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ACTUACIONES UTÓPICAS EN EL TEATRO CARIBEÑO*

El Caribe es un conjunto de islas y costas irreverentes, alegres y

nostálgicas. Aparece en el imaginario como sitio mágico: vodú, santería,

rastafari; sociedad secreta, máscaras, trances y rituales.

También como sitio erótico: contra un fondo cadencioso de son,

rumba, salsa, steel bands, calipso y reggae, sobrevienen los escándalos del

vestuario, la ornamentación desenfrenada de la vida cotidiana, el gesto por

puro placer, el carnaval.

Para corregir el sesgo turístico pudiéramos añadir a lo anterior,

decenas de desembarcos de marines, y agregar que hemos sido cabezas de

playa del coloniaje y del neocolonialismo; y que más tarde fuimos un

principal enclave de la confrontación Este-Oeste; el Caribe, según todo lo

anterior, es un escenario en el que el poder ha hecho apuestas decisivas

durante quinientos años.

Razas y culturas muy diversas colisionan en nuestro mediterráneo.

Frente a la hegemonía blanca, norte y eurocéntrica, los negros, los indios,

los asiáticos y polinesios, los mestizos y los criollos sediciosos tuvieron —y

tienen— que inventarse modos para proteger su autoctonía y su saber.

Caribe es lugar de resistencia y cimarronaje. Lugar de invención, en

forcejeo con la maniobra asimiladora.

**
Ponencia presentada en el Congreso de Cultura Caribeña, Maracaibo, Venezuela, 1995.
Piratas de todas las banderas; esclavos, náufragos y migrantes;

héroes y redentores de muy variados credos, desde hace siglos surcan

nuestras aguas. Lo hacen —lo han hecho— en nombre del saqueo, en

nombre de la desesperación y en nombre de la esperanza.

El Caribe es, por todo lo anterior, una encrucijada de utopías: Colón,

Louverture y Martí; Roumain, Garvey, Carpentier, García Márquez y

Stephan Alexis; Revolución Cubana.

La utopía puede ser examinada no sólo como el ideal de sociedad

perfecta formado en la cabeza de alguien, no sólo como modelo coherente,

sólido y terminado, sino como evento, como efusión de energía sobre lo

Real.1 La utopía, vista así, no es pura idealidad, tampoco concentración

sobre la meta, sino proceso, praxis liberadora que maneja las

contradicciones reales para rearticularlas en otro nivel.

Desde este enfoque pudiéramos examinar algunas dinámicas del

teatro caribeño y dar cuenta de sus actuaciones utópicas.

De los diversos modelos de Vida Mejor que el Caribe históricamente ha

generado, se desprenden dos actitudes básicas vinculadas entre nosotros a

la utopía: protección de la identidad e invención de la calidad nueva.

Cintio Vitier llamaba recientemente a meditar sobre el vínculo que existe

entre resistencia y libertad.2 Advertía Vitier que si la resistencia, esto es, la

protección de la identidad amenazada, se desvincula del momento de la

1
Esta es una idea que desarrolla Fredric Jameson en The Ideologies of Theory: Essays
1971-1986, vol. 2, Univ. of Minnesotta, 1988, pp. 75-101.
2
Cintio Vitier: "Martí  en el desafío de los 90", La Gaceta de Cuba, sept.-octubre 1992, pp.
19-21.
libertad, del principio creativo; si nos aferramos con rigidez a lo que

preservación de lo estructurado y permanencia y olvidamos la invención,

la lucha por la identidad puede resultar paralizante.

Sin "abrir" el momento de la certeza y la pertenencia, no hay praxis

utópica; sin movimiento hacia la diferencia, sin Horizonte de Otredad, sin

juego entre la tradición y lo nuevo, la identidad, enclaustrada, perece. 

Identidad y creatividad se presuponen y esto es algo que el Caribe sabe

profundamente.

El mejor teatro caribeño reproduce esta tensión: frente a la

dominación, frente a la lógica que iguala, somete y enajena, articula

"actuaciones" utópicas complejas, que imbrican los gestos de la resistencia

y los gestos de la libertad.

Hay gestos de resistencia clásicos en el teatro caribeño. El esopismo

es uno de ellos.3

Cuenta Reynaldo Disla, el teatrero dominicano, cómo las

autoridades españolas de Santo Domingo huyeron "como gallinas" ante el

ataque del corsario Francis Drake, y cómo el organista de la Catedral

Primada de América compuso y representó, en 1588, un entremés en el

que un monstruo con cara de hembra, cuello de caballo y cola de pez hacía

"muecas, cabriolas, morisquetas y musarañas" frente a los representantes

de la Corona. El monstruo habría sido parido por un Bobo Colonial y así lo

comprendieron las autoridades. Cristóbal de Llerena fue premiado con la

3
Wieslaw Godzic: "Algunas observaciones sobre la 'comunicación esópica' en el cine",
Criterios, no. 29, enero-junio 1991, pp. 93-102.
deportación a España. Tiempo después, perdonado por el Arzobispo,

Llerena regresó a Santo Domingo y volvió a sentarse frente a su órgano en

la Catedral. Venía "más moderado, con más precauciones"; pero "con su

musiquita por dentro". Y dicen que desde entonces "del órgano salían

notas como espadas (que no venían a cuento) y que desde lo alto, a la

derecha del altar mayor, el organista se volvía a los feligreses y parecía que

les guiñaba un ojo". Esa es la historia del primer entremés de América. 4

El esopismo es enmascaramiento deliberado del sentido subversivo

de una actuación. Es un juego del impulso utópico con la referencialidad

para burlar la represión y el castigo. Este tipo de comportamiento de

resistencia hace al evento performativo —sea teatro, sea culto o festejo

tradicional— un factor especialmente activo en la constitución del sentido

comunitario, porque todo esopismo supone el involucramiento del público

como cómplice. El enmascaramiento del sentido crítico se remonta, en la

performance caribeña, a ceremonias como las fiestas de esclavos  en el Día

de Reyes y a la comunicación cifrada —diálogos, cantos y gestos en lengua

ignota— en las bodegas mortíferas de los barcos negreros. En aquellas

situaciones los esclavos trasmitieron en clave los primeros textos de la

liberación.

Los géneros satíricos como el sainete y el entremés, importados de la

metrópoli, cumplieron una función análoga en Santo Domingo, Cuba y

Puerto Rico. Desde mediados del siglo XIX el teatro bufo cubano —

4
Reynaldo Disla: "Teatro dominicano en cuatro tiempos", Conjunto, no. 94, julio-sept.
1993, p. 104-105.
derivado del sainete español— de una manera jocosa y bailadora involucró

al público y a los actores en una disimulada conspiración independentista

—al mismo que tiempo que los mambises en la manigua enfrentaban con

las armas al poder español. Hasta hoy en el Caribe lo subversivo suele

enmascararse en géneros metropolitanos transformados y en obras

clásicas remodeladas en clave vernácula. Mucho prohibido han dicho

desde los escenarios —en español y en creole— las Antígonas, las Electras,

los Edipos y los Calibanes de estas latitudes. (Entre ellos un Edipo creado

por la Sociedad Dramática de Maracaibo que tuve la suerte de presenciar

hace algunos años.)

Cuando no concurren condiciones para la transparencia en el debate

—para decirlo en jerga contemporánea— los argumentos críticos que el

teatro propone optan por velarse, y de ese modo el recinto —o el espacio

abierto— del teatro se convierte en una reproducción del espacio de la

nación, donde público y espectadores, al cifrar y descifrar los mensajes,

producen, al margen de lo oficial y legitimado, el completamiento crítico de

la utopía.

Otra inscripción de lo utópico como actuación de resistencia en el

teatro caribeño es la narrativa del "retorno al país natal". Este es un

discurso de varias aristas, atravesado por rescates genuinos y por

trampas.

El referente del "paraíso perdido" ocupa un lugar privilegiado en nuestra

dramaturgia y en nuestros escenarios. La idea, literal, del retorno a África


y a lo africano cuenta con ideólogos tan vigorosos como Marcus Garvey y

con proclamaciones poéticas tan inspiradas como la de Aimé Césaire,

visiones que han sido traducidas profusamente al discurso teatral.

La labor pionera de Norman Cameron en Guyana y el proyecto de

acción teatral de Marcus Garvey, en Jamaica, fueron tempranas

manifestaciones de esta narrativa en el Caribe anglófono en las primeras

décadas del siglo. En las Antillas de lengua española al discurso que nos

devolvía al ancestro africano se sumaron, desde el siglo pasado,  utopías

indianistas y siboneyistas mucho menos consistentes, que más bien han

servido para ocultar el rechazo racista y de clase al componente negro y

popular.

En la etapa revolucionaria en Cuba son figuras imprescindibles del

rescate teatral de lo africano y de lo negro cubano el director Roberto

Blanco, los dramaturgos Eugenio Hernández Espinosa —autor de una

obra emblemática: María Antonia— y Gerardo Fulleda, así como el Cabildo

Teatral Santiago, dentro del cual Joel James y Ramiro Herrero han

realizado una labor importante de esclarecimiento teórico.

La narrativa del retorno no se circunscribe, sin embargo, al aspecto

etnocultural (negrismo, negritud, rescate del componente africano o de

otras etnias, indianismo). Un ejemplo de ello lo encontramos en el teatro

cubano actual.
Desde los años ochenta en Cuba se desarrolla una reflexión crucial

en torno a la cubanía. Este debate se ha problematizado más aún en el

contexto de la crisis que desde hace seis años atraviesa el país.

Forman parte de esta situación ideológica y espiritual tendencias que

promueven una idea mitificadora y parcial de la cubanía y que minimizan

las inflexiones nuevas aportadas a nuestra identidad por la experiencia de

la Revolución. De este modo, algunos discursos sobre la cubanía

presentan al socialismo, abierta o sutilmente, como una perniciosa

interrupción de nuestras "verdaderas" tradiciones.

Pero aun sin este componente tendencioso, hoy actúa entre nosotros

una inclinación generalizada a acentuar lo que es rasgo constante y

tradición en la cultura cubana; es una lógica reacción de la conciencia

colectiva que busca un asidero en este momento de incertidumbre y de

pérdida de modelos.

Este es un debate intrincado que no es posible reproducir aquí en

todas sus implicaciones y matices, pero quizás resulte de interés

asomarnos a su expresión teatral.

En la obra Perla marina (1993), de Abilio Estévez, la afirmación de lo

nacional encarna en una fina y nostálgica poetización de la cubanía. "¿Por

qué desaparecieron tantas cosas?", repite esta dramaturgia, entretejida de

principio a fin con citas de nuestros poetas mayores. El texto —y las dos

puestas que ha tenido en Cuba— inscriben de manera insistente un

desgaste del ser nacional, una "pérdida de paraíso", y al mismo tiempo la


aspiración a recobrarlo. Se invocan los atributos sagrados de la cubanía —

algunos tan cándidos como el mango, la guanábana y la guayabera de hilo.

Al final, todas estas pérdidas quedan resumidas en dos imágenes: el gesto

repetido del brazo que se levanta para decir adiós (son muchos los que se

van); y en un poema de Martí: la Mora que, llorando, le pide al mar que le

devuelva su perla, la misma que ella un día arrojó al agua con soberbia.

En Delirio habanero (1994), de Alberto Pedro, el público asiste al acto

de resurrección de dos figuras tutelares de la cultura nacional: los soneros

Benny Moré y Celia Cruz. Uno, alejado por la muerte; la otra, cortada de la

experiencia de la isla por la intolerancia política. Ambos, sin embargo,

imprescindibles en la memoria cultural.

La actitud desconstructiva del texto y de la puesta no nos permite

navegar sin sobresaltos por las aguas de la nostalgia. Esta visión de

paraíso perdido que Alberto Pedro construye mediante la fragmentación de

la sicología, del gesto y del relato, parece insinuar, con sus desequilibrios e

incongruencias, una estrategia de acceso alternativo a la utopía (que en él

es más una intuición que un programa).

Aunque la narrativa del "retorno al país natal" puede crear una

coartada de pasividad y/o retroceso, al hacer de la identidad un concepto

absoluto, lo que predomina en el Caribe es el teatro que mira a lo nacional

con una forma abierta de procesar pertenencia y tradiciones.

Harry Cancel en Guadalupe, José Alpha en Martinica, Michael Gilkes en

Guyana y Barbados, Errol Hill, Marina Omowale Maxwell y Dereck Walcott


en Trinidad, el Sistreen Theatre en Jamaica, Toto Bisainthe, Sito Cavé,

Frankétienne, Franck Fouché y Morriseau-Leroy en Haití —por sólo

mencionar unas pocas figuras del Caribe anglófono y francófono— se

cuentan, junto con innumerables maestros de las Antillas de lengua

hispana, entre los artistas e investigadores que han hecho una exploración

escénica concreta de lo nacional.

Nuestros teatristas han desarrollado técnicas para integrar al teatro

como arte la mitología y el paisaje, los rituales y el carnaval, los

impromptus de la gestualidad popular. Han probado estrategias que

diferentes artes tradicionales interactúen en el teatro y para decir la

dramaturgia en los diversos creoles. No hubiera sido posible darle al teatro

un horizonte utópico sin realizar un trabajo escénico específico sobre lo

nacional.

En conexión con lo anterior quisiera, por último, sugerir un criterio más

para la identificación de las "actuaciones utópicas" en los escenarios del

Caribe.

En nuestra región la cultura genera modos de conocimiento y modos

de comunicación fuertemente performativos, es decir, tendemos a "actuar"

con la complicidad de espectadores nuestros deseos y motivaciones. La

cultura caribeña se caracteriza por producir síntesis de los sistemas

expresivos —fusiona palabra, canto, danza, narración, actuación, imagen y

color; intercambia con desparpajo carnavalesco las identidades; ejerce el

pensamiento "maravilloso", que transforma las esencias; induce estados de


desinhibición. (El trance y el semitrance, casos extremos de la actuación

desinhibida, son prácticas comunes en las religiones afrocaribeñas y en

celebraciones como el carnaval).

Todos estos elementos, que comunican a lo caribeño una peculiar

intensidad performativa, llaman nuestra atención sobre el papel del ritual

y del juego en el teatro de la región.

El ritual y el juego son el fundamento de todo teatro; pero en el

Caribe se hacen particularmente visibles y activos. Existe un nexo entre

ritual, juego y utopía y esta relación ocupa un lugar prominente en

nuestra teatralidad. El ritual invoca los relatos en los que la comunidad se

reconoce; repite y coordina gestos, palabras e imágenes sagrados para la

comunidad, construye una circularidad mágica. Es un comportamiento

humano básico  que da continuidad  a la tradición y, simultáneamente,

propicia la aparición de lo nuevo. El ritual, definido por Richard Schechner

como "representación del sueño", tiene el poder dual de conservar y

trasgredir.5

Al ritualizar, por lo tanto, nos colocamos en una de las dimensiones

claves en las que opera el impulso utópico: el sueño y el deseo.

Venezuela, que ha producido una de las más impresionantes escrituras

teatrales de la utopía concebidas por el teatro latinoamericano —El día que

me quieras, de José Ignacio Cabrujas— no me dejará mentir.

5
Richard Schechner: The Future of Ritual, Routledge Ed. , London-New York, 1993, p.
262.
En la obra de Cabrujas la ritualidad combina y repite gestos,

palabras y referentes "sacros" y despliega el mito —en este caso dos mitos

entrelazados, Gardel y la Revolución de Octubre. (Toda ritualización está

alojada en algún mito). El resultado es un trascendente discurso sobre la

utopía que la problematiza y, en lo profundo, la afirma por una vía

paradójica.

El juego, por su parte, es el mundo de las construcciones frágiles, de

la precariedad asumida, de las asociaciones no previstas. El juego

descubre e inventa por medio de la desestabilización y la reconstrucción de

la conducta. Es por eso que constituye un dominio por excelencia de la

creatividad y la renovación. (Sólo es creativo el pensamiento que juega, el

pensamiento "que se piensa a sí mismo", diría Einstein).

Para ejemplificar esta tendencia lúdicra tan poderosa en el Caribe,

evocaré el caso de Puerto Rico, donde se producen juguetones desfiles

políticos animados por teatreros, carnavales terribles como la Marcha de la

Plena Verdad (inspirada en una canción de Willie Colón), protesta pública

espectacular que a fines de los ochenta denunció el peligro de

contaminación nuclear y de invasión a Nicaragua. En Puerto Rico, Luis

Rafael Sánchez hace una dramaturgia basada en el juego que trastoca la

palabra y las identidades, y propone al público —como ocurre en Quíntu-

ples— desequilibrios tentadores. También en Puerto Rico Rosa Luisa

Márquez y Antonio Martorell han inventado un camino para transitar del

juego a la utopía.
Tuve la suerte de participar, en La Habana, en una performance

organizada por estos boricuas.

Todos picábamos papel, cortábamos, pegábamos, hacíamos faroles y

pajaritas. Al cabo de quince días de convivir y picar papeles, nuestro frío

hotel habanero quedó convertido en un castillo encantado a la caribeña,

con colorines y herejías y atmósfera de disfraz, salsa y merengue desde el

desayuno —bailado— hasta el amanecer. El día del "estreno" de aquella

creación, después de recorrer el pueblo vecino y reclutar a una entusiasta

multitud —nunca nos falta una entusiasta multitud en Cuba—,

regresamos a  invadir nuestro propio castillo. ¿Qué nos esperaba? Un

flamante túnel de papel de periódico construido en el breve intervalo que

nos tomó ir y venir al pueblito vecino. A través de ese túnel, y custodiados

por “policías” vestidos con papel de periódicos, por primera vez los

pobladores tuvieron permiso para ingresar al exclusivo hotel.

Al final del túnel nos esperaba el sol implacable del verano y una

piscina muy transparente cubierta de cientos de barquitos... de papel.

Sobre todo aquello sonaba un glorioso himno caribeño: Juan Luis Guerra

cantaba, a todo volumen, desde todos lo altavoces, Ojalá que llueva café. Y

ese deseo de vida mejor fue bailado, cantado, jugado y actuado a pleno sol

por hombres, niños, mujeres, ancianos, artistas, cocineros y policías,

hasta que el deseo de vida mejor quedó para siempre metido en el cuerpo

de aquellos que se atreven a jugar.


El teatro caribeño pudiera ser este haz de conductas de resistencia y

libertad orientadas a cambiar la dominación por la libertad. Así traté de

describirlo: pero al mismo tiempo me digo: no mitifiquemos al Caribe.

Somos vulnerables a la asimilación; estamos fragmentados e

insuficientemente comunicados, más allá de nuestro deseo. Sin embargo,

nuestro teatro y nuestras ceremonias nos dicen que tenemos "musiquita

por dentro", que tenemos tendencia al paraíso, que sabemos invocar

"poderes" y que jugamos, corriendo el riesgo del caos pero apostando a la

transformación.

Un teatro con estos atributos no tiene otra opción que funcionar

como un taller para construcción de utopías.

 junio de 1995

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