar un fajo de billetes
en la calle. La reacción de la gente en la ciudad que me vio nacer, ante la súbita irrupción
de dinero fácil no dista mucho de lo que sucede cuando hoy día tiras unos cuantos
billetes en mitad de cualquier avenida concurrida de una gran ciudad. Lo que sucede es
que, como ocurre con las pirañas, el ansia por capturar la presa convierte el experimento
en algo que puede llegar a tornarse violento. Y es que, si el experimento lo haces en
medio de seres armados hasta los dientes, la sangre acaba llegando al río.
He ganado mucho dinero, y he gastado mucho dinero. Se puede decir que, salvo
raras excepciones, lo he despilfarrado todo. También he regalado dinero a montones a
familiares y, especialmente a los niños huérfanos y enfermos de la tierra que me vio
nacer; un mundo y una tierra repleta de hijos sin padres y desamparados que
deambulaban por las calles. Supongo que siempre que me encontraba con esos niños
pensaba que quizás se estarían haciendo las mismas preguntas que yo me hice un día, y
tal vez sintieran el mismo dolor, la misma soledad y el mismo vacío que yo sentí en mi
infancia. Por eso, cuando dispuse de dinero, siempre intenté ayudarles con comida,
dinero o una sonrisa, por si con ello pudiera al menos aplacarles en algo, ese inexplicable
pensamiento que se reflejaba repetitivamente en sus ojos, ese incesante sentimiento de
“Padre, ¿por qué me has abandonado?”
Reconozco que antes valoraba mucho el dinero, pero después de haberlo ganado en
abundancia, puedo concluir que no es necesario ganar tanto para lograr un mínimo de
felicidad, ni comprar tantas posesiones como las que yo he visto comprar a tanta gente
que se hizo rica o famosa en poco tiempo. He visto a muchos crecer en riqueza y poder,
crecían como la espuma de las olas chocando entre sí durante una tormenta. A esos
mismos les he visto pavonearse y codearse con famosos, y poco tiempo después, he visto
a esas mismas personas morir tan rápido como aquellas mismas olas, cuando van a

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estamparse contra las rocas de un acantilado, sin apenas tiempo para darse cuenta de que
iban a acabar así. Sinceramente ahora me basta con lo justo para sobrevivir, mientras eso
me permita dedicar más horas de mi día a día a las cuestiones que realmente me llenan.
A todas aquellas personas a las que vi ganar mucho y perderlo todo, y que sólo se
preocuparon de comprar propiedades, me gustaría recordarles esa frase tan colombiana
que dice “nadie sabe para quién trabaja”. Sobre todo me gustaría advertirles a las
personas que trabajaron o trabajan en lo mismo que yo trabajé, que la obsesión por el
dinero y por lo material, se convierte como en ese árbol que tapa el bosque de las
verdaderas oportunidades que, como seres humanos deberíamos realmente acabar
apreciando. Me refiero a esas cosas que tendrían que movernos y conmovernos, y con
nuestra respuesta, cambiar el mundo.
En un país como Colombia, en el que la familia es tan importante, y donde quedó tan
destruida, al menos en mi ciudad −con tantas viudas y huérfanos−, se quedó mucha gente
en la cuneta −en todos los sentidos; fallecidos o muertos en vida−, por falta de
comprensión y por la ausencia de todos esos consejos y valores que se transmiten de
padres a hijos.
Aún hoy anhelo compartir las experiencias de vivir en una familia. De hecho, cuando
veo una familia bien avenida y en sintonía, no puedo por menos que echar eso en falta, y
debo decirlo, no sin albergar un poco de envidia por ello. Ante la ausencia de una familia
real, cuando uno vivía en la calle, uno se la iba procurando con más o menos acierto
entre los que andaban en la misma coyuntura. Creo que mi recorrido por las calles de
medio mundo en parte es fruto de las “familias” que se fueron componiendo
espontáneamente en aquella época. A día de hoy hay muchos hijos e hijas de la
Colombia que yo viví por las calles de muchas ciudades de lo que podríamos llamar
“países del primer mundo”.
Probablemente fue la gente con itinerarios de vida más cuestionables la que más
influyó en la sucesiva adopción de mis determinaciones. Cuando uno se rodea de gente
cuyos principios sólo presentan matices de color gris, sucede que, a la hora de tomar
nuevas decisiones, frente a las nuevas encrucijadas, el círculo de personas que a uno le
rodea provoca que uno vaya transitando a la siguiente gama de colores, cada vez más
oscura. De este modo, el limitado abanico de opciones para escoger sólo da lugar a
resoluciones cada vez más equivocadas, acordes con una inferior armonía en el color de
las vidas de las personas que a uno le rodean.
Las nuevas familias se creaban y destruían con gran velocidad, he de admitirlo. Esta
situación me lleva a recordar el verano de 1986 en la capital del valle del Cauca. De un
modo increíble, cuando contaba dieciocho años, me tropecé, por decirlo así, con una
especie animal, el más despreciable socialmente, e insignificante en su género, hasta el
punto de quererla exterminar. No son pocas las veces que he soñado con tropezarme con

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esa persona, ni pocas las formas en que he soñado hacerle daño para devolverle lo que
hizo.
Estaba exactamente en la calle catorce con la segunda diagonal en dirección a la
famosa ermita de Cali. Me dirigía andando como de costumbre, en dirección a mis
amigas, para fumarnos un porro. Éramos un grupito de cinco. Para no armar mucho
escándalo con el cigarrillo que nos íbamos pasando, caminábamos en fila en dirección a
la calle Primero de Mayo.
Al percibir un ruido detrás de mí me giré. A veces, de forma inexplicable, realizamos
un gesto para mirar hacia un lugar concreto, y gracias a ello, podemos ser testigos de
algo que nos hace reaccionar instintivamente de forma casi milagrosa. No sé quién, o
qué motivó hizo que me girase; el caso es que sin pensarlo, súbitamente me di la vuelta.
¿Por qué me giré sólo yo? No lo sé. Al mirar con el rabillo del ojo, observé cómo se
acercaba una moto a toda velocidad con dos pasajeros, y pude ver una mano portando
una 9 milímetros, y que el tipo en cuestión, se disponía a disparar. Yo no pude hacer más
que gritar y tirarme al suelo. No tuve tiempo para más. Al levantarme estaban tendidos
dos cuerpos delante de mí y otros dos detrás. Pasamos de las risas al silencio en un
instante y sólo quedé yo.
Al acabar el mes habrían fallecido unas 75 como yo, pues una banda denominada “El
Justiciero” se había dedicado a ir matando a todas las personas de mi especie. Al parecer
se sucedieron bandas con distintos nombres −primero fue “Kankil”, luego “El
Justiciero”, más tarde “El Justiciero implacable”, etcétera−, y todas esas bandas se
centraban en ir ejecutando exactamente los mismos crímenes, y persiguiendo
exactamente al mismo colectivo al que yo pertenecía. No podía creerme que yo estuviera
vivo, y que mis cuatro amigas hubieran fallecido. Lo ocurrido acabó por convencerme de
que debía irme de allí; así que decidí regresar a Medellín.
Lo que a mi juicio resulta ser lo más cuestionable, lo más detestable y grave, es que
el hecho de no morir le hace a uno seguir deambulando por el mundo, pero con muchas
más preguntas que antes. Y en esa incertidumbre, la gente que uno se cruza se va
convirtiendo en ejemplo de oscuridad para otros, porque la cruz a cargar aún es más
grande. A más desgracias, más interrogantes, más cruces, y más locura. Por otra parte, la
falta tan acuciante de respuestas y la intensidad de lo vivido, hacía más culpable al resto
del mundo.
Eso es para mí lo peor. He visto a muchos en esa situación, y me gusta decir que yo
he intentado andar siempre lejos de ese tipo de personas, y de esas formas de hacer.
Fruto de estas situaciones uno llega incluso a conocer a gente que transmite
voluntariamente sus enfermedades −estoy hablando de transmitir enfermedades mortales
−, al resto del mundo, a los que no viven en la calle, a los que tienen cuatro paredes
donde dormir, a los que sólo van de visita ocasionalmente por esos lares, a los que están

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a la otra parte del muro −el muro que separa su mundo, del que era mi mundo−.
Uno se puede equivocar, pero hallándome en mi itinerario erróneo, aún en mis
peores momentos, yo he intentado no arrastrar a otros en mis opciones de vida. Una cosa
es equivocarse, y otra hundir con mis errores a otros, arrastrando a los demás.
Muchos de los huérfanos que fueron pateados (echados a patadas por la sociedad de
aquel momento) a las cunetas de Medellín acabaron como yo. ¡Cuántos halagos y vacías
promesas de riqueza y dinero abocaron a tantos como yo a una espiral de días repetidos,
semanas calcadas, meses idénticos y años perdidos, haciendo cosas sórdidas, soñando
sueños que nunca llegaron, enarbolando quiméricas banderas que jamás llegaron a ser
izadas. Hoy muchos lo que hacen es ondear banderas multicolores, a falta de dinero,
justicia y de derechos, intentando equiparar por la fuerza los mundos a ambas partes del
muro.
Con la poca educación que recibí, supe de la figura de Robin Hood, e incluso se
puede decir que lo tomé como modelo −salvando las distancias−. Me faltó el estilo y la
compostura, porque más bien era una loca de la noche, bastante lejos del glamour de los
actores de Hollywood. Aún así, en más de una ocasión tuve que afrontar situaciones
difíciles por intentar defender o mantener a mujeres abandonadas, repudiadas o
deprimidas, o a tantos niños de esos que deambulaban por las calles. Esa valentía que
caracterizó mi juventud −vestigio de la rebeldía de mi madre−, me granjeó muchas
aventuras y anécdotas en abundancia, que si no fuera porque solían acabar realmente
muy mal, darían para escribir otro libro como el Lazarillo de Tormes, con sus aventuras
y desventuras, con mis miserias y también con mis momentos álgidos.
El haber redistribuido la riqueza que fácilmente llegaba a mis manos, hace que
resuenen ecos en mi cabeza de todas esas mujeres abandonadas diciéndome con ternura:
“Señora, que Dios le pague”. Y se dibuja inconscientemente en mi cara una sonrisa al
recordar las otras sonrisas, las de tantos angelitos (esos niños que los trajeron al mundo
sin culpa de nada), al recibir comida o algún juguete. Resultan curiosas las muecas de la
vida por las que aún encontrándome yo en esa posición −la del huérfano−, la vida le
devuelve a uno un poquito de satisfacción. Esa es la parte más gratificante.
En mi cerebro se repiten las imágenes de aquella chica tan hermosa que en plena flor
de la juventud se comía el mundo, subida a la tarima de la vida y que por determinados
erroreperdió todo e ingresó en la cárcel por homicidio. O aquella otra, que después de ser
la “mejor de la temporada”, se deterioró día a día, hasta morir de Sida. Aún recuerdo
acompañándole en los últimos momentos de su vida. Cuando ella pensaba que no tenía
nadie en el mundo, de golpe llegaba yo y a pesar de lo inevitable parecía que me
convertía en su mejor medicina. Pausadamente al llegar el momento, cuando acababa su
función, le hablaba del amor y de la comprensión, de la misericordia de nuestro buen
Jesús, y con lágrimas en sus ojos cogida de mi mano decía su último adiós.

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¡Agradezco tanto a Dios el no haber muerto en una de esas visitas que
periódicamente La Parca −la muerte− se obstinaba en hacerme que, gracias a ello, puedo
escribir ahora estas memorias!.
Fui a visitar a la Virgen María a Medjugorje, pero aunque no la vi −no me gusta
faltar a la verdad−, sin embargo puedo decir que la sentí. No la vi, pero puedo dar fe de
que sentí su amor por mí. Ella me sacó de la oscuridad y me devolvió a la vida, y
después de haber sobrevivido a los años ochenta, viviendo paradójicamente en “la
ciudad de la eterna primavera”, que es como se llama a Medellín −¡vaya metáfora de la
vida!−, sólo quiero devolver a mi madre en el cielo y a mi Dios un poquito de todo lo
que me han dado.
Pablo Escobar amasó dinero como nadie. Él fue el rey en mi juventud, el que reinó
en todas las tierras y hogares hasta los que podía abarcar nuestra mirada, (como diría el
“Rey León”)nuestra frenética y triste mirada; pero Pablo murió solo y abandonado, y
nadie le pudo dar la mano para susurrarle al oído, con ternura, las palabras que todos
necesitamos para hacer el tránsito al más allá. ¡Cómo son las cosas!: al final de la
partida, el peón y el rey descansan en la misma caja, y sin embargo son muy diferentes
las maneras que tiene uno de apearse del tablero de ajedrez.
Ahora apenas me queda nada, salvo las ganas de luchar por lo auténtico. Con la
madurez y el tiempo, apenas conozco o reconozco a los restos de mi familia, y pocos
rescoldos arden todavía en mi interior, por alguno de esos peones que caminaron por mi
vida. Sólo siento en mi corazón profundamente, a mi anciano padrino Santiago, a mis
hermanos Juan Carlos y Jorge, a mi tía Ana (ella fue siempre un punto de referencia en
mi juventud), a Noralda, a Camilo, y a unos cuantos primos y primas, y a don José, mi
anciano padre, con quien apenas he cruzado cuatro palabras a lo largo de la vida. Todos
esperan en Medellín a que algún día pueda volver a verles.
En mi casa me esperan también mis perritos Julieta y Manuel −a los que cuida mi
vecina María Eugenia−. Esa casa la compré con el dinero que gané trabajando por la
noche. Es una casa que padeció alguna que otra herida; grietas causadas por los
terremotos que ocasionalmente sacuden mi tierra. Se puede decir que esa casa en
Medellín es el único fruto material que me queda de aquellos días −o noches− sin fin, de
aquellas semanas repetidas, de aquellos meses calcados, de aquellos años en los que
parecía que nunca se ponía la luna. Al fin y al cabo, esa casa es una fotocopia de lo que
queda de mí: Una carcasa con mucho pasado y con las cicatrices justas para que tenga
algo de valor.
Durante los nueve años que conviví con mi madre, hubo quien nunca dejó de
culparme como la causa de que mi madre estuviera en un permanente estado de disgusto.
Y es que no puedo pasar por alto que hubo quien no dejó de repetirme que la angustiosa
situación familiar era consecuencia directa de que yo no había nacido mujer. Supongo

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que si hubiera nacido mujer todas las cosas habrían sido distintas. Hubo gente muy
cercana −que prefiero no citar−, a la que le faltó tiempo para echarme la culpa también,
no sólo de la ausencia de mi propio padre, sino especialmente de que mi madre se
hubiera ido de este mundo, y todo derivado en esencia, de lo mismo: Por no haber nacido
mujer. Se preocuparon a la perfección por hurgar en mis heridas, haciéndome culpable
de todos los males, los propios, los suyos, y los que motivaron la ausencia de mis padres.
Sin embargo, a estas alturas de la partida, creo que no es cuestión de ir señalando a la
gente, porque uno podría ser igualmente señalado por tantas otras cosas en las que se
equivocó. Sólo falta que, además de ser consciente de que uno se ha equivocado, te
vayan señalando por la calle. No es algo infrecuente. Así me sentía.
Quiero advertir que no estoy orgulloso de muchos episodios de mi pasado ni de
muchos errores irreversibles. No me voy a engañar, ni pretendo maquillar la verdad. Aun
sin ser mujer, he sido reina, y la más loca de entre todas las locas que regentaban la
noche y, pese a que, como he dicho, he ganado mucho dinero, sin embargo me he pasado
también muchas noches durmiendo a la intemperie sobre un simple cartón.
He residido en más de treinta países, y no menos de noventa ciudades diferentes. Me
han detenido, me han engañado y me han discriminado. Me han apaleado y explotado, e
incluso me han torturado, y pese a ver morir a tanta gente a mi alrededor, y a sufrir
tantos golpes duros, sigo en pie, inexplicablemente. Mi cuerpo ha recibido más de
cincuenta y siete puñaladas y tres disparos de bala que fueron a parar a mi pierna
derecha.
Tengo pocos conocimientos porque apenas fui a la escuela, pero son tantas las
personas que he conocido y los lugares que he visto −unos hermosos y otros horribles−,
que para encontrar experiencias similares, tal vez fuera necesario acumular los años y las
vidas de varias generaciones.
Trabajando en la noche, los hombres y las mujeres te cuentan muchas historias. Con
tanta conversación y sobre todo después de ser testigo de los cortometrajes de tantas
vidas uno va obteniendo cultura; y lo que es más importante, va adquiriendo una
inteligencia curiosa y práctica sobre lo que es realmente importante. Con todo, vas
aprendiendo a aceptar tus errores, remediarlos y a tomar la vida más en serio. Aprendes a
valorar la vida cada vez más, especialmente después de sobrevivir a un atentado, o a una
experiencia de esas que llamamos “de vida o muerte”. Cuando pasas por cosas así,
siempre llegas a la misma pregunta al ver que no mueres: ¿Dios mío, para qué me
quieres?

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¿POR QUÉ AHORA?

Lo cierto es que se puede considerar un milagro que a día de hoy tenga salud
suficiente, memoria, y la claridad mental necesaria para recordar y poder contar mi
historia. Estoy convencido de que alguien me ha ido protegiendo inexplicablemente. Mi
sueño es poder acompañar a otras personas de la noche y acercarles a Dios.
Dios va poniendo personas en mi camino, que me han ido hablando de la luz y del
amor de Dios y de nuestra Madre. Alcanzar ese amor tan incomprensiblemente intenso
del que esas personas me hablaban ha ido convirtiéndose en mi mayor sueño, en el motor
y, en cierto modo, en lo que ha provocado que se fuera creando en torno a mi, algo así
como una familia, mi familia. Así considero a Nacho, Jordi, Alex, Antonio, Álvaro,
Begoña, y otros más. Ellos son para mí el mejor regalo que me ha dado Dios. Ellos son
los que me han acompañado en este mi camino hacia la conversión y se han convertido
en las muletas que han permitido que me sostenga en las duras pruebas. Sin embargo, el
lugar del que saco la mayor fuerza es la adoración perpetua, así como de las misas
semanales en la parroquia de San Sebastián en Badalona. Por todos los miembros de su
comunidad y por el padre Felipe elevo al cielo mis oraciones constantemente.
La iglesia de Santa María de los Ángeles de la Porciúncula ha sido siempre lugar de
peregrinación al que he acudido en no pocas ocasiones. De hecho gran parte de la
comunidad religiosa asentada en Asís me conoce por mis repetidas visitas a dicho lugar.
Es más, desconociendo mi pasado, y mi condición, y al observar únicamente mi ansia
por acercarme de forma tan asidua a un lugar tan santo como ese, incluso me han llegado
a proponer que entrara a formar parte de una de sus comunidades religiosas como monja
de clausura. Oferta que, por motivos obvios, he tenido que declinar. Yo a mi manera, ya
he apostado por conseguir un poquito de lo que representaría esa oferta que en su día me
hicieron. He hecho voto de castidad y de pobreza ante el Señor. Creo que sólo
ofreciendo esos tesoros podría resultar más creíble Su misericordia en mí. Tal vez sea
esa una buena tarjeta de presentación para que otras como yo, sientan la presencia real de
Dios. Todas las ovejas, por muy negra que sea su lana, pueden llegar a ser como Santa

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María Magdalena. Todas se pueden convertir siempre que alberguen rectas intenciones.
En ese proceso, constituye un buen primer paso encontrar una buena comunidad, un
lugar en el que sabes que no te van a tirar una primera piedra; esto es, que no te van a
juzgar.
He peregrinado durante mi vida por muchos santuarios, y en cada uno de ellos hallé
algo distinto; en todos ellos recibí un empujoncito para crecer en algo, o para ver
claridad en determinadas cuestiones, en unas ocasiones en materias que me preocupaban
especialmente, y en otras, era otro el que escogía por mí lo que yo debía de aprender.
Como dice la canción de Juan Luis Guerra: “…sólo quiero escucharte, pon el tema
Señor…”. Es decir, que yendo a buscar o a visitar al Señor, la mayoría de las veces, era
Él quien decidía qué tema tocaba tratar conmigo. Muchas veces la visita a un santuario
se acompañaba de caminatas, de subir a montañas, de encontrar el silencio en el esfuerzo
físico. Y con cada paso, con cada piedra en el camino, el Señor se hacía presente.
Después de tanto caminar, ahora ya nadie me hará dar un paso atrás en mi fe.
Estoy convencido de que el hecho de haber nacido en tan señalada fecha −2 de
agosto−, ha marcado en parte mi forma de ser: San Francisco, San Antonio −también
franciscano−, y los ángeles, en especial San Miguel Arcángel −el cual llevo tatuado en la
espalda con una imagen de unos 35 centímetros−, me han protegido y preservado y,
sobre todo, me han conservado a salvo increíblemente, pese a la peligrosa vida que he
tenido. Testigos olvidados de los tiempos que he vivido son todas las personas que me
rodeaban o me han rodeado, y que ya no están: Gran parte de mis allegados han fallecido
−ya sólo me queda rezar por sus almas−, y por los que quedan tratar de apoyarlas y
darles luz, antes de que se cruce una desgracia fatal en su vida, y sea demasiado tarde.
Tantas personas de las que compartían conmigo los mismos espacios en la calle,
volaban por los aires, o sufrían ejecuciones sumarias que yo mismo he presenciado desde
primera fila. A veces mis compañeros o compañeras de profesión caían como moscas,
pasto de las múltiples enfermedades que se cogen en la noche. Sin embargo, la peor
desdicha, es la ausencia de Dios en el corazón, eso sí que es como una enfermedad que
te va consumiendo lentamente. Es increíble como aun en la peor de las desgracias, el
tener o no a ese Dios al que poder aferrarse, lo puede cambiar todo. No sé bien cuándo,
ni cómo fue Dios entrando en mi vida. Ahora bien, tenerle, sentirle dentro, no significa
que uno deje de errar en sus caminos, porque seguimos siendo humanos.
Recuerdo cómo mi madre, al irme a la cama, decía que no podía acostarme como un
animal, sin rezar nada, pero la verdad es que ella no me enseñó a rezar, ni me llevó a
misa. Mi tía Ana, sin embargo, cuando me llevaba a su barrio, sí que me enseñó a rezar
el Padrenuestro y el Ave María. No obstante, con lo joven que era, para mí eso de rezar
carecía de valor alguno y no era más que un gesto o una costumbre. Supongo que serán
todas las oraciones rezadas, muchas de ellas cuando ni yo sabía realmente lo que hacía

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las que han ido procurándome protección. Estaban ahí guardadas, cargadas para ser
utilizadas justo cuando las necesitaba. Probablemente muchas de esas plegarias no las
recé yo; las rezaron otros por mí.
Uno de los primeros contactos que tuve con ese mundo, fue cuando en Semana Santa
contemplé en la iglesia de la Sagrada Familia, en el barrio de Villahermosa, al que me
llevaba mi tía, una representación de la Semana Santa. Atesoro en mi cabeza la
fotografía de lo que presencié: Se veían tan hermosas mis primas, con esos vestidos,
acompañando a Jesús. No olvidaré nunca que soñaba con que me escogieran a mí para
hacer el papel tan bonito, que ocupaba una primita que hacía de María Magdalena.
Quería que me vistieran allí mismo y participar en esa procesión. Después regresé a casa
e intentando emular tan preciosa experiencia, me vestía con una sábana y una túnic para
intentar representar a esa Santa mujer; o mejor dicho, intentaba copiar la nobleza que
desprendía aquella niña disfrazada de Santa María Magdalena.
Debía tener yo cuatro años, cuando a mi madre le regalaron una imagen de la Virgen
del Carmen. A esa imagen mi madre siempre le tuvo mucho cariño. La madre de Dios
sería luego el centro de muchas de las peregrinaciones que he hecho en mi vida. Otra
buena parte de las peregrinaciones se centraron en lugares visitados por santos concretos,
como San Francisco, San Antonio de Padua, San Pío de Pietrelcina, Santa Rita de Casia
o San Juan Pablo II.
Con esa imagen de la Virgen del Carmen que hoy se conserva en la casa de mis
padrinos, surgió por primera vez mi ansia por saber más sobre religión. Me cuestionaba,
preguntaba a mi madre. En esos primeros pasos, me encantaba escuchar a las monjitas
contarme las historias del evangelio. Ellas relataban el pasaje en el que la Virgen vio
morir a su hijo a los pies de la cruz. También me contaron que quien acompañó de forma
especial a la Virgen María y a su hijo, fue Santa María Magdalena, aquella cuyo vestido
yo anhelaba vestir en la procesiones de Semana Santa.
Ahora bien, lo que para mí supuso un salto cualitativo en este mundo, fue un día en
el que me reencontré con una chica que trabajaba la noche, y que solía estar muy
drogada. Ella consumía mucho bazuco −pasta de coca que se utiliza para fumar−.
Deambulaba habitualmente por la calle muy deteriorada y delgada. Sin embargo, ese día
estaba rellenita y muy saludable. Casualmente se llamaba María. Pensé que habría estado
en alguna buena cárcel, porque parecía otra persona. Si alguien que frecuenta la calle
súbitamente aparentaba buena salud, pensábamos que había estado en un centro de
reclusión, un sitio con hábitos saludables, en el que descansar temporalmente de esa
vida, y donde echarse algo a la boca.
María me dijo que había estado en Pereira porque allí se habían producido unas
apariciones de la Virgen. Las apariciones a las que me refiero, sucedían en un lugar que
llaman el jardín del Jordán. Añadió María que allí había encontrado la luz, y que fue

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entonces cuando había decidido cambiar de camino. Yo quedé atónito, y aquello
despertó en mí la curiosidad de una manera tal que decidí dar el primer paso para buscar
esa luz. Me atreví a ir a ese lugar.
Se puede decir que en Pereira aprendí a rezar, o mejor dicho, a ir rezando el rosario.
Al menos salí un poco a flote, aunque luego seguí vagando por diferentes mundos,
normalmente todos ellos oscuros, pero ya para siempre supe dónde se hallaba esa luz al
final del túnel. Ese tesorito ya no me lo podía quitar nadie.
Lo más importante que me ocurrió en Pereira es que logré dejar la droga. María me
dijo que el agua que hay en la fuente de ese sitio de peregrinaciones era milagrosa. Y,
como soy tan bruto, resolví que no debía tomar un poco de agua, sino que tenía que
bañarme todo de cuerpo entero. Soy así, no lo puedo evitar. A veces tengo ocurrencias
que luego dan para contar un chiste; así que en lugar de beber un poco o llenar una
botella de agua, esperé a que todo el mundo se fuera para darme un baño.
La desmesura se debía al alto grado de remordimiento que yo tenía, y a los pecados
que mi alma escondía. Sin pensarlo dos veces me dirigí a aquel famoso sitio, seguro al
menos de que aquella Madre que decían que me esperaba, se apiadaría de mí. Algo me
decía que tenía que confiar, y así lo hice. Esperé a que se fueran todos los peregrinos
mientras me quedaba al resguardo de un pequeño escondite entre los árboles. Veía a los
últimos peregrinos tomar sorbos de agua, y ansioso esperaba a bañarme, y tomar agua
hasta más no poder.
Recibí un regalo, y me lo quedé. Lo disfruté, pero no cambié a fondo. En ocasiones
puede ocurrir que recibamos señales para saber cómo hacer bien las cosas; pero eso, en
la mayor parte de los casos no significa que seamos capaces para guiar, para siempre,
nuestros pasos por el mejor camino. Está claro que tropezarse con el bien, y ser capaz de
seguirlo son cosas muy distintas. Sin embargo no volví a probar la cocaína; aunque es
obvio que no todo mal empieza y acaba ahí.
Supongo que en el peregrinar de nuestras vidas, no todos acertamos en los caminos a
escoger. En ocasiones la fortuna nos coloca sin preguntar, frente a una encrucijada de
esas que podemos calificar como “difícil de digerir”, o “difícil de gestionar”. De hecho,
hay encrucijadas que posiblemente nunca lograré digerir, y que probablemente nunca
supe gestionar, dificultades éstas que, claro está, no han impedido que siga escogiendo y
pisando todos aquellos caminos equivocados, por los que en cualquier caso, he tenido
que seguir transitando. El paso de la vida continúa inexorable, y sigue avanzando. ¡Qué
se le va a hacer! No se para, no se detiene porque a uno se le presenten situaciones en las
que debe tomar decisiones importantes, por mucho que, en lugar de haberse sentado a
escogerlas, nos dejemos llevar por los acontecimientos sin haberlas tomado cuando
correspondía.
Admito que, pese a mi rebeldía, soy de esas personas a las que los acontecimientos le

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han ido superando. Eso provoca que unas veces la vida nos pase por encima, o que
incluso nos arrastre a ciénagas de gran profundidad. La vida no nos devuelve hasta
mucho tiempo después, la oportunidad para alterar las consecuencias derivadas de
nuestra toma de decisiones equivocadas, o mejor dicho, de la ausencia de éstas.
Espero que estas palabras, plasmadas por fin sobre un papel −negro sobre blanco−,
acerca de lo que ha sido mi vida, contribuyan un poquito a alterar el destino final al que
parecían encaminados los torcidos senderos por lo que yo he venido caminando.
Supongo que escribir las cosas viene bien para ofrecer una perspectiva, un dibujo
visto desde arriba, de lo que soy, de dónde vengo, con qué me tropecé, dónde están los
tesoros escondidos, dónde los caminos que transito y a dónde irían a parar. Observo
ahora desde lo alto el mapa, como si fuera el plano de unos piratas en el que se dibujan
los hitos repartidos por el papel, a modo de ubicaciones: Veo dónde se halla enterrado el
cofre con monedas preciosas, o dónde se encuentran los relieves más destacados en la
orografía del lugar: Allí, una cruz, allá una persona de esas que no pasa inadvertida, más
allá un camino, un puente, otra cruz, etcétera.
No se trata de ganar el tiempo perdido, porque en ocasiones ya no resulta posible
recuperarlo, pero sí creo firmemente en la posibilidad de poder sanar primero, reordenar
mi vida después, y reorientarla de un modo radicalmente distinto finalmente,
enumerando para eso las líneas rojas, los salvavidas, las compañías, y sobre todo,
desarrollando estrategias firmes para poder ir poniendo en práctica, no sólo lo valioso,
sino especialmente aquello de lo que uno no puede prescindir, salvo que quiera volver a
caer por el precipicio.
He sufrido violaciones desde niño, y he lamentado atrozmente no haber nacido con
otro sexo; porque de haber sido así, tal vez le habría evitado muchos problemas a mi
familia, especialmente a mi madre y a mi padre. Es más, probablemente me los habría
evitado yo también.
Estoy seguro que de haber nacido mujer, la vida no me habría presentado delante de
todas esas encrucijadas imposibles de digerir, a las que antes aludía. Sin embargo, de no
haber sufrido ese contratiempo que tantos problemas me ha dado, y de haber evitado
esos cruces de caminos −rodeados, por decirlo así, de menos cruces−, de nada serviría ni
lo que he vivido, ni lo que os pueda contar, ni, lo que es más importante, lo que con ello
pueda contribuir para ayudar a otros. Imagino que todos deseamos haber sufrido menos
cruces, pero si hubiéramos sufrido menos cruces, probablemente no seríamos nosotros,
ni habríamos podido crecer en muchos aspectos.
Parece que a veces tenemos que sufrir cosas inimaginables para llegar justo al sitio
en que Dios nos quiere poner. Supongo que la vida de todos y cada uno de nosotros, con
nuestras penas y alegrías, con nuestras lágrimas en busca de consuelo, o con nuestra risa
contagiosa, se entrelazan misteriosamente con el porvenir de los que nos rodean. Nos

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vamos moldeando mutuamente, los unos a los otros, tal vez, como dice la canción, como
el barro se moldea en manos del alfarero. Las sonrisas de las personas, los consuelos, los
consejos, y por supuesto, las cruces, son como las olas o los vientos en el mar,
modelando la trayectoria de nuestro buque.
No siempre he tenido alrededor buenos consejeros que me pudieran ayudar a
discernir las mejores opciones de vida. Antes bien al contrario, encontré pocos buenos
consejeros. Lo de tener buenos consejeros es algo que no es de poca importancia: Afecta
a grandes decisiones, pero también a las más pequeñas, teniendo en cuenta que cualquier
pequeña decisión a veces no es más que la primera ficha de una hilera de fichas de
dominó. Y uno nunca sabe dónde va a caer la última ficha de la fila.
Basta un consejo desafortunado de una persona en horas bajas. Eso puede ser
determinante para encauzar tus decisiones. Lo triste es que todos tenemos derecho a
equivocarnos en nuestros consejos alguna vez. Pero lo grave es la reversibilidad o no de
los caminos escogidos, como consecuencia de los consejos equivocados que creemos
que todos tenemos derecho a dar alguna vez.
Con el tiempo uno acaba por aprender a valorar las cosas buenas y las personas
auténticas; algo tan simple como el detalle de tener a alguien que te acompañe
mostrando las piedras del camino, aunque sólo sea para advertirte de la presencia de una
sola piedra. A esas personas yo siempre les he llamado ángeles.
Aunque yo fuera descendiendo hacia abajo, año a año, uno siempre acaba por
encontrarse con una buena palabra en boca de alguna persona que no siempre ha sido
buena. Son las paradojas de la vida. A estas alturas de la partida, uno se da cuenta de que
nadie es tan malo, ni nadie es tan bueno; hay un poco de todo en cada uno, depende del
momento, de la situación y de muchos otros factores. Supongo que de todos podemos
esperar lo mejor y también lo peor. En ocasiones contemplas grandes vilezas en personas
malas de las que ya te lo esperabas, y a veces te tropiezas con maldades por parte de
buenas personas que te sorprenden negativamente. De ambos tipos de relaciones daré
cuenta más adelante. Sin embargo, a veces recibes grandes regalos de personas que ya te
lo esperabas, o recibes buenos gestos de alguien inesperado.
La ley de la calle solía ser en realidad la del talión, la del ojo por ojo, la del diente
por diente, y yo no estaba exento de ese mal. Se puede decir que era un estudiante
avezado en ese tipo de leyes. No evitaré comentar aquí episodios en esta materia, por
mucho que quisiera borrarlos de mi mente.
Con los años me he cruzado con gente muy perdida, que curiosamente me ha
mostrado con palabras y con hechos los buenos senderos. A uno nunca dejan de
sorprenderle los lugares tan insólitos en los que alguien te susurra al oído −como lo
hiciera Pepito Grillo con Pinocho, pero con más gracia−, palabras de bien.
He oído las palabras “Dios”, “Jesús”, y “María”, de gente que nunca lo hubiera

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podido imaginar, en lugares tan inverosímiles, y también en momentos totalmente
inesperados. Es precisamente por susurrar esos nombres, en esos lugares, cuando uno se
cuestiona cosas, y se hace preguntas trascendentales cuyo valor, curiosamente, se
adquiere precisamente sólo en esos momentos o en esos lugares, y especialmente por
venir de esas personas.
¿Cuántas horas me he pasado con las personas que me rodeaban, manteniendo
conversaciones profundas sobre nuestra procedencia y sobre nuestros derechos?: ¿Por
qué nos tratan así?, ¿Por qué, Dios mío, tenemos que sufrir tanto y terminar tan mal, por
sólo una equivocación de una mala decisión, ya sea con razones que buscan sus raíces en
las de nuestros padres, o en nuestra juventud loca, que nos hace crear personajes y darles
vida?
Parece como si la vida nos lanzara a librar una batalla sin saber siquiera, lo que es un
soldado. Eso sólo me abocó a no confiar en nadie −tantas traiciones, tantas deserciones−,
a no tener a nadie con quien desahogarme, a buscar amor y hallar desprecio, a intentar
ser sociable y sentirme discriminado, a buscar paz y entrar en guerra. ¡Ha sido como
buscar a Dios en el infierno!
Creo que sólo de ese modo se puede describir la vida de un trans. Parece como si uno
fuera un forastero del mundo, cargado con una maleta llena de recuerdos y de
consecuencias, de zapatos de cocodrilo, y de trajes de piel de camaleón.
Es una lotería quien te toca por compañero de viaje. Es como las amistades, si uno se
harta de encontrar amistades que le decepcionan, se cansa de buscar amigos, y en sentido
contrario, si halla un buen amigo enseguida se confía a todo el mundo. Nunca sabrás con
quién vas a encontrarte, y la influencia que tendrá en nuestro futuro. Un día sonó bingo,
y escuché en mitad de la calle a quien se convertiría en amigo mío, y me tropecé con
quien me agarró para llevarme a los pies de la Virgen, y de Jesús. Esas palabras que me
regaló, le daban a uno la fuerza para dar pasos en la dirección correcta, para salir de las
sendas más negras, o para soportar cualquier desierto, por extenso y árido que éste fuera.
Pero desengañémonos, hallar el amor de Dios no evita los precipicios, ni elimina las
noches oscuras. Las pruebas se multiplican, pero afrontarlas se hace más llevadero.
No sabía que sólo necesitaba una palabra, un encuentro imprevisto, algo que me
permitiera lograr la decidida determinación de ponerme a caminar. A veces la gente te
repite una idea, la vida te la reproduce con múltiples formatos, en forma de consejo, de
mensaje dentro de un libro, en una caricia, en los ojos de un desconocido, o en una
oración y, de golpe, uno se cae del caballo y lo entiende todo…; todo menos el por qué
no lo supo entender antes. ¡Dios nos dé luz para percatarnos cuando pase el tren, para
aferrarnos como a un madero en un naufragio, y nos aleje del mal consejero como de la
muerte eterna!
Me he tropezado con muchas personas desdibujando las palabras “Dios”, “Jesús” y

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“María”, acomodándolas a su estrechez de miras, pegando sus nombres a sus propias
incapacidades. No son pocos rosarios los que vi colgando de los vehículos y de las casas
de sicarios, asesinos y maleantes. Recuerdo el ritual de los martes en la iglesia de
Savaneta, o en el santuario de la Virgen de la Rosa Mística, en uno de los poblados a los
que los caminos me llevaron, donde se marcaban el detalle de pasar películas como “La
Virgen de los sicarios”, donde se ofrecía una mezcla confusa entre el bien y el mal, la
violencia y el perdón, el dolor y la clemencia. Se veía arrodillada a la prostituta, al amo
de la droga, al sicario, al alcohólico, ante un Dios cuya misericordia era mal
administrada. Al terminar su genuflexión, retomaban indiferentes sus vicios rutinarios.
Al torcer la esquina, ya se les había evaporado la fe.
Las caras de nuestro Señor y, de su Madre, los he visto tatuados en la piel de mucha
gente, tan enganchaditos a su cuerpo como la maldad con la que coloreaban todos sus
actos y palabras. Hasta la pintura que daba tono a su piel, y las facciones de su cara
evidenciaban el mal. Y también los he visto entre las personas que frecuentaban otros
entornos de la noche −puras víctimas moldeadas por el viento dominante en sus vidas−,
por los que yo me he movido habitualmente. Y esa misma ligereza la observé
nítidamente en mis primeros años de vida, entre los sicarios de Medellín, o de Cali. Esa
ligereza también la he apreciado en mi profesión, en la que la gente cambiaba de sexo
con la misma facilidad con la que uno cambia de camisa. Pero no cambio de mentalidad,
ni obviamente de alma, porque el alma que Dios ha creado, ningún juez, ni ningún
registro lo puede cambiar. En esto, paradójicamente, tengo las cosas muy claras: Yo no
soy una mujer.
Es mi opinión, y espero que la respeten. Que cada uno se llame como le dé la gana.
Soy libre de identificarme a mí mismo como yo considere oportuno. Me hace gracia
porque muchos critican que otros opinen sobre la condición sexual de los demás, e
incluso ponen multas y sanciones por sólo opinar. Pero lo que ellos hacen es
exactamente lo mismo, pretenden que respeten su opinión. Pero exigen la suya. No sólo
opinan sobre lo que otros pueden o no opinar, sino que intentan imponer su propia
opinión. Esos mismos se llenan la boca luego, con palabras grandilocuentes como amor,
libertad o democracia. Sencillamente, hay amor, libertad o democracia para ellos, pero
no para los que opinan diferente. Pero yo en esto ya no entro. No valoro lo que otros
sienten o piensan sobre sí mismos. Yo sólo doy mi opinión sobre mí mismo.
En el fondo, siento que soy un hombre que únicamente se hizo una operación
quirúrgica en la entrepierna. Eso, hasta cierto punto, es una obviedad, porque el hecho es
que nací hombre y pasé por una operación quirúrgica, aunque este tipo de afirmaciones
otros se lo tomen como algo susceptible de causar polémica. Eso es todo. ¿Al varón que
pisando una mina le amputan su órgano masculino, le cambia su condición sexual? ¿Al
que siendo varón se siente loca, su sentimiento le hace menos hombre? ¿Y si en lugar de

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aplicarse hormonas femeninas, se aplica hormonas masculinas para acercar su
sentimiento a lo que le dice su cuerpo? Son sólo reflexiones, no quiero polemizar; con
respecto a mí, lo tengo claro.
Por lo tanto ¿una vez realizada la operación, dónde queda el hombre, el hombre que
se operó? Esa es la cuestión. Tengo claro que Dios los creó hombre y mujer, y
comprendo, con todas sus consecuencias, lo que esto significa.
Mujer no soy, está claro, pues no puedo traer niños al mundo. De hecho, ni siquiera
tengo, he tenido, o tendré el placer propio de ese género femenino, ni podré nunca
amamantar a un bebé. Es más, lamento que de ninguna de las maneras podré ya tener
hijos, ni como hombre, ni como mujer. Eso no impide que conserve la posibilidad de
dejar huella de otros modos sobre la faz del mundo. En lo que a mí respecta, vivo con los
pies sobre la tierra, y no me hago ideas vanas de lo que podría ser una consecuencia
psicológica, de lo que es una operación quirúrgica. Una cosa nada tiene que ver con la
otra. Sería como mezclar la ciencia ficción con la realidad.
Hablando de realidad y ficción, aún recuerdo el caso de Kerry. Se prostituía como
travesti en las calles de París, y se enamoró de una prostituta. Se juntaron y formaron una
familia. Él hizo todo lo posible para apartarla de la calle. Ella se quedó embarazada y se
fueron a Colombia para comprar una casa y constituir un núcleo familiar aparentemente
normal, y digo “aparentemente normal”, porque él se mostraba frente a sus hijos como
un padre de esos que viaja mucho para trabajar.
En lo físico, él mantenía como única peculiaridad que tenía el pelo largo. Hay
muchos varones que tienen el pelo largo, hasta ahí todo era, por decirlo así, una situación
normal. Lo que ocurre es que no todos los hombres que viajan mucho para trabajar fuera
de casa, y tienen el pelo largo, se van a Europa después de despedirse de la familia,
pasando acto seguido (antes incluso de coger el avión), por la clínica para operarse e
introducirse implantes mamarios. Más de la mitad del año lo pasaba en Europa
prostituyéndose como travesti. Y al regresar, la primera parada antes de abrir la puerta de
casa, tan pronto aterrizaba en Colombia, era nuevamente la clínica. Entraba en la clínica,
se sacaba los mismos implantes mamarios que meses antes se había puesto y entraba por
la puerta de su casa como si no hubiera ocurrido nada. Supongo que conforme los niños
han ido haciéndose mayores, no habrá podido ocultar esa situación.
En cuanto a mí, y los motivos por los que me operé, lo que me ocurre es que la figura
masculina representa la violencia en estado puro. He sufrido tanta violencia por parte del
hombre, que esto ha tenido dos graves consecuencias: La primera, aceptarme como un
hombre más, con todas las consecuencias y la segunda, mi nula estima por el sexo como
práctica o ritual, de ahí, una vez que decidí operarme, no me costaba eliminar toda
posibilidad de seguir disfrutando del sexo. El sexo sólo era sinónimo de intimar con un
ser que en mis carnes había sufrido como violento, así que preferí centrar el sexo en un

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evento económico sin más, ya que no podía cambiar el daño que me hicieron los
hombres en tantas ocasiones, ni impedir que ellos me siguieran viendo de ese modo. Y si
alguna vez entablé buena relación afectiva con un hombre, mi ideal era más el compartir
y tenerlo durmiendo a mi lado, que tenerlo encima de mí.
La vida se había convertido un poco como en el juego de la oca. De parada en
parada, siempre me había tocado recalar en manos de hombres violentos. La
consecuencia de ello, es que al final de la partida, el sexo se había convertido
exclusivamente en una fuente de ingresos que venía siempre acompañada de violencia y
como nunca sería lo que habría podido o debido ser, preferí centrarlo únicamente en un
complemento del disfraz, el complemento necesario para procurarme el pan. Salvando
las distancias, la eliminación de ese órgano no pasaba de ser como un buen abrigo o unos
buenos zapatos, o tal vez un buen peinado, o un buen perfume, un atractivo más para
ganar más clientes.
Supongo que si la partida me llevaba de oca a oca a esos hombres violentos, en parte
era fruto de cómo yo me presentaba ante ellos, y especialmente por el mundo de la noche
que yo regentaba y la época que me tocó vivir. En definitiva esa era la obra de teatro a la
que la vida me fue empujando. Sólo había que salir a actuar intentando evitar las malas
consecuencias, aunque eso no siempre era posible.
Desde los nueve años entré en una fiesta de carnaval que duró muchas decenas de
años. Me alimenté gracias a mi habilidad para saber actuar según conviniera,
encorsetado en sucesivos trajes, según la situación. ¡El problema es que hay disfraces
que uno ya no se puede quitar!
Llegados a ese punto, si podía cambiar mis emociones y no participar en aquel juego
psicológico, eso es lo mejor que me podía pasar. También me daba por pensar en una
vejez doblemente despreciada y discriminada, sobre todo si siendo hombre, la sociedad
me veía como pareja de otros hombres y, vista mi apariencia y mi modo de pensar, me
parece que todo cuadraba más si me ponía en manos de la ciencia, en lo que a cirugía se
refiere, y eliminaba de mi cuerpo ese obstáculo sin más.
De este modo, y ya que en mi parte viril era virgen −sexualmente hablando, como
varón−, preferí aprender a caminar seguro de mí mismo, como mujer. La intención era
que con los años me acabaran llamando señora, en consonancia con mi apariencia, y en
concordancia con el comportamiento que pudiera tener, para que aquello estuviera
socialmente bien visto. Todo esto me lo evitaría esta famosa cirugía, a pesar de que la
primera consecuencia fuera no sentir nada. Era el mal menor. Al fin y al cabo,
únicamente desaparecería esa parte viril que nunca utilicé y, por lo tanto, me daba lo
mismo sentir o no.
Como me hormoné tanto y de forma tan bruta, ya tenía poca cosa ahí abajo. De haber
mantenido aquello en su lugar, hubiera sido como estar fuera de juego, y como no tenía

27
la necesidad de sentir nada, y no soy promiscuo, me facilitaría más mi camino; sin
tentaciones. Porque si algo quisiera borrar de mi mente son aquellos momentos en los
que mi cuerpo fue juguete para muchos, y víctima del personaje representado durante
tantos años. Ya sólo quisiera que se me quedara el alma como altar, como sello invisible,
pero también como lo único valioso con que Dios estampó su firma sobre mí.
No es que no me chirríe la falta de coherencia que obviamente supone eso de vestir
un cuerpo que no corresponde con el que Dios te ha dado. Ahora ya no tiene solución.
Más me chirría eso de vestir motivos religiosos a quien no es más que un sicario
−sicarios lo somos un poco todos –juzgamos condenando a los otros, y en ocasiones
matamos nuestras conciencias de algún modo−, pues ya sea haciendo visible el tatuaje, o
llenándose la boca con el nombre, o simplemente portando como máscara a Dios, yo no
le quité la vida a nadie. Es el eterno dilema del cumplimiento: Cumplo, y miento. Es una
forma alegre de definir la incongruencia que todos llevamos dentro, y lo que es peor, la
que también llevamos por fuera.
Ya sé que estos ejemplos son casos extremos. Hay muchas más incoherencias tanto
menos graves, aparentemente. ¿Quién puede llamarse a sí mismo “coherente”? ¿Quién
cree que tiene una piedra en la mano para poder tirarla? En este punto, no puedo por
menos que citar textualmente lo que dice el Evangelio: “Aquél de vosotros que esté sin
pecado, que le arroje la primera piedra... Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno
tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó sólo Jesús con la mujer, que seguía
en medio. Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?
Ella respondió: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante
no peques más (Juan 7, 8)”.
Está claro que cada uno en su situación tiene motivos para no juzgar al prójimo. Ya
sea teniendo en cuenta, o no, lo que hubiera recibido, dónde haya nacido, de quién se
haya rodeado, o los talentos que tuviera, todos somos imperfectos a nuestra manera.
En esencia, lo que me hizo tomar la decisión por la que como hombre entré en la
apariencia de un cuerpo de mujer, radica exclusivamente en la violencia con que me tocó
ser tratado por los hombres en mi adolescencia y mi juventud.
Pero hablando de violencia, a mi me gusta decir que aparte de la más grave que me
tocó vivir, hay muchas otras formas de violencia: Crítica, murmuración, malos consejos,
insultos, agresiones y, un largo etcétera, hasta llegar a los ejemplos más acusados. Pero
todos son caras de la misma moneda, y a menudo, desencadenantes de los mismos
males, aunque en proporciones distintas. Unos dejan más rastro, otros menos. Unos son
más reversibles, otros menos.
Soy de los que opina que todos tenemos derecho a equivocarnos, sobre todo si con
ello no causamos daño a nadie; si bien, por desgracia, hay errores que se cometieron
hace tiempo, y que no tienen vuelta atrás.

28
No considero que la especie humana sea, precisamente, la que mejor capacidad tenga
para interpretar bien las señales o los regalos de Dios. Yo he recibido palabras, consejos
y signos, como rampas para tomar decisiones que luego sólo el tiempo reveló como
claramente incorrectas.
A San Francisco un día se le presentó el Señor, y le dijo “vete y repara mi iglesia,
que se está cayendo en ruinas”, y todo lo que él hizo fue destinar su esfuerzo físico y su
dinero para reponer las piedras de una Iglesia; esto es, de una construcción que se estaba
cayendo. Como decía, supongo que todos tenemos derecho a equivocarnos. Yo me he
equivocado −y mucho− en mi vida, y sólo espero la ocasión para algún día poder
compensar de algún modo mis errores. Sobre todo compensárselos a nuestro Señor, por
tantos dolores de cabeza y disgustos que le he dado.
Me arrepiento de muchas cosas en mi vida, aunque es muy fácil decir ahora, que
muchos episodios tal vez los habría reescrito con otros textos, tomando otras decisiones.
A la hora de apreciar la distinción entre lo que son las decisiones más graves en mi vida,
de lo que son las cosas realmente importantes, aquello de lo que especialmente me
lamento, es de no haber ayudado a más personas materialmente, desde épocas más
tempranas en mi vida. Pero, sobre todo, me lamento de no acercarles a Dios con mayor
habilidad y coherencia. Y también me duele haber sido motivo de escándalo o modelo de
incongruencia para los que no me conocen, y sobre todo para los que sí me conocen.
Como dice un amigo mío, quisiera ser el adalid de esta frase: “Antes de juzgarme,
ponte mis zapatos”.
Ahora bien, entre no tener excusa para tirar una piedra, y no hallarse equivocado en
cuestiones graves, hay un gran espacio. Como diría Hamlet, “esa es la cuestión”. Ese
espacio de indefinición entre la gravedad de lo que se puede perdonar, y la gravedad del
modo de vida en el que uno no puede permanecer, da lugar a multitud de matices de falta
de misericordia por parte de muchas personas; así como, en contrapartida, a muchos
abusos pretendiendo dar a entender que Dios todo lo perdona, o lo que es peor, que
además nos da licencia para todo, hasta el final de nuestros días.
La misericordia es algo que aprendí cuando fui a visitar el Santuario de la Divina
Misericordia de Cracovia. Misericordia es lo que se despertó en mi cuando fui a
Auschwitz. Pude comprobar que, a pesar de lo duro y cruel que me parecieran mis
recuerdos, había gente que sufrió mucho más que yo.
He visto al demonio en muchos sitios y en muchas personas y, si bien por una parte
podría atreverme a señalar determinadas personas que de forma inexorable habrían de
ser condenados para la eternidad, por otra no me siento con autoridad para señalar a
nadie. No soy yo quien debe elegir a los que van a pasar por la puerta grande, o los que
acabarán pasando por la puerta estrecha. Sin embargo sé qué candidatos habrían de
formar parte de mi lista, de los del primer grupo, los de la puerta grande. Y en cuanto a

29
mí, en tanto en cuanto no llegue mi momento, sólo pido que mientras siga pisando el
polvo del camino con los zapatos que la vida me abocó a llevar puestos, no se me
juzgue, no al menos por mi pasado, o por los errores que cometí, y que ya no tienen
solución. ¿No nos habríamos acaso de preocupar más de lo que mata el alma, que de lo
que mata el cuerpo. (Mt 10, 28)? Con más razón si sólo murió una parte del cuerpo −la
que me operé−, pero no el alma.
Supongo que el punto de inflexión radica en tener noción de la gravedad de los
propios errores, y en la intención por cambiar de vida. Por ello espero que parezca que
esa es mi intención. Como dice el refrán: “La mujer del César no ha de serlo, sino
parecerlo”. Y es que a la hora de la verdad, pese al incomparable amor que Dios tiene
por cada uno de sus hijos, resulta que muchos andamos tirando piedras a los que
consideramos que no tienen lo que para nosotros debería ser una equipación completa,
con la que sentirse cómodos compañeros de viaje.
En cuanto a lo de perder el cuerpo, he de decir que he visto morir a mucha gente. Me
resulta difícil describir el sentimiento al presenciar cuando un cuerpo se derrumba frente
a ti, porque su alma abandonó el soporte físico que lo mantenía en pie. Eso de ver cómo,
de golpe, pierde toda la fuerza que le hacía permanecer de pie, e incluso instantes antes
sonreír, hablar, pensar y súbitamente desmoronarse sin más posibilidad de recuperación.
Es como cuando en invierno entras en un teatro, y cuelgas mal en un perchero tu pesado
abrigo, y de golpe cae todo al suelo, y con todo su volumen y su peso se queda inmóvil
en tierra, sin la vida del que lo vestía antes. ¡Tantos murieron por un disparo de bala o
una cuchillada, por una enfermedad e incluso fueron desmembrados ante mí, por una
explosión, dejando señas tintadas de rojo, de lo que había sido esa vida, pintadas por
doquier; de lo que fue y ya no podrá ser! Inexplicablemente yo sigo vivo.
Llevar a Dios a personas como yo, a personas como lo que yo he sido o he
representado es la mejor prueba de que la palabra de Dios puede y debe llegar hasta la
última de sus ovejas. Hay en la población muchos grupos distintos de ovejas, si bien, por
el tipo de vida que yo he llevado, podemos decir que mi núcleo de población lo
constituye un grupúsculo peculiar de ovejas, de ahí que me sienta tan identificada con
estas palabras: “También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las
tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor”. (Juan
10,16) ¡Me sabría tan mal que alguien diera por perdidas a esas ovejas!
He de decir que esa cita de la Biblia es el fragmento del evangelio con el que se
tropezó mi amigo Nacho por azar, en el dibujo que un niño le pintó, transcribiendo
debajo esa cita. A Nacho le conocí un 7 de octubre de 2016 −día de Nuestra Señora del
Rosario−. Gracias a él, he podido hacer la única peregrinación que me faltaba, la de
Medjugorje, mi última peregrinación a un lugar santo. Con esta mi última peregrinación,
he concluido el paso definitivo para cambiar mi arriesgado modo de vida.

30
Pareciera que mi cambio es una locura imposible de explicar. Tan enajenado llegó a
considerar el padre de San Francisco a su hijo, que tras sufrir el rechazo de su padre, se
abandonó a la pobreza. El padre de San Francisco le llevó ante el obispo de Asís, a fin de
que renunciara formalmente a cualquier herencia. La respuesta de San Francisco fue −en
lugar de dejarse llevar por la presión de su padre−, despojarse de sus propias vestiduras,
y restituirlas a su progenitor, proclamando a Dios desde ese momento, como su
verdadero Padre. En la vida nos vamos creando muchos dueños que nos marcan y
dominan nuestro caminar. Tenemos muchos padres. Anhelo que llegue el día en que
pueda despojarme totalmente del vestido que la vida ha ido tejiendo sobre mí, para
proclamar sin temor que Él es mi único Padre. El valor de la paternidad es algo
determinante.

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SEGUNDA PARTE

DESDE ANTES DE HABER NACIDO

El primer suceso relevante en mi vida, aparte de mi nacimiento, pero


interrelacionado íntima y cronológicamente con el mismo, es el concerniente a la pronta
pérdida de mi padre biológico. Después de que mi madre diera a luz a tres hijos, mi
padre esperaba con ahínco tener una hija. Mi madre había dado a luz a William Ediel,
Jorge Ernesto y Juan Carlos, por ese orden, y ya después de tres varones, mi padre tenía
una acentuada obsesión por tener una hija. Una obsesión no deja de ser eso, una
obcecada obstinación por algo que, probablemente, para los demás no adquiera tintes tan
relevantes, y que con toda seguridad no resulte ni objetiva, ni verdaderamente tan
importante, llegando a alterar con ello, de forma desproporcionada, nuestras reacciones,
y nuestras prioridades. Pero nosotros no decidimos nuestras obsesiones.
Tal fue la obsesión de mi padre, que construyó un baúl todo lleno de objetos,
conforme al ajuar que requeriría la hija que él esperaba, pese a que por entonces, en la
Medellín de 1968, los padres solían desconocer el sexo de su bebé con antelación, y, por
lo tanto, no fue hasta el momento de dar a luz cuando pudieron saber si yo era niño o era
niña.
¡Cual debió ser la sorpresa de mi madre cuando, al dar a luz su cuarto hijo varón
−yo, Daniel−, su marido acabaría abandonándola en la misma clínica donde vine al
mundo! Ante la sorpresa que causó mi nacimiento como varón, su respuesta fue coger el
baúl que tenía a punto para su ansiada hijita, y lo dejó en la puerta de la clínica, como

32
signo de que desistía de su sueño y, a su vez, como acto representativo de que
abandonaba a su familia.
Antes de que naciera mi hermano mayor, nació una hermanita que al parecer era
preciosa, pero que cogió una fiebre muy fuerte, y de camino al hospital se murió de
meningitis en los brazos de mi madre, a los tres meses de edad. Eso contribuyó a que mi
madre también anhelara tener una hija después de tres varones. Esa hermanita que tengo
en el cielo, era hermana, a su vez, de un hermano gemelo que nació muerto, como ya he
contado antes. Su existencia fue la causa de que mis padres se casaran. Aunque su boda
fuera por proteger a mis hermanos gemelos, prácticamente a los nueve meses de su
concepción, ninguno de los dos permanecería en este mundo.
En cuanto al abandono de la familia por parte de mi padre, su obsesión no fue la
primera que tuvo un hombre para abandonar las promesas que hizo el día en que se casó.
Muchos son los hombres que albergando una obsesión concreta, no tuvieron ningún
miramiento en olvidar el valor de la promesa eterna que supone el sacramento del
matrimonio.
Está claro que hay muchas cosas que no he hecho bien, y que haré muchas cosas mal
hasta el fin de mis días, pero lo único que quería destacar es que ese abandono de la
familia por parte de mi padre, es algo que creo que está objetivamente mal. Supongo que
los hijos tenemos ese don especial para señalar, a veces, lo que creemos que es
claramente un error garrafal de nuestros padres.
No sé cómo hubiera sido yo como padre, entre otras cosas porque yo nunca voy a ser
padre, no al menos un padre biológico, y probablemente tampoco un padre adoptivo. Eso
no es objeción para que yo pueda apadrinar a otras personas. Sí que sé cómo me habría
gustado ser como padre, aunque está claro que, por mucho que hubiera intentado no
repetir los errores de mis padres, tal vez hubiera cometido otros para con mis hijos. Uno
nunca lo sabrá.
Al haber recorrido tanto mundo y haber conocido a tantas personas, y con ellas,
tantas historias, he adquirido la cultura que mi madre no pudo darme. Después de once
años en Europa, sé que no son pocos los casos en que ha ocurrido lo mismo que le
sucedió a mi madre. En la historia de la humanidad han sido muchos los padres que no
teniendo un hijo del sexo que ansiaban tener, deciden abandonar a su esposa, como
ocurriera en Inglaterra, con Catalina de Aragón y Enrique VIII. Obviamente yo no soy
de sangre azul, pero como dije antes, fui la reina de las noches de Europa, durante
muchos años, así que eso hasta cierto punto me permite hablar de ello con propiedad.
Eso sí que es una metáfora real. Claro, que yo ni tuve criados, ni carruajes, ni tantas
joyas, y con casi toda seguridad, tampoco tuve tanto estilo.
Aquí me gustaría hacer un inciso sobre los paralelismos que veo en ese hecho
histórico con mi vida. Primero por motivos obvios, esto es, por lo de no poder darle

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como hijo a su padre, un vástago del sexo que él anhelaba, con las graves consecuencias
que eso acabó acarreando.
Resulta curioso cómo la historia se fija sólo en los efectos que tuvo para el padre este
infortunio −el hecho de no haber podido tener un hijo del sexo que anhelaba−; pero al
que redacta los libros de historia, le pasan desapercibidas las consecuencias que esto
tiene para el propio hijo que no nació con el sexo que esperaba su progenitor. Supongo
que ese hijo queda repudiado y olvidado para el resto de los mortales.
Después de que la reina de Inglaterra tuvo siete hijos, y viendo como la única que
sobrevivía era su hija María, fue repudiada por Enrique VIII, como así le sucediera a mi
madre. Y, cosas de la vida; además se parece su historia a la mía ya que después se casó
con unas cuantas esposas −Enrique se casó con no menos de cinco− para conseguir su
fin. En nuestro caso, después de que nos dejara mi padre, éste se casó con varias mujeres
más. La primera le dio también unos cuantos varones, y la segunda después de varones,
finalmente le dio una hija, pero luego se fue con otra y con otra. Puedo decir que mi
padre me ha dado unos cuantos hermanastros, tal vez no menos de trece, que andan
repartidos por todo el mundo.
Como le ocurriera a mi padre −aunque con menos glamour en mi caso−, el rey
Enrique VIII únicamente ansiaba que Catalina le diera un hijo del otro sexo −un hijo
varón en ese caso, para sucederle en el trono−, ya que por entonces no estaba permitida
la sucesión de la corona por parte del sexo femenino, y eso acabó por provocar,
únicamente por esta causa −ya ves tú en qué acaban las obsesiones de la vida−, la no
poco importante escisión de la iglesia anglicana. Todo porque el padre no tuvo el hijo del
sexo que esperaba, y porque para conseguirlo tenía que romper su matrimonio.
Luego, con el tiempo, la cabeza de uno le procura las excusas y argumentos
complementarios necesarios hasta hacer de una decisión, una auténtica bola de nieve
cuyas consecuencias perduran y perduran, arrastrando con ello a cuantos se encuentren
por delante, por los siglos de los siglos. Y lo que es peor, que pese a no poder reinar
inicialmente las mujeres, y armar todo el lío que se armó por ese motivo −separando
iglesias−, resulta que su primera hija −María−, fue la que finalmente acabó reinando.
Sea la historia que sea, la decisión que se tomara o quién la adoptó, y a las personas
que eso le vaya a afectar, la cuestión es que la vida de las personas puede cambiar mucho
por motivos ajenos a uno.

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MIS PRIMEROS AÑOS

Tras la marcha de mi padre, mi madre tuvo que hacer frente a la nueva situación,
procurando el necesario sostenimiento económico. Para ello mi madre, María Susana
Castañeda, acudió a una iglesia que a su vez le remitió a un colegio de monjas en el
barrio Aranjuez de Medellín, donde daban clases a las mujeres en materias como costura
y confección. En esencia, procuraban que las madres con problemas pudieran llegar a
valerse por sí mismas, normalmente para tirar adelante con sus hijos como madres
solteras. En esa época había en Medellín muchas madres criando solas a sus hijos.
Una vez María Susana pudo empezar a desenvolverse en lo que aprendió con las
monjas, se puso a intentar poner en marcha su trabajo, pero finalmente, pese a la
formación recibida, tuvo que buscar otro medio de supervivencia, porque no lograba
alimentar a la familia, así que acabó haciendo de camarera en un bar frecuentado por
camioneros. Antes de ponerse a trabajar allí, como no tenía para mantenernos a todos,
tuvo que dejar a mis hermanos a cargo de otros familiares: William se fue con mi abuela,
Jorge con mi tía Yolanda al pueblo de La Dorada Caldas, y Juan Carlos con mis
padrinos, Graziela y Santiago, en la ciudad de Ibagüe donde vivió hasta hacerse mayor.
Un día, debía tener yo tres o cuatro años, mi madre me mandó a comprar un hueso a
la carnicería, y me dijo claramente lo que debía de traer con los dos pesos que me
entregó, el hueso que se llamaba “hueso caimán”. Fui al carnicero y le dije que si no me
daba lo que me pedía mi madre, ella me mataría. En la tienda se presentó también un
hombre, al que ni siquiera vi la cara. Se puso detrás de mí, me acarició, me dio un beso
en la cabeza, y me dio cinco pesos sin más explicación. Cinco pesos era lo que le costaba
a mi madre el alquiler de la casa donde residíamos, y fue tal la impresión de ver aquel
billete, que nunca me fijé en la necesidad de grabar en mi mente el rostro de aquel señor.
Supongo que el fenómeno de despistarme a causa de la visualización del dinero, no es la
primera vez que me ocurriría en mi vida, desdibujando con la presencia del maldito
dinero, otras escenas importantes que pudieran haber sido, y nunca podrán ser.
Al regresar a casa, mientras debatíamos por el hecho de que me habían dado otro

35
hueso, que se llamaba cogote, se acercó corriendo la vecina diciendo que había visto a
don Ediel en la calle. Yo no sabía ni siquiera quién era don Ediel. Entonces mi madre me
zarandeó, y me dijo que ese era mi padre, y que me quería secuestrar e incluso matar. Me
dijo que mi padre nos había abandonado el día en que yo nací, y lo que resultó ser más
misterioso, por el hecho de que yo había nacido niño. ¿Cómo podía haber nacido yo de
otro modo, me preguntaba? Supongo que por entonces no busqué más explicación.
Simplemente no alcanzaba a comprender de qué modo podía yo no haber nacido varón.
Centré en aquellos momentos toda mi preocupación más que en querer saber quién
era mi padre, en el hecho de que tenía que vivir con el temor de que un señor me podía
secuestrar, y no volver a ver a mi madre.
A los pocos días mi madre me llevó al centro de Medellín. Allí ella, solía acercarse a
una cabina telefónica los domingos por la mañana para llamar a mi abuela o a mis tías, y
así averiguar cómo les iba con sus otros hijos. Después de hablar con ellos solíamos
acercarnos a la casa en la que vivía mi tía Ana pero ese día, sin embargo, ocurrió algo
fuera de lo normal. En vez de ir a casa de mi tía Ana, mi madre me llevó al parque
Bolívar, donde me compró una mazorca asada en la calle como regalo de cumpleaños
−algo que no se me olvidará nunca−, y me dijo que me quedara un momento esperando.
Yo me quedé comiendo la mazorca. Ella se fue hacia una cabina telefónica donde vio a
un hombre hablando por teléfono, se acercó a él, y le pegó tres puñaladas. En la distancia
presencié perplejo lo que ocurría. Entonces vino la policía y me enteré de que la persona
a la que había apuñalado era mi padre, aunque no falleció en ese lance. A ella se la
llevaron a la cárcel del Buen Pastor unos días, y a mi padre a una cárcel que ya no existe,
que se llamaba La Ladera, como consecuencia de una denuncia por abandono de hogar.
Así que llamaron a mi tía Ana con la que tuve que quedarme un tiempo. Supongo que
eso definitivamente alejó de mi vida la posibilidad de tener a mi padre en mi infancia.
Hace pocos años lo encontré ya ancianito. De hecho mantengo con él cierto contacto, si
bien es muy triste haber padecido tantos vacíos en mi relación con él, en mi formación,
en los consejos que ya nunca tendré, o el cariño de un padre del que nunca recibiré un
beso o una caricia.
Podré intentar restablecer los puentes con mi padre, con los pocos años de vida que
le quedan, pero si hay algo que caracteriza a un puente, es el enorme hueco bajo el que
transcurre el agua −metáfora de lo que es nuestra vida−. En lo que concierne a mi padre,
se podría decir que el vaso está más medio vacío, que medio lleno. Veo más un hueco
bajo el que discurre el agua de un río, que el puente con el que se salva ese abismo. Ese
hueco lo engulle todo y aunque hoy por hoy, intento esforzarme por reducir esa brecha,
al convivir recientemente con él un tiempo, observo en él una persona fría, al que parece
que se le congelaron los sentimientos.
Deduzco que el amor que me enseñaron a tener por alguien, lo heredé del amor que

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mi madre tenía por mí exclusivamente, aunque fuera una mezcla entre sobreprotección y
detalles momentáneos violentos. La violencia constante en la vida de uno, unido a la
ausencia de un padre o de una madre −o de ambos−, puede tragarse muchas
oportunidades, y puede lastrarte de forma inexorable.
¿Cuánto me querrá mi Dios por mantenerme todavía hoy con vida? He cometido
tantos errores, y si mi Dios me mantiene así de fresco y lúcido, sólo puede ser por una
cosa: Porque me quiere tanto como le quiero yo. No me produce ya ningún efecto
psicológico hablar de mi padre biológico. En este punto de mi vida puedo decir que la
bendición y compañía de mi Padre celeste nunca me ha faltado y me sigue bendiciendo
cada día. No me queda más que ser razonable y saber que no soy quien debe juzgarlo, y
mucho menos tratar de cambiar su actitud. Más bien creo que lo que debo hacer es
pedirle a mi Padre del cielo que bendiga a mi padre terrenal, le perdone y tenga
misericordia de sus actos. Que su vejez y deterioro no sean la consecuencia de los
errores de su juventud, porque para mí siempre será mi padre terrenal.
Trabajando mi madre en el bar con el que intentaba sustentarme económicamente,
conoció a don Guillerrmo Montoya, con quien empezó a salir al poco tiempo. Él se
encariñó conmigo y me decía que yo me iba a convertir en su hijo. No resulta difícil
imaginar cuánto le llenaba el corazón a un niño como yo, que un hombre adulto le dijera
que quería erigirse en su padre y protector; porque he de destacar que precisamente su
protección, es algo que él mismo se preocupó mucho por evidenciar, que era su interés
principal. Su presencia dio un giro a nuestra existencia.
Sin don Guillermo, nuestra vida de miseria habría sido, por decirlo de alguna
manera, más mísera. Don Guillermo como mínimo nos procuró el sustento económico
necesario, un cariño y una esperanza que ciertamente nos hizo mucho bien. Era
camionero y con las rutas que tenía que realizar, venía a casa los martes y viernes, se
quedaba a dormir con nosotros, nos traía el cariño, el dinero y la comida que tanto
necesitábamos. Recuerdo cómo en navidades nos llevaba a ver a mis hermanos para
pasarlas juntos, y eso, al menos, procuró una apariencia de familia, en aquellos primeros
años de mi vida. Uno luego va creciendo, y en las familias a veces las cosas no acaban
de ser como a uno le gustaría.
Pese a la existencia menos dramática que causó la aparición de don Guillermo en
nuestras vidas, entre mi madre y yo seguía habiendo un grave problema: Ella veía en mí
la causa de todos sus problemas, de su miseria económica y de la separación de la
familia −la de ella con respecto de su marido, que le había abandonado, y la del resto de
sus hijos, de los que se había tenido que desprender−, y aunque yo sé que me quería, no
pudo dejar de reprimir nunca cualquier tipo de violencia hacia mí, ya fuera verbal o
física. No son pocos los episodios de gritos en los que terminaba pegándome. Eso
prácticamente ocurrió a diario. Siempre me despertaba con violencia y gritos, aunque

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luego reaccionaba, me cogía, me abrazaba, y decía: −“Dios mío, perdóname”. Y añadía,
dirigiéndose hacia mí: −“Usted es mi niño, y yo lo quiero mucho”. Aunque me lo
demostrara de otra manera: a su manera. Sus formas de violencia hacia mí, me
atemorizaban ya desde bien pequeñito, hasta que con cinco años empecé a despertarme
solo. La noche anterior solía darme instrucciones para preparar las arepas, o cualquier
otra comida acorde con nuestras posibilidades, como un zancocho o frijoles. El miedo
me hizo aprender a hacer todas las tareas de la casa.
Una cosa que no se me olvidará jamás, y que tal vez sea la causa de nuestros
constantes problemas, fue un acontecimiento que una noche presencié en casa, cuando
estaba a solas con ella. En ocasiones guardamos en nuestro recuerdo pequeñas imágenes
de cuando éramos muy niños, y que se nos quedan grabadas sin motivo aparente. No es
un recuerdo ni malo, ni bueno. Sólo es un recuerdo, una imagen. Solía recostarme sobre
un cojín de tejido muy pobre, con las hebras los hilos muy separadas. La casa no era
grande, así que desde mi cama podía observar lo que hacía mi madre. Decidí cotillear
con la inocencia natural de un niño. No tenía sueño y me puse a hurgar entre los hilos de
aquella pobre almohada, hasta contemplar cómo mi madre se sentaba con sus pies dentro
de un barreño, encendía una vela, y se ponía a recitar los párrafos de un extraño libro.
Eso habría quedado ahí sin más, si no fuera porque mi madre me vio, me agarró, y me
dijo que ese libro, nunca lo podía yo ni examinar, ni tocar. Y bueno, ya sabemos cómo
acaban ese tipo de advertencias.
Un día que yo me encontraba solo, logré descubrir dónde se hallaba el libro en
cuestión. Al fin y al cabo, en una casa tan modesta, pequeña y con tan poco ajuar, la
labor de buscar un libro se vuelve algo relativamente sencillo, puesto que la imaginación
que podía emplear mi madre para localizar lugares originales para esconder las cosas
importantes −mucho más un libro−, acaba convirtiéndose en un fenómeno bastante
limitado, por definición. Así que pude leer cómo se llamaba el libro: “Libro de San
Cipriano”. Se trataba de un libro de hechizos. Yo supongo que los empleaba para
“amarrar” el corazón de don Guillermo (por intereses evidentes), aunque, pese a mi
convicción, nunca supe si eso fue así, o si lo empleó para otros fines. La cosa es que mi
madre practicaba algún tipo de magia, por decirlo así, “blanca”, si es que en esto de la
magia realmente se puede decir que hay una diferencia importante entre los colores de
las distintas magias −como si estuviéramos ante las distintas gamas del arcoíris, y eso no
fuera algo realmente peligroso en todo caso−. Creo que si hay algo mágico, y esto no
viene de Dios, de algún otro ente menos puro debe venir. El nombre de ese tipo de seres,
contrapuestos en su origen a Dios, resulta evidente. ¿Si no viene de Dios, de quién viene,
pues?
Con apenas cuatro o cinco años de edad, sufrí un acontecimiento importante que
empezó a marcar a fuego de un modo especial mi vida. No puedo decir que fuera el

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acontecimiento más grave que marcara mi vida, pese a lo obviamente grave del suceso
en cuestión. La verdad es que cuando uno vuelve atrás en el tiempo para ver el reflejo de
los acontecimientos vividos, provoca sin quererlo, un vuelco en su corazón y, por qué
no, también en su cabeza.
Cuando me pongo a pensar en ello, no puedo por menos que recordar que son ya
demasiados los graves acontecimientos que se han ido grabando sobre mi piel, en la
mayor parte de los casos, a base de puñaladas en las piernas, en las manos, en costillas, y
en el peor de los casos atravesando y tocando varios de esos elementos a la vez, como si
fuera un pincho moruno. Parecía que los surcos de las manos, en especial la línea de la
vida, en mi caso, se prolongaban poco a poco, y ese surco iba recorriendo todo mi
cuerpo, dejando otras tantas huellas imborrables, como eterno testigo de tantas cicatrices.
A veces alguna prostituta que se creía dueña de la calle me había amenazado marcando
mi piel con un cuchillo como advertencia, dejando una reseña que pretendía que durase
para la eternidad, como si fuera un adolescente marcando la corteza de un árbol.
Siendo un niño, había regresado a casa después de una de tantas fugas. ¡A mi madre
se le veía tan contenta de volver a tenerme con ella! Pese a los momentos malos, se
notaba el amor que nos unía, y por unos días, parecía que todo volvería a la normalidad.
Esos días de nuevo en casa, al regresar de una fuga, los percibía como si estuviera de
vacaciones. Sin embargo, aquello fue sólo una pausa en el sufrimiento que siempre me
iba a acompañar. Todo seguía igual en el barrio, y los vecinos se mostraban contentos de
verme nuevamente. Sentí además, la alegría de compartir mis momentos con mi
padrastro don Guillermo, que como siempre llegaba los martes y los viernes a cumplir
con sus obligaciones con mi madre.
Era uno de esos martes. Ese día me cayó encima el peso de toda la madurez, como si
el peso de todas las enciclopedias del mundo hubiera caído, con sus miles de lecciones,
sobre mí. Al llegar don Guillermo, como era costumbre en él, me dio unas monedas, y
como siempre, salí a comprar un helado, mientras dejaba a mi madre y a don Guillermo
libres, a solas, para disfrutar de sus merecidos momentos de intimidad. Dirigí mis pasos
hacia la esquina y vi a un hombre que vestía un pantalón blanco ajustado, del que
resaltaba pronunciándose su forma viril, aunque por el volumen pensé que llevaba algo
escondido. Me acerqué y con toda mi inocencia, le pregunté:
− Tú robaste algo y te lo metiste ahí.
Y entonces el muy cínico me respondió:
− Yo te lo regalo, pero si vamos ahí, y te lo doy. Yo me lo creí sobre todo porque a
cambio de mostrarme el objeto supuestamente robado, me ofreció un paquete de
colombinas de leche. Se puede decir que eran algo así como unos chupa-chups o
piruletas de leche condensada. Allí también se llamaban chupetas.
Admito que le seguí con el temor de las palabras de mi madre martilleándome la

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cabeza, puesto que siempre me decía: −“No cojas nada de nadie”. Pero no le hice caso.
El tipo, que se llamaba Elkin, me llevó a los bajos de una quebrada, me dio una chupeta,
y me dijo:
−Mira los pajaritos.
Era una hermosa mañana, y sonaban los cantos de los pájaros, mientras revoloteaban
volando por encima de mi cabeza.
Mientras yo andaba chupando la primera de las colombinas, no me percaté de que él
me bajaba el pantalón poco a poco, y entonces, penetrándome de modo instantáneo, me
violó. Yo reaccioné con dolor y miedo. Al contemplar el resultado de su eyaculación
sobre mis pequeñas piernas, empecé a llorar, a gritar y a sentir un dolor terrible. Tenía la
sensación de que se me había roto un testículo. Pero no acabó ahí mi castigo por no
hacer caso a mi madre. Al oír mis gritos, el hombre trató de callarme besándome, y sin
poder lograrlo, escapé dejando en ese lugar un intenso dolor y la cicatriz que quedaría
marcada en mi alma para toda la vida.
Al llegar corriendo a casa, don Guillermo ya se había ido y, al entrar, mi madre no se
percató de mi desgracia, sólo de la bolsa de colombinas que traía en la mano. Su
reacción fue inmediata. Me cogió del pelo mientras me preguntaba cómo habían llegado
a mi poder esas colombinas, y como yo no le contestaba, me sometió al chorro de agua
de la manguera, e incluso me golpeó. A eso le llamaba yo “el famoso baño María”.
Luego me dejó encerrado, sin imaginar mi cruel realidad.
¿Por qué no le conté nada? Aparte de que sería una flagrante desobediencia de su
advertencia −evidenciando que había cogido lo que alguien me había ofrecido en la calle
−, tenía miedo de que con aquello que había ocurrido llegara otro hermanito a la familia.
Me explico: Una vez le pregunté a mi madre cómo nacían los niños y me dijo que la
mamá besaba al papá, luego venía la cigüeña y traía al bebé. Mientras yo corría de
regreso a casa me iba atormentando la idea de que aquel hombre me había estado
besando, en su intento por hacer callar mis gritos de dolor. Aquello me parecía terrible.
El miedo se sumaba a mi dolor, al pensar que por los besos de aquel tipo podía venir esa
cigüeña. Me preocupaba la idea de que trajera consigo un bebé, porque si ya por
entonces mi mamá no tenía comida para nosotros, cómo podía ser que por mi culpa
tuviéramos que asumir que habría otra boca más por alimentar. Yo ya tenía la culpa de
que mi padre se hubiera ido, y de que mis hermanos no vivieran con nosotros. Sólo
faltaba dar esa noticia.
Al cabo de unas horas de mucho dolor y de ansia, me di cuenta de que mi madre no
me había dejado encerrado bajo llave. Salí, y me escapé. Abrí la puerta hacia un mundo
que no me esperaba. Desde ese día, podemos decir que en mi interior hubo un antes y un
después. Obviamente el camino era mío. Al llegar la noche me iba asustando más y más
sin saber qué sería lo próximo que aquella oscuridad me iba a traer.

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Seguí caminando hasta que me sentí exhausto y agotado. No podía pensar aturdido
por los sonidos del tráfico y por el cúmulo de ruidos de aquella congestión. Decidí parar
en la entrada de una casa muy bonita. Era blanca y estaba decorada con piedra. Tenía
una entrada un poco escondida, y decidí acostarme allí. En medio de un mar de lágrimas
y el frío de la noche, no sé en qué momento se abrió la puerta de esa casa, y la oscuridad
de la noche a la intemperie, fue desdibujando sus contornos, cambiándolo por la luz que
había en el interior. Era una casa de monjas carmelitas. Con mucho cariño me
preguntaron, me hablaron, y con compasión me hicieron pasar, y me acomodaron en una
cama como nunca la había tenido. Una cama toda para mí solo. Aquello me parecía el
cielo. Al día siguiente llegó la policía y me llevaron con ellos. Las monjitas me regalaron
una Biblia, y dejé ese lugar por otros más inciertos y peligrosos.
Años más tarde formé poco a poco mi grupo −mi banda−, tomé las riendas de mi
vida y llevando cada recuerdo en mi mente y cada cicatriz en mi cuerpo fui reforzando
mi astucia y habilidad, recordándome el juramento de hacérselo pagar a todos los que me
hicieron algún día tanto daño y dolor. Si hay algo que se aprende en la calle es que hay
que darle tiempo al tiempo, o como dice la frase, “a cada cerdo le llega su San Martín”.
Especialmente esperé a que se presentara la ocasión de tropezarme con aquel tipo que
había hecho −por primera vez−, que yo hubiera tenido ganas de morir. Su cara se me
había quedado grabada y cada día me daba aliento a mí mismo, de que tendría que llegar
la ocasión de devolverle todo el mal que había destruido mi inocencia. Me fui enterando
de que ese hombre ocupaba su tiempo trabajando para Pablo Escobar. Elkin, que así se
llamaba, formaba parte de la segunda generación de sicarios de Pablo, la que surgió
después de los “priscos”.
Al regresar a casa, mi madre seguía siendo especialmente violenta conmigo. Ante
esos episodios de violencia, había días en que me escapaba de casa e incluso pasaba
noches a la intemperie. Tenía localizada una zona donde dormir, cercana a una tienda de
electrodomésticos. La idea era conseguir para la noche la caja de cartón de un
electrodoméstico grande, porque no era lo mismo intentar dormir dentro de la caja de un
televisor, que dentro de la caja de una nevera, sobre todo porque si sólo encontraba la
caja de un televisor, tenía que dormir con los pies fuera.
La gente que duerme en la calle suele considerar de su propiedad la parcela de la vía
pública sobre la que pasa sus noches. Una vez estaba yo durmiendo en la calle, en lo que
consideraba mi esquina. Esa noche tenía una habitación de lujo, puesto que había
conseguido agenciarme la caja de una nevera. Estaba medio dormido cuando sentí que
me querían bajar el pantalón y quise defenderme pero ya era tarde. Aquel tipo logró su
objetivo porque yo no había podido defenderme, ya que era más fuerte. Me sometió a
sus pretensiones con gran dolor y no contento con eso, se quedó en mi caja. La caja tan
valiosa de cartón de la nevera se había vuelto contra mí, se había convertido en una

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ratonera. De ser valiosa por ser grande, tanto como para poder encerrarme dentro sin ser
visto, se había convertido en motivo de contrariedad, por ser demasiado espaciosa, tanto
como para dar cabida a dos personas.
Me retuvo sin que pudiera moverme, con la boca tapada con una de sus manos, y un
cuchillo en el cuello. No pude oponer resistencia en toda la noche, hasta el amanecer. Al
levantarme, seguía amenazándome con el cuchillo y me llevó hasta la avenida oriental.
Allí me obligó a robar la cadena a una señora. Siguiéndome con la mirada me indicó el
punto de encuentro. Previamente me había amenazado y si me escapaba corriendo, me
buscaría por todo el centro de la ciudad hasta encontrarme durmiendo en algún lugar
para vaciarme las tripas. Ya me había dado muestras de que toda resistencia era inútil,
así que no me quedó otro remedio que acceder. Siguiendo sus instrucciones cometí el
robo y le entregué la cadena de aquella señora.
No contento con su gesta regresó otra vez aquella misma semana, de nuevo en mitad
de la noche, pero esta vez yo no estaba durmiendo sino caminando por el centro de la
ciudad. Primero había ido a buscarme a “mi esquina”, y no hallándome recorrió las
calles convencido de que yo andaría por la zona merodeando. Finalmente me encontró.
Me aferró y amenazó como la otra vez, pero en esta ocasión me hizo seguir a un
borracho. Me explicó cómo debía de proceder para robarle el dinero que tenía en el
bolsillo. Lo hice tal como me lo había dicho. Recuerdo que fui por detrás y de un tirón
por la espalda, me llevé hasta los bolsillos del pantalón, dejándolo tirado en el suelo, con
el pantalón hecho falda. A los pocos metros reapareció ese hombre inmundo para
quitarme el botín.
De todo se aprende. Revisé con frialdad lo ocurrido, y obtuve tres importantes
lecciones. Que ya sabía cómo conseguir dinero rápido, que era indispensable cargar con
una navaja, y que debía de tomar autoridad sobre mi vida. Lo de la navaja me hizo dudar
bastante. No sabía si para cambiar era realmente determinante contar con una navaja y
asumir de este modo, todas las consecuencias, o no; porque eso representaba jugármela y
tal vez ganar la partida, a fin de poder defenderme, o resignarme a perder, renunciando al
derecho de defenderme, y nunca tener la oportunidad de hacerme respetar.
Observé claramente que este estilo de vida era una batalla. Paradójicamente el tipo
en cuestión era conocido por todos con el nombre de “Batalla”. Ante el panorama que
tenía por delante para no sucumbir en esa vida en la calle, observé que tenía que tomar
una decisión para dar un paso al frente, que debía ser atrevido. Era una cuestión de
arriesgarme y punto. Opté por tirar por el camino del riesgo, armarme con una navaja, y
como decimos en Colombia, aprendí que en ese camino todos éramos arrieros, que tarde
o temprano, el que la hace la paga, y que algún día nos volveríamos a encontrar. Pero
como ya me ocurriera muchas otras veces antes, en aquella ocasión decidí regresar a
casa.

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VUELTA A CASA

A las pocas semanas volvieron mis hermanos por un tiempo con mi madre. Habían
estado varios años a cargo de otros familiares, y regresaron todos menos Juan Carlos. Yo
tenía que levantarme a las cinco de la madrugada para preparar las arepas de mis tres
hermanos, para que pudieran ir a la escuela. Estando todos en casa, la violencia de mi
madre no menguó. Su violencia era tal, que me orinaba todas las noches en la cama, por
el miedo que le tenía.
Al parecer mi padre, durante los primeros años de mi vida, de vez en cuando le
preguntaba a mi madre por nosotros, pero como ella se comportaba tan violentamente
con él, llegó un momento en que ya tenía miedo de hacerle frente. Él no nos daba nada,
pero intentaba averiguar de vez en cuando algo sobre nosotros a través de mis tías; pero
nunca tuvo el valor de acercarse, especialmente después de que, al encontrarse a mi
padre por la calle, mi madre le pegara tres puñaladas −hecho éste que como ya he
contado, motivó su ingreso en prisión−. Eso provocó que yo pasara un tiempo en casa de
unos familiares. Lo que recuerdo de aquella época, fue que estuve mucho tiempo en casa
de doña Fabiola, gran amiga de mi madre y en casa de mi abuela.
Cuando mi madre salió de la cárcel regresé con ella. Todas las mañanas me pedía
que le limpiara los zapatos. Una mañana, al hacer esto, salió de debajo de los zapatos un
alacrán. Ella cogió aquel animal y lo manipuló. Por entonces en casa había una cartilla
para primaria que se llamaba “Kokito”, y enganchando al alacrán con una cuerda a la
ventana, mi madre me amenazaba con ese bicho, para que no cometiera errores en las
lecciones que me daba de lectura y escritura. Supongo que eso sería una variante del
refrán “la letra con sangre entra”.
Una de esas veces en que se hacía insoportable la violencia de mi madre, me escapé
de casa, y regresé al centro de Medellín. Por entonces ya tenía cómplices. Tenía mi
espacio, mis manías, y también mis pequeños vicios. Recuerdo que uno de mis parceros
−de mi amigos−, me dijo: −“Chupe de esto, y verá cómo lo pone”. Yo le hice caso. Se
trataba de cola de la que se usa para arreglar los zapatos. Esa sustancia me hacía ver

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visiones y perder la conciencia hasta tal punto que con el palo que yo solía llevar, me
arrimé a un negocio. Era un almacén agrícola próximo a un banco. Se podía ver a través
del cristal la caja registradora. En mi mente se metió la idea de que tenía que conseguir
esa caja, puesto que era algo que había visto en una película. No caí en la cuenta de que
la policía hacía rondas por la zona en la que se encontraba el banco.
Rompí el cristal de aquella tienda con la mala fortuna de que me pilló la policía
mientras intentaba arrastrar esa enorme y pesada caja registradora y me detuvieron. Me
tumbaron en el suelo pero yo no quería soltar el botín y les repetía que sin la caja
registradora no me podían llevar. Es más, como querían llevarme al coche patrulla, les
decía que me ayudaran a llevarla también al coche. Sentía en mis adentros que, al estar
ya roto el cristal, ellos se iban a quedar con el dinero; pero que era yo el que merecía
quedarse con el premio.
Por entonces yo seguía en mi mundo, sobre todo bajo los efectos de la cola de
zapatos. Todavía no sabía cómo funcionaba la delincuencia pero en mi mente estaba sólo
la locura de no tener la presencia de mis padres conmigo.
Cuando te cogía la policía, te llevaba a un sitio terrible durante seis meses y allí no te
preguntaban si eras bueno o malo. Uno venía de la calle y le metían en el mismo sitio
que los otros chicos terribles que había merodeando, sin padres, por la calle. No soy yo
el que va a descubrir la crueldad innata de algunos niños.
Me llevaron a comisaría y luego a un sitio lleno de barrotes por las paredes y por el
techo. Había espacio como para treinta niños de una edad máxima de dieciséis o
dieciocho años. Tan terrorífico era el lugar, que en la puerta había dos soldados con
armas largas. En ese lugar uno no podía empezar a comer si no se estaba firme y daban
la orden. Si no reaccionabas milimétricamente a sus órdenes todo eran castigos.
El más terrible y que pronto sufrí en mis huesos, fue “la vuelta al mundo”. Yo sólo
había girado mi cara para mirar a uno de esos niños que me estaba amenazando con un
cepillo de dientes. Había afilado el mango del mismo para crear un objeto punzante, lo
suficientemente peligroso como para forzar a un niño menor a que le diera la carne que
había en su plato. Me pedía que le diera “el burro”, y yo no alcanzaba a entender que
significaba en la jerga de la calle. Pero fue pedirle explicaciones, y averiguar lo que era
el “burro” inmediatamente, y ya de paso me llevé la lección de lo que era “la vuelta al
mundo”.
El castigo consistía en un dispositivo tan sencillo como un simple y pequeño agujero
en el suelo del patio. La operación consistía en meter el dedo índice dentro, y dar
quinientas vueltas. Si uno se caía, volvía a empezar. El mareo y el malestar causado por
dicho castigo era algo terrible. Ahora bien, después de haber pateado tantos países, no sé
de qué vuelta al mundo uno puede lamentarse más.
El fondo oscuro que había en aquel agujerito no era nada en comparación con la

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oscuridad que se cernía sobre aquel lugar, cuando entraba la noche. Allí fui pasto de las
violaciones múltiples de los niños más mayores que compartían aquél espacio vital
conmigo. El castigo que se busca con el encierro de todos esos niños en el mismo lugar,
acaba siendo más intenso para unos que para otros. Supongo que yo fui uno de los que se
llevó la peor parte. La primera noche me quedé aterrorizado y temblando, junto con el
puñado de niños tan pequeños como yo que habían ido a parar a esa prisión. Tal vez
desde aquella experiencia, la prisión en realidad empezó a estar dentro de mí.
De ese lugar nos dejaron salir antes de tiempo, porque los niños mayores se
escaparon después de amenazar con sus armas hechas a mano, a los guardas. Los
menores que aterrorizados nos quedamos, y no quisimos escapar, fuimos liberados y nos
llevaron a un reformatorio que se llamaba Centro de Diagnóstico y Clasificación la
Floresta. Allí no había “la vuelta al mundo”, pero estaban los maestros, que hicieron
exactamente lo mismo que hacían conmigo por la noche aquellos compañeros de celda.
En ese lugar, sin embargo, los padres de los niños podían venir a visitarlos. Mi madre
vino sólo dos veces en seis meses. En la primera ocasión, me trajo una manzana, una
banana, y un yogur.
Una de las cosas más deplorables de todo aquel período, sin embargo, no era ni la
estancia los primeros meses en aquella prisión con sus niños terribles, ni los maestros
excesivamente “cariñosos” conmigo, sino el ver a los demás niños recibiendo las visitas,
los regalos y el dinero que le traían sus padres. Eso a uno le destruía más que nada en el
mundo.
A una hora determinada de la noche, los guardias solían levantar a alguno de los
niños del reformatorio, con la promesa de una comida especial o un paquete de
cigarrillos, y luego los utilizaban sexualmente a su voluntad, dejando una huella más que
física, psicológica, en cada uno de los elegidos. Me pareció que aquello era como un
centro de destrucción total de la voluntad de cada uno, donde parecía que lo prioritario
era todo menos aprender las lecciones que por nuestra edad infantil, nos hubiera tocado
aprender. Eso sí, aprendimos a fumar alucinógenos de varias especies. Lo más positivo
era que una vez a la semana nos visitaban durante dos horas, unas religiosas voluntarias,
y uno no quería que aquella visita se acabara nunca, porque nos llenaban el corazón
contando historias sobre la Biblia.
En la segunda ocasión que me visitó mi madre, me trajo un trozo de pollo cocinado.
¡Cuesta imaginar con qué orgullo yo les mostré a todos lo que me había traído mi madre!
Ese pollo me duró una semana y media −hasta que ya se pudría−, porque yo lo degustaba
a pellizquitos cuando todos los niños podían verme. ¿Por qué lo hice durar tanto? Los
otros chicos me humillaban porque no me venían a visitar ni me traían nada, y me
repetían que a mi no me querían. No se me ocurrió nada mejor para defenderme de
aquello, que estirar aquel trozo de pollo todo lo posible, hasta que resultó incomestible.

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Recuerdo que además en esta ocasión me dio dos pesos. Con diez céntimos
podíamos comprar unos heladitos muy buenos. Al principio yo pensé que me tomaría
uno cada dos días, y así lo hice al menos por unos días. Pero los días pasaban, y como mi
madre no regresaba, perdí el entusiasmo por seguir comprándome helados.
Pasaron las semanas y los meses, y cuando llegó la Navidad, los niños compraban
cerillas para hacerlas estallar a modo de evento pirotécnico, con las piedras del patio.
Aprovechando que incomprensiblemente nos dejaban comprar cerillas, compré una
cajita, y me la comí toda. Todavía hoy no entiendo cómo es posible que no me hubiera
ocurrido nada. Yo mastiqué una por una cada cerilla, y con el sabor amargo de cada
mordida, recordaba cada sinsabor sufrido por entonces, con mi temprana edad, y con
cada fósforo, deseaba mi muerte. Pero al final de todo, no había logrado suicidarme. Ni
tan siquiera recuerdo haberme encontrado mal. Tal vez ese sea uno de tantos episodios,
quizás el primero, por los que no alcanzo a comprender por qué sigo vivo. Había visto en
la televisión a una señora cómo se suicidaba con pastillas, y como a mí me dijeron que
los fósforos eran venenosos; hice las cuentas, pero el suicidio no llegó a consumarse.
Al ver que lo de intentar suicidarme no funcionaba, puesto que parecía que no era
posible conseguirlo, decidí contarle a todo el mundo lo que hacían conmigo. Fui
señalando uno a uno: “Aquél me pega, aquél me amenaza, aquél me obliga, me da por
detrás, aquél hace que le chupe…”. Decía lo que hacían conmigo el profesor de
manualidades, el de gimnasia, etcétera. Me llevaron a un médico el cual vino con una
pinza que le llamaban algo así como “Trivile”, me la metieron por detrás, y confirmaron
lo que yo decía. Confirmaron de este modo que era cierto todo lo que yo contaba, pero
en lugar de hacer algo, de cambiar las cosas −yo qué sé, al menos para que eso que
parece que era cierto, no se repitiera con otros, digo yo−, las taparon, y me apartaron de
en medio. Es más, lo peor es que yo seguía ahí dentro con las personas a las que había
delatado, y entonces me pegaron con más fuerza. Hicieron cuentas conmigo.
Un día en que yo me encontraba subido a lo alto de la tapia que delimitaba ese sitio,
como la rama de un árbol de eucalipto que estaba al otro lado, se acercaba con el viento
hacia dónde estaba yo, logré aferrarme a ella, y me escapé. Pero cuando fui a casa de mi
madre, ésta me pegó y me devolvió a ese lugar. Así que como todos me pegaban, decidí
que la próxima vez que me escapara, no podía ir tampoco a casa de mi madre.
Al concluir seis meses de estancia en ese reformatorio, mi madre vino a por mí. Ya
había concluido mi castigo, y se supone que ya habría aprendido la lección.
Sin embargo, la lección más directa, me la dio mi madre. Un día ella puso leche a
calentar y al pillarme sacando la nata, esa que se queda flotando sobre la leche caliente,
le agarró un ataque de ira, hasta el punto de que me metió las manos en el fogón, y me
quemó las palmas. La policía se fue incluso a buscarla cuando llegó a sus oídos el
asunto, y a mí me llevaron por un tiempo con mi abuela a La Dorada Caldas.

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Al llegar la policía decidí que tenía que contarles a ellos, y luego a todos los vecinos,
que no había sido mi madre la culpable, aunque no sirvió de mucho. A mi poca edad,
Dios llenaba mi mente con el amor por mi madre, que es lo único que tenía. Mi abuela y
mi tía Yolanda fueron a recogerme a Medellín, alejándome de lo que ellas llamaban “mi
verdugo”; esto es, que para mi era la maestra que me preparó para la batalla de mi futuro.
Esa preparación era como una obra más de Dios, como una bendición, ya que estaba
claro que mi madre no podría mantenerme por mucho tiempo más. No era capaz de ello,
ni estaba preparada para semejante tarea. Por eso, sin aquellas experiencias no hubiera
podido afrontar el futuro incierto que me esperaba por delante.
En la Dorada Caldas, mientras mi madre estaba en prisión por un tiempo, viví una de
las mejores épocas de mi vida, porque mi abuelita me quería mucho. Mi abuela me metió
en la escuela Antonio Nariño. Allí estuve unos dos años. En la escuela me pasaron de
primero a segundo, porque yo ya sabía leer y escribir. Luego regresé a Medellín para
estudiar en un internado llamado Nazaret. Lo único que había que perfeccionar es que
escribía unas letras más grandes que las otras. Allí mi hermano me protegía del “bulling”
que me hacían. Aprendí en ese lugar a hacer manualidades y a tallar la madera. Esa
actividad ocupó de forma muy gratificante mi tiempo.
Yo era conocido en el pueblo gracias a que mi abuela tenía un local donde servía
refrescos. Me puse a cantar allí, incluso me daban dinero por hacerlo. A la gente le
gustaba mucho, y me daban muestras de cariño.
Uno de los momentos que recuerdo con mayor felicidad, es cuando entre mi abuela y
mi madrina Graciela, me organizaron la fiesta de mi Primera Comunión. Me hicieron un
vestido estilo Luis XV. Completaron el evento comprando unas piñatas formadas por
ollas de barro −una con monedas para los niños, otra para las niñas, y otra con juguetes−
para que todos pudieran recibir ese día un regalo. Nunca había tenido tantos regalos. De
hecho, esa fue la primera vez que yo tuve juguetes. Tal vez ese fue el día más feliz de mi
vida.
Pero como en toda cosa buena, siempre hay la anécdota mala que recordar, aunque
no puedo evitar dibujar una sonrisa en mi boca: Tanta felicidad me brindó el darle fuerte
a las piñatas de barro, que una me cayó encima y me abrió la cabeza. Así que se acabó la
fiesta. De esta forma concluyó esa inolvidable velada. Supongo que ni lo más hermoso,
en el momento más feliz, acaba por resultar algo perfecto.
En esas fechas, precisamente, mi madre volvió a aparecer en mi vida y me llevó de
nuevo a Medellín. Debía tener siete años. Al cabo de un tiempo me escapé y logré ir a
casa de mi abuela en la que me quedé un tiempo. Allí coincidí con mi hermano Juan
Carlos, porque mi madrina Graciela le hizo coincidir conmigo en casa de mi abuela para
que así pudiéramos pasar un tiempo conviviendo juntos. Pero un día nos escapamos y
cogimos el tren hacia Antioquia. El tren tenía un bar y un restaurante, y nos quedamos

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alucinados de lo hermoso que era. Nos escondimos en la cocina, y como nos pillaron allí
ocultos, nos dijeron que tenían que devolvernos a nuestro punto de origen, pero había
que pagar el pasaje. Los mismos que nos pillaron escogieron el precio y el modo de
pago, así que a mi hermano le pusieron a limpiar los platos y, para pagar mi pasaje,
abusaron de mí, otra vez. Yo ya estaba empezando a perder la cuenta.
Regresamos para Medellín, y entonces decidí convencer a mi hermano para que se
viniera conmigo a dormir a la calle. Él se ponía triste porque hasta entonces estaba bien
viviendo con mi madrina Graciela, y allí él estaba más a gusto que en el sitio en el que
yo vivía. Yo cantaba en la calle y le daba el dinero para consolarlo cuando lloraba, a fin
de compensar con ello las incomodidades de su nueva residencia. Le conseguía
hamburguesas, y toda la comida que necesitara hasta que, como no acababa de
convencerle, le dije que se volviera a la casa de mi madrina.
Poco después también convencí a mi hermano mayor, para que viniera a vivir
conmigo a la calle con el pretexto de que allí, en la calle, no nos pegaban.
Llegados a este punto, antes de continuar, me gustaría comentar algo sobre mi
hermano William. Él era el más trabajador de todos. ¿Pero qué fue de William? Con el
tiempo, se puso a trabajar en un taller de mecánica que tenía don Guillermo en la plaza
de La Macarena en Medellín, hasta que ahorró un poco de dinero y se montó su propio
taller en Bogotá. Allí lo mataron, en 1999, precisamente por algún tipo de irregularidad
en el desarrollo de ese negocio. Él mantuvo siempre una postura un poco dura conmigo
por entender que mi madre dejó este mundo por mi culpa, hasta que una semana antes de
ser asesinado, me llamó por teléfono estando yo ya trabajando en Italia, me pidió perdón,
y me encomendó a su hija Susana, a la que conocí después del entierro de mi hermano.
Me la llevé cuando yo ya era mayor, a la casa que me compré en Ibagüe, con su hijito,
pero no tuvimos buena relación, así que se fue, y apareció muerta un día en el río
Magdalena, y no supe más de su hijo.
Estando en la calle, con unos ocho años, por primera vez conocí a “las locas de la
noche”. Me despertaron mientras dormía sobre un cartón, y me dieron de comer. Ellas
sentían que el día que me daban de comer les iba muy bien con sus ingresos y pasaron a
considerarme como un talismán; Cada vez estaban más atentas a mí. Como siempre,
todo depende del lado o la perspectiva desde el que miras las cosas. Suerte, según para
quién. Supongo que no trajo mucha suerte a mi vida tropezarme con ese tipo de
personas.
Regresé al colegio. A mitad de segundo me pasaron a tercero porque era muy
inteligente. Y como era el alumno más adelantado, cada mañana me hacían izar la
bandera y cantar, y como lo hacía con la voz tan femenina, me gané los insultos de todos
los niños, hasta que le clavé a un niño un lápiz en la mano. Nuevamente me salía la
rebeldía de mi madre. Por eso me escapé de la escuela y volví a Medellín.

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En casa de nuevo, mi madre siguió con la violencia, especialmente cuando después
de hacer el desayuno, ella comprobaba que me había orinado de nuevo en la cama. A
veces me cogía del pelo. En una ocasión, fue tal la ira, que en uno de sus enfados arrancó
los cables de la luz y me atizó con ellos. Otra vez recuerdo cómo cogió el palo de la
escoba, me tendió en el suelo y deteniéndose en la nuca, me dijo que me iba a matar, y
que después ya se iría a pagar por ello. Supongo que al decir eso, tenía guardados en su
retina, los meses que estuvo en prisión por haber apuñalado a mi padre.
A pesar de lo que pueda parecer, cuando relato los hechos violentos de mi madre,
debo indicar que recibí un don o una gracia especial, porque no le guardo ningún rencor.
De verdad que no le guardo ningún rencor, y ojalá estuviera conmigo todavía hoy. A
pesar de todo lo que he contado, yo quería mucho a mi madre. Todo lo ocurrido es
circunstancial comparado con el beneficio que me reportaba estar con ella. Al menos,
estar con ella. En los últimos años de su vida, mis hermanos la evitaban muchas veces
por sus fuertes reacciones y se alejaban de ella, para lo cual se refugiaban en las casas de
otros familiares. Yo nunca me alejé de ella definitivamente, o con la intención de que
fuera para siempre, aunque sí me escapé de casa varias veces. Y la verdad, nunca logré
ser feliz sin ella.
Uno de los mejores días de mi vida fue cuando saltándose la norma general, mi
madre decidió cocinar algo especial para mí. Me hizo maicena y panela. Me habían dado
buenas calificaciones en el colegio, y mi madre decidió compensármelo. Yo recuerdo
cómo veía en la tele los anuncios de la gelatina Royal, y cómo todos los niños de las
casas más modestas del barrio, idealizábamos lo que sería comer semejante manjar,
porque ese tipo de producto nunca llegaba a ser muy común en casa, debido a nuestra
mala situación económica. Pues bien, lo que ese día me hizo mi madre, lo recordaré
siempre como el alimento más exquisito que nunca nadie me ha dado a probar. Tenía un
sabor indescriptible. Tal vez un ingrediente desconocido, que ni el mejor chef del mundo
podría nunca copiar. Después, soñaba con que algún día ese festín se volviera a repetir.
Yo denomino ese regalo que me hizo mi madre, como ”mi premio universal”, el premio
más especial, único y grande que nunca jamás he recibido de nadie. Ese regalo especial
me lo había hecho mi madre porque estaba feliz al recibir noticias del colegio, sobre mis
buenas calificaciones.
Compensaba así un poco aquellas mañanas en que ella se iba de casa y me dejaba
encerrado. Alguna vecina como doña Fabiola, al ver que había alguien en casa, se
apiadaba de mí, y me pasaba alguna arepa por debajo de la puerta.
A mi hermano William lo enviaron de Dorada Caldas a Medellín, y como dije, se
puso a trabajar en el taller de don Guillermo. Don Guillermo decía que cuando nos
hiciéramos grandes, nos daría un camión para cada uno. Yo tenía que llevarle el
almuerzo a don Guillermo, y para eso me daban el dinero para el bus, para ir hasta la

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plaza del mercado más conocido en Medellín. Una vez allí, saqué mi espíritu
comerciante y les decía a los de los camiones que me ponía a vender los plátanos, y a
cambio me quedaba todos los restos de los plátanos rotos, o los que estaban menos
bonitos. Yo recorría todo el famoso mercado de “El pedrero”. Iba pasando por todas las
tiendas y de cada una iba sacando, puñado a puñado, arroz, frijoles, lentejas, papas,
etcétera. Con eso mi madre nos hacía colada de plátano, patacones, y otras recetas.
Además, conseguía llevar algo de dinero, y compraba el pan que le gustaba tanto a
mi mamá, y que no solía poderse permitir. ¡En ese tiempo estuvimos tan bien las dos
solitas! Yo supe hacer bien mi papel de hombre de la casa, y de hijo ejemplar, como se
ocupaba de decirnos todo el mundo. Recuerdo que mi mamá muchas veces, para alargar
ganancias, hacía empanadas y pasteles con lo que yo llevaba, y me mandaba a venderlos.
Cuando ya me quedaban los últimos, me ponía a llorar en la parada de bus. La gente
preguntaba qué me ocurría, y yo les decía que me habían robado, y me daban algo de
dinero. Con ello mantenía a mi madre contenta, o al menos compensaba sus ganas de
pegarme por haberme demorado tanto. Le decía que había tenido que ir un poco más
lejos porque me había enterado que allí la gente pagaba a mejor precio, y ella me creía.
Sólo puedo decir que cuando estaba contenta, era la mamá más bella del mundo.
¡Fueron tantas mis hazañas para verle contenta! Y cuando no conseguía ablandar su
carácter, no dejaba de intentarlo. Estoy orgulloso de ella, y espero que allá donde esté,
ella también lo esté de mí. Hay tantas cosas que hice por ella en aquellos años de mi
vida, como cosas hago actualmente gracias a su recuerdo. Me encantaría que al leer esto,
muchas madres valorasen a sus hijos, y que tengan en cuenta que los hijos son una
bendición de Dios. Las madres tienen la capacidad de lograr que sus hijos lleguen a
donde quieran. Agradezco por otra parte que pasando por lo que estaba pasando mi
madre, al menos no me hubiera abortado, pese a las facilidades que hay para eso, y pese
a los caminos duros que tuve que andar. Sé que ella me quiso a su modo, pero sé que me
quiso, y eso me basta.
Aún recuerdo cómo mi madre me advertía de modo inflexible, que si a mí me tocaba
alguien, y yo no me defendía con la violencia necesaria, ella vendría luego a rematarme.
Me decía que sólo ella tenía derecho a ponerme la mano encima, porque ella me había
traído al mundo. Imborrable permanece en mi memoria el episodio en que un niño me
pegó un empujón cuando yo estaba comiendo una arepa con mantequilla, y a causa de
eso, se me cayó al suelo la arepa, por la parte de la mantequilla −no podía ser de otro
modo−. No sabiendo dar una explicación a lo acontecido cuando llegué a casa, mi madre
me obligó a ir a casa de ese niño, que estaba a tiro de piedra de mi casa, para devolverle
ojo por ojo. El niño era mucho más grande que yo. Toqué en la puerta, y le pedí a su
madre que hiciera bajar a su hijo, sin descubrirle mis intenciones. Mi madre me miraba
desde casa, esperando comprobar mi capacidad para hacerme valer. Mientras ese niño

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salía, yo estaba temblando pero, al llegar, tuve que pegarle un puñetazo, −pues no me
quedaba más remedio−, y éste cayó sobre unas plantas que tenían unos enormes pinchos
en su parte más alta llamadas pencas salvajes, de modo que se quedó tirado de espaldas,
clavado en esas plantas, y entre alaridos tuvo que pedirle a su madre que le levantara de
allí. Mientras la madre de ese niño me abroncaba a mí, le gritaba también a mi madre, a
la que se podía ver en la distancia. Le reprendía con la mano en alto, abroncándole
porque ella, lejos de corregirme, estaba mirando orgullosa lo que yo había hecho. Es
más, mi madre justificaba abiertamente con palabras y con gestos, la forma violenta en
que yo me acababa de comportar, como si sólo se tratara de una represalia proporcional a
lo que ese niño me había hecho antes.
También recuerdo, poco tiempo después, aquel día en que un señor que pasaba a
cobrar por casa, se dirigió a mí dicéndome: “Buenos días, niña, ¿está la mamá en casa?”.
Supongo que por la voz tan poco masculina que yo tenía durante mis primeros años, se
había pensado que yo era una niña. Mi madre me pegó haciéndome pasar dentro de casa,
diciéndole a ese señor que: “Ese “hijodetantas” no es una niña, lo que pasa es que parece
que se va a hacer marica”.
Hacia 1975 me escapé un día de la institución donde me había metido mi madre por
segunda vez. Había cogido confianza con los que vigilaban ese lugar. Me ponía a barrer
el patio, y me daban dinero para un helado, pero al cabo de un tiempo de hacer aquello,
al llegar a la esquina, dejé la escoba, y me escapé −“boté la escoba, y me volé”−. Ya
tenía claro que si me escapaba, no volvería a casa con mi madre. Esta vez no quise
regresar a casa por miedo a que mi mamá me volviera a llevar a ese lugar. Alguien me
había hablado del mar. Yo quería ver el mar. Así que decidí cambiar los planes que tenía
mi madre para mí. Me fui a la autopista, subí a un camión, y fui a parar a Cartagena de
Indias. También conocí Santa Marta, y Barranquilla. En Cartagena unas veces dormía en
las murallas de San Felipe, y otras dormía dentro de una de las botas gigantes que hay
allí, en el conocido monumento de las “Botas viejas”, para que no me cogiera la policía.
Por las mañanas me iba al muelle de Getsemaní, que es donde estaba el centro de
convenciones, y donde se hacía el concurso de las “misses”. Allí hay un parque que se
llama Parque Santander, donde las negritas vendían jugos, pescado frito, y otras
comidas. Los turistas iban con anzuelos para pescar en el muelle. Yo les pedía que me
dieran un anzuelo para poder desayunar, e incluso me daban lombrices. Con mis
pescados iba donde las negritas, y hacía intercambio con ellas, les decía que les daba dos
pescados si a cambio me freían a mi otros dos. También hacía intercambio de pescado
por zumo. Por las tardes me iba a la playa de Marbella, por el barrio Torices de
Cartagena. Allí había unas negritas que vendían tamales, y mientras ellas dejaban una
ponchera o alguna olla para venderle a alguno, yo cogía un tamal y salía corriendo.
Igualmente, cuando quería cambiarme de ropa, sólo tenía que buscar a una persona que

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vistiera la prenda que me gustaba, y esperar a que esa persona se metiera en el agua. Yo
cogía la ropa y salía corriendo. Para completar el sustento, por las noches iba a las playas
de Boca Grande, cantaba y pedía plata −dinero−. Me parecía que aquella forma de vida
podía perpetuarse para siempre.
Cerca del monumento de la India Catalina −de la que dicen que salvó a miles de
esclavos de la muerte−, hay un puente donde están todas las canoas de los pescadores.
Allí iba a ayudarles con su faena a cambio de comida. Un día me tropecé con un
arquitecto −o un ingeniero, no recuerdo bien−, que estaba trabajando en la construcción
de un edificio en el barrio San Diego. Viéndome tan abandonado, me cogió, me llevó a
su casa, me dio ropa, y quería adoptarme, porque yo les decía que no tenía ni padre ni
madre. Eso sirvió para comer un poco, y recibir ropa. La historia se alargó unos cinco
meses, así que acepté la nueva situación, hasta el día en que ellos dijeron que iban a
convertirse en mi padre y en mi madre. Al fin y al cabo, Colombia estaba lleno de
huérfanos, y era posible que yo no tuviera padres. Fue en ese momento cuando eché de
menos a mi madre, así que me escapé y regresé a Medellín, no sin antes ir hasta el
castillo de san Felipe, y allí, con una piedra, rompí un pedazo de muralla de ese castillo,
para llevárselo a mi madre de recuerdo. En ese momento sentí claramente que yo no
quería perder a mi madre.
La violencia de mi madre, sin embargo, era un motivo más para ocultar las
constantes experiencias de índole sexual que solían ocurrirme, puesto que si contaba
algo, ya tenía grabado en mi mente que su primera respuesta sería pegarme. Un día me
dijo: −“Daniel Humberto, ¡donde yo lo pille en cosas raras lo mato, y me voy a pagarlo
−a la cárcel−!” Estaba claro, por lo tanto, que si regresaba a casa con ella, nunca podría
contarle todo aquello que se estaba acumulando en mi mente. Tendría que vivir con el
secreto, y con las consecuencias. Aquello constituía un peso cada vez más pesado, pero
ya no me importaba.
Estaba aprendiendo a vivir y a defenderme de todas esas situaciones con las que
parecía que tendría que vivir el resto de mi vida. Para afrontarlo tenía que ir sacando de
mi baúl todo lo que sin querer ya había ido aprendiendo de tanta gente que vivía en la
calle. Sin pensarlo empecé a practicar lo que me estaba enseñando la vida y, entre esas
cosas, estaba la delincuencia y los malos vicios. Tenía que hacer uso de ellos para
demostrar que no era estúpido o incapaz, es decir menos cobarde y más inteligente. Así
fue como llegó el día que vi correr mi sangre por primera vez. Tendría yo apenas 8 años
cuando me pegaron una puñalada en la espalda, con el pico de una botella por defender a
un muchacho, que estaba enamorado de mí. El que me atacó estaba celoso, y no paraba
de fastidiar con sus provocaciones. Le atravesé con un clavo oxidado la barriga al gay
que me había clavado la botella de vidrio. En ese momento empecé a creerme esa
imagen femenina que todos querían buscar en mí.

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Quiero recordar antes dos experiencias en uno de tantos episodios en que yo me
había escapado de casa. Una vez fui a parar a un convento de monjas. Recuerdo que me
planté en la puerta, donde me quedé a dormir; pero antes de que abrieran, pasó un cura
que iba vestido de blanco. Le pregunté por qué iba vestido de blanco y me dijo que
estaba de misión en Tumaco. En Tumaco por lo general todos son negritos. Me llevó a
su casa, me dio de comer, me dio dinero, pero al poco rato empezó a tocarme. A mí eso
me pareció muy raro, pero no es menos cierto que de todas las experiencias que hasta
entonces había vivido, esto pasó inadvertido. Ese tipo de cosas, no es algo que no haya
sucedido antes dentro de asociaciones, iglesias, colegios o cualquier grupo humano.
Obviamente aquello era digno de reproche. Podría callármelo, pero soy de los que
prefiere decir la verdad de lo acontecido. Eso no está reñido con la enorme labor que
hacen las personas que abandonan su vida por el servicio a los demás, en la Iglesia.
Mucha gente así, hizo mal a muchos que se intentaron acercar a la iglesia. He estado
cerca de mucha gente de la iglesia en mi vida. La iglesia somos todos, y como en todas
partes, hay personas buenas y personas malas. Lo que queda es el mensaje; el mensaje de
Nuestro Señor. Gracias a mucha gente que renuncia a sus perspectivas o proyectos por
los demás, podemos conocer ese hermoso mensaje.
Regresé a ese convento, y las monjas me abrieron las puertas para acogerme. Era la
segunda vez en mi vida que me ocurría algo así. A las monjas les agradezco mucho el
haber recibido las palabras de la vida de Jesús. Sin embargo, hasta allí fue la policía, me
sacaron, y me llevaron a una especie de reformatorio en el que hallé malas compañías,
puesto que allí me enseñaron a fumar. Fumábamos tabaco con las hojas de unos libritos
pequeños que nos daban las monjas, con las palabras del evangelio. Con esas monjitas
sólo pude pasar unos días. Ellas me adoptaron, pero también tenían que hacer todo lo
posible por buscar a los que debían de ser mis padres, así que publicando una foto mía,
mi tía me reconoció. Vinieron a por mí, pero mi madre me devolvió al reformatorio, del
que me escapé otra vez.
Los episodios más insólitos, y sumamente breves que tuve la ocasión de presenciar
en aquellos días de mi infancia, me llevaron a conocer las tendencias más raras en los
barrios marginales, en cuyas calles me echaba a dormir. Un día marchando por la calle,
en las canchas de la zona universitaria, observé la zona que los más desfavorecidos
habían ocupado, haciendo chozas, casas de madera, y organizando tugurios. Yo me
quedé dormido en ese lugar, y cuando la noche se me echó encima, apareció un hombre
que empezó a hablarme de Dios, diciéndome que Él me quería tanto, y que él me
ayudaría, a cuyo efecto me propuso que me fuera con él, y yo acepté pues se supone que
me iba a ayudar. Ese señor hervía los huesos de la vaca y hacía gelatinas, y me preguntó
si podía ayudarle a venderlas. Pero al poco ese tipo cambió de forma de actuar, me
pegaba, y abusaba de mí, y luego los domingos me llevaba a una misa de los Testigos de

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Jehovah. Pasé muy pocos días con ese hombre, y le abandoné, acostumbrado como
estaba a escaparme en cuanto las cosas se ponían feas.
Cuando uno tiene esa edad, y anda durmiendo por la calle, parece que a todo tipo de
personas o asociaciones les da por llevárselo a uno de ese lugar. Los más raros que me
recogieron, fueron los Hare Krishna. Aún hoy mantienen locales en la ciudad. Solían ir
cantando y danzando. Hicieron que me cortara el pelo y me vestían con túnicas en las
madrugadas, con guirnaldas de flores, y unas cosas decorativas que llamaban tulasi. De
lo que puedo recordar vagamente es que decían que era como algo de espiritualidad, y
que mi alma buscaba reposar allí. Me dio cobijo uno de ellos, y me mandaba vender algo
así como la biblia de su religión −la bhagavad gita, que es como le llaman−, y también
vendía incienso. Fui donde estaban las locas de la noche, y como éstas me daban de
comer algo más sustancial de lo que me daba esa gente, yo les regalaba a cambio el
incienso y los libros. A los pocos días ya me aparté de ese grupo, y regresé de nuevo a
casa.
Nuevamente mi madre me acogió con ilusión, pero también con esos ingredientes
esporádicos de violencia. Un día mi madre ganó un hornillo de hacer pan en una rifa, en
el colegio donde ella había realizado esos cursos de formación profesional. El horno era
muy pequeñito por lo que para hacer toda la producción que requeríamos, había que
levantarse muy temprano por la mañana. Yo me levantaba a eso de las cinco y media
para ir a las tiendas y conseguir las arepas y el chocolate, para que mis hermanos
pudieran llevarse algo que almorzar al colegio. Al principio mi madre se apoyaba mucho
en las monjas, pero como ya dije antes, más adelante, como tenía mucho trabajo, tuvo
que repartir a mis hermanos entre varios familiares.
Sin embargo, en noviembre de 1980, mi hermano Juan Carlos, que ya contaba con el
suficiente entendimiento como para comprender el lugar que ocupa una madre en la vida
de un hijo, decidió regresar, aunque su determinación acabaría por prolongarse poco
tiempo, no por su interés, sino por cosas que no tuvieron que ver con él. Hasta entonces
prácticamente no había vivido con mi madre. Mi hermano Jorge, segundo hermano
mayor, ya llevaba desde el último año viviendo en casa en esas fechas. Y hasta ese
momento, yo había pasado un tiempo difícil con mi mamá, y me había escapado, hasta
que por enésima vez acabé regresando. En aquella época mi madre se ocupaba de cuidar
a mi abuelo, que tenía cáncer. A los pocos días falleció, dejando a mi madre destrozada.
Al parecer mi madre tampoco fue santo de devoción de mi abuela, como sin embargo sí
que lo había sido para mi abuelo Dionisio, así que ese duro golpe le hizo perder los
papeles más que de costumbre, conmigo. Supongo que en la vida de toda persona la
pérdida de un padre o de una madre, aun en edad adulta, conlleva un duro golpe.
Cuando don Guillermo se dirigía a mi madre, le llamaba “gata”, porque mi madre
tenía sus ojos rasgados. Yo recuerdo diciéndole:

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− “Gata”, que yo no me vaya a dar cuenta que usted le pega a mi Daniel, que si me
entero que lo hace, yo la dejo.
Esas palabras lapidarias, fueron el preludio de los diversos acontecimientos que se
fueron sucediendo.
En la vida, si a uno le preguntan si recuerda qué le ocurrió en una fecha concreta,
normalmente no recordará ningún detalle, salvo que pueda referenciar esa fecha, con
algún acontecimiento singular.
Recuerdo perfectamente lo que sucedió el 12 de abril de 1981. Cuatro días antes, el 8
de abril, un vendedor ambulante que pasaba por la calle, le vendió a mi madre un bote de
un litro de veneno para ratones que se llamaba “Mata−ya”. El vendedor estuvo
insistiendo persistentemente hasta que logró colocar el producto. Se lo dejó a prueba, ya
que mi madre no tenía dinero para pagárselo. De hecho ella no lo quería comprar, y fue
por su insistencia, por lo que mi madre acabó aceptando quedárselo a prueba, con la
promesa de que si quedaba contenta, la semana siguiente le pagaría el precio acordado.
¡Qué poco podía esperarse ese vendedor ambulante que una semana después, cuando
acudiera a cobrar su deuda, estaríamos velando a mi madre!
Esa mañana yo no estaba en casa porque el día en que le vendieron ese matarratas,
ella me había pegado; así que como yo ya le había advertido de que si lo volvía a hacer,
me iría de casa, la mañana del 12 de abril −Domingo de Ramos−, yo estaba ausente.
Esos días estaba trabajando en una hamburguesería, limpiando y sacando la basura y por
la noche dormía en la calle en una caja de cartón, sobre las rejas metálicas de los
respiraderos calientes del edificio más grande de Medellín −el edificio Coltejer, que
tiene forma de aguja como icono de ciudad textil−.
El día 12, al acabar de limpiar en la hamburguesería −me pagaban con un zumo y
diez pesos−, ya sentado en la calle, vi pasar a doña Bernarda, que era una vecina de mi
madre, y al verme se echó a llorar. Yo le pregunté qué le ocurría, y ella se echó a llorar
con más fuerza. Le dije que si necesitaba ayuda, ya que por entonces yo ya me sentía con
fuerza incluso para proteger a la gente, puesto que guardaba conmigo una navaja para
protegerme −con mis nueve añitos−. Pero cuando por fin pudo hablar, me dijo que fuera
a casa porque a mi madre la estaban velando. A mí me dio mucha rabia porque pensaba
que me estaba mintiendo, y no me lo creía hasta que entre más y más lágrimas me repitió
que corriera para verla al menos antes de que la enterraran. Pude coger el último autobús.
Mientras éste se acercaba a la casa, vi de lejos el tablón en la puerta de la calle. Se trata
de ese tipo de tablones que se ponían en la puerta de las casas, informando de que allí
estaban velando a una persona, y avisando de cuándo iba a ser el funeral. Bajé del
autobús y al ver toda esa gente en la puerta de la calle, por fin me lo creí: Mi madre
había muerto. Entonces me desmayé y cuando desperté lo que recuerdo es que ya
estaban rezando “ánimas del Purgatorio, quien las pudiera aliviar, que Dios las saque de

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pena y las lleve a descansar”. Entonces me levanté de golpe y fui corriendo hacia el
ataúd, y partí el vidrio porque quería abrazar a mi madre.
Cuando la vi allí ante el ataúd, me arrodillé, y me prometí a mí mismo que me iría a
la calle, hasta que me muriera. Sentía que durante nuestra vida nadie había velado por
nosotros. Así que me dije que ya no me importaba nada. Sentía que ya no tenía nada en
el mundo.
Doña Bernarda me contó después, que el viernes anterior al Domingo de Ramos,
como solía ocurrir todos los viernes, mi padre adoptivo don Guillermo vino a casa, una
vez hubo concluido con la conducción de su camión. Él llegó a casa como siempre, con
su Chevrolet azul. Estaba sólo en la casa, y como solía hacer, sacó una mesa a la calle
para tomar al sol, y su media botellita de aguardiente. Mi madre estaba en el mercado y
ya le había contado que yo no estaba, y con algún tipo de mentira logró aplacar su
curiosidad para dar explicación sobre mi ausencia. Sin embargo, doña Bernarda que
estaba barriendo, se acercó a mi padre y le preguntó si yo ya había aparecido −ya que,
como mencionaba, después de haberme pegado mi madre, yo me escapé de casa−.
Entonces mi padre adoptivo hizo sentar a doña Bernarda, quien poco a poco fue abriendo
su boca, hasta que le contó que mi madre me había pegado una paliza que casi me mata.
Guillermo esperó a que regresara mi madre del mercado, y le empezó a interrogar.
Ambos se pusieron a beber aguardiente sin mesura, y se pusieron a discutir, y Guillermo
le dijo a mi madre que, tal como le había advertido, por haberme pegado, él le iba a
dejar. Allí supongo que empezó todo el infierno en la cabeza de mi madre, hasta
terminar como ya he contado. Imagino que la reciente muerte de su padre Dionisio, y la
amenaza de don Guillermo de marcharse, se sumaban al cúmulo de desgraciadas
desdichas que pasarían por la mente de mi madre.
Dar detalles de lo demás, carece de sentido, y no hallo más conclusión que la de que
mi madre se bebió la botella de “Mata−ya”. Mis hermanos regresaron tarde, de una fiesta
de cumpleaños, y se la encontraron tumbada con la botella de veneno tirada en el suelo.
Doña Bernarda le dio a beber una botella de aceite y le hizo vomitar, pero había bebido
demasiado, era ya demasiado tarde. Le llevaron al hospital y allí fue apagándose poco a
poco. Pidió que le pasaran la oración de la Santa Cruz, y al acabar se le apagó la vista, ya
no podía leer. Ella expiró finalmente en brazos de mi hermano Juan Carlos, que por
entonces apenas tenía diez años.
Lo más grave del asunto es que ella no quería comprar esa botella de veneno, y se la
quedó por la pesada insistencia del vendedor ambulante. ¿Quién sería el tipo ese que
vino a ofrecerle ese maldito bote de veneno? Y ¿cómo explicar que ella finalmente
aceptara quedárselo si en casa ni siquiera había ratones?
Al llegar a cobrar la deuda, se encontró que la velaban, y ante toda la familia aún
tuvo el valor de reclamar el precio de su venta. Mis tíos salieron detrás de él buscando

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apalearlo. Supongo que aún hoy sigue corriendo para escapar de ellos.
Enterramos a mi madre. Supuestamente yo me iba a quedar con mi abuela y con mis
tías. A su casa llevaron todas las cosas de la casa de mi madre. Me llevaron a la Dorada
Caldas con mi abuela pero, en cuanto pude, regresé andando a Medellín, puesto que con
tanta nostalgia como tenía, no se me ocurrió otra cosa que irme andando hasta el
cementerio donde estaba enterrada mi madre. Por las noches, simplemente me quedaba
durmiendo en la puerta del cementerio, esperando tal vez verla por última vez, o sentirla,
o buscando un sentimiento, o quizás una explicación. Finalmente una tía mía −Ana
Romero−, me cogió y me llevó a su casa en Medellín −ella era la única familiar que
teníamos en la ciudad. Estuve allí unos días, y luego me metió en un internado de
menores que lo pagaba ella −llamado el Psicopedagógico, donde acogían a gente de la
calle−.
El marido de mi tía Ana era un militar veterano de alto rango, que no soportaba a la
familia, y que decía que no tenía obligación con nadie más allá que los suyos más
cercanos. Mi tía me mantuvo escondida los primeros días en el armario y me tapaba con
mantas. Otras veces me tenía que meter debajo de la cama y me pasaba la comida por
debajo para que él no se diera cuenta. Mi tía nos apreciaba mucho, y de hecho fue ella
quien pagó el entierro de mi madre. Como la situación era insostenible, tuvo que acabar
ingresándome en ese centro.
Sin embargo, los doctores llamaron al poco tiempo a mi tía Ana, diciendo que no
podían conmigo, pues yo me pasaba todos los días dibujando el entierro de mi madre, y
no dejaba de llorar día y noche. Con nueve años, ya había perdido a mi padre y a mi
madre. Mi tía dijo que vería si me podía enviar a otra parte, pero antes de que eso
ocurriera, me escapé. Nos daban permiso para salir los fines de semana de viernes a
domingo, pero como yo no tenía casa y no podía andar importunando a mi tía, porque su
marido era muy contundente en su postura de no asumir mi cuidado, y como yo no
quería que ella sufriera más por mi culpa, me fui a la calle.

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EN LA CALLE DEFINITIVAMENTE

Volví a mi cartón en el edificio Coltejer, y de nuevo me encontré con las “locas de la


noche” a las que yo tanta suerte les había estado procurando en sus ingresos. Me decían:
−“Véase niño que yo me lo llevo, porque me da tanta suerte”.
Incluso me daban dinero para comprar flores para mi madre y parecía que les daba
más suerte el día en que, después de comprarme esas flores, me acompañaban al
cementerio. Empecé entonces mi largo periplo en ese ambiente, la calle. Mis primeros
pasos para poder sostenerme, se decantaron por cantar en las aceras. En ese tiempo
estaba de moda un cantante que se llamaba Pedrito Fernández. Yo cantaba sus canciones
y la gente me daba dinero. La gente lloraba al escucharme cantar aquellas canciones.
Recuerdo cantar las que tienen por título “Mis nueve años”, “Yo quiero tener papá”,
“Flores a mi madre”. Transcribo aquí la letra de la primera de ellas:
“Yo soy el que camina por las calles. Dices que soy motivo de tu enojo; dices que yo
te causo muchos males. Me dices que soy vago, me dices que soy flojo. Yo soy el que
atropellas a tu paso; yo soy el que se duerme en cada puerta;
yo soy al que ya nadie le hace caso, solo porque mi madre ya está muerta... Igual que tú
alguna vez yo tuve cama, igual que tú yo disfrute cada mañana y los domingos, de la
mano de mi madre, íbamos juntos a la tumba de mi padre. Alguna vez la vida fue
conmigo amable, alguna vez tuve también casa y juguetes, pero de pronto me llegó la
mala suerte, y una mañana ya no despertó mi madre”.
Pedrito Fernández nació en Guadalajara, México. Nos llevamos un año de diferencia
y sus canciones inundaban por entonces la calle. En internet es posible escucharlas.
Por las noches empecé a conocer a los otros niños de la calle y aprendí de ellos a
robar, puesto que la canción no me procuraba lo necesario para sobrevivir.
Un domingo tras levantarme de mi caja de cartón en el edificio Coltejer, como no
conseguía un mínimo de dinero para llevarme algo a la boca, me acerqué a un negocio
donde hacían pollo asado, que se llamaba Kokorico. Como el dueño me andaba
apartando de allí porque importunaba a sus clientes, me propuse que cuando saliera

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algún cliente con pollo, yo irrumpiría súbitamente y se lo arrebataría. Finalmente se
presentó la ocasión. Había entrado una señora, y al rato salió con una bolsa. Salté hacia
donde estaba ella, tiré fuertemente de la bolsa que llevaba, pensando que llevaba consigo
un pollo. Yo corrí y corrí, hasta que ya lejos, en un lugar que yo entendí como seguro,
me detuve a comer lo que esperaba que sería un buen trozo de pollo. Cuál fue mi
sorpresa cuando al abrir la bolsa, me encontré que no había nada de comida; lo que había
era un vestido de niña con medias, con manguitas princesa, delantalcito, todo preparadito
como para una niña de diez años, y con sus zapatitos de charol negro.
¡Qué cosas tiene la vida! Cuando todo va mal, cuando todo ha de salir mal, en
ocasiones las casualidades se desencadenan en la vida de uno, milimétricamente
trenzadas, una detrás de la otra. ¿Por qué mi madre se dejó convencer ese 8 de abril de
1981, por el persistente vendedor ambulante, para quedarse en prenda un bote de veneno
que de hecho no necesitaba? ¿Quién urdió el plan para que cuando yo diera ese paso de
robar para procurarme mi alimento, la vida me ofreciera un vestidito de niña hecho a
medida para mi? ¡Cómo son las cosas de extrañas, que justo cuando yo buscaba mi
alimento, empleando para ello el robo, me encontrase con un vestidito de niña que tenía
mi nombre escrito! ¿Y cómo podía yo sospechar que eso acabaría por representar en mi
vida el inicio de algo tan sórdido?
Debo mencionar que yo tenía una voz sumamente femenina con nueve años. Es un
hecho que hay muchos niños que tienen lo que se conoce normalmente como “voz de
pito”. La gente, dispuesta a meter el dedo en la llaga, solía incidir y repetirme esta
circunstancia: mi voz de niña. Después de todo el trauma que representó en mi vida el
hecho de no haber nacido niña, resulta que por causa de mi voz, siempre había gente que
se dirigía a mi pensando que yo era una niña, y a mí me daba reparo el corregirles y les
decía que me llamaba Diana. Ya en el colegio no faltaban los compañeros que me hacían
lo que ahora se ha dado en conocer como “bulling”, y me insistían llamándome
mariquita.
Por entonces nunca pensé en salir corriendo a buscar a mi padre −allá donde se
encontrara−, para transmitirle la misma convicción que sobre mi feminidad tenía la gente
que me acosaba; pero supongo que no me faltarían ganas si la idea me hubiera pasado
por un instante por la cabeza. Ir a mostrarle a mi padre que para todos yo aparentaba ser
una niña.
Pues bien, vi en ese vestidito la ocasión para, por fin, poder consumar la apariencia
de niña que me reconcomía por dentro. Aquella presencia de niña que tanto me echaron
en cara no tener, y que al parecer había sido la causa de tantos males. Así que decidí
ponerme ese vestido. Cosas de la vida, el vestido parecía que me lo habían hecho a
medida. Incluso los zapatitos de charol negro me iban a la perfección. Con los años,
después del dinero tan bueno que me procuró aquel vestido, aún recuerdo

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preocupándome en dedicar grandes esfuerzos por ir remendando y remendando aquellos
zapatos, a medida que envejecían, hasta que llegó un día en que ya no tuvieron más
remedio.
Yo tenía un corte de pelo indio −al que llamaban el hongo, con algo así como media
melena por detrás−. Decidí cogerme el pelo con un clip, y compré una piruleta −una
chupeta− para colorear con ello mis labios. Ya conocía la zona que los transexuales
solían frecuentar, aunque me daba respeto, por no decir miedo, acercarme demasiado a
ellas. Me paré una manzana antes de donde estaban ellos. Se me acercó un ganadero
muy gordo, y que tenía unos pantalones anchísimos, y me dijo:
− Yo le doy 500 pesos y practicamos sexo oral −yo con usted−. Yo le contesté que
era virgen. Entonces él, insistiendo en su intención, me dijo que estuviera tranquila que
me llevaba a un motel y que luego me devolvía.
− Si me da mil pesos yo voy, le dije yo.
− Pero démelos por adelantado, añadí.
Hizo el gesto de extraer el dinero, pero al sacar la cartera, pude ver que tenía un
grueso fajo de billetes. Me dio lo acordado. Paró a un taxi, y al entrar en el coche, como
él llevaba ese pantalón tan ancho, se hizo una doblez en el citado pantalón, y asomó ese
fajo de billetes. En ese momento me espetó:
− ¡Pero métase en el taxi ya!
Yo discretamente cogí el fajo de billetes de su bolsillo, mientras hacía el ademán de
seguirle, y entonces empecé a decirle vociferando con el fin de que me escucharan todos,
incluyendo al taxista:
− ¡Ay no, yo soy menor de edad y usted me quiere violar!
La sorpresa que le causaron mis palabras fue mayúscula, así que él acabó de meterse
en el taxi a toda prisa, cerró la puerta tras de sí, y le dijo al conductor que arrancara
rápidamente.
Después de lograr que se marchara, me fui corriendo, y me acerqué entre
desconcertado por haberlo conseguido, y eufórico por el botín alcanzado, a donde
estaban los travestis. Sentía que esa era una zona de protección suficiente apartada para
disfrutar de lo obtenido. Los travestis al verme vestido como niña se asustaron porque
me conocían como niño, de otros días que yo había ido por allí. Les mostré que había
sacado 85.000 pesos −el salario mínimo de por entonces era de 600−700 pesos−. Y ellas
me dijeron:
− ”Usted ya no es un niño, ahora es una niña, y ya no es Danielito sino Danielita.
Nosotras le vamos a proteger”.
Aprendí rápido la lección que me iban a dar, y ya nunca volví a mostrar tan
nítidamente a nadie, el botín obtenido con una de mis actuaciones, puesto que se
quedaron con mi dinero.

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Me llevaron a una casa donde vivían ellas, y me arreglaron el sótano que hacía las
veces de trastero. Me pusieron un colchón, una cajonera y sobre la misma dispusieron un
espejo con el que yo quedé totalmente obnubilado, pues nunca antes había tenido un
ajuar tan lindo. Allí empecé a fumar bazuco −pasta de coca−. Estuve allí como un año,
aprendiendo de ellas cómo quitaban las cadenas y los relojes de los clientes borrachos.
Enseguida vi claro que aquello debía de convertirse en mi escuela. Sin embargo, ellas
utilizaron prácticamente todo el dinero que yo gané, en el consumo de la droga a la que
estaban enganchadas. Me dijeron:
− ”Venga pollita, usted no puede cargar todo ese dinero”, así que se lo quedaban, y a
cambio, me daban algo de comida. Normalmente bastaba con un simple arroz con huevo.
Me compraron ropita de niña. Y cuando ya se acabaron de consumir la droga con mi
dinero, me mandaron a trabajar. Aún recuerdo sus nombres: Claudia, Joana “la piojosa”
−por motivos obvios−, la Suzuki −porque era muy rápida para robar−, y Clarivel, de
quien empecé a sacar el dinero del bolsillo de los hombres, sin necesidad de sacar
siquiera su cartera.
Me querían vender con los clientes, y como yo no quise, acabaron echándome de ese
lugar. Antes de que eso ocurriera, ellas ya se habían convertido en mis maestras. Traían a
hombres a la casa, fumaban y bebían, y les sacaban todo su dinero. Algunas veces, yo
me iba de la casa mientras ellas estaban ocupadas con “sus festines”, y conseguía dinero
por mis propios medios, y no les contaba a ellas ni lo que hacía, ni lo que había ganado.
Recuerdo otro niñito que compartió ese mismo piso conmigo. Se llamaba Lucas,
pero era mucho más guapo que yo, así que desde el principio lo mantuvieron en otra
habitación, y en seguida se pusieron a explotarlo descaradamente en otros fines. Estoy
seguro de que acabó consumido con eso. Entablé buena amistad con él, le apreciaba
mucho, y eché en falta al irme, su compañía. Cuando me quisieron echar, yo tenía dinero
como para pagarme un hostal. De este modo, me fui al Hostal Vicente, que estaba en el
sector de La Paz con Cundinamarca, y del que yo ya había oído hablar por la zona.
Debo mencionar que después de que mi madre se muriera, esa casa la ocupó una
señora que se llamaba Rocío, que era la mejor amiga de mi madre. La hija mayor de la
señora Rocío, a la que llamaban Quica, llegó a ser la mujer de Dandenys Muñoz
Mosquera, al que precisamente por eso luego se le conocería con el alias de “La Quica”.
Ese hombre llegó a ser un lugarteniente de Pablo Escobar, y protagonizó el día de mi
veinte cumpleaños, un 2 de agosto de 1988, una espectacular fuga de la cárcel de
Bellavista. Él controlaba un grupo de unos 140 sicarios al servicio del cartel, y se le
relacionó directamente con la muerte de medio centenar de policías, y con la colocación
de una decena de coches bomba. Fue luego arrestado por la DEA en 1991, y por lo que
yo sé, está condenado a diez cadenas perpetuas.
Metáforas de la vida, hoy en día, la casa de mi madre, es un lugar donde se venden

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ataúdes.

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ACTUANDO POR MI CUENTA

Tendría diez años cuando empecé a hacer mi vida de forma más o menos autónoma.
En la Paz con Cundinamarca conseguí una habitación, en el barrio Niquitao. La dueña de
la casa se llamaba Leonor. Yo solía ir por esos barrios con mis amigos; conformábamos
una banda de seis colegas con los que montábamos con restos de diverso material, unos
coches −unos carros− con los que nos empujábamos para recorrer las calles.
En concreto cogíamos unas tablas de madera, les agregábamos unos rodillos, y los
untábamos con la grasa que nos daba el carnicero. Esto lo hacíamos en el barrio Sucre,
donde se conforma la falda de una ladera muy empinada. Nosotros cogíamos esos carros
y nos deslizábamos desde la cima hasta abajo, y cuando llegábamos abajo ya teníamos
los pantalones rotos y se nos quedaba la nalga al descubierto. A veces incluso nos
subíamos sobre los carros y nos enganchábamos con las manos a los camiones de carga
que iban hacia la costa. Allí nos bañábamos en el mar. Teníamos tres carros; cada carro
para dos de nosotros. Nos hacíamos amigos de los camioneros, limpiábamos las llantas
de sus camiones, y nos decían que nos desengancháramos antes del peaje, y que nos
reengancháramos después. Al llegar a la ciudad les ayudábamos a descargar y de este
modo pagábamos por nuestro transporte. Esos carros los llevábamos a aparcar a un
descampado.
Un día removiendo la basura que había en ese descampado −donde habían derribado
un edificio−, vi que algo se movía. Pensé que era un perro. Sin embargo, dentro de una
caja había un niño como de unos ocho meses. Decidí quedármelo y cuidarlo. Le puse por
nombre “Angelito”. Yo sabía lo que les daban a los niños, porque había estado cuidando
a veces a los hijos de mi tía, y sabía cómo cambiarle los pañales. Por entonces había
unos pañales que no eran desechables, sino de tela. Los pañales que había se lavaban
primero con un jabón que se llamaba “Rey”, para desinfectarlo bien, y luego con un
jabón que le llamaban “Azul”, para blanquearlos. Le daba de comer compota y leche
Nestlé. Los miembros de mi banda y yo paseábamos a “Angelito” con el carrito, y a todo
el mundo les decía que era mi hermano. Siempre buscaba la manera de ir a ganar dinero,

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y regresar corriendo para ver cómo andaba. Al cabo de unos tres años, apareció en mi
casa la que dijo ser su madre con la policía. Ella al parecer sabía todo sobre mí, y me
dejaba hacer, porque sabía que cuidaba de él. Para mí era como mi hijo. Me lo quitaron y
fue como si me quitaran un trozo de mí.
Recuerdo con nostalgia cómo nos apoderamos de un puente cercano al estado
Atanasio Giraldo de Medellín, por donde pasa una canalización de agua que viene de la
zona de la Floresta −donde estaba el reformatorio al que en su día me habían llevado−.
Cogimos un cable de la luz, robábamos la corriente y teníamos incluso televisor, debajo
del puente. Con separaciones de tablas habíamos construido dos apartamentos a cada
lado del canal. Uno era para mí, y el otro decía que era el de los huéspedes, donde se
alojaban los demás miembros de la banda.
Esos fueron los pocos eventos bonitos que recuerdo de mi infancia, una infancia que
pronto me iría siendo arrebatada por la dureza de los tiempos, y de los campos de batalla
en los que me fui adentrando.
Recuerdo que había otro barrio donde los chicos de la calle conseguían mucho
dinero, y nos retábamos con ellos. En nuestro barrio teníamos cosas que ellos
envidiaban, y en el suyo tenían esa fuente de ingresos. Y como nos retaban siempre,
decidimos robar unas bicicletas para ir allí. Como se nos dio bien la primera vez que
robamos bicicletas, la historia se estancó bastante en este tema. Un compañero de la
banda distrajo al hombre que las alquilaba, y por la parte de detrás entrábamos los demás
a llevarnos unas cuantas bicicletas. Intentamos reproducir varias veces ese golpe, hasta
que en una ocasión parecía que nos esperaban, y mataron a dos de la banda.
No recuerdo todos los nombres de los miembros de aquella “gallada” −así es cómo le
llamábamos en Medellín, al hecho de tener una banda−. Sólo recuerdo el nombre de
César, Elkin, y dos de ellos, que se llamaban Mario. A alguno de ellos los conocí
durmiendo en la calle, en el edificio Coltejer, a otros les conocía del reformatorio.
Cuando ya contaba aproximadamente con trece años y ya era más femenina, seguía
haciendo de jefe de la banda y les enseñaba orgulloso cómo conseguía la plata, y les
mostraba los pechos que me habían salido. Antes de cumplir los catorce años, recuerdo
que mataron al último de mis compañeros de aventuras.
Más tarde conocí a don Vicente. Don Vicente era conocido por todos en esa zona de
Medellín. Él era el dueño del hostal Vicente. Era fino y elegante. En su hostal tenía sus
salas especiales y jardines para beber, con zonas privadas. Nos alimentaba muy bien y
era muy cortés y amable con los que ocupábamos las habitaciones del hostal.
Nos cobraba por cada hombre. Cuando Vicente aportaba los clientes, se quedaba un
50−60%, y si el cliente era mío, sólo pagaba una pequeña comisión por el hecho de que
me dejara meterle en la habitación. Allí aproximadamente me quedé un año entero.
Un día llamé a mi tía Ana por teléfono y le dije que saludara a mis hermanos y, que

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les dijera que estaba ganando ya un “buen” dinero. Mis hermanos vinieron entonces a
buscarme, y me encontraron en la calle. Durante dos años sólo me comuniqué con mi tía
−aún recuerdo su número de teléfono 548723−. Y ella se comunicaba con mi abuela y
mis otras tías. Mi tía nunca me preguntó cómo ganaba el dinero. Yo sólo le decía que
estaba trabajando.
Una noche que regresaba a mi habitación en el Hostal Vicente, un ladrón con un
cuchillo enorme me puso con mucha violencia contra un rincón de la entrada de una
casa, y me obligó a mantener relaciones con él. No hace falta ni que describa con
detalles cómo acabó la cosa, ni la rabia que ese suceso causó en mí. Meses más tarde,
puse en marcha el mecanismo que mi madre gravó a fuego en mi piel, y al cruzarme con
él, le pegué una puñalada, nada grave, sólo para que recordara lo que me había hecho.
Más enrevesada fue la venganza con otra persona que también me había violado.
Había un tipo malvado que me atosigaba y me perseguía amenazándome. Yo ya tenía
sobreavisadas a las chicas de la calle para que me advirtieran con antelación, si le veían
por la zona. Ellas me debían algo, puesto que yo les ayudaba con los viejecitos. Mi
aspecto infantil servía para atraerlos, y ellas les quitaban el dinero. Como me debían eso,
ellas me avisaban de cuando se acercaba ese hombre. Sin embargo, un día me pilló
desprevenido. Por mucho que en la vida uno se ponga testigos a modo de aviso, si no
anda por el buen camino, el peligro acaba por consumarse. Así que ese señor me agarró
en una confluencia de calles, una plaza pequeña que se le llama Uribe. Nuevamente a
punta de cuchillo, me violó.
Pero la rueda de la fortuna hizo que tiempo después me lo encontrara borracho
durmiendo sobre un banco en el parque. Compré una cuchilla para cortarle el pantalón
sin que se diera cuenta, en la zona donde se hallan sus partes íntimas, y le eché por
encima pegamento de zapatos del que yo sabía que usaban los niños para inhalarlo y
colocarse −y que yo mismo había esnifado−. Y una vez hube dispuesto el pegamento
−una botella cuyo producto se llamaba zacol−, le prendí fuego. Él salió gritando hasta
echarse a la fuente con la que apagó el pequeño conato de incendio que se había
originado en su zona más delicada. Supongo que aún hoy le arden sus partes.
Por entonces ya tenía un gran sentimiento de culpabilidad; de que era incluso una
mala persona. Yo era la causa de que mi padre se hubiera ido de casa, el causante de que
mi madre se hubiera suicidado y el culpable de que el resto de mi familia estuviera
diseminada. Un día me encontré a Elkin, aquél sicario de Pablo Escobar que
regalándome unas piruletas −chupetas−, aprovechó la ocasión para violarme. Yo le
reconocí e incluso le pregunté si recordaba aquel suceso. Él se acordaba y así me lo
reconoció. Y con la misma frialdad que me lo reconocía, le pegué siete puñaladas,
aunque no le maté. Así de directo zanjé el asunto.
Desde que cumplí 12 años, ya me tomé hormonas. Como todo aquello que uno

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ignora en la vida, sólo hay que ir a preguntar a las personas indicadas; así que fui a
preguntarle a los travestis. Ellos podrían mostrarme cómo hacían para que les salieran
los senos. Me contaron que ellos se tomaban unas hormonas que venían en unas cajas
que se llamaban “Progynon depot”, y “Proluton depot”. Pero como me decían que se lo
aplicaban mediante inyecciones, y a mí las inyecciones siempre me han dado mucho
miedo, no paré hasta que llegó a mí conocimiento una alternativa válida, aunque el
primer día en que me hormoné lo hice con jeringuillas, aplicándome una dosis veinte
veces superior a la que ellas se aplicaban. Llegó a mis oídos que se podían recibir
idénticas dosis de hormonas tomándome pastillas anticonceptivas. Un travestí que había
conseguido un cuerpo escultural, y que despertó en mi una tremenda envidia, hizo
mención del nombre del producto: “Noriday”. Así que las compré, pero, así como la
dosis normal era una pastilla en cada comida, yo estuve tomándome una tableta entera
con cada comida, durante ocho días, y a los ocho días ya empecé a ver unos pequeños
bultos en mis senos. Ya comenté que soy un poco bruto.
Con dieciséis años, en el 1984, como ya tenía mala relación con los sicarios de
Medellín, decidí irme a Bogotá. Ese fue mi primer viaje fuera de la ciudad. Allí había un
travesti que se llamaba Bibiana “La Costeña”, que llevaba consigo un enorme cuchillo
de matar ganado. Ella tenía fama de ser extremadamente violenta. Andaba cobrando 500
pesos, extorsionando a la gente de la noche, a modo de tasa, si uno quería trabajar por
esa zona. Así que necesitaba conseguir, urgentemente, esos 500 pesos.
Esa noche me paró un coche de esos antiguos a los que llamaban lanchas, y que se
caracterizaba por ser descapotable. Por entonces yo todavía tenía los senos pequeños. El
cliente aceptó pagarme el precio que yo le pedía: 500 pesos, e incluso propuso pagarme
otros 500 pesos por chupar uno de mis senos. En ese momento, yo le coloqué con una
mano en dirección a mi seno, mientras con la otra mano echaba a la calle discretamente
el maletín que había en la parte de atrás del coche. En ese momento, en la esquina de
delante, se escucharon varios disparos de bala. Al día siguiente me enteré de que los
sicarios de Pablo Escobar acababan de matar al ministro Rodrigo Lara Bonilla. Por lo
que decía toda la gente, él había presionado para que echaran a Pablo Escobar del
Congreso de la República; así que Pablo, que no solía tomarse muy bien las
contrariedades, mandó matarlo.
Con tanto disparo de bala, terminó el negocio que yo estaba manteniendo en aquellos
momentos, así que mi cliente cortó el tema. Yo regresé al lugar donde había tirado el
maletín. Me lo llevé a donde estaba durmiendo, lo abrí, y dentro habían unos 500.000
pesos, así que decidí echarlos en la cama y festejar saltando sobre ellos, cuando de
repente llegó a por su dinero Bibiana, acompañada de dos socias suyas. Me lo robaron
todo, y me dijeron que no me mataban allí mismo porque yo era muy joven, si bien me
dejaron marcas con su cuchillo, en los dos cachetes.

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Muchos años después, con el tiempo, me encontré a Bibiana en la noche de París.
Ese reencuentro ocurriría aproximadamente en 2012. Bibiana intentaba nuevamente
extorsionarme sin recordar quién era yo, pero cuando lo intentó, textualmente le dije:
−“A mí me toca usted, y nos matamos. Cuando yo tenía dieciséis años, usted me robó
allí en Bogotá”. Así que con eso, me dejó en paz. Después de esa conversación ya no
volví a saber más de ella.
Al hombre al que le saqué ese maletín que se llevó Bibiana “La Costeña”, también le
saqué instantes antes del barullo que sobrevino con el asesinato del ministro, un anillo de
gran valor. Esto es, que al fin y al cabo, Bibiana no se lo había llevado todo. Por una
parte, además de las marcas de su cuchillo en mis cachetes, me dejó 50.000 pesos, y se
llevó los restantes 450.000 pesos. Ahora bien, lo más importante es que ella no vio el
anillo que yo me había agenciado. Al día siguiente yo lo vendí y, cosas de la vida, me
dieron 450.000 pesos por él.
Pero con Bibiana por la zona nocturna de Bogotá, preferí marcharme, y me fui a
Cali, donde encontré a una “loca” que ya había conocido en Bogotá y, que se llamaba
Soraya. Tenía una peluquería, por lo que para entrar en su negocio, tuve que hacer dos
cursos de peluquería, lo cual me llevó de cinco a seis meses de preparación. Le estuve
ayudando durante el día, unos dos años. Y ya por la noche, me gané mi fama,
empezando a ser conocida como la “Mona paisa”, especialmente en el distrito de Agua
Blanca. Teníamos dos habitaciones, una para vivir, y otra para peluquería. Y así vivimos
por unos meses, una vida loca, en medio de concursos de salsa y cortes de pelo. Con los
jóvenes de la provincia, los domingos nos íbamos de paseo al río Cauca. En nuestras
excursiones sólo llevábamos la olla porque, de camino al río, cogíamos patos, gallinas o
picos en las fincas adyacentes a los caminos. Nos pasábamos la tarde bailando salsa.
Fueron tiempos de felicidad y locura.
La buena temporada concluyó el día en que se atravesó en nuestro camino un
carnicero que era muy feo. Era un hombre mayor, de más de cincuenta años. Él siempre
me decía que me daba lo que fuera por un beso. Le dije que me esperara en un lugar
previamente acordado, y que yo iría a darle el beso pedido. Le dije que cerrara los ojos, y
como ya sabía que escondía los billetes más grandes de las ventas del día en el delantal,
tras cerrar los ojos, le di el beso robado, y de paso metí la mano en el delantal, y me llevé
su dinero. Salí corriendo y él detrás de mí. Al principio cogí ventaja, doblé una esquina y
descargué el dinero en el primer escondite que se me ocurrió. Continué corriendo en
dirección a la policía, pero antes de llegar me tropecé, y él me clavó el cuchillo en una
mano. Cuando logré llegar donde estaba la policía, llegó él y dijo que me iba a
denunciar, y yo dije que también le denunciaría, y que no tenía ningún dinero. La policía
intermedió diciendo que siendo yo menor, más valía la pena que abandonara su idea por
denunciarme. Amaneció en la comisaría y cuando ese hombre se marchó, me fui, recogí

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mi dinero, y abandoné la zona definitivamente. Me fui al centro, donde me esperarían
historias todavía más peligrosas.
Me encontraba una de esas noches en la avenida Sexta de Cali, que era donde mejor
pagaban los clientes, cuando paró un automóvil, y su conductor me preguntó si yo
fumaba bazuco. Yo le dije que lo hacía con los clientes si me pagaban lo suficiente, y me
dijo que fuera a comprar un paquete de Marlboro. Yo fui y lo compré, y me monté en
aquél vehículo.
Contento me dispuse a fumar droga con él. Serían las siete de la tarde, fue pasando el
tiempo, y yo no veía de donde sacaba tanta droga. Amaneció y el hombre me decía que
siguiera fumando, mientras yo cada vez estaba más y más indispuesto. Yo le decía que
ya no podía más. Entonces el tipo me dio un grito, y me inquirió recordándome que me
había pagado, y yo con miedo a que me quitara el dinero, acepté seguir drogándome. Y
volvió de nuevo la noche, y seguía dándole a la droga. Ya estaba muy débil, y no podía
más, y le dije nuevamente que no aguantaba. En ese momento, no sé de dónde, se sacó
una pistola, y me dijo que siguiera, y yo nervioso y al ver cómo me apuntaba con la
pistola, fui analizando lo tenso que él estaba con tanta droga en su cuerpo. Calibré el
peligro que representaba tener esa pistola, en esas manos y en ese estado, así que encendí
un cigarrillo y gesticulé aparatosamente durante el ritual de encenderlo para distraer su
atención; me lance sobre él, y dándole una patada en la mano conseguí tirar la pistola al
suelo. Él reaccionó, y nos lanzamos los dos a cogerla, pero fui yo el que la alcanzó
primero, le apunté, y le dije que no se arrimara, pero no acató mi instrucción. Con
demasiada droga de por medio para mesurar acertadamente nuestras decisiones, él se me
abalanzó, yo le pegué un tiro, y cayó desplomado al suelo. El impacto que me causó lo
ocurrido, me llevó a tirarme en el suelo y a llorar sin parar. No sé quién avisaría a la
policía, pero ésta llegó. Les mostré la droga que me habían estado obligando a tomar, y
me tranquilizaron diciendo que el hombre no estaba muerto. Como contaba yo con
dieciséis años, me enviaron a la cárcel de Villanueva de Cali. En el periódico “El
Caleño”, salía la noticia de que habían disparado al hijo de un terrateniente conocido,
mientras el menor de edad que le había disparado, estaba en la cárcel.
Allí me mantuvieron aislado, me cortaron el pelo con un corte militar, y me soltaron
a los tres días. Visto el revuelo que causó ese suceso, decidí irme para un pueblo llamado
Sevilla Valle −del Cauca−, un pueblo pequeño y apartado, en el que pensé que ningún
sicario podría encontrarme para hacerme pagar la herida de bala que propicié a su amo.
En ese pueblo conseguí trabajo de camarera en un bar. Allí los ganaderos iban a
consumir licor. Un día conocí a un ganadero al que estando borracho logré incautarle
una importante suma de dinero, y me escapé por el monte. No volví ni siquiera a por mi
ropa. En esos momentos albergaba en mi corazón gran ánimo de venganza por todos los
hombres. Me fui por un tiempo a la ciudad de Pereira, donde me quedaría por una corta

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temporada y luego regresaría a Medellín.
Pasado más o menos un mes de estar instalado en Medellín, una tarde después de
almorzar me asomé al balcón que daba a la avenida, donde vi caminar a una trans que
hacia llamarse Cyntia, con la que había tenido desacuerdos en Cali que habían quedado
pendientes de ser saldados. Me vio en lo alto y me gritó diciendo: −“Acá llegué a tu
tierra, y mira lo que tengo”. Mostró en alto un cuchillo. Yo obviamente le respondí que
esas eran mis tierras, y que no le tenía miedo. Ella cogió el guante y añadió: −“Entonces
baja, y te pruebo ya mismo”−. Yo me crecí y con mucho orgullo le dije que bajaba en
seguida. Abrí la puerta y bajé desde el tercer piso hacia la reja de la administración. Nos
encontramos en mitad de la escalera. Ella era más grande que yo. El envite comenzó
clavándome ella su cuchillo en mi pierna. Yo me colgué de la reja y me tiré encima de
él, clavándole la navaja dos veces en la espalda, provocando su huida, pero en ese
momento percibí un extraño dolor en el pie. Acto seguido me dispuse a ir al hospital,
pero al llegar noté que el pie estaba inmóvil, y por mucho que me esforzara, no lo sentía.
Me aplicaron un torniquete y examinaron por qué mi pie no respondía. Cuando vino el
doctor me dijo que me tenían que amputar la pierna. Era un mes de julio, y yo en un mes
cumpliría dieciocho años. Mi primera reacción fue decirle al doctor que o me salvaba, o
me degollaba a mi mismo delante suyo, a cuyo efecto cogí un bisturí. Añadí a mi
amenaza que yo era muy joven para quedarme sin pierna. Me encomendé a Dios, quien
nuevamente se haría presente en mi vida. Apareció de la nada otro doctor que se
compadeció de mí.
Para curarme tenía que ponerme una inyección, pero me previno de que, para acabar
de curarme necesitaba que se aplicasen otras once inyecciones, las cuales tenían un
precio elevadísimo, y que para lograr esas inyecciones él no podía hacer nada por mí;
que me tenía que buscar la vida para conseguirlas.
Al hacer el primer remiendo, me prestó unas muletas, llamé a mi amigo taxista,
Jaimito, y nos fuimos a la farmacia Pasteur, la más grande de Medellín. No cabía más
que articular una diestra estratagema para hacerse con ellas, coger el botín, y largarme
corriendo. Para ello utilicé mi mejor arma, la distracción.
Me vestí lo mejor posible, para crear una cierta apariencia de riqueza, para que no
sospecharan que en realidad no podía pagar el precio que tenían esas inyecciones. Me
acerqué poco a poco al mostrador sin que el dependiente se diera cuenta de que yo traía
conmigo las muletas. Pedí las inyecciones mostrándole para ello el envoltorio que me
dio aquel doctor. Y cuando ya las había dejado sobre el mostrador, le pedí un tarro de
leche en polvo “Klim”, tamaño familiar, que yo sabía que estaba en lo más alto del
estante de la farmacia. Para atender a ese pedido, era indispensable que el dependiente
cogiera la escalera. Mientras el doctor subía hasta lo más alto a fin de poder bajar ese
tarro de leche, yo en tres segundos cogí las inyecciones, me las metí entre la ropa, y en

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tres saltos a la pata coja llegué hasta el taxi, mientras le gritaba a Jaimito que arrancara el
coche, y que acelerara. Mientras el farmacéutico trataba de saltar desde lo alto de la
escalera con ese tarro de leche en la mano, yo me había puesto a cubierto, y el plan había
salido a la perfección.
Mi amigo me llevó al Hotel Central, donde yo vivía. Allí pasé tres meses con los pies
en alto, después dos meses más de reposo y, más tarde, un mes de recuperación
caminando escoltado por la botella de suero.
Unos tres meses antes de que llegara el Papa Juan Pablo II a Medellín, se dio inicio
en mi vida una extraña relación sentimental: La relación entre ladrones y travestis yo
creo que es algo ancestral; los ladrones siempre andaban buscando a las travestis para
sacarles su dinero. Son cosas que todo el que anda por la calle sabe.

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JOHN JAIRO

En Medellín, las travestis ya lo eran desde los dieciséis o diecisiete años de edad. Sin
embargo, yo me di a conocer como travesti mucho antes, así que llevaba bastantes años
conociendo la relación existente entre ladrones y travestis. Lo normal es que un hombre
hiciera de “protector”, por decirlo así, de un travesti. Ese hombre era o tu marido, o tu
secuestrador. En ocasiones era ambas cosas. Era parte de ese mundo y se puede decir que
todo el mundo de la noche acababa por aprenderlo.
Recuerdo que un día un ladrón me secuestró. A uno más le valía dejarse secuestrar,
no fuera a ser que lo apuñalaran, especialmente cuando el que llevaba en la mano el
cuchillo era John Jairo. Así se llamaba el que me estaba secuestrando. Ya hacía tiempo
que le temía. Llevaría unas semanas persiguiéndome, hasta que me cogió desprevenido.
Me repetía que un día de esos me iba a secuestrar. Yo llevaba siempre conmigo un
cuchillo encima, para defenderme de casos imprevistos en los que pudiera sentir mi vida
en peligro. A veces uno se cree que lo tiene todo previsto y bien atado, hasta que la cosa
más temida te coge por sorpresa. Así que John Jairo se convirtió en esa sorpresa. Me
apuntó al cuello con un gran cuchillo mientras me sostenía con fuerza, y me llevó a su
apartamento. Allí me tuvo quince días secuestrado.
Tan pronto llegamos a ese cuchitril de apartamento, me quitó la ropa y me dejó en
una de las habitaciones. Aún recuerdo el nombre de ese sitio: Hotel Viena. Con el
tiempo −mucho después−, conseguí ser administrador de ese hotel. Son cosas de la vida,
que da tantas y tantas vueltas. El mismo sitio donde antes pasaste un mal momento, se
convierte en la fuente de tus ingresos.
Jairo dedicaba las mañanas a ir a robar por la ciudad, y antes de irse me daba el
desayuno. Por la tarde volvía, me daba de comer y me mantenía sin ropa, sólo con
calzones. Al secuestrarme, no es que Jairo persiguiera conseguir con ello un rescate.
Cada día me cogía, y hacía conmigo todo lo que quería. Las primeras veces eso causó en
mi gran impotencia y sobre todo mucha rabia. Yo le gritaba y lloraba, le decía que me
daba asco, y que olía a jabón barato. Ese era todo el insulto que con mi edad se me

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ocurría proferirle.
Pero con el tiempo, durmiendo siempre con él, reconozco que finalmente acabé
enamorándome. Supongo que eso es a lo que le llaman “complejo de Estocolmo”, pero
por entonces ni conocía ese fenómeno psicológico, ni conocía la ciudad sueca, a la que
sin embargo, acabaría yendo a trabajar años más tarde.
Aún así, yo cada día le trataba mal. Cuando había conseguido robar con un resultado
especialmente gratificante, me ofrecía las mejores viandas para comer, pero yo siempre
le insultaba y le despreciaba. Por otra parte, él se encariñó de mí, poco a poco. Llegó el
día que él me dijo que yo le gustaba mucho y, que si yo quería me daba la ropa y que me
podía ir. Desconfiado de este gesto, me vestí, abrí la puerta, miré para atrás pensando
que vendría a matarme, y regresé al hostal donde yo vivía −al Hostal Vicente−.
Al cabo de unos días, me arreglé el pelo y volví donde estaba ese hombre, y le dije:
− Como usted siempre me lo ha pagado todo, yo le invito a almorzar.
Cabe decir que todo el mundo le tenía terror a Jairo. Yo contaría con unos 16 años, y
él con unos 19 años. Mientras almorzábamos, le dije que él me hacía falta, así que le
propuse que viviéramos juntos.
Empezó con ello una nueva fase en mi vida, puesto que con él, entró en mi existencia
el hecho de convertirme en testigo directo del terror. Podríamos decir del TERROR con
mayúsculas. No me refiero a vivir el terror en relación conmigo, sino el terror alrededor
de mí. Él me respetaba y, sobre todo, la gente me respetaba por él, porque era un tipo
terrible, al que temía todo el mundo. Admito ahora con tristeza, que él mató tres veces
por mí. Delante de mí le metió un cuchillo a un hombre por el sólo hecho de que me
había llamado maricón. Ese hombre al ver que yo no le daba atención a sus pretensiones,
me había declarado su enemiga. La verdad es que no me costaba ganarme enemigos, ni
menospreciar a los que no eran de mi agrado, especialmente si se tornaban persistentes.
Pero el tipo ese llegó a estar tan enojado conmigo, que parecía no importarle el respeto
que todos en la zona tenían por John Jairo. Un día, al salir de un restaurante en el que yo
había estado comiendo, llego él y empezó a insultarme. Yo me revolví y también le
insulté. Lo que ese hombre no sabía, es que John Jairo estaba dentro del restaurante,
pagando. Justo cuando John Jairo salía por la puerta de ese local, ese hombre me estaba
sacando un cuchillo. Entonces John Jairo le espetó que a su mujer él la tenía que
respetar. Eso era algo así como el paso previo inmediatamente antes de un choque de
trenes. Pero el hombre, tomando el guante, le dijo a John Jairo que estaba peleando por
una loca. John dijo que yo era su mujer, y el hombre dio el pistoletazo de salida; dijo:
−”Hágale”−.
John fue rápido y contundente, sacó un cuchillo y se lo clavó a ese sujeto
directamente en el hombro. En ese momento yo me fui, porque sabía lo agresivo que
John Jairo se ponía. Al cabo de unas horas, unos amigos se acercaron a casa para decir

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que “Caravieja”, que es como llamaban a ese hombre, había muerto. Eso provocó
nuestra huida del lugar por unos días. Nos fuimos por una temporada a casa de mi
abuela.
He de decir que he visto muchos muertos, y también he presenciado muchos
asesinatos en mi vida. Posiblemente quedé inmune ante ese mal, puesto que ya con unos
diez años de edad, vería algo que me haría perder el miedo totalmente. Paseando un día
por la calle, observé cómo dos personas se acercaban en moto hasta cruzarse con un
hombre que estaba en mitad de la calzada, caminando. Le descerrajaron un tiro en la
cabeza y ahí, delante de mí, vi caer la tapa de los sesos cerca de mis pies.
También recuerdo cómo delante de mí, explotó un autobús lleno de gente. Aquello
era algo propio de los tiempos de Pablo Escobar. Yo estaba caminando hacia el parque
Bolívar, y girándome vi como las cuatro esquinas de esas calles fueron cerradas por la
policía. En la mitad de la calle quedó un hombre acorralado. Vi cuando se metió la mano
dentro del pantalón, y saco una granada. No hubo tiempo de reacción. No entablaron
discusión alguna. Simplemente al verse rodeado, liberó la anilla, e hizo explotar la
granada. Para protegerme de la explosión me agaché y me tape la cara. Después, cuando
alcé la vista, mi mirada quedó fijada en la mano que se había quedado colgando de la
reja hacia la que me había volteado.
En otra ocasión un hombre se avalanzó sobre otro con un cuchillo; de un plumazo le
abrió la barriga, y las tripas y los riñones empezaron a salírsele del cuerpo. El autor de
eso se giró para marcharse, pero al ver que el hombre malherido empezó a intentar
sujetar lo que se le salía, pensando que pudiera salvarse, regresó para clavar ese cuchillo
en todo lo que le estaba colgando. Al presenciar eso, uno no podía gritar, porque si
gritaba, se convertía en el siguiente candidato, así que yo presencié ese acto violento
convirtiéndome en otro de tantos testigos mudos de aquella época.
Es decir, que la violencia dejó de ser un hecho escandaloso para mí, con una edad
muy temprana. De este modo, la violencia que empapaba todos los poros de la piel del
hombre que me protegía (de John Jairo), no suponía para mí un auténtico defecto. Las
muertes que se iban produciendo a mi alrededor eran algo que ocurría sin más; algo
contra lo que tampoco parecía que uno pudiera hacer nada. Al principio me horrorizaban
y yo gesticulaba descompuesto ante lo que presenciaba, pero con el tiempo la muerte ya
no causaba un trauma en mi mente. Los muertos, realmente, acabaron por convertirse en
un elemento más del paisaje urbano de Medellín. Sólo había que saber cuidar de uno,
para no convertirse en una de esas partes inertes del mobiliario de la ciudad.
Para mí, Jairo representó el amor y la protección que siempre había anhelado, aunque
soy consciente de que era una persona terrible, o mejor dicho, terrorífica. Nunca había
tenido a alguien, especialmente a un hombre, que me protegiera de verdad. Ni tuve un
padre que lo hiciera, ni mi padrastro lo había conseguido, al fin y al cabo. Él quería lo

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mejor para mí. Andaba incluso diciéndole a todo el mundo que yo era su mujer, y eso
para mí representaba mucho. Su sola presencia contribuyó enormemente a subir mi ego.
Por fin conocía y convivía con alguien que me quería, y que además me protegía, pero a
pesar de quererle, esa agresividad me iba llenando de dudas sobre aquella relación, hasta
que conocí a otro hombre que me enamoró, en un momento en que John Jairo estuvo
preso en la cárcel. Fueron tiempos en que mi cuerpo iba cambiando por las hormonas,
afectándome con carácter general, pero de forma más en particular, a mis senos. Del
mismo modo, mi mente maduraba, tanto como para entender que Jairo no era el hombre
que más me convenía, especialmente por su violencia extrema a la hora de solucionar las
cosas.
He de admitir que los efectos secundarios de tanta hormona, no tardaron en surgir.
Con el tiempo, los pechos se ponían como piedras, y su movimiento al caminar se
convertía en algo manifiestamente antinatural. De hecho, años después, dejé de
hormonarme y me operé, introduciendo en mi cuerpo unos implantes mamarios, para
acabar con aquel vaivén anormal de mis senos. Dado que el movimiento de mis senos
resultaba tan extraño, eso llamó la atención de otro hombre, el cual sin más, me metió
mano, y gritando yo por lo que hizo, Jairo le pegó una cuchillada sin más, para zanjar la
afrenta.
Un día Jairo le pegó una puñalada a un hombre mientras llevaba a cabo un atraco, y
la policía lo cogió. Le cayeron tres años en la cárcel, pero al parecer, ante la llegada del
Papa Juan Pablo II, le redujeron la condena a dos años. Sin embargo, yo quedé con el
título de la mujer de ese hombre tan peligroso. Él iba a permanecer dos años en la cárcel,
pero yo me encaraba con la gente diciendo que no se metieran conmigo: A todos les
decía que él era mi marido y que tuvieran cuidado del día en que él saliera de la cárcel.
Mientras John estaba en la cárcel, surgió por aquellas fechas una Ley, que permitía
encarcelar a todo hombre que vistiera en la calle con prendas de mujer. No ocurría lo
mismo si uno vestía, aunque fuera descaradamente, con prendas de hombre, por mucho
que fuera ostensible que se estaba prostituyendo. Pero si uno lo hacía vestido de mujer,
la policía tenía permiso para llevarle al calabozo, y mantenerle allí encerrado durante
treinta días.
Había un policía al que todos conocían como “Libardo Treinta”, y se le conocía así
porque él era el encargado de ir a buscar a los travestis, y si les pillaba vestidos con
prendas de mujer, les metía sin más miramiento, treinta días en el calabozo. Pues bien,
un policía compañero de “Libardo treinta”, me andaba buscando desde hacía tiempo,
hasta que un día me pilló con ropa de mujer. El policía me dijo que si yo no quería
acabar en el calabozo, tenía que acceder a tener una relación con él, a lo que finalmente
accedí, digámoslo así, “por imperativo legal”. Pero el tipo no se quedó contento con una
sola vez, así que me siguió persiguiendo, hasta que surgió la idea de hacernos socios. La

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idea era que yo fuera a donde vendían droga −lugar conocido en esa zona como “una
olla”−, y que una vez localizado el lugar, le avisara para que él viniera a hacer una
batida. El trato consistía en que él se quedaba el dinero y yo con la droga, para sacar mi
parte.
Él obviamente debía de apresarme a mí también para dar credibilidad al relato;
posteriormente me liberaba, y me daba lo pactado. Con ese acuerdo él hizo mucho
dinero y la verdad, yo también. Él fue ascendido a teniente, después del éxito que
alcanzó con aquellas batidas tan fructíferas. Después el negocio evolucionó a fases más
elaboradas. Redoblamos el tipo de operaciones y, con ello, también los beneficios. Como
yo era menor de edad, quedamos en que cuando yo consiguiera un cliente, me montara
en el coche del cliente y él esperaba cinco minutos, momento en el que una patrulla se
presentaba repentinamente donde estábamos nosotros, y nos daba el alto. A mí me
zarandeaban diciendo que me llevaban a un correccional, y a él lo amenazaban con
llamar a su mujer y a su familia allí mismo, si no entregaba todo su dinero. El hombre
pagaba lo que llevaba puesto, y salía despavorido. Tras haberse marchado, nos
repartíamos el botín. Pero llegó un momento en que yo no me contentaba sólo con eso y,
durante esos cinco minutos me las ingeniaba, además, para sacarle al cliente su reloj, una
medallita de oro, etcétera, según lo que llevara, dependiendo también de lo que yo
pudiera apañarme en ese breve espacio de tiempo, hasta que se presentara la patrulla.
En esas épocas, empecé a relacionarme con las chicas que vendían rosas por la calle.
Su negocio no consistía únicamente en vender flores, esa sólo era la parte legal de su
negocio. En realidad conformaban un auténtico grupo de ladronas. De hecho había
metida en ese negocio toda una familia que, como cogieron mala relación conmigo
porque yo ganaba más dinero −esto es, que robaba a los que podrían haber robado ellos,
o generaba más alarma de la que a ellos podría convenir−, tuve un encontronazo con uno
de sus miembros, el cual me apuñaló gravemente en un pecho. Yo andaba muy crecida
después de la vida que había pasado con Jairo y especialmente con la protección que
mantenía con el policía, con el que tenía mis otros negocios.
Como yo trabajaba con ese policía, conseguí que acabaran deteniendo a varios de
ellos y esto no hizo más que darle impulso a la rueda de la venganza. En esos momentos
se sucedieron diversos episodios de puñaladas entre los que yo resulté ser el más
perjudicado.
Como me quedaba con la droga en el negocio que tenía con ese policía, puse un
puesto vendiendo droga en la habitación de un hotel cercano a donde vivía. A ese tipo de
negocios hoy les llaman narcopisos, pero en aquella época eso era normal y por eso no
fue necesario poner un nombre específico para ese tipo de local.
El dueño del hotel me tenía mucho aprecio y me propuso arrendar todo el hotel, pero
antes había que hacer cambios entre el resto de sus clientes. Un día llegué con una

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pistola, un chaleco antibala y una metralleta que le quité a un sicario; el dueño del hotel
me los compró. Con eso doy un claro indicio de la facilidad para conseguir armas. En
ese mismo hotel vivía esa banda de ladrones con las que tenía tanto enfrentamiento. No
eran gente querida en el barrio, pues además de sus negocios, violaban mujeres, pegaban
a los transexuales, extorsionaban, etcétera. Allí los quince miembros de esa banda con
todos sus negocios, regresaban por la noche con menos dinero del que yo había
conseguido y esto generó envidia en ellos. Además, yo tenía la mejor habitación del
hotel y se encararon conmigo diciéndome si es que yo me creía “la muy muy…”. Definir
a alguien como “LA MUY MUY”, era algo así como decirle que se creía la reina del
mundo. La frase completa que me dijeron fue: −“Usted se cree la muy muy, y va a ver
que el día menos pensado le secuestramos, le robamos, y le matamos”.
En la primera ocasión que vinieron a amenazarme, me encaré con ellos, diciendo:
−“Lo que yo tengo es mío y con lo que yo tengo hago lo que me da la gana”, y para
hacerme aparentemente con una posición de poder frente a sus amenazas, les añadí que
“antes de que me roben, miren lo que yo hago”, y le prendí fuego a la habitación. En
esas épocas yo era así de loca, tan valiente y atrevido como absurdo e inconsciente. Por
entonces sólo era un adolescente.
Ellos no sabían que yo me había convertido en el dueño del hotel, subarrendándolo a
otros −siempre para negocios que me reportaran beneficio−, y que no guardaba como los
demás todo mi dinero dentro de la habitación. Viendo mi gesto grandilocuente de que no
me costaba prender fuego a todo lo que tenía, me dijeron que me hacía la ofendida y que
lo que iban a hacer es sacarme de la zona. Entonces ya hice valer mi situación de poder
dentro de ese hotel y les dije que yo era la dueña y que, o se iban, o llamaba a la policía.
Como no se echaron atrás llamé a la policía y se tuvieron que ir, no sin antes jurármela.
Un día, desde el cruce de la calle San Juan con Palace, se pusieron a gritarme,
diciendo que me habían comprado un regalito. Me mostraron un cuchillo enorme, y yo
en la distancia les grité: −“Pídanle a mi Dios que no les guarde algo peor”.
La tensión era grande y sólo era cuestión de tiempo que la cosa explotara. Ni yo me
iba a ir, ni ellos se iban a marchar. La resolución a ese conflicto iba a producirse en
breve.
Habitaba en un barrio cercano una chica con la que hacíamos un truco para que
aquellos a los que robábamos no pudieran identificarnos. El asunto consistía en que
después de un robo, quedábamos en un lugar para cambiarnos la ropa y así las personas a
las que les habíamos robado, no nos podían reconocer. Después de haber procedido a
realizar el cambio de prendas de vestir, quedamos en que yo regresaría a su casa para que
cada una pudiera recuperar su ropa original. En esa casa vivía una señora cuyo marido
había sido asesinado hacía poco.
Ella vivía con sus dos hijos huérfanos, a los que yo le daba dinero para comer y,

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como quiera que los de esa banda sabían que yo iba allí a darles dinero, cogieron al niño
−que tendría unos ocho años− y le amenazaron de tal manera que si él no me clavaba el
cuchillo que le habían entregado, ellos se lo clavarían a su madre.
En el momento en que yo estaba esperando en la calle a que esa chica me tirara por
la ventana mi ropa, yo vi que ese niño se acercaba hacia mí con las manos detrás y
llorando. Tan pronto le pregunté por qué lloraba, se desató la venganza. Cuando miré por
un instante hacia arriba, en dirección adonde estaba la chica con la ropa que me iba a
lanzar, él me clavó ese cuchillo, y me atravesó buena parte de la mano y, dado que tenía
el brazo pegado al cuerpo, el cuchillo se detuvo en una de mis costillas. El dolor fue
espectacular, y todo se llenó se sangre. El niño salió llorando, porque lo único que quería
era salvar a su madre.
Esa fue la puñalada más grande que he recibido en mi vida y me dejó la secuela más
grave que me queda de aquella vida. Aquél suceso me dejó prácticamente colgando la
mano izquierda y, por ello me la tuvieron que pegar prácticamente toda. Hasta tal punto
me dañó aquella puñalada, que aún hoy apenas puedo agarrar los cubiertos para llevarme
la comida a la boca, pues necesito cogerlos con un movimiento forzado de muñeca y, así
con estilo y disimulo, puedo comer. El caso es que cuando me unieron los tendones no
pudieron concluir la labor porque me desangraba, así que no tengo todos los tendones
que conectan con los dedos, debidamente unidos.
Recuerdo que mis hermanos Juan Carlos y Jorge solían venir en mi busca, para
recibir mi ayuda los fines de semana. Cuando miré a la esquina, vi a Juan Carlos, que
estaba a la vez asustado y aturdido ante el espectáculo que presenció. Le dije que parara
un taxi y, literalmente añadí: “no me quiero morir”. Tuvimos que parar un taxi a la
fuerza, porque ninguno me quería llevar con tanta sangre. Es más, tocó sacar el cuchillo
para lograr que me llevaran. La operación duró seis horas, pegando nervios y tendones.
En el hospital me reconstruyeron “el roto” −que es como le llamamos en Colombia a
coser una herida− como pudieron. El período de convalecencia fue largo y penoso.
Pese a ser la más grave de las puñaladas, también tengo otras que resultaron muy
graves. Una noche por detrás de la Catedral Metropolitana, en el parque Bolívar de
Medellín, llegaron cuatro hombres, los cuales se acercaron toqueteándome y, así
discretamente, como sabía yo hacer mejor que nadie, robé su dinero, pero cuando me
zafé de ellos y logré que se marcharan, resulta que se dieron cuenta de lo ocurrido, a
unos cincuenta metros del sitio donde yo estaba.
Volvieron rebotados hacia mí, por lo que fui sacando la navaja, ya que por sus gestos
y palabras, no parecía que vinieran con el simple propósito de que les devolviera la
cartera. Empecé a pelear con ellos, con la consecuencia de que nadie salió bien parado.
Mirando hacia atrás, vi que uno de ellos portaba una navaja que llamábamos “0,7”, algo
así como de 20 centímetros, y me la clavaron por la cadera, hasta que caí desangrándome

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porque la cantidad de sangre que salía era tremenda. En el exterior de la catedral me
encontré a unas amigas de la noche, quienes pensaron que ya estaba muerta, porque
estaba toda fría. Me llevaron al hospital donde me cosieron a lo bestia, en una operación
hecha sin medios, como si estuviéramos en mitad del campo de batalla. La realidad es
que no estaba lejos de un campo de batalla, la verdad. Tal fue la chapuza médica, que me
dejaron algún vaso sanguíneo abierto y, a la mañana siguiente me encontré con un
alarmante hematoma. Al despertarme y verlo y, como me dolía tanto, me puse a gritar y
fui corriendo al hospital. Me tuvieron que abrir de nuevo, y coser mis carnes con ocho
puntos más.
Otra herida la tengo en un pie porque me enfrenté con un asesino muy “berraco” −así
es como llamamos en Colombia a la gente realmente mala−, que venía desquiciado
porque en la cárcel le habían violado hacía poco. Nos pusimos a calentarnos el uno con
el otro, a ver quién la decía más gorda −como dos gorilas peleando por su territorio− y,
todo porque yo andaba defendiendo a todo el mundo. De pronto, le eché en cara que si
era tan hombre, como era posible que se olvidara de que en la cárcel le acababan de
violar diez presos, uno detrás de otro. Eso ya de por sí, servía para soliviantar a
cualquiera. Pero es que yo además añadí que a mí no me habían hecho nada cuando
estuve en la cárcel, y que me había hecho respetar, no como él.
Cuando menos lo esperaba, me clavó un cuchillo en el pie, abriéndome un corte
como de cuatro centímetros. Supongo que me pilló una vena importante, porque me salía
gran cantidad de sangre. Eso fue a unas tres manzanas del hotel donde vivía; así que fui
allí, pero cada vez que pisaba el suelo, salía disparado un chorro de sangre, que me iba
precediendo, anticipando mis pasos sobre el asfalto. Llegué al hotel como pude, me
metieron el pie en un balde y ya cuando vieron que aquello no paraba, me echaron café
con azúcar en la herida y con eso, lograron taponarla y parar la hemorragia. Cuando
llegué al hospital, me dijeron que con la aplicación del café en una herida abierta no
podían coserme, así que tuve que dejar que la herida se cerrara de la mejor manera
posible llenándola de panela raspada. Sin embargo, al perder tanta sangre se me pusieron
los ojos amarillos.
Volviendo a mi relación con esa banda, un día conocí a un cliente muy borracho, que
era policía, aunque yo no lo sabía. Le llevé a un hotel. Al llegar, dejó sobre la mesita de
la cama su cartera y debajo de la almohada metió una pistola. Cuando se quedó
totalmente dormido y empezó a roncar, cogí su cartera y la pistola, y decidí zanjar para
siempre la disputa que tenía con aquella gente que andaba apuñalándome cada dos por
tres, directa o indirectamente, a través de personas interpuestas. En una semana llegaron
a apuñalarme hasta dos veces. Los médicos y las enfermeras del hospital se sorprendían
y me decían: −“Otra vez usted por aquí”. Y yo les contestaba: −“Y yo que voy a hacer si
me han apuñalado otra vez”.

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Llegó a tal punto la cosa que ya no tenía dinero para pagar tantas curas, y como los
médicos me amenazaron con no volverme a curar, cogí el bisturí retándoles, diciendo
que no iba a pagarles y que si querían dinero, vinieran a buscarlo. Entonces me dijeron,
intentando encauzar el asunto, que la próxima vez les podía pagar donando sangre.
Desde luego que no será por sangre.
La cosa es que ya me daba igual todo y, convencido de la seguridad que me daba la
pistola que le robé −con sus seis balas−, a aquél policía, decidí añadir al arsenal un
machete y algunas bombas molotov. Me habían enseñado cómo montarlos con gasolina,
tachuelas y vidrio molido. Y así pertrechado, me dirigí a Guayaquil, la zona roja de
Medellín, donde yo esperaba encararme a ese grupo de gente con la idea de que me
dejaran en paz, pero dispuesto a morir si fuera necesario. Al presentarme allí, resultó que
no eran pocos, sino que eran algo así como quince. Empezaron a rodearme y, viendo que
aquello no acabaría en pacto, tiré las bombas molotov y disparé mi pistola, pero vacié mi
cargador sin alcanzar a nadie, pues yo estaba más por escapar y esquivar que por acertar.
Así que aquel enfrentamiento que anunciaba con ser épico y definitivo acabó en nada.
Después de lo ocurrido, empezaron a enviar a otros a por mí para acabar aquel episodio
de alguna manera.
Entonces Jairo salió de la cárcel y se enfrentó a todos ellos, pero la consecuencia
directa de ello fue que, por agredir a uno de esos tipos −a Caravieja, del que ya he
hablado antes−, tuvimos que largarnos de allí y recalamos a las seis de la madrugada en
la casa de mi abuela en La Dorada Caldas. Mi abuela no sabía nada de mi
transformación. Llamé a la puerta y al preguntar quién era, le dije que era Daniel. Ella se
echó a llorar al verme. Al día siguiente, siendo navidades y estando toda la gente en la
zona, se quedaron todos perplejos de mis cambios. Fue la primera vez que toda mi
familia me vio como femenina. Se asumió que era mujer y que además estaba casada.
Fueron dos noticias en una; así, de sopetón.
Le dijeron a John Jairo que tenía que cuidar de mí y él se puso a trabajar en el campo
−por mí−, hasta que, como no sabía manejar las cosas del campo se metió un machetazo
en un pie. Entonces le dijeron que tenía al menos que ponerse a ordeñar las vacas, pero
el primer día que se puso a ello, como Jairo no sabía coger los pezones de las vacas, se
llevó una patada de la vaca que le tiró aparatosamente por el suelo. Eso nos hizo ver que
no estábamos preparados para esa vida, viniendo de donde veníamos, así que pese al
intento por encauzar nuestras vidas por el buen camino, decidimos volver a lo que mejor
sabíamos hacer. Nos fuimos del campo y nos dirigimos a Antioquia. Nuestra intención
era trasladar allí nuestro negocio: el robo y el hurto. Allí escogimos primero la calle que
habría de servirnos de escenario. Al inicio y final de la misma calle, nos dispusimos los
dos, hasta que la policía nos caló y nos invitó a irnos de esa zona. Así que nos fuimos a
Cartagena de Indias, que era una zona más segura.

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Recalamos después en un pueblecito que se llama Coveñas. Allí, a cambio de comida
y casa, yo debía cocinar para unos cien obreros, mientras Jairo tenía que hacer el mortero
para una urbanización que estaba en construcción. En las horas que yo no estaba por la
cocina, me ponía con él a poner ladrillos y ya más tarde, a revocar paredes. Pero cuando
quedamos exhaustos de ese trabajo, nos fuimos de nuevo a la calle.
Nadie sabía que yo no era mujer. Una noche, se acercó a mí un hombre. Él no se
percató de que Jairo estaba conmigo y de que los dos planeábamos sacarle su dinero. Así
que mientras él me preguntaba que yo, cómo siendo tan bonita, no estaba con nadie, le
fui sacando el dinero discretamente, mientras Jairo me miraba celoso desde la esquina.
Viendo como yo le tocaba para hacer mi trabajo, Jairo fue viniendo y cogió a aquel
hombre por la nuca, lo inmovilizó y le quito el reloj, pero con la mala suerte de que la
policía andaba por esa calle y nos pilló. Nos llevaron a una comisaría de policía. A él le
metieron en el calabozo de los hombres. Sin embargo, el policía que parecía dirigir
aquella comisaría estaba siendo muy amable conmigo, así que durante el rato de la
comida, vi en ello una oportunidad para poder lograr mi libertad. Le mentí contando que
teníamos un niño, que teníamos que robar por necesidad y que mi madre se había
quedado con el niño.
A veces la mente quiere procurarse su propia explicación, a pesar de que la realidad
sea muy distinta. Así que ese policía me ofreció su razonamiento:
− “Seguro que ese hombre malvado se aprovechó de usted. Claro, como a usted la
vio tan inocente”. Y yo le dije: −“Pues vea, es que yo sólo soy una mujer y tan joven y,
claro, esto que usted me dice debió de ser lo que me pasó con ese hombre”.
El hombre al que le robamos, pensaba que el dinero se lo había quitado Jairo, pero
como le registraron de arriba abajo y no encontraron el dinero, seguían insistiendo en
localizarlo. A mí nadie podía hacerme un cacheo a fondo porque allí no había ninguna
mujer policía, así que, mientras no nos descubrían y no llegaba una mujer policía, yo le
daba cuerda a ese agente que tanto se preocupaba por mí. Nadie sabía que yo tenía el
dinero escondido dentro de un preservativo y me lo había metido por detrás.
El policía me mantenía allí en la oficina mientras Jairo estaba en el calabozo de
hombres. Las horas iban pasando y aquel policía me iba adulando y dando de comer.
Pero finalmente llegó el lunes y se presentó en la oficina una mujer policía. Me llevó a
una habitación, se puso unos guantes y se dispuso a revisármelo todo. Al desnudarme,
vio que no era mujer y, entonces le dije que tenía todo el dinero detrás escondido y que
si no se lo decía a nadie, le daba la mitad del dinero. La reacción de la mujer policía fue
sacarse aireadamente los guantes. Ni siquiera esperó a ver si era verdad lo que decía.
Sencillamente se lo creyó y, entonces, armó un gran jaleo. Le dijo a los demás policías
que yo no era mujer, sino hombre. Esto le provocó una gran humillación a aquel policía,
que se había pasado todo el fin de semana cuidando de mí, adulándome dulcemente a la

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vista de todos sus compañeros, y por ese motivo trajo un pequeño aparato que propinaba
descargas eléctricas.
Entre gritos y alaridos, gesticulando como un poseso, herido en su masculinidad, me
echó un cubo de agua y me puso los dos cables por el cuerpo, lo cual me provocó un
daño descomunal. Pero ese dolor no fue nada comparado cuando decidió meterme uno
de los cables en la boca. En ese momento yo empecé a gritar y a moverme
descontroladamente como las aspas de un molino de viento, dando golpes por todas
partes. Rompí un vidrio, me corté y tuvieron que venir varios policías para poner fin al
espectáculo.
Después de lo ocurrido, nos llevaron a los dos a la penitenciaría San Diego, pero los
dos en la zona de los hombres. Allí había un elevado grupo de hombres, casi todos ellos
de color. Estaban en ese lugar en su mayor parte por piratería terrestre, es decir,
atracadores de vehículos de turistas. Me separaron de Jairo. Cuando nos dejaban salir al
patio, había que pasar semidesnudos, sólo con calzones, al lado de unos cubos de basura.
Allí vi que a un preso le habían quitado una maquinilla de afeitar, así que dejé caer la
ropa para poder recoger sin que me vieran, esas cuchillas.
Cuando regresé a mi celda, uno de los policías intentó acercarse amigablemente con
una coca−cola, puesto que allí el calor era infernal. Cuando se acercó a mí con intención
clara de seducirme, le propuse que se fuera desabrochando el pantalón y, cuando se
agachó para bajárselos, le cogí por el cuello con aquellas cuchillas y me hice notar a
gritos, entre los guardas. Los guardas que había en las celdas llevaban únicamente una
porra. Los únicos con armas son los que estaban en la entrada de esa penitenciaría. Les
dije que se la quitaran y empecé a gritar para que viniera el director de la penitenciaría, o
allí mismo degollaba al policía que tenía inmovilizado y luego me degollaba yo. Añadí
que estábamos allí engañados, que no habíamos robado nada. De hecho, todavía nadie
me había encontrado el dinero, con lo que no tenían absolutamente ninguna prueba
contra nosotros. Y concluí mi amenaza diciendo que allí estaba yo para que ese policía
me violara y que por eso estaba con el pantalón en los tobillos. Aquello era obvio. El
director de la penitenciaría, consciente de la situación, antes de que allí se montara una
matanza y, sobre todo, ante la evidencia de que ese policía me quería violar y de que
nadie nos había sacado el dinero que habíamos robado, me dijo:
− “Yo les voy a hacer una hoja de destierro, y ustedes no van a regresar nunca más a
esta ciudad”.
Acepté el trato, sacaron a Jairo y lo trajeron conmigo. Él no se podía creer que nos
fueran a liberar así, sin más. La verdad es que quien me conoce sabe que a veces consigo
cosas sorprendentes. Nos soltaron algo así como a cinco kilómetros de la ciudad, y los
que nos acompañaron reiteraron con severidad:
− “Recuerden que ustedes no pueden regresar”.

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De este modo, regresamos otra vez a Medellín a finales de 1988. Allí detuvieron a
Jairo por otros robos por los que ya andaban buscándole. Estuvo en prisión unos seis
meses.
Sin embargo, un día esa relación llegó a su fin. Estando él en la cárcel, inicié una
relación con otra persona. A pesar de que le acabé dejando por otro, Jairo siguió
interesado en mí. Me hacía llegar regalos cada vez que yo cumplía años o en navidad.
Un día de 1989, que venía a traerme su regalo −una muñeca de trapo enorme−, le
pegaron cinco tiros en el barrio Niquitao, donde él vivía y, como no tenía familia, le
enterraron en una fosa común. Pero esto fue tiempo después de conocer a Willington.

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WILLINGTON

Un día a finales de 1988, en una batida de la policía, me pillaron y me llevaron al


calabozo. Yo llevaba una minifalda y le pedí a los que estaban en la celda conmigo, si
alguien podía darme una hoja de periódico para no sentarme sobre un lugar tan frío. Un
muchacho me dijo que me acercara. Me ofreció un cigarrillo, y me preguntó si yo
fumaba marihuana, a lo que yo le repliqué que no, que marihuana no, así que sin más
preámbulo se limitó a encenderme un simple cigarrillo. Fue en el momento en que
procedió a encenderme el cigarrillo, cuando yo pude ver bien su cara y descubrí lo guapo
que era.
A la mañana siguiente entró uno de los policías y nos hizo una oferta para liberarnos.
Yo, tan atrevido como siempre, no me percaté de que todo era un juego, o más bien, una
trampa. Proponía que nos desnudáramos y saliéramos así del calabozo y el que lo hiciera
quedaría libre. Yo supuse que sólo había que caminar a lo largo del trecho que transcurre
entre la celda y la puerta, así que acepté su oferta. Me ofrecí airadamente −Menudo he
sido yo cuando me retaban−. Así que me desnudé y cogí mi ropa bajo el brazo, pero cual
fue mi sorpresa cuando abrieron la puerta del calabozo. Resulta que no era una comisaría
sin más, sino un cuartel y delante de mí se presentaban trescientos o cuatrocientos
hombres formando, con sus cascos blancos.
Empecé a caminar decidido, hasta que me di cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Cuando ya quería morirme por el espectáculo que estaba dando, de golpe todos se
echaron sobre mí para darme fuerte con sus cascos. Cuando finalmente logré salir a la
calle −con todo el cuerpo lleno de golpes−, vi que detrás de mí salía el muchacho que me
había encendido el cigarrillo. Él se llamaba Willington y le dije que si también se había
tenido que desnudar. Me dijo que no. Le pregunté si me acompañaba hasta mi casa. Le
dije que vivía en un hotel y añadí que vivía sola −mi apariencia era femenina− porque mi
marido estaba preso. Entonces me dijo: –“Por eso yo la acompaño; para que no le pase
nada por ahí solita”. Ya me creía que era un angelito caído del cielo, con 1,70 de
estatura, y esa cara de niño, diciendo que me protegía. Nos fuimos caminando, y cuando

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llegamos, me dijo que si podía bañarse, y que después se iría. Yo respondí como
autómata, no me negué. Él se metió en la bañera y yo me quedé dormido por el
cansancio. Cuando me desperté sentí que me tenían abrazada. Le miré y le vi dormido,
tan inocente, y recordé las palabras que me decía: que él me protegía. Entonces yo
pensaba: −“Como John Jairo se dé cuenta, lo mata”.
Willington me dijo que tenía dieciocho años. Ante su excesiva lozanía, le dije que él
no podía defenderme, así que le dije que se fuera y que no volviera. Se fue, pero al
amanecer me lo encontré durmiendo en las escaleras del hotel. El administrador me dijo
que no le había echado porque le había comentado que me estaba esperando a mí. Me
supo mal, así que le dejé entrar y le di de comer. Y en la comida decidimos empezar
aquella relación.
Cuando salió Jairo de la cárcel, tuve que enfrentarme a él. Habíamos quedado que en
el corazón no manda nadie. Le dije que estaba enamorada de otra persona y que si
prefería que le dijera la verdad o que le engañara. También le dije que si le iba a hacer
algo a él, antes me tenía que matar a mí. Aceptó, e incluso me propuso que si yo me
cansaba de él, me esperaría. Estuve dos años con Willington. En los primeros días me
enteré para mi sorpresa que él contaba en realidad con trece años, no dieciocho.
Wilington trabajaba en una fábrica de zapatos, pero como yo conseguía tanto dinero,
a efectos prácticos, era el que soportaba el peso económico de la relación. Él no sabía
exactamente cómo ganaba yo todo ese dinero.
Para mantenerle en esa situación de desconocimiento, yo esperaba a que él volviera
del trabajo y, en la cena le daba un zumo con unas cuantas gotas de Diacepán. Cuando se
dormía yo salía con mis tacones, vestido de mujer. Pero resulta que con el paso de los
días, el Diacepán fue perdiendo su efecto. Una noche me fui a trabajar, él se despertó y
decidió seguirme. Cuál fue su sorpresa cuando me encontró con un viejo al que yo le
tenía que dejar que me tocara para sacarle la plata. Entonces, al descubrirme, su primera
reacción fue coger al viejo, y pegarle una paliza. Y me inquirió:
− “Eso es lo que querías. Por eso me dejas durmiendo. Entonces usted se cree que
porque roba y consigue más dinero que yo, me va a humillar de esta forma”.
Se tomó el suceso como una afrenta, y se obstinó en demostrar que él iba a conseguir
más dinero que yo. Textualmente me dijo que iba a robar y a traer más dinero a la casa.
Yo le contesté que no le estaba mandando a robar y que si le metían preso, que no me
llamara.
Como no podía ser de otra forma, le cogieron. Le pillaron robando a una señora sus
cadenas de oro y por eso se lo llevaron preso. Al poco tiempo me enteré de que como era
tan joven y tan bonito, le violaron en la cárcel. Como yo andaba tan desesperado sin
saber de él, me las arreglé para entrar. Le pegué un botellazo a un policía para que me
enviara a la cárcel con él, pero mi sorpresa fue cuando al llegar allí, él ya se encontraba

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totalmente destruido y pervertido por la gente que había dentro. Ya era demasiado tarde:
él ya tenía pareja, e incluso dicha pareja le había montado un negocio dentro de la cárcel,
para que tuviera sus ingresos allí, y con ello poder mantenerlo fiel.
Cuando me metieron a mí en la cárcel, nos dejaban salir al patio de las “locas”.
Adyacente al mismo, detrás de un muro, estaba el patio de los hombres. Las “locas”
habían ido sacando ladrillos para generar una escalera y encaramarse al muro. Tan
pronto llegué a ese patio, me subí, empecé a llamarlo y apareció un hombre diciendo que
por qué llamaba a Willington, añadiendo que él era su “papa”, que era como decir “su
marido”, la pareja de Willington. Ese hombre le había puesto un kiosko, un tipo de
comercio carcelario al que allí dentro denominaban “caspete”, donde vendía papeles para
liar la marihuana, bolas de marihuana, y cosas similares. A su pareja le conté nuestra
relación, pero cuando él me contó la suya, se me cayó la venda de los ojos, y me hundí.
Yo salí de la cárcel tres meses antes que él. Pero cuando él salió se volvió loco. Entró
como en una fase de autodestrucción, en la que sus peores expresiones eran reflejo de
todo tipo acciones violentas y agresivas contra mi persona: Me rompía la ropa, tenía
relaciones conmigo por la fuerza, me amenazaba con acostarse con otras amigas mías,
etcétera. Eso a mí me trastornó de forma acusada. Estuvimos aún dos años más en esa
fase tan dura. Es lo que ocurre cuando uno no tiene nada más. En pocas ocasiones de mi
vida he mantenido un periodo de tiempo tan incierto y desconsolador. En esos
momentos, me dí incluso a la droga.
He de mencionar que antes de entrar él en la cárcel, su familia me vio por la calle en
pleno trabajo y, dándose cuenta de que yo era hombre, para alejarme de él, me denunció
por corruptora de menores. Al declarar en el juicio, él dijo que si a mí me llevaban a la
cárcel, mataría a los familiares que habían presentado la denuncia. Así que nos dieron
algo así como una orden permitiendo que conviviéramos juntos. Y esto Willington lo
aprovechó como un título de propiedad que le daba licencia para hacer conmigo lo que
quería. De este modo, cuando llegó el momento de salir de la cárcel, en plena fase de
enajenación, él me pegaba y me dejaba los ojos morados. Aunque viniera la policía, no
podían hacer nada, porque él les mostraba esa autorización que nos habían dado para
vivir juntos. Con ese papel burlaba las denuncias que había presentado su familia con el
fin de evitar nuestra convivencia.
Llegó un momento en que incluso me pegó una cuchillada que me impidió caminar.
Acabé fatal con él, y me fui a Cali. Le herí gravemente y eso fue lo más horrible que hice
en mi otra vida. Le clavé un puñal que le afectó el riñón. Al principio todo fue muy
bonito y luego se convirtió en algo tan horrible. Él acabó desquiciado y empezó a tener
relaciones desesperadas con todo tipo de personas. Estando ya en Europa, me llegaron
noticias de que él había entrado en un grupo de sicarios. Más no sé de su vida.
Aproximadamente ya en 1989, me fui a la ciudad de Pereira. Allí había ladrones

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terribles. En esa población encontré a mi hermano Jorge, que ya se había alejado de la
familia, como consecuencia de la relación que mantenía con una mujer. Me quedé allí
hasta 1991. Ese período estuve entregado a la droga y al alcohol, hasta que, como conté
anteriormente, me encontré con una mujer de la calle que consumía incluso más que yo,
y que hacía unos meses que echaba en falta por la zona que regentábamos. Me tropecé
con ella y, me dijo que había visto la luz y que había tropezado con la Virgen María. Que
había cambiado de vida y que ya estaba trabajando en otra cosa. Me indicó que había un
santuario llamado el Jordán, el jardín de María, donde decían que la Virgen María se le
apareció a una niña y que su silueta se quedó plasmada en la raíz de un árbol, y que a
partir de eso surgió allí un manantial. Dijo que bebió del mismo y que eso le había
cambiado, así que fui allí, me introduje a escondidas, me bañé de cuerpo entero y me
llevé un galón de agua de ese lugar.
Al día siguiente fui a comprar droga, pero de golpe me di cuenta de que no podía
consumirla y empezaron a entrarme náuseas. Me puse a convulsionar y a vomitar. No
creyéndome lo que me pasaba, esperé unos minutos y volví a intentar probar el bazuco
que había comprado, pero se volvieron a repetir los mismos síntomas. No podía soportar
ni tan siquiera su olor.
Ese día se produjo uno de los milagros que han acontecido en mi vida; ese día pude
dejar de consumir droga. Llevaba ya dieciséis años tomando droga. No me dieron
medicinas, ni pasé por ningún tratamiento médico, ni me fui un mes a ningún centro de
desintoxicación. La Virgen me había curado. Así que, viendo que eso funcionaba, subí la
apuesta. Le pedí a la Virgen que me ayudara a salir de Colombia. A cambio yo me
comprometía a ayudar a la gente de mi profesión a salir de lo suyo. Las cosas fueron
bien y, durante unos meses gané mucho dinero; así que me fui a Europa. Ahora me
faltaba intentar cumplir con esa promesa, pero, sinceramente, por entonces yo no era
capaz, aunque esa promesa la guardaba dentro de mí.
Para concluir ese episodio de Pereira, me gustaría contar que, tiempo después, volví
allí. Como me hice tan devoto del Arcángel San Miguel en Italia, doné una estatua
blanca y grande del Arcángel, que todavía se puede ver dentro del recinto de las
apariciones de la Virgen, en Pereira.

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EN EUROPA

Aterrizábamos un 20 de enero de 1996 −festividad de San Sebastián−, en el


aeropuerto de Praga, con visado para Checoslovaquia. Ya nos habían avisado de que
como era imposible entenderse con la gente de ese país por la dificultad de su lengua,
que nos limitáramos a ir en taxi a un hotel y que al día siguiente fuéramos en tren a
Viena. Teníamos la intención de llegar desde Viena a Villach, donde debíamos contactar
con un policía que acostumbraba a cruzar la frontera a Italia, ilegalmente, en el maletero
de su coche. Pero no lo localizamos, así que decidimos arriesgarnos a cruzar en tren a
Tarvisio, para poder entrar en Italia. Cogimos el tren hacia Italia. Cuando ya llegamos,
dispuse mis maletas en el suelo, al borde de la bancada, me escondí detrás de las mismas
y, por un minúsculo huequecito, logré ver cómo los “carabinieri” entraban vociferando y
pidiendo los pasaportes. Tenía el corazón que se me salía por la boca. Parecía que todos
mis sueños dependían de ese instante. Uno nunca sabía si porque le pillara la policía
intentando entrar ilegalmente le acabarían deportando.
Cuando finalmente se fueron de mi cabina y ya respiraba aliviado, escuché la voz de
Vanesa diciendo que saliera, “que ya nos habían pillado”. Me pregunté mentalmente:
“¿¡que ya nos habían pillado!?”. Vaya coraje me entró, porque era a ella a quien habían
pillado. A mí no, o no al menos hasta ese momento.
Nos dijeron que no podíamos pasar la frontera solamente con el pasaporte y nos
hicieron volver a Austria. Al menos no nos habían deportado. La gente del tren que
presenció lo acontecido, nos recomendó intentar pasar a una hora en la que se produjera
el cambio de “carabinieri”, porque al parecer se producía un hueco en la seguridad y así
lo intentamos, con la mala fortuna de que al coger el tren a la hora que creímos más
adecuada, no nos encontramos a dos guardias, si no que nos encontramos a cuatro.
Tuvimos que intentarlo una tercera vez, pero por si nos volvían a pillar, yo ya tenía
pensada una historia para poder pasar. Subimos al tren nuevamente y llegamos hasta el
mismo sitio donde nos quedamos la última vez.
Resultó que los “carabinieri” hacían muy bien su trabajo, porque nos volvieron a

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pillar. Llegado el momento, llevé a cabo mi plan y con ello puse a prueba su
profesionalidad. Escondí parte de los dólares que llevaba conmigo, y le mostré 200
dólares diciendo que eso era todo lo que me quedaba y que yo no iba a Italia a hacer
ninguna cosa mala; que sólo quería ir a ver el Vaticano. El “carabinieri” me miró
fijamente a la cara, cogió los 200 dólares y puso el sello en el pasaporte. Hizo lo mismo
con Vanesa, pero con otros 200 dólares que yo le había prestado a ella para esa situación,
así que ya, en Roma, haríamos cuentas. En conclusión, pudimos descubrir que a la
nómina de los “carabinieri” les debía de faltar algún tipo de complemento salarial, y
nosotros habíamos sido los candidatos a compensarlo de alguna forma.
En Roma estuve alojado primero en la casa de una señora que se llamaba Rafaela y
que su hijo también era “carabinieri”. ¡Qué casualidades tiene la vida! Lo que ocurre es
que este “carabinieri” parecía echar en falta todavía más complementos salariales que
sus compañeros de la frontera. No sé si por aquella época se podía hacer algo con ese
problema. ¿Tal vez si alguien hubiera hecho llegar a las autoridades italianas el
descontento general de la plantilla con su sueldo?
Esa casa era un punto de referencia para todas las colombianas que llegaban a Roma.
La dueña cobraba unos 250 dólares por semana y se quedaba el pasaporte como garantía.
Llegué a las siete de la mañana de un viernes y me enteré de que a las personas
indocumentadas que cogían los “carabinieri”, les deportaban los martes y los sábados.
Así que para evitar que me deportaran el primer día sin haber visto nada de lo que yo
quería, tomé la decisión de dedicar ese primer día a ver el Vaticano. De hecho, ese era
mi gran sueño.
Vanesa estaba muy cansada, por eso se quedó en la casa de la señora Rafaela. Yo salí
de allí al cabo de una hora, después de dejar nuestras maletas, pero al ser tan temprano,
antes de ir al Vaticano, quise ir a ver la zona por la que trabajaban las trans. Supongo que
esa es una de las paradojas o contradicciones que uno ha tenido en su vida: Trabajar de
noche, y soñar con ir a visitar el Vaticano en su primer día en Roma. Supongo que más
de uno vive el mismo tipo de contradicciones, en alguna u otra medida.
Paré un taxi. En mis primeros días en Italia, sólo sabía decir en italiano “ciao” y
“cinquanta”, que era lo que se cobraba a los hombres que buscaban contratarme. Así que
al principio se produjo una conversación absurda. Yo le pregunté por donde estaban los
trans, y él me dijo: −“Sale”. Así que un poco sorprendido porque me había dicho “sale”,
me quedé allí parado en la puerta del taxi, con cara de idiota, mirando a aquel tipo, con
los pies en la calle, y los ojos abiertos. No entendía nada porque, pese a decirme “sale”,
él parecía interesado en que yo subiera al taxi. Al fin y al cabo, él era taxista, él había
parado el coche al verme, y de hecho parecía interesado en hacer su carrera conmigo
dentro del taxi. Aquel hombre gesticulaba como dando a entender que “de acuerdo, que
subiera”. Así que a mi no se me ocurrió otra cosa que darle a entender que yo no sabía

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hablar italiano. Luego entendí que “sale” en italiano, significa “sube”. Arreglado el
malentendido, me subí y me llevó a la estación de Termini.
Allí pregunté dónde podía hacer una llamada a Colombia y me dijeron que en los
túneles de la estación había un hombre que “robaba la línea” de una cabina pública,
cobrando en mano a los que hacían uso de la misma. Me indicaron unos pasillos por los
que tenía que dirigirme y que al llegar, me encontraría un banco −que es donde se
supone que yo debía sentarme hasta que llegara mi turno−, pero me advirtieron que si se
oían gritos avisando de que venía la policía −algo al parecer no infrecuente−, lo más
recomendable era salir corriendo. Tal como me advirtieron, esa situación se produjo. Al
poco de llegar, anunciaron a gritos que venía la policía, pero yo me quedé estupefacto,
sin saber qué hacer. La cuestión es que a veces (aunque no siempre), si uno no sale
corriendo cuando llega la policía −según la tranquilidad con la que se actúe−, a uno no le
pasa nada. Así que, llegó la policía, todo el mundo se fue corriendo, y pasó delante de
mis narices la policía persiguiendo a los que huían. Yo me quedé sólo, frente a ese
banco, viendo cómo corría todo el mundo. Eso sí, no respiraba; mientras, sólo me
esforzaba por hacerme transparente durante unos instantes.
Una de esas personas que salió despavorida, se dejó un bolsito encima del banco. Yo
lo cogí discretamente y, poco a poco, emprendí el camino de la salida del túnel del
metro. Cuando pude examinarlo, estaba lleno de dólares. Imagino que el que se dejó ese
dinero sobre el banco, no querría evidenciar −en el caso de que le detuvieran−, que él era
el recaudador de aquella línea telefónica fraudulenta. Con parte del dinero del bolsito
pagué un taxi que me llevó al Vaticano, donde pude permanecer visitándolo todo, hasta
la tarde.
Ya de noche, un taxista me llevó para la zona de los trans, donde encontré a una
amiga de infancia, a la que llamábamos “La Irene”. Ambos empezamos prácticamente a
la vez a recorrer el mismo camino. Me advirtió de los peligros que tenía la señora
Rafaela y su hijo, quien al parecer también buscaba hacer horas extras para compensar su
potencial desacuerdo con sus jefes, por lo escaso de su nómina. Me comentó que
periódicamente, cuando se aproximaban las fechas en que los residentes de la casa,
habían acumulado dinero, súbita y “casualmente”, se producían las redadas de los
“carabinieri” y les quitaban el dinero a todos. Nada nuevo para mí. Además, yo venía de
Colombia, la cuna de aquella fastidiosa relación entre ladrones y trans.
He de decir que con los años que llevo en esto, conozco trans o prostitutas en toda
Europa. Los trans son una especie rara que se caracteriza por ser nómada. Su movilidad
es algo que tienen grabado a fuego por la forma de ganarse la vida. Normalmente están
unos meses, o años, en una ciudad y luego cambian de población durante un tiempo.
Empecé a hacer la noche en Roma y esa trans que conocí en mi infancia estuvo
dándome instrucciones sobre los clientes de la noche que había en esa ciudad. Me dio

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todo tipo de explicaciones sobre cómo sustraer el dinero a los clientes. Yo le escuché
atentamente, como si fuera un párvulo en su primer día en la escuela, no fuera que la
idiosincrasia propia del país, o la vestimenta de los lugareños, requiriera algún tipo de
habilidad distinta de la que empleaba en Colombia. Después de acompañarme a la zona
que se llamaba Parioli, se fue con unos clientes en un coche y me dejó solo.
De este modo, tal como yo venía haciendo en la tierra que me vio nacer, en este lugar
extranjero tenía que volver a hacer lo mismo; lo que yo sabía hacer mejor: Con el
señuelo de vender mi cuerpo, les tenía que sacar el dinero con mucha habilidad,
especialmente a los más borrachos, drogados y atrevidos. Los más atrevidos son aquellos
que le andan a uno poniendo la mano por todas partes, olvidándose por unos instantes,
de dónde ponía yo las mías.
La cuestión es que hallándome en la zona que tenía que cubrir, llegaron unos
hombres en coche y yo hice lo que se esperaba de mí, o al menos lo que mi compañera
me había indicado que hiciera. Lo que ocurre es que yo no tenía ni idea de lo que
conseguía con mi actuación, porque no conocía bien esa moneda. No tenía noción alguna
del valor de cada billete de liras italianas, a su cambio en la moneda de Colombia, así
que no sabía bien lo que representaba en términos reales. No tenía ni idea del fruto de
aquella primera noche. Después de mi primera intervención, me quedé luego en la calle
parado, esperando a que me recogieran. Al cabo de un tiempo llegó mi compañera
preocupada por mí y, al verme tan parado en la calle, me dijo como lamentándose por
mí, si es que yo no había podido conseguir nada de dinero.
Cuando le mostré mi primer botín, se quedó perpleja y, con los ojos abiertos y
gesticulando con las manos −se nota que se había metido en el papel de los lugareños,
tan propensos a andar gesticulando−, me dijo que saliéramos corriendo porque aquello
era mucho dinero. Creo que con mi primera intervención le debió de quedar claro que
esto no se me daba mal. Simplemente yo no había replicado ni añadí nada cuando ella
me daba sus explicaciones sobre cómo proceder; me limité a escuchar atentamente todas
sus indicaciones sin más. Como quiera que vio en mí un hábil compinche, nos hicimos
socios en seguida. Me aceptó en su club, se puede decir.
En una ocasión fuimos a un bar donde ella decía que podíamos hacer algún hurto
porque había muchos borrachos y donde el dueño era conocido porque se drogaba. Con
unas palabras clave en la distancia, mientras ella “atendía” al dueño, yo tenía que sacar
los billetes que había debajo de la bandeja de la caja registradora. La cuestión es que al
abrir la caja, no se veía nada relevante a primera vista. En esas lides estaba claro que yo
carecía todavía de la experiencia necesaria. Por fin, me dio indicaciones de que mirara
debajo. Tuve que coger un cuchillo para levantar la bandeja que había en la parte
superior. Allí abajo había un dineral. Parece que con un negocio al que acuden
drogadictos y borrachos, al dueño le quedaban unos buenos ingresos.

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Al haber tardado tanto en descubrir ese tesoro, yo había estado actuando de forma
demasiado torpe a la hora de coger todo ese dinero. Empecé a metérmelo por todos los
bolsillos, los calzones y por todas partes, pero aquel hombre al final se dio cuenta y nos
amenazó con una pistola. Al percatarse, de buenas a primeras me pegó un grito y se
acercó mientras mantenía aferrada con su brazo, amenazadoramente a mi colega. Mi
amiga se había interpuesto más por voluntad propia –para cubrirme− que por la de aquel
hombre, y me dijo que me fuera corriendo. Yo le dije entre gritos que no le iba a dejar
así y me contestó que no se me ocurriera devolver nada del dinero que yo tenía, que a
ella le daba igual quedarse con ese hombre, que no tenía nada que perder, que ya estaba
muerta porque era seropositiva. Así que yo salí corriendo. Ella al parecer se echó encima
de ese hombre y logró escapar escondiéndose en un cubo de basura. Una vez pasado el
peligro, nos fuimos a su casa y volvimos a salir, tentando a la suerte. Como dice el
refrán, “tanto va el cántaro a la fuente, que al final se rompe”. La policía nos cogió al
vernos con esa vestimenta y, al comprobar que no teníamos documentación, a mí me
hicieron los primeros papeles de expulsión; aunque después de girarme esa denuncia,
nos dejaron salir.
Viendo que mi amiga tenía una vida de tanto peligro y que vivía de forma tan
acelerada, decidí que había llegado la hora de separar nuestros caminos. Después de la
vida tan peligrosa que yo había tenido en Colombia, no me atraía para nada entrar en una
vida tan loca como la suya, ya que por fin había logrado llegar a Europa. En el calabozo
me eché otras amigas. Conocí a la Yoko y me reencontré con Maryuri, que es quien me
ayudó una vez que me clavaron un puñal en la cadera, en Colombia. Estaban en el
calabozo exactamente por los mismos motivos que yo y, al salir de ese lugar, me fui a
vivir a su casa.
En la casa de la Yoko y de Maryuri dejaron una habitación libre para mí, pero por la
noche la tenía que compartir con un gay que se transformaba, es decir, un travesti. En mi
primera noche allí, me quedé dormido pero me desperté comprobando que él intentaba
abusar de mí. Yo no me dejé, así que me encaré y dije que yo allí no me quedaba. Por
suerte mis nuevas amigas optaron por mi compañía, y echaron a mi compañero de
habitación. Imagino que en la toma de esa decisión pesó bastante el hecho de que
económicamente yo representaba una apuesta más fiable.
Los domingos iba a misa para poder ver al Papa Juan Pablo II, al que recordaba de
cuando había ido a Medellín. Trabajaba por la noche y, todo seguido, sin dormir, me iba
al Vaticano. Pareciera ciertamente que mi vida no era muy congruente, pero el caso es
que yo necesitaba ambas cosas: El dinero para comer −y para eso me dedicaba a lo que
me dedicaba−, y el alma que alimentar −a través de mi presencia en misa los domingos,
y la proximidad del Papa−. Cubría así mis necesidades básicas, casi primarias: Comida
para el cuerpo, y también para el alma.

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Al poco, me hablaban de las posibilidades que ofrecía el negocio en Milán, pero me
advirtieron de que esa ciudad era muy peligrosa. Después de todo lo que yo había vivido
en Colombia, me vi con capacidad de irme a la ciudad de la moda, por muy arriesgado
que fuera el viaje con el que adjetivaban ese nuevo episodio en mi vida. Tenía mi cuerpo
todo lleno de cicatrices, todo a cambio de haber conseguido muy poco dinero, así que
consideré que me compensaba intentar arriesgar igual cantidad de cicatrices, siempre que
fuera por mayor botín. Obviamente me atraía mucho marchar a un lugar con tanto dinero
y glamour. Se podría decir que Milán es una parada indispensable para las trans de todo
el mundo que buscan negocio en Europa. No creo que haya en el mundo una ciudad con
mayor cantidad de trans por metro cuadrado que Milán.
Para establecerme en Milán y poder pararme en la calle, tuve primero que lidiar duro
con las personas más terribles de la noche de allí, hasta que ya logré imponerme y
conseguir mi zona. Es un clásico de la noche, algo así como una metáfora histórica de la
vida, que se repite ciclo tras ciclo, desde que los primeros nómadas fueran invadiendo el
territorio que ocupaban los pueblos lugareños de cualquier región. Finalmente me hice
con mi paradita; me gané mi territorio.
Al poco tiempo empecé una relación con un chico al que yo veía caminar por la
estación central. Al principio me decía que él dormía en un hotel que se veía allí cerca y
yo me lo creía. Él tenía dos mudas de ropa y se preocupaba siempre de mantenerse
limpio. Pero un día que cayó un gran aguacero la mentira de ese chico quedó al
descubierto, puesto que él no hacía ademán de ir a resguardo al hotel donde decía residir.
Entonces se echó a llorar, me acerqué a él y, con la dificultad de la comunicación, pues
él tampoco hablaba italiano, me hizo ver que él era argelino y que tenía 21 años. Así que
decidí cuidar de él y cada día le traía la comida.
Supongo que a lo largo de este libro va trasluciéndose esa capacidad mía para
dejarme seducir por el lado más humano de las personas, sin calcular los riesgos
inherentes a cada nueva relación. Al fin y al cabo, cada moneda tiene su cara y su cruz.
Decididamente yo siempre preferí acercarme de frente, a la cara. Siempre hay una cara
que llora y ofrece su lado más humano, por mucho que toda relación aporta también su
cruz, su cara oculta. Pero así es la vida, todas las monedas siguen teniendo cara y cruz,
no lo podemos evitar, y aún a pesar de todo creo que ha valido la pena seguir dejándome
seducir por la cara humana que se dibuja en bajorrelieve −en tres dimensiones−, en todas
las monedas, por mucho que con el tiempo uno acaba descubriendo la cruz que hay en el
reverso.
Ese chico me dijo que dormía en la calle y decidí pagarle una habitación durante dos
días, hasta que me dijo que se había enamorado de mí. Empezamos a vivir juntos. No
tardé mucho tiempo en descubrir que en realidad se prostituía en una plaza que había
para hombres que se llamaba Trento y que, además, andaba robando perfumes por los

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negocios. Me engañaba diciendo que le habían puesto a vender perfumes y yo se los
compraba todos. Supongo que pagué con mi dinero su moneda de cruz y cara. La cara
humana me llevó directamente a la cruz, convirtiéndome en otro de tantos engañados por
su turbio negocio. Al comprarle esos perfumes me decía que de este modo él podía
quedar bien con su jefe y con tanto perfume yo no sabía que hacer, así que los iba
enviando a Colombia. Yo lo hacía porque me daba pena, pero él simplemente me
engañaba para colocar el género robado.
Al principio estuvimos viviendo en el hotel Trieste. Cuando pensaba que por fin
había encontrado la pareja de mi vida, empezó a pedirme dinero para comprar ropa y,
como yo no accedí, tras repetirme su petición de forma muy insistente y pesada, de golpe
él se volvió violento y me pegó, pero yo le devolví el golpe y le rompí en la cabeza dos
lámparas que había en la habitación. El dueño del hotel me ayudó a echarle. Yo venía de
Colombia y más concretamente de Medellín, así que ante la osadía de que me pegara, no
me quedé corto: ¿¡Quién se creía que era aquel tipo, después de lo que yo había hecho
por él!? Me desengañé de golpe. Aún así, la historia con ese chico duró varios años. Pero
durante los años de convivencia con él, sucedió algo importante en mi vida: Mi paso por
la cárcel de Milán.
Después de un primer paso por el hotel Trieste −que duró unos dos años−, nos
fuimos a un apartamento cerca de la plaza Garibaldi, en el que nos cobraban 500.000
liras semanales. Sin embargo, yo mantenía muy buena relación con el dueño del hotel
Triese. Hasta tal punto llegó la confianza con él, que me guardaba el dinero hasta que yo
pudiera enviar la siguiente remesa para Colombia. Yo tenía 10.000 dólares para enviar,
pero me faltaba el dinero para el coste del envío, así que tuve que salir a ganarme el
dinero para el precio del envío. Además, era un viernes 13 de febrero de 1998, y para el
sábado yo ya tenía que pagar la semana del apartamento. Salí a la calle, pero unos
hombres me fueron persiguiendo, con la mala suerte de que eran unos tipos sumamente
peligrosos.
Hacía unos días, habían matado a una compañera colombiana y a mí me tocó ir a
reconocer el cadáver. Resulta que el mismo coche con los mismos hombres, me quería
capturar a mí, así que me fui corriendo desesperada por la calle, hasta que me paró la
policía. Lo que parecía que era mi salvación −la policía−, se convirtió en una ratonera,
ya que me tuvieron en la cárcel nueve meses, tal como más adelante contaré con más
detalle. Antes quiero relatar cómo se mantuvo durante mi estancia en la cárcel mi
relación con ese chico argelino, y cómo concluyó después, ya que mi historia con la
cárcel merece un tratamiento aparte.
Cuando salí de la cárcel, a los nueve meses, el chico argelino resulta que llevaba
unos meses extorsionando a una mujer, quitándole el dinero que ella ganaba −trabajando
seis días a la semana cuidando a una persona mayor−. Ella le daba todo lo que ganaba y,

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con ese dinero, él pudo pagar el apartamento e incluso me enviaba dinero a mí a la
cárcel. Él no sabía dónde tenía yo el dinero escondido en el apartamento, pero más
adelante se lo tuve que comunicar para que me pagara un abogado. Accedió y pagó los
honorarios del abogado con quien yo tuve que presentarme al juez.
Esa señora a la que él extorsionaba para sacarle el dinero, se quedó embarazada de él,
con lo que ella también se quedó viviendo los primeros tres meses después de salir yo de
la cárcel, con nosotros en el mismo apartamento. Debido a su embarazo le echaron del
trabajo y tuve que mantenerles. Es más, incluso tuve que pagar el parto. Ella quería
abortar. De hecho me decían que ya había abortado otras dos veces. Yo me opuse
frontalmente a que abortara, por eso les dije que si lo hacía, yo les dejaba. Al final tuve
que imponerme dejando sentado que yo lo costeaba todo, que abortar era un pecado muy
grande, que los efectos de ese pecado me iban a llegar hasta mí, de modo que les pagué
el hospital y la ropa del niño. Estuve intentando convencerles para que formaran una
familia, puesto que ese niño era la ocasión perfecta para ello.
Incluso conseguí un coche para que él me llevara a mí y a otras amigas de la noche a
trabajar por todas partes y durante un tiempo así lo estuvo haciendo. Al final, ella me
miraba con celos, así que les dejé el apartamento y el coche, pero entonces se destapó la
situación real. Para él, yo solo representaba una fuente de ingresos y me explotaba. En
mitad de la calle me sacó un cuchillo y me amenazó, con la fortuna de que la policía nos
vio, le denuncié y se lo llevaron preso. Esa relación resultó ser nefasta. Empezó antes de
que yo entrara en la cárcel, duró mientras estuve preso y concluyó no muchos meses más
tarde de que naciera el hijo que él había engendrado con otra persona, mientras yo estuve
en la cárcel. Como siempre, volvía a juntarme con alguien que primero me dio
confianza, al que luego mantuve económicamente, y con quien acabé fatal.

94
NUEVE MESES EN LA CÁRCEL

El 13 de febrero de 1998, viernes, mi amiga Joana me contó que había robado una
cadenita a un marroquí, y que estando por la plaza Loreto, tuvo la mala fortuna de que se
lo encontró y éste le dijo que o se la devolvía o la mataría. El caso es que el 5 de febrero
se la encontraron muerta. Le cortaron la cabeza con algún objeto cortante que se había
aplicado por detrás, a la altura de la nuca; se le quedó la cabeza unida al cuerpo,
colgando por la piel del cuello. Reunimos dinero entre todas las locas para el entierro. La
noche en que aquello ocurrió, un testigo del suceso había visto a Joana dentro de un
coche gris, con dos italianos y un árabe.
Al cabo de un mes, ese mismo coche, con esos mismos hombres, se detuvieron −en
otra de tantas noches de Milán− para intentar secuestrarme. Eso tuvo lugar en la zona
roja de la prostitución de Milán. Me metieron en el coche a la fuerza. Primero el
conductor me ofreció un cigarrillo para fumar y, cuando agaché la cabeza para meterla
por la ventanilla, a fin de que el conductor me encendiera el cigarrillo, su compañero me
agarró de la chaqueta y me metió dentro del coche. Yo me quedé con los pies colgando
por fuera de la ventana. Arrancaron el coche e incluso se saltaron el semáforo en rojo,
hasta que mis pies golpearon con un coche que había en la calle y, luego me echaron
bajo sus pies forcejeando y golpeándome. Andaban buscando el cuchillo que llevaba
conmigo y que se había caído. Por sus expresiones pude captar que querían clavármelo.
Cuando ya me tenían reducido, pararon el coche, cogieron el teléfono y dijeron en
italiano que habían cogido otra. Preguntaban dónde la llevaban. El compañero que estaba
al otro lado del teléfono les dijo que miraran la calle donde estaban y que me llevaran al
lugar en el que estaba él. Aquel tipo se bajó del vehículo para mirar el letrero con el
nombre de esa vía. Ahí vi mi oportunidad para intentar escapar. Abrí la puerta y eché a
correr, pero sólo pude cruzar la calle porque no podía apenas caminar por el golpe que
sufrí en mis pies, contra aquél vehículo –cuando aquellos hombres trataron de
introducirme en el coche−.
Me aferré al parachoques de un coche que había allí. Mis secuestradores tiraban

95
fuertemente de mí, sacándome la ropa, pero en ese momento aparecieron los
“carabinieri”. Les dije que miraran cómo me habían golpeado, cómo me habían dejado
sin ropa y que me querían matar. Dieron indicaciones para que me trajeran la ropa y para
que pasara al coche policial para poner la denuncia; pero al traerme la chaqueta,
metieron su cartera dentro para que esos policías se pensaran que yo les había robado.
Lo indignante del asunto es que al llegar a la comisaría, esos hombre me pusieron
una denuncia. Por eso me quedé preso en el calabozo y de ahí me pasaron a la cárcel de
San Vittore. La cosa se agravó porque al ver yo el lío en que me querían meter, di un
nombre falso.
En la cárcel tuve que ponerme a aprender italiano a fondo, por que llevaba poco más
de un año en el país y, ciertamente, no me había preocupado de aprender el idioma.
Hasta esa fecha había tenido otras prioridades.
Se iban sucediendo los juicios y, parecía que por estar presente en cada vista la
misma pareja de “carabinieri”, yo acababa perdiendo todas las sentencias, juicio tras
juicio. Esa era mi impresión. No me enteraba de mucho, pero tengo un sexto sentido, así
que no creo que estuviera muy equivocado. Me preocupé entonces de leer a fondo el
código penal italiano.
Las cárceles de Europa eran sumamente aburridas. Obviamente eran menos
peligrosas que las de Colombia, pero allí, en mi tierra, se organizan en prisión
certámenes de belleza, se hacen voluntariados, reuniones, etcétera. En Colombia
teníamos nuestro propio patio; más libertad. De hecho a los trans nos acogen mejor que a
los hombres. Al principio me metieron quince días en la enfermería para curarme de toda
la cantidad de golpes que tenía. Gracias a todos los exámenes médicos que me hicieron,
detectaron que tenía un soplo en el corazón, probablemente a causa de la cantidad de
hormonas que me había metido en el cuerpo de manera tan excesiva desde mi
adolescencia. Luego me pasaron a una celda con trans, peruanas y brasileñas. Yo era el
pobre de la celda y me obligaron a encargarme de la limpieza de la celda, hasta que me
planté y les dije que allí nadie era más ni mejor que los demás. Añadí que era
colombiana; que no tenía miedo a nadie. Ante mi atrevimiento, una brasileña se enfrentó
a mi mandándome callar y mi primera reacción fue cogerle del pelo y revolcarle por el
suelo, hasta que llegó la guardia y me metieron en otra celda, exclusivamente con
brasileñas.
La mejor baza que pasé a tener era la cartilla clínica, que hacía que los guardias
tuvieran la instrucción de preservarme de cualquier peligro, porque al parecer podía
darme un ataque al corazón. A causa de eso también empezaron a darme una
alimentación especial: verduras al vapor, pescado a la plancha, etcétera. Al ver que me
daban una alimentación especial, empecé a ser objeto de celos y críticas, hasta que una
de las locas cogió la tapa de una lata de atún con la finalidad de cortarme la cara. Sin

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embargo una amiga colombiana que se había percatado de la situación, me avisó. Al
llegar al patio todas las brasileñas hablaban entre sí, mirando hacia donde yo estaba,
mientras la brasileña que planeaba atacarme se hacía la distraída. Me acerqué
discretamente con una toalla y se la enrollé en la cara, hasta conseguir quitarle la tapa de
la lata de atún de sus manos y se la mostré a los guardias, que se acercaron rápidamente
para separarnos. Eso provocó que se enviara a todas las brasileñas a la celda de
aislamiento. Por unos días me quedé solo y en seguida enviaron a colombianas a
compartir celda conmigo.
Un día, una colombiana negra que tenía fama de muy agresiva y que tenía condena
por tres años, me dijo que ella se iba a preocupar de hacerme cobrar en la cárcel lo que
no había pagado en las cárceles de Colombia. Al amenazarme con eso, me eché encima
y le arranqué sus trenzas de pelo negro. Eso generalizó entre los guardias la necesidad de
advertir a todas que si me daba un ataque al corazón por culpa de alguien, que ellos se
ocuparían de hacérselo pagar a quien correspondiera. Finalmente me dejaron solo y me
dieron libertad para moverme por muchos lugares de la cárcel. A un lado estaban las
celdas de las locas y al otro, las de los pedófilos y de los traficantes de droga. Me eché
de este modo tres parejas, uno me daba comida, otro dinero y otro me compraba
cigarrillos Marlboro, e incluso me regaló una radio.
Como al detenerme me había inventado mi nombre, el juicio no podía tener lugar. Al
final, tuve que revelarlo. Esta cuestión por sí sola ya dio lugar a otro procedimiento por
falso testimonio sobre mi identidad, cayéndome una condena de seis meses. Al facilitar
mi pasaporte, por fin se puso fecha para el juicio y me asignaron una abogada. Gracias a
mi dolencia cardíaca, ella logró sacarme de la cárcel, en arresto domiciliario.
Mientras estaba en la cárcel, mi pareja volvió a prostituirse por la plaza Trento y, con
el tiempo, conseguiría convencer a otros árabes para que me escribieran cartas en
italiano, porque él tampoco lo dominaba: era tan ignorante como yo. Seguía enviándome
dinero, como dije anteriormente. Pese a todo, he de reconocer que él no me dejó tirado.
Con el tiempo le di indicaciones de donde tenía yo escondido dinero para alquilar un
apartamento y me pagara un abogado. Como anticipé antes, al salir con la condicional,
fue cuando me di cuenta de que vivía con otra mujer y, aunque por una parte yo vi clara
la necesidad de abandonarle, por otra empezó a surgir la necesidad de quedarme para
ayudarles con el embarazo de ella. Ahora bien, a pesar de que yo les mantenía, en cuanto
me daba la vuelta, les escuchaba hablando mal de mi, tras la puerta de su habitación. La
relación entre los tres se volvió muy tóxica y busqué evadirme un poco de todo aquello.
Así que, por las noches me iba a las discotecas y me emborrachaba. Eso daría lugar a
una nueva relación.
Por entonces llegó el día del juicio y, allí, por primera vez, pude hablar y expresarme
en italiano −conociendo además un poco de su derecho penal−. El Juez lo vio claro. Mi

97
abogada −Carmelina A.− le puso de manifiesto el lamentable estado físico que yo
presentaba, después de que esos hombres me hubieran apaleado y, que yo no tenía la
envergadura como para haberles intentado atracar −de hecho, uno de ellos medía un
metro noventa de estatura. El Juez enseguida me absolvió, puesto que no se explicaba
que ellos no hubieran podido recuperar su billetera, si la policía me había encontrado
totalmente desnudo.
Ahí no quedó la cosa. Me habían absuelto, pero el Estado era responsable de mi
privación de libertad durante nueve meses. Así que mi abogada se ofreció para demandar
al Estado italiano por el tiempo que permanecí encarcelada. Denunció a los dos policías
y a los hombres que intentaron secuestrarme. Entre lo ganado y otras cosas, salí de la
cárcel con ocho millones de liras.
Al salir, me ocurrió una anécdota curiosa. Una noche conseguí sacarle a un cliente un
Rólex. Cerca del “Duomo” había una joyería donde ya tenía apalabrado intercambiar el
género robado. El dueño de la joyería me dijo que le dejara el reloj y que regresara al
cabo de una hora. De este modo, él podría conseguir el dinero. Durante esa hora, se puso
a abrir y limpiar bien el reloj −para poder colocarlo en la vitrina y venderlo−. Mientras
realizaba esto, entró en la joyería un hombre que le dijo al dueño que quería comprar un
reloj. Concretamente quería comprarse un Rólex. El joyero vio en eso una casualidad
maravillosa para colocar el reloj que yo le acababa de traer, así que le dijo a ese cliente,
que precisamente estaba a punto de colocar en la vitrina un Rólex que le había llegado
esa misma mañana. El relojero le mostró la caja que tenía en sus manos, puesto que justo
en ese instante ese cliente cruzaba la puerta de la tienda. Entonces el cliente le dijo que él
quería un reloj precisamente de ese tipo –de esa marca y modelo−.
Al verlo, concluyó sorprendido que le habían robado uno igualito. Pero cuando atinó
a mirar mejor el género, añadió que el reloj que le habían robado era exactamente ese –el
que el joyero le estaba mostrando−. No es que fuera el mismo modelo, es que era ese.
Ese era su reloj. Es más, el cliente sacó de un bolsillo el recibo con el código de ese reloj
y coincidía con el que tenía en sus manos. El joyero no sabía cómo reaccionar y dijo que
lo acababan de empeñar por necesidad. Añadió que eso era una joyería seria y que no
quería problemas e intentó ganarse su favor afirmando que comprendía su situación. Al
minuto me llamó diciendo que no apareciera por allí, que me olvidara del reloj (por el
que me iba a pagar unos 7.000 euros), porque además no sabía si el dueño iba a buscar la
manera de tomar represalias contra mí por todo lo ocurrido.
¡No me lo podía creer, acababa de entregar ese reloj y aparecía su dueño a los pocos
minutos! Bien podía haber entrado en otra joyería, o incluso entrando en la misma podía
no haberse percatado de la presencia de su reloj (precisamente en ese lugar). Él justo
entró en esa joyería cuando el relojero iba a poner el reloj en la vitrina.
El dueño de la joyería hizo una foto discretamente de aquel tipo y me la envió. Tuve

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que confirmarle que efectivamente aquel era el hombre al que se lo había quitado. A mi
me tocó irme de allí durante seis meses para curarme en salud. A veces se dan
situaciones cómicas de las que uno puede reírse porque ha logrado escaparse por los
pelos. Del mismo modo que por casualidad se evitó aquel negocio, por cuestión de
minutos podía haber acabado aquello tremendamente mal. Por lo tanto, vale la pena no
lamentarse de que no hubiera podido ir mejor, ya que aquello podía haber acabado
mucho peor.

99
TRECE AÑOS CON PLAMEN

El tiempo iba pasando y yo estaba a la espera del juicio, en plena fase de


autodestrucción, fiestas y borracheras. No digería bien la situación con el argelino, ni
con esa espera. Mientras esperaba la celebración del juicio definitivo −y mientras no
sabía cómo terminar la relación con el argelino y su pareja−, conocí en una discoteca que
se llamaba “La Nueva Idea” a un chico búlgaro, muy simpático, educado y con ojos
azules. Nos dimos los teléfonos y quedamos para comer. Harto de lo que vivía en casa,
tomé la decisión de irme con él, y como dice el refrán, “un clavo, sacó otro clavo”.
Hay ocasiones en la vida en que no puedes avanzar, porque no se dan los
condicionantes necesarios para cerrar episodios de tu vida. Uno debe de convivir con lo
que tiene, sin saber siquiera si va a haber luz al final del túnel. Es como estar esperando
en la sala de espera a que llegue el veredicto sobre el siguiente episodio de tu vida. El
miedo me impedía ponerme a pensar en negativo sobre el futuro −si es que ese juicio
fuera a ir mal−. No valía la pena que me esforzara en pensarlo, las cosas ocurrían como
tenían que ocurrir, y yo no podía hacer nada. Estaba en un momento de la vida en que
todavía no tenía fecha de juicio, no sabía lo que surgiría de ese juicio y, encima, mi
relación con el chico argelino estaba nítidamente llamada al fracaso. No era dueño de los
tiempos. Sólo me tocaba vivirlos como mejor pudiera y, la incertidumbre y el miedo me
impedían tomar las decisiones que era indispensable tomar, hasta que exploté dejándome
llevar por las circunstancias. Decidí escaparme de mis angustias con ese chico búlgaro.
Él salía de trabajar a las seis y media de la mañana y cogía el metro para venir a
verme. Me invitaba a comer y se preocupaba todos los días por mí, desde que se
levantaba y hasta que se ponía el sol.
Al principio conseguimos que me alquilaran una cocina por quinientos euros al mes
y yo dormía en el suelo. Opté pagar eso con tal de poder liberarme del argelino. Y así
con tan poca cosa, Plamen y yo dormíamos allí, en el suelo. Él pagaba una habitación en
una casa de su hermano, pero con tal de venirse conmigo, acudía a dormir al suelo de esa
cocina. A mi no me importaba. No era la primera vez que tenía que dormir sobre el suelo

100
y ya de paso examinaba hasta dónde estaba dispuesto Plamen. Por la mañana nos
despertaban cuando empezaban a hacer uso de la cocina.
Los fines de semana se convirtieron en el aire que tanto necesitaba y que me habían
quitado. Íbamos al cine, a la discoteca y así fue pasando el tiempo. La vida de escape se
volvió en una vida de gratificante paz, al concluir el juicio satisfactoriamente −por fin−.
Al llegar la Navidad, me llenó de regalos. Me dijo que iba a cumplir 24 años, es decir,
que yo era unos cinco años mayor que él.
He de decir que Plamen siempre fue muy correcto, nunca me faltó al respeto.
Entonces llegó el día en que le conté que más o menos tenía una relación abierta, pero
por concluir, con un chico argelino. Plamen decidió alquilar un apartamento para mí y
dijo que no iba a tolerar que continuara viviendo esa relación infernal que todavía
mantenía con Khader. En el mes de diciembre de 1997 di el paso, rompí con Khader
definitivamente y me fui con Plamen. Así estuvimos juntos hasta 2010.
Durante este tiempo estuvimos unos seis meses en casa de una amiga (Marilinda). A
ella la conocía desde los años ochenta. Me alquilaba la casa por un precio razonable,
hasta que un día cociné un zancocho y decidí que comiéramos todos juntos para aclarar
la situación, como personas civilizadas. Ahora disponía de un poco de tiempo y de
menos angustia, para realizar un análisis objetivo sobre mi vida. Después vivimos un año
−o año y medio−, en la casa de otra amiga mía −peruana−italiana−, que se iba a trabajar
a Francia −Maira−. Ella forma parte, actualmente, del grupo de san Miguel Arcángel. Al
cabo de un tiempo cogimos nuestro propio apartamento. He de decir que, sin embargo,
yo seguía ganándome el dinero de la misma forma en que lo había venido haciendo hasta
entonces.
Finalmente y de forma inexplicable, después de trece años de paz en mi vida −y de
abundancia−, consideré oportuno que era la hora de darle a Plamen su libertad para tener
una familia.
Aún recuerdo el día en que le senté en la mesa para tomar un café y para hablar de su
futuro. No de nuestro futuro, no de mi futuro, sino de su futuro. Era la hora de hablar
exclusivamente sobre su futuro. Le dije que yo deseaba que él consiguiera una mujer,
que tuviera una familia, que era una buena persona y merecía tener hijos, que conmigo
nunca los iba a tener, que a mi cualquier noche me mataban por lo que yo hacía, que mi
vida era y había sido muy peligrosa, y que sería tener demasiada suerte el continuar vivo
en adelante, sorteando como hasta entonces la mala fortuna. Unas amigas caían pasto de
la enfermedad, otras a causa de la violencia, así que tarde o temprano me tendría que
llegar a mí. Si eso sucedía, cuando eso ocurriera, no quería que él se quedara solo
súbitamente.
Le dije que merecía tener a alguien que le acompañara en su vejez y, que esa
decisión había que tomarla cuanto antes mejor −antes de que fuera demasiado tarde−. Al

101
ver que él se quedaba perplejo −sin saber cómo reaccionar−, contemplando mi obstinada
y razonada decisión, sin pensarlo, me puse a gritar y él salió corriendo. No encontré en
aquellos momentos otra manera mejor para hacerle reaccionar, para que se fuera. Ya no
le volví nunca a abrir la puerta, ni a responder a sus llamadas de teléfono, no al menos
para restablecer la relación. Tenía que ser fuerte y tajante, pese a estar destrozado por
dentro. Y cuando él intentaba insistir que no iba a permitir que le dejara marchar de mi
vida, le dije que si no se iba llamaba a la policía y que les diría que él me explotaba
obligándome a prostituirme.
Me quedé con los recuerdos y las fotografías de tantos momentos felices, y de tantos
viajes, por Bulgaria, Francia, España, Holanda, Grecia, Suiza, Colombia, Bélgica,
Eslovenia, Alemania, e Italia.
Seis meses después, reapareció en mi vida para decirme que tenía una sorpresa para
mí, que había encontrado una chica y que estaba embarazada. Ese día lloré mucho y le di
gracias al Señor por haberme dado fuerzas para resistir en aquella determinación,
permitiendo con ello que se formara esa familia y que ese hombre tan bueno tuviera ese
regalo. Al cabo de unos meses nació su hija Sara. A la primera persona que llamó para
contárselo fue a mí. Cosas de la vida, Sara es el nombre bíblico que representa a la mujer
estéril que envía a su marido a tener un descendiente con una esclava y también
representa la posibilidad de tener un hijo a una edad tardía. Corrí a su encuentro y
disfruté como propia a su hija cuando la tuve en mis brazos. Allí me di cuenta por
primera vez de lo que ocurre cuando haces un gran sacrificio por otra persona a la que
aprecias.
Plamen era ortodoxo, pero fue quien me llevaba cada trece de junio a visitar el
santuario de San Antonio de Padua. Incluso fue él quien me llevó a visitar en varias
ocasiones, el monte del arcángel San Miguel. La figura de San Miguel, tal como he
puesto de manifiesto anteriormente, ha sido crucial en mi vida. Un ocho de diciembre,
Plamen me llevó al santuario de Lourdes, ese lugar maravilloso donde la Virgen María
se presentó a Bernardette −en 1858−, para decirle que era la Inmaculada Concepción.
Cosas de la historia, cuatro años antes, la Iglesia había reconocido oficialmente el dogma
de la Inmaculada Concepción.
En Colombia fuimos los padrinos de uno de los hijos de una prima mía, que se llama
Santiago y, aunque él no se mantiene pendiente de su ahijado y hace tiempo que no nos
vemos, sí que nos hablamos de vez en cuando. Poco después de ser padre, murió su
madre. Tengo entendido que cuando pierdes a tus padres, te cobijas en las bendiciones
que Dios te ha dado, que son tus hijos. Yo moriré sin tener hijos. Plamen no. Al menos
sé que eso fue lo que le evité a un hombre que fue muy bueno conmigo. Él tendrá al
menos una hija para cuando se haga mayor. Con el fin de aquella relación, decidí que era
hora de cerrar mi ciclo afectivo con los hombres y que él sería el último en mi vida,

102
como de hecho ha sucedido hasta ahora, pues me he consagrado a ser puro y casto.

103
MIENTRAS MANTUVE MI RELACIÓN CON
PLAMEN: OPERACIONES, GIORGIO

Durante los años que estuve con Plamen, en mi vida sucedieron varias cosas
importantes que merecen un trato aparte. Entre 1997 y 2010, yo seguía saliendo a la
calle. En agosto de 2004, decidí operarme los senos en Colombia y el 28 de marzo de
2005 me operé de cambio de sexo en Bangok. Salí de la clínica el 2 de abril de 2005, día
en que falleció Juan Pablo II −la noche anterior al domingo de la Divina Misericordia−.
Debo reconocer que al salir del hospital me entró un enorme cargo de conciencia.
Esa fue mi primera sensación. Sentí que tal vez no hice lo correcto. En ese momento
tenía que tirar hacia delante y hacerme cargo de la personalidad femenina
−supuestamente de mujer−, que acababa de adquirir. Esa fue mi segunda sensación. Fui
directamente a Colombia, donde inicié los trámites legales para cambiar mi
documentación ante un Juez de Familia. Paradojas de la vida; iba a ser un Juez de
Familia el que me pusiera el nombre de mujer a mí, que no podía tener hijos, ni
amamantar a ningún bebé.
Sentí en ese momento que los hombres no me iban a utilizar más. Ante la disyuntiva
de poder intentar conservar o no el placer sexual, opté radicalmente por perderlo. No he
tenido buena relación con los hombres, por lo menos en términos sexuales y conyugales,
y los recuerdos que guardaba de ellos no eran buenos. Con tantísima violencia y
agresividad, después de mis años en Colombia, y mis primeros años en Europa, decidí
convertir eso, es decir, el sexo, en un simple negocio. Ya no habría ni placer, ni riesgo de
quedarme atado a nadie. No en vano, el sexo era lo que me procuraba mi sustento y,
como en mi mente se identifican constantemente la violencia de los hombres con los que
había vivido hasta entonces, con el placer y la vinculación afectiva hacia ellos, después
de tanto engaño y fracaso que representaron esos hombres en mi vida, opté por erradicar
de mi cuerpo cualquier posibilidad de sentir placer.
Fue entonces cuando surgieron en mí dos sentimientos paralelos: Un sentimiento de
paz −porque sexualmente ya no sentía nada−, y un fuerte reclamo por Dios. Supongo que

104
el no generar hormonas me brinda un paréntesis para analizar lo que me rodea más
fríamente, sin distracciones. Por otra parte, al no sentir sexualmente nada, aplacaba el
sentimiento de culpa −por tantas cosas del pasado−, y me permitía buscar a Dios con
menos dificultad.
Empecé a frecuentar las carmelitas de San Francisco de Asís y las clarisas. Tanto me
metí en el asunto, que en Trieste me ofrecieron formar parte de un convento, como
monja. Obviamente no podía aceptar, porque no soy ni me considero una mujer, ni creo
que merezca semejante premio, habida cuenta el pasado que pesa sobre mis espaldas.
Cuanto más mostraba respeto por mí la gente, más insistía yo a las locas para que no
se operaran de cambio de sexo. Supongo que a veces nos obstinamos por experimentar
en nuestras propias carnes situaciones por las que luego intentamos aconsejar y evitar
riesgos a los demás.
Así de triste es la condición humana: que no alcanzamos a aceptar los datos que nos
ofrece la buena gente −los que dan consejos de verdad−, sobre determinadas
experiencias, que tenemos que decidirnos por experimentarlas en nuestras carnes −nunca
mejor dicho−. No sé otros qué es lo que habrán aprendido de esa experiencia −de
cambiar de sexo−. Yo lo tengo claro y por ello me gusta prevenir a otros, de que no vale
la pena. Mejor vivir con una tendencia y con un ansia por no haber hecho lo que soñabas
−si te dicen que no vale la pena, y que sabes que conlleva graves riesgos−, y aceptar la
carga de que te lo perdiste −de que no lo experimentaste−, que soportar la carga
irreversible de haberlo experimentado –finalmente−.
En este sentido, me gustaría avisar y prevenir, tanto de los riesgos de cáncer tan
elevados que supone la hormonación femenina, como otros riesgos psicológicos,
inherentes al cambio de sexo. No me invento nada que no sepamos las trans. La única
cura para el que haya hecho caso omiso de todo aviso −decidiendo experimentarlo en sus
carnes, en su cabeza, en su corazón−, tiene un nombre: Jesús.
Las locas me recriminaban que con lo bien que me había quedado la operación, en
lugar de rentabilizarla y poner anuncios, para ellas era una tontería preocuparme tanto
por acercarme a Dios, precisamente en esos momentos. Resulta curiosa la vida, cómo los
extremos se acercan. Cuanto más nos obstinamos a veces en dar pasos para alejarnos
obcecadamente de Dios, al final más tendemos a hallar la dirección de los caminos por
los que vamos a acabar encontrándolo. Esto me recuerda a San Pablo. Fue su
extremismo en perseguir a Dios lo que le llevó a encontrarlo −o que Dios saliera a su
encuentro−. Y es que no podemos negarnos a nosotros mismos lo que es obvio. En mi
opinión, Dios está inscrito en el corazón de todos los hombres, sólo hace falta darse
cuenta. Y de ello manan y surgen cantidad de consecuencias.
Las locas empezaron a echarme en cara que en lugar de mostrar lo que habían hecho
en mí las operaciones –con una apariencia tan buena−, yo estaba empezando a salir a la

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calle tapado, sin mostrar mi desnudez. Mirándolo con lejanía, pareciera como aquella
sensación de desnudez que adquirieron repentinamente Adán y Eva, al materializar su
caída en el pecado. Sin pensar en esa metáfora −tan cierta y válida para mí, por aquél
entonces−, la verdad es que sin razón aparente, dejé de ir desnudo a ejercer la
prostitución por las noches de Europa. Por primera vez me preocupé por taparme, me
preocupé especialmente por no mostrar mi desnudez. Tal vez para mí esa desnudez era
demasiado obvia, demasiado hiriente; reabría en mí muchas heridas.
En esas fechas decidí refugiarme en mis aspectos menos materiales −incluso
espirituales−, como eran mi fe en Dios y las buenas obras. Eso es lo único que empezó a
llenarme de verdad. Cuando el diablo ve que va a perder un alma, utiliza lo material.
Esta parte me hace recordar los cuarenta días de Jesús en el desierto, cuando el demonio
se le aparece y le muestra todas las riquezas del mundo, y le ofrecía entregarle todo lo
que podía alcanzar su vista, si se postraba ante él. Pero claro, yo no era Jesús, y tampoco
tenía esa santidad y fortaleza para decir “No”.
Yo era un simple pecador que se sentía sólo e inseguro, en medio de una batalla por
conseguir lo que no tenía. Lo único que sentía dentro, es que lo que más necesitaba era
luz −para ver la vida con claridad− para encontrar el camino de Dios. Pero ese camino
cada vez se me hacía más lejano, en vista de la oscuridad de vida que llevaba y del
pasado del que en esos momentos empezaba a adquirir conciencia −mejor que nunca−. Y
estos sentimientos se hacían más acuciantes y cada vez, me quemaban más por dentro. Y
esto me ocurría cuanto más iba a entregarme a los santuarios donde mi alma reclamaba
la fe, y donde de un modo u otro sentía que Dios me llamaba.
Mientras afloraban dentro de mí todos estos sentimientos, esporádicamente mantenía
mi relación con Plamen. Mientras tanto, seguía saliendo a la calle, y en torno al año
2006, regresé a Milán. Allí conocí a Giorgio, un empresario muy adinerado. Me recogió
con su Porche Cayene una noche. Me ofreció 500 euros, pero al final, después de cuatro
horas, me dio unos 18.000 euros. Eso fue un miércoles, y el viernes me volvió a llamar, e
incluso me facilitó la dirección de su casa. Él me pagaba por hacer streap−tease, y no
manteníamos ninguna relación sexual, ya que él siempre estaba bajo el efecto de la droga
y no podía hacer uso de su parte sexual. Esos encuentros tan rentables económicamente
con Giorgio, se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Me llamaba dos y tres veces al
mes.
Entonces yo decidí abiertamente transformar lo malo en bueno y, con todo ese
dinero, comencé a ayudar a mis amigas y a tantos niños y enfermos. Uno nunca sabe si
eso serviría para empezar a dar un cambio de rumbo a las acciones con las que en su día
sería juzgado, pero en cualquier caso creí que era lo que mejor podía hacer. Ese paso
representó en mí un reconocimiento abierto por hacer algo bueno en sentido estricto.
Mientras tanto, él cada vez me daba unas sumas de dinero más importantes. Yo

106
obviamente supe explotar lo bien que le caía. Tanto es así, que la relación excedió de lo
meramente profesional, aunque yo todavía estaba con el chico búlgaro. Hasta tal punto
llegó nuestra relación, que empezó a darme dinero no por mis servicios, sino para todas
las necesidades que por obras de caridad yo le presentaba. Me daba miles y miles de
euros y cuando yo me iba, al llegar el frío a Europa, yo les compraba ropa y zapatos a
cientos de niños en Colombia. Iba a los hospitales y a los geriátricos y ayudaba a todos.
Hasta que en el 2013 sufrí una traición; aunque, como dice el refrán, no hay mal que
por bien no venga. Yo tenía una amiga −mi mejor amiga− que había pagado a un
abogado para que ilegalmente le consiguiera papeles. Luego se descubrió que ese
abogado había hecho miles de pasaportes falsos y por ello le retiraron a ella su pasaporte,
diciendo que el código que constaba en el mismo, había sido empleado por una red de
narcotráfico y trata de blancas. Ella necesitaba dinero para arreglar ese grave problema
en el que se había metido.
Intenté ayudar a mi amiga y le pedí a Giorgio si podía darme una importante suma de
dinero para salvarle el pellejo. Sorprendentemente me dio ese dinero y yo se lo entregué
a ella. Ella era más joven y bonita que yo, pero no me importaba. No supe apreciar
riesgo alguno en aquella intermediación, como en muchas otras ocasiones en mi vida.
Por encima de todo le consideraba una amiga, aunque hubiera habido en nuestra vida
desencuentros y percances −cosa no inhabitual en este mundillo, por otra parte−. Los
pequeños momentos de felicidad entre ambos siempre los consideré por encima de
cualquier problema que hubiéramos podido tener en el pasado.
En aquellas fechas me avisaron de que había aparecido una grieta importante en mi
casa de Medellín, porque se había producido un terremoto −de 6,9 de intensidad, el 9 de
febrero de 2013−. Temía que volviera a producirse un temblor y que la casa se cayera,
así que para poder irme a Medellín a solventar ese contratiempo, le encargué a ella que
fuera donde vivía Giorgio, a fin de que él le pudiera ayudar. Cuando regresé de
Colombia, al cabo de un mes y medio, ella ya le había envenenado la cabeza. Él optó por
quedarse con ella. Él me dijo que quería probar a salir un tiempo con ella.
Yo le avisé que ella no era de fiar. Él se sintió mal por dejarme en la estacada y me
dijo que aún así, él me daría dinero cada mes, pero yo le dije que prefería mantener su
amistad, sin más. Así que los perdí a los dos, a mi mejor amiga y a Giorgio. Me fui para
olvidar esa pérdida a Colombia y regresé al cabo de un tiempo a Europa, un 1 de junio,
esperando volver a san Antonio el 13 de junio como acostumbraba todos los años y a
Monte Santangelo para el 29 de septiembre. Esa era mi motivación real. Primero fui a
Italia, sobre todo porque necesitaba volver a sentir lo que yo sentí al ir de peregrinación
a “mis” santuarios, pues aquella decepción me había afectado fuertemente. En mi mundo
de relaciones se produjo un cambio, adquiriendo mayor peso específico el grupo de trans
de San Miguel arcángel: Melissa, Maira, Francesca…

107
SANTUARIOS, VIAJES Y OBRAS DE CARIDAD

Cuando mi madre murió, una vecina suya nos dijo que se le había aparecido San
Antonio y que teníamos que rezarle una novena a mi madre. Cuál fue mi sorpresa
cuando estando en Italia, llegó a mi conocimiento que San Antonio estaba enterrado en
Padua. Esa fue mi primera peregrinación religiosa con trans en Italia. Convencí a cinco
amigas de la noche y nos fuimos allí. De este modo yo pude ofrecer para mi madre una
misa a san Antonio de Padua. Aproveché para encomendarme a él, para que no me
abandonara y para que me ayudara a tener siempre humildad; para que no me
desamparara, y así poder ayudar a mis niños pobres y desamparados, como una vez lo
fui yo.
Durante varios años acudí a San Antonio de Padua, hasta el punto de que un día
todos los frailes, de un modo extraño me llamaron y me llevaron a una pequeña nave de
la basílica. Todos se arrodillaron en torno a mí y rezaron por mí. Yo portaba un báculo
pastoral que había encargado hacer. Es una réplica del pastoral de San Juan Pablo II, con
Jesucristo crucificado, con el madero superior doblado por los extremos, apuntando
hacia abajo. Pesa cinco kilos y está hecho de plata. Con dicho pastoral acudía a todos los
santuarios. Cargar con el mismo toda la jornada me servía para sentir un poco el peso de
todas mis culpas. Si hubiera una cámara grabando desde arriba, el espectáculo habría
quedado precioso para la posteridad: Todos aquellos frailes arrodillándose y rezando por
mí. A los pocos minutos, uno a uno, todos los frailes se fueron alzando, me daban su
bendición y besaban la cruz. Finalmente me regalaron un anillo bendecido por el
presbítero de la basílica. Me lo tomé como una señal de que pasaba a formar parte del
equipo de los buenos.
El 12 febrero de 2010, abrieron la tumba con el cuerpo de San Antonio, después de
800 años, evento al cual no podía faltar. Esa fecha coincide con la primera traslación del
cuerpo de San Antonio, por parte de San Buenaventura, en 1263, y la ubicación
definitiva de su cuerpo en la actual Capilla del Arca, donde se encontró su lengua
incorrupta. Sentí desde ese momento, mi fe y mi corazón en conexión personal con ese

108
santo y me encontré, sin pensarlo, pidiéndole perdón y ayuda para mi madre, por su
pasado.
Recuerdo cómo llegué a Padua el 13 de febrero. Estaba nevando. Yo tenía la
costumbre de llevar lirios blancos para visitar el santuario. Al santo se le representa
precisamente con unos lirios blancos. La gente se esforzaba por protegerse y yo, sin
paraguas. Sólo me preocupaba de proteger los lirios para mi santo. Se hablaba de que
para ese evento habían comparecido treinta mil personas, salvo el día en que se mostró el
ataúd. Ese día acudieron 200.000 personas. La cola llegaba hasta el parque y más allá de
la ciudad. Todos andaban con sus paraguas, y yo sólo preocupado por los lirios para el
“poverello” −que es como llamaban al santo en vida−. Era el único que le llevaba lirios
ese día y los periodistas me tomaban fotos como si yo fuera el predilecto −la predilecta
para ellos, pues tenía apariencia femenina−. Un año después, en el almanaque del evento
del año anterior, yo aparecía entre las fotografías escogidas para la festividad de San
Antonio −para el mes de junio−. Toda la gente me reconocía y me preguntaban si era la
del almanaque.
Otra peregrinación determinante en mi vida, está relacionada con la obtención de mis
papeles de residencia en Italia. La gente me decía que después de nueve meses en la
cárcel, era imposible que me dieran los papeles. Así que decidí acudir al santuario donde
está expuesto el cuerpo incorrupto de Santa Rita de Casia. A esa santa se la conoce como
la santa de los imposibles. Allí le hice la promesa de que si me daban los papeles, me
pasaría tres días en ese lugar, en oración. Regresé a Milán y recibí la noticia sobre mis
papeles. ¡Vaya si funcionó mi promesa! No sólo me dieron los papeles que pedía.
Normalmente a la gente le daban papeles por un año, pero a mí inexplicablemente me lo
dieron para tres años, así que regresé con más amor hacia Casia, para cumplir con mi
promesa. En esta ocasión regresé con Mario, un amigo de Medellín.
En una de estas peregrinaciones, me ocurrió un suceso algo así como sobrenatural.
Andaba caminando por la montaña en compañía de una trans que se llamaba L. −evito
poner su nombre completo por lo que a continuación comentaré de ella−, recordando
entristecido todo el mal que había pasado por mi vida. En un momento dado nos
sentamos cansados, después de tanto caminar. Para ello escogimos un banco que estaba
ubicado a la entrada de un monasterio −o algo así−, y de allí salió un fraile que se dirigió
a mí, preguntándome si yo tenía cita. Al reconocer el hábito de San Antonio, esto es, las
ropas franciscanas, le contesté que sí, sin siquiera saber cual era aquél lugar en el que me
hallaba. Entonces me preguntó si venía a buscar a algún sacerdote para confesar y
también le contesté afirmativamente. No sé por qué contesté afirmativamente, me dejé
llevar presintiendo que aquello nos llevaría a algo importante. Nos abrió la puerta de ese
edificio y añadió que nos estaban esperando, a cuyo efecto nos señaló una puerta
pequeña, con la finalidad de que pasáramos. Entramos y allí me encontré con un fraile

109
bajito, con una barba blanca que llegaba hasta el pecho. Esa larga barba blanca era
inolvidable. Me echó agua bendita y me dijo en italiano:
− “Io so perche sei venuta. Inginocchiate”. Esto es: −“Yo sé a qué has venido,
arrodíllate”−. Yo me arrodille. Él me puso las manos en la cabeza e hizo unas oraciones
en latín. Al acabar me dijo en italiano –lo traduzco−: “Desde hoy San Miguel Arcángel
estará contigo, hasta el fin de tus días y por ti está intercediendo ahora. En ti está si
quieres hacer el bien, o si quieres hacer el mal”. Me regaló una estatuilla del arcángel
San Miguel e hizo sobre mí una oración como de exorcismo. Al menos eso es lo que yo
entendí que hizo sobre mí. En cuanto a mi amiga L., debo decir que L. era trans, y que su
vida era tremenda: Siendo adolescente, se puso a jugar a cosas que no debía con su
hermana menor, y la dejó embarazada. A la hora del parto, su hermana murió y tuvo que
hacerse cargo de su hija. Mi amiga L. no supo otra forma mejor para sacar adelante la
vida de su hija −hija a su vez de su hermana, fallecida en el parto− que dedicándose a la
prostitución. L. también entró con ese fraile, y también le hizo esa oración de exorcismo,
pero a ella le dijo algo al oído, y luego le dio un rosario, añadiendo que ya sabía lo que
tenía que hacer para ser perdonada.
Días después quise confesarme y regresé donde conocí a esos frailes, pero resulta
que cuando llegué a ese lugar y toqué el timbre, salio un señor normal y me preguntó que
a quién necesitaba. Le contesté que necesitaba al fraile que vivía en ese lugar, pero me
dijo que estaba equivocado, que eso era una oficina y que por ahí él no conocía ninguna
casa de frailes. Aunque la entrada era la misma, ciertamente aquello resultaba ser una
oficina. Aquel lugar tal vez tenía una apariencia más moderna de la que yo había visto
pocos días antes. Seguí preguntando por la zona y todo el mundo me decía lo mismo,
hasta que me dirigí a la parroquia más cercana y le pregunté al párroco. El padre me
respondió señalándome hacia el lugar del que yo venía y me dijo que ahí había existido
un monasterio, el cual la gente ya ni recordaba. Esa fue toda la explicación que yo recibí.
No sé si ese lugar al que fui a parar está relacionado con Santa Rita o con San
Maximiliano María Kolbe. Lo único que he podido averiguar es que la parte antigua del
monasterio de Santa Rita se remonta a finales de 1200. Ese monasterio estaba dedicado a
Santa María Magdalena. Se amplió posteriormente, en la primera mitad del siglo XVIII
con las ofrendas del rey Juan de Portugal, quien había sido curado de cáncer en un ojo
por intercesión de la santa.
Tiempo después −en un domingo, como ya ocurriera otras veces−, fui a visitar
cementerios para rezar por los muertos. Fui a parar al cementerio monumental de Milán.
Como siempre yo andaba rezando mientras iba mirando los mausoleos. Terminé mi
recorrido por el cementerio y decidí entrar en la capilla, donde hice unas oraciones. Al
salir había expuestas unas estampitas de santos y en cada estampita había una oración
solicitando la intercesión de su respectivo santo. Cogí una y me la metí en el bolsillo. Al

110
regresar luego a casa, atiné a observar con más detalle, que el santo que aparecía en esa
postalita, era aquel fraile que me había dado la estatuilla del arcángel San Miguel.
Extravié con el transcurrir de los días aquella estampita y, a pesar de que durante mucho
tiempo estuve intentando hacer averiguaciones por internet, no alcancé a localizar a ese
santo hasta fechas recientes −cuando ya decidí dejar la calle−, cuando visité la parroquia
de San Sebastián en Badalona. Al lado de la puerta de la sacristía hay un cuadro de ese
santo: San Maximiliano María Kolbe. El contacto con ese santo caminando por Casia
−donde se levanta el monasterio dedicado a Santa Rita, cuyo origen se halla en uno
levantado en honor a Santa María Magdalena−, hizo que me entrara la curiosidad por
San Miguel. Fue de este modo como me enteré que existía un santuario en Italia,
dedicado al arcángel San Miguel, llamado Monte Santangelo, en la provincia de Foggia.
Actualmente, al tiempo que concluyo la redacción de este libro, mi curiosidad me ha
llevado a examinar la relación entre San Maximiliano María Kolbe y San Miguel
Arcángel. He aquí que he descubierto una grandísima coincidencia. En noviembre
de1935, escribía San Maximiliano un artículo en la revista de la Milicia de la
Inmaculada de Japón, describiendo qué evento marcó en su vida, la necesidad de fundar
la Milicia de la Inmaculada:
“Los masones en Roma comenzaron a manifestarse de forma abierta y agresivamente
contra la Iglesia. Ellos colocaron el estandarte negro de Giordano Bruno bajo las
ventanas del Vaticano. El arcángel San Miguel, fue representado caído debajo de los pies
del triunfante Lucifer. Al mismo tiempo, innumerables panfletos fueron distribuidos a
las personas en la que el Santo Padre era atacado vergonzosamente. En ese momento
concebí la idea de organizar una sociedad activa para contrarrestar la masonería y a otros
esclavos de Lucifer.
Un segundo artículo de San Maximiliano Kolbe fue publicado en 1939: “En los años
previos a la guerra, la camarilla masónica desaprobó en varias ocasiones a los Sumos
Pontífices, que gobernaban en Roma, la capital del cristianismo, cada vez con mayor
descaro. En las fiestas en honor a Giordano Bruno, desplegaban una bandera negra que
mostraba al arcángel San Miguel bajo los pies de Lucifer y no dudan en blandirlas
debajo de las ventanas del Vaticano.
Este odio mortal para la Iglesia de Jesucristo y de su Vicario no era sólo una broma
por parte de individuos trastornados, sino una acción sistemática que procede del
principio de la masonería: destruir toda religión, sea la que sea, sobre todo la religión
católica”. Como consecuencia de ser testigo de la hostilidad de los francmasones hacia la
Iglesia en 1917, San Maximiliano Kolbe decidió fundar la Milicia de la Inmaculada para
contrarrestar las acciones de Lucifer.
Fueron los actos públicos llevados a cabo descaradamente por los seguidores de
Lucifer, en las celebraciones del 200 aniversario de la fundación de la masonería

111
−directamente delante del Vaticano−, mostrando a Lucifer pisando a San Miguel
Arcángel −que es justo la imagen contraria a la imagen con que se representa a San
Miguel Arcángel, en la que es él quien pisa la cabeza del demonio−, lo que provocó en
San Maximiliano María Kolbe, la necesidad de fundar la Milicia de la Inmaculada.
Un día creí haber visto como la sombra de un ángel desde el balcón y vi en ello la
llamada para hacer el viaje a Monte Santangelo. Fui a ese lugar a fines de agosto y la
segunda vez acudí para su fiesta, el 29 de septiembre, pero en esta ocasión me llevé a
dos amigas, Maira y Francesca Vallejo. La siguiente vez entre las tres logramos atraer a
diez trans en total. Al tercer año conseguimos llevar a quince y actualmente nos
reunimos allí hasta veinte. Para mí, el arcángel San Miguel es mi ángel de la guarda, el
que me guía en la fe. Y cuando voy allí, aprovecho esa peregrinación para acudir
también a visitar el santuario del famoso capuchino de Pietrelcina, San Pío de
Pietrelcina, que dista pocos kilómetros del lugar donde se apareció el arcángel.
Suelo regresar cada 29 de septiembre −todos los años−. Tiempo después me fui a
Francia, a visitar el Mont Sant Michel, donde también reza la tradición que se apareció el
arcángel.
Como comenté anteriormente, también visité el santuario de Lourdes, en Francia.
Decían que fuera a ese lugar, porque aseveraban que era muy milagrosa el agua de una
fuente que mana de la montaña. Esa música ya la había escuchado yo antes, en Pereira,
así que decidí acudir con plena convicción. Yo no aguantaba las ganas de ver el
santuario, pero tenía un fuerte dolor en un seno. Al llegar, tuve que quedarme en un hotel
cerca al santuario. Allí permanecí dos días, en el mes de diciembre. A las 20:30 horas me
dirigí al santuario con mi cruz, pero me sorprendió de frente un cardenal, el cual me puso
al frente de la procesión. Detrás venía la Virgen, y más atrás, cientos de farolitos
encendidos. Aquella experiencia fue preciosa e inolvidable.
Hallándome en Milán, me encontré un día un libro sobre los santos de cada día.
Busqué el correspondiente a mi fecha de nacimiento, y descubrí que era la festividad de
la Porciúncula, cosa de la que hasta entonces no había sido consciente. Como comentaba
anteriormente, esa fecha resultaba ser muy significativa en la vida de San Francisco de
Asís. Así que decidí ir a visitar Asís. Allí conocí el convento de los frailes menores de
San Francisco, donde he celebrado varias veces mi cumpleaños. También recorrí el
convento de San Damián y el de Santa Clara.
No mucho después de mi primera peregrinación a Monte Santangelo, me fui a
Fátima. Decidí ir allí a pedir por varias personas enfermas o heridas. Mi abuela se había
caído, y también me pidieron oración por un primo mío −con ocho o nueve años de edad
− que había nacido con un solo riñón, que además, se le había infectado. Existe la
tradición de que si a los niños enfermos les vestían de San Antonio, estos se curaban, así
que le llevé el vestido desde Colombia. A Fátima fui también por una amiga que tenía su

112
madre con cáncer, y por un tío mío que también tenía cáncer. En total fui
aproximadamente por diez personas que estaban gravemente enfermas. Tenía la
necesidad de encomendarle todas esas personas al Sagrado Corazón de María. Me quedé
allí tres días rezando. Una buena parte de los encomendados, sorprendentemente
sanaron. Más no puedo decir.
Llegó una época en que tenía que renovar los papeles y por ello no podía viajar a
Colombia. Viendo que no podía viajar a mi país, al menos decidí que podía ir el 8 de
diciembre a Lourdes. Allí solamente llevé a dos amigas y a unas prima mía con su hijo.
Actualmente he ido a Lourdes unas cinco veces, donde como antes he mencionado, la
Virgen se apareció bajo la advocación de la Inmaculada Concepción. Es precisamente la
Inmaculada Concepción con quien se acuñó poco después, la famosa medalla milagrosa,
tras las apariciones que tuvo Santa Catalina Lobouré, y su nombre se debía, cómo no, a
los miles de milagros que se producían con el sólo hecho de regalar esa medalla. Ya
después San Maximiliano María Kolbe, tras fundar la Milicia de la Inmaculada,
denominaría a esa medalla, como “las balas” con las que vencer el mal. De hecho, en
una de esas noches en que conocí a la persona que está ayudándome en la redacción de
este libro, me regaló una de esas medallas. Quién sabe, quizás eso representó el principio
de todo.
En Semana Santa fui en varias ocasiones a Turín, a visitar la Sábana Santa, así como
en la Catedral de María Auxiliadora, donde están enterrados el cuerpo de San Juan
Bosco y Santo Domingo Savio en Turín.
Puedo decir que los monasterios, santuarios y lugares santos a los que he ido, son
innumerables. A muchos de esos lugares he invitado a otras chicas o locas de la noche.
Una de las peregrinaciones que más me impactó, fue la que hice a Polonia, donde pisé
lugares santos por los que caminaron San Juan Pablo II, Santa Faustina Kowalska, o San
Maximiliano Kolbe, etcétera, país donde tuve la oportunidad de experimentar la
misericordia del Señor.
En resumen: En San Antonio de Padua sentí la humildad de san Antonio, y el amor
por los desamparados, y los niños necesitados. En San Francisco sentí la hermandad, y la
obligación a la regla, a la cual agrego tan memorable fecha de la indulgencia plenaria
−dos de agosto−, coincidente con mi nacimiento, que me lleva a sentir especialmente el
perdón por todos aquellos que me hicieron daño en los años de mi infancia. Guardo de
ese lugar tantas veces en las que me ha sido concedido el perdón, al confesarme y
atravesar esa puerta de la Purciúncula, con la humildad que sólo san Francisco sabía
expresar. En Fátima sentí aquella familiaridad de compartir estos mensajes con el
mundo, cuando me arrodillé ante la tumba de los niños, ya santos, Francisco y Jacinta,
donde se reavivaron los dolores de mi infancia, las heridas que marcaron mi niñez, y
donde sentí la obligación y la llamada a consagrarme a su corazón inmaculado. En

113
Lourdes me sentí identificado con Bernardette Sobiorous, porque al igual que ella, yo
sufrí la angustia de pasar por la tuberculosis. Como ella, yo tenía una familia bien pobre.
Sólo la fe nos había sacado adelante, y cuando me bañé en el agua de la gruta un ocho de
diciembre, no sentí el frío del agua invernal, sino el calor de la fe, de su presencia en mi
cuerpo, limpiando mi cuerpo de aquellos pecados que, como la más temida enfermedad,
pesaban dentro de mí, y a su vez me liberaban el alma. Y cuánta misericordia sentí
cuando visité los lugares donde vivió Santa Faustina Kowalska, especialmente después
de postrarme ante el cuadro de la misericordia. Imborrable queda en mi interior la dicha
de entrar en la casa del papa Juan Pablo II. Me hizo refrescar aquel momento en que me
dio su bendición, tanto a mí, como a cien rosarios que portaba conmigo, con motivo del
jubileo del 2000. Mi alma no podía más con tantas gracias, como la de poder entrar en
Auschwitz, el campo de concentración que vio morir a San Maximiliano María Kolbe, y
poder rezar un rosario a media noche sola, en ese lugar. Y que me abrieran las puertas
para llegar al santuario de Czestochowa. Y qué más se puede pedir que recibir la
bendición de San Miguel Arcángel, en el monte Santangelo, reforzando la protección del
cielo. Y por si fuera poco, ir a Medjugorje, y sentir la conversión de nuestra Reina de la
paz, como madre incondicional.
Yo era de las personas que cuando estaba muy mal, y solo cuando estaba muy mal,
me acordaba de la Virgencita; aunque también tengo que recordar que ella ya me venía
haciendo pequeños milagros desde Colombia. Viendo todos los regalos que me ha ido
haciendo −sacarme de la droga, sacarme de la calle, etc...−, ahora puedo decir que una de
las motivaciones que tengo en la vida es seguir los pasos de María por tantos santuarios,
recogiendo sus mensajes por todos los rincones de Europa, y de ese modo ir
acrecentando mi fe.
Antes de comentar un poco las obras de caridad que pude hacer, especialmente con
el dinero que me facilitaba Giorgio, me gustaría al menos enumerar por encima, los
países que he visitado, en los cuales hice amistades y establecí una red de personas que
ganan su dinero por la noche. Algún día me gustaría ver la conversión de todas ellas y,
con ello, observar cómo se encienden pequeñas antorchas en cada uno de esos países,
para que se pongan a trabajar aportando luz a los habitantes de todos esos países: Italia,
Francia, Portugal, Bélgica, Suiza, Grecia, Rumanía, Bulgaria, Macedonia, Croacia,
Alemania, Holanda, Suecia, Noruega, Dinamarca, China, Egipto, Tailandia, Filipinas,
Camboya, Albania, Rusia, Panamá, Finlandia, Ecuador, Santo Domingo, Aruba. Allí
siempre he buscado alojarme primero en los Holiday Inn, o en el Sheraton. Formula
Uno, y el Ibis, entre otros.
En cuanto a las obras de caridad, empezaré por comentar mis jornadas en el Hospital
del Sacco, en Milán pabellón 54, donde se encontraban los enfermos terminales. Allí les
hacía compañía, les facilitaba tarjetas de teléfono, y les compraba lo que veía que

114
necesitaban.
Un lugar insólito donde estuve ayudando, es un sitio que se encuentra detrás de la
estación central de Milán. Debajo de los raíles del tren, donde hay un puente, había unas
habitaciones donde metían elementos de repuestos para el ferrocarril, y ese lugar se lo
dieron a un padre que recogía a todos los desfavorecidos de la calle, pedíamos
colchones, comida, y medicinas. Ese sacerdote, creo que se llamaba Giussani −sólo lo
creo−, resultó ser el fundador del movimiento al que pertenece mi buen amigo Jordi
−Comunión y Liberación−. En invierno llevaba chocolate con pan, merienda y comida
para que cocinaran. En ocasiones yo le pedía a ese sacerdote que me aguardara hasta
tarde para poder dejar mi maleta en ese lugar y él accedía.
En Colombia frecuenté el hospital de San Juan de Dios, donde había leprosos,
tuberculosos terminales, y demás enfermedades contagiosas. También acudía a visitar un
edificio en el Pueblo de Calarca Quindio, donde había unos cincuenta viejitos. Allí
llevaba ropa, mantas, les daba dinero y cocinaba para ellos. En la montaña de San Pedro,
en Medellín, donde había un orfanato, llevaba lotes de ropa para niños. Desde Milán les
enviaba hasta veinticinco cajas de veinte kilogramos de ropa y juguetes, porque yo tenía
carnet de comerciante y podía comprar al por mayor. Para el Hospital de San Vicente de
Paul también llevaba ropa y juguetes, sobre todo en la planta de oncología, así como
colaboraba para una Fundación que hay para niños de mujeres de la calle seropositivas
−en la cual también los niños son seropositivos−. También solía ir al barrio de Las
Palmas y al barrio Zamora, en los que había mucha gente necesitada. Allí había gente
que vivía de la basura, en el basurero municipal, reciclando. Sobrevivían allí muchas
familias. Pablo Escobar sacó a toda la gente de allí y los ubicó en el barrio que él llamó
Pablo Escobar. Supongo que jugó con la miseria de la gente para obtener el favor del
pueblo que le protegía.
En Guayaquil recogía a los enfermos que dormían en la calle, les daba para que
pagaran una habitación, sus medicinas, o comida. Iba también a trabajar en Armenia o en
Cali y en Pereira, ayudando a las mujeres de la calle.
Pero donde más he empleado el dinero que conseguía, ha sido en la familia, con
hermanos, primos, primas, tíos, sobrinos y para mi abuela, que ya no está.

115
ENCUENTROS Y REENCUENTROS

En la vida de todos, siempre urge saber más sobre nuestras raíces. Supongo que en
mi caso eso era algo especialmente acuciante. La eterna pregunta “¿de dónde venimos?”,
en mi caso era cuestión de estado, así que siendo ya mayor, decidí contratar un detective
y ya entre sus indicaciones, y la ayuda de mi hermano Juan Carlos, conseguí localizar a
mi padre. Le encontré en una casa en la montaña. Estaba muy desmejorado. El lugar
donde dormía olía a humedad y estaba todo cerrado. Una de las primeras cosas que le
dije −con las mejores palabras de que fui capaz−, fue comentarle que allí tenía, delante
suyo, a la hija que él siempre había querido tener.
Le convencí para que se viniera conmigo. Para mí ese encuentro, o reencuentro
−porque ciertamente no sé cómo calificarlo− y la posibilidad de cuidarle, me encantó. Es
evidente que para mí, aquello era un auténtico encuentro, porque era la primera vez que
me encontraba cara a cara con la persona, con el ser que hay detrás del título de padre, de
mi padre, aunque por otra parte era un reencuentro porque de pequeño me lo encontré un
día en una tienda, por unos minutos, como ya conté antes, hasta que mi madre se enteró
de que se había acercado a mí, y se fue a agredirlo en cuanto se lo dijeron.
El encontrarle por fin, el hecho de reencontrarme con él, obviamente me removió
muchas cosas por dentro.
A veces nos hacemos tanta ilusión por algo o por alguien, que no somos capaces de
percatarnos de que ese sentimiento no tiene porqué ser recíproco. Le traje a mi casa por
unos días, pero una tarde descolgué el teléfono y escuché cómo él estaba hablando con
unas mujeres, a las que les decía que en cuanto yo me fuera a Europa, él se las traería a
mi casa. El desencanto fue máximo –no era la primera vez que me defraudaban−. Así
que le tuve que decir que la casa estaba llena de alarmas y que él sólo podía entrar y salir
cuando mi tía desconectara las alarmas. Añadí que si no lo hacía, vendría la policía y le
arrestaría a él o a las personas que él quisiera meter en casa. En caso de que no aceptara,
le acompañé para que viera el geriátrico que hay delante de mi casa, a cuyo personal yo
conocía y le propuse que pagara un dinero para quedarse allí, pero no aceptó. Esa

116
madrugada, sin decir nada, se fue de casa −otra vez, se puede decir−.
Últimamente he reanudado el contacto telefónico con él, y no descarto que se venga
a mi casa de Medellín.
Admito que una de las cosas que aún no logro superar, es que siempre debo estar
atento en no confiar tanto, porque no son pocas las veces en que la gente de mi entorno
me ha traicionado. Soy de esas personas que se entregan al cien por cien. Después de
tantas veces entregándome al máximo y de sufrir tantos golpes duros, parece que todo
genera en mí algo así como una sensación de confusión y desilusión, creando la mejor
ocasión o excusa para ofrecer toda mi confianza y entrega al Señor y a la Virgen María.
Únicamente a ellos.
Dicen que la presencia de Dios es variada, que está en todas partes, que está en la
eucaristía y que también está detrás de los ojos de los que nos rodean, esto es, en el
prójimo. Él nos dijo en el evangelio que cuanto le hiciéramos al prójimo −con comida,
abrigo o consejo−, en realidad a él también se lo estamos haciendo. Quizás aunque sólo
sea por eso, por atender a su voz, que son en realidad las palabras que me sacaron de la
calle, es por lo que debo de redoblar mis esfuerzos por seguir entregando mi confianza a
la gente, pese a todo el mal que tanta gente me ha hecho.
Escuché la voz del pastor, y me sentí como la oveja perdida, la oveja escogida entre
las noventa y nueve; la oveja tan querida. Al haberme sentido oveja preferida −porque
vino a sacarme de un sitio tan perdido y oscuro−, ¿cómo podría yo dejar de transmitir la
voz de mi pastor y abandonar el barco? Las ovejas siguen necesitando quien transmita su
voz, quien se levante a deshora, quien se acueste tarde, quien atienda una llamada o
acuda a tomar con ellas un café, para llevar la voz del pastor y el mensaje de su amor que
se refleja en toda mi vida, en mi conversión. Por eso ahora todo en mi vida consiste en
dedicarme a esas ovejas.
Aún a pesar de perder en ocasiones mi fe en el ser humano −porque creo que a ese
punto todos llegamos en muchas ocasiones−, hay personas que sé que no me traicionarán
nunca, que siempre me amarán de verdad y sobre todo, sé que siempre estarán
disponibles para mí, cuando las necesite.
Yo creo que la vida es un poco como decía mi padrino Santiago: “Mamita usted
siempre come de lo que le eche a la olla”. Esto es, que uno siempre cosecha lo que
siembra, y si sembramos amor, amor recibimos. No existe lo malo, existe la ausencia de
lo bueno. No existe la tristeza, existe la falta de alegría. Y el odio, no existe. Sólo existe
la falta de amor. Por eso yo quiero ahora compartir mi vida y tal vez con ello sembrar
alguna semilla del amor de Dios, a través de lo que Él ha obrado en mi.
Recuerdo aquél sacerdote tan carismático que me contó un día cómo él tuvo un
enorme regalo, y sintió ese amor tan sobrenatural que Dios nos tiene y su presencia real
haciéndole compañía en su vida. Me imagino ese regalo como si Dios me lo hiciera a mí.

117
Imaginaos, todo un Dios, creador del universo, de lo más grande y de lo más
pequeño, creador de todo, que un día totalmente inesperado, se presenta en medio de tu
cotidianidad, y te susurra al oído diciendo: “Daniel, mi Daniel”. Madre mía, se me pone
el pelo de punta: “Mi Daniel. Cuánto has sufrido. Yo lloré contigo aquél día que te pasó
aquello, Yo lo vi, pues estaba allí contigo. Y aquél otro día, también lo presencié, y el
día en que aquella persona te hirió. Recuerdo el dolor que te causó. Cómo te quiero.
Pero, cómo te quiero. Te quiero tanto. Eres mi hijo, mi criatura amada. Soy tu seguidor
número uno, y te quiero así, tal como eres tú, con tus caídas, tus años lejos de mí, con tus
penas y tus miserias. Ya sólo con que me reconozcas dentro de tu corazón, lloro de
alegría”.
El odio es una enfermedad, un veneno que te va matando la voluntad, la humildad y
la salud. Yo pude haber perdido la capacidad para comunicarme con los demás y pude
haber perdido la salud. También pude perder las fuerzas por vivir −con tantas pruebas
que me ha puesto la vida−, con tanta maldad, tanta injusticia, tanto dolor, tanta soledad,
con tanta sangre derramada. Como pobre que soy, me puse los zapatos más pobres, los
más humildes, los del más infeliz y, así me quedaran grandes o pequeños, aprendí a
caminar con ellos, sosteniéndome con una pequeña semilla de esperanza, con una
pequeña semilla de amor.
No es normal que uno pueda vivir tanto, que uno viva tantas cosas. Hay mucha gente
que no quiere vivir, que no halla sentido a su existencia. El sentido de verdad que yo
encuentro en mi vida es el amor que Dios me ha demostrado que me tiene a mí de forma
particular, con mi pasado y con mi presente, y también con mi futuro, porque siento
dentro la fe que Él tiene en mí. Sentir que me amó a pesar de mi pasado, de mis caídas,
de mis defectos. Saber que me hizo compañía en mis peores momentos y que, en
ocasiones, me hizo susurros al oído, o me puso personas, para ir saliendo de tantas cosas
en las que yo solo me fui metiendo, o en las que otros me metieron.
Sintiéndome querido y amado por Dios de semejante manera, encuentro sentido a mi
vida haciendo todo lo posible para ayudarle en todo lo que Él necesite. Si hay que ir a
buscar la ovejita más apartada, haré lo necesario para estar allí escuchando lo que esa
ovejita necesita contar. Otras veces lo que necesitará será una caricia y espero estar allí
para dársela, o un abrazo, un gesto de amor, un hombro sobre el que llorar… o para darle
por mi voz, una palabra de mi amado Jesús. Como ocurriera con el pastor ante el rebaño,
para salir o entrar en el redil, todo empieza con una palabra Suya, y como sucediera con
la presencia de Dios detrás de los ojos del prójimo, la presencia, Su presencia, va en los
dos sentidos. Nosotros somos ese prójimo también para los demás, llevando Su luz y Su
palabra: somos meros instrumentos de Su grandeza.
Si Le conociéramos de veras, nos cambiaría la vida. Si Le conociéramos de verdad,
sabríamos que de los mayores tesoros que hay es la humildad, que la mayor arma contra

118
el mal, es el amor, que el mejor camino es el camino de la fe, pero la palabra clave, es el
perdón −y la misericordia−, perdonar a cada uno entendiendo su pasado, su
circunstancia, sus heridas. Pedir perdón y perdonar al prójimo que nos ha herido, y
especialmente saber perdonarnos a nosotros mismos. Si Él nos ha perdonado, ¿quiénes
somos nosotros para no perdonarnos a nosotros mismos?
Sin el perdón sólo hay rencor; donde hay rencor existe el odio; donde hay odio no
hay amor, y donde no hay amor, no está Dios, así que pensando aquello que dicen de que
Él está en todas partes, con el odio lo apartamos de nuestro lado. Sencillamente a Dios le
sacamos de aquellos lugares en los que no hay amor.
Recuerdo que una vez confié en una chica, e incluso llegó a ser mi amiga, pero con
el tiempo ella me hizo abandonar el apartamento donde vivía; me hizo escoger entre el
apartamento o la perrita que yo tenía. Hasta entonces yo siempre me había sacrificado
por esa persona, pero no hubo manera de hacerle entrar en razón. Ella era más joven y
hermosa. Ella era conocida por mover mucho dinero; a mi me conocían por mover
corazones. Ella vivía en el odio, debo de reconocerlo. Me sentí tan defraudado cuando
tuve que admitir esa situación. ¡Qué triste es vivir sin Dios! Ese episodio provocó que
me fuera de Milán a Barcelona.
En Barcelona fui a vivir a casa de otra trans y me encontré a mis amigas Hillary y
Alejandra. Camino al Camp Nou −que es el lugar más conocido de Barcelona donde las
prostitutas se exhiben−, siempre rezaba, haciendo honor a la tradición católica que ha
habido entre los naturales de Colombia. Rezaba especialmente por las almas del
purgatorio; supongo que será por la costumbre de haber vivido tantos años de violencia
en mi país.
En Barcelona seguí también con mi habitual forma de ganarme la vida, si bien mi
cabeza y mis sueños, andaban por otros derroteros. Siempre soñando con dejar la calle,
con volver a vivir esos maravillosos viajes en tantos santuarios, anhelando con extender
esos pequeños momentos de felicidad y de cercanía con Dios para todas las horas del
día.
Uno no conoce con antelación el día y la hora en que Dios nos escoge para
regalarnos una gracia. En la mayoría de las ocasiones tampoco estamos preparados para
recibirlas.
Conozco mucha gente que sabe que hay una oferta de cambio de vida atractiva, un
camino o una experiencia basada en Dios y que confía que habrá de ser así, pero que
posterga y retrasa ese encuentro, esa experiencia. Cuánto miedo hay en el mundo.
Cuántos temores hay dentro de cada persona. Y cuán injustos somos con las ofertas, con
los regalos de Dios. Yo tenía miedo a encontrarme con el Señor, especialmente porque
no era capaz de hacer frente a todos mis pecados −por mi pasado−. ¿Cómo podía yo
presentarme ante Él?

119
Es tan brutal el encuentro con Dios, que toda experiencia humana con la que
hayamos soñado nunca −de riqueza, de amores, de adolescencia loca, etc− se queda
pequeña a Su lado. Yo lo he vivido todo, porque he tenido mucho dinero. Pero las
miserias le llegan a uno en la vida de forma tan súbita e inesperada, que parece como si
el conjunto de alegrías materiales y penas del alma, fueran como una montaña rusa
inacabable y que no descansa la adrenalina desenfrenada, inyectándose en nuestra
sangre, hasta que no se detiene de golpe esa atracción y uno encuentra el reposo de Dios,
gratificante, dulce, abrumador, llenándolo todo.
Cosas de la vida: a mí, que tanto me gustaba rezar el rosario, tuvo que ser un 7 de
octubre del año 2016, día de Nuestra Señora del Rosario, cuando Dios quiso venir a
darme lo que más ansiaba; el instrumento que yo necesitaba para salir de todo aquello.
Era de madrugada y yo hablaba, como de costumbre, con otras locas de la noche, en
una de las calles adyacentes al Camp Nou. No era una noche fría, aunque tampoco hacía
calor. La calle contaría con unas cinco colombianas en la zona que las trans de dicha
nacionalidad ocupan en ese tramo de calle. Más arriba están las brasileñas, las
venezolanas... Las colombianas no somos precisamente de las más descaradas en cuanto
a poca ropa. No solemos mostrar tanto nuestro cuerpo como los trans de otras
nacionalidades.
Algo hizo que me diera la vuelta mientras yo hablaba con mis amigas. Se acercaron
dos chicos y uno de ellos me mostró una pequeña foto, mejor dicho, una postalita
pequeña con el rostro de una hermosa mujer. Reconocí en seguida la imagen de la foto:
era la cara de la Virgen María. En concreto, era la imagen de la Virgen María que se
aparece en Medjugorje, ese pequeño pueblo de Bosnia Herzegovina. Ese lugar es algo
así como el Lourdes, el Fátima o el Guadalupe de la actualidad. Tal vez todos ellos a la
vez. Allí han ido más de cuarenta millones de personas, sacerdotes, obispos y cardenales.
Yo conocía perfectamente esas apariciones –en Italia todo el mundo las conoce−, si bien
es uno de los pocos lugares donde no me había atrevido a ir, supongo que más por miedo
que por otra cosa.
Tan pronto se presentaron esos dos chicos, nos dimos dos besos y mencionaron sus
nombres: Nacho y Alex. Les dije que yo conocía esas apariciones de la Virgen María, en
Medjugorje. Ante esa afirmación se quedaron perplejos, puesto que les resultaba
sorprendente que alguien de mi profesión, conociera ese lugar. Acto seguido, viendo mis
conocimientos sobre tales apariciones y confiado en mi religiosidad, Nacho me dijo que
acababa de rezar la oración del arcángel San Miguel −justo antes de conocerme−. Eso
fue como una señal, algo así como una contraseña. En ese mismo momento yo retiré de
mi hombro la chaqueta de cuero que llevaba puesta, destapando mi espalda, hasta
mostrarle el tatuaje de unos treinta centímetros que yo llevo tatuado, con la imagen del
arcángel San Miguel. ¡Qué casualidad! Santo y seña acertados. Nacho rezaba al arcángel

120
San Miguel antes de presentarse a mí, y acto seguido le mostraba mi tatuaje con el
arcángel San Miguel. Aquella conversación prometía.
Añadí que me daba mucho respeto ir a Medjugorje y que tenía el sueño −y el temor−,
de ir allí. Porque cuando regresara, me daba la sensación de que tendría que dejar la
calle. Pero eso no era fácil, claro, yo pensaba para mis adentros. Al decir eso, Nacho me
preguntó si yo sabía que la Virgen María que se aparece en Medjugorje siempre dice
precisamente, que los que van a visitar ese lugar, lo hacen porque la Virgen les ha
invitado −aunque ellos no lo sepan, o no lo sepan reconocer−. Entonces me propuso que
tomara la postalita esa, como una invitación para ir a Medjugorje.
Eso era para él algo así como una entrada de cine. Pero yo no era capaz de
comprender lo maravillosa que iba a ser la película a la que me había invitado. Aún
intuyéndolo, lo admito, tuve miedo. Después de mi vida, de mi vida terrible, fui a tener
miedo de visitar simplemente un lugar santo. Temía dar un paso en firme que
supuestamente me iba a estar llevando hacia Dios. Mi intuición era clara, pero con la
vida que había tenido, tenía miedo de eso.
Ninguno de los que estaba allí percibió lo que aquello representaba para mí. Parecía
que simplemente me estaba dando una postalita, pero mi corazón tembló por dentro y le
contesté dándole largas, con excusas. Por eso, después de aquel encuentro, huí a Milán.
Y a Nacho no me lo volví a encontrar en la calle hasta mucho tiempo después.
Acabamos ese importante encuentro abrazados los tres y, así vestido, con mi ropa de
batalla, concluimos rezando en “melé”, un Padrenuestro, Avemaría, y Gloria.
Tal vez ese sea el día más señalado de mi vida, el momento en que todo empezó a
cambiar. A veces las cosas más importantes de nuestra vida se presentan ante nuestros
ojos sin más, pero cuando ocurren, no sabemos gestionar la trascendencia del momento
−tal vez incrédulos, como Santo Tomás−, esperando acontecimientos reales y tangibles,
que nos permitan comprobar la realización de nuestros sueños. Como suelen decir los
mejores relatos −o novelas−, cuando se acerca este tipo de situaciones, yo estaba
esperando a que me pellizcaran para darme cuenta. Pero preferí no esperar a que me
pellizcaran. Me escapé de Barcelona.
Yo sentía que estos momentos eran como las primeras piedras de mi hogar de
verdad, como pedacitos de piedra con los que se construía mi casa; que yo los recibía y
los recogía poco a poco, pero estaba lejos de pensar que ya María estaba terminando, en
ese momento, con la habitación que había de acogerme para siempre. María me invitó de
golpe a vivir con ella. Recibí la invitación en mi interior; ya nadie podría apagar la llama
en mi corazón, pero antes me tenía que ir a Italia por unos meses, escapando de aquella
oferta tan descarada y, me puse como excusa que tenía que irme para arreglar mis
papeles.
Una chispita de fe, de esperanza, me hacía vacilar cada vez que me encontraba en ese

121
camino oscuro de la mala vida. Esa chispa se materializó cuando fui a Medjugorje.
Desde entonces la siento dentro de mi alma, encendida. Se quedó dentro para nunca más
abandonarme. Ahora siento que me pide, desde dentro, alumbrar a otras pobres almas
que aún no pueden sentir lo que yo he sentido. Me gustaría explicarles cómo pueden
sentirla, qué han de hacer para sentirla. Como ocurriera con el hijo pródigo, sólo hace
falta dar pasos firmes, cuando estás en lo más bajo, ahogado en tus propias lágrimas,
para recorrer el corto camino que hay entre el pasado y la casa del Padre. Él sale cada día
al mirador desde el que puede llegar a ver, en la lejanía, cómo nos acercamos. Él está
esperando ver como nos acercamos −titubeantes e inseguros−cuando lo único que hemos
decidido, es ponernos a caminar hacia Él−, ignorando absolutamente lo que nos vamos a
encontrar; sin saber el júbilo con que vamos a ser recibidos; desconociendo cómo van a
curar todas nuestras heridas.
Mis armas para buscar a María −la que me llevó a Él−, fueron el rosario, la
adoración, la eucaristía. A la mano de María me cogí, y ella me llevó dulcemente a la
casa del Padre, donde no hay ambiciones, donde no hay violencia, ni frío, ni soledad, ni
sufrimiento. Y aunque sigue habiendo violencia a mi alrededor, y seguirá también
habiendo noches frías y noches de preguntas sin repuesta aparente, en mi soledad y
sufrimiento, ya nada es igual, todo es diferente.
Muchas veces no es tanto la situación que vives, si no la duda de poder dar el paso.
El bicho −como llamo yo al demonio−, trabaja en el plano mental, es allí donde gana sus
batallas, pero no la guerra. Nos infunde depresión, refrescando situaciones que nos
llevan a las heridas del pasado. Si alguien nos despreció y nos hirió, o alguien nos habla
mal, esa persona nos causa un rechazo enorme, porque nos refresca aquella situación y
dolor del pasado. El rechazo que sentimos es con el que nos acaba de ofender, pero el
rechazo que sentimos, en realidad es con toda la carga de la herida que alguien nos causó
en el pasado. Por eso nos enfadamos tanto por cosas que aparentemente no lo justifican.
El bicho trabaja en el desánimo, que es lo que hay que combatir directamente, porque
combatirlo es combatirlo a él directamente. El bicho sólo quiere hacernos perder la
esperanza, para que nos desalentemos en el momento en que estamos decidiéndonos a
dar pasos de cambios positivos en nuestra vida.
Yo me pongo en los zapatos de todas esas personas que todavía no conocen Su amor
y miro atrás, y observo el mundo actual, el nivel de degradación de la sociedad. Son más
los que tienen boca para juzgar y dedos para señalar, mientras son pocos los que tienen
pies para ponerse en sus zapatos. Muy pocos son los que tienen capacidad para
comprender su dolor, su angustia, su necesidad, como si ellos, los que están juzgando,
fueran de otro material.
Los que son como yo he sido, se maquillan todas las noches para salir a trabajar y no
se dan cuenta de que al ponerse frente al espejo, al maquillarse, lo único que hacen es

122
maquillar la realidad, su realidad. Pero ni siquiera ellas saben, cuando maquillan su
mundo, al otro lado del muro −ese muro que separa el mundo de la noche del resto del
mundo−, que una gran parte de ellos también están vacíos, también viven deprimidos,
desnortados, empastillados, adictos, con infinidad de mecanismos de escape con los
cuales huir de su realidad. Unos viven escondidos detrás de su maquillaje, otros detrás de
sus máscaras. Viven y juzgan equivocadamente –ignorantes−, como si ellos estuvieran
hechos de otra materia.
¡Cuántos hay incapaces de mirar por la ventana lo que de veras hay fuera,
llamándose a sí mismos honestos! Ciegan voluntariamente sus ojos, preocupándose
únicamente de agrandar sus egos, caminando con sus pies empantanados cada vez más
lentos, de un fango de materialismo y apariencias sociales, que les cubre hasta las cejas.
A algunos, el fango les va a impedir mirar con ojos de verdad, por mucho que su corazón
quiera reaccionar. Aún estamos a tiempo de mirar a Santa María Magdalena, a quien
Jesús, todo un Dios, el creador de todo el universo, le dijo: “Si nadie te juzga, yo
tampoco te juzgo”.

123
DAR EL PASO

En ocasiones puede ser que neguemos la evidencia, cuando alguien nos está
ofreciendo escoger entre uno u otro camino, diciéndonos descaradamente que si nos
cogemos de su mano, si aceptamos su oferta, encontraremos al Señor. Ante el desafío,
sólo hay que tomar la decisión.
Pero la mente es como es y, percibiendo la inminencia de ese salto al vacío, hasta
podemos buscar todo tipo de pretextos, bajo los cuales no hay más que un paraguas de
miedo y de temor, de soledad y de tantas heridas por cerrar.
Regreso a las consecuencias de ese encuentro con Nacho y con Alex ese 7 de octubre
de 2016. Como tuve que volver a Italia, me ausenté de Barcelona durante un tiempo,
hasta que unos cuatro meses después volví a Barcelona. El 11 de febrero de 2017, de
madrugada, volví a encontrarme a Nacho −nuevamente en el Camp Nou−. Pero esta vez
Nacho había aprendido que era conveniente pedirme el número de teléfono. Con ello,
pudo invitarme un día a comer. Quedamos en un restaurante cercano a mi casa y yo
empecé a contarle un poco mi vida. Él insistió de nuevo en lo de invitarme a Medjugorje.
El plan salió adelante: el 21 de agosto me llevó a una capilla de adoración perpetua en el
Real Monasterio de Santa Isabel, donde me quedé toda la noche en adoración, hasta que
a las cuatro de la madrugada me recogió. El coche lo compartíamos un Mosso
d’Esquadra −la policía de esa región de España se llama así− amigo de Nacho, que se
llama Javi, su pareja, Estefanía, el propio Nacho, un seminarista que se llama Albert, y
yo.
Para abaratar los gastos al invitarnos Nacho, fuimos en coche. No podía pagarnos el
avión a todos. Paramos a dormir en Venecia donde Matteo, un seminarista de origen
veneciano, compañero de seminario de Albert, nos presentó al padre Michele, dominico,
quien nos enseñó de arriba abajo su iglesia de San Giovanni. Y allí, casualidades de la
vida, se encontraba ni más ni menos que la capilla de Nuestra Señora del Rosario, pero
no cualquier capilla dedicada a Nuestra Señora del Rosario. Era la capilla de Nuestra
Señora del Rosario en la que se reunieron los marinos cristianos, justo antes de la batalla

124
naval que motivó que la Iglesia instituyera la festividad de Nuestra Señora del Rosario.
Esa capilla fue testigo de un momento muy importante en la historia. Los tripulantes de
la escuadra de Venecia se reunieron allí, prestos a recibir la bendición previa para partir
hacia la batalla de Lepanto, junto con la escuadra española y la del Vaticano.
Dicen que la vela de una de las naves del Vaticano de las que participó en la batalla
de Lepanto, curiosamente estuvo muchos años custodiada por las monjas que vivían en
el Real Monasterio de Santa Isabel, donde yo pasé mi primera noche en adoración, antes
de dar inicio a ese viaje tan determinante.
El papa Pío V instituyó la festividad de Nuestra Señora del Rosario, precisamente
gracias a esa victoria naval −la batalla de Lepanto −1571−. Un rosario fue lo que me
regaló Nacho mientras todavía yo hacía la noche, para que yo pudiera ganar mi batalla.
El rosario es, además, el arma más poderosa que nos invita a emplear nuestra Madre del
cielo en Medjugorje. También insistió en que lo rezáramos en las apariciones de Lourdes
y en las de Fátima, luego será por algo que nos lo repite tanto. Ya sabéis, las madres son
así, nos tienen que repetir muchas veces las cosas para que por fin nos demos cuenta de
lo importantes que son.
Antes de llegar a Medjugorje, ocurrió otro pequeño milagro: Yo le dije a Nacho que
llevaba mis papeles en regla, pero al parecer, no era así. Nos retuvieron en la frontera y,
si no fuera por la amabilidad y destreza de Javi, conversando e invitando a un cigarrillo
al policía de la frontera de Bosnia, no habría sido posible que yo llegara a Medjugorje.
En Medjugorje cambié mi vida. Allí descubrí gente cristiana, sencilla y de gran fe.
Me acogieron con un cariño inesperado y nuevo para mí. Fue crucial esa acogida, ese
pasar a formar parte de una comunidad que te acepta con cariño. Y de nuevo otra señal:
Paré a saludar a una señora italiana en mitad de ese pueblecito y, como si fuera un
mensaje para mí, me regaló una imagen de San Antonio de Padua. No me lo podía creer,
me encontraba una vez más a mi Santo protector, al que tantas veces he rezado. Todo era
perfecto.
Conté a muchos de los peregrinos un poquito de mi vida y de mi condición, y sentí
tanto amor y misericordia hacia mí −como persona−, que por primera vez pensé que
había encontrado una familia. Me trataban como un ser humano, me querían como era.
Yo sé que he cometido grandes errores y que hay errores grabados a fuego en mi persona
que ya no tienen marcha atrás… pero ellos me querían como soy. Allí confesé mis
pecados en esa explanada repleta de confesionarios con sacerdotes de todo el mundo. No
en vano a Medjugorje le conocen como “el confesionario del mundo”. Allí las
confesiones son un signo característico, puesto que se cuentan por millones a lo largo del
año. Hay colas enormes de gente para confesar, que se agolpan en fila delante de decenas
de sacerdotes dispuestos con banderitas de colores indicando los idiomas en los que ellos
pueden confesar. Allí por segunda vez me sentí con la necesidad de hacer adoración al

125
Santísimo. Esta vez no iba a ser como en aquella pequeña capilla del Real Monasterio de
Santa Isabel, sino compartiendo ese momento con miles de personas, entregadas en
cuerpo y alma.
Se hace difícil describir con palabras la presencia real del Señor en aquel santo lugar.
Y con el rezo del rosario me sentía como si estuviera ya en el cielo, como si ese fuera el
grupo de elegidos del apocalipsis del que habla la Biblia. De hecho, era tanto el gozo que
sentía, que si en aquel momento se acababa el mundo, para mí habría sido el mejor
momento posible. Nunca en mi vida había sentido tanta paz, tanta alegría en mi corazón.
¡Y eso que no tenía una moneda, que no tenía ni un euro! Fue allí donde comprendí que
no se necesita dinero para ser feliz. Si tenemos a Dios en nuestros corazones, sólo
necesitamos fe.
Lo que me afectó gravemente fue pensar que acababa mi peregrinaje, pero me di
cuenta de que no tenía que estar triste puesto que ella, María, se vino conmigo a
Barcelona. Esto lo digo porque la siento muy dentro de mí y porque ya no soy la misma
persona. Ya no quiero ser la misma persona, porque si ella esta conmigo, eso quiere
decir, indudablemente, que soy, y sobre todo, que voy a ser mejor. Así como una vez
compartí lo material y lo mundano, ahora quiero compartir el camino que me devolvió a
la vida.
Son tantas las anécdotas y las historias de Medjugorje... Sólo puedo recomendar que
la gente vaya allí, porque allí la Virgen nos espera. No hay que esperar verla, porque tal
vez no somos los designados para disfrutar de ese regalo del cielo. De allí uno sale
enamorado de ella y aprende y obtiene un vigor especial para seguir lo que se llaman las
cinco piedrecitas: Confesión mensual, comunión semanal si no puede ser diaria, lectura
de la Biblia, ayuno a pan y agua miércoles y jueves, y rezo de varias partes del rosario
cada día.
Regresamos a España y, a través de las personas que desarrollaban el apostolado que
me llevó a Medjugorje −el apostolado de Santa María Magdalena−, fui a parar a la
parroquia de San Sebastián, en Badalona, donde está el padre Felipe.
Desde entonces salgo con Nacho, con Alex y con todos los demás, para saludar a mis
amigas del Camp Nou. Juntos hacemos todo lo posible para sacarles de allí.
El apostolado de Santa María Magdalena empezó un 7 de octubre de 2016, pero los
días 26 a 28 de enero nos fuimos una buena parte de los integrantes del apostolado al
monasterio de Lord, para hacer algo así como una fundación espiritual de nuestro grupo.
Allí conocimos al padre Joan y a María Eugenia. De este modo, la familia se iba
ampliando poco a poco. Iban aflorando y cubriéndose en mí, absolutamente todas las
necesidades de la familia que yo nunca tuve y que mi mente y mi corazón siempre me
habían reclamado.
A pesar de que Nacho es menor que yo, le veo como si fuera mi padre, el padre que

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nunca tuve. Desde el día en que le conocí, en sus palabras, en su apoyo y en su afecto, se
despertó en mí un instinto de hijo. Surgió ese interés por seguirle, escucharle y
obedecerle, como lo haría un buen hijo. Era como si estuviera empezando a llenarse en
mí el hueco de padre que necesitaba llenar dentro de mi corazón. Y está Jordi. Él hace
las veces de mi hermano mayor, en lo que aquél me falló. Mi hermano había sido
asesinado en Bogotá, pero ahora podía disfrutar de su compañía, cariño y soporte. Él ya
no me rechazaba como hiciera mi hermano biológico, ni me culpaba por el suicidio de
mi madre. Mi hermano me llamó por teléfono dos días antes de ser asesinado y me pidió
perdón −como sabiendo que sería la última vez que hablaríamos−. Ahora,
milagrosamente, el teléfono volvía a sonar y mi hermano se hacía presente en carne y
hueso, más real que nunca, pero con el nombre de otra persona; un hermano que
resucitaba para cubrir exactamente el vacío que se había creado en mi crecimiento como
persona. Y está Begoña, quien desde un principio hizo de mi hermana mayor, la que
falleció con tres meses y cuya gestación hubiera motivado que mis padres contrajeran
matrimonio. Cómo agradezco a Begoña que me mostrara el regalazo que representa para
mí la adoración perpetua. Y Antonio, y Alex, y Miguel, y David; cada uno con su forma
de ser, me va llenando distintos aspectos y carencias que yo tenía. Esta familia me ha
ayudado a restaurar mi vida, a encauzar y retransformar mi transexualidad, a convertirme
en instrumento del Señor. Todos los días pido al Señor por ellos y por esta bendición, así
como la misión que creo que Él nos encomienda, reuniendo para Él, juntando para Él, a
todas esas ovejitas perdidas, del mismo modo que ellos lo hicieran conmigo.
Aún recuerdo el día en que conocí al padre Felipe, confesando mi última vez que
actué en el Camp Nou. ¿Cómo agradecer sus palabras, sus misas del Espíritu Santo
−como pidiera Santa Marian de Belén−, cada segundo sábado de mes? A esas misas
llevamos cada vez más trans y chicas de la calle. Allí muchas veces tienen un descanso
en el espíritu cuando el padre Felipe les impone las manos, o como mínimo reciben el
don de lágrimas. Recuerdo también el día en que el padre Jorge vino con nosotros al
Camp Nou, tan alegre y desenvuelto, en aquél campo de batalla. Allí, la tremenda Diana
le decía bromeando, que se apartara de su lado porque iban circulando coches con
posibles clientes y le decía que le iba a denunciar porque le estaba haciendo “bullying”
−porque le ahuyentaba los clientes−. ¡Cómo nos reímos con Diana y el padre Jorge
aquella noche! Agradezco tanto al padre Manuel, que recientemente ha dado su “sí” a ser
mi director espiritual... Y recuerdo al obispo Antoni Vadell, aquella tarde en que le
fuimos a conocer y cómo tan afablemente acogió mi persona, mi vida, mis lágrimas, mis
ganas por transformar mi pasado. Ahora él nos está ayudando mucho a sostenernos
económicamente. También ellos son ahora mi familia.
Entre todos queremos llevar esa fe, esa esperanza, esa misericordia a todos los que
están en la calle, viviendo de la prostitución. Eso no es un trabajo, por mucho que haya

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quien quiera eufemísticamente llamarles a todas “trabajadoras sociales”. Eso es una
esclavitud, una esclavitud del alma. Pienso en esas películas de vaqueros e indios, en que
los indios afirmaban que rechazaban ser fotografiados por temor a perder el alma. Con
cada fotografía −con cada servicio en la noche−, la fuimos −la íbamos− perdiendo, o
mejor dicho, la íbamos oscureciendo, la convertíamos en un negativo del alma que Dios
nos regaló al nacer. Definitivamente eso no es un trabajo, por mucho que hubiéramos
llegado a ganar grandes cantidades de dinero. Ahora apenas se cobran entre cinco y
treinta euros por servicio. La gravedad del hecho no está en el mucho o poco dinero que
te pueden pagar, sino en los pedacitos de alma que se van desgarrando con cada billete
que te dan.
Sé que no soy la persona más indicada para hablar de pureza, pero sí que soy de las
pocas que pueden contar algo sobre ese cuento. Es imposible llegar hasta donde yo he
llegado sin la misericordia de Dios. Mi mensaje no es para hacer publicidad del terror, ni
un mensaje para remediar tanta violencia, ni tampoco para que se luche de verdad contra
el narcotráfico −aunque no puede perderse el empeño en esa lucha−. Es más bien un
mensaje de fe, de fuerza y de esperanza. Y por eso necesito comunicarles a las familias
todo lo que se debe evitar cuando se piensa en dejar sin padre a un hijo, y los traumas
que puede llegar a tener. Un hijo es semilla del amor entre dos personas. Hombre y
mujer los creó −dice la Biblia−, y así es la naturaleza. No somos más que la naturaleza.
No podemos maquillar la naturaleza −como lo hiciera yo antaño, antes de salir cada
noche a la calle−, porque a la hora de acostarme, o mejor dicho, cuando me levantaba
cada mañana, ya no había frente al espejo ningún resto de pintura, ni en mis labios, ni en
mis ojos. Detrás de los ojos que veía reflejados, estaba yo. Detrás de aquel maquillaje
borrado, detrás de aquél disfraz y aquellas ropas −que la noche antes habían quedado
sobre la cómoda−, el espejo me descubría a Daniel. Tal vez era Daniel en el papel de una
versión desfigurada.
Las cosas se pueden hacer de dos maneras: Con Dios y siguiendo sus pautas y leyes
en la naturaleza, o sin Dios, haciéndonos dioses nosotros mismos, creando nuestras
propias reglas, nuestros propios esquemas. Como nos creemos que podemos rehacer el
mundo gracias a los avances de la técnica, hemos pasado a coronar la sociedad del
bienestar, olvidando la necesidad de perfeccionar la sociedad del bien ser. Una cosa es
aceptar la diversidad y otra muy distinta es que el diverso pretenda imponernos su
diversidad como normal, como natural, como si fuera el hacedor de una de las leyes de la
naturaleza. Pero ¿de qué naturaleza? En fin, esa es sólo mi opinión. Espero que me la
respeten.
Está claro que hemos de respetar al otro. Hemos de cambiar en el otro, aceptando al
otro, dialogando con el otro. En el otro hemos de hallar a Dios. Dios es el que ha de
guiarnos para aceptar a todos. Él es el que ha de ilustrar a todos los que estamos

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equivocados, porque todos cometemos errores. Si no nos ilustra Él, ¿quién tiene
autoridad y seguridad para hacerlo? Hemos de admitir que podemos tener concepciones
erróneas dentro de nosotros, ya que absolutamente todos tenemos cosmovisiones
diferentes, dependiendo de infinidad de factores. Si tenemos visiones sobre la vida que
son distintas, es que tal vez cada uno de nosotros en algo estamos equivocados. Es en
Dios que hemos de dejarnos modelar, mientras todos nos vamos tropezando con las
piedras del camino, aceptando que las piedras con las que unos pudieran haberse
tropezado, son distintas de las que nos hemos encontrado nosotros y que, por ende,
nuestra forma de concebir la vida, el pasado, el presente y nuestro futuro, pueda en
buena lógica ser distinta. El problema es aceptar la concepción distinta de la vida que
pueda tener el otro. La posibilidad de ser diferente, de tener enfoques distintos, de
escoger otros caminos y aceptar que se tomen decisiones que nosotros no habríamos
tomado.
Por eso no podemos juzgar. Aceptar dar los primeros pasos para saberse –uno mismo
− caminante dispar de un mismo camino con distintas piedras, pero que lleva a un mismo
creador, es el tesoro que nos ha de hacer sentir la llamada superior. Esa meta nos modela
con un mismo patrón –Patrón−. Pero yo no soy el patrón; yo no tengo la capacidad para
juzgar a nadie, porque nadie me hizo nacer con los mismos zapatos que la vida puso en
los pies de esa persona –la que tengo delante−.
Creo sinceramente que cada uno desde su nacimiento merece ser apoyado y
escuchado tanto por su madre, como por su padre; con el amor y la atención necesaria,
porque su condición sexual estará psicológicamente basada en el nivel de amor, atención
y comprensión de sus padres. De ese modo se evita que caigan en el túnel oscuro de la
orfandad. Y cuando hablo del riesgo de caer en la orfandad, me refiero a la orfandad en
todos los sentidos, porque tan huérfano es el que pierde a un padre o a una madre, como
el que tiene un padre o una madre con carencias tan graves que convierten a su hijo en
auténtico huérfano de padre o madre.
El mundo está loco y desenfrenado, en tantas opciones arriesgadas de vida, en tantas
servidumbres y esclavitudes. ¡¿Cuántas veces nos creímos actuando de un modo
correcto, y nos equivocamos!? Quien esté exento de error −o se crea exento de la
posibilidad de estar en una concepción errónea−, que tire la primera piedra.
Será solo la fe la que nos guíe por el camino correcto y la que nos da la fuerza para
superar cualquier obstáculo que nos pueda impedir nuestra evolución como hijos de
Dios. A cuantos se consideren que tienen un modelo cierto, distinto de aquel que Dios
nos transmitió, les aconsejaría que se presenten ante Él y que Le miren cara a cara. Que
se pregunten, que Le pregunten. En esto la adoración perpetua ayuda mucho.
Pero no podemos correr el riesgo de encerrarnos en nosotros mismos mientras el
mundo se pierde, mientras el mundo nos acorrala. No podemos perder la comunicación

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con el mundo. Hemos de salir afuera, porque si no, no sabremos quién está peor; si ellos
por que no conocen la doctrina cristiana o nosotros por que la conocemos y no la
practicamos. Si no nos arriesgamos, si no salimos afuera, si no corremos el riesgo de
perder un poco la paz, al bajarnos a discutir cara a cara con los problemas del mundo,
entonces es que no hemos entendido nada. Al fin y al cabo, después de cualquier batalla,
Dios se nos ofrece para restaurarnos. Ya sabemos dónde está y con qué nos fortalece.
Sólo a cambio de desgastarnos un poco podemos llevar al mundo su palabra, la voz del
pastor llamando a las ovejitas porque luego, regresando a Él, volvemos a hacernos
nuevos. Si nos preocupamos únicamente de acercarnos a hablar a los que ya están
convencidos, a los que son adinerados y poderosos, ¿qué mérito tenemos?
Eso sí, cuando vayamos al mundo, no podemos ir como jueces. Sólo seremos dignos
instrumentos de Jesús si somos portadores de cariño. Recuerdo las palabras que mi
nuevo compañero de misión –Álvaro− nos dijo a todos hace unos días. Tengo que
precisar que Álvaro también estaba en el Camp Nou y que, hasta hace poco se hacía
llamar Laura Juliana. Hablando sobre Nacho, pronunció estas palabras: “Porque él fue el
primero que me dio la mano”. Nadie le había mirado a los ojos, nadie había sostenido
hasta entonces su mano. Sólo habían buscado negocio o vano remedio pasajero a su
desasosiego, con un negocio sucio a cambio de dinero, en el que nadie ganaba nada; ni el
que creyó encontrar remedio, ni el que con dinero buscó pagar su próxima comida. El
día de Santa Bernardette de 2018, Álvaro de Jesús −por que ese es el nombre que
aparece en su pasaporte−, de golpe mostró su maleta llena de ropa femenina y acto
seguido nos pasó una fotografía con la maleta vacía. Había tirado toda la ropa de mujer
que tenía, echó a la basura todo el maquillaje, dejó de hormonarse, y sin tener papeles, ni
empleo, escribió esto en el whatsapp: “Ahora sé que no llevo nada en mi equipaje que
pueda recordarme el pasado. Ahora estoy libre porque es para llenarlo de cosas nuevas
que me abran las puertas de la felicidad. Así está mi corazón. Libre para Ti, mi Dios,
para recibir tu amor. Señor, ten piedad de mi, mi corazón es tuyo, te pertenece. Haz lo
que quieras. Y ya no me llaméis más ni Juliana, ni Laura. Yo soy Álvaro de Jesús. Esa
tal Juliana o como la llaméis, ha desaparecido”.
Esto que escribió Álvaro, el día en que decidió cambiar de vida radicalmente, me
recuerda aquello de los “odres nuevos para los vinos nuevos” de Mateo 9, 14−17, y lo de
no preocuparse por el qué has de comer mañana, como las aves, que ni siegan ni recogen
en graneros −“¿No valéis vosotros mucho más que ellas?”−, o como con la ropa que
visten los lirios del campo (Lucas 12, 1−41 o Mateo 6, 24−34).
La Duda es un ente que adquiere personalidad propia, por eso escribo su nombre con
mayúscula. La Duda es como una persona que decidió trasladarse a vivir dentro de
nosotros. Nos mete el dedo en el ojo cuando pudiéramos ver las cosas claras, nos tapa los
oídos justo cuando alguien nos estaba ofreciendo un buen consejo, porque aunque lo

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pudiéramos ver o escuchar claramente, en un momento dado, tuvimos una duda.
Todos tenemos dudas; todos tenemos especialmente una Duda que nos ha marcado.
Cada uno tiene sus dudas: Un beso no entregado, una caricia no dada, un paso no
caminado, un estudio no realizado, una carrera no aprendida, un perdón no pedido.
Estamos llenos de miedos, de temores, de heridas que tal vez pudieran reabrirse o no
cerrarse, por si fallamos en la elección. Y así con la duda de dar ese paso, nos quedamos
anquilosados en aquello de “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”, pero
sin ser conscientes de lo mal que estamos. Al dudar nos llenamos de temores y no
llegamos a saber lo bueno que está por venir. Un camino hacia Dios nunca puede ser un
camino equivocado.
Lo de dudar es consustancial del hombre. La Duda nos arrastra. Pero hay dudas que
conviene disipar, porque no nos permiten avanzar. Hay mucha gente que se cree que
navega con un barco de vela gozando de la libertad, con el viento acariciando su cara,
con el sol bañando su piel, pero resulta que ese hermoso barco de vela tenía el ancla
echada. ¿Cuántas prostitutas creyeron ser libres de dejar la droga en cualquier momento
(“cuando a mi me dé la gana” insistían altivas)? ¿Y cuántas dudan ante la decisión de
dejar la prostitución, por temor a no saber cómo ganarse la vida?
En ocasiones, una presencia masculina fuerte les creó la sensación de que sin su
compañía no podrían ser nadie, que no podrían dejar la calle y dar el salto a cualquier
mundo mejor. Que ya no podían ser como los demás, como los que están al otro lado del
muro. Caminar normal por la calle, buscar una familia, tener hijos. Al menos ver la luz
del sol durante el día, en lugar de dormir por haber trasnochado. Otras dudaron sin más,
porque temían a la sociedad, a la aceptación de su apariencia, “al qué dirán”, o yo que sé
a cuántas cosas más. La Duda no nos conserva como si fuéramos un tarrito de
mermelada, si no que nos destruye. Si vacilamos y dudamos, si nos detenemos a mirar
atrás, a veces podemos convertirnos en una estatua de sal.
Todo ocurrió con la buena idea de un chico de Guadalajara –México− llamado
Salvador Íñiguez quien con mucho miedo, decidió salir a la calle sin pensar en los
peligros que podía encontrarse al ir a hablar de Dios a las prostitutas. Nacho le conoció y
se hizo amigo suyo. Y un día se lanzó calle abajo, muerto de miedo –también− por lo
que pudiera ocurrirle. Tiempo después, ese acontecimiento se reprodujo en otra persona:
Álvaro de Jesús decidió tirar su ropa de mujer y esas pastillas de hormonas y así, con la
maleta vacía, le dijo “Sí” a Jesús; le dijo “No” a seguir dudando. Y yo, Daniel, aunque
me escondí primero en la lejanía de Italia, al regresar acepté temeroso el reto. La Virgen
me cogió de la mano. Luego, Jesús me robó el corazón. Invito a los que quieran, a salir
fuera, a lanzarse. La experiencia merece la pena.
Por otra parte, no nos hemos de engañar. En la calle hay mucha maldad. Pero no hay
personas malas: hay personas que hacen cosas malas. Sin embargo, es impresionante

131
cuando una persona que generaba oscuridad en su entorno, cambia su modo de actuar
por el de la luz. Jesús se preocupa especialmente por los que han hecho muchas cosas
mal y, también, por los incrédulos. A los buenos les salva la fe; a los que han hecho
tantas cosas equivocadas −o que incluso han hecho mal a las personas−, les salva Jesús
con las armas de su Madre, especialmente las que nos muestra la Reina de la Paz en
Medjugorje: El rosario, la confesión, la eucaristía, el ayuno, su Palabra, y también la
consagración a su Inmaculado Corazón.
Cuando comulgas le abres tu corazón, y Él entra. Ya no sufres, porque Él ya está
contigo; ya no mueres, sólo cambias de vida. Es como cuando tiraron a Daniel al pozo de
los leones –porque sabía lo que tocaba hacer y no cedía−: No le devoraron. Esa fue la
prueba para todo un pueblo; la demostración de que ante todo se ha de respetar a Dios
−lo que Él tiene escrito en nuestro corazón− y que el que lo respeta, puede obrar grandes
milagros. Soy de los que considera que el nombre de Jesús está escrito dentro de nuestro
corazón y si sabemos administrar nuestra libertad, seremos felices. La integridad de
Daniel con su mandato −y la concordancia con las leyes de Dios−, es la que puede dar al
hombre su paz interior.
Un día tuve un encuentro, un angelito que fue enviado por mi madre del cielo;
alguien que se presentó a mí, esgrimiendo precisamente su santo nombre. Llegó una
noche tranquila, inesperadamente. Sólo era una invitación, porque Dios sólo invita,
propone. En muchas ocasiones lo hace a través de su Madre. No hay nada como la dulce
propuesta de una madre. Lo primero que hizo fue mostrarme su rostro. Al ver su imagen
y contemplar su dulzura y pureza, llevó inmediatamente mi corazón a un lugar de
reflexión y arrepentimiento, e inundó mi corazón con una llamada, preguntándome algo
así como: −“¿Qué haces en este sitio oscuro?” Eso es lo que sentí cuando Nacho me
mostró la postal con el rostro de María. La misma que formuló esa pregunta en mi
interior, me ofreció la respuesta, que me llegaba sin quererlo, retumbando en mi cabeza:
“Sí, tengo un paraíso lleno de luz y de paz para ti”. Explotaron esas palabras en mi pecho
al ver a aquellos dos angelitos que venían a darme ese mensaje de amor de la Madre del
cielo. Al retirarse quedó en mí un vacío, una duda. ¿Por qué si he estado tantas veces en
esos lugares sagrados nunca he sentido ese sentimiento de culpa que sentí en esos
instantes? A veces no nos damos cuenta de lo importante de algo hasta después de haber
recibido mil avisos.
Es la diferencia entre oír, escuchar, y darse cuenta. Podemos oír muchas cosas. Si
nos detenemos a escucharlas, incluso podemos comprenderlas e interiorizarlas. Pero
darnos cuenta de algo −de lo realmente importante−, es algo superior. Eso depende de
Dios. Ese día me di cuenta. Cuando TE DAS CUENTA, cambian las prioridades,
desaparecen las dudas −aunque el miedo retrase las decisiones, como en mi caso−. Al
disiparse la duda que todos tenemos, todo empieza a cambiar. Atiendes los buenos

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susurros que no atinabas a escuchar, te percatas de los malos consejos −ese canto de
sirenas−, por los que antes me dejaba llevar.
Como mencioné antes, al principio me dio miedo esa llamada a la integridad, esa
propuesta para regresar a la casa del Padre. Regresé por unos meses a Italia. No
imaginaba que ya el cielo, mi buen Jesús y su Madre, me estaban llamando para su obra.
Llegado ese momento, por mucho que uno trate de huir, ya no puedes escapar de la
realidad y menos cuando se trata de los designios de Dios. ¡Benditos designios, bendita
propuesta!
La propuesta no me llegó entre las hermosas piedras de un santuario, ni por boca de
un sacerdote. Me llegó en el barro, me llegó por boca de hombres del mundo. Por que la
primera impresión que tuve de ellos, era la de clientes potenciales a quienes quitar su
cartera en un despiste. No se aventuraron a acercarse a mí en un lugar santo; se pusieron
a mi altura, revestidos de temores, con miedo, porque no sabían lo que iban a
encontrarse. Un sacerdote −el padre Felipe− les había impuesto sus manos aquella noche
y sólo portaban consigo una estampita de María en la mano. A todos ellos les doy
gracias por su atrevimiento porque sólo así pude escuchar la voz del Pastor. No eran
doctores, ni teólogos, ni se habían preparado especialmente para aquel momento. Las
palabras surgieron solas y con ellas Dios me robó el corazón.
Aunque por un tiempo intenté escaparme −pasando por Milán y Roma−, ya nada
funcionaba igual en mi mente. No me sentía bien en ningún lado: Esa forma de ganarme
la vida y ese lugar –en la calle−, definitivamente no era la mía. Con cada hora en la
noche, sentía que me estaban hurgando en las heridas de mi pasado, y que me estaban
robando mi presente y mi futuro. Todo me empujaba al vacío incierto de aquella
invitación que me entregó aquel angelito.
La señal definitiva la recibí cuando a la semana de estar en Italia, una trans brasileña
le propinaba a otra colombiana siete puñaladas. Ese fue el primer aviso. Al presenciar el
suceso, miré perplejo en todas direcciones. A ninguna de las compañeras de la noche les
importaba lo más mínimo lo acontecido. En aquellos momentos todas eran pasto de la
droga −nadie se daba cuenta de lo que yo estaba siendo consciente, como le ocurre a
tanta gente, en tantas otras cuestiones de la vida−.
Hay drogas para los que estábamos a esa parte del muro, y hay drogas creadas
especialmente para los que están al otro lado del muro. Hay drogas que matan, y drogas
que roban tiempo. Las drogas que roban tiempo tienen el mismo efecto: Nos negamos a
prestar nuestro tiempo a lo que nos rodea, bajo la excusa de que hemos de dedicarnos
tiempo a nosotros mismos. Si hay algo que me ha quedado claro conociendo a los
clientes, es que hay tantas aficiones, costumbres y vicios, centrados exclusivamente en
robar tiempo a los seres queridos −y sobre todo, enfocados en robar tiempo a Dios−. El
no responder a Su llamada provoca más angustia, más vicios, y más calle; para buscar

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fuera lo que tenemos escrito dentro. Supongo que si al final de nuestra vida
observáramos cuánto tiempo hemos dedicado a nosotros y nuestras aficiones, nos
daríamos cuenta de todas las horas robadas a Dios, de tantas horas robadas al prójimo.
Empezaba a despertar y a darme cuenta de cosas cuyas consecuencias antes no valoraba.
La segunda señal concluyente de lo que me estaba ocurriendo, me llegó en forma de
reencuentro con una trans que había conocido aproximadamente treinta y cinco años
atrás. En aquellos años era muy hermosa y distinguida, pero ahora se le veía muy
enferma, y apenas contaba con fuerzas. Casi no se le podía reconocer, tanto es así, que al
principio no le reconocí. Me saludó mientras se acercaba, y me preguntó si le recordaba.
Me dijo que era Yeni. Al final recordé quién era, y entonces le pregunté directamente,
sin florituras, qué es lo que tenía −admito que soy muy bruto y que no me callo lo que
me pasa por la cabeza−. Me dijo que era seropositiva y que le habían permitido salir del
hospital porque ya estaba desahuciada, que los médicos ya no podían hacer nada.
Entonces le pregunté que por qué estaba entonces en la calle, y me dijo que quería ver la
calle por última vez. En ese momento llegó una amiga en moto, le invitó a subir, se
despidieron y se la llevó para que viera toda Roma por última vez. Después se la llevó a
casa y le preguntó si quería comer y, aunque sabía que ella no podía comer, le dijo que
no le importaba y que quería que le preparara una bandeja paisa −una comida típica de
Colombia−. Luego se acostó y al día siguiente, murió.
La tercera señal −como si fuera el gallo que, cantando por tercera vez, nos invita a
despertar de nuestro letargo−, me impactó profundamente. Aprovechando un día de sol
fuimos a la playa y allí me encontré a otra trans que había conocido muchos años atrás
en Bogotá. Estaba tomando el sol mientras bebía alcohol desenfrenadamente. Le saludé
y al irme me despedí de ella. Al día siguiente me dijeron que se había quedado dormida
en la playa, borracha y que ese día por la tarde le recogieron y se la llevaron grave al
hospital. El aceite que tenía inyectado por el cuerpo, con el sol, se había inflamado y le
reventó las piernas. Como era seropositiva, a los tres días murió pasto de infecciones
múltiples. Murió también sin familia alguna a su alrededor. Nadie se enterará de su
fallecimiento.
El cuarto aviso, porque el gallo cantó cuatro veces −hay personas a las que nos dan
más avisos para cambiar que a los demás−, tuvo lugar cuando estando en la estación
Termini de Roma, pude ver como unos hombres apuñalaron a unas amigas y a otras
cuatro las mandaron presas. Eso acabó por hundirme. La paranoia se apoderó de mi
mente respecto a lo que era mi dedicación y estilo de vida. Por ello definitivamente
decidí regresar a Barcelona y, con ello, afrontar mis temores; aquellos por los que huí a
Italia.
Era la madrugada de un 11 de febrero de 2017, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes.
De nuevo me tropecé en la noche del Camp Nou con Nacho. Él estaba muy contento, yo

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estaba perplejo y asustado. En esta ocasión me pidió de nuevo el teléfono, y al salir el
sol, me envió un mensaje. Quedamos para comer, hablamos, me habló de esa
peregrinación a Medjugorje, y a partir de ahí, fuimos manteniendo un contacto muy
esporádico. Supongo que Nacho no quería hacer nada que pudiera romper aquel
compromiso que adquirí al aceptar ese viaje.
Allí, en Medjugorje, saboreé en mis carnes aquello que escribe una monjita francesa
aposentada en ese pueblecito, que se llama Sor Emmanuel: “Al final, mi corazón
inmaculado triunfará”.
No vivamos la vida como si esto no existiera. Existe por que es del mundo, porque
ha llegado la hora de que en el mundo no sigamos mirando para otra parte. Es como
cuando llegas a la casa donde vives, y ves que hay un enfermo. Lo primero que haces es
tratar de ayudar a ese miembro de tu familia, le das la medicina que necesita para su
alivio. Y si esto lo haces por un esposo, por un hijo, por un familiar, entonces por qué no
hacerlo con tu hermano. ¡¿Y qué más da que no duerma cada noche en tu casa?! Esa
persona en cualquier caso está en el mundo y el mundo es la casa de todos. Esta casa nos
la dio Dios para todos. Y ya de paso, si esos pasos de cambio los aceptas para tu trato
con los demás, por qué no, también contigo mismo.
Estamos ante una situación mundial muy agitada y turbulenta, con tanto sufrimiento,
como para no hacer nada por salvar al otro. Al cruzar el Aqueronte, las riquezas y
ropajes se van quedando por el camino; está claro que no llegan a la otra orilla.
Nos cuesta buscar la humildad, para hablar a los que uno sabe que necesitan ser
escuchados, ser amados, y escucharles, y sacrificarnos al menos un poco como lo hizo
Jesús, y transmitir lo que Él contaba. Tantos hay que por que no roban, no matan, no se
prostituyen, o no se drogan; sólo porque van a misa, dicen que ya creen en Dios, creen
que hacen lo que Él pedía. Creen que tienen una vida santa, y que tienen licencia para
dedicar tanto tiempo a sí mismos.
No ha sido tan fácil dar este paso, que más bien parece un salto de una vida a otra, un
salto al abismo, un salto al otro lado del muro. No lo hubiera dado nunca solo, o por lo
menos, así de rotundo. No fue fácil para mí cambiar tantas costumbres, tantos lujos. Pero
mirando con distancia, apartando un poco mis pasos para no ver sólo el árbol, creo que
nunca fui feliz. Siempre me sentí totalmente solo.
Con el suicidio de mi madre, y la ausencia de mi familia −sin un hogar−, aunque
tenía −y tengo−, tantos conocidos, observo que eso no rompía mi sensación de soledad.
Puedo recordar que en mis peores momentos siempre estuve solo. Perdí la confianza en
el mundo y decidí empezar a caminarlo solo y, con ello, fui marcando aquel camino solo,
con todas las consecuencias de una metamorfosis que no era la mía y viviendo una vida
que no conocía, en una selva llena de peligros y de consejos equivocados. Me fui
adaptando a cualquier nueva situación, aceptando lo que pudiera venir −es lo que había−.

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No había otra que aceptar lo que viniera y adaptarme al medio. Siempre intentando
tomar decisiones que normalmente otros tomaban por mí, con la certeza de que ya no
podría haber algo más doloroso que perder a mi madre. No me resignaba a pensar que
eso era para siempre y que ya no la volvería a ver. Mientras tanto, mi corazón dolorido
se iba volviendo más prevenido y a la vez, más guerrero.
Pero también recordaba las palabras de mi abuela que tanto me quería, y que me
decía: “Hijito a todas las personas que encuentres en tu vida, sea cual sea, escúchalo,
porque de cada persona aprenderás algo”. Ahora me doy cuenta de cuán sabias eran sus
palabras, porque siempre he escuchado a tanta gente, de todos he aprendido algo, y todo
me ha servido para sobrevivir, especialmente las voces de aquellos dos angelitos que se
cruzaron en mi camino aquel 7 de octubre de 2016, y otras voces que Dios va poniendo
en mi camino como Jordi, el padre Joan, el padre Felipe, el padre Manuel, el obispo
Antoni Vadell...
El camino continúa. Sé que el Señor tiene un plan para mí, pero supongo que, como
a todos, me angustia no saber cual es el próximo paso que debo de dar, por que el
demonio me tienta siempre con la duda. Convivir con eso no es fácil. Tal vez el primer
paso, el mejor paso que deba dar, es el de aceptar lo que el Señor me traiga, con la
predisposición de que me entregaré a fondo para lo que él disponga de mi. Y no
abandonar nunca la propuesta que me ha hecho. Espero no desfallecer, no perder todos
los hábitos que me ha propiciado mi cercanía al Señor −oración, adoración, eucaristía,...
−, y que no me suelte de su mano. Dame, Señor, un poco de la gracia que le diste a San
Francisco de Asís.
Nací un 2 de agosto, día de la Porciúncula, conocida festividad franciscana. En mi
pasaporte pone que me llamo Astrid Daniela González Castañeda, porque hace años −en
mi otra vida−, hice las oportunas gestiones administrativas para que en dicho documento
figurara ese nombre. Pero en realidad mi nombre es Daniel Humberto González
Castañeda. Ese es el nombre que me pusieron mis padres y el nombre que está escrito en
mi corazón. Ese es mi nombre, por mucho que los papeles y los poderes de los hombres,
por mucho que los baches y las dudas de la vida, hayan hecho que en mi pasaporte −el
pasaporte que no me llevaré a la otra vida−, ponga otro nombre.

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QUIERO PEDIR PERDÓN

Hay vidas y vidas, y hay pecados y pecados. Mi vida no fue fácil. Perdí a mi padre –
porque nos abandonó−, a mi madre, a mi familia y, ya desde niño fui violado –en
muchas ocasiones−, pero eso no me exculpa de todo lo que hice mal. Todos y cada uno
de los errores fueron mis errores. No son culpa de nadie más.
Por eso pido perdón por todos los actos de violencia en que me vi involucrado, por
los actos de venganza, por los robos, por los temas sexuales, por la droga, etcétera. Se
me encoge el corazón y se me acortan las palabras por pura vergüenza. Lamento tanto el
daño que hice y sentí que estaba haciendo, como el que nunca llegaré a valorar que pude
haber causado. Uno nunca conoce las consecuencias de sus actos. Uno sabe –a veces− el
momento en que surge un mal acto, pero siempre ignora hasta dónde llegan sus
consecuencias. Por suerte, uno sabe cuando empieza un buen acto, e ignora también
hasta dónde pueden llegar sus efectos. Para lograr ese perdón, sé que no computan todas
mis buenas obras. Las cosas que hice mal, mal estuvieron. Para lograr mi perdón tuve
que hacer lo que la Iglesia pide, especialmente hacer examen de conciencia, tener
profundo dolor de los pecados, y confesarme.
Gracias a Dios con mis actos de violencia nunca llegué a matar a nadie, ni siquiera
en defensa propia. Pero yo no tendría que haber intentado hacer pagar a otros con la
misma moneda, cuando intenté devolver a otros ojo por ojo, o diente por diente, y me
arrepiento por ello.
No me dediqué a matar cristianos como San Pablo, pero yo no era nadie para dañar,
perjudicar, o lastimar a nadie. Tampoco era yo nadie para justificar mis actos en un
juicio rápido sobre sus vidas, porque estuviera pensando que los agredidos no eran
buenas personas. Como a él, Dios me concedió la gracia de caerme del caballo. He
llorado mucho por mis pecados, por el daño que hice a cada persona, y por el daño que
en el prójimo, hice a Jesús.
Cuando uno vive en un determinado entorno no valora como graves unos hechos
que, sin lugar a dudas, son de enorme gravedad. Tristemente el maquillaje que llevaba

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uno puesto, tapaba también el concepto de lo grave y de lo no grave. Y por eso pido
perdón y mil veces perdón.
Lo más difícil tal vez fue perdonarme a mí mismo. No ha costado, sin embargo, pedir
perdón a los que me ofendieron. Tampoco me ha costado acercarme a Dios, a través de
un sacerdote, para pedir perdón, porque soy consciente de que a Él, tengo tantísimas
cosas que agradecerle, que no podía pasar un pecado sin confesar, ni un instante sin
confesarme. En cuanto sentí que Dios me quería tanto, brotó de mi interior el ánimo por
pedirle perdón. Si Él murió por mí, por mis pecados, ¿quién soy yo para no pedirle
perdón? Y si Él me ha perdonado, ¿quién soy yo para no perdonarme a mí mismo? En
este sentido, recuerdo haberme conmovido cuando Juan Pablo II, siendo Papa, pidió
perdón por los pecados de la Iglesia. Yo soy bautizado, y no puedo pedir perdón de
forma menos compungida que la de ese santo al que yo vi en Medellín y también en
Roma.
No puedo pedir que todos me perdonen, o que me comprendan. Perdonar a alguien
de corazón es una gracia. Sólo pido una segunda oportunidad, y que mi Dios me coja
fuertemente de la mano para poder ayudar a otras personas que como yo, han vivido en
la calle y de la noche. Dios y la Virgen María, han cambiado mi corazón, sólo espero no
defraudarles.

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TERCERA PARTE

EPÍLOGO: NOS PRECEDERÁN EN EL REINO DE


LOS CIELOS

No puedo concluir este libro sin hablar como Nacho, como el escritor de la biografía
del hijo del cocinero de Pablo Escobar; de quién es Astrid Daniela; quién es Daniel
Humberto para mi, o mejor dicho, lo que ella, o él, representan para todos los que hemos
vivido toda la vida a esta parte del muro.
El mundo es grande y es pequeño. Un tormento se hace eterno para alguien mientras
hay quien puede llenar el motor de sus ilusiones −hasta el final de sus días−, gracias a un
solo instante de felicidad.
En un mundo moderno, los espacios lejanos se convierten en parte del mobiliario de
nuestro salón de estar mientras el infinito, de golpe, se acaba con una cascada de
sentimientos, poniendo fin a la tierra que siempre creímos conocer y abarcar.
Ante el cúmulo de vivencias que pueden llegar a echarse sobre nuestra persona,
aglomerándose de forma desordenada, abriendo heridas, cerrando episodios, todas las
vivencias terminan súbitamente cuando nos tropezamos con Su amor, con el amor y la
presencia real de Dios en nuestra vida. Ahí acaba todo −y allí nos percatamos de que
empezó todo−.
No se trata de un libro de esos en que se escribe sobre el amor sin más. Sobre el amor
hay libros a manos llenas mientras la gente se llena la boca de esa palabra −el amor−, y

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del amor de Dios, también. Pero por mucho que escriban sobre ello, por mucho que nos
lo describan, nos lo cuenten presencialmente o por tantos medios modernos
“multimedia” −como pueda la imaginación llegar a enumerar−, lo cierto es que hasta que
no se experimenta el amor de Dios, uno no alcanza a comprender de qué se trata. En mi
vida no podía ni sospechar que existiera la posibilidad de experimentarlo, y cuando eso
sucede todo cambia.
No he querido explayarme con una introducción profunda que anticipara a destiempo
demasiados ingredientes de esta historia, porque creía que la historia de Daniela, de
Daniel, tenía que ir creciendo silenciosamente, contando las cosas justas, hasta
conmovernos.
Antes que nada, me gustaría decir por qué este libro está escrito en masculino. El
concepto que de sí mismo y sobre la sexualidad tiene el protagonista, Daniel Humberto,
es un elemento determinante para haberle dado ese tratamiento en masculino. Si en su
fuero interno, en la soledad, se llama a sí mismo con ese nombre, y este libro está
redactado en primera persona, creo que era lo más congruente. Su condición real pese a
haber pasado por una operación de cambio de sexo y que ese es el nombre por el que
Dios le conoce −tal como él me refiere−, también inciden en que le dé ese tratamiento
masculino en el libro.
Una cosa es el tratamiento que uno merece en atención al aspecto externo que tiene,
y otra, el que se da a sí mismo en la intimidad, o el que te cuenta esa persona, en
confidencia. Pero sobre todo, están los sueños. Yo no soy nadie para decirle a otro, lo
que es, o lo que debe ser. Mi opinión es mía, y la sensibilidad y el sentir de cada persona,
puede caminar por otros senderos, y probablemente ambos estemos equivocados. No soy
yo quien puede juzgar o atropellar a nadie. Cada cual tiene sus zapatos. Por mucho que
nos lo cuenten, nunca habré podido caminar con los zapatos del otro porque, como decía
al hablar del amor de Dios, una cosa es describirlo y otra, muy diferente, experimentarlo.
Antes de juzgar a nadie, antes de señalar a nadie, aconsejaría a los que así actúan,
que se miren en el espejo, y con el corazón en la mano, nos preguntemos si somos justos,
si estamos actuando del modo correcto, si en realidad sentimos a Dios en nuestros
corazones, y si cumplimos con sus preceptos como para ser llamados hijos de Dios.
Dicho esto, añado que si no fuera porque a sí mismo se considera un hombre −un
hombre que simplemente se ha hecho una operación “allá abajo”−, no habría osado darle
un tratamiento en masculino. Pero sobre todo lo he hecho porque su sueño es reoperarse,
hasta el límite justo para alcanzar una apariencia masculina.
Uno no puede decirle a nadie lo que es o lo que deja de ser. En este sentido, resulta
sorprendente pararse a escuchar a dos trans hablando entre sí para darse cuenta de lo que
realmente opinan de su condición sexual.
Sabiendo el sueño de Astrid, conociendo la concepción que tiene de sí mismo, y

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habiendo compartido conmigo su sueño, al redactar el libro de su vida −libro que
perdurará por y para siempre, incluso después de que haya cumplido su sueño de
reoperarse−, me pareció oportuno escribir el libro en masculino, mientras −paradojas de
la vida−, hablo dirigiéndome a su persona en femenino, al menos mientras conserve ese
aspecto femenino.
Una vez aclarado esto, me gustaría contar, en resumen, por qué es tan importante la
vida de Daniel.
En Astrid he aprendido la misericordia de Dios, el amor y comprensión de Dios para
con cada uno de nosotros, tal como somos, como fruto y consecuencia de nuestro
pasado. Cuando era un niño de nueve años −después de que su padre les hubiera
abandonado, después de que su madre acumulara tantos episodios de violencia, y el
pequeño Daniel se hubiera escapado en varias ocasiones de casa, hasta tropezar con las
locas de la noche, en un país bañado de sangre y de hijos sin padres, poco después de
que su madre se suicidara−, robó una bolsa que tenía dentro el vestido de una niña, y
unos zapatos negros de charol.
Durante muchos años −todo lo que su biología le permitió hasta crecer−, anduvo
remendando y reparando esos zapatos de charol negro que tanto dinero le habían
procurado, hasta que ya no tuvieron más remedio. Yo no calcé nunca esos zapatos. No
puedo juzgar a nadie si no vestí, si no pude experimentar sus zapatos. Y sencillamente
no puedo condenarle en su toma de decisiones, como no lo pudiera hacer Jesús ante toda
la comunidad de hombres que, piedra en mano, querían lapidar a una mujer. El que no
tenga pecados, que tire la primera piedra.
Comprender a Daniel, entender a Astrid Daniela, y por qué ha sido lo que ha sido, en
Colombia, y en Italia, en Tailandia, y en España; aceptar por qué sus decisiones,
equivocadas o acertadas, han sido las que han sido, me hacen sentirme más próximo a
Jesús, más próximo a los ojos con los que sé que me mira a mi también, y a ti, y a él,
porque en definitiva, son exactamente los mismos ojos misericordiosos con los que Dios
nos ama tanto, por ser quien somos, por ser como somos, contando con los instrumentos
con los que contábamos –durante nuestro viaje−. Y con todo eso, desde nuestra historia y
limitaciones, lo realmente valioso es que todos hemos salido en búsqueda de Él. Como
miguitas de pan nos ha ido tirando −a cada uno en su mundo−, señales de todo tipo, para
que pudiéramos conocerle. Eso es innegable y, en cualquier caso, absolutamente todos
sabemos, que su nombre está escrito en nuestro corazón –a muchos tal vez les falte sentir
que el nuestro está en el suyo−.
La consecuencia directa, la más abrumadora, que emana de ello, es que si Dios le
quiere a ella, a él, a las prostitutas, a los transexuales, y si incluso ellos se pueden
perdonar a sí mismos, está claro que yo tengo perdón, y que Dios también me quiere a
mí. El hijo del cocinero de Pablo Escobar sintió el amor de Jesús en su retiro de Emaús,

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y sintió el amor de la Virgen María, en su peregrinación a Medjugorje. Si Dios quiere a
quien se considera a sí mismo tan culpable, si esa persona ha sido capaz de perdonarse a
sí misma, entonces, todos hemos de sentirnos afortunados.
Quiso Dios poner un ejemplo tan extremo para dar fe de Su amor por todas sus
criaturas, que tal vez sólo así podía dejárnoslo claro. De ahí el énfasis y predilección de
amor que nos cuenta que tiene por la oveja perdida, por aquellos de los que dice que nos
precederán en el reino de los cielos y, de forma tan especial, por Santa María Magdalena.
Misericordia, pues, es lo que más he aprendido gracias a conocerle. Pero la cosa no
queda ahí. Yo recuerdo cuando al salir de su retiro de Emaús, ya habiendo abandonado
la calle, sin papeles, sin trabajo, apostaba por lanzarse al vacío, confiando en Dios, sin
más. Esa confianza y ese abandono, propios de la lectura de Mateo sobre la conveniencia
de no preocuparse más que los pajarillos o los lirios del campo, es encomiable. En un
mundo salvaje que avanza como una apisonadora, y en el que no somos capaces de
abandonar un episodio hasta tener bien seguro el siguiente proyecto, ese salto al vacío
denota que tenemos muchas cosas por aprender.
Son tantas las cosas que tenemos que aprender de este tipo de personas, y tantas las
cosas que ellas no saben que nos pueden enseñar... Llevan decenas de años viviendo en
su purgatorio. Tal vez por ello, tienen muchas cosas ya aprendidas que mostrarnos. Por
otra parte llevan muchos años de soledad y, por ende, necesitan de nuestra compañía y
cariño, muchas horas para ser escuchadas y para compartir y, muchas de ellas o ellos,
también necesitan cubrir años de carencias en cuanto a hábitos sociológicos –esto es, que
el aprendizaje va en los dos sentidos−.
Álvaro de Jesús también me dio el mismo ejemplo que el protagonista: Tiró su ropa
de mujer, mostró una maleta vacía −como necesidad para poder avanzar en el camino de
Dios−, dejó atrás sus pastillas de hormonas, cortó su pelo que le llegaba por la cintura, lo
tiñó de color rubio a moreno y así, sin trabajo, sin papeles, con una orden de expulsión
de Italia, llorando por sentir el amor de Dios, tuvo la firme determinación de que Dios
era lo único por lo que valía la pena apostar.
Todos los días le pido a Dios que me dé al menos una porción de esa determinación.
Me bastaría con una parte bien minúscula de la determinación que me han demostrado
tener.
Me gustaría comentar aquí, que el desarrollo de la idea de la Duda, como ente
autónomo, es un concepto que me ha transmitido F. −una chica encantadora, pero no
pongo su nombre por cuestiones de preservar su seguridad e intimidad−. Su historia es la
mejor prueba de que cuando dices “sí”, los milagros empiezan a ocurrir. F. llevaba
cuatro meses prostituyéndose en un piso. La herida del mal inherente a esa “profesión”
que estaba realizando, estaba muy fresca en su interior. Le quemaba abiertamente. Luis,
un hermano de Emaús que sabe lo que yo hago −con el apostolado de Santa María

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Magdalena−, se hallaba ese día haciendo la inspección técnica de un edificio y, para ello,
debía de ir llamando a las puertas de todas las viviendas. Picó el timbre, y ella se echó en
sus brazos, llorando. El dueño del piso la acababa de agredir, porque ella, como no se
drogaba, todavía tenía capacidad para opinar y le recriminaba las condiciones inhumanas
que se vivían en ese lugar: Había trans que se pasaban drogadas durante dos días. Los
olores de suciedad en todas sus expresiones, le torturaban. A veces el cuerpo de una
compañera o de un cliente, yacía tirado en medio del salón, inerte. Ya sólo por el temor a
que allí mismo hubiera muerto alguien, le hacía temblar de miedo. Luis abrazó a F., y
salió a la calle asustado. Me llamó por teléfono, y por la tarde quedé con F.
F. me contó su vida. Llamé a A. −también miembro de Santa María Magdalena−, y
de ahí pasamos a contactar con un comisario de policía, que a su vez, de milagro, nos
llevó a una ONG que acogía a este tipo de chicas. Esa noche F. logró dormir bajo techo
gracias a la sucesión de acontecimientos que se habían sucedido en cuestión de horas. Le
conté lo que hacíamos, y ya está anhelando el momento de venir con nosotros al Camp
Nou. Tiene ganas de contarle al mundo lo que se vive a ese lado del muro, sobre todo
detrás de las paredes de un piso como ese en el que ella ejercía la prostitución. Entre
indignada y sorprendida me cuenta que sus compañeras de piso no son capaces de darse
cuenta de lo que están viviendo, de la esclavitud a las que están sometidas por dinero, de
su desgraciada condición, atadas a la droga, presas de esa oscuridad que les mantiene tan
ciegas.
Aún hay quien quiere legalizar esa desdicha, como si se tratara de profesionales
preparadas en las aulas de una universidad, como si encima tuvieran una deuda con la
sociedad. Los que quieren dictar leyes para que sea legal su situación, pretenden que
paguen impuestos. Es la sociedad la que tiene una deuda con ellas, por no hacer nada
para evitar su esclavitud, mirando flagrantemente hacia otra parte. La sociedad tiene la
obligación de tenderles la mano y darles cariño. La sociedad tiene la obligación de hacer
lo posible para quitar su venda de los ojos, la venda de la droga, de la esclavitud, de los
nudos en sus gargantas y en sus muñecas, que les tienen atados a sus dueños, a las
mafias a los que pagan por traerles aquí, ilegalmente, a los de los pisos que cobran por
prestarles sus habitaciones. Cosas de la vida, a esos que tienen esos pisos −una mezcla
entre pisos patera, prostíbulos, y narcopisos−, la bondad con la que se redacta el Código
Penal, impide perseguirlos. Así es la sociedad.
Dicho esto, quería comentar que en todas las familias hay dejes, vicios, pecados y
pecadillos. Si uno nace en una familia que suele arañar dinero en su declaración de la
renta, sus hijos no verán con malos ojos esa forma de actuar. Si uno nace en una familia
de albañiles que suele cobrar más ladrillos de los que puso, los hijos suelen no rasgarse
las vestiduras si en el futuro ellos acaban haciendo lo mismo. Si uno trabaja como
abogado penalista habituado a articular triquiñuelas procesales para liberar a violadores o

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terroristas y sus compañeros también lo hacen −y él siempre lo hizo así−, ¿cómo va a ver
que eso está mal? Es que siente que necesita seguir haciendo exactamente eso para
seguir comiendo.
La congruencia en mezclar lo humano y lo divino, es algo que también observo en
muchas de las personas que han salido de la calle. Durante sus años oscuros, aunque
rezaban, eran conscientes de que no era apropiado portar cadenas o cruces, mientras
hacían lo que hacían. Muchos de nosotros, sin embargo, nos sentamos en los primeros
bancos. Por otra parte, cuando pecamos, no tenemos obstáculo en seguir vistiendo el
hábito, la medalla, y la cruz. Ellas, sin embargo, tenían claro el respeto por las cosas de
Dios. Recuerdo como una de ellas me decía que rezaba por los difuntos, que rezaba para
que no le pasara nada –que nadie le hiciera daño−, pero que nunca rezó para que le fuera
bien económicamente cuando salía a la calle.
El mundo está lleno de personas que se maquillan todos los días, para poder afrontar
su realidad. Todos tenemos máscaras. La sociedad como tal, también tiene máscaras.
Pero en las personas que he conocido al otro lado del muro −en especial a las que
conozco por haberlo abandonado−, suelo percibir una nota distintiva: Saben
perfectamente lo que está bien y lo que está mal. Y albergan un sueño, salir del círculo
vicioso definitivamente −ese pez que se muerde la cola−. Sólo necesitan una mano de
amor y comprensión, que les quiera sacar. Una vez empezado el proceso, la semilla de
Dios crece hasta proporciones descomunales, y lo cambian todo de forma contundente,
conscientes de todo lo que hicieron bien, y de todo lo que hicieron mal, con mucha más
claridad que nosotros −los de este lado del muro−. De ahí que Santa María Magdalena
fuera tan apreciada por el Señor, por su forma de echarse a los pies de Jesús,
desconsoladamente, consciente de su pasado. Bañó Sus pies con las amargas lágrimas de
lo que ella reconocía de su pasado. Tan amada por ungir la cabeza de Jesús con ese
perfume tan caro, al que llamaban alabastro (Mateo 26, 13: “Os aseguro que en cualquier
parte del mundo donde se predique este evangelio, se contará también, en memoria de
esta mujer, lo que ella hizo”), y por enjugar sus pies con su cabello.
Lo que ellas hacen representa un terremoto, no sólo en la vida de esas personas. Son
una bomba nuclear en la vida de los que estamos a este lado del muro, una revolución en
nuestro mundo moderno, materialista, ciego y sordo, y antirreligioso.
Y luego está la forma de afrontar el perdón. Aún recuerdo la dulzura con la que
Astrid se aproxima en el Camp Nou a otras trans que antaño le hubieran revolcado y
agredido. Por encima de todo, está la necesidad que siente por ayudar a esa persona a
salir de ese mundo. No sé si yo estoy igualmente capacitado para perdonar a mis
enemigos, o tan siquiera para poner la misma dulzura en mi boca al hablar con aquellas
personas con las que sé que no suele haber buena química.
Cuando no tenía qué comer, los miembros de Santa María Magdalena le regalamos

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una caja llena de comida. A los pocos días me enfadaba porque la mayor parte la había
repartido, literalmente porque había otras ovejitas que estaban necesitadas, y por que
cuando él había necesitado ayuda, le prestaron lo que requería para subsistir.
Otra cosa digna de aprender, es su necesidad de Dios. Al haber encontrado Su amor,
emerge otra cualidad: Su agradecimiento. Al haber estado en el mundo que han vivido, y
al haber pasado por las experiencias tan duras que han ido marcando sus vidas, no andan
como nosotros jugando continuamente con el pecado. Muchos de los que llevamos toda
la vida a esta parte del muro, tenemos la mala costumbre de caer y levantarnos, pero no
nos molesta jugar con el pecado. Creo que a nosotros no nos cuesta tanto jugar con
volver a caer, ni nos cuesta tanto volver a caer. En cambio, ese dolor especial por no
volver a caer, que atesoran estas personas, es impresionante y, como saben lo que duele
caer −y lo que cuesta levantarse−, suelen ser personas especialmente agradecidas con
quien les ha rescatado, e intentan no fallarle de verdad, adquiriendo el firme propósito de
no regresar al lugar del que han venido.
Pero aparte de su perdón, de su determinación por cambiar, de la misericordia que
me han enseñado, sobre todo es su esperanza, su confianza, lo que me sorprenden.
Después de todo lo que les han hecho, atesoran tanta confianza, tanta esperanza. Con las
heridas que yo tengo, mido mucho más mi entrega. Son como niños que siguen
atesorando ilusión e inocencia, y que tienen hermosos sueños por realizar.
Yo siempre he dicho que es como si hubiera un niño atrapado en el cuerpo de una
mujer. El tiempo dejó a ese niño encerrado ahí dentro, pese a los cambios que se iban
operando en su cuerpo, a consecuencia de las elecciones que iba tomando ante todo lo
que le iba rodeando, y superando. Un niño que tiene ansias por recuperar todas las letras
con las que se compone su condición: La N, la I, la Ñ, y sobre todo, la O.
Ahora hemos constituido una familia. De hecho mis hijos y mi mujer están
totalmente volcados en este apostolado. Tanto es así que el otro día en la sala de espera
del dentista, mi hija de diecisiete años, con toda espontaneidad le preguntaba en voz alta
a mi mujer, si ese viernes papi se iba a ir de “putis”. No alcanzo a imaginar la cara de
sorpresa de todos los que estaban en esa misma sala de espera. Debían de pensar que mi
mujer es una santa, o que en cualquier caso éramos una familia muy abierta. En cuanto a
lo primero, acertaron de pleno.
Al salir de su retiro de Emaús, el hijo del cocinero de Pablo Escobar le envió un
audio a todas las trans que conoce de más de media Europa. Todas escucharon sus
contagiosas palabras, su firme determinación para dejar la calle y para seguir los
caminos del Señor. Sólo por escuchar el tono de su voz, el contenido de sus palabras,
todas le contestaban con un audio anhelando seguir el mismo camino. Ante esa respuesta
tan abrumadora, Astrid me decía: Yo sólo quiero decirles que NUNCA ES
DEMASIADO TARDE.

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14 DE AGOSTO DE 2016: LAS COSAS NO SUCEDEN
PORQUE SÍ

San Maximiliano, la Inmaculada Concepción y San Miguel


Arcángel. Santa María Magdalena y Salvador Íñiguez.

Antes relataba cómo el hijo del cocinero de Pablo Escobar, se tropezó un día con un
fraile que portaba una larga barba blanca, en un evento sobrenatural e inexplicable y que
ese fraile le convirtió en hijo y protegido de San Miguel Arcángel. Al día siguiente, el
monasterio y el fraile en cuestión, no estaban allí donde se lo habían encontrado y, en su
lugar había una oficina moderna, atendida por un dependiente que no tenía ni idea de lo
que le hablaban. Los milagros ocurren, los regalos de Dios se están derramando por
doquier.
No sería hasta muchos años después que el hijo del cocinero de Pablo Escobar, se
daría cuenta de que ese fraile era San Maximiliano María Kolbe. Identificó su rostro en
uno de los cuadros de la iglesia de San Sebastián, en Badalona. Recordemos que fue ese
santo el que fundó la Milicia de la Inmaculada Concepción.
Ese encuentro del hijo del cocinero de Pablo Escobar con San Maximiliano María
Kolbe −el que fundó la Milicia de la Inmaculada como reacción a la afrenta contra San
Miguel Arcángel−, desencadenaría una serie de coincidencias inexplicables, empujando
al encuentro entre Nacho y Astrid aquella noche de octubre de 2016:
El 14 de agosto de 2016, es decir, un mes y tres semanas antes de conocer a Astrid en
el Camp Nou −el 7 de octubre de 2016−, yo, Nacho, estaba realizando mi primera
Consagración a María –de 33 días− mediante una fórmula que destaca especialmente el
fervor por María, a través de la vida de cuatro santos: San Luis Grignon de Monfort,
Santa Teresa de Calcuta, San Juan Pablo II, y San Maximiliano María Kolbe.
Ese día 14 de agosto de 2016, día de San Maximiliano María Kolbe, ocurrieron tres
cosas importantísimas:
1º. El padre Felipe me llamó porque quería organizar una peregrinación a Roma y me

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pidió ayuda. Sólo era cuestión de decidir las mejores fechas, escoger los lugares a los
que podríamos llevar a los parroquianos de San Sebastián. Pero la cosa no quedó ahí.
2º. Después de colgar el teléfono al padre Felipe, continué con la Consagración a
María, tumbado, sobre la cama de la habitación de visitas de mis padres, en la casa que
tienen en Calonge (Gerona), cuando algo hizo que me fijara, por primera vez en decenas
de años, a través del espejo, de cual era el cuadro que tenía sobre mi cabeza. Cosas de la
vida, el cuadro representaba la Inmaculada Concepción. Era un cuadro de Murillo. La
relación de la Inmaculada Concepción con España, es crucial. En parte dicho dogma se
acabó reconociendo gracias a la presión de la monarquía española. En reconocimiento a
esa labor, los sacerdotes de la península ibérica son los únicos del mundo que pueden
vestir el color azul claro en la festividad del 8 de diciembre.
Murillo era discípulo de Velázquez, quien a la postre se convirtió en el retratista de
Felipe IV. Una estatua de ese rey se encuentra en Santa María la Mayor, una de las
cuatro basílicas de Roma, a la que cada 8 de diciembre −día de la Inmaculada− acude el
Papa. Cuando hicimos esa peregrinación, yo personalmente vi al Papa Francisco a dos
metros de mí y crucé mi mirada con la suya cuando acudió a visitar esa basílica. Era el
segundo Papa que veía con mis ojos directamente. Anteriormente incluso le di la mano a
Juan Pablo II.
Ese rey, Felipe IV se carteaba con la Venerable Sor María Jesús de Ágreda
(1602−1665). Recomiendo leer su historia porque es espectacular, especialmente en lo
que toca a la evangelización de partes de América, en bilocación, estando en Ágreda
como monja de clausura. A la intervención de la misma se debe que el rey Felipe IV no
reprendiera con mano dura la sublevación de los “Segadors” en Cataluña. Gracias a los
consejos de Sor María Jesús de Ágreda, en agosto de 1945 estaba dispuesto a la paz,
incluso a cambio de perder algo a cambio.
Sor María Jesús de Ágreda escribió la “Mística Ciudad de Dios”, un atrevido tratado
en el que hablaba abiertamente del dogma de la Inmaculada Concepción mucho antes de
que fuera reconocido dicho dogma −cuatro años antes de que la virgen se apareciera en
Lourdes diciéndole a Santa Bernardette, que era la Inmaculada Concepción, confirmando
de este modo, el acierto de la iglesia−. Por lo tanto, en cierto sentido, Sor María Jesús de
Ágreda fue precursora de la devoción de San Maximiliano María Kolbe.
Pues bien, esta venerable monjita, fue uno de los motivos que nos llevó a realizar la
primera peregrinación que organicé con el padre Felipe para la parroquia de San
Sebastián. La peregrinación tuvo sin saber cómo ni porqué, un marcado cariz
concepcionista. La cosa es que en uno de sus libros, María Vallejo−Nájera hablaba de la
vida de otra concepcionista: la venerable Sor Patrocinio −otra historia impresionante, y
de lectura imprescindible−. Ella está enterrada en Guadalajara −la de España, no la de
México−, donde tuvieron lugar las apariciones de la Virgen María bajo la advocación de

147
Nuestra Señora del Olvido −recomiendo ir allí a pedir milagros, porque se suelen
cumplir, bajo el mandato que Ella pronunció, de que “jamás tu amor les negaría cuanto
te pidieran rendidos a tus pies”−.
Así que organizamos la peregrinación para visitar a las dos monjas concepcionistas,
sin buscar en ello un ánimo especial hacia la Inmaculada Concepción, aunque acabamos
todos enamorados de ella. Entre la visita a Guadalajara y a Ágreda, nos acercamos al
Valle de los Caídos –allí nos quedamos a dormir−, y celebramos una misa espectacular
que concluyó con un desgraciado accidente: una de las parroquianas golpeó con su
cabeza el cáliz, y la sangre de Cristo se derramó por mis manos y por el suelo.
La cuestión es que, después de aquella impresionante peregrinación concepcionista,
el 14 de agosto de 2016, nació la segunda etapa concepcionista, para adentrarnos en el
dogma, abandonándonos en los brazos de la Inmaculada Concepción.
Ese día 14 de marzo, dentro de los 33 días de la Consagración a María, estaba
dedicado a San Maximiliano María Kolbe, como no podía ser de otro modo. El texto de
ese día –de la consagración− venia a decir que “la Inmaculada Concepción es el Espíritu
Santo increado” –seguro que Sor María Jesús de Ágreda compartía ese concepto−. A
continuación el texto de la consagración hablaba de que el santo fundó la Milicia de la
Inmaculada en Roma. Aquello despertó mi atención, porque justo el padre Felipe quería
organizar una peregrinación a Roma.
Así que, después de haber recibido esa llamada del padre Felipe, y de leer lo de la
fundación de la Milicia de la Inmaculada en Roma, cogí el ordenador y me puse a buscar
“Milicia de la Inmaculada”. Cual fue mi sorpresa al comprobar que el responsable de la
Milicia en España, había sido hasta hace poco, el padre Abel −de los franciscanos
conventuales de Granollers−, a quien yo conocía personalmente. En la web aparecía su
fotografía.
Se acumularon de golpe las ideas y barrunté la posibilidad de organizar esa
peregrinación a Roma haciéndola coincidir con el 8 de diciembre −día de la Inmaculada
Concepción−, a fin de que los parroquianos que acudiéramos a la peregrinación, nos
hiciéramos Caballeros de la Inmaculada y concluir, de este modo, nuestras
peregrinaciones concepcionistas. Así se lo propuse al padre Felipe y así sucedió meses
después, en lo que fue una peregrinación antológica. El plato fuerte fue hacernos
Caballeros de la Inmaculada en el convento de San Maximiliano María Kolbe –donde él
fundó la Milicia−, el día de la Inmaculada Concepción. Como además es la patrona de
España, fuimos a ver al Papa cuando hacía la ofrenda floral en la Piazza Spagna, y
cuando acudía a la basílica de Santa María la Mayor. Pese a que el dogma se reconocía
en 1854, resulta que en España se reconocía a la Inmaculada Concepción como patrona y
protectora desde 1644.
3º. Pero lo que es más importante: Ese mismo día 14 de agosto de 2016, mi amigo

148
Salvador Íñiguez, contactaba conmigo. Él es mexicano y reside en Guadalajara
(México). Él se dedica especialmente a recorrer los prostíbulos de esa ciudad, sacando a
las chicas de la calle utilizando para ello los rosarios y las imágenes de la Virgen María
de Medjugorje. A Salvador le conocí en diciembre de 2013, el día del estreno de la
película “¡Mary’s Land (Tierra de María)”, en Barcelona. Yo había estado
promocionando esa película porque sabía que hablaba especialmente de las apariciones
de Medjugorje. Si la promocioné es porque yo ya había ido a Medjugorje. A ese
pueblecito fui a parar de milagro porque alguien había abandonado un libro en la portería
del edificio donde vivo y, como en ese libro se hablaba de Medjugorje, el 18 de marzo
de 2008 aparecí con Judith −mi mujer−, en ese lugar, después de dos días de coche, justo
el día en que Mirjana recibía un mensaje de la virgen diciendo esto:
“Hoy extiendo mis manos hacia ustedes, no tengan miedo de
aceptarlas. Ellas quieren darles amor, paz y ayudarlos en la salvación. Por ello, hijos
míos, tómenlas. El camino por el que los guío es difícil, lleno de pruebas y de caídas.
Estaré con ustedes y mis manos los sostendrán. Sean perseverantes para que al fin del
camino todos juntos podamos, en la alegría y en el amor, tenernos de las manos con mi
Hijo. Vengan conmigo, no tengan miedo. Gracias”.
Lo mismo le sucedería a nuestro protagonista: En Medjugorje, la Virgen María le
cogió de la mano y le llevó a Jesús.
Salvador Íñiguez nació en la misma ciudad que Pedrito −Guadalajara, México−, con
cuyas canciones Astrid −Daniel− empezó a ganarse la vida en la calle. El mundo es muy
grande, pero también muy pequeño. Con las canciones de un natural de Guadalajara
empezó ganándose la vida en la calle y gracias a otra persona nacida en esa ciudad, la
acabaría dejando.
Aún recuerdo, aparte del testimonio de Salvador Íñiguez en la película “Mary’s
Land”, el testimonio de aquel doctor abortista que cambió su vida en un viaje a
Guadalupe, al escuchar la voz de la Virgen preguntándole “por qué le hacía daño”.
Casualmente me reuní hace unos días con Álvaro de Jesús. Escogimos al azar un bar y
una mesa. Justo se sentó bajo un cuadro de la Virgen de Guadalupe. En esa reunión se
decidía a dar el paso, su paso −después de 39 años, confesó y volvió a comulgar−. Y
también recuerdo el testimonio de John Rick Miller en esa película, describiendo que su
vida cambió cuando negándose a ir a Medjugorje, escuchó estas palabras: “Hijo, ya es
suficiente. ¿Estás listo para volver a casa?”.
Hoy comíamos juntos con Astrid, Jordi, Álvaro de Jesús, y su hermana Vanesa –
también trans−. Por la noche, al hallarse dispuesta a salir al Camp Nou, le ha pedido un
rosario a Astrid, lo ha sostenido en su mano y ha decidido no salir a la calle.
Nuestra madre nos pide que le demos la mano, porque luego nos quiere llevar a la
casa de Jesús −tal como le ha sucedido al hijo del cocinero de Pablo Escobar−. Tal como

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me sucediera a mí.
Una vez hecho este inciso, continúo con la cadena de casualidades, porque ahí radica
todo: Salvador Íñiguez vino a Barcelona junto con el director de la película, Juan Manuel
Cotelo. Al acabar la película, mi amigo Goran −que organiza peregrinaciones a
Medjugorje−, me presentó a Salvador y me pidió si le podía ayudar con el envío de
rosarios desde Medjugorje a Guadalajara (México), para que él pudiera desarrollar esa
hermosa labor. Establecí el contacto con Salvador y en cada peregrinación que yo
realizaba a Medjugorje, lograba juntar una caja de cartón enorme, llena de rosarios que
regalaban todos los peregrinos.
La cuestión es que, pasado el tiempo desde mi primer contacto con Salvador, ese
mismo día 14 de agosto de 2016 −día del santo polaco−, Salvador me enviaba un
mensaje anunciando que iba a venir a Barcelona entre el 30 de septiembre y el 4 de
octubre. Yo se lo comuniqué al padre Felipe tres días después. Estaba claro que San
Maximiliano María Kolbe estaba intermediando fuertemente. Vi en la visita de Salvador
Íñíguez, claramente, la posibilidad de iniciar el apostolado en las calles de Barcelona,
con las prostitutas.
Ese día 14 de agosto de 2016, muchas cosas se juntaron en el cielo y en la tierra:
El inicio de mi devoción por San Maximiliano María Kolbe −el santo que se le
apareció al protagonista del libro, en Casia, y que fundó la Milicia de la Inmaculada, el
día en que vio cómo los masones hacían circular por la calle la imagen de San Miguel
Arcángel bajo los pies de Lucifer−.
Además, la preparación de la peregrinación a Roma haciéndonos Caballeros de la
Inmaculada, y la trascendental visita de Salvador Íñiguez a Barcelona.
Al llegar Salvador a Barcelona −aparte de dar testimonio en la parroquia, y de iniciar
una peregrinación de tres días, visitando Nuestra Señora del Pilar, Garabandal −donde
nos entrevistaron a los dos para el programa de “Cambio de agujas”−, Santo Toribio de
Liébana −donde se encuentra el Lignum Crucis más grande del mundo−, y San Ignacio
de Loyola −allí celebramos la eucaristía en la misma habitación en la que la Virgen
María se le apareció al santo−, quedamos para comer en la parroquia el padre Felipe, el
padre Jorge, Salvador, y yo, y ahí recabé el permiso necesario para dar inicio al
apostolado de Santa María Magdalena por las calles de Barcelona. Unos días después, el
primer día del apostolado, conocería a Astrid −a Daniel Humberto−. El segundo día
conocería a Laura Juliana −Álvaro de Jesús−. Ahora son tantos y tantas los que están
dejando la calle...
Meses más tarde, me regalaban una reliquia de San Maximiliano María Kolbe y
recibía por correo otra reliquia de Santa María Magdalena. Ésta me la enviaban desde el
Sur de Francia, desde Saint Maximine la Sainte Baume, donde están enterrados los
restos de Santa María Magdalena y donde casualmente están asentados los Misioneros

150
de la Santísima Eucaristía, uno de cuyos sacerdotes −el padre Justo Lofeudo−, fue el
responsable de traer a Barcelona los conocimientos necesarios para abrir dos de las tres
capillas de adoración perpetua que hay en Cataluña (la de San Sebastián, y la de Santa
Isabel). Eso sí que es una bendición. Las capillas de adoración perpetua están cambiando
todo lo que las rodea.

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AGRADECIMIENTOS

Astrid Daniela: Agradezco a Nacho y a su familia, por darme esa mano que tanto
necesité para tomar esa decisión. A mi hermano Jordi por sostenerme en la fe y
enseñarme tanto. Al padre Felipe, y a todos los que me abrieron su corazón en
Medjugorje. A todas mis hermanas de Emaús, que lograron borrar esa tristeza de mi
corazón y dibujar una sonrisa en mi vida.
Espero que este mensaje llegue al corazón de tantas familias, a tantas amigas, para
que vean en mí lo que ha sucedido conmigo: Un ejemplo de fe, y de la misericordia de
Dios. Que Dios ama a todos y a cada uno de nosotros y de nosotras hasta el infinito. Que
nos está esperando a todos. Que sólo necesitamos un poco de voluntad y esfuerzo para
cambiar. Que la vida es tan bella, y que somos nosotros los que la hacemos dura y
dolorosa al apartarnos de nuestro Señor, sobre todo con nuestro orgullo. Que para ser
felices y tener paz sólo necesitamos tener fe, y fuerza de voluntad.
Dedico este libro al Espíritu Santo, por haberme iluminado la mente para escribirlo,
para recordar y no borrar de mi cabeza, tantos episodios de mi vida. A María Reina de la
Paz, por cubrirme con su manto, y acompañarme en este camino de luz. Y a todos
aquellos que hicieron posible sacar adelante este libro. Que Dios los ilumine por hacer
llegar este mensaje al mundo. Gracias, Jesús de la Misericordia, por que ahora lo dejo
todo en tu corazón misericordioso. Hágase Tu Santísima voluntad.
A la memoria de San Juan Pablo II, ya que su vida me recuerda mi infancia de
soledad, de lucha y de fe, con la misma que quiero llegar hasta la casa del padre
recordando sus palabras −“no tengáis miedo de abrir vuestros corazones a Dios“−, como
lo hago yo ahora hasta que al final pueda decir “TOTUS TUUS” .

Nacho: Agradezco tanto al Señor, haber conocido a Astrid Daniela (Daniel


Humberto), y a Álvaro de Jesús. Y a ellos les quiero dar las gracias por ser como son.
Agradezco a Jordi su entusiasmo, su compañía y esfuerzo por este apostolado; sin él

152
nada de esto estaría siendo posible. A Alex por esa primera noche en el Camp Nou y por
todas las que vinieron y vendrán después. A Miguel, a Begoña, a Antonio, a David, al
padre Felipe, al padre Jorge, al padre Joan, al padre Joaquín Petit −mi director espiritual
−, al padre Manuel Aromir −director de Astrid−, al obispo Antoni Vadell −que con tanta
ilusión y cercanía, nos ha acogido y nos ayuda− y a todos los que han contribuido para
que este proyecto haya podido tener lugar. Especialmente quiero agradecerle a Judith, mi
mujer, permitirme hacer lo que hago, por la dulzura con la que ella ahora atiende a las
chicas de la calle, y porque pese a mis fallos, −tan grandes− me acompaña hasta la
eternidad en este viaje. Quiero agradecerle también a mis hijos su comprensión y
paciencia por las horas que este apostolado me roba con ellos. A mis padres, porque si
soy así y hago lo que hago, es porque soy fiel hijo de mis padres; sin su ejemplo y su
trabajo, yo no podría haberlo hecho. A mi hermano Pablo, porque estoy convencido de
que su sufrimiento tiene algo que ver indudablemente, con todo esto. A mi hermano en
el cielo, Ángel, y a los hijos que no nacieron: Alex, Noa, Iris, y Max. A mi hermana, que
me apoya y que escribió aquellas palabras con las que Jesús atravesó mi corazón, en mi
retiro de Emaús, hasta enamorarme de Él hasta el tuétano; −“hasta la locura” diría mi
buen hermano Alberto Rosa, como tantas veces hacemos cantando los viernes a las 4 de
la madrugada, frente al Santísimo−. Cuando se experimenta el amor de Dios, ya nada es
igual.
Y gracias a San Ignacio, a San Maximiliano María Kolbe, a San Benito, a San José, a
San Juan Pablo II, a San Isidro, a Santa María Magdalena, y a mi Madre del cielo, Santa
María.

Barcelona a 15 de mayo de 2018, día de San Isidro.

153
“Mientras iban ellos de camino, Jesús entró en cierta aldea;
y una mujer llamada Marta Lo recibió en su casa.
Ella tenía una hermana que se llamaba María,
que sentada a los pies del Señor, escuchaba Su palabra.
Pero Marta se preocupaba con todos los preparativos.
Y acercándose a Él, le dijo: “Señor, ¿no Te importa
que mi hermana me deje servir sola?
Dile, pues,que me ayude”. El Señor le respondió:
“Marta, Marta, tú estás preocupada y molesta
por tantas cosas; pero una sola cosa es necesaria,
y María ha escogido la parte buena,
la cual no le será quitada”.

Lc 10,38-42

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IGNACIO SÁNCHEZ MEYA

Abogado procesalista. Fue a un colegio religioso y de ahí surgió en él, lo que define
como su inclusión en la cultura del cumplimiento: cumplo, y miento. Casado,
matrimonio nulo y vuelto a casar, con tres hijos de dos matrimonios. Un día el Señor
tocó a su puerta. Sintió el amor y la misericordia que Él tiene por cada uno de nosotros,
de forma individual y particular. Sintió la necesidad de devolver a quien tanto le amaba
un poco de ese amor y decidió hacerlo atendiendo al prójimo, a la gente sin trabajo que
duerme de noche en la calle, y a la gente que trabaja durmiendo de día y que hace de la
noche su trabajo.

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ASTRID DANIELA GONZÁLEZ CASTAÑEDA

Nació en Medellín en 1968. Su padre esperaba que fuera una niña y al no ser así,
abandonó a la familia para ir a trabajar como cocinero en la Hacienda Nápoles de Pablo
Escobar. Sometida a discriminaciones y vejaciones constantes fue apuñalada más de
cincuenta veces y recibió tres disparos de bala. Después de muchos años trabajando en
las calles de media Colombia, se fue a Europa, donde recorrió casi todos los países del
continente. Fue a Tailandia para hacerse una operación de cambio de sexo. Años más
tarde se reencontró con su padre y le dijo: Aquí tienes a la hija que quisiste haber tenido.
Su sueño siempre fue lograr salir de la calle para acercar a otros al Señor. Actualmente
reside en Barcelona donde comparte su nueva vida con l@s compañer@s de la noche.

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Índice
TRANSFORMADA 2
PRÓLOGO 4
INTRODUCCIÓN 6
PRIMERA PARTE 7
UN ENTORNO VIOLENTO 7
¿POR QUÉ AHORA? 18
SEGUNDA PARTE 32
DESDE ANTES DE HABER NACIDO 32
MIS PRIMEROS AÑOS 35
VUELTA A CASA 43
EN LA CALLE DEFINITIVAMENTE 58
ACTUANDO POR MI CUENTA 63
JOHN JAIRO 71
WILLINGTON 83
EN EUROPA 87
NUEVE MESES EN LA CÁRCEL 95
TRECE AÑOS CON PLAMEN 100
MIENTRAS MANTUVE MI RELACIÓN CON PLAMEN:
104
OPERACIONES, GIORGIO
SANTUARIOS, VIAJES Y OBRAS DE CARIDAD 108
ENCUENTROS Y REENCUENTROS 116
DAR EL PASO 124
QUIERO PEDIR PERDÓN 137
TERCERA PARTE 139
EPÍLOGO: NOS PRECEDERÁN EN EL REINO DE LOS
139
CIELOS
14 DE AGOSTO DE 2016: LAS COSAS NO SUCEDEN
146
PORQUE SÍ
AGRADECIMIENTOS 152

157
AUTOR 155

158

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