Tanto el intérprete como el oyente de Bach debe tener en mente dos grandes consideraciones antes
de lanzarse a esa marea de contrapunto y estructura que es su universo. La primera es su dimensión
religiosa: siendo compositor de cantatas, motetes, organista prolífico y maestro de capilla, una enorme parte de su producción fue música sacra. La segunda, es su dimensión humana: Bach fue el padre de nueve hijos, concebidos en dos matrimonios. Nadie, por lo tanto, como él para retratar la pasión humana. Sin embargo, la pasión en Bach, que no obedece a las grandes explosiones catárticas que caracterizarán a la música del siglo XIX, es singular, y no debe ser tomada sino en un sentido estricto: al igual que la Pasión según San Mateo, se trata de una pasión de un individuo cuya interioridad es nada más que la imagen de Dios desplegada sobre la historia. Muchos de sus pasajes pueden visualizarse de la siguiente forma: el rostro perplejo y desarmado de un orador ante una inmensidad que poco a poco va tomando forma frente a él, engulléndolo. Yendo a la obra: la Chaconna es el último movimiento de la Partita no. 2 para violín solo, pieza compuesta entre 1717 y 1720, que engloba cinco danzas (Alemanda, Corrente, Sarabanda, Giga y Chaconna) estructuradas en torno a un tema en común. Este último movimiento es una obra monumental desde cualquier ángulo que se lo observe. De un instrumento pequeño, generalmente ceñido a contextos melódicos, como lo es el violín, crea una polifonía de tal densidad que por momentos se tiene la ilusión de escuchar dos, tres, incluso cuatro instrumentos tocando a la vez. Y así, pujando los límites del violín solo (¡una sola persona!), crea diversas texturas, contrastes, diálogos: melodías acompañadas, armonías de acordes quebrados imitando el sonido de un órgano, voces que se meten y vuelven a salir, se superponen, se disputan territorio. Tal vez sea la obra más profunda jamás compuesta para su instrumento, y claramente es una de las más grandes que se haya concebido en toda la historia de la música. Datos para su escucha activa: si se presta atención al bajo (las notas más graves de cada acorde) del comienzo, extraemos el tema principal de la obra. Este tema estará presente todo el tiempo, pero será sometido a variaciones, se lo desarrollará, expandirá, y muchas veces estará -magistralmente- camuflado, desintegrado, liquidado en pequeños motivos. La obra es una inmensa estructura donde cada frase es algo así como un “cajón” que, cuando lo abrimos, descubrimos que lo único que encierra es otro cajón más pequeño, el cual, a su vez, encierra otro aún más pequeño. Sobre la interpretación: pocas veces el intérprete logra posicionarse a la altura de la genialidad del compositor. Sucede que es un lugar común creer que la interpretación es una mera reproducción de lo que ya está escrito y, de hecho, la mayoría de los intérpretes se ciñen a estos límites. Muy por el contrario, la interpretación que logra extraer del fondo de la historia, de más de doscientos años atrás, una obra, y devolverla a la vida, es un acto eminentemente creativo. Pocos intérpretes conectan con esta vitalidad, y, por lo tanto, pocos son los que hacen que una obra, cada vez que la escuchamos, la escuchemos actual, vigente, que nos interpele y nos emocione. Este es el caso de Jascha Heifetz, legendario violinista nacido en 1901 y fallecido en 1987. Sentó una escuela, una sensibilidad, y una forma de tocar muy específicas, y, aun así, se mantiene al día de hoy como un artista inigualable. Más adelante veremos que, inmenso como si se tratara de una montaña a la que nunca podemos contemplar en su totalidad sino sólo en uno de sus lados, Bach puede ser tocado de múltiples, infinitas maneras. La de Heifetz, y particularmente esta grabación del año 1970, sienta toda una estética que abarcará casi todos los violinistas del siglo XX.