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Capítulo Tercero

El ESTATUTO EPISTEMOLOGICO DE LA TEOLOGIA PASTORAL


(falta)

PARTE II

Teología Pastoral Especial:


El “Qué” de la Pastoral

Introducción

Aunque el "porqué" y el "cómo" de la acción eclesial y de su conciencia refleja -la teología pastoral-, se
interpenetren y conjuguen en un todo, se justifica pedagógicamente abordarlos por separado. Así,
habiéndonos ocupado ya del "porqué" de la teología pastoral, la segunda parte de este estudio se propone
tratar del "qué" de la teología pastoral, de su objeto como reflexión de la praxis transformadora de la fe
de los cristianos y de las personal en general.

Hemos dicho ya que el cristianismo no es una mera doctrina o simplemente un modo de pensar o de ver
la vida en el mundo. Es, antes que nada, un comportamiento, un modo de ser, de vivir y de actuar. En las
Escrituras, la pregunta de quienes hacen la experiencia del encuentro personal, tanto con Yahvé en el A.
T. como con Jesús y los apóstoles en el N. T., es siempre "qué tengo que hacer"... (Lc 3, I 0). Entienden
que lo que está en juego es la salvación, por tanto, no pueden actuar de cualquier manera ni hacer no
importa qué. La salvación no consiste simplemente en "saber" quién es Dios o conocer intelectualmente
sus designios (gnosticismo), sino en "hacer" su voluntad, en realizar su proyecto de amor en la vida
personal y comunitaria, y con respecto a la humanidad y a toda la obra de la Creación.

En el último capítulo de la parte anterior, al abordar el estatuto de la teología pastoral como disciplina
autónoma dentro de la teología, hicimos alusión al "qué" de la teología pastoral, que se compone
básicamente de los tria munera Ecclesiae: el ministerio profético, el ministerio litúrgico y el ministerio
de la caridad (LG, n. 13). Hemos visto que gracias a la Reforma Protestante esa trilogía entró también
poco a poco en la teología católica, especialmente con el Concilio Vaticano II. Aunque no tenga una
base bíblica clara, es una realidad que como tantas otras se ha ido configurando con el caminar de la
Iglesia, explicitando lo que estaba escondido en la tradición revelada.

Conviene resaltar de antemano que los tres ministerios forman un todo inseparable, so pena de
desfigurar la esencia del cristianismo, y que integra la vocación de toda persona bautizada. Cada
ministerio está en los demás y se da mediante ellos. Entre ellos, hay una relación dialéctica, cuyo polo de
articulación es el ministerio de la caridad. La razón de esto la expresamos también en el capítulo
anterior. Es que la misma revelación, como la fe, está siempre pre-cedida por la acción, es decir, por la
acogida en la vida de lo que Dios quiere darnos. Sólo cuando la diferencia hace diferencia se convierte
en vida, el único lugar posible de la salvación de Dios. Es evidente que la iniciativa viene siempre de
Dios, que nos amó primero. Su palabra (ministerio profético), acogida en la vida por el don de la fe
(ministerio litúrgico), nos lleva a amar a Dios en los hermanos y en las hermanas (ministerio de la
caridad). Pero la puerta de acogida de la Palabra y para la fe es el amor, que es lo propio de Dios, que
nos amo primero, y por tanto está en el comienzo de todo con su gracia.

En esta segunda parte, en tres capítulos, abordaremos cada uno de esos ministerios. La pastoral profética
comprende el ministerio de la profecía por el testimonio (martyría), por el anuncio (querigma), por la
catequesis (didaskalia) y por la teología (crisis). La pastoral litúrgica (leitourgia)) se compone de la
celebración de los sacramentos, de la oración litúrgica, de la predicación y de la homilía. Y el ministerio
de la caridad comprende el servicio (diakonía) y la comunión (koinonía)

Como podemos observar, estamos entrando aquí en la esencia de la originalidad de la fe cristiana, como
propuesta de salvación, según el mensaje revelado en el caminar del antiguo y del nuevo Pueblo de Dios.
Por consiguiente, las, fuentes son eminentemente bíblicas y patrísticas. Conviene también tener presente
que por evangelización se entiende el conjunto de estos tres ministerios fundacionales de la vida
cristiana. Ella no se reduce a la pastoral profética y mucho menos, dentro de ésta, a la mera
proclamación del kerigma, como tienden muchos a entenderla hoy. Según la Evangelii nuntiandi, la
evangelización actualiza la obra de la salvación como un todo, en estrecha relación con la promoción
humana (n. 3 I). Profecía, oración y servicio son tres caras de una única realidad: la vida y la misión de
todo cristiano, en el seno de la comunidad eclesial, inserta en el corazón de la sociedad. No son
ministerios restringidos a una acción eclesial ad intra. Cada uno de ellos tiene una dimensión ad extra,
porque el mundo es el espacio del testimonio y de la vivencia de la fe. Los tres ministerios inciden, por
tanto, en el ámbito de la persona, en el ámbito de la comunidad eclesial y en el ámbito de la sociedad.
Conviene también llamar la atención del lector sobre el hecho de que por tratarse de un "manual básico"
de teología pastoral en la perspectiva del Vaticano II, optamos por resaltar la base laical de la Iglesia,
restringiéndonos a los tres ministerios originados en el bautismo, la vocación fundante del cristiano. A
partir de esos tres ministerios básicos (el ser y hacer cristiano) se debe concebir el ministerio apostólico
en la acción pastoral tanto en relación con los ministerios ordenados como con los ministerios laicos o
servicios eclesiales.

Capítulo Primero

La Pastoral, Profética

Como hemos visto, el Concilio Vaticano II, ayudado por la teología protestante, recuperó la centralidad
de la palabra de Dios en la vida cristiana y en el seno de la Iglesia. Hasta entonces, el triple ministerio
del bautismo se citaba dando primacía al culto: sacerdote, profeta y rey. El ministro ordenado, que
monopolizaba el sacerdocio común de los fieles, era visto sobre todo como "ministro del culto". Y la
misa, que se veía más como sacrificio ofrecido por el ministro que como banquete de toda la asamblea,
eclipsaba a los demás sacramentos de la iniciación cristiana. Felizmente, el Concilio, con los
protestantes, dice que el presbítero es ante todo "ministro de la Palabra" en el seno de una comunidad
toda ella evangelizadora.

Dentro del triple ministerio de la vida cristiana, el lugar y la función de la pastoral profética es llevar a
los interlocutores de la acción evangelizadora a conectarse con el evento de la revelación: la Palabra
hecha carne en Jesucristo. Y una vez establecido este vínculo vital, compete a la pastoral profética
acompañar y nutrir al neófito en el largo itinerario de la fe que, en la Iglesia, se da a través de
mediaciones privilegiadas como la martyría (testimonio), el kerigma (anuncio), la didaskalia (catequesis)
y la krisis (formación teológica).

Antes de entrar en cada una de estas cuatro mediaciones de la pastoral profética, conviene comenzar por
situarlas dentro de la nueva teología de la misión. O mejor, en vez de "misión" sería preferible hablar de
"nueva teología de la acción evangelizadora", elaborada en la perspectiva del Concilio Vaticano II y de
la Evangelii nuntiandi. Esta exhortación refleja la práctica y la teología de la Iglesia en América Latina.
La palabra "misión" está históricamente asociada al ir al encuentro de otro para traerlo a la Iglesia.
Mientras que el término "evangelización" expresa la idea de llevar gratuitamente el Evangelio y
establecer con el interlocutor una relación dialógica que puede redundar en la conversión. Pero esto no
depende del evangelizador. Su papel es "dar gratis". Lo que viene después depende de la libertad del
interlocutor y de la gracia de Dios. En la antigua visión de misión, tributaria del eclesiocentrismo
reinante, el objetivo era implantar la Iglesia. En la perspectiva de la evangelización, tanto en la Iglesia
como fuera de ella se busca impulsar el Reino de Dios, del.cua! la Iglesia es una mediación privilegiada,
pero no la única. En esta perspectiva, importa por un lado acoger los frutos del Reino ya presentes en la
vida del interlocutor y su contexto y ayudarle a encarnar, a su modo, el evangelio en su vida y en su cul-
tura. La adhesión a una comunidad de fe es una "consecuencia" natural del proceso de acogida del
Evangelio y no "causa". La Iglesia es fruto de la palabra de Dios, no causa de ella. En el contexto del
Vaticano II, la superación del eclesiocentrismo (LG, n. 5), el respeto a la autonomía de lo temporal, el
reconocimiento de la libertad de conciencia, la legitimación de la libertad religiosa y la acogida de las
diferencias, también de culturas, ha cambiado radicalmente la teología de la misión y, por consiguiente,
la comprensión y el ejercicio del ministerio profético o de la Palabra.

A este respecto, todavía a guisa de introducción, y dejando la cuestión de la modalidad de la acción


evangelizadora con relación al ministerio profético para la tercera parte del trabajo, conviene hacer
algunas consideraciones sobre la nueva pedagogía de la evangelización. En primer lugar, la superación
del eclesiocentrismo convierte cualquier forma de proselitismo en un procedimiento antievangélico. La
seducción es la más sutil de las violencias. La Iglesia es mediación de salvación ciertamente privilegiada
por sus medios de santificación como la palabra y los sacramentos, pero no única y exclusiva. Evangeli -
zar no es salir de la Iglesia para traer "convertidos" a su seno, sino ofrecer el Evangelio gratuitamente.
La verdadera conversión es fruto de la gracia, apoyada en la persuasión más que en la seducción y en la
coacción.

En segundo lugar, la evangelización, con el reconocimiento de la libertad de conciencia, hace de los


antiguos destinatarios verdaderos interlocutores de un proceso respetuoso del "sagrario de la conciencia"
del otro, que nadie tiene el derecho de profanar. Dios no se impone, se propone; llama a la puerta, cuya
cerradura está por dentro. El mismo Jesús es Evangelio, comunicación del Padre. Sin una relación
horizontal entre interlocutores, no pasa el mensaje evangélico.

Tercero, en la obra de la evangelización, e respeto a lo diferente descalifica toda y cualquier pretensión


de satanización de la religión del otro, así como los etnocentrismos velados o el mito de una cultura
superior. Dado que la revelación se recibe siempre según el modo de los receptores ("cognita sunt in
cognoscente secundum modum cognoscentis". (Suma, I1-II, q. I; a. 2c), el sujeto de un proceso de
evangelización inculturada no es quien lleva el Evangelio, sino quien lo recibe. Según la pedagogía de
Jesús, en la obra evangelizadora no es tanto el Evangelio el que se incultura, sino los sujetos de la cultura
quienes se apropian de 61 a su modo. Y como no hay cultura sin religión, tampoco hay verdadera
evangelización sin diálogo interreligioso. Antes que el misionero, siempre llega el Espíritu Santo. Por
eso la primera tarea del evangelizador consiste siempre en acoger la obra que Dios ha realizado en el
corazón de la cultura, incluida la religión, que es su alma. La acogida del Evangelio no exige ningún sa-
crificio reductor de lo que en la religión de la otra persona es compatible con el Reino de Dios.

Finalmente, el respeto a la autonomía de lo temporal obliga a la Iglesia a renunciar a cualquier resto de


mentalidad de cristiandad, es decir, de confundir cristiano y ciudadano, Iglesia y Estado, evangelización
y cultura cristiana. La misión de la Iglesia se da en un mundo pluralista. Con respecto a los valores
evangélicos, que son siempre auténticos valores humanos, compete a los cristianos, como ciudadanos,
encarnarlos en la "ciudad secular", juntamente con todas las personas de buena voluntad.

Con este telón de fondo, la pastoral profética, en sus diversas mediaciones, adquiere una perspectiva
distinta de la tradicional con la que la Iglesia ha evangelizado por más de un milenio. Se trata de una
manera desfasada, que ciertos segmentos de la Iglesia todavía hoy insisten en perpetuar, resistiéndose a
recibir un Concilio que, más que innovar, es resultado de una vuelta a las fuentes bíblicas y patrísticas,
que a su vez recogen la pedagogía de Jesús guardada y practicada celosamente por la Iglesia primitiva y
antigua.

1. El ministerio de la profecía por el testimonio (Martyría)

Según la Evongelii nuntiondi, el testimonio es el primer medio de evangelización (n. 2); es hablar de
Dios sin hablar. Importa ante todo "mostrar" a Dios más que "demostrarlo'. Tal vez sea ésa una de las
limitaciones de la Iglesia en Europa, en el diálogo con los ateos. Nosotros, los cristianos, no creemos en
la evidencia de una doctrina, sino en Alguien. De la Iglesia primitiva y antigua, lo que más impactó a los
romanos fue la caridad de los cristianos, su modo de vivir, sobre todo la comunión de bienes y la
asistencia a los pobres. Emperadores romanos llegaron a proponer al Estado la misma actitud con
relación a las masas populares que se rebelaban contra la crisis económica reinante. Las Escrituras son
insistentes y hasta reiterativas en afirmar que lo que salva es la fe con obras: "Quiero amor y no
sacrificios" (Os 6, 6; Mt 9, 13); "No basta decir, Señor, Señor..." (Mt 4, 21); "Tuve hambre y me dieron
de comer, tuve sed y... (Mt 25, 31-46). Pero, la historia de la fe cristiana estuvo siempre tentada por
elementos gnósticos o marcada por la dicotomía entre fe y vida. Sobre todo la escolástica medieval
tendió a confundir la fe con el asentimiento intelectual a ciertas verdades formuladas teóricamente.
Importaba más la ortodoxia que la ortopraxis, la misma espiritualidad monástica, fundada en el "ora et
labora", expresa también la tendencia de separar la fe de lo cotidiano de la vida. A veces, en la
evangelización cuidamos mucho el discurso, lo que vamos a "decir", pero descuidamos el modo de
"hacerlo" y olvidamos que el mensajero es también o sobre todo mensaje.

Felizmente, la emancipación de la razón práctica sometió la verdad a la veracidad, a su comprobación


histórica; incluso las verdades de la fe cristiana. Si es verdad que Jesucristo salva, que Dios libera, que la
fe es horizonte de sentido y fuerza transformadora, que el Reino de Dios es plenitud de vida etc., es
necesario que esto aparezca y se demuestre con la vida, que se compruebe en la historia, o la religión no
es más que una superestructura alienante, fuga de las responsabilidades terrenas, proyección de deseos
frustrados. ¡Qué oportuna y saludable fue la crítica de la religión de los maestros de la sospecha! -Marx,
Freud, Sastre. Ella cambió radicalmente el ejercicio del ministerio de la profecía.

A duras penas aprendemos que una respuesta adecuada a esa crítica implicaba mucho más que una
postura apologética, por más engañosa y brillante que fuese. Para que la crítica de los filósofos de la
praxis no tuviese razón, era preciso mostrar con la vida que la religión puede ser factor de liberación, de
plenitud de vida, de realización humana en la historia. Evangelizar es mucho más que un anuncio en el
aire o una semilla en el surco, sin preocuparse del terreno. Como la semilla aspira a los frutos, así
también la Palabra de Dios.

Por otro lado, el cambio de postura no puede ser una mera actitud de cap-tatio benevolentiae, una
estrategia de reconquista, un modo de comprobar una teoría orotodoxa o, lo que es peor, una manera
sutil de seducir a la otra persona, que es la forma más vil de manipulación. Dar testimonio, más que
explícita determinados comportamientos y verdades de la fe, es evangelizar según el modo discreto de
Dios. Siempre que olvidamos la discreción, rompemos con la pedagogía de Dios. Como decía Pablo VI
en la Evangelii nuntiandi, el testimonio es una evangelización implícita, por la que siempre debe
comenzar cualquier proceso evangelizador (n. 21). El testimonio, inevitablemente, suscita por parte del
interlocutor preguntas, y entonces ése es el momento de ofrecer gratuitamente el Evangelio, capaz de
responder a todas las búsquedas del ser humano. El testimonio sensibiliza y ayuda al "otro" a descubrir,
no simplemente a aceptar lo que Dios le ofrece.

La palabra de origen griego martyría significa "dar testimonio', que en la Iglesia primitiva era sinónimo
de dar la vida por el Evangelio. Era la máxima aspiración del ideal cristiano, a ejemplo del mismo Jesús.
Y Jesús es odós, camino, de quien el cristiano es seguidor, la misma palabra "cristiano", surgida en
Antioquía, designaba peyorativamente a los que se parecían a Cristo (He I 1, 26). "Miren cómo se aman"
(Tertuliano), decían los paganos intrigados y curiosos por el estilo de vida de las primeras comunidades
cristianas.

De la misma manera, nosotros, los cristianos, debemos tomar conciencia de que, insertos en el contexto
cultural moderno de superación de una postura deductiva y esencialista ante la verdad, el mismo mensaje
revelado sólo es digno de crédito cuando va acompañado del testimonio, de su verificación histórica.
Sensible a esta exigencia, Pablo VI recordaba en la Evangelii nuntiandi, que "los seres humanos de hoy
creen más en los testigos que en los maestros, y sólo creen en los maestros cuando dan testimonio" (n.
41). Haciéndose eco de este imperativo, Juan Pablo II afirmó también que "el ser humano
contemporáneo cree más en los testigos que en los maestros; cree más en la experiencia que en la doctri-
na, en la vida y en los hechos que en la teoría" (Redemptoris missio, n. 2). Signo de la importancia de
esta categoría en la concepción actual de la misión, son los documentos del Concilio Vaticano II que
citan 88 veces la palabra "testimonio", 27 veces la palabra "testigo" y siete veces "testificar".

Para concluir estas reflexiones en torno al testimonio, no podríamos dejar de mencionar que, como
"martirio", los pobres en su situación de anonimato y opresión, son testigos vivos que interpelan nuestra
fe. Ellos prolongan en el mundo la pasión de Jesús e imprimen en su rostro el rostro desfigurado del Se-
ñor. Independientemente de sus limitaciones y pecados, Dios escandalosamente opta por ellos, no
porque sean mejores y más santos que otros, sino por el escandaloso hecho de ser pobres. Por eso,
asumir la causa de los pobres, en la medida en que es una opción del mismo Dios, es el testimonio cris-
tiano por excelencia, sobre todo en el seno de una sociedad que prescinde de los que no consumen. Es el
testimonio más elocuente de una religión que, en lugar de ser factor de alienación., es fuerza
transformadora y liberación. Feliz-mente, la Iglesia de América Latina y del Caribe cuenta con sus frutos
más preciosos: los santos, de las causas, sociales. Ojalá la Iglesia pueda un día reconocerlos también
como "semilla de nuevos cristianos", porque el cuerpo de un mártir no se entierra nunca, se planta.

2. El ministerio de la profecía por el anuncio (Kerigma)

La forma evangélica de la proclamación de la Buena Nueva de la salvación (kerigma) es básicamente la


explicitación del testimonio que debe preceder al auténtico anuncio de Jesucristo. Lo que estaba
implícito en la vivencia y en la conducta aflora a la superficie. Como hemos dicho, la Buena Nueva es
incomprensible sin el testimonio, porque ocurre en la medida en que la acogemos en la vida. Antes de
hacerlo en la Biblia, Dios se reveló en el libro de la vida, lugar de acogida de la revelación de Dios. Por
eso, anunciar la Buena Nueva no es transmitir un texto, sino el "camino" de una salvación que se da
mediante la fe acompañ.ada de la "práctica" de Jesús, como las comunidades eclesiales de to dos los
tiempos tratan de perpetuarla en la historia: "Hagan esto en memoria mía..." (Lc 22, 19; I Co II, 24-25).

Anunciar o explicitar el kerigma no es llevar una determinada visión del cristianismo, un catecismo o un
cuerpo de doctrina. El anuncio es siempre un diálogo entre interlocutores, mediado por la cultura.
Concretamente, compete a los sujetos de la cultura, a los que se quiere dar a conocer el mensaje
evangélico, apropiarse a su manera del Evangelio. La tarea de quien lleva el menaje re velado consiste
sobre todo en facilitarles el texto de la Biblia, la historia del texto, la tradición de su interpretación y
crear el contexto eclesial comunitario de fe necesario para que puedan leer, interpretar y asimilar el
mensaje adecuadamente. Significa que los miembros de la cultura que reciben el anuncio tienen el
derecho a un contacto lo más directo posible tanto con el texto revelado como con la tradición de su
interpretación, justamente para que haya una recepción original del mensaje y un proceso de
inculturación a partir de las propias matrices culturales. Esto evita que la versión cultural del
cristianismo de los evangelizadores se reciba como algo esencial del mismo. Es necesario dejar abierto
el espacio a una nueva encarnación del mensaje en la nueva cultura, según las contingencias de su
tiempo y lugar. El Evangelio se entiende más bien desde la propia cultura que desde la cultura del otro.

Como se puede observar, el anuncio del kerigma no es toda la tarea de la evangelización. Recuerda
Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, que "la evangelización es una realidad rica, compleja y dinámica",
difícil de definir. Posee "elementos variados: renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito,
adhesión del corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de apostolado" (n. 24).
El anuncio del kerigma es sólo uno de los momentos del proceso de evangelización. Más aún, es un
momento que presupone el testimonio. La palabra revelada no es palabra hueca, es Alguien. Es palabra
que se hizo vida, para que todos tengan vida. En esto consiste el Evangelio como "comunicación", de lo
contrario el anuncio no comunica. Sólo hay verdadera comunicación de la revelación cuando el anuncio
es precedido de su vivencia, aunque el mensaje revelado transcienda y rebase infinitamente la forma más
esmerada y completa de su encarnación en la historia. El Evangelio no existe fuera de la cultura, se hace
cultura. Si fuese producto de una cultura, no pasaría de ser un producto humano.

En el corazón del anuncio está la persona de Jesucristo. Por eso, el ministerio de la profecía por el
anuncio significa explicitar desde la vida el acontecimiento y la obra de Jesucristo, que es el Reino de
Dios, del cual la Iglesia es signo e instrumento. Para Jesús, en su tiempo, evangelizar fue "proclamar la
Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18). Para nosotros, los continuadores de su obra, no podría ser
diferente, "porque de ellos es el Reino de Dios". Anunciar el Evangelio hoy es hacer de él una buena
noticia para los que tienen hambre y sed de justicia, para los que lloran y sufren, para los misericordiosos
y pacíficos... (Mt 5, 1-2; Lc 6, 20-23). Es decir que por la vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús el
Reino de Dios está ya "entre nosotros", aunque misteriosamente y a veces casi invisible. Es sentir que ya
estamos potencialmente salvados. Basta acoger esta Buena Noticia, hacerla vida, viviendo como "hijos
de la luz" (Ef 5, 8), y empeñarse en transfigurar todo lo que está desfigurado. Es anunciar, sobre todo a
los excluidos, que no estamos abandonados a nuestra propia suerte, a merced de los opresores y de sus
estructuras que generan dominación y muerte. Que tenemos un Padre que nos creó para ser fe lices con
él, que nos envió a su Hijo vencedor del egoísmo por el amor sin medida, para introducirnos en el Reino
de la justicia y de la paz. Es hacer ver, sobre todo por el testimonio, que la Iglesia sigue su obra y quiere
ser esperanza, en especial para los que luchan contra toda esperanza. Y que el que quiera salvarse se
comprometa con el Reino sin mirar atrás (Lc 9, 62). Que en la Iglesia tiene un espacio privilegiado para
experimentarlo y propagarlo. Que el Reino es camino estrecho (Mt 7, 13), pero es vida plena #Jn 10,
10); es cruz, pero salva (Mc 8, 34); es morir, pero para resucitar (Rom 6, 4); es hacerse el último, pero
para ser el primero (Mt 20, 16). Entrar en el corazón del misterio de este Reino es empezar ya a recibir el
ciento por uno en esta tierra, aunque sea con persecución (Mc I 0, 30), como él nos advirtió: "he venido a
traer fuego y espada a la tierra (Lc 12, 49).

Anunciar, explicitar el kerigma, es un deber para quien ha descubierto este tesoro: ¿Qué tienes que no
hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te enorgulleces como si no lo hubieras recibido? (I Co
4,7). Pero es también un derecho de quien no lo conoce: "Vayan y hagan discípulos míos a todos los
pueblos" (Mt 28, 19), recomendó Jesús, el Resucitado, que para eso envió a su Espíritu, el Paráclito, el
Valedor. Es tarea de todos los bautizados hacer esta proposición gratuita, que precisamente por ser
amorosa y respetuosa de la libertad y de la situación del otro, puede redundar en apertura de corazón,
condición para la acción discreta y eficaz de la gracia, capaz de hacer "nacer de nuevo", "de lo alto", "del
Espíritu" (Jn 3, 3).

3. El ministerio de la profecía por la Catequesis ("Didaskalia")

En el camino de la fe, martyría (testimonio) y kerigma (anuncio) conducen a la didaskalia (catequesis).


Tocado por el testimonio, vivido y explicitado por el anuncio del Evangelio del Reino es como alguien,
libremente y con el poder d la gracia, puede hacer un verdadero proceso continuo de conversión a la per-
sona de Jesucristo y a su obra, el Reino de Dios. Apoyada en la conversión, la catequesis puede entonces
ayudar al cristiano a "confesar" su fe, una fe destinada también a ser crítica por la crisis (la formación
teológica), que será el tema del siguiente apartado.

Etimológicamente, la palabra "catequesis" viene del verbo neotestamentario "catequizar" (kat-echein),


que significa hacer resonar una palabra en el oído de alguien y suscitar una respuesta. En el siglo II, por
catequesis se entendió la enseñanza fundamental en la fe y de la fe, mediante un maestro (didáskalos o
rabi, en hebreo), como hizo Jesús con sus discípulos.

3.1. Evangelización y catequesis

Es importante comenzar tomando conciencia de que si el anuncio (kerigma) no agota la tarea de la


evangelización, tampoco la catequesis. Como dijo Juan Pablo II, "la catequesis es "un" momento
privilegiado del proceso global de la evangelización" (Catechesis tradendae, no. 18). Con relación a la
evangelización, la catequesis tiene su carácter propio y específico. Por otro lado, es una especificidad
que no puede desconectarse, como dice el papa, de los demás "momentos" del proceso global de
evangelización. Por una sencilla razón: la catequesis, como parte integrante de los tria munera, en el
seno de la pastoral profética, es mucho más que un servicio pastoral específico; es más bien una
dimensión de la evangelización como un todo. Todas las acciones de la Iglesia deben también catequizar
pero no todo se reduce a la catequesis. Es una dimensión de la acción pastoral como un todo, sin perder
por eso su especificidad y particularidad.

Como ya hemos dicho, dentro de la pastoral profética la catequesis presupone el testimonio y el anuncio;
en otras palabras, la conversión inicial, como adhesión libre a la globalidad del evangelio del Reino.
Después entra la catequesis como formación en la fe de quien ya aceptó el Evangelio. La finalidad de la
catequesis no es "convertir", sino dar a conocer mejor el tesoro encontrado, celebrarlo en el seno de una
comunidad de fe y vivirlo como Iglesia y como ciudadano inserto en la historia. La catequesis es el
momento de la educación y de la formación cristiana, cuya meta es llevar al "convertido" a confesar o a
profesar su fe, por medio de la vida cristiana en el seno de una comunidad eclesial inserta en la sociedad.
La confesión de la fe cristiana, por lo que ella significa, no es un acto solitario, sino solidario. En la base
está la misma realidad trinitaria de un Dios comunidad de amor, en la que la catequesis, sobre todo en su
fase catecumenal, tiene la función de introducir al catequizando, no propiamente en los contenidos de la
fe, sino en la vida de la comunidad eclesial.

En el fondo, la misión de catequizar no es tarea de un catequista, sino de toda la comunidad a la que


pertenece el catequizando. Es toda la comunidad la que debe preocuparse de su crecimiento en la fe y de
los frutos de la conversión. Pues, por un lado, quien evangeliza en realidad y de verdad es ante todo la.
Igle.sia como un todo, como signo e instrumento del Reino. Los diversos ministerios se entienden a
partir de ella y no al contrario. Por otro lado, el catequizando es. Iglesia también, no un simple objeto de
la catequesis. El, a su modo, también evangeliza, hasta al catequista. Como nos advirtió Pablo VI en la
Evangelio nuntiandi, la Iglesia sólo evangeliza en la medida en que se deja evangelizar (n, 15). En otras
palabras, así como el alumno sólo aprende con un profesor que aprende, del mismo modo en la
catequesis el catequizando sólo es catequizado con el catequista que también se catequiza al catequizar.

Como en la institución del catecumenado en la Iglesia antigua, la catequesis de iniciación tiene una
importancia decisiva y un lugar sin par en la vida del cristiano. Los frutos del proceso de formación en la
fe dependen mucho de una buena iniciación global y sistemática en la fe de la Iglesia, en la forma de un
período intensivo y progresivo de formación integral y fundamental en la fe. No puede limitarse a
preparar para la recepción de un sacramento particular. Los sacramentos son más punto de llegada de un
proceso (que, a su vez, es también punto de partida de otros procesos) que realidades desconectadas y
estancas en la vida de individuos aislados.

En el contexto de las exigencias de una formación catequética como momento privilegiado del proceso
global de evangelización, y de la catequesis como una dimensión de la acción eclesial como un todo, se
imponen dos directrices básicas: hacer de la catequesis de niños un verdadero proceso de iniciación
cristiana e impulsar una consistente catequesis de adultos. Es fundamental que tanto una como otra estén
insertas en el seno de la comunidad eclesial.

Catequesis de iniciación

Es imposible en efecto ser cristiano sin pasar por un proceso de iniciación cristiana. Así sucede con todo
en la vida y no podría ser diferente con la religión. Como el cristianismo es ante todo un camino (odbs),
una forma diferente de vivir y no sólo de ver y pensar, y de vivir la fe en comunidad, apoyado en el
misterio de la comunidad de la Trinidad, entrar en la vida cristiana es compartir la aventura de la fe de
una comunidad eclesial concreta. La fe y el tesoro del mensaje evangélico son realidades que se reciben
personalmente, pero mediante la comunidad. Sin ésta, el mensaje no pasa y no se llega a descubrir ese
tesoro. En rigor, la iniciación cristiana no es incumbencia única del catequista o de los padres. Presupone
una comunidad de fe, en cuyo seno el catequizando, una vez inserto, es capaz de hacer un proceso, que
empieza con la catequesis de iniciación y prosigue con la catequesis de adultos.

Como se trata de iniciación al cristianismo como un todo, se entiende que la participación en el seno de
una comunidad concreta es más que la presencia en actos del culto; es participar en la vida de la Iglesia
como un todo. A partir de la experiencia de fe en su comunidad concreta, el catequizando tiene también
que ir descubriendo la vida de la Iglesia en su parroquia, en la diócesis y en los demás ámbitos. Tiene
que ir conectándose personal y comunitariamente con Jesucristo en el Espíritu -su propuesta del Reino
de Dios-, con la revelación del rostro del Padre, con su proyecto de salvación para el mundo entero, con
el sentido y la misión de su Iglesia en el mundo y con el papel de cada cristiano en medio de él. La
Biblia ha de tener un lugar importante desde el primer momento del proceso catequético. Y, como en la
Igle.sia antigua y primitiva, la catequesis tiene que ser menos dogmática y moralista. En otras palabras,
menos doctrinal. Tiene que ser esencialmente bíblica. A partir de ahí se llega de manera más adecuada a
las verdades de la fe y a sus consecuencias para la vida cristiana.

Es importante también el contexto en el que la comunidad y, dentro de ella, los catequizados,


catequistas, padres y padrinos están insertos. Una buena iniciación cristiana no ocurre de la misma forma
en todos los lugares. No se pueden perder de vista a los sujetos concretos involucrados, porque es más
importante la vivencia de la fe que el aprendizaje memorístico de ciertos contenidos o de una doctrina.
El contexto es importante, no simplemente por buscar el lenguaje adecuado para que se dé una
comunicación más efectiva, sino, sobre todo, para que los catequizandos puedan ir encarnando la fe cris-
tiana en la vida personal, comunitaria y social. En otras palabras, una buena catequesis tiene que
insertarse en el seno de un proceso de evangelización inculturada. Así como hay todo un proceso de
entrada en una cultura (inculturación) y de interiorización personal (endoculturación), así sucede
también con respecto a la iniciación a la vida cristiana en el seno de una comunidad eclesial
contextualizada. Cuando hablamos de "cultura", nos referimos a un compartimiento de la vida humana,
pero situándola en los mundos que forjan la cultura: el mundo material del trabajo, el mundo social o del
poder y el mundo interpretativo o de lo imaginario.

En lo concerniente a la catequesis de iniciación, está en pie además la cuestión de la exigencia y


necesidad de una catequesis integral. Primero, por no poder estar dirigida únicamente a la recepción de
los sacramentos, que tienen un lugar central en la vida cristiana, la catequesis debe situarse dentro del
misterio de la Iglesia como un todo: en realidad, en el gran y único sacramento del Reino de Dios, en
Jesucristo. Desde la realidad sacramental del ser de la Iglesia se han de entender los sacramentos de la
vida cristiana. Los sacramentos son para la vida cristiana y no la vida cristiana para los sacramentos.
Segundo; por ser la catequesis de iniciación una puerta de entrada al cristianismo y a su vivencia como
un todo, necesita la globalidad de la fe cristiana y sus contenidos. Es el comienzo de un proceso de
educación y formación de toda la fe, en toda la vida, en la vida toda. Catequesis integral también en el
sentido de introducir la vivencia del cristianismo en todas las dimensiones de la vida personal,
comunitaria y social.

Finalmente, sobre todo con el avance de las ciencias humanas, especialmente de la psicología evolutiva
y del aprendizaje, tenemos hoy más claridad sobre la necesidad de que el proceso catequético de
iniciación sea gradual. La gradualidad es la condición de todo y cualquier proceso y mucho más
tratándose de personas que van a entrar en la vida de una comunidad eclesial y quieren vivir con ella la
fe cristiana integral. Para ello, hay que respetar la edad. Desde el punto de vista metodológico, la
pedagogía y la psicología del niño y del adolescente dan a la catequesis de iniciación una contribución
inestimable. Después, viene la vinculación con la madurez humana. La madurez de la fe va de la mano
con la madurez humana, y la madurez humana ayuda a crecer y a madurar en la fe. La gracia se apoya en
la naturaleza, dando a ésta una importancia fundamental. Catequizar no es impartir ciertos contenidos, es
contribuir a que el catequizando vaya haciendo poco a poco una síntesis entre la fe y la vida. La
revelación es un mensaje de salvación de la persona entera, en comunidad, dentro de la sociedad. La fe
ayuda a madurar humanamente, pero hay ciertas situaciones humanas que si no se resuelven impiden
acoger la fe. Como ya hemos visto, la fe teologal se apoya siempre en la fe antropológica. Todo por una
cuestión de respeto de Dios a la libertad humana. Ahora bien, la catequesis de iniciación no puede
irrespetar el respeto de Dios, sino que puede ver en él la verdadera pedagogía de la evangelización.

Catequesis de adultos

Históricamente, la catequesis pasó de ser de un proceso de educación y formación en la fe, que tenía el
bautismo como puerta de entrada en la Iglesia, a ser instrucción de niños después del bautismo, con
vistas a la reconciliación, a la eucaristía y a la confirmación. Hoy, además de la urgente necesidad de re-
cuperar y desarrollar una consistente catequesis de iniciación, se impone el desafío de la catequesis de
adultos. Por dos razones. Primero, porque no tuvieron una buena catequesis de iniciación. Segundo,
porque incluso los que la tuvieron no están exentos de la exigencia de una catequesis que sea además de
integral y gradual también permanente. Por más que se perfeccione la catequesis de iniciación con niños,
adolescentes y jóvenes, en la edad adulta es cuando se puede llegar a una verdadera fe adulta, porque
"todo el que aún se alimenta de leche, no tiene experiencia de la doctrina que lleva a la salvación" (Heb
5, 13), como nos recuerda Pablo. No se trata de un crecimiento espontáneo, que acompaña el desarrollo
necesariamente. Es muy común encontrar adultos infantiles en la fe. La fe adulta, en los adultos, requiere
educación, seguimiento, es decir, un proceso de formación permanente.

La catequesis de adultos, como catequesis permanente, no se desliga de los momentos catequéticos


precedentes. Guarda siempre su carácter catecumenal, pues se trata realmente de profundizar la vocación
bautismal, que encierra el triple ministerio que configura la vida cristiana como un todo. Pero significará
un paso importante para una adhesión a Jesús plenamente responsable. Como recuerda Catechesis
tradendae, la catequesis de adultos "es la forma principal de la catequesis, porque está dirigida a
personas que tienen mayores responsabilidades y la capacidad de vivir el mensaje cristiano en forma
plenamente desarrollada" (n. 43). No tendremos comunidades eclesiales maduras, evangelizadas y
evangelizadoras, consolidadas en los fundamentos de la fe, sin una catequesis de adultos de calidad.
También aquí el sujeto de la catequesis es la comunidad, como espacio propicio para el conocimiento y
la vivencia de la fe cristiana, en confrontación con el contexto social en que se vive. A este respecto hay
que destacar el carácter altamente catequético de las pequeñas comunidades de vida y de las
comunidades eclesiales de base. Su centralidad en la Biblia asegura una catequesis vivencial, en la que
todos los contenidos se ven en estrecha relación con la experiencia personal y comunitaria. No se puede
afirmar lo mismo de los movimientos eclesiales, más orientados a la espiritualidad y a la experiencia
emocional de lo religioso, dados su vacío teológico o de reflexión crítica. La primacía y la centralidad de
la Biblia en la catequesis no descalifican sin embargo el valor de instrumentos de apoyo como el
Catecismo de la Iglesia Católica y los directorios para la catequesis, tanto el Directorio General como los
nacionales.

4. El, ministerio de la profecía: la Teología ("krisis")

La pastoral profética tiene en la teología su polo crítico. El itinerario de la fe, con relación al ministerio
de la profecía, comienza por la interpelación de un testimonio (martyría), pasa por la conversión como
acogida del mensaje revelado (Kerigma), desemboca en la profesión de fe explicitada por la catequesis
(didaskalia), y alcanza su madurez cuando se profundiza en la teología (Krisis).

En el ejercido del ministerio de la profecía, no basta la conversión y la profesión de fe. Es necesario "dar
razones" de la propia fe recibida y vivida en el seno de una comunidad eclesial inserta en el mundo. La
fe no es un acto "de" la razón, es un acto "de" razón. Una religión irracional sería indigna del ser hu-
mano, pues negaría precisamente un don que nos hace semejantes a Dios: la libertad, fruto de una
conciencia libre. Una fe irracional, en vez de ser factor de plenitud del ser humano, sería su negación. Al
contrario, la fe cristiana potencia al ser humano. Cuanto más humano, más divino y viceversa. Esta es la
particularidad del cristianismo, que tiene en la encarnación del Verbo la negación de cualquier evasión
religiosa de corte dualista que oponga lo divino a lo humano, la fe a la razón, el espíritu a la materia, el
mundo a Dios. Un Dios Padre creador y su Hijo encarnado hacen de la fe necesariamente un proceso de
cristificación (Gál 2., 2-0), de liberación integral del ser humano, salvando incluso a la razón humana del
absurdo y del contrasentido y, por consiguiente, a la existencia humana de la náusea o de una pasión
inútil.

Ya hemos dicho que la teología nos libra de una fe ingenua, puesto que es su instancia crítica. De ahí
también su profetismo. Primero, cabe en la fe la audacia del cuestionamiento, de la duda, de las
preguntas, del preguntarse sobre el aparente silencio de Dios e incluso por la sensación de su omisión
ante situaciones humana extremas. No es un despropósito preguntar a Dios: ¿"Cómo puede ser esto"?
(Lc 1, 34), como María preguntó al ángel Gabriel. Es más bien señal de madurez y de comprensión de la
fe como un acto responsable y libre. Indigna del ser humano sería una fe que exigiese el mero
asentimiento intelectual a un cuerpo de doctrina que se impone por sí misma. La palabra de Dios quiere
ser salvación "para nosotros hoy", afirma el Vaticano II (GS, n. 62). En la religión, el ser humano tiene
el derecho de sumergirse entero, con todas las facultades de la razón, con todas las ciencias. Se apoya en
ellas y sólo así la fe es un acto "de razón", porque en la razón encuentra el ser humano la base adecuada
para lanzarse más allá de ella. La fe no anula la razón, sino la presupone y, al mismo tiempo, la supera.
En segundo lugar, si el ser humano tiene el derecho de pensar críticamente la fe ante Dios, de la misma
manera tiene el derecho y el deber de hacerlo dentro de la Iglesia y desde la Iglesia. El deber está
respaldado en la invitación que hace Pedro de "dar razón de la propia fe". Del derecho a ello ni debería
hablarse, porque si Dios admite el cuestionamiento, mucho más debería hacerlo la Iglesia, una
institución inscrita en la precariedad del presente. Pero precisamente por sus limitaciones, el deber de la
profecía mediante la teología se convierte en un derecho no siempre atendido e incentivado, e
infelizmente limitado otras veces. De ahí la función profética de la teología también dentro de la Iglesia.

En esta perspectiva, todo bautizado, para alcanzar a una fe madura, necesita ser en cierta manera también
"teólogo". Por consiguiente, la Iglesia tiene el deber de propiciar las condiciones para que lo sea. En la
historia de la Iglesia, un poco menos en la época antigua, la teología tendió siempre a estar
monopolizada, primero por algunos pensadores cristianos, y después por el clero. Debido a esto, la
palabra "laico" llegó a tener una connotación peyorativa, como sinónimo de quien no sabe o es ignorante
en algún asunto. El ministerio de la teología, que es actualizar la revelación, ponerla en diálogo con la
cultura de cada época, no es una tarea reservada a especialistas, sino a toda la comunidad cristiana. Es la
comunidad cristiana como un todo -y el magisterio dentro de ella, como una instancia de autentificación
de la fe-, la que tiene que ir sacando "cosas nuevas y viejas" del tesoro de la revelación. Para ello es
preciso saber releer el texto sagrado en su experiencia vital, lo que es imposible sin reflexión, sin
teología en diálogo con las ciencias, las culturas y las demás religiones, puesto que en todo ese
enmarañado de relaciones es donde la persona cristiana vive su fe.

Ya hemos dicho que la reflexión teológica tiene niveles, empezando por el popular, pasando por el
pastoral, para desembocar en el profesional. Pero esto no significa que los laicos se queden en el nivel
popular, el clero en el nivel pastoral y los teólogos de academia en el nivel profesional. También en
teología hay que superar el binomio clero-laicos y llegar al binomio comunidad-ministerios. La teología,
en cuanto se inscribe dentro del ministerio de la profecía, es una tarea de todos los bautizados. Los
niveles de la teología están más en el plano del grado de criticidad y sistematización de la reflexión que
en relación a sujetos determinados. A nivel de base, el sujeto de la reflexión teológica es toda la
comunidad eclesial; a nivel pastoral, es toda la comunidad o delegados de ella; a nivel profesional,
aunque sean algunos de sus miembros, reflexionan en el seno de la comunidad. La teología es
esencialmente la inteligencia de la fe elaborada por todo el Pueblo de Dios. Es urgente la necesidad de
laicas y laicos capacitados para una reflexión teológica profesional. Es condición para que los laicos
puedan ser plenamente los protagonistas de la evangelización, como afirmaron los obispos de América
latina en Santo Domingo (97, 103, 293, 302).

Finalmente, el ministerio de la profecía ejercido en la teología necesita, además de espacios de libertad


dentro de la institución eclesial, una palabra de aliento y de apoyo de parte del magisterio. La libertad es
la prerrogativa de la creatividad. Es necesario ver como algo normal la distancia prudencial que a veces
guarda el teólogo, ya sea de la institución, ya del magisterio, para poder ver con más objetividad e
independencia de espíritu el objeto de su reflexión. Como también es normal y necesario el
planteamiento de hipótesis de trabajo y su discusión más allá de la academia, puesto que es el Pueblo de
Dios el sujeto de la teología. Crear significa ensayar y, por tanto, estar sujeto también a equivocarse. El
aprendizaje por ensayo y error es una condición humana que no se puede superar. Compete al magisterio
puntualizar, evitar extremos, pero dejando siempre espacio a la creatividad y a la pluralidad, también en
la investigación teológica. No hay por qué temer, pues, ante la duda entre una posición del teólogo y otra
del magisterio. La tradición nos dice que sigamos al magisterio, que tiene en la Iglesia la misión de
enseñar en la fe. La teología es sólo una instancia crítica del magisterio, cuya función es ayudar a él y a
todo el Pueblo de Dios a conservar la autenticidad de la fe, fundada en el mensaje revelado y actualizado
continuamente en su camino a través de la historia, en el seno de una humanidad toda ella también
peregrina y destinataria de la salvación universal de Dios.

Resumen

Dentro del triple ministerio de la vida cristiana, el lugar y la función de la pasto ral profética es llevar a
los interlocutores de la acción evangelizadora a conectarse con el hecho de la revelación: la Palabra
hecha carne en Jesucristo. Una vez establecido ese vínculo vital, le compete acompañar y nutrir al
neófito en el largo itinerario de la fe que, en la Iglesia, se da en mediaciones privilegiadas como la
martyría (testimonio), el kerigma (anuncio), la didaskalia (catequesis) y la krisis (teología). El testimonio
busca más bien mostrar la fe que demostrarla, con el respeto a la libertad del otro y con la discreción de
la pedagogía divina, y establecer entre los interlocutores una relación dialogal y horizontal. El anuncio
consiste, a partir de preguntas que provoca el testimonio, en explicitar lo que estaba implícito, esto es, a
Jesucristo y su Reino, como propuesta de salvación que espera una respuesta de conversión. En este
campo, la catequesis es un itinerario gradual y permanente de educación y formación en la fe, que tiene
como meta la confesión de la fe. La catequesis de iniciación y la catequesis de adultos son hoy los
principales desafíos. Finalmente, con la formación teológica, el catequizando alcanza la madurez cris-
tiana en la medida en que es capaz de "'dar razones de la propia fe". El sujeto de la teología es todo el
Pueblo de Dios, dentro del cual los(as) laicos(as) necesitan ser contemplados(as) con más esmero por
parte de la Iglesia, dándoles la oportunidad y las condiciones para una capacitación más profunda,
incluso de nivel profesional. El saber en la Iglesia no puede continuar monopolizado por el clero, pues,
de lo contrario, los(as) laicos(as) estarán impedidos(as) para desempeñar su función de protagonistas de
la evangelización.

Preguntas para la reflexión compartida

1. ¿Cómo situar la pastoral profética con respecto a la misión de los cristianos considerada como un todo
y cuáles son las cuatro funciones privilegiadas de este ministerio?

2. En su vida y en su comunidad eclesial ¿en qué medida las cuatro funciones del ministerio de la
profecía ocupan un lugar importante en la acción evangelizadora?

3. ¿Qué sería necesario hacer para que las comunidades eclesiales sean de hecho comunidades
proféticas?

Capítulo Segundo
La Pastoral Litúrgica

Con la pastoral profética y la pastoral de la caridad, la pastoral litúrgica for ma parte de los tria munera
Ecclesiae, e integra el "qué" del ser y del actuar eclesial. En la perspectiva cristiana, la liturgia es acción,
aunque no sea toda la acción de la Iglesia. Ésa es también la raíz de la palabra liturgia que etimológica-
mente designa "algo que se hace". Se trata de una acción con sus características propias, diferente de las
demás acciones de la Iglesia. En gran medida, la liturgia es una acción simbólica al servicio de la
esperanza, en la medida en que anticipa en la fe lo que esperamos. Celebra los misterios cristianos en el
culto que actualiza la obra de Jesús, haciendo memoria de su vida, pasión, muerte y resurrección, y
dejando vislumbrar y experimentar las primicias de su Reino. Es una acción que se da en el Espíritu
Santo, que nos lleva al Padre creador y al Hijo redentor, con el corazón agradecido por la vida, que
adquiere en él todo su sentido y grandeza.

Teológicamente, la liturgia es la acción que, junto con otras, constituye el fundamento de la Iglesia,
manifiesta su ser, su origen y esperanza y es fuente de toda su misión. En ella se expresa con más
evidencia el carácter sacramental de la Iglesia, que pasa por la celebración de los sacramentos, por la
oración litúrgica, por la predicación, por la homilía y por la piedad popular. Por cuestión de espacio, nos
limitaremos a continuación al abordaje de los fundamentos teológicos y pastorales de la acción litúrgica
como un todo, y del lugar y significado de la oración litúrgica, de la predicación y la homilía en la vida
cristiana.

1. Fundamentos teológicos de la acción litúrgica

La acción litúrgica está fundamentalmente orientada a la sacramentalidad de la Iglesia, por su especial


relación con el Espíritu de Pentecostés, que la constituye mediadora de sus dones. En este sentido, la
liturgia es la actualización de la obra redentora de Jesucristo aquí y ahora, en el hoy de nuestra historia.
Se trata de una actualización simbólica, pero que, en cuanto sacramental, es también real. El símbolo
determina el lenguaje litúrgico, incompatible con un lenguaje racionalista y conceptual, siempre
demasiado corto para expresar los misterios de la fe. El símbolo habla por la metáfora, por la poética y
por la estética. En este sentido, como la liturgia es siempre acción de toda la Iglesia, es importante que
toda la asamblea esté iniciada en su lenguaje específico. Además de eso, el lenguaje de la liturgia es
simbólico, pero no por eso unívoco y monocultural. A la catolicidad de la fe cristiana y su encarnación
en la pluralidad de las culturas es inherente también el pluralismo religioso. Como acción de toda la
asamblea, su modo de ser cultural condiciona las formas de culto, aunque siempre sobre misterios
comunes.

Entre los cambios fundamentales introducidos por el Concilio Vaticano II figura la incorporación de la
asamblea en la liturgia (SC, n. 27). De destinataria pasiva durante todo el período de la cristiandad, pasa
a ser sujeto activo. Quien celebra no es el que preside una celebración litúrgica, sino toda la asam blea. A
ello contribuyeron una nueva eclesiología y una nueva antropología, no como innovación absoluta, sino
como recuperación de la originalidad eclesial, propiciada por el movimiento de vuelta a las fuentes
bíblicas y patrísticas. Con el Concilio surgieron una serie de cambios, comenzando por el idioma. La ce-
lebración en lengua vernácula es mucho más que un mero cambio de forma. Fue un primer paso para una
verdadera comunicación en la acción litúrgica de toda la asamblea celebrante. A su vez, los contenidos
ganaron relieve con relación a las rúbricas y textos, en otro tiempo inmutables. La diversidad de las
formas de celebrar según las peculiaridades de cada contexto sociocultural contribuyó a celebraciones
más comprensibles y sencillas. Una gran aliada de la liturgia pasó a ser la catequesis, sobre todo de la
iniciación cristiana, sin descuidar la catequesis sacramental y de adultos. Y todo ello desde la centralidad
de la palabra de Dios en la liturgia. Con el Vaticano II volvió la Biblia a ocupar su debido lugar en la
liturgia y en la vida de la Iglesia. En la celebración de la misa se valoran al mismo tiempo que se
distinguen las dos mesas: la de la palabra y la de la eucaristía. Según el Concilio, las dos merecen "igual"
veneración (DV, nn. 2 I, 26; SC, nn. 48, 5 I; PO, n. 18; PC, n. 6).

Otro cambio radical en la reforma del Concilio Vaticano II fue situar la acción litúrgica en la historia de
la salvación: tiene una referencia al "pasado" porque es memorial de la salvación conquistada por
Jesucristo, por su vida ofrecida una vez por todas (SC, nn. 5-6); tiene una referencia al "presente", ya que
la salvación para nosotros se realiza en el hoy de la comunidad reunida, toda ella celebrante y agraciada
por sus frutos (SC, n. 7); y tiene una referencia al "futuro" escatológico, porque lleva a la comunidad a
que se realice la Pascua de Jesucristo en la pasión del mundo, por la misión de los cristianos (SC, n. 8).

2. Elementos fundamentales de la pastoral litúrgica

La comprensión de la liturgia ha pasado por toda una evolución. Primero, se entendió como una acción
de la Iglesia, que, por tanto, es también pastoral.
Después fue asumida como objeto de una atención pastoral, pues en la medida en que conforma uno de
los campos de la praxis eclesial, es una dimensión de todos los demás campos. No hay verdadero
servicio pastoral sin una dimensión litúrgica, es decir, sin que se celebre en la fe.

2.1. Acción litúrgica y pastoral litúrgica

La acción litúrgica precede a la pastoral litúrgica. La pastoral litúrgica es ya una acción litúrgica
pensada. Por tanto, la liturgia es más que pastoral, más que parte integrante del "hacer" de la Iglesia. Es
parte esencial de su ser, como ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. La pastoral litúrgica integra ya su
actuar, aunque evidentemente en estrecha relación con su ser. El acto litúrgico es opus operatum, una
acción apoyada en la eficacia de la gracia. La pastoral litúrgica está relacionada con el 0pus operantis: la
acción del Pueblo de Dios en orden a la fructificación de la gracia recibida. La acción litúrgica contiene
e misterio de la fe; la pastoral litúrgica se ocupa de hacerlo resonar en la vida personal, comunitaria y en
la sociedad.

Sin embargo, eso no significa que la acción litúrgica pueda darse adecuada-mente sin una pastoral
litúrgica. Toda celebración litúrgica es en cierta medida pastoral litúrgica, porque el acto histórico, como
signo sensible de un misterio que se celebra en la fe, exige la acción pastoral de la asamblea celebrante.
Si el acto litúrgico no se prolonga en la vida cotidiana, en la esfera personal, comunitaria y social, no
pasa de ser un acto vado, que ofende a Dios: "si dices que amas a Dios y no amas a tu hermano, eres un
mentiroso"; "quiero misericordia, justicia, no sacrificio"; "no el que dice Señor, Señor, entra en el Reino
de los Cielos, sino el que hace la voluntad de Dios", etc.

2.2. Pastoral Litúrgica y acción pastoral

Aunque la liturgia sea una acción, el Concilio Vaticano II afirma que "no agota toda la actividad de la
Iglesia" (SC, n. 9). Por tanto, la acción pastoral es más amplia que la pastoral litúrgica. La liturgia no
agota ni el "hacer", ni el "ser" de la Iglesia. Más allá y, en cierta medida, "antes" de la liturgia está la
pastoral profética: el testimonio (martyría), el anuncio (kerigma), la catequesis (didaskalia) y la reflexión
teológica (krisis). El testimonio precede a la liturgia como acto interpelante de la fe, presencia del
sentido de Dios y revelación del significado cristiano del proyecto humano. A su vez, el anuncio por la
palabra de Dios lleva a la conversión y a la entrega personal a la causa del Reino. La catequesis inicia al
convertido en la vida cristiana, por tanto también en la liturgia, que, a su vez, tiene una rica dimensión
catequética, la formación teológica "da razones de la propia fe" y ayuda a vincular la vida con la liturgia
y la liturgia con la vida.

Pero hay también un "después" de la liturgia, como tiempo de la comunidad o del servicio. La pastoral
del servicio es más amplia que la pastoral litúrgica, aunque si no estuviera también integrada por ésta, no
sería auténticamente eclesial. Lo que se celebra en la acción litúrgica -la acción redentora de Jesucristo-,
se vive simbólicamente para testimoniarlo y compartirlo en la vida personal, comunitaria y social. Desde
el punto de vista eclesial, la finalidad ad intra de la liturgia es hacer que la comunidad sea cada vez más
sacramento del Reino viviendo la fraternidad, icono de la Trinidad. Hacia fuera de la Iglesia, la finalidad
ad extra de la liturgia es el servicio al mundo y a toda la humanidad, para que el Reino de Dios, visible
en la Iglesia, sea una realidad también en la sociedad, en sus instituciones y organizaciones. El Reino de
la justicia, de la paz y del amor es el símbolo global de los designios de Dios para toda la humanidad,
para toda la obra de la creación.
Es evidente que el "antes" y el "después" de la liturgia, más que etapas cronológicas, son sólo momentos
lógicos en la medida en que ambos se reclaman mutuamente. La liturgia, en la Iglesia, es siempre punto
de "llegada" y de "partida" simultáneamente; cumbre y fuente de toda vida cristiana, como afirma el
Vaticano II (SC, n. 10). Cumbre, en la medida que en ella se celebra y se realiza ya en la historia,
sacramentalmente, lo que esperamos; fuente, porque de la liturgia emana la fuerza de la gracia que, en
última instancia, es la que salva, aunque siempre deba estar acompañada de la colaboración humana.
Como se puede percibir, la liturgia forma parte del "ser" de la Iglesia, y la acción litúrgica, aunque
preceda a la pastoral litúrgica, en la medida en que se prolonga en la vida, supone una pastoral litúrgica,
dentro de la pastoral como un todo, pero sin olvidar que la liturgia es mucho más que un mero campo de
acción. Es una dimensión de la acción pastoral como una totalidad, lo que no anula la posibilidad y la
necesidad de que constituye también una acción pastoral específica.

Las implicaciones de esto son múltiples y concretar. Primero, la liturgia no puede celebrarse de manera
desligada de la pastoral profética y de la pastoral de servicio. Por eso, ante todo acto litúrgico, cabe
preguntarse qué acciones pastorales lo sustentan, para que no se convierta en un acto ritualista vacío y
sin consecuencias para la vida cotidiana. De la misma manera, hay que cuidar que la liturgia imprima
siempre un carácter profético, de modo que ella sea también testimonio, anuncio, catequesis y formación
en la fe, sin olvidar su dimensión ad extra, en el servicio más allá de la misma comunidad eclesial. Con
el servicio ad. intra, la misión de la Iglesia en el mundo apunta no solo al pasa do" (memoria) y al
"presente" (realización en la fe), sino también al "futuro" de la liturgia, en la medida en que el acto
celebrado, más allá de la memoria, se hace anuncio y esperanza del Reino de Dios para el mundo.

2.3. Criterios de la pastoral litúrgica

La pastoral litúrgica, dada su especificidad, tiene sus propias exigencias y criterios. Hay diversos
factores implicados: la participación de toda la comunidad celebrante, su lenguaje simbólico y su
significado, y consecuencias para la vida cristiana y eclesial.

La liturgia como acción de toda la comunidad celebrante

La nueva teología de la liturgia derivada de las intuiciones y afirmaciones del Concilio Vaticano II
insiste en que el sujeto de la liturgia no es quien preside, sino toda la comunidad de fe reunida en
asamblea litúrgica. La comunidad eclesial es el principal sacramento de la Iglesia, gracias al cual son
posibles todos los demás sacramentos. Sin asamblea reunida no hay Iglesia y sin Iglesia no hay
sacramentos, aunque hayan sido instituidos por ella. Dados a la Iglesia, los sacramentos, sin embargo,
sólo acontecen en Jesucristo por la Iglesia. Por eso, con razón el Concilio desautoriza celebraciones
"privadas" o personales, aunque sean "en nombre de la Iglesia" (SC, nn. 26-27). Toda celebración
litúrgica es celebración de la Iglesia y, para que haya Iglesia, es necesaria una asamblea, no invisible,
sino reunida. Siempre que hay un acto litúrgico, se celebra in persona Ecclesiae -en nombre de la
Iglesia-, que no es una realidad virtual, sino histórica. Por eso el Concilio habla de "participación plena,
consciente y activa en las celebraciones litúrgicas" de todos los fieles, de toda la comunidad celebrante,
"en virtud del bautismo" (SC, nn. II, 14, 21, 27, 30, 41, 48).

Primero, participación "plena", como miembros activos de una asamblea toda ella celebrante, mediante
las aclamaciones del pueblo, las respuestas, la salmodia, las antífonas, los cantos, los gestos y las
posturas corporales. En la liturgia, no son simplemente la razón o el corazón los que entran en comunica-
ción con el misterio, sino la persona entera, con todas sus dimensiones. Como se trata del ejercicio de un
lenguaje simbólico, el cuerpo y los símbolos juegan un papel fundamental, con el cuidado de no caer en
el emocionalismo y en el ritualismo.

Segundo, participación "consciente", porque la racionalidad debe estar siempre presente, sobre todo por
la iniciación cristiana en los misterios que se celebran, por la catequesis y por la formación permanente.
No se trata de intelectualizar la liturgia, sino hacer de ela una experiencia viva, conscientemente ligada a
la vida como una totalidad. El juridicismo y el ritualismo son los dos grandes riesgos de la liturgia. Para
evitarlos, es muy importante una buena formación bíblica y litúrgica, a la que todo el Pueblo de Dios ha
de tener acceso para que sea de verdad asamblea celebrante.

Finalmente, participación "activa", en el sentido de una participación armoniosa y efectiva en la


celebración por parte de toda la asamblea, mediante los diferentes ministerios ordenados y no-ordenados,
con la presencia del laicado, debidamente formado y capacitado. A este respecto, la Iglesia tiene una
deuda con la mujer. El hecho de no haber ningún ministerio oficial conferido a ella no significa que no
pueda tener una participación activa en la vida de la Iglesia como un todo, incluida la liturgia, lo que no
dispensa el derecho de ella al acceso a ministerios concretos. Para una participación activa, es
indispensable el "equipo de liturgia" que vele por la capacitación de la asamblea celebrante, por la
formación de los diferentes ministerios litúrgicos y que armonice la participación de todos.

El canto ocupa un lugar privilegiado en la liturgia, pero no cualquier canto y de cualquier manera. Se
trata del "canto litúrgico ', con melodía y letra en sintonía con el tiempo litúrgico, el tema del día, la
motivación particular de la celebración en cuestión, sin olvidar la participación de toda la asamblea
celebrante. Un aspecto importante es también la dimensión contemplativa de la liturgia. Toda
celebración ha de disponer de espacios de silencio, de meditación, de interiorización, para unir lo
celebrado con la vida personal. El silencio propicia la interiorización de lo celebrado y permite que el
misterio se haga vida. Alguien en silencio a nuestro lado es también comunicación y participación,
porque en el silencio nos hacemos interacción para lo esencial: la presencia de Dios en nuestra vida.

La liturgia como acción comprensible para toda la asamblea

Celebrar misterios no significa incomprensión de lo que se celebra. El misterio no se explica, se vive.


Pero para vivirlo hay que comprenderlo. No se trata de una mera comprensión intelectual. Ya hemos
apuntado que el lenguaje litúrgico es más simbólico y ritual que racional. Por eso la participación cons -
ciente en la liturgia está más relacionada con la iniciación cristiana que con la formación intelectual.
Iletrados iniciados pueden tener una participación litúrgica más cualitativa que ilustrados no iniciados.
Una liturgia que no comunica no tiene grandes consecuencias para la vida cristiana. Se convierte en un
rito concebido de forma mágica y realizado por algunos en beneficio de otros, que lo encomendaron y
esperan pasivamente sus frutos.

Entrar en sintonía con el misterio es un proceso gradual, progresivo, apoyado en la vivencia y en la


catequesis. Los sacramentos no son instrumentos de gracia es siempre el resultado de dos complicidades:
la complicidad de la libertad de Dios que la ofrece, sin mérito alguno, y la complicidad de la libertad del
ser humano que la acoge gratuitamente. Por eso los sacramentos no son instrumentos de la gracia que
producen efectos independientemente de quien los recibe en una celebración. Son más bien signos y
anticipaciones proféticas de la utopía del Reino de Dios, que, para ser eficaces, además de la gracia de
Dios, tienen que recibirse consciente y activamente. Ciertamente, la inactividad o la parca operatividad
de nuestras asambleas litúrgicas se debe mucho a la falta de comunicación e interacción de sus
participantes. El formalismo vacío y la rutina ritualista son los grandes responsables de nuestras tediosas
celebraciones litúrgicas.

Por eso en la liturgia el presidente de la celebración desempeña un papel fundamental, igual que los
demás ministerios litúrgicos. A este respecto, es de gran valor una pequeña monición previa que exprese
el sentido y el valor de lo que se va a celebrar. No se trata de explicar el misterio ni los contenidos, sino
de invitar a la asamblea a vivirlo, acogiéndolo en la vida. Por eso es siempre oportuno conjugar lo
normativo con la creatividad, sin transgresiones ni modismos. Cuando se conoce bien cada parte de la
celebración, los textos que se han de meditar, sus símbolos y ritos, es siempre legítimo y recomendable
hacer adaptaciones a las características y al contexto de la asamblea. La comunidad tiene el derecho de
incorporar su vida a la liturgia, así como su propio lenguaje, sus gestos y símbolos, sus búsquedas y
necesidades concretas. Si la liturgia se desliga de la vida de la asamblea celebrante, deja de ser
mediación de la salvación de Dios en el hoy de su historia; deja de ser mediación de la gracia.

Nos encontramos aquí con el desafío de la inculturación. Curiosamente, "culto" y "cultura" tienen la
misma raíz etimológica. La celebración litúrgica, como expresión de la fe de una asamblea, es también y
siempre expresión cultural de un pueblo. Esta preocupación está ya presente en el Concilio Vaticano II,
que habla de "adaptar la liturgia a la mentalidad y tradición de los pueblos" (SC, nn. 37-40), fruto del
redescubrimiento de las culturas (GS, nn. 53-54). La religiosidad o la piedad popular es una de esas
expresiones ricas y legítimas, aunque se deban trabajar pastoralmente. Los ritos, para que no resulten
incomprensibles, tienen que encarnarse continuamente en nueva expresiones. La tradición no es un fósil,
sino que progresa, como ha puesto de relieve el Vaticano II (DV, n. 8). Todo lenguaje litúrgico, incluido
el del pasado, se elabora culturalmente. Ahora bien, las culturas son dinámicas, progresan. Por eso toda
fijación inmovilista "descaracteriza", el símbolo y lo hace incomprensible. La comunicación en la
liturgia depende directamente del lenguaje, de un lenguaje actualizado al dinamismo de las culturas de
las asambleas celebrantes. Hablar de inculturación de la liturgia es abogar por un pluralismo litúrgico. Es
algo delicado para la unidad de la Iglesia en lo esencial, pero fundamental para que lo contingente no
comprometa el acceso al propio misterio que se celebra.

La liturgia como celebración y no como recitación de un rito

"Celebración' significa "fiesta". La celebración litúrgica es siempre una fiesta. Incluso en momentos de
dolor la celebración guarda su dimensión festiva, porque paradójicamente son momentos en los que
cobra especial significado la realidad pascual. Momentos de cruz, de sufrimiento, de abandono y de
muerte, pero sobre todo de resurrección, de vida y de victoria. Y la fiesta implica libertad, alegría,
espontaneidad y expresiones simbólicas propias.

Como lenguaje de fiesta, el lenguaje litúrgico no es el de los conceptos, sino el de los símbolos. Unos
son universales, otros son y pueden ser locales. Pero incluso los símbolos universales tienen siempre que
contextualizarse, para que sigan significando lo que realmente significan. La cultura local es el punto de
partida de una liturgia contextualizada e inculturada. Los símbolos, cuanto más locales, vitales y
espontáneos, más significado tienen. Remiten a lo bello, a la estética, a la importancia del cuerpo, de los
sentimientos, de los sentidos. La celebración litúrgica es más para vivenciar que para reflexionar o
asistir. La liturgia cristiana tiene su base en la cultura semita, que prácticamente desconocía el lenguaje
conceptual. La misma revelación nos ha llegado más por medio de símbolos que de conceptos; más de
narraciones que por la lógica y la evidencia de un discurso. En este sentido, ciencias como la semiótica,
la antropología cultural o la psicología, la filosofía y la sociología religiosa tienen una valiosa
contribución que dar. Es un vasto campo abierto a la investigación, sobre todo para los liturgistas, a
quienes la Iglesia debe una palabra de aliento en su creatividad y búsqueda.

Una celebración litúrgica, sin embargo, por más vivencial que sea, no puede perder de vista que al
situarse en el horizonte-de los misterios de la fe está más allá de la experiencia inmediata. Todo
inmediatismo es magia, no liturgia, que se sitúa en el tiempo de Dios, no en nuestro acostumbrado
inmediatismo, que es tentación de poseer y disponer de Dios, una manera de manipularlo.

La liturgia es tridimensional en el tiempo: tiene un pasado, que se celebra y se hace experiencia en el


presente, pero la plenitud de lo que se espera está reservada al futuro. Liturgia y escatología se tocan e
interactúan continuamente. Los sacramentos traen a la vida algo real, pero sin dejar de ser forma sacra -
mental, simbólica. Las curaciones en el ministerio de Jesús tenían un carácter simbólico, tanto fue así
que no curó a todos los enfermos que encontró. Más importante que la salud es la salvación, que pasa
también por la salud, pero no sólo por ella. El lenguaje litúrgico está siempre mediado o mediatizado por
los símbolos, que apuntan a realidades escatológicas, no inmediatas. La escatología tiene una dimensión
intrahistórica, pero no sólo ésta. Es sobre todo fuerza para mantener la esperanza de alcanzar la plenitud
de la vida, que se da en la resurrección de Jesús y, por él, en nuestra propia resurrección. Es una vida
nueva que comienza en esta vida, que crece como "grano de mostaza" (Mt 13, 31-32), que produce
frutos al "ciento por uno", pero cuya tentación de construir graneros más grandes es pura insensatez (Lc
12, 16-21). Es el Hijo del Hombre el que vendrá un día a recoger lo que plantó, los "tesoros que ni la he -
rrumbre ni la polilla echan a perder" (Mt 6, 19-21).

En la perspectiva de la liturgia como fiesta, el símbolo central del cristianismo, que integra su naturaleza
y plasma su origen y su fin, es el banquete. Es la imagen de un banquete universal que se invoca siempre
en el contexto de la Antigua y de la Nueva Alianza. En la celebración de las dos hay un banquete, la
cena pascual judía y la última cena de Jesús con sus discípulos. Toda celebración litúrgica, por
consiguiente, se inserta en el memorial de las alianzas, a las que se refieren las Escrituras. Las dos
alianzas son válidas todavía hoy, porque la denominada "nueva" no suprime la "antigua", sino que la
hace más plena. La única diferencia es que, para los cristianos, el banquete de la Pascua de Jesús da la
clave de lectura del banquete de la Pascua judía. La última cena, como cele bración de la vida, pasión,
muerte y resurrección de Jesús, es primicia del Reino al que todos pueden tener acceso por la única
puerta, que es Cristo Resucitado.

Asociada a la imagen de la fiesta y del banquete está la participación de los pobres en él. La celebración
litúrgica es banquete incluyente de los excluidos. Por eso comparte especialmente con los pobres el pan,
pero sobre todo es comunión con su causa, que es la de un mundo fraterno y solidario para todos. Es la
expresión simbólica de la comunión de los hermanos entre sí, como hijos de un mismo Padre, llamados a
participar de su vida. Es la reunión de toda la humanidad en torno a la mesa del Padre, en la que están
incluidos los ciegos, los hambrientos, los cojos, los sordos, los mudos, los leprosos, los pecadores
públicos, en pocas palabras, los pequeños y sencillos, que son siempre los más abiertos y disponibles
para oír y acoger la invitación universal de Dios. En otras palabras, en la liturgia, el símbolo es un
significante que tiene un significado, y que adquiere todo su sentido y comprensión a la luz de la palabra
revelada. Por eso la palabra de Dios es siempre parte esencial del banquete, que con el símbolo compone
la liturgia. En esta perspectiva, el nuevo rito de la celebración eucarística elaborado por el Concilio
Vaticano II destacó las dos mesas, la de la Palabra y la de la Eucaristía. Y todas las celebraciones
litúrgicas dan gran importancia a la palabra de Dios. La Iglesia sabe que ella es el resultado de la acogida
de la palabra que un día le fue dirigida por Alguien.

Otro elemento importante de la liturgia, como celebración y no recitación de un rito, es la "repetición".


Hacer "memoria" es repetir una solemnidad anualmente, es celebrar un hecho anualmente repetido. La
repetición garantiza mantener siempre viva la memoria personal y colectiva. Por un lado, recalca el dato
en la memoria y, por otro, posibilita a la memoria reproducirlo. De ahí la pedagogía del "año litúrgico" y
de los "tiempos litúrgicos" y su importancia para la liturgia como celebración de un significante que
tiene un significado. Pedagógica también es la relación con las estaciones, con el trabajo agrícola o
artesanal, con las fases de la edad de una persona, etc. Estas realidades temporales apuntan a una
repetición no aleatoria, rutinaria, racionalizante, sino ligada a la vida cotidiana, puesto que los ritos
litúrgicos existen para vivirlos en la cotidianidad.

Como en toda celebración festiva, también en la liturgia tienen gran importancia los gestos. Son un rico
recurso porque el lenguaje de los gestos está más cercano al símbolo, que es el lenguaje por excelencia.
Los gestos son el lenguaje del cuerpo, que siempre debe tener un lugar importante en la liturgia. La
cultura racionalista occidental de la cual es prisionero el cristianismo, llevó a la Iglesia a reducir
prácticamente la participación del cuerpo en la liturgia a gestos como arrodillarse, sentarse o levantarse.
El cristianismo occidental ha perdido su matriz oriental-semita, más simbólica que conceptual.
Arrodillarse, levantarse, sentarse son gestos casi insignificantes para la celebración de una fiesta. Ahora
bien, la liturgia, como memoria, es también espacio de la representación, de la encarnación, de la
coreografía, de la danza, del lenguaje visual, etc. El teatro nació con los ritos religiosos, con los
conciertos musicales, con la oratoria, con todo lo que perdió el cristianismo y las culturas autóctonas
guardan celosamente, esperando poder un día introducirlo en la celebración de su fe en la vida.
Además, como una pieza de teatro o una película, que necesitan escenario, la celebración pide también
una ambientación adecuada del espacio litúrgico. El lugar donde se celebra es también lenguaje litúrgico
que influye en la celebración y en sus frutos. A este respecto, el cristianismo no puede perder de vista su
componente doméstico y participativo de los orígenes. Ha habido serias pérdidas en el paso de la domus
Ecclesiae (Iglesias domésticas) a los templos y basílicas. Poco a poco, la celebración litúrgica se fue
adecuando a la religión tradicional del templo, perdiendo su carácter de asamblea celebrante, en una
interrelación de diálogo y de comunión en torno a un banquete festivo. Hoy todavía la misa tiene muy
poco de su carácter de cena, símbolo fundamental para hacer emerger todo su significado. El espacio
también es símbolo que puede contribuir o impedir llegar al misterio que actualiza la liturgia. La
decoración, la iluminación y la distribución de los muebles influyen directamente en la celebración, no
digamos la arquitectura de nuestros templos. No cualquier arquitectura lleva a la oración, a la
interiorización, a la comunicación con los otros y con Dios, al silencio; ni cualquier coro. El ambiente
litúrgico necesita también remitir al misterio, un misterio que se nos ha dado no para reflexionar sobre
él, sino para celebrarlo festivamente, acogerlo simbólicamente y vivirlo en la fe.

3. La oración litúrgica

La fe cristiana, en cuanto significa creer con los otros y en lo que los otros creen, implica una
espiritualidad eclesial, sustentada por la oración litúrgica. No basta la oración personal, por muy buena y
abundante que sea. La celebración eucarística es la oración litúrgica por excelencia, como memoria del
misterio central de la fe cristiana: vida, pasión, muerte y resurrección de Jesús. No hay Iglesia sin
eucaristía. Esta resume nuestra, fe y nos inserta en la verdadera perspectiva de la oración cristiana, de la
gratuidad y del servicio desinteresado. Dios está más allá de lo útil, de la contingencia de este mundo.
Los dones con los que quiere agraciarnos son los necesarios para la travesía a la Tierra Pro metida, a la
"otra orilla del mar", a la "Jerusalén celestial". Por eso, la verdadera oración desemboca en la
contemplación, que, si por un lado no nos aparta de la realidad del mundo, nos recuerda, por otro, que
las cosas más importantes de la vida son las que no sirven para nada. las realidades más importantes no
son mediación para nada, apuntan al fin y nos sumergen en él -la escatología-, para ser acogidos en la
historia como beduinos, que hoy plantan una tienda para levantarla mañana. La oración, como dice
Pablo, "es el gemido del Espíritu en nosotros", que nos mueve a pedir lo que Dios quiere darnos: la vida
plena en él, la salvación, don gratuito, que nunca es posible acoger y vivir de manera intimista y sin una
adhesión libre y responsable.

3.1. Itinerario de la oración litúrgica

La oración en la Iglesia y su inteligencia refleja –la teología espiritual-, tiene también su evolución. Por
lo menos podemos identificar tres grandes momentos. El primero estuvo marcado por la oración
vinculada a la vida y por el dualismo platónico, .extraño al cristianismo. La fe cristiana profesa una
antropología unitaria, como la vislumbró Ireneo de Lyon. Esta es la matriz genuina del cristianismo, que
tiene en la encarnación del Verbo el principio de la unidad entre el plano de la creación y el plano de la
redención. Los tres primeros siglos del cristianismo, respirando todavía la cosmovisión semita, estuvie-
ron marcados por esa perspectiva. Pero no se hizo esperar la infiltración de la cultura de la época,
marcada por el platonismo. El dualismo platónico entró en el cristianismo sobre todo por el estoicismo,
del cual Agustín de Hipona fue una de las puertas principales. La distinción platónica entre "teoría"
-contemplación de ideas eternas, fundadoras de lo real y ocupación del ser humano libre- y la poiesis -la
práctica relativa a las realidades movibles y frágiles, ocupación del esclavo-, llevó a la Iglesia desde el
final de la época antigua y durante toda la época medieval a concebir la vida "contemplativa" como
superior y separada de la vida "activa".

El testimonio extremo de la fe y el modelo, de vida cristiana, que en la Iglesia antigua era el martirio,
poco a poco se ve eclipsado por el modelo de vida monástica: contemplación, huida del mundo y
virginidad. La espiritualidad benedictina, sintetizada en el ora et labora: el et (y) entre el binomio indica
realmente no la distinción entre las dos realidades, sino la separación y la supremacía de la oración con
relación a la acción. Durante más de mil años, los cristianos han sido proclives a orar así.
Coincidentemente, fue el tiempo de una fe formal, de un catolicismo cultual, de eclipse del Evangelio
social y de parca contribución de los cristianos a un mundo más fraterno y solidario para todos. La
consigna "salva tu alma" redujo la acción evangelizadora a la "cura animarum".

El segundo momento está marcado por la racionalidad moderna, con su movimiento de afirmación de lo
temporal y de lo humano en su propia esfera, así como de la supremacía de la praxis con relación a la
teoría. Para la razón moderna, las ideas no son fruto de la contemplación de ideas eternas, sino de la
reflexión sobre la praxis. En el seno de la Modernidad naciente, Ignacio de Loyola contribuyó a una
espiritualidad equilibrada, haciendo una nueva síntesis entre lo terrenal y lo espiritual, entre la razón y la
fe, sin caer en el fideísmo protestante ni en el racionalismo ilustrado. Para Ignacio, por el discernimiento
personal en el Espíritu, la acción o la vida, lugar de unión con Dios y de santificación, no se opone ni se
sobrepone a la contemplación. Toda acción verdaderamente cristiana tiene una dimensión contemplativa,
y toda contemplación auténticamente cristiana tiene una dimensión activa. Basados en esta teología
espiritual, han surgido en la Iglesia movimientos laicos y religiosos claramente marcados por la misión y
el servicio a los pobres. El modelo de cristiano, antes el mártir y después el monje, es ahora el misionero.
Más que traer personas a la Iglesia, poco a poco se va tomando conciencia de que lo más importante es
llevar el Evangelio hacia fuera, es contribuir, como Iglesia, a la edificación del Reino de Dios ya en este
mundo. La Acción Católica Especializada contribuye significativamente a una espiritualidad encarnada
en la historia, transformadora y militante por un mundo solidario y fraterno.

El tercer momento se da en torno a la experiencia eclesial en América Latina, donde la contemplación no


es sólo acción, sino una acción liberadora. Tanto la acción como la oración guarda cada una su identidad
y autonomía, pero son dos realidades inseparables de la experiencia de Dios al servicio de los más
pobres. Esta perspectiva es fruto de la conciencia de que el amor universal de Dios, dadas las diferencias
sociales entre sus hijos, se manifiesta de modo diferente. Dios ama a todos, pero de modo diferenciado y
en especial a los más indefensos, pobres y excluidos. Esta es su escandalosa y generosa opción por los
pobres, para que el mundo creado para todos sea de todos y la humanidad entera pueda, en la fraternidad,
hacer la experiencia de sentirse amada por un Padre común. Aquí, la espiritualidad, en particular la
oración, adquiere un carácter profético y militante. No se ora "por" los pobres, haciendo de ellos objeto
de una piedad sentimental, sino se ora "con" los pobres o "como" pobre, desde su lugar social,
haciéndolos sujeto de un proceso de edificación de un mundo nuevo.

La oración, gemido del Espíritu en nosotros, se hace eco también en el clamor de los pobres que piden a
gritos inclusión. En esta perspectiva, vivir con los pobres, saber escuchar la voz de los excluidos, ser
sensible a su causa es la primera escuela de oración liberadora. El pobre es la mediación histórica más
palpable de Dios. Acogerlo y servirlo es condición para el acceso a Dios. La se gunda escuela es una
comunidad de fe comprometida con la causa de los pobres, que es la causa de Dios. Y allí, en la
inserción, es donde se hace la experiencia concreta del seguimiento del Jesús de las bienaventuranzas.
En la oración que se hace acción y en la acción que se hace oración, podemos en contrar al Señor en la
vida cotidiana. La acción del cristiano es la historia de su oración. Y la oración eficaz es aquella que vive
el encuentro con Dios en el encuentro con los hermanos, especialmente con los más pobres.

3.2. La liturgia de las horas

Además de la celebración de la eucaristía, forma parte de la tradición de la Iglesia desde los tiempos
antiguos reunirse para orar juntos. La misma palabra Iglesia -Ekklesía- significa "asamblea en oración".
A comienzos del siglo III, con el surgimiento del monaquismo, los monjes tienen ya dos momentos de
oración diaria: uno al nacer el sol (hora de la resurrección) y otro al ponerse el sol (hora de la creación),
ambos como prolongación de la acción de gracias de la eucaristía dominical. La comunidad participaba
en ella ocasionalmente. Esta práctica de hacer oración en determinadas horas del día tiene origen en el
mundo judío y fue seguida por los cristianos desde el principio de la Iglesia. La didajé, que según
algunos autores es del ano 63 -tiempo de redacción de los escritos de Nuevo Testamento-, ya habla de la
recitación del Padre Nuestro tres veces al día. Clemente Romano, en su carta a los corintios en el año 90,
menciona los tiempos y las horas establecidos para hacer lo que mandó el Señor: las oblaciones y los
oficios sagrados (40. I). Plinio el Joven, en su carta a Trajano, año II2, habla de la reunión matinal de los
cristianos para cantar un himno a Cristo como si fuese Dios. Volviendo al monaquismo, más tarde se
añadieron otros tres momentos: la tercia (hora del Espíritu de Pentecostés), la sexta (hora de la
crucifixión) y la nona (hora de la muerte de Cristo). El objetivo era celebrar, no sólo el domingo, sino
todos los días el misterio pascual. Después, los monjes añadieron la hora de "completas" -el oficio
nocturno-, expresando el deber de la acción de gracias, día y noche, por el misterio de la Pascua.

En el siglo IV, dada la imposibilidad de la participación del pueblo, junto al "oficio de los monjes" surge
otro tipo de oración comunitaria: la oración del pueblo. Con los presbíteros y el obispo se reúne la
comunidad mañana y tarde, para rezar salmos e himnos. Pero el "oficio popular" desaparece enseguida,
quedando solamente el monástico en latín, lengua que el pueblo ya no entiende. Poco a poco se va
imponiendo la misa diaria, más como acto de piedad que como celebración eucarística propiamente
dicha. En la Edad Media, la misa se reduce a una de tantas formas de adoración de la eucaristía.

Teológica y pastoralmente, el Concilio Vaticano II recupera la Liturgia de las Horas como "oración de la
Iglesia". Primero, abriéndola a la lengua vernácula, puesto que pertenece a todos los fieles. El latín se
habla convertido en una lengua clerical. Segundo, dado que la Liturgia de la Horas es una oración
litúrgica, el Concilio la pone en la asamblea litúrgica. No es oración de algunos por los otros, sino
oración de la Iglesia. Tercero, por ser "santificación de las horas, el Concilio trae la liturgia de las Horas
al tiempo presente, a lo cotidiano de la vida del cristiano, con oraciones específicas para el día, la
semana y los tiempos litúrgicos (SC, nn. 88-9 I). La fe cristiana, como memorial, está vuelta al pasado,
pero con vista a un futuro que se anticipa en el presente. La verdadera oración es siempre actual. Cuarto,
se simplifica reduciéndo su estructura: himno, salmodia, lectura bíblica, responsorio y preces,
terminando con el Padrenuestro y la oración final. Además el Concilio enfatiza los dos momentos
centrales: laudes (mañana) y vísperas (tarde), adaptando así la Liturgia de las Horas a las condiciones de
la vida moderna.

A pesar de la reforma conciliar, queda el gran desafío de la falta de tradición de la liturgia de las Horas
entre los laicos, aparte de la dificultad de compaginar el modo y el contenido de la oración de los salmos
con la mentalidad y la cultura actual.

3.3. La necesidad de rezar litúrgicamente

Si por un lado la oración litúrgica no dispensa la oración personal, por otro, la oración personal está lejos
de alcanzar el significado de la oración comunitaria asociada a la liturgia. En la celebración litúrgica la
oración expresa mejor el misterio del sacramento de la Alianza: el Pueblo de Dios en comunión con el
Creador y toda su creación, por medio de su Hijo Jesús, en el Espíritu, señal e instrumento de salvación
para toda la humanidad. La oración litúrgica, en la medida en que asume el lenguaje simbólico, expresa
mejor que con palabras el misterio de la vida y de la muerte, de la fiesta y del compromiso, del comienzo
y del fin, empezando por la fuerza del símbolo de la misma asamblea reunida en oración. En ella, en
cierta medida, se hace ya realidad lo que se espera en la fe. Es mucho más plausible creer con los otros
que aislada e individualmente.

La comunidad, reunida en asamblea, es siempre el mejor espacio para la escucha y el discernimiento de


la voluntad de Dios, que sigue revelándose y manifestándose a la humanidad, dirigiéndose a las
personas, comunidades y pueblos. Pero el lugar apropiado del discernimiento, como fue para Israel y así
sigue siendo hoy, es siempre la tradición, la comunidad de fe la oración no es más que abrirse y acoger
la palabra de Dios, que se hizo carne en Jesucristo y pueblo en su Iglesia. Es evidente que se ha de tener
cuidado para que lo comunitario no se imponga y eclipse lo personal. La oración comunitaria, en el mar-
co de una celebración litúrgica, no puede prescindir de la originalidad de las personas que la integran, de
su situación particular, de la espontaneidad y de la creatividad personal. La oración litúrgica es la
garantía de una espiritualidad eclesial y el antídoto de una piedad individualista e intimista. Una sólida
asamblea litúrgica es siempre fuente de equilibrio emocional, discernimiento cristiano y compromiso
eclesial. Cuando se ora "en" Iglesia y "con" la Iglesia, en el seno de una comunidad comprometida con la
edificación del Reino de Dios, y a partir de la historia, la oración es siempre "el gemido del Espíritu"
(Roto 8, 26) que nos impulsa a continuar la obra de Jesús.

4. La predicación y la homilía

El Concilio Vaticano II, al mismo tiempo que introduce la palabra de Dios en todas las celebraciones
litúrgicas, destaca también la predicación y la homilía. Por "predicación" se entiende, la actualización de
la palabra de Dios hecha por el presidente de una celebración litúrgica ante la asamblea. Cuando la pre -
dicación la hace un ministro ordenado, se llama "homilía", por tratarse de la palabra oficial de la Iglesia.
Aquí vamos a referirnos a la predicación, y como se trata de un abordaje pastoral, integraremos a ella la
homilía.

4.1. Itinerario de la predicación cristiana

El antecedente más remoto de la predicación cristiana es la homilía durante el culto en la sinagoga judía.
Era costumbre, después de la lectura "de la Ley y de los libros históricos", que el escriba hiciera un
comentario catequético. Con el tiempo, esta predicación degeneró en casuística y moralismo. Más de se
añadió la lectura de los "libros proféticos". La esperanza mesiánica forma entonces la homilía en una
actualización de la palabra escuchada. Se pasa incluso a celebrar la palabra de Dios, como en el caso de
algunas sectas judías, Qumran, por ejemplo. La celebración de la palabra en el seno de esos grupos tiene
más importancia que los sacrificios cruentos del templo.

En continuidad con esa tradición, los evangelios presentan a Jesús como predicador del Reino de Dios
según los moldes de la tradición judía. Después de su resurrección, envía a sus discípulos a predicar (Mt
28-20). En la Iglesia primitiva, también los Hechos de los Apóstoles presentan a los discípulos talmente
dedicados a esta tarea. La manera de hacerlo, recogida por la Tradición bíblica, es normativa para la
Iglesia de todos los tiempos. Primero exhortan a la conversión, a un cambio de vida, a un
comportamiento al estilo de Jesucristo. Ponen de relieve la vida y la obra del Jesús histórico y su
resurrección. Finalmente, entre los convertidos por la predicación, los apóstoles hacen surgir
comunidades que se proponen vivir la nueva vida.

En la Iglesia primitiva, la predicación estaba presente en todas las reuniones litúrgicas. Su carácter
doméstico favorecía que el presidente de la celebración comentara las lecturas bíblicas proclamadas,
actualizándolas en el contexto de la comunidad, en forma de conversación y diálogo con toda la
asamblea. Se buscaba imitar a Jesús, que era presentado por los evangelios en un clima de diálogo con
sus discípulos. Incluso cuando predicaba a las multitudes, había siempre personas que interpelaban al
Maestro y éste respondía con todo respeto.

En la época patrística, la gran tentación en la predicación y en la homilía fue la retórica, el discurso


elocuente, dar más importancia a la forma que al contenido. En este caso, el predicador, en lugar de
buscar persuadir con la palabra, tiende a hacer brillar sus propias dotes. Algo normal en la cultura y en el
contexto de aquella época, que consideraba la retórica como una de las carreras más prestigiosas y
prometedoras, pero incompatible con la evangelización. San Juan Crisóstomo, en Oriente, y san Agustín,
en Occidente, salvan la homilía y la predicación de esa crisis. Crean un nuevo modelo, que se impone
sobre todo en medios monásticos hasta el siglo XII: la meditación de la palabra de Dios confrontada con
la vida. A partir de ahí, la escolástica, influenciada por el derecho feudal, introduce en la predicación la
argumentación dialéctica y el vocabulario jurídico, la genialidad de la argumentación dirigida a la
capacidad de raciocinio del interlocutor. La lógica aristotélica da el soporte argumental de fondo. En el
siglo XVI, el Concilio de Trento reformó la predicación. Ante la valoración del laicado hecha en la
Reforma Protestante, hace de la predicación el "oficio pastoral de los obispos" (que monopolizan el
munus de enseñar) y le da un contenido dogmático y moral, precisamente para hacer frente a las herejías
protestantes. Como en las celebraciones de los reformados la palabra y la predicación ocupaban un lugar
central, casi exclusivo, en las celebraciones católicas, en caso de no haber mucha gente en la asamblea,
la homilía ya no era obligatoria, Se da más valor a la mesa eucarística que a la de la Palabra. Desde Pío
XII se volverá a insistir en la predicación en todas las celebraciones litúrgicas, aunque sea en forma de
una "homilía breve".

El Concilio Vaticano II, con su "vuelta a las fuentes", recuperó el sentido y el papel de la predicación y
la homilía en la Iglesia primitiva y patrística. Hoy, la predicación o la homilía son parte integrante de la
acción litúrgica. Los ministros de la Palabra, más que en otras épocas, disponen de mejores recursos y
preparación desde el punto de vista litúrgico, catequético y escriturístico. Con el Vaticano II, la palabra
de Dios se acerca mucho más a la vida del pueblo, tanto por el acceso a ella en su propia lengua como
por su conexión con la vida. En muchas comunidades eclesiales, los equipos de liturgia, particularmente
los ministros extraordinarios de la Palabra, se reúnen semanalmente con el presbítero o el obispo para
preparar la celebración dominical e incluso la homilía. En las Iglesias de algunos países de América
Central, sobre .todo en Guatemala y Honduras, los "celebrantes de la Palabra" tienen una función
fundamental en la acción evangelizadora.

Desafortunadamente, estos signos alentadores con relación a la predicación y a la homilía van


acompañados de muchas luces y sombras. Una de ellas es la improvisación o la falta de preparación del
predicador, que por ello expone a la asamblea al tedio o, lo que es más grave, al desprecio de la misma
palabra de Dios. Otra es la falta de actualización de la Palabra en el contexto de la comunidad. Algunas
predicaciones abordan la Palabra como si fuese un relato de ayer, de un "Dios de muertos", en el seno de
una Iglesia fosilizada. También es común la instrumentalización del texto por parte del predicador, para
emitir sus propias ideas. Hay predicaciones de la Palabra que dicen lo que ella no dice. La limitación
más frecuente es, por un lado, la "psicologización" de la Palabra y, por otro, su politización. La Palabra
tiene una dimensión psicológica y política, pero ni de lejos agotan su plenitud de sentido. Tenemos que
mencionar también la clericalización de la predicación, por reducirla prácticamente a la homilía o por su
lenguaje eclesiástico. La Palabra en la Iglesia no es propiedad del clero, sino un don de todos los
bautizados para ser compartido por todos. Además de la monopolización de la predicación por parte del
clero, en .algunas Iglesias hay todavía celebraciones sin pueblo, hasta misas sin predicación, lo que no
deja de ser una falta de respeto a la centralidad que la mesa de la Palabra tiene en la Iglesia.

4.2. Naturaleza de la predicación en la celebración litúrgica

Según el Concilio Vaticano II, la predicación y la homilía son parte esencial de la liturgia. Están al
servicio del acto litúrgico que se celebra, de la Palabra que se medita y de la vida de fe de la asamblea
reunida. Su finalidad es ayudar a los participantes a sintonizar con el misterio que se celebra, a acoger en
la vida la palabra de Dios y a vivir lo celebrado en lo cotidiano de la vida personal, comunitaria y social.
El misterio pascual es siempre el centro de todo acto litúrgico. Acoger la Palabra es ayudar a la asamblea
a entrar en comunión con el Padre, por .el Hijo, en el Espíritu Santo. La vivencia de lo celebrado es
actualización continua de la Pascua en la historia de la humanidad, rescatada de una vez por todas por el
Resucitado.

En la liturgia, el misterio que se celebra - el acontecimiento salvífico - tiene sus bases en la palabra que
se proclama y se acoge en la fe. La función de la predicación es explicitar y actualizar el hecho central
del cristianismo. Pero aunque en la celebración litúrgica la predicación y la homilía tengan una
dimensión catequética, no se confunden ni ocupan el lugar de la catequesis. Presuponen la conversión y
la iniciación cristiana. En la liturgia, su función no es convertir ni explicar la Palabra, que es función de
la catequesis, sino actualizar la Palabra en el hoy de la asamblea. Es, más bien, mantener el proceso de
conversión y ayudar al cristiano a madurar y a crecer en la vivencia de la fe. La predicación y la homilía
en la liturgia están en función de la vivencia y no del aprendizaje. Su telón de fondo es la hermenéutica
de la palabra. Por un lado, ofrecer celebraciones litúrgicas a noconvertidos es desvirtuarlas de su
finalidad y, por otro, hacer de la celebración litúrgica un medio de iniciación en la fe es desconocer la
importancia y el lugar del ministerio de la catequesis en la Iglesia.

Teniendo en cuenta la vivencia de la fe, la predicación y la homilía se dirigen a los presentes y a su


presente. Su propósito es hacer que la celebración litúrgica encuentre eco en la vida de los participantes
y prolongarla en la vida cotidiana, mediante el compromiso cristiano. Es importante que muestren la
interconexión de los tria munera Ecclesiae, para que la liturgia no termine en el acto litúrgico. Los
ministerios profético, litúrgico y de la caridad conforman un todo y la celebración litúrgica quiere
impulsar a los cristianos al profetismo y al servicio en el mundo, porque allí es donde se realiza la
historia de la salvación y la edificación del Reino de Dios en su dimensión inmanente. La fe sin obras es
un cadáver. El don del Espíritu está en función de los frutos del Reino. Lo fundamental es encarnar la
palabra de Dios en la vida personal, comunitaria y social.

4.3. Recomendaciones para una pastoral de la predicación

Como no es posible tratar el tema con mayor amplitud, conviene terminar la reflexión sobre la
predicación apuntando al menos algunos requisitos relacionados tanto con el predicador como con la
asamblea litúrgica y la predicación propiamente dicha.

En cuanto al predicador, un requisito básico es su adecuada preparación remota y próxima. Con relación
a la preparación remota, un buen predicador no nace hecho ni se improvisa. Requiere una sólida
formación bíblico-teológica y pastoral, sin descuidar la iniciación en el arte y la ciencia de la
comunicación. Todo ello precedido del testimonio, que es siempre lo más importante. La manera más
adecuada de hablar de Dios es hacerlo sin palabras. Antes que la palabra de Dios encuentre eco y
persuada, el mismo mensajero ha sido ya mensaje. La preparación próxima implica, por parte del
predicador, la reflexión y la meditación previa de la palabra de Dios que se proclama y se actualiza en la
celebración litúrgica o en una asamblea de fieles. Se predica ante todo para sí mismo. El predicador no
es mero funcionario que ofrece un producto ajeno a sí y a los consumidores. Es también miembro de la
asamblea que es oyente y discípula de la Palabra. En la preparación de la predicación, el pre dicado, r
puede servirse de los comentarios exegéticos y guías disponibles, pero estas no pueden "transplantarse"
como están a toda y a cualquier asamblea litúrgica.

Además de la actualización de la palabra de Dios en cada contexto particular hay que atender al
lenguaje, factor fundamental en la comunicación. Esto no es posible si el predicador no conoce a la
comunidad reunida en asamblea. Hasta el mismo Pablo hizo esta experiencia en Atenas. Desconocer el
texto, el contexto y a los interlocutores es exponer la palabra de Dios a la irrelevancia histórica, además
del peligro de la rutina, que consiste en repetir las mismas ideas a diferentes asambleas, tanto en el
tiempo como en el espacio.

La comunidad reunida en asamblea litúrgica tiene también un papel: ser actor y no mero espectador,
participar y no simplemente asistir a la celebración, incluida la predicación. Primero, porque
teológicamente quien celebra es toda la comunidad. El presidente preside un acto ofrecido a Dios por
todos. Segundo, porque la participación es un derecho de cada uno, fundado en el sacerdocio común del
bautismo. La asamblea tiene el deber de impedir la eventual monopolización de la celebración por parte
del clérigo o por laicos clericalizados. Otra dificultad para la participación de todos es la heterogeneidad
de los participantes, tanto desde el punto de vista de la edad como cultural. Con relación a la edad,
presentar la palabra de Dios aparte a los niños en la celebración adaptándola al lenguaje y teniendo en
cuenta la pedagogía infantil, es una forma eficaz no sólo de valorar su participación en la liturgia sino
también la misma palabra de Dios. Dios ha tenido la humildad de comunicarse en lenguaje humano para
poder ser escuchado y acogido, humildad que muchas veces no tenemos con personas en situación
especial. Podemos decir las cosas más profundas y complejas de manera sencilla. Dios es sencillo. Su
palabra es accesible a todos. Y la entienden mejor los pequeños que los sabios y eruditos.

En cuanto a la predicación propiamente dicha, el primer requisito se relaciona con el contenido, porque
existe siempre el riesgo de la retórica o de la persuasión vacía y sentimental. La Iglesia se enfrentó ya a
este problema en el período patrístico. Por contenido se entiende la palabra de Dios articulada con la
vida personal, comunitaria y social en el presente de las personas reunidas. Después debe venir la
preocupación por la forma, sobre todo por el lenguaje adecuado para transmitir a la asamblea el
contenido en cuestión. Como ya hemos visto, se trata de evitar todo dogmatismo y moralismo. No es el
espacio para eso. La predicación debe ser antes que nada existencial, en un lenguaje más narrativo que
argumentativo, más de testigos que de maestros. Un requisito fundamental es buscar la concreción y la
síntesis, para tratar de quedarse con lo esencial, que es siempre muy poco. En ambientes poco numerosos
la predicación dialogada con la asamblea es un recurso útil y eficaz, tal como se hacía en la Iglesia
primitiva.

Resumen

Con la pastoral profética y la pastoral de la caridad, la pastora/litúrgica integra el tria munera Ecclesiae,
que componen el "qué" del ser y del actuar eclesial. En gran medida, la liturgia es una acción simbólica
al servicio de la esperanza, pues anticipa en la fe lo que esperamos. Celebra los misterios cristianos por
medio del culto: actualiza la obra de Jesús en su vida, pasión, muerte y resurrección y deja vislumbrar y
experimentar las primicias de su Reino.

Teológicamente, la liturgia es la acción que funda la Iglesia, que manifiesta su ser, su origen y su
esperanza, y es fuente de toda su misión. En ella se expresa con más evidencia el carácter sacramental de
la Iglesia, que pasa por la celebración de los sacramentos, por la oración litúrgica, por la predicación y la
homilía y por la piedad popular.

La liturgia es más que una mera acción. La acción litúrgica precede a la pastoral litúrgica, la cual, a su
vez, no agota toda la actividad de la Iglesia, que se realiza en los tria munera Ecclesiae. Los tres criterios
básicos para una pastoral litúrgica son: que sea una acción de toda la asamblea celebrante; que sea
comprensible para todos, en sus símbolos y en sus ritos; y que sea celebración y no mera recitación de
un rito.

Dentro de la liturgia está la oración litúrgica. La fe cristiana, que es un creer con los otros y en lo que los
otros creen, implica una espiritualidad eclesial sustentada por la oración litúrgica. Desde la primera hora,
la Liturgia de las Horas es una oración de la Iglesia. Pretende ser, en la vida cotidiana, una resonancia de
la eucaristía como celebración del acontecimiento fundador de la fe cristiana: la resurrección. Además de
la oración personal, orar litúrgicamente es parte del ser de la Iglesia. La comunidad, reunida en
asamblea, es siempre el mejor espacio para la escucha y el discernimiento de la voluntad de Dios.

Finalmente, la pastoral litúrgica contempla la predicación y la homilía, que dimanan de la centralidad de


la palabra de Dios en la liturgia. Su finalidad es ayudar a los participantes a sintonizar con el misterio
que se celebra, acoger en la vida la palabra de Dios y vivir lo celebrado en la cotidianidad de la vida
personal, comunitaria y social. Es un misterio que tiene también sus requisitos relativos al predicador, a
la asamblea celebrante y al contenido de la predicación o de la homilía propiamente dichas.
Preguntas para la reflexión compartida
1. ¿Cuáles son los fundamentos teológicos y pastorales de la liturgia?
2. ¿Cuáles son las principales limitaciones personales que consta-tas en el ejercicio del ministerio
recibido en el bautismo, con relación a la pastoral litúrgica?
3. ¿Cuáles son los principales cambios e iniciativas que deberían hacerse en tu comunidad en el campo
de la pastoral litúrgica?
BIBLIOGRAFIA Básica (falta)

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