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Taller ­ conversación

Cuento Venezolano y Latinoamericano


Carolina Álvarez

Carlos Drummond de Andrade


(1902 ­1987)

• En el autobús

• La noche de la revuelta

• En la escuenla
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Novela por entregas

Carlos Drummond de Andrade

(Itabira, Brasil, 1902 ­ Río de Janeiro, 1987) Poeta y narrador


que figura entre los más grandes líricos brasileños del siglo XX y
cuyo libro Alguma poesia dio inicio a la renovación del
modernismo en su país. A pesar de que se graduó de
farmacéutico, se ganó la vida como periodista y funcionario
público. En 1925 fundó, con otros escritores, A Revista, alrededor
de la cual se formó el núcleo modernista de Minas Gerais. En esos
años entró en contacto con los líderes del movimiento en São
Paulo, los escritores Mario de Andrade y Oswald de Andrade y la
pintora Tarsila do Amaral. Como alto funcionario del Ministerio de
Instrucción Pública, en 1934 se trasladó a Río de Janeiro, donde
continuó su actividad periodística, colaborando desde 1954 en el
Correio da Manha, y, a partir de 1969, en el Jornal do Brasil.
Carlos Drummond de Andrade inició su actividad literaria
militando en las filas del modernismo, propugnando el retorno a la
realidad y rechazando toda forma de influencia extranjera en la
cultura brasileña. En su primera obra, Alguma poesia (1930),
domina, en efecto, la poesía de la vida cotidiana y local. Las
costumbres y tradiciones de su tierra natal son evocadas sin hacer
ninguna concesión al lirismo romantizante, refrenado por una fina
ironía, que se revelará como una constante de sus obras.
En Brejo das almas (1934), el lenguaje poético se hace más
personal, acentuándose el "humour" e iniciándose el proceso de
introspección que le conducirá, mediante la superación del
sentido de la soledad y de la consiguiente desazón, a la
necesidad de acercarse a los demás hombres. Expresiones
poéticas de este acercamiento son Sentimento do mundo (1940),
Poesias (1942) y A rosa do povo (1945), uno de los mejores

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ejemplos de poesía social y popular de la literatura brasileña,
obras todas ellas en las que el poeta denuncia la deshumanización
del mundo y, al mismo tiempo, manifiesta su confianza en el
advenimiento de un mundo mejor.
Con A rosa do povo madura el lenguaje modernista del autor y
se anuncia, con unas formas expresivas y experiencias técnicas
nuevas, la creación de un lenguaje personal y universal a un
tiempo. Disminuye el tono coloquial, mientras que aumenta el
empleo de la metáfora. Eliminada cualquier forma enfática o
retórica, la energía de la expresión y el lirismo surgen de continuos
contrastes temáticos, del ritmo, de asociaciones sorprendentes y
del "poder de la palabra", estricta y depurada.
Surgen de este modo Claro enigma (1951) y Fazendeiro do ar
(1954), poemarios en los que se atenúa la violencia de la
denuncia. Los últimos volúmenes publicados, entre ellos Poemas
(1959), Liçao de coisas (1962), Versiprosa (1967), Menino antigo
(1973) y As impurezas do branco (1973), vuelven a confirmar la
conciencia artística de Carlos Drummond de Andrade y la
constancia de su búsqueda formal y semántica.
Idénticas cualidades se manifiestan en sus obras en prosa, a
menudo poética, con las que ofrece un modelo tanto del lenguaje
coloquial brasileño como del lenguaje literario moderno. Además
de Confissoes de Minas (1944), su primer libro en prosa, Drummond
de Andrade publicó Contos de aprendiz (1951) y otros volúmenes
de crónicas y de ensayos, como Fala, amendoeira (1957), Cadeira
de balanço (1966), O poder ultrajoven e mais 79 textos em prosa e
verso (1972), De noticias e nao noticias faz­se a crónica (1966) y Os
dias lindos (1977).

Ruiza, M., Fernández, T. y Tamaro, E. (2004). Biografia de Carlos Drummond de


Andrade. En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea. Barcelona
(España). Recuperado de
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/d/drummond.htm el 16 de marzo de 2021.

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FABULA DEL UNICORNIO

C UANDO NOÉ vio el cuerno que sobresalía de la espesa crin en


la frente, no dudó ni un instante sobre la identidad del animal
que pedía humildemente ser aceptado en el Arca ante la
inminencia del Diluvio.

Jamás había visto a un unicornio, pero los libros antiguos lo


describían como un animal más bien pequeño, semejante u una
cabra y de carácter huidizo; con un largo cuerno rematado en
una afilada punta, parecido a ciertas especies de caracol no muy
abundante en estos días.
Cuenta la tradición que, finalizado el Diluvio y agotados los
pájaros por el ir y venir a través de la tormenta y de la noche, Noé
envió al unicornio a comprobar si había bajado e nivel de las
aguas. El unicornio se arrojó a la oscuridad y al tocar el líquido
comenzó a hundirse. Ante la cercanía de la muerte rogó a un dios
por su vida, Este lo transformó en un
narval, dejándolo conservar sólo el
cuerno como memoria de un pasado
que desaparecía en el océano del
tiempo.
En Lu; las noches claras, cuando el
viento rompe el crepúsculo del agua
en ondas oscuras, añora galopar bajo
el vientre de una doncella desnuda
con la luna como una pecera de
fondo.
A veces atraviesa a algunos
bañistas con su afilado cuerno buscando a Noé desde tiempos
remotos.

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FABULA DE UN ANIMAL INVISIBLE

E L HECHO —particular y sin importancia— de que no lo veas, no


significa que no exista, o que no esté aquí, acechándote
desde algún lugar de la página en blanco, preparado y ansioso de
saltar sobre tu ceguera.

El animal invisible

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EL SUEÑO DEL ROC

H OY, UN ANIMAL intentó violarme mientras dormía, Pude


escuchar sus pasos silenciosos cuando se acercó al borde de
la cama y se abalanzó en un torbellino de plumas sobre mi cuerpo
En un principio pensé en la posibilidad de estar inmerso en un
Sueño, y que bastaría con abrir los ojos para hallarme de nuevo en
la seguridad de la habitación, hasta que sentí un fuerte picotazo
en la lengua y comencé a ahogarme en mi propia sangre. Aquello
intentaba chuparse mis entrañas. Olía a gallina muerta. En la
oscuridad aquel extraño animal me lanzaba furiosos picotazos al
rostro, que yo esquivaba más por instinto que por certeza. Un
nuevo golpe rasgo la almohada. Sentía los brazos y el pecho
cubiertos de sangre. Podía sentir su respiración y el mal aliento de
la muerte flotando a un palmo de mi nariz. Continuamos luchando
como dos gladiadores ciegos, hasta que —a través de un fuerte
golpe— logré sacarle cierta ventaja a mi feroz oponente.
Entonces huyó por la puerta en dirección
a la cubierta, donde se escucharon
gritos y ruidos de armas. El animal rodó
­—herido de muerte— por la escalera
como un muñeco. Luego lanzó un
grito en la oscuridad y se derrumbó sin
vida. A la luz de las antorchas vimos al
pequeño gorrión con los ojos
inyectados en sangre. Su apariencia no
era ya tan temible.

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EL MIEDO DE LOS LOBOS

E L LOBO había seguido a las ovejas durante varios días por


parajes agrestes y solitarios. A ratos se detenía a saciar la sed
en un charco infectado de sapos que tenía el sabor de los cactus
venenosos. La piel de los costados estaba adherida a las costillas
como el fuelle descolorido y seco de un acordeón. Caminaba con
la lengua afuera – esquivando a una pobre vegetación de afiladas
espinas que crecían a su paso, y que endurecían bajo las
inclemencias del tiempo. En las noches, admiraba el resplandor de
la luna, alumbrando la extensa soledad de las dunas, recortadas
como lomos de camellos hasta donde alcanzaba la vista. Esa
misma noche soñaba con las ovejas, y se veía clavando
suavemente los colmillos en las gargantas de las más jóvenes,
admirando cómo la lana se teñía de sangre. Salivaba
profusamente durante el sueño. En ese momento despertaba y
con un vigor inusitado le aullaba a la luna que aparecía brillante
por un tragaluz del arca. Todos los animales se despertaban
molestos.

­—¡Vamos, cállate! ¿Quién te has creído que eres? ¿Acaso la


trompeta de Jericó?
Entonces las ovejas lo echaban a patadas de su madriguera en
el Arca, y lo arrojaban a cubierta bajo el frío glacial del océano
donde lloraba amargamente. Del otro lado de la puerta, las ovejas
se reían en la oscuridad y aullaban como lobas en celo para
martirizarlo toda la noche.

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EL AMOR DE LAS SIRENAS

U na de las sirenas había seguido el Arca durante varios días a


través de un mar tempestuoso que prometía echar a pique la
frágil embarcación a la menor falsa maniobra. A veces perdía el
rastro, para luego, más adelante, encontrarlo en algún pez muerto
que devoraba con fruición de un solo bocado, o en el vuelo lejano
de algún grupo de gaviotas que acompañaba al Arca en su ruta
desconocida. Ella pensó que era como una cáscara de nuez a la
deriva, o una tortuga flotando muerta o dormida en el océano.

La noche de la tormenta, al noveno día, Noé pensaba en la


sirena mientras finalizaba sus notas. Recordaba los ojos huidizos
que comenzaban en aquel momento a hundirse en el agua y que
sabía perdidos para siempre. La memoria era un débil coleóptero
sobrevolando la escasa luz del candil, una máscara gastada por
el tiempo y arrojada a la calle. Recordó como en un sueño a un
grupo de mujeres vendidas en una subasta pública la noche del
gran incendio de Alejandría. Recordó a otras que había poseído
en la intimidad de una alcoba a las orillas del Tana, a otras que
nunca conocería, porque sus días estaban contados como las
estrellas del cielo.
Lo último que sintió al apagarse el candil y ser arrastrado por la
tormenta al fondo del agua, fue la mirada más triste del mundo a
su lado, la cabellera de algas verdinegras, las manos húmedas
que lo desnudaban en el silencio de las profundidades y unos
diminutos dientes de pez que comenzaban a devorarlo despacio,
casi amorosamente.

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HISTORIA DE JONÁS Y LAS BALLENAS

E SA MAÑANA –sin que nadie lo esperara—— surgieron las


ballenas como grandes islas emergiendo de las profundidades
hacia un espacio aéreo y azul poblado de nubes y de una luz
intensa que parpadeaba en la superficie del agua.

Una de ellas estuvo a punto de echar a pique la frágil


embarcación mientras subía en busca de aire. Luego saltó
dejando una estela de flores acuáticas y volvió a sumergirse con
un mido de succión. Noé vio la cola elevándose y golpeando el
agua con fuerza, el reflejo violeta de la piel, curtida de diminutos
parásitos marinos; el hermoso movimiento del cuerpo cortando el
agua, hundiéndose en un espacio lleno de silencio y oscuridad,
para surgir más adelante a la luz, al sonido de la vida que se
agitaba afuera.
Noé las vio atravesando el azul oceánico, frotando sus cuerpos
en un roce de escamas, como grandes sirenas del pasado, y
pensó, que si lograba arponear a una, tendría alimento suficiente
para la larga travesía.
Preparó y afiló el arpón, sujetándolo con una cuerda y esperó
atento en la proa del Arca. Contempló el mar en silencio: la vasta
soledad que se extendía a lo lejos como un desierto mientras en el
cielo un grupo de gaviotas se disputaba un pez luchando
ferozmente. La columna de agua —arrojada con violencia—

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se acercaba cada vez más, hasta que estuvo justo debajo de él.
Noé observó con detenimiento las manchas de la espalda donde
las aletas se cortaban en afiliadas tijeras y arrojó allí –con toda su
fuerza­— el arpón. Sintió’ cómo el acero penetraba la piel, grasa y
músculos, dentro del enorme pez. La ballena saltó —herida de
muerte— y se hundió en la profundidad del agua la. La cuerda se
tensó hasta casi romperse, luego se aflojó. Pasaron varios minutos
antes que apareciera de nuevo, flotando sin vida como una isla a
la deriva Noé y los animales la acercaron al Arca, y ya se
disponían a desollarla, cuando de la boca del pez salió un
hombre, que subió a bordo a través de una cuerda arrojada
desde la nave. Tenía la piel traslucida por el encierro y la mala
alimentación. Miraba todo con extrañeza. Noé reconoció en sus
ojos la observación pacífica del idiota extraviado dentro de un
laberinto. Entonces lo llevaron dentro de una bodega donde
perdió el sentido. Estuvo delirando varios días sobre un catre sucio.
Al cuarto día recobró el conocimiento. Noé lo encontró esa
mañana con un aire de nostalgia la línea del horizonte, el lento
paso de las olas sin dirección ni rumbo, la luz derramada sobre las
velas, acentuando su blancura en ese tiempo infinito que no
establece tiempo ni señales. Pasaba la mayor parte del día en
cubierta y su cuerpo había tomado el color de la luz. No hablaba
con nadie y rehusaba comer los peces que algunos animales le
ofrecían. Solo se alimentaba frugalmente de algas que él mismo
recogía con una red.
Cuando regresaron de nuevo las ballenas, el hombre las
contempló enloquecido de alegría. Fue la única vez que Noé
escuchó su voz.
­—Sabía que volverían—gritó. Después se arrojó al mar y se
acercó nadando hasta una de ellas, desapareciendo dentro de la
boca. Las ballenas estuvieron jugando un momento cerca del

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Arca haciendo temblar a los animales, luego se alejaron dejando
un brillo de espuma en la superficie y se hundieron en las
profundidades para no salir más.
Noé pensó que ­—definitivamente—Jonás estaba loco, pero
Dios sabe lo que hace con sus criaturas. Tomó el arpón y lo arrojó
al agua. Vio como se perdía en la oscuridad dejando un rastro de
burbujas.

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CUENTO INVERSO DE HADAS

D ESPUÉS DE escuchar tan triste historia, la princesa besó apa­


sionadamente al sapo en sus labios fríos y viscosos. Al finalizar
el sapo seguía siendo el mismo, pero a su lado una sombra verde
croaba con un ruido semejante al llanto. El sapo se encogjó de
hombros y se lanzó al estanque.

—Todas las princesas son iguales —pensó.


Detrás quedaba la rana croando en el silencio de la noche
bajo las hojas húmedas del estanque y la luna que se adelgazaba
en la superficie pulida del agua. Definitivamente éste no era un
cuento de hadas, y ella no sabía qué hacia allí; desnuda y solitaria
bajo las grandes constelaciones de la noche. De vez en cuando
sacaba la lengua y atrapaba un insecto que el viento arrastraba
desde el otro lado del estanque, porque al fin y al cabo la idea
tampoco era morirse de hambre.

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LOS VIEJOS DIOSES

E l viejo se asomó a la ventana y miró el cielo que tenía color de


un durazno podrido. Había llovido y los materos del balcón aún
conservaban parte de la humedad. Abajo la ciudad se movía
como un enjambre ciego frente a un reflector de alta potencia.
Pensó que en la noche haría frío y que sus huesos no resistirían el
paso de otro invierno. Un día más, un día menos, era un pacto inútil
con la vida. Cerró los ojos y se dejó caer desde la ventana de un
noveno piso. Los vecinos escucharon el golpe del cuerpo al caer
sobre el pavimento y se asomaron.

—Es otra vez el viejo intentando matarse —dijo Mercurio.


Abajo el viejo se levantó maldiciendo. Había caído justo sobre
un bote de basura. Los restos de una lechuga descompuesta
estaban aplastados sobre su traje. La mancha rojiza de un tomate
le cruzaba el rostro como una cicatriz. Encontró rodajas de
cebolla en sus bolsillos. Sus ropas olían todas a mugre. Mientras
subía las escaleras —el ascensor se había dañado dos años
atrás— rumbo a las moradas celestiales iba maldiciendo en
silencio el destino de los dioses inmortales, pero aún más, a las
malditas náyades vegetarianas del tercer piso.

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