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Quinto:
Nada. Quinto nada. Que no puedes hacer nada. Y que te
quitan la pelota
y listo.
Supongo que lo viejo también. Porque ¿dígame si te ponen un
tipo con la boca sucia al lado tuyo, en tu mismo banco, todo el
año? Huele mal, ¿no? Y es algo viejo, ¿no? Así que supongo que
no son las cosas nuevas nada más.
¡Salte de ahí, Pelón! Le grité, le grité mil veces: yo venía solito.
No había nadie. Era gol, seguro que era gol. Era como entrar, pero
bueno. Era facilísimo. Se la paso al Indio, el Indio adelanta un
poco y me la pasa otra vez. Llega Bombón y yo dejo a Bombón
bailando como un trompo (como un trompo no, como una vaca
pendeja) y cuando voy a disparar, nada. Otra vez. Otra vez floj
floj. Claro que chutié, ¿no? Pero la pelota salió chorriaíta y el
arquero la agarró facilito. Le grité al tipo: ¡Salte de ahí, animal!
(Además, ¿qué hace un Pelón como ese Pelón en un arco?) Le
grité durísimo: ¡que te salgas de ahí, animal! (¿Qué hace mirando
el cielo?) Loco Viejo me oyó y se me acercó corriendo con el pito
en la boca. De vaina no me reí, porque hay que ver, ¿no? Un tipo
viejo, como Loco Viejo corriendo con un pito en la boca y bizco.
O sea que es bizco. Me dice:
—¿Qué pasa?
Yo le digo:
—Nada, profesor, que ese muchacho no me deja jugar.
—¿Por qué? —pregunta Loco Viejo.
Yo le digo:
—Porque cada vez que voy a chutear se me queda mirando.
—¿Y qué hay con eso? —me pregunta.
—Que no puedo jugar. Así no se puede, profesor. Dígale que se
vaya del arco.
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Novela por entregas
al lado de Pelado. Pelado tenía una cara mil veces más de tipo
serio que papá cuando está pintando sus barcos. (Y que se
hundan.)
—Oye, Pelón.
Él estaba mirando una hormiga. Tenía la hormiga en la mano.
La hormiga caminaba por la mano y el Pelón le ponía el dedo, y la
hormiga se le subía al dedo, y así.
—Oye, Pelón, ¿qué estás haciendo?
—Nada.
—¿Qué miras?
—La hormiga.
—¿No te fastidia?
—¿Qué cosa?
—¿Qué le miras? ¿Le miras el culo?
—Las miro.
—¿Qué les miras?
—Nada. Ya te dije.
Siguió con su hormiguita.
—Oye, Pelón, sabes que si me ven contigo me hacen la ley del
hielo, ¿no?
—No, no sabía.
Cuando fue a coger otra hormiga, vine, y se la aplasté con el
zapato. (Juro, con la mano arriba y la otra donde sea, que no
quería aplastarle nada.)
Pero se la aplasté y me sentí medio mal y vi que él metía la
cabeza de cepillo de dientes que tiene. Pero es que es así. Si te
mira, te mira como si tú no fueras nada. Si metes un gol, nada. Si
levantas con un dedo un edificio, nada. Qué tipo, ¿no?
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Animales
—Loco Viejo.
—Sabes que Bombón me dio cuarenta y cinco patadas, ¿no?
—No tantas —me dijo.
—Cuarenta y cinco.
Pelón bajó la cabeza y agarró una ramita. A mí no se me
ocurría nada. El Indio y otros se habían ido. No se me ocurría
nada. Nada de nada. Me acuerdo que la primera vez que vi a
Pelón, él estaba solo, sentado en el palo, y también tenía una
ramita. Lo único que se me ocurrió preguntarle es que si era la
misma ramita. Pero eso es una tontería tan grande como decirle a
papá que pinte florecitas. Papá llegó y por fin yo no dije nada
—Que Pelón se vaya con las abuelas —le dije a papá. (Pero él
no entendió.)
—¡Qué Pelón se vaya con las abuelas! —volví a gritar, y nada.
—¿Qué te pasa, Paco? ¿Metiste gol? ¿Ganaste?
—Que se vaya con las abuelas —dije.
—¿Quién? —preguntó papá.
—Pelón.
—¿Quién es ése?
—No lo conoces —dije.
—Entonces no hables de él en mi presencia —dijo papá—. Hoy
hay chuletas.
—De todos modos que se vaya —dije yo.
—Paco, te dije que hoy había chuletas.
Papá me miró como cuando mira a mamá, porque mamá le
ha dicho que pinte florecitas. Así que me callé. Bueno, y porque
me gustan las chuletas.
—Hoy perdimos —le dije.
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Juegos
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Papá me dijo:
—Ese muchacho debe estar triste por algo. Ahora déjame en
paz.
O sea que no me ayudó a encontrar una palabra rara para
que no se crea el Pelón que él es el único. O sea que pensaba en
eso. Pero no pude, papá estaba con sus barcos, papá estaba
arrecho por lo de mamá. Yo lo que me pregunto es que ¿para
qué quieren tener la razón? ¿Para comérsela? ¿Pueden comersela
razón como una chuleta? No, ¿verdad? ¿Entonces? El Indio dice:
«En China la gente no tiene uñas». ¿Tú vas a discutir con el Indio?
No, ¿verdad? Bueno, por fin no supe ninguna palabra nueva y
rara, y me fui al colegio.
Cuando salimos de clases vi que el Pelón se fue al palo con su
bulto. El Indio se fue con otros a la puerta y yo me senté cerca del
Pelón, esperando que el Indio se fuera con su mamá. Cuando el
Indio se metió en la camioneta de la mamá, me senté más cerca
del Pelón, y le dije:
—Oye, vale, ¿qué tal? —saludándolo, ¿no? Pero él no me hizo
caso.
—Oye, Pelón —le dije—. ¿Estás bravo conmigo?
—No, no estoy bravo.
—¿Puedo hablar contigo, vale?
—¿Para qué?
—Para nada. Para hablar, vale.
—¿Qué quieres ahora?
—Nada. Quiero ser amigo tuyo. ¿Quieres o no?
—No sé.
—¿Cómo que no sé?
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—No sé. ¿Para qué?
—¿No quieres ser amigo mío?
— Déjame en paz. Vale —me dijo.
Y eso que, palabra, yo le estaba diciendo la verdad. Porque
en clases estuve pensando en algo que después, o sea que
primero: a lo mejor Pelón tiene la razón en no jugar. Pero no era
eso. Pensaba en el día que no me dejaron jugar porque tenía el
tobillo malo y tuve que mirar todo el partido. Ganamos nosotros,
pero yo sudé más que nunca. Me pareció que había jugado por
cada uno de nosotros, por los once jugadores. A mí me dolían las
patadas, yo me ponía nervioso cuando teníamos la bola, yo casi
lloraba cuando nos metían gol como si hubiera jugado por todos
los once. Eso fue lo que pensé en clases. Y cuando salimos y el
Indio me volvió a decir: «Hielo con Pelón», yo me dije, «que se
vaya el Indio con las abuelas». Quiero decir que me dio lástima el
pobre Pelón. Nadie le hablaba y quién sabe qué diablos tenía,
¿no? Y vengo y no quiere ser amigo mío. Así son las cosas.
—Entonces, ¿no quieres ser amigo mío? —le digo.
—Oye, vale —me dijo—, ¿vas a comenzar de nuevo?
Eso me arrechó.
—¿Tú sabes una cosa, Pelón? ¿Tú sabes qué me dijo papá de
ti? Que tú eras un muchacho triste. ¿Y sabes qué piensan en
clases? Que te la pasas solo porque hueles mal. Eres un pobre
Pelón que da lástima.
Pelón se paró del palo.
—Pelón —le grité—, ¡hediondo!
Lo vi cómo se fue solo con su bulto por el patio.
Yo me sentí malísimo. Agarré la ramita y la rompí. Pero me
sentía pero malísimo. Me sentía cada vez peor. El pobre Pelón
tenía la cabeza más guindada que el bulto y se tapaba la cara y
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estaba llorando, y todo el mundo comenzó a gritar: «¡Pelón está
llorando!». Ni siquiera me atreví a patear alguno de esos tipos. No
hacía nada. Me sentía pero malísimo y seguía rompiendo la
ramita.
Lo peor es que me acordaba de la hormiga. Pero no era por la
hormiga. Era porque el Pelón seguía con su cabeza pelada de
Llanero Solitario llorando en el patio y todos esos tipos gritando,
¿no? Cuando el papá se lo llevó, todo el mundo se acercó riendo
y me preguntaron qué le había dicho yo al Pelón. Yo no podía
hablar. Ni siquiera podía insultarlos. Me dejaron en paz, y yo seguí
rompiendo la ramita porque no me gusta tragar saliva cuando se
me tranca la garganta.
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Un regalo para Julia
P alabra que no era fácil. Casi todo el mundo regala discos y los
pocos discos de moda son tres, cuatro. Julia iba a terminar
con la casa llena de discos repetidos. Además, tenía sólo veinte
bolívares y así no se pueden comprar sino discos o chocolates o
alguna inmundicia parecida. Yo nunca le regalaría un talco a
Julia. Menos, un muñeco. Tiene una colección de muñecos
desbaratados en el cuarto y lo de chocolates, menos, porque sé
que Carlos se los comería todos. Carlos, tan perfectamente imbécil
como siempre. Lo imagino clarito: oye Julia, dame un poquito.
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decía a nadie. Lo peor es que yo vengo y salgo y voy a casa de
Julia, porque algo tenía que hacer, ¿no?, y llega Julia y me dice
así mismito:
–¿Qué vienes a hacer aquí?
Quedé tieso. Después me dice:
–Pasa.
Y pasé. Y después de que pasé me senté y ella puso un disco.
Siempre que alguien llega a su casa pone un disco. Después te
saluda, te mira, da tres pasos de última moda y después se echa
en el sillón, tipo bandida de cine mexicano. Cine mexicano, cine
mexicano… ajá:
–Oye –le digo–. Oye Julia, ¿qué tal te cae Carlos?
–¿Carlos?
–Sí, Carlos.
–¿Por qué? –cogió una revista de mujeres y modas y eso. Yo
me puse a darle tambor a la mesa. Creo que pasamos como un
minuto así. Me dijo:
–¿Quieres Cocacola?
Yo no le respondí. Seguí tocando tambor en la mesa. No le
respondí porque me molestó que se olvidara que le había hablado
de Carlos, que se hiciera la loca con la pregunta que muy bien
sabía que yo se la hacía por un montón de cosas que ella sabía
muy bien que yo sabía. O sea eso. O sea nada, supongo que se
entiende, ¿no? Bueno. Me vuelve a preguntar:
–¿Quieres Cocacola?
Y yo:
–Te pregunté por Carlos.
–No me acuerdo –dijo.
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–Yo sí –le dije–. Y muy bien.
–Bueno. ¿Qué cosa? –dijo.
–Eso que tú sabes –te dije.
–Yo no sé nada, Juan –me dijo. Y cuando la miré estaba
viendo la revista.
–Bueno, Julia. –Yo tenía que hacer algo. Sabía que tenla que
hacer algo–. Oye: imagínate que Carlos te regala el disco que
estamos oyendo.
–¿Qué cosa?
–El disco.
–¿Qué disco?
–Nada –le dije.
Nunca lo entienden a uno. Yo seguí tocando el tambor y ella
se levantó del sofá, dio un brinquito, se pasó la mano por el pelo y
me preguntó:
–¿Qué dijiste de Carlos?
Nunca. Nunca entiende. Yo le dije que nada, que se sentara, y
ella me sonrió y se sentó. Cuando se sentó, me sonrió. Cuando eso
pasa, cuando me sonríe, entonces yo aprovecho para verle la
boquita, esos dos gajitos de naranja, porque es así: tiene dos
gajitos de naranja, y sé por ejemplo que el labio de arriba,
cuando se separa del de abajo, parece que le diera miedo
dejarlo solo, y entonces tiembla un poquito, no mucho, un poquito
solamente y entonces se le acerca y lo acompaña un poco y
entonces entre los dos gajitos sale como un juguito que le mancha
un poco las arruguitas de los labios y entonces yo siento un marco
y algo como un chicle entre las muelas y ella se me queda
mirando y me dice:
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–¿Qué te pasa?
Y despierto. Sé que nunca sería capaz de agarrarle la mano,
nunca. Pero sabía, estaba convencido, como nunca, que tenía
que hacer algo. Así que seguí tocando tambor a ver si me venía
algo a la cabeza. Nada. Seguía tocando tambor. Nada. Seguía
tocando y tambor y tambor y ella y tambor y nada. De repente
ella me dice:
–Tengo un vestido para mañana que es una maravilla.
Yo digo:
–Qué bueno.
Y ella dice:
–Es algo que te deja desmayado.
Y yo sigo:
–Qué bueno.
Y ella:
–Lo ves y te mueres. Es de locura.
Y yo seguía con el tambor. Eso lo cuento para que vean.
Bueno. En eso pasó la hermana, después una de las sirvientas
de las diez sirvientas que tienen en su casa y después, un rato
después, vengo y le digo:
–Julia –ni sabía lo que iba a decir–, dime una cosa: si yo te
regalara ese disco y Carlos el otro, ¿cuál pondrías más en el día?
Se me quedó mirando con mirada matemática de raíz
cuadrada, y me dijo:
–Éste. El que estamos oyendo.
Yo entonces estiré las piernas, la miré, le eché una sonrisita y
seguí tocando tambor, pero palabra que me costaba tocar
tambor, porque lo que provocaba era salir gritando y llamar al
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cochinada de Carlos y decirle: mira Carlos, pendejo, nunca vas a
hacerle esa cochinada porque Julia y yo, ¿no?, pero justo cuando
se estaba acabando el disco me dijo:
–¿Qué fue lo que me preguntaste?
Palabra que no es mentira. Se lo repetí y ella me sonrió. Y me
dijo:
–Qué salvaje eres.
Nunca la he entendido. Me imaginé que debía sonreírme y me
sonreí. Después me dijo:
–Lo pondría todos los días si me gustaba.
–¿Qué cosa? –Yo comenzaba a olvidar todo el plan, todo lo
que tenía en la cabeza se me reventó, ya nada, juro que yo no
entendía a nadie, que estaba loco, tan loco que dije:
–Julia. Quiero que mañana vayas a la fuente de soda de la
esquina porque quiero darte un regalo especial.
Ella preguntando cosas hasta que por fin aceptó y a las tres y
media era la cosa. O sea que a las tres y media nos íbamos a
encontrar en la fuente de soda. Así fue que salió lo del regalo. Por
eso lo conté.
Total que hoy vengo y cogí lo que me dio mamá y salí a la
calle. Me metí en todos lados. Vi todas las vitrinas. Entré en todas
las tiendas y ni sabía qué podía regalarle. Pero no soy tan imbécil:
si le dije que el regalo era especial por nada del mundo le doy
cualquier cosa. Eso era lo que pensaba cuando estaba mirando el
conejo. Porque en una de ésas vi un conejo. Ustedes lo han visto.
Está por ahí, en una de esas tiendas de Sabana Grande, y es un
conejo blanco. Es un conejo más grande que un caballo y mueve
las orejas y tiene los ojos rojos. Por cierto que me acordé del
profesor Jaime, porque el profesor Jaime tenía siempre los ojos
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rojos. Por cierto que el profesor Jaime era un gran tipo, y cada vez
que me acuerdo de él tengo una vaina con Carlos. Porque sé que
Carlos es el cochinada típico que le pone tachuelas a profesores
como el señor Jaime. Cuando estaba mirando el conejo, me juré
que si alguna vez Carlos tocaba el oso de mi hermanita, que
también tiene los ojos rojos, lo agarraba por las patas, lo batía
contra el árbol y lo volvía una cochinada. Porque es lo que
merece. Juro que si alguna vez Carlos se burla del oso, lo
machaco, lo aplasto, le martillo los dedos y lo reviento. Eso es lo
que merece. Total que estaba viendo el conejo y ¡ah! nada: un
pollo, Dios mío, ¿cómo no se me había ocurrido? Un pollito,
chiquito, metido en una caja, y ella mirando el pollo, y jugando
con su pollo todos los días, y dándole de comer, y así tú puedes
preguntarle por el pollo y tienes algo de qué hablar y es algo
especial, es un regalo único, anda, apúrate, y salí disparado a
Canilandia. Creo que se llama así: Canilandia. Y está en una
callecita que se mete de Sabana Grande a la avenida Casanova.
Bueno. Y entré y el señor me regaló el pollo. Ni siquiera aceptó que
yo se lo comprara. Bueno.
Me fui a la fuente de soda. Cuando llegué pedí una merengada.
Eso fue lo que pedí. Y ahí estuve. ¡Ajo! Estaba cansado. Hay que
ver, corriendo, el sol, el pollo, y lo peor es que no podía correr
mucho. Pero ahí estaba.
Bueno. Pedí una merengada de chocolate. Ya van a ver. Pido la
merengada. Es para quedarse en casa. Francamente: pido la
merengada y el imbécil del mozo viene y se queda mirando a la
caja. Claro que la caja se movía, ¿no?, pero por eso no tenía que
poner cara de imbécil y quedarse mirando y mirando y decirme,
porque me lo dijo:
–¿Y eso?
Tuve que decírselo:
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–Un regalo.
–¿Un regalo? –se sonreía con los dientes puercamente llenos de
oro.
–Un regalo.
–¿Y por qué se mueve?
–Porque adentro hay un pollo –digo.
–Ah, ¿sí? ¿Un pollo?
–Sí. Eso. Un pollo.
–Qué bien –dijo el tipo. Que si qué bien. Qué tipo, francamente.
Bueno. La verdad es que no sé por qué cuento lo del mozo. Lo
que sí es que ya estaba poniéndome nervioso porque Julia no
llegaba y eran más de las tres y media. Ya como a las cuatro,
dejé la caja con la copa encima y llamé a casa de Julia. Como
estaba pendiente de la caja, o sea, pensando en que a lo mejor el
pollo se ponía histérico y pateaba y se armaba el relajo, estuve
como media hora sin responderle a la mamá. La mamá:
–¿Aló? ¿aló? ¿aló? ¿aló?
Bueno. Por fin le pregunté por Julia.
–No está, Juan –me dijo–. ¿Eres tú, no?
–Sí. Soy yo, señora.
–Ayer vi a tu mamá. ¿Cómo estás?
–Ah, bueno…
–Me dijo que no estudiabas casi nada.
–Un poco.
–Tienes que estudiar.
–Sí, señora –palabra que eso era lo que me decía. No miento.
Siguió así:
–… Y portarte muy bien, mira que ya eres un hombrecito.
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–Sí, señora.
–Bueno. Tú vienes al cumpleaños, ¿no?
–Sí, señora.
–Julia está como loca… ya no sabe qué hacer. Bueno, Juan.
Saludos por tu casa.
–Gracias, señora.
–Adiós.
–Adiós, señora.
¿Ven? Y la caja y la copa y el mozo y Julia no llega y la vieja:
es para volverse loco. Palabra. Estuve a punto de tirar el teléfono.
Y lo peor es que no he terminado: apenas me siento se me acerca
de nuevo el mozo. ¡Qué tipo más imbécil! Me dice:
–¿Y para quién es el regalo?
Juré que si me seguía haciendo preguntas que a ti no te
importan te tiro la copa desgraciado. Eso es lo que pensaba. Y
dale con el regalo. Menos mal que alguien lo llamó. Ya yo estaba
realmente harto. Dale con la caja, el pollo, la vieja. «Ayer vi a tu
mamá en el mercado» y que si «tienes que estudiar porque eres un
hombrecito, Julia está como loca». Francamente. Y nada que
llegaba la desgraciada. ¿Por qué la gente tiene que preguntar
tanto? En serio: ¿para qué vienen y te preguntan que por qué tu
mamá usa anteojos? ¿Ah? Palabrita que si alguien pregunta que
por qué mi mamá usa anteojos le nombro la madre. Palabrita.
Sinceramente le digo así mismo: mire desgraciado, señor, ¿qué
pasa? ¿Qué le pica? ¿Nunca ha visto un pollo? ¿Nunca ha visto
una señora con anteojos? ¿Ah? Dígame esa gente que viene y te
dice: ¿Qué hay? O te dicen: ¿Qué has hecho? ¿Pero qué carajo
les importa? ¿Ah?
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Bueno. Por fin Julia llegó. Era tardísimo. La vi bajarse de su
impresionante Buick negro, con su vestido de pepas, y
meneándose, para todos los tipos que estaban en la fuente de
soda. Julia no puede dejar de menearse y mirar a todos los tipos.
Por mí que se iría con el primer tipo que le dijera: «Oye tú, mira…».
Seguro. Lo único que le importa a esa carajita es menearse y
poder menearle los ojos a todos los degenerados que la miran. A
veces comprendo un poco por qué a la cochinada de Carlos se le
ocurrió eso que me dijo y que yo no puedo contar porque juré por
Dios santo que no se lo decía a nadie. Pero bueno. Llega, se
sienta, se monta el vestido hasta las pantaletas, se bota el pelo
para atrás, se pasa la mano por el cuello, y después que me volvió
porquería, se quedó mirando la caja vacía y me dijo:
–Ajjj Dios mío, me estoy muriendo de sed.
Se me olvidó decir que justo en el momento en que la vi salir de
su maldito Buick, justo en ese momento, me dio una vaina y en un
segundo abrí la caja, agarré al pobre pollo, y lo escondí en el
bolsillo de la chaqueta.
Me salió con que si:
–¿Llevas mucho tiempo aquí?
–No. Acabo de llegar –le dije.
–¿Qué calor, verdad?
–Sí. Espantoso –dije.
–No lo aguanto –dijo ella–. Puf, me muero.
Y para colmo me di cuenta que el tipo de la corbatica negra
nos estaba espiando. Apenas llegó Julia me di cuenta que paró las
orejas y hacía lo posible por acercarse y vamos a ver qué oímos y
qué pasará con el pollo. Francamente. Deben volverse imbéciles.
Que si la mesa uno un perro caliente, la mesa cuatro una
hamburguesa sin tomate y otra con tomate, la mesa ocho una
merengada de chocolate y una Cocacola, y la mesa dos un café
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negro y otro marroncito pero sin mucho café y la mesa tres un
helado de mantequilla y la mesa nueve… Claro: nosotros ahí, así se
divertía. No sé si se han dado cuenta la cara de loquitos tristes que
tienen todos. Y además de la tristeza de loquitos llevan una
corbatica de lazo. Pobrecitos. No le metía la nariz en las piernas de
Julia porque no podía, y claro, porque Julia, justo cuando el pobre
desgraciado la miraba, cerraba un poco las rodillas, la maldita
botaba el aire, se sobaba la rodilla, y después te miraba como
para que no te pusieras a llorar ahí mismo. Después que se subió
más de lo que tenía subido el vestido, vino, y con su vocesita de
pito, levantó un dedito y llamó al mozo. Inmediatamente pensé
que el pendejo del mozo llegaba y le contaba lo del pollo. Y lo
peor es que con lo del pollo, tenía que mantener el brazo en una
sola posición, así, con la mano en el bolsillo, sin dejar que el pollo
chillara, tapándole la jeta con los dedos, y ya sentía el brazo
calambreado. Además estaba comenzando a sudar por todas
partes. Era horrible. No exagero. Bueno.
El mozo llega y se para delante de Julia:
–¿Desea algo, señorita?
–Sí. Por favor…
–Dígame.
–¿Tiene Cocacola?
El tipo le dice:
–Pepsicola –y aprovecha para mirarle todo.
–¿Pepsicola?
–Pepsicola –se hizo el loco y le miró las rodillas. Julia seguía con
el dedo en el aire y se soplaba un mechón de pelo que te caía
sobre la nariz. Por fin parece que Julia se dio cuenta que estaba
pidiéndole algo al mozo y le dijo:
–¿Tiene Orange?
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–No. No hay.
–¿Qué tienen?
El mozo como que ya estaba arrecho:
–Colita, Pepsicola, Hit, Sevenup y Grin.
–¿Tienen Grin?
–Sí.
–Bueno. Entonces una merengada de chocolate.
–¿De chocolate?
–No. Bueno. Tráigame una Grin.
El mozo estaba loco:
–¿Entonces Grin?
–Perdone –dijo Julia y se rió mirándome–, tráigame un helado
de chocolate.
El mozo ni siquiera la miró. Salió disparado. Pobrecito. Y a todas
éstas al maldito pollo como que le dio taquicardia porque
comenzó a temblar y patalear y no sé qué diablos tenía. De golpe
le abrí la jeta y el desgraciado chilló. Julia me miró y me dijo:
–¿Oíste?
–No –dije.
–Como un pito.
–Un niñito –dije.
–Fue raro –siguió Julia.
–Sí. A veces pasa.
–Mamá dice que oye todo el día una avispa en la oreja.
–Qué raro.
–Sí.
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Por fin miró la caja, que estaba vacía, y me preguntó:
–¿Ése es el regalo?
Yo estaba esperando desde el principio la pregunta. Por fin. Sí,
pero no sabía qué diablos podía decirle, ¿no? ¿Qué se puede
decir si a uno le pasa una cosa de ésas? ¿Qué dice uno? Uno no
sabe qué decir. Y yo dije que no. Que ése no era el regalo.
–¿Dónde está?
«¿Dónde está? ¿Dónde está?» ¡Qué pregunta!
–Me pasó algo, Julia.
–¿Qué cosa? ¿Se te quedó en tu casa?
–Fue un problema –le dije.
–¿Te caíste? ¿Y esa caja?
–Sí. Me caí. Se rompió. Ésa es la caja.
–Qué lástima –dijo. Y justo oí que el pollo eructaba o algo así.
No sé qué le pasaba al bicho. Como que estaba ahogado.
–¿Dónde te caíste?
–En una escalera –le dije.
–Palabra que lo siento, Juan –dijo.
–No importa.
–Por supuesto que importa –me dijo. Y aprovechó para
agarrarme la mano. Yo sudé. Después me sonrió, cambió las
piernas para que todo el mundo le mirara las pantaletas y me dijo:
–¿Te vienes conmigo?
–No, gracias Julia.
En eso fue que llegó el mozo. O bueno. Llegó antes o después
de que se subió el vestido. El tipo traía una Cocacola. La puso,
después pasó el pañito por una orilla de la mesa y se perdió. Julia
me preguntó:
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–¿No fue un helado de chocolate lo que le pedí?
–No sé –le dije. Y sí sabía.
–Ah no… es verdad –dijo–. Ahora me acuerdo que pedí una
Cocacola…
Cogió el pitillo, lo metió en la Cocacola y echó una chupadita.
Después se pasó la lengua por la boca, se limpió la manchita
de Cocacola que tenía en los labios, y se me quedó mirando
sonreída. Inmediatamente comencé a sentirme como perdido.
Como levantado del suelo. Lejos y al mismo tiempo muy cerca,
tanto, que podía contarle los lunares que tiene en la nariz, esos
punticos como marroncitos, como rosados que tiene juntados en la
nariz, y mientras más la miraba, ella más se sonreía y yo volaba
más lejos de ella, con la sonrisa, sin ella, con la sonrisa sola,
flotando en el aire, con su sonrisa de espuma roja, y después que
había volado con la sonrisa, la sonrisa regresaba a su cara, le
cubría toda su cara y yo me daba cuenta que estaba ahí, frente a
ella, y me entraba en el vientre un miedito dulce. Era un miedito
como cuando vamos en un auto y de golpe el auto llega a una
subida, y cae, y a ti te entra algo, se te abre algo en la barriga, y
se te llena la barriga de ese miedo dulce que después sientes que
se te escapa y te lo deja como vacío, como con un hambre raro.
–Juan –decía–. Oye, Juan…
–Ni siquiera me di cuenta que tenía el pollo en el bolsillo,
palabra, No me daba cuenta de nada. Para colmo ella me decía
Juan, así, suavecito, Juan, como soplando el nombre, como
soplándolo con el aliento, y apenas me llegaba el nombre, apenas
lo oía, y volvía a entrarme esa vaina y me quedaba más perdido y
más mareado que antes.
–Juan –me dijo–. Oye. ¿Qué te pasa?
–Nada –le dije.
–Oye. Tienes una cara…
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Cuando me preguntó eso sentí el calambreo en el brazo y
comencé a asustarme y de verdad verdad me comencé a sentir
mal.
–No, Julia –dije–. No me pasa nada.
–Me pareció que te sentías mal –me dijo ella.
El pollo volvió como a pitar y le tapé el pico, la cabeza y todo
lo que pude taparle, desgraciado si sigues te ahogo, cállate, y
Julia:
–¿Seguro que no te sientes mal, Juan?
Dale con lo mismo:
–¿Segurito, Juan? ¿Seguro que no te sientes mal?
–No, Julia. No. Palabra.
–¿Segurito?
–No, Julia.
–¿Pero seguro que no? No sé, tienes una cara…
–Palabra, te lo juro.
–¿Pero palabra, Juan? ¿No quieres ir al baño, Juan?
No le tiré el pollo porque francamente. Casi se lo estripo en la
cara. Y lo peor es que siguió. Ya van a ver:
–Por mí –me decía la desgraciada–. Por mí puedes ir al baño.
–Pero bueno, Julia. Si no quiero ir al baño ¿para qué voy a ir?
–Pero no te dé pena. Anda.
–Julia. Deja la cosa del baño. No tengo ganas.
–No sé, Juan. Estás sudando y tienes una cara, yo sé, te
conozco, eres capaz…
–¿Capaz…?
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–Capaz de aguantarte por mí.
Eso era lo último.
–¿Aguantar qué?
–Aguantarte. Yo lo sé.
–Bueno, Julia. No me estoy aguantando. Te juro que no.
Por fin como que dejó la cosa y siguió tomando su maldita
Cocacola.
La odiaba. Juro que la odiaba como nunca. Hasta pensé en lo
que me dijo Carlos y me pareció que Carlos no era tan inmundicia
como yo lo había pensado. Me pareció que Carlos tenía razón en
pensar en esas inmundicias, y le rogué que lo hiciera, que le
hiciera inmundicias más asquerosas todavía. Me provocaba
matarla. Cuando terminó su Cocacola y dio los últimos chupitos
me dijo:
–Bueno, Juanito. Te espero en casa. No faltes –me lo dijo con
lástima. Después miró la caja vacía. Y después se levantó, me echó
una sonrisita de «no sufras tanto que la vida no es tan mala» y se
fue meneando el culo hasta su impresionante y asquerosísimo Buick
negro. Ahí abrió la puerta, levantó las patas para que yo me
derritiera con sus pantaletas, y después levantó su dedito y el
maldito carro se perdió de vista en la esquina.
¡Dios mío! ¿Por qué pasan esas cosas? Apenas se fue, vuelve el
mozo. Tenía que volver. No podía quedarse quieto. Tenía que
volver, llegar con cara de melón y preguntarme con su vocecita
de marica dulce:
–¿Le dio miedo dárselo?
¿Por qué todo, por qué me pasa, por qué? ¿Por qué nunca
podré, por qué jamás he podido…? ¡Dios mío! Me sentía tan mal…
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Metí la cabeza entre los brazos y por fin oí que el mozo se
alejaba hacia otra mesa.
Entonces oí las risas. Apenas levanté la cara, vi que el mozo se
reía junto a un gordo, y los dos me miraban. Se reían, hablaban un
poco y volvían a soltar la carcajada. Yo comencé a sentirme rojo
hirviendo, vi que no aguantaba más y que ese rojo hirviendo era
cada vez más caliente y me quemaba más la garganta y los ojos y
aflojé todo y entonces todo se me fue por los ojos y ya nada me
importó entonces, lo juro, ya nada me importaba.
Cuando terminé de llorar, saqué al pobre pollo del bolsillo y me
le quedé mirando: estaba tranquilito. Estaba como dormido. Me
gustó pasarle la mano por su cabecita, por su cuerpo, y era tibio y
bueno, y pensé que nos parecíamos los dos, él y yo, y estaba muy
tibio y seguía como dormido. Estaba tan tranquilo que comencé a
sentir algo espantoso. Entonces me dio frío y todo asustado lo dejé
caer en el suelo.
Había una vez un tigre
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Cuando Hamilton preguntó por el libro, el hombre pequeño,
calvo, de corbata de raso, dijo que lo había encontrado en la
calle, muchos años atrás y que no tenía intenciones de
conservarlo. Hamilton salió del negocio con el cofre y el librito.
El tranvía lo dejó cerca de su casa a las siete y cuarto de la
tarde. Se había demorado tanto que evitó pasar frente al bar
donde diariamente bebía dos cervezas con el dueño, un tal
Campbell, con quien jugaba al ajedrez los días feriados y los
domingos. La muchacha lloró al ver el jarrón, y después de cenar y
vivir el momento más intenso del amor rezó el padrenuestro como
acostumbraba y, antes de dormir, abrió el libro y se extrañó
sonreída de encontrar una sola página escrita:
“Había una vez un amor liviano” —leyó. “Tenía seis rayas. Era
tan pesado como una desgracia y tan flexible como un tigre”. Le
preguntó al marido dónde había conseguido el libro, “¿acaso no
te gusta, Elizabeth?”, oh no, no era eso, es que la había hecho
sentirse emocionada y aún no sabía por qué. Hamilton la besó en
el ojo izquierdo, la abrazó y la muchacha al rato se sintió mejor y
se durmió.
Al día siguiente, Hamilton le regaló el libro al dueño del bar.
Campbell no leía mucho, ah pero se trataba de un cuentico muy
corto, ¿verdad, pícaro Hamilton? Estaba muy contento con aquel
regalo y debía celebrarlo con dos cervezas más. El señor Hamilton
dijo que bien, que aceptaba sólo dos, que Elizabeth lo estaba
esperando, seguro, viejo pícaro, como si no te conociera y los dos
hombres “¿te acuerdas de aquella gordita que vivía en la esquina
y tenía los cachetes rojos?” A las seis y cuarto Hamilton se despidió
de Campbell y le pidió que cuidara el libro porque,era una
verdadera cosa rara.
Cansado por el trabajo, Campbell abrió el libro antes de irse a
dormir. Cuando leyó el cuento por segunda vez, volvió al negocio
y se bebió tres cervezas más. ¿Acaso Hamilton se había vuelto
loco? ¿Sospechaba de él? ¿Qué maldito cuentecito,
francamente?
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“Había un pesado como una desgracia” (Dios mío, ¿qué
significaba aquello?) “Tenía cinco tigres” (¿qué era eso, por Dios
santo?) “Era tan liviano como una raya y tan flexible como el
amor”. ¿Sería que estaba demasiado cansado y la cabeza le
marchaba mal? Campbell guardó el libro en un viejo armario, le
pidió a su mujer que lo levantara más temprano y se acostó. Cinco
años más tarde fue el escándalo y todo el mundo vio el momento
cuando los policías se lo llevaban y oír los gritos y ver el llanto de la
mujer de Campbell era terrible. ¿Quién se iba a imaginar que
Campbell contrabandeaba con opio? A Campbell lo había
denunciado un gordo amarillo, desdentado, que no se quitaba
nunca una gorra de capitán. Lo sospecharon porque desapareció
del barrio un día después de haber sido detenido Campbell, y lo
confirmaron cuando la prensa publicó el crimen: lo encontraron en
una casa deshabitada, con cinco balazos en el vientre.
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que sólo tuviera una página escrita. Y con una voz que emplean
los niños para contar un extraño descubrimiento que hicieron
anoche al acostarse, y ver que papá y mamá o un hermano y una
muchacha, se dijo asustada: “había una vez un amor tan flexible”,
flexible, ¿qué quería decir eso? “Tan pesado como una desgracia.
Tan liviano como una raya. Tenía cuatro tigres”. ¿Que cuento tan
adorable, verdad? No había sol para calentar el librito, pero al
menos podría pasarle un paño, limpiarlo, y después lo escondería
en el bolsón del colegio. Y así, desde ese día, Jane Hamilton
cumplió los quince años como “la niña que tiene un libro de un
tigre en su casa”.
Jane se casó con un americano del sur, un tipo larguísimo y
callado que venía de Phoenix, Arizona, prometía enriquecerse en
diez años y sabía como cosa extrañísima, hablar el francés y
adivinar una que otra vez el nombre de alguna ciudad que no
fuera de Inglaterra o de Francia y a veces acertaba al preguntar si
tal señor no era el que había escrito tal novela de amor.
Jane viajó con su americano a un nuevo continente donde uno
abría un grifo y llenaba la casa de un líquido negro que estaba
transformando al mundo. Pero el Peter murió en la segunda guerra,
quedó viuda, con una niña bellísima, poco dinero, y el libro. Se
casó por segunda vez con un español que hacía postales. Fue a los
treinta y siete años de edad, en Navidades, que regaló el libro. Se
lo entregó a su hija, a Lilian, que comenzaba a vivir los años
dorados y a ser deseada por todos los muchachos de la calle.
“Tómalo”, le dijo junto al arbolito, “es el mejor recuerdo que tengo
de mi infancia, de mi Inglaterra, de mi familia”. Después de la
cena Lilian pidió permiso y prometió volver temprano, sólo estaría
con una amiga que vivía muy cerca. Jane le sugirió que se llevara
el libro para que lo mostrara a la amiga. Lilian besó a la madre y a
su padrastro, y estrenó un lindo abrigo rojo que había sido antes de
la mamá. Al encontrarse con Doc abrió el libro, y aprovechando la
luz de la casa de la fiesta, leyó la historia del tigre y se echó a reír.
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“No sé cómo puede causarte gracia —diría Doc, un adolescente
que mataba el tiempo rompiéndose las espinillas de la cara—, a mí
me parece que es tan inmundo como pasar la noche con los
ancianos inmundos y malditos de uno, ¿sabes?” Ella se sentía feliz
porque Doc le tenía la mano ahí y le gustaba mucho que se la
dejara ahí y Doc espantó un gato y comentó que había robado
cinco litros de leche y varias latas de sardinas. “Tu mamá debe
tener perforado el cerebro”, dijo Doc antes de despedirse con un
beso de Lilian, porque había leído que “Tigre una vez una” (¿Qué?)
“había rayas” (y dígame eso), “tres tenía desgracia una como
pesado” (qué ridículo). “Era liviano tan y amor como flexible”.
Mañana vienes sin eso puesto, le gritó Doc.
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Lilian se convirtió en una desbordante belleza. Un año después
de haber perdido a Doc se escapó de la casa con un carpintero
del barrio; un hombre que podía ser su padre, alcoholizado y
colérico, esos tipos robustos que saben contar un chiste, que
hacen bromas pesadas y que se matan con cualquiera porque no
le tienen miedo a nada y porque no aman nada.
En mil novecientos sesenta, a los veintisiete años de edad, con
una vida oscura y extraordinaria, desbaratada por alcoholes y
drogas, fue asesinada en cualquier parte de Nueva York, por
cualquier estúpido motivo, como suelen morir esas bellezas
perfectas. ¿Quiénes eran sus padres? ¿De dónde había venido?
¿Tenía dinero? ¿Alguna criatura? ¿Alguna deuda? Dejó, entre
otras cosas inservibles, un librito y una fotografía que debía
corresponder a una fiesta de campo. Ahí las flores, seguramente
los pájaros y una brisa que apenas movería las hojas y algunas
ramitas debiluchas. Había una niña rodeada de personajes de
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bastón y sombrero, señoras con botines y pajillas luminosas, un
perro que fue alcanzado por la foto, y se podía distinguir, si uno se
empeñaba en seguir aquel absurdo rastro de felicidad dentro de
aquel cuartucho inmundo, un librito que la niña de la foto sostenía
entre las manos y contra una rodilla de una hermosa matrona. Por
detrás leyeron: “Fiesta de mis doce años, en casa de tío Tom. Jane
Hamilton Lawrence”.
“A mi hija la mató su belleza”, dijo Jane Torres Hamilton,
cuando el inspector encargado del distrito quince le señaló al
hombre que había asesinado a su hija. Era muy grande el negro.
Jugaba beisbol, trabajaba en una carnicería de la esquina y
conocía a Lilian lo insoportablemente poco, lo miserablemente
poco que puede conocer un negro que está obligado a soportar
diariamente más de cincuenta kilos en la espalda, y que sólo
puede verla, a ella, una mujer rubia y amada, pero sobre todo
rubia y sobre todo amada, una que otra vez cada quince malditos
días, con el trato de buenos días o buenas tardes señorita Lilian, sí,
la chuleta, señorita Lilian. Oh Dios. Él era un negro bueno, lo juraba
y había matado lo más malditamente bello y perfecto de toda su
vida. El negro lloraba con un retazo de la tela del vestido de la
muchacha, y se golpeaba la cabeza contra la pared. El inspector
le entregó, entre otras cosas, un libro, y le preguntó a la señora
Torres, si ella podía dar alguna pista más, porque entre los vecinos
se había hablado de visitas nocturnas, de gritos y borracheras, de
hombres que vomitaban las escaleras, de mujeres negras que
cantaban o amanecían borrachas en la puerta. “Era como una
desgracia un amor tan tigre” leyó el inspector. “Tenía dos rayas.
Tan liviano y flexible como pesado”. La señora Torres conservó el
equilibrio con el brazo del viejo Torres, y después de guardar el
libro dijo que su hija no era esa cosa muerta y que ella no quería
saber más nada de nada en este mundo.
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Dos meses más tarde, Jane y su marido, Pedro Torres,
abandonaron la ciudad de Nueva York y se trasladaron a
Washington, ciudad que fue considerada por los pocos amigos
que frecuentaban la casa de los viejos, más apropiada por sus
parques y su tranquilidad, que Nueva York, cada vez más
infernalmente ruidosa, cruel y tan llena de amargos recuerdos. El
libro viajó con la pareja en tren, y finalmente pasó a ocupar un
lugar fijo encima de la mesita del recibo del nuevo departamento.
Tres años pasaron sin que el libro cambiara de lugar. Una tarde
de primavera, la señora Torres fue a sentarse al balcón para
contemplar los cerezos que recién estallaban ahora, además del
color del río y del color del cielo y del aire seco y fresco de la
mañana. Una mariposa entró al balcón y después de detenerse un
instante sobre el brazo de la señora, se inmovilizó sobre la baranda
del balcón. Era celeste y blanca y muy grande. La vio temblar y
después salir despistada, volando hacia un norte nuevo,
desapareció confundida con la mañana. La señora Torres cerró los
ojos y pensó en la granja del tío Tom. ¿A qué olía la hierba húmeda
de la granja? ¿A qué olía el trigo seco? ¿Cuál era el verdadero
color de la ciruela? ¿Por qué siempre había sentido ternura por las
ovejas cuando las veía lejanas desde la ventanilla de un tren?
Ahora que había surtido con suficientes recuerdos amados la
memoria, ahora que había conseguido nutrir de poderosos
momentos de dicha una madura nostalgia, y que aquella nostalgia
le había intensificado los apetitos de amor y de belleza, ahora que
estaba preparada para morder la dicha y saborear íntegramente
su jugo, oh Dios, ¿por qué justamente ahora sentía que perdía la
vida? La señora Torres apretó con angustia el brazo de la silla,
cerró los ojos y poco a poco, a través de una galería de parientes,
fue alejándose cada vez más de sí, hasta caer en el vacío oscuro y
fantástico de las señales de los sueños.
Se durmió un momento y despertó con un ruido, vio una pelota
de tenis deslizándose sobre el piso del balcón hasta golpear otra
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vez una hoja de la puerta ventana. Luego oyó abajo la voz de una
criatura y poco tiempo después sintió el timbre y supuso que venían
a buscar la pelota. Se hubiera levantado, pero los años la habían
llenado de un peso insoportable. así que mirando hacia la puerta
grito: “Está abierta, empújala”. Entonces apareció la niña. Era
pecosa. Rubia. Y un poco descuidada. Habló asustada y la señora
Torres no le entendió. “Acércate” le dijo. “No tengas miedo, ven”.
La niña obedeció. Caminó en puntas de pie sin pisar con los
talones. Jane le acarició la cabeza al notar que la niña tenía dos
dientes menos. La vio agacharse, coger la pelota y mirar hacia la
puerta del departamento. “¿No quieres quedarte un momento
conmigo?” Ella negó con la cabeza. “¿Quieres chocolate?” La
niña, que se llamaba Doris, dijo que a ella le gustaba mucho el
chocolate pero que le daba vergüenza estar ahí con unos zapatos
tan sucios. Jane la convenció y le dijo que los chocolates estaban
en la cocina, en una lata que tenía un caballo pintado en la tapa.
Jane supo después que Doris tenía ocho años de edad, vivía sola
con un tío y no sabía mucho de sus padres. Jane le habló de
Inglaterra, de algunas historias verdaderas y otras que inventó, y se
sorprendió al oírse una carcajada por un relato de Doris. Desde
entonces la niña frecuentó la casa. Hubo que gastar un poquito
más todos los meses porque Doris comía mucho chocolate y
porque muchas tardes se quedaba a almorzar con los viejos.
Una tarde de otoño, Jane le pidió a Doris que se llevara el libro
que estaba sobre la mesa. A pesar de la estación el sol aún
calentaba un poco en la piel. Era una fresca tarde de octubre, y
ya había hojas muertas sobre los jardines y sobre la calle. A Doris le
encantaba pisarlas y oír el crujido bajo las suelas. Se llevó el libro a
la orilla del Potomac y dio tres vueltas a la manzana, pisando las
hojas más tostaditas antes de subir a casa. Cuando tío Henry la
encontró pasándole el pañito al libro, le preguntó dónde lo había
encontrado y por qué le pasaba el paño a esa cosa tan vieja.
Henry se sentó en una silla, frente a la sobrina, que no dejaba de
pasar una y otra vez el pañito sobre el cuero del libro. “¿Y qué dice
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el libro?” preguntó el tío Henry. “Es una linda historia de un tigre”,
dijo Doris. “Tú ya sabes leer, Doris, podrías leerme la historia, ¿qué
te parece?”.
Doris se sentó en el suelo, abrió el libro y le dijo: “Pero
acuérdate que no debes toser cuando esté leyendo porque me
molesta mucho”. Doris leyó lentamente la historia del libro. Dijo:
“había una vez un tigre. Tenía una raya y era tan liviano como el
amor”. Tío Henry mascó la pipa, miró a Doris, y Doris metió el dedo
donde le faltaba los dientes. “¿Qué más?”, preguntó Henry. “No
hay nada más” dijo Doris. “Pero es una historia muy corta” dijo tío
Henry. “Pero es una historia muy linda” dijo Doris. Dejó al tío Henry
en el saloncito y se fue a su cuarto. El paño que aún utilizaba Doris
para quitarle el polvo que el libro ya no tenía, era el mismo que la
niña apretaba de noche para dormir.
Al día siguiente, al despertarse, vio el libro junto a la cama. Lo
abrió y se extrañó. “Había una vez el amor” leyó. ¿Y dónde estaba
el tigre de la historia? El tío Henry estaba en pijama, afeitándose
frente al espejito del baño. “Tío Henry” le dijo. “¿Sabes que el tigre
del cuento se fue?” El tío Henry evitó sonreír y eliminó unos pelitos
blancos de la comisura de la boca. “Un día aparecerá” dijo
después de besarla. Doris se metió el dedo entre los dientes y
volvió a su cama. “Se lo voy a decir a mamá Jane” dijo. Se acostó
otra vez, apoyó la cabecita sobre el libro y después de apretar el
pañito se quedó dormida.
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