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Transhumanismo, incertidumbre

y futuro
ESTEBAN IERARDO

I. Comienzo

El posthumanismo es hoy un horizonte ineludible de refle-


xión respecto al sapiens atravesado por las altas tecnolo-
gías. La pandemia trae la necesidad de actuar dentro de un
orden inmunológico, que dé respuestas a amenazas bioló-
gicas antes no valoradas en todo su poder sobre la fragili-
dad del individuo. Pero esto roza con unos de los aspectos
prepandémicos del transhumanismo en cuanto un imagi-
nario de intento de transformación de la dimensión bio-
lógica del sapiens.
De hecho, el transhumanismo es un movimiento que
aspira a la reinvención del humano, a la superación del
cuerpo orgánico a través de un posthumano u hombre
postorgánico. El término transhumanismo fue propuesto,
inicialmente, por uno de los pioneros de la futurología,
Fereidoun M. Esfandiary. Luego, el filósofo británico Max
More animó esta tendencia al postular un transhumanismo
desde una perspectiva futurista en la década final del siglo
XX. Así, promovió la emergencia en California del movi-
miento internacional transhumanista.
La idea original del movimiento es que el irrefrenable
avance tecnológico conduce al rediseño de lo humano
mediante el mejoramiento artificial de sus capacidades físi-
cas e intelectuales. El desarrollo de las tecnologías emer-
gentes como la biónica, la nanotecnológica, la robótica
o la ingeniería genética impelen un proceso de evolu-
ción acelerada del humano hacia el posthumano. En esta

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visión, primero, las tecnologías extenderían la longevidad


del sapiens, liberándolo de enfermedades, y deteniendo los
procesos degenerativos celulares. Pero luego, el proceso
evolutivo artificial creciente tocaría el cielo de la inmor-
talidad mediante la acumulación de la información cere-
bral en soportes informáticos, libres del envejecimiento o
la muerte. Por eso, la búsqueda de la inmortalidad será el
primer aspecto que desarrollaremos para expresar el imagi-
nario del proyecto transhumanista, entre cuyos principales
referentes se encuentran Nick Bostrom, filósofo sueco de
la Universidad de Oxford, fundador, junto con el filósofo
británico David Pearce, de la Asociación Transhumanista
Mundial; Ray Kurzweil, el autor de La era de las máquinas
espirituales; Dimitri Itskov, e incluso las reflexiones de Peter
Sloterdijk en dirección a la antropotécnica de índole bio-
tecnológica y lo posthumano.
En nuestro derrotero ensayístico pensaremos al post-
humano como un fenómeno binario. Por un lado, su imagi-
nería se inscribe en lo que llamaremos la ultramodernidad
capitalista algorítmica, y un modelo actual de intervención
tecnológica como una forma de control perfeccionada del
humano que obstruye su privacidad y libre autogestión.
Pero, a la vez, este fenómeno también deber ser pensa-
do, estimamos, desde la posibilidad de una continuidad
del humanismo en su aspecto de autodeterminación como
autotransformación. En este sentido, lo transhumano no
sería lo opuesto al humanismo, sino la continuación de
la capacidad del sapiens de autotransformarse, de darse su
propia forma, fuera de un determinismo que lo condicio-
ne totalmente.
La dimensión transhumana que continúa la autotrans-
formación del humano nos conducirá a un pensar abierto
al futuro pensable, y al que no lo es por su lejanía, lo que
llamaremos hiperfuturo.
Por eso, primero, intentaremos columbrar el proyecto
transhumanista como voluntad superadora de límites
mediante su deseo de inmortalidad; segundo, nos acercare-
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mos al humanismo como autotrasformación y autocultivo a


través de las posiciones del humanista florentino Pico della
Mirandola y del romano Cicerón; tercero, advertiremos el
perfil transhumano vinculado a la intervención tecnológica
como instrumento de voluntad de control como tendencia
inmutable de las fuerzas históricas. En este punto, la sub-
jetividad absorbida por el capitalismo de una ultramoder-
nidad algorítmica no solo tecnologiza la gestión de la vida
intersubjetiva, sino que pretende tecnologizar y domesti-
car al humano para su creciente inmersión en entornos
virtuales y en la hiperconectividad online en beneficio de
estrategias de negocios y en desmedro de la percepción de
la realidad física.
En todas nuestras posiciones subyace un presupues-
to realista ontológico, en cuanto postulamos lo real de la
physis que antecede al apriorismo del subjetivismo idea-
lista, y que no puede ser reducido solo a interpretación
o fábula, como nos ha habituado la crítica posmoderna
(vía Vattimo, y su hermenéutica parcial de Nietzsche y
Heidegger), o a lo real desplazado por la burbuja infor-
mática o digital. La subjetividad que modela el objeto
soslaya el misterio del darse primario del espacio y la
diversidad material. Postular la existencia primaria de
lo real material como algún tipo de materialidad no
es recaer en ningún esencialismo de la sustancia, sino
advertir que lo real no es (solo) una construcción del
sujeto, sino al revés. Y que lo real material en tanto mis-
terio nunca puede ser cosificado por un conocimiento
racional estable y definitivo.
Y de ahí que la pérdida de percepción o sentido
de realidad, en tanto lo real material (misterioso) que
se da a los sentidos, siempre la entenderemos como
peligro de encierro de la subjetividad en sus propias
representaciones antropocéntricas. Y tampoco, en nues-
tra perspectiva, enfatizaremos al sujeto humanista en
tanto fundamento sustancial, o hacedor de un mun-
do de representaciones propias, o de una racionalidad
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universal, sino como sujeto de la autodeterminación, no


principalmente como libre autonomía moral, sino como
poder de autotransformación.
Por último, observaremos que, en su dinámica de
futuro e hiperfuturo, la idea de intervención tecnoló-
gica desde la imaginería transhumana también podría
significar un “segundo origen” o refundación del sapiens
que, en la continuidad de su capacidad para la auto-
transformación, lo proyecta a un proceso incierto e
interminable de reinvención.

II. Transhumanismo e inmortalidad

El transhumanismo es un imaginario de rediseño del


sapiens. Por eso sus discursos unen, inevitablemente, lo
tecnológico y lo biológico con discursos que aparentan
rozar la ciencia ficción. Dentro de esa dimensión, su
proyecto de inmortalidad es uno de sus perfiles más
representativos. Un perfil en el que se ve con claridad
la mezcla de una nueva antropología y de una imagi-
nería futurista, con subterráneos trasfondos míticos y
filosóficos que debemos situarlos en una amplia historia
cultural. Por eso, debemos aquí remar primero desde
la cuestión del origen y la mortalidad de los indivi-
duos de nuestra especie hasta una supuesta inmorta-
lidad posthumana.
Los comienzos de nuestra especie son misteriosos.
Ciertas ciencias, como la biología evolutiva o la paleonto-
logía, nos transmiten una impresión de conocimiento que
no puede eludir una cuestión básica: ¿cuándo y dónde, real-
mente, apareció la especie homo? (de la que el sapiens será
una de sus manifestaciones que terminará por imponerse
al hombre de Neanderthal). El origen en África es repe-
tido casi como un mantra, y si bien hay evidencias, esto
no despeja absolutamente la posibilidad de que el sapiens
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tenga un inicio en otra parte1. Probabilidades, no certezas


absolutas. La limitación del saber sobre el origen no debe
ser entonces desestimada.
Pero lo que sí es cierto es la existencia del humano
lanzado, cual un estado de yecto heideggeriano, desde siem-
pre, a los entornos ambientales en pos de su adaptación y
supervivencia, y al condicionamiento del tiempo. Y la nueva
adaptación evolutiva y otra relación con el tiempo es un
vector importante del imaginario transhumanista.
En el devenir civilizatorio el tiempo se eleva a idea abs-
tracta, a una postulación filosófica y teológica sobre lo tem-
poral que se desdobla, también, en el concepto de eternidad.
Pero así como la limitación no nos permite reconstruir con
toda certeza la aparición del sapiens, esa misma limitación
involucra al cuerpo siempre condicionado por un tiempo
de desgaste. No el condicionamiento del tiempo abstracto,
sino del tiempo empírico de la entropía y deterioro de los
cuerpos. El tiempo del ciclo natural: nacimiento, desarrollo,
decadencia biológica y muerte. El tiempo y la muerte como
limitación orgánica.
Si el transhumanismo radicaliza la voluntad de supera-
ción de límites, un límite primero del animal humano por
remover es, entonces, su brevedad biológica. La superación
de la vida breve es la vida que se extiende respecto a su
límite natural, primero como longevidad ampliada, y, en
un punto extremo, como inmortalidad. El transhumanismo
aspira a esa meta de inmortalidad en el futuro, y así conti-
núa una estrategia mítica y antigua en pos de la no muerte.
En la experiencia mítica del mundo se abrazó la creen-
cia en un reverso o más allá de lo visible. La matriz de
las universales creencias de ultratumba. La vida individual
continuaría como espíritu en un trasmundo. Pero “aunque

1 Por ejemplo de la teoría de la panspermia, que propone que la vida existe en


todo el universo distribuida por meteoritos, polvo espacial, cometas, aste-
roides y planetoides.
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la creencia en un más allá era común, esto no detuvo los


esfuerzos por alargar la vida terrena” (Bostrom, 2005, p. 3).
El ejemplo arquetípico de la pretendida conquista de
una inmortalidad en el mundo físico, no diferida a un más
allá, es la que propone el más antiguo poema épico, La
epopeya de Gilgamesh, del 1800 a. C. Gilgamesh es el rey
de Uruk, ciudad del antiguo Sumer. Conmocionado por la
muerte de su amigo de aventuras, Enkidu, Gilgamesh mar-
cha hacia fines terrae, los confines del mundo, para resol-
ver el misterio de la vida inmortal. En una isla remota, el
último sobreviviente del diluvio, Utnapishtim, le revela que
la inmortalidad podría conquistarse a través de una hierba
que crece en el fondo del mar. Obtenerla es una prueba
iniciática. Cumplir esa prueba es lo que permite el acceso al
elixir de una vida inmortal.
Y cuando Gilgamesh casi está por salir a la superficie
con la planta mágica, una serpiente se la arrebata. Fracaso
del héroe, pues “cruel, quiebra la muerte, a los hombres”
(Gilgamesh o la angustia por la muerte, 1996, p. 156). Pero
otro ejemplo de la búsqueda de la vida extendida e inmortal
del cuerpo late en las escuelas de taoísmo esotérico chino,
doctrina para “la conservación del cuerpo vivo […] para
adquirir la inmoralidad” (Mircea Eliade, 1996, p. 73).
Dentro del imaginario chino, el emperador, su máxima
autoridad, “el Hijo del cielo”, debía aspirar, inevitablemente,
al goce inmortal. Por eso,

El primer emperador chino Qin Shin Huang buscó no morir


por un elixir que le acercaron sus sabios. La medicina mágica
para darle vida eterna al monarca no funcionó. Muy posi-
blemente, el creador del imperio chino murió envenenado
por las pócimas que supuestamente le darían la inmortalidad
(Ierardo, 2018b, p. 53).

Cada cultura busca superar límites mediante sus pro-


pias herramientas culturales. Ejemplo de superación de
límites no es solo la extensión de la vida o la superación de
la muerte, sino la acción a la distancia, o el control sobre los
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elementos. El personaje de El hacedor de la lluvia de Herman


Hesse, por ejemplo, busca generar las gotas del cielo para
promover la fertilidad desde la magia y el encantamiento,
porque estas eran sus herramientas culturales disponibles.
Y hoy, la magia se reconvierte en tecnología, así la acción
a distancia por las comunicaciones televisivas y digitales, o
el intento aún no logrado de cierto control sobre las diná-
micas atmosféricas por la ingeniería climática o geoinge-
niería2. O el anhelo de superación de la muerte por las vías
tecnomúltiples de las llamadas “tecnologías emergentes”.
Por eso, “hoy, la muerte no es vista como un desafío
mágico, sino como un ‘problema técnico’ que puede ser
resuelto por la biotecnología y la nanotecnología, o por la
‘descarga de la personalidad’ en nuevos cerebros de la inte-
ligencia artificial” (Ierardo, 2018b, p. 54).
Es en este punto donde la estrategia transhumanista
aparenta mayor apego, al menos aún, a entramados de cien-
cia ficción. En esta senda transhumanista de la superación
de la muerte como “problema técnico” se sitúa por ejem-
plo la propuesta de Dimitry Itskov: su Iniciativa 2045 y
su Proyecto Avatar. Lo tecnomúltiple, antes apuntado, se
manifiesta en la interacción de una red de saberes para
resolver el problema central de la existencia humana, su
mortalidad: interfaces neuronales, robótica, órganos arti-
ficiales e inteligencia artificial, en muchos casos vincula-
dos con especialistas del MIT. Se aspira al salto desde el
cuerpo orgánico, transido de envejecimiento y desequili-
brios, hacia un cuerpo sintético regulado por una interfaz
cerebro-computadora.
El propósito, siempre marcado por arrebatos mesiá-
nicos, es la aceleración de la evolución en términos artifi-
ciales. Es decir: liberarse de la evolución biológica natural,

2 “La geoingeniería propone sembrar de nubes zonas amenazadas de sequías,


o aerosoles estratosféricos que introducen anhídrido sulfúrico o ácido sul-
fúrico para disminuir la radiación solar y el calentamiento global” (Ierardo,
2018a, p. 142).
216 • Humanismo y posthumanismo

con su rumor lento y silencioso de mutaciones aleatorias


dilatadas en miles o cientos de miles de años, hacia una
aceleración evolutiva artificial que, como una de sus pro-
mesas, avanzará hacia el trasplante cerebral. Es decir: “La
inserción de un cerebro humano en un cuerpo sintético,
en un modelo de avatar que aspira a ser una realidad para
2045” (Ierardo, 2018b, p. 54).
El próximo paso, de una mayor locura futurista toda-
vía, es transferir una personalidad a un cerebro artificial. De
vuelta: la mente concebida como información para digitali-
zar transferida a un sistema informático, un cerebro artifi-
cial postorgánico; la superación de lo biológico, la supresión
de la división entre la carne y lo artificial. Un avatar inte-
ligente liberado de las “primitivas” ataduras de la biología.
En definitiva: “La fe mesiánica de un humano divinizado de
Silicon Valley” (Ierardo, 2018b, p. 54).
El transhumanismo, entonces, en sus versiones extre-
mas, roza el dislate mesiánico. Y la ficción, menos expuesta
a la acusación de tecnoprofetismo, también postula, desde la
libertad de la imaginación, la vía de una inmortalidad ciber-
nética: lo que ocurre en la ficción de Charlie Brooker, Black
Mirror, y su sistema San Junípero. Una anciana, próxima
al colapso de su cuerpo envejecido, acepta la transferencia
de su información vital, entendida como información cere-
bral, a un sistema virtual, en el que su avatar digital podría,
potencialmente, degustar de una inmortalidad libre de la
finitud de la carne.
El camino hacia la inmortalidad técnica sería entonces
el ejemplo extremo del voluntarismo tecnológico transhu-
manista. Su universo filosófico parecería opuesto al huma-
nismo que asume la finitud del sapiens y que maximiza el
atributo espiritual de la libertad como forma de elegirse en
tanto humano autónomo, encarnado y mortal.
Por eso, ahora nos detendremos en intentar una revi-
sión sintética y reflexiva de un aspecto particular de la
ontología humanista renacentista y clásica, para luego, en
el sendero final, intentar avizorar una superación dialéc-
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tica parcial, tentativa, insuficiente, de los dos imaginarios,


supuestamente enfrentados, de lo humano y lo posthu-
mano.

III. Pico della Mirandola y Cicerón, por las sendas


humanistas

En el humanismo, la piel del humano resplandece con los


tonos de la dignidad y la libertad como atributos esenciales.
En el siglo XVI, el Renacimiento supuso el retorno nostál-
gico hacia la cultura grecorromana. Por la fascinación de lo
antiguo y pagano de Occidente, surge una estirpe de nuevos
intelectuales que celebran una imagen de belleza y nobleza
propia del humano, muy diferente a la visión lastimada por
el pecado y las tentaciones del homo medievalis. Intelectuales
no solo embriagados por la cultura clásica, recibida a través
de Petrarca, sino también por la diversidad de los saberes,
todo lo que pudiera ser digno de estudio por la voracidad
del conocimiento (cual el Gargantúa y Pantagruel de Rabe-
lais), más allá de la teología y la palabra revelada.
En 1486, el joven humanista florentino Pico della
Mirandola plasmó su Oratio de hominiis dignitate, el célebre
“discurso sobre la dignidad humana”. El papa Inocencio VIII
organizó una comisión para verificar la rectitud cristiana
de las proposiciones del humanista.
La inspección eclesiástica determinó que muchas de
sus tesis eran contrarias a la verdad revelada. A pesar de las
objeciones, las 900 tesis fueron publicadas luego de la muer-
te del autor. En su recorrido discursivo destaca la defensa
de la fuerza del intelecto y un verbo humano que reclama
para sí, como atributos innatos, la dignidad y la libertad. El
discurso del florentino inicia así su desplazamiento hacia el
centro de la escena. Amanece el antropocentrismo moderno
en desmedro del teocentrismo medieval. No en vano la
oración, que funge como virtual manifiesto del humanismo
218 • Humanismo y posthumanismo

renacentista, comienza con la cita del Hermes Trismegisto:


Magnum, o asclepi, miraculum est homo (“Gran milagro es el
hombre, oh Asclepios”).
Pero así como el transhumanismo no puede ser pen-
sado fuera de su supuesto conflicto con el humanismo,
el humanismo no adquiere conciencia de sí fuera de su
proximidad problemática con el mito cristiano. Por eso
Pico construye una cosmovisión en la que, inevitablemente,
identifica al Dios bíblico de la revelación como la fuerza
creadora del mundo, de los elementos y de los géneros de
las criaturas vivientes. Y luego despliega la “cadena del ser”,
en la que cada ser reposa en su lugar propio.
Los ángeles resplandecen en su altura espiritual. Salvo
la situación muy particular del ángel Lucifer, no abando-
narán su aura luminosa y superior, así como en el otro
extremo de la cadena los animales nunca trascenderán su
inmovilismo instintivo. Pero la ubicación del hombre es
mutable, dinámica.
Su lugar en la cadena depende no de una esencia fija
predeterminada, sino de su libre albedrío para construirse
como sujeto situado en uno u otro punto de la cadena. Pue-
de darse muchas formas. Autotransformarse, entonces.
Momento a recordar del imaginario humanista rena-
centista que no descansa sobre una esencia inmutable, sino
que el humano es lo que hace, según un ser haciéndose
(y cual significativo antecedente del humanismo existen-
cialista sartreano). Por lo tanto, según Pico, mediante su
intelectualidad y libertad el humano puede ascender en la
cadena por el amor y ejercicio de la filosofía, por el poder
del estudio, o, por el contrario, puede abrazar el error y el
pecado por el mal uso de su libertad, y desbarrancarse hacia
una existencia vegetal sin conocimiento.
La dignidad que define el humanismo en su mirada
renacentista, entonces, es una subjetividad que, junto al
apriorismo del libre albedrío, entrevé el deslizamiento hacia
el no-ser, o el impulso ascendente hacia Dios.
Humanismo y posthumanismo • 219

Por lo tanto, el humano, propio del humanismo, aquí


se diferencia de la inmovilidad de los animales sometidos
a leyes preestablecidas. Así, el humano se mueve hacia el
darse una forma:

Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre


cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo. Te
coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar
mejor lo que el mundo contiene. No te he hecho ni celeste,
ni terrestre, ni mortal, ni inmortal, a fin de que tú mismo,
libremente, a la manera de un buen pintor o un hábil escultor,
remates tu propia forma (Mirandola, 2004, p. 3).

Otra arista humanista del Renacimiento es el autocul-


tivo del sapiens, desde la influencia de Cicerón y su legado
a través de Petrarca.
Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) resplandeció como
ejemplo del humanismo en su estirpe clásica. Luego de
beneficiarse de estudios con maestros griegos en Roma, lle-
gó por primera vez a Grecia con ánimo de acceder a un
nuevo nivel de instrucción en el 79 a. C. Como luego el
emperador Adriano, se declaró “más filoheleno que nadie”.
Buscaba unir en su propia persona la civilización romana
y el saber griego. Una suerte de voluntad misionera lo ani-
maba en su deseo de beneficiar a sus conciudadanos con
los más altos estudios que existían en tierras griegas. El
estoicismo que Cicerón profesará es uno de los ejemplos de
su absorción de la herencia griega.
Mediante esta estrategia de formación, Cicerón ela-
boró su célebre estilo de elocuencia, agudeza y elegancia
expositiva. Pero aún más importante, el centro de su legado
es la libertad de pensamiento como uno de los rasgos funda-
mentales del ideario humanista. Un entramado doctrinario
que incluye otros intereses del humanismo clásico mediante
sus obras como, entre otras, De Officiis (Los deberes), Sobre la
vejez, Sobre la amistad o Disputaciones tusculanas.
Dedicado a su hijo y a la juventud romana en general,
en De Officiis la conciencia del deber se impone al placer. La
220 • Humanismo y posthumanismo

prudencia, la moderación y el respecto conllevan al decorum,


que convive con su laudatio (elogio) de los estudios huma-
nísticos y literarios. Y dentro de los deberes del ciudadano,
y como parte también de la virtud clásica, se encuentra el
cultivo del espíritu. De ahí la palaba cultura (asociada al
verbo colere, ‘cultivo’) y que supone el paso de la agri cultura,
el trabajo de la tierra, primera fuente de valor económico y
dignidad del antiguo y austero romano, a la cultura animi3.
Pero el mencionado cultivo del espíritu como parte de
la preceptiva humanista clásica ciceroniana es en definiti-
va el autocultivo del sujeto que se asume como tarea de
modificación, mejoramiento, transformación. Por lo que el
precepto del cultivo de sí (con semejanzas al camino ético
foucoltiano de su última etapa, inspirado justamente en un
horizonte socrático griego y estoico romano) implica, nue-
vamente, la apreciación del humano, como arriba lo suge-
ría Pico della Mirandola, no como esencia inmutable, sino
como subjetividad del constante hacerse a sí mismo. Ese
proceso de autocultivo y autorrealización humanista será
subrayado por la filosofía moderna del sujeto autónomo
que se da a sí mismo la ley moral en el caso de Kant, o que
es parte del hacer a sí mismo de su sujeto absoluto dentro
de la dialéctica del trabajo negativo del espíritu en clave
hegeliana, que llega a comparar con el germen y la planta
que se hace a sí misma4.
La idea sintética del humanismo que nos interesa orde-
nar es entonces la que enfatiza la energía intelectual del
autocultivo (raíz humanista ciceroniana) y la autodetermi-
nación en la cadena del ser (desde la idea renacentista de
Pico della Mirandola). Dignidad, decorum, estudios huma-
nísticos que incluyen letras y filosofía se suman, como

3 Es en las Disputas tusculanas (II, 13, p. 110) donde Cicerón equipara el espíri-
tu a la tierra que necesita cultivo. Y la filosofía es, justamente, cultura autem
animi philosophia est: ‘la filosofía es el cultivo del espíritu’.
4 El autodesarrollo del Espíritu absoluto es semejante a la planta, que “en
cuanto planta real, es el continuo producirse, el producirse a sí misma”
(Hegel, 1983, p. 45).
Humanismo y posthumanismo • 221

atributos complementarios, a una ontología humanista pri-


maria en la que la libertad no es solo elección moral, sino,
ante todo, potencia del autocultivo y la autodeterminación
como parte de la dinámica de un sujeto en constante auto-
transformación, proceso negado por el posestructuralismo
y el posmodernismo. En la estructura general del sistema de
la lengua, el sujeto es solo “efecto de sentido”, a la manera de
la lingüística estructuralista saussureana, o el sujeto es solo
torre imaginaria de grandes relatos para ser descompues-
tos por microrrelatos cambiantes (en la posmodernidad en
clave de Lyotard).
Y llegados a este punto de esta narrativa ensayística
posible, ¿el transhumanisno sería un nuevo tipo de estruc-
tura global y tecnológica, en la que el sujeto del autocultivo
y la autodeterminación también se disuelven, o sería otro
nivel de la ontología primaria humanista de la constante
autotransformación?

IV. Intervención tecnológica e inmutabilidad


del control

En los comienzos presocráticos del filosofar ya Heráclito lo


advirtió: el ser no es la inmovilidad de una esencia ideali-
zada. El ser es inescindible del devenir, en un proceso en el
que “la guerra de todas las cosas es padre, de todas las cosas
es rey” (Diels, 1951, fr. 53), pero donde la guerra (pólemos) es
denominación de cambio, del movimiento del ritmo armó-
nico y complementario de los opuestos. Simetría de fuerzas
alternativas y autoimplicadas que recuerdan, en el mismo
siglo VI a. C., al taoísmo y sus célebres yin y yang.
Pero la visión cosmológica heraclítea de las fuerzas
que se necesitan una a la otra y que son alternativas (luz
y oscuridad, frío y calor, etc.) acusa la ausencia aún de un
pensamiento situado históricamente. Heráclito no advierte
debidamente aún, no puede hacerlo por su inmersión en
222 • Humanismo y posthumanismo

un universo mítico-filosófico, las fuerzas desencadenadas


de la historia como tendencias opuestas y contradictorias,
y no complementarias, en conflicto perpetuo. La contradic-
ción de las fuerzas históricas del progreso y la libertad, y la
voluntad continua de control.
Por un lado, desde la creación de los primeros útiles
en piedra y madera hasta los dispositivos técnicos actuales
más sofisticados, fluye una innegable pulsión de progreso
en los medios para la adaptación a los entornos ambientales
de la especie. Por el otro lado, en la dimensión moral de
su existencia, incluye el conflicto político de la bipolari-
dad entre la voluntad de control y el avance de la idea y
práctica de la libertad.
En el horizonte contemporáneo, la tendencia inmu-
table del control no es pensable fuera de las mediaciones
tecnológicas. Lo transhumano o posthumano invoca inter-
venciones tecnológicas en el humano que son simultáneas
a un complejo tecnocapitalista que se extiende incluso a
la variantes ideológicas antioccidentales rusa y china, cuyo
centro de justificación sigue siendo el mejor control de los
deseos y las energías de los individuos, y una mejorada
capacidad de vigilancia trasladable a grados de perfecciona-
miento inimaginables en un estadio predigital de la cultura.
En este punto, la intervención tecnológica del sapiens
propia de la ideología transhumanista es solidaria con la
intervención en las poblaciones a través de su ser movidas
hacia la adicción a las redes e internet, y el uso cotidiano
(inevitable) de celulares con GPS. Así, el individuo contem-
poráneo es cada vez mejor monitoreado, controlado, “com-
prendido” por un sistema digital-algorítmico que interpreta
y pronostica sus reacciones.
Siendo esto así, el transhumanismo podría ser una
intervención tecnológica ligada a la inmutabilidad del con-
trol a través del aumento de implantes para el mejor moni-
toreo del deseo consumista y los movimientos corporales
de las poblaciones. China con claridad, y Occidente obser-
Humanismo y posthumanismo • 223

vado desde lo que pretende ocultar debajo de la alfombra, y


aun en contra de sus dichos, se mueven en esa dirección.
La lógica transhumanista entonces podría ser enten-
dida solo como consecuencia de las ambiciones de Sili-
con Valley, el complejo de la high–tech del capitalismo de
la ultramodernidad algorítmica, en su punto de comple-
mentación con la inmutabilidad del control y, por tanto,
como fuerza contraria a la aut-transformación del sujeto,
en cuanto autodeterminación, como reclamo humanista.

Y la vigilancia, en particular, como intervención tecnológica


en las grandes poblaciones, y como instrumento de la inmu-
tabilidad del control, supone la interacción tácita entre el
Estado y las grandes empresas informáticas y de telecomuni-
caciones. El parpadeo de un ojo de la vigilancia del espionaje
tecnodigital que implica “la alianza de la vigilancia privada y
estatal que responde a intereses político‑económicos comu-
nes (Ierardo, 2018b, p. 29).

Y es posible conceptualizar la permanencia histórica de


la inmutabilidad de las fuerzas del control en tanto:

En la historia, el homo sapiens fue primero cazador-recolector


nómade; luego hombre agrícola sedentario; luego el obse-
sionado por la salvación religiosa; luego el homo economicus
capitalista. Hoy el nuevo modo de ser de la especie sapiens es
la de pasivo y sedentario consumidor de imágenes que él pro-
duce, vía selfies, casi en la misma medida de las que recibe en
las avalanchas de imágenes por las pantallas controladas por
el complejo massmediático y las plataformas de streaming. No
se trata del homo videns. Porque el consumidor de imágenes
cuando ve no ve. Solo es visto en sus pasos en el ciberespacio.
Y todo lo que circula en esta geografía virtual es visible para
los ojos de la cibervigilancia (Ierardo, 2018b, pp. 30-31).

En una primera observación, el transhumanisno no


puede ser separado del complejo tecnoglobal contempo-
ráneo, que a su vez se desvincula de una ciencia pura o
de una innovación tecnológica abocada, principalmente, a
224 • Humanismo y posthumanismo

la construcción de mejores condiciones objetivas para una


libertad posible del sapiens.
Pero esto es solo una cara, entendemos, del fenómeno
transhumanista y de la compresión posible de las fuerzas
históricas. Antes observamos que las fuerzas duales de lo
histórico no son complementarias, como a nivel cosmo-
lógico propone la tópica heraclítea, sino contradictorias.
Por tanto, en el seno del transhumanismo, como en todo
fenómeno humano, la contradicción se infiltra en lo que
parece monocorde.
La contradicción entre el transhumano como inter-
vención tecnológica, como fuerza de control e inmovili-
dad sobre el sujeto, y lo posthumano, como potencial de
autotransformación futura del sapiens en un nuevo nivel.
Llegamos así a las costas de un posthumanismo binario que,
quizá, sea una continuación del humanismo de la autode-
terminación por otros medios.

V. Hiperfuturo, segundo origen e incertidumbre

El primer origen que destacamos en la sección II nos


devuelve a una valoración problemática de los inicios del
sapiens. Lejos de ser tema de conocimiento duro y defini-
tivo, la cuestión del origen no supera la condición de una
explicación teórica especulativa. También especulativa es la
visión futura del sapiens. La expresión de “segundo origen”
alude a este proceso posible y venidero, de algún tipo de
autotransformación estructural del sapiens. Segundo origen,
solo en principio, es lo que la propia filosofía transhumanis-
ta postula como el instante futuro de la “singularidad tecno-
lógica”. Un proceso en relación con el desarrollo de la inte-
ligencia artificial, que en su punto crítico máximo futuro
provocaría que, primero, los ordenadores igualen o superen
la complejidad del cerebro humano; segundo, que los orde-
nadores generen un caudal de inteligencia (entendida, claro,
Humanismo y posthumanismo • 225

como capacidad de procesamiento de información) que les


permita automejorarse, autotransformarse; y tercero, un
desarrollo de una magnitud tal que la inteligencia artificial
escape al control y comprensión de la inteligencia huma-
na, que generaría una ruptura total en el devenir de la
historia humana.
En esencia, estas visiones de evolución artificial son
todavía conjeturales. Pero en su punto crítico lo que se avi-
zora no es otro nivel de la autotransformación del sapiens
como tal, sino su eventual sustitución por una inteligencia
artificial. Esto significaría el remplazo del sapiens por sus
ordenadores devenidos totalmente autónomos.
Esto aún pertenece al ámbito de la ciencia ficción. Pero
esto último no es una observación peyorativa, dado que
todo lo que compone nuestro tecnomundo cotidiano en su
momento fue solo proyectado por la ciencia ficción, o ni
siquiera fue entrevisto como una posibilidad futura. Por
lo que en el trasfondo de la postulación de la singularidad
tecnológica lo que quizá debiera advertirse es que antes de
la cuestión de los frutos del desarrollo técnico‑científico
futuro está el hecho de que ese desarrollo acontecerá.
Más allá de las posturas humanistas clásicas que deva-
lúan el universo de las ciencias y las matemáticas, de los
dispositivos y las máquinas, una observación empírica que
se impone es que no sabemos cómo será el sapiens dentro
de cien o doscientos años. Pero con toda seguridad, por la
mediación de la tecnociencia, será de otra manera. A partir
de este hecho incontrastable la reflexión filosófica debiera
asimilarse a pensar al sapiens no solo desde lo que fue y
es, sino también desde su innegable e inevitable autotrans-
formación futura. Si acontecerá su autosustitución por la
inteligencia artificial, si plasmará un mundo futuro en el
que convivirá el sapiens posthumano con robots androides
de inteligencia autónoma o si el sapiens desaparecerá, final-
mente, por su fracaso inmunológico en nuevos escenarios
pandémicos ante virus hiperpoderosos futuros, eso también
pertenece a lo conjetural, y cuanto más nos proyectamos
226 • Humanismo y posthumanismo

hacia lo futuro, más incierta o imposible se hace cualquier


predicción.
Frente a esa visión de futuro no solo sería posible
un segundo origen, sino otros orígenes o refundaciones
de difícil o imposible previsión. Y este es el momento del
salto desde el concepto de futuro hacia un punto de impre-
visibilidad, más allá del cual ya no podemos prever los
resultados futuros del crecimiento exponencial de la tec-
nocultura actual.
Frente al hecho de la modificación del sapiens futuro,
nuevamente el análisis filosófico no puede separarse de
la imaginación especulativa (ámbito despreciado habitual-
mente). Pensamiento e imaginación debieran unirse para
intentar pensar (aun en lo impensable) las tramas desco-
nocidas futuras. Dentro del concepto de “hiperfuturidad”
se anida la potencialidad de la alteridad, del humano que
deviene un radicalmente otro, al punto de, quizá, superar su
antropocentrismo esencial5.
Sea cual sea la explicación última del primer origen,
el sapiens que atraviesa los estados del cazador-recolector,
sedentario agricultor, constructor de imperios, religiones y
la ciudad como centro civilizatorio se sitúa en la moder-
nidad en el centro de la escena. Una emblemática pintura
de Vittore Carpaccio (1456-1526), Retrato de un joven caba-
llero, Caballero joven en un paisaje, muestra a un caballero
en primer plano en el centro de un escenario poblado de
árboles, flores, plantas, murallas y pájaros, y un jinete. Es
la expresión artística de la conciencia del sujeto moderno
como sujeto centrado.

5 El punto de imprevisibilidad de la “hiperturidad” es “la demarcación entre la


historia previsible y lo inimaginable. Tras este punto, ya no podemos imagi-
nar cómo será el mundo, si ‘capitalista-futurista’, ‘neosocialista’ o algo total-
mente desconocido. Solo si nos proyectamos a ese hiperfuturo, la historia
recuperará toda su libertad. Ya no sería necesariamente la repetición de las
estructuras de la dominación, la manipulación o la vigilancia del presente”
(Ierardo, 2018b, p. 172).
Humanismo y posthumanismo • 227

El proceso del hombre en el centro se vigoriza cuando


la ciencia newtoniana prevalece en su lucha contra la visión
teológica del mundo como parte de la batalla cultural que
modela la cultura moderna secular. También contribuye a
este proceso el idealismo filosófico moderno en clave kan-
tiana y su postulado de que lo conocido es lo elaborado por
el propio sujeto de conocimiento.
Pero el antropocentrismo corre el riesgo de quedar
reducido a un concepto descriptivo general. Al traducir su
significación al plano de lo perceptivo, lo antropocéntrico
supone una forma de enclaustramiento o encapsulamiento
de la experiencia. El sujeto real se encierra en sus propias
representaciones, desde lo real desplazado por lo moderno
como época de la imagen del mundo6 o la representación
que desplaza la percepción de la realidad ambiental en lo
virtual no como continuación de lo exterior físico, sino
como su sustitución, a la manera como, por ejemplo, desde
la cultura popular lo presenta el film de Steven Spielberg
Ready Player One, de 2018.
El sujeto encerrado en sus representaciones es el antro-
pocentrismo como pérdida de conciencia de nuestro estar
desde siempre en la inmensidad ambiental. Esta figura del
sujeto degrada la percepción del mundo amplio físico y
sensorial, y lo comprime básicamente al estudio científico
especializado, o a la naturaleza de la experiencia turística, o
de ciertas experimentaciones artísticas.
El sujeto replegado en su representación es lo propio
de la cultura urbana antropocéntrica y de la forma de auto-
encierro en la virtualidad creciente, o el encierro en las
burbujas digitales de cada quien, que nos sitúa de espaldas
al mundo físico amplio, la realidad ambiental y el espacio,
desde la idea de que el sujeto (antropocéntrico) precede a
la inmensidad espacial.

6 “La imagen del mundo no pasa de ser medieval a ser moderna, sino que es el
propio hecho de que el mundo pueda convertirse en imagen lo que caracte-
riza la esencia de la Edad Moderna” (Heidegger, 1983, p. 74).
228 • Humanismo y posthumanismo

Llegados a este momento de la reflexión, la proyección


del posthumanismo nos introduce a la pregunta respecto
a si la transformación posthumana del sapiens significará
una profundización del antropocentrismo de la separación
del mundo real físico, o si supondrá una posible recupera-
ción acrecentada de este. Aquí la especulación es insalvable,
pero un posthumano del hiperfuturo bien podría augurar
un nuevo cuerpo, a través de dispositivos perceptivos que
supongan una nueva experiencia de inmersión no en la vir-
tualidad, encerrada en sí misma, sino en el entorno de la
inmensidad material.
La llamada realidad aumentada tiene como principio
básico la yuxtaposición de dispositivos digitales sobre la
percepción de lo físico exterior para transmitir más infor-
mación sobre el entorno7. El destino del posthumano en
la proyección hiperfutura podría significar, o no, un nue-
vo cuerpo de dispositivos de sensorialidad acrecentada, de
modo que la inmersión futura no sería solo en el mundo
virtual, sino en la profundidad del entorno material. Inmer-
sión físico-virtual en la inmensidad espacial.
Detener la especulación en este punto por el temor a
confundir pensamiento con ciencia ficción es no compren-
der la dinámica real del cambio perceptivo en la historia. Lo
que en un momento parece pura fantasía o incluso inima-
ginable, cincuenta años después se convierte en realidad
cotidiana. Hace tres décadas muy difícilmente se podría
imaginar que sería una nueva práctica cotidiana interactuar
con otra persona a miles de kilómetros de distancia con
una videollamada.
Y podríamos detenernos en una observación políti-
camente correcta del transhumano solo ligado a la inter-
vención tecnológica como aumento de control y cancela-
ción final del humanismo de la autonomía. Pero en una
visión más atrevida, desde una perspectiva de hiperfuturo,

7 Por eso no deben ser confundidos con los cascos virtuales que proponen
escenarios distintos al entorno físico inmediato para actos de inmersión.
Humanismo y posthumanismo • 229

la intervención tecnológica del posthumano podría impli-


car una nueva vida sensorial de una acrecentada percepción
del entorno ambiental, de modo que la potencialidad post-
humana no sea necesariamente la continuación del enclaus-
tramiento del sujeto, su inmersión solo en lo virtual o las
representaciones mentales, sino, por el contrario, otro para-
digma inmersivo: la inmersión en la amplitud y compleja
variedad del mundo físico, de modo de derivar en la para-
dojal recuperación de la apertura presocrática a la physis.
El regreso en un futuro estadio de alta mediación tecnoló-
gica de la percepción filosófica augural, fuera del mito, del
universo en su amplitud y presencia.
Por la mediación de esta apertura a la especulación
hiperfuturista, lo transhumano sería algo más que un
aumento de control del sujeto, o la amenaza de destruc-
ción final de las bases del humanismo. Si el humanismo es
una cualidad de la autotransformación desde lo que tema-
tizamos como su ontología primaria, entonces el paso del
humano hacia el posthumano no supone la cancelación de
la aventura humanista, sino su continuidad por otra vías.
La inmutabilidad del control es una constante histó-
rica, pero también lo es la cualidad de la autotransforma-
ción del sujeto. El posthumanismo sería la continuidad del
humanismo de la autotransformación en las condiciones no
ya de la imprenta o la navegación a vela, sino en el futuro
e hiperfuturo de la tecnociencia caracterizada por la veloci-
dad exponencial de la innovación.
La verdadera amenaza para el humanismo no es el
transhumano, sino la dificultad de la evolución moral. En
términos históricos, dicha evolución ha permitido superar,
en el discurso y las prácticas reales, la esclavitud del cuerpo
y la explotación desaforada en Occidente, pero no un orden
que impone la manipulación de las voluntades como exi-
gencia de la propia subsistencia del sistema. Y esto no cam-
biará, seguramente, en un mundo futuro y postpandémico.
La estructura del consumo en general, y del consu-
mo de entretenimiento, aun en la sociedad teóricamente
230 • Humanismo y posthumanismo

democrática, apela a estrategias de condicionamiento de las


personas a través de la sobreoferta del consumo, consignas
repetidas, publicidades e intentos de conquistar su tiem-
po y atención. La manipulación que invade la privacidad y
los deseos retarda la aparición de la consolidación de una
sociedad de individuos realmente autónomos. Este proce-
so, más que el transhumanismo, es lo que, en definitiva,
amenaza y disuelve las bases del humanismo de la autode-
terminación como autotransformación.
Si la sociedad globalizada evolucionará moralmente
para pasar del condicionamiento hacia una mayor libertad
real, esto es tan incierto como el futuro del posthumano.
Lo más seguro es que lo ya conocido, como la amenaza a
las libertades, se sostenga y se perfeccione. Solo en la dis-
tancia de lo muy lejano del hiperfuturo la relación entre
el individuo y la estructura de control que lo condiciona y
amenaza será distinta. Pero esto es tan conjetural como el
porvenir del posthumano.

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Comunicación y silencio en el sentido
ético de nuestra crisis
SAMUEL M. CABANCHIK

Nuestra crisis parece tener una propiedad antidivina, pues


mientras que de Dios ha podido decirse que es un círcu-
lo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en
ninguna, cabría más bien afirmar, por el contrario, que toda
esfera actual de sentido está en crisis, pero que en ninguna
hay un centro a partir del cual la corrosión empieza. Así, el
lugar de la crisis actúa como un agujero negro que aprisiona
toda luz. Frente a tal estado de cosas, salimos a la caza del
horizonte de sucesos que nos permita mirar en su interior,
tanteando en la oscuridad. Y para no extraviarnos en ella,
nos valemos de sentidos críticos provisorios, hipotéticos,
pobremente conjeturales.
En el presente trabajo, el hilo conductor para bosquejar
ese horizonte es el lenguaje, no como objeto de una teoría,
sino como dimensión de la organización práctica de la exis-
tencia. Dado que la palabra “crisis” requiere, para su aplica-
ción, del complemento “de x”, se dirá “crisis del lenguaje” o,
más precisamente en este caso, “crisis de la comunicación”.
Cuando se quiere elaborar una imagen abarcadora de
la crisis, se habla más bien de “crisis de mundo”, expresión
en la que “mundo” se equipara a “sentido”, con un alcan-
ce vital y civilizatorio. Por allí también comenzará nuestra
indagación, retomando un locus clásico: la propuesta de un
esquema general por parte de Ortega y Gasset, a partir de
sus consideraciones sobre el Renacimiento, en su libro En
torno a Galileo.
La tesis de Ortega es que toda crisis es histórica, y
que en ella se produce una pérdida de mundo, a diferencia

233
234 • Humanismo y posthumanismo

de darse un cambio en el mundo. Tres serían los rasgos


vitales cuando se pierde el mundo: la desorientación masi-
va, la dificultad para ensimismarse y el fingimiento. Ortega
vincula estos rasgos de la siguiente manera: ante la pérdida
de las convicciones o creencias en las que se está cuando
hay mundo, la vida en la crisis se vacía de sí misma y el
humano pierde entonces la característica que lo diferencia
del animal: su capacidad de ensimismarse, de escucharse y
dialogar consigo mismo.
Se reconoce aquí la influencia de Jacob von Uexküll.
A diferencia del humano, nos dice Ortega, el animal vive
su vida enteramente fuera de sí mismo, entregado a los
estímulos que le conciernen, perdido en el mundo, que es lo
mismo que no tenerlo. Por su parte, el hombre tiene mun-
do precisamente porque tiene chez soi, que es su capacidad
de retirarse del mundo, de vivir en el no mundo, o en el
límite de todo mundo.
A falta de auténticas convicciones que le otorgan un
ser en el mundo, la vida de la crisis abraza convicciones
negativas (o como supo expresar Héctor Álvarez Murena
en Homo atomicus: en el interregno en que nos encontra-
mos, cultivamos las artes negativas, en las que la creatividad
propia de las artes positivas invierten o pierden su sentido).
Entre la negatividad y el fingimiento, permanecemos en la
impotencia para orientarnos.
Munidos de este esquema, aproximémonos a los ava-
tares del lenguaje de la crisis, a las vicisitudes de la comu-
nicación en las actuales condiciones de existencia, en las
que, paradójicamente –o no tanto–, la comunicación se ha
vuelto sistema, el paradigma de la sistematicidad de cual-
quier sentido, incluso.
Nuestra conjetura es la siguiente: la crisis del lenguaje
es una crisis ética. Cuando el lenguaje expresa y comunica,
no estamos ni en la incomunicación ni en lo que llamare-
mos hipercomunicación, propia del solaz del fingimiento
que posibilita la existencia en red, de la que Facebook, por
caso, es un ejemplo paradigmático y sintomático a la vez.
Humanismo y posthumanismo • 235

Comencemos por la experiencia de la incomunicación.


Aquí, el testimonio de Primo Levi resulta especialmente
iluminador. En Los hundidos y los salvados, cuenta Levi que
en el Lager se vivía una radical incomunicabilidad. Lo que
regía no solo para quienes carecían de una lengua en común
con otros presos, sino aún más agudamente para quienes
comprendían la lengua de los carceleros: el alemán.
A propósito de ello, Levi nos recuerda el testimonio
de Jean Améry-Mayer, quien dice que el alemán del carce-
lero nazi “era una jerga bárbara que entendía, pero que le
desollaba los labios si intentaba hablarlo” (2014, p. 126). Es
que la jerga del Lager funcionaba como un aguijón o látigo
que se descarga sobre la bestia. De esta manera se producía
el monstruo de la incomunicación.
La jerga del Lager no era un lenguaje porque, indiferen-
ciada del látigo, impedía el ejercicio de la potencia lingüís-
tica. El espacio estaba lleno de ruido, amenaza y violencia,
de modo que el prisionero no podía encontrarse en el len-
guaje como en un retiro del mundo, que quedaba reducido
a un ambiente infernal, en el que solo podía producirse la
sobrevivencia o la muerte.
La palabra se volvía estereotipo para funcionar como
látigo; renunciaba a su dimensión semántica y expresiva, se
desnaturalizaba como código e impedía su devenir discur-
so. Era una palabra que ponía en crisis la comunicación por
defecto, por decirlo aristotélicamente. En ese contexto, solo
había un sentido por parte del amo-emisor: el látigo, y un
pequeño margen para conservar, en una suerte de mundo
precario, un lenguaje para resistir, hecho de retazos de un
tejido desgarrado.
La monstruosidad se originaba en una perversión: la
de separar los componentes del lenguaje y reducirlos a una
función. El componente expresivo, cuyo origen es el ges-
to de la vida espontánea, fue capturado en el Lager para
funcionar como pura orden sin regla; el componente sig-
nificativo sufrió, por su parte, la aberración de fracturar-
se en restos estereotipados de frases posibles, pero de un
236 • Humanismo y posthumanismo

discurso inexistente, negado con cada grito, con cada man-


dato indescifrable.
Esta doble reducción lograba convertir al lenguaje en
puro ruido, pero un ruido que, si hubiera acaecido en un
medio normal de vida, habría debido ser señal, signo. Por
ello resultaba más extremo para quienes entendían alemán,
pues ocurría entonces que lo que era reconocible como
signo era al mismo tiempo lacerado en su vuelo para llegar
a destino convertido en rugido. Ese rugido aún desgarraba
por dentro al hablante así incomunicado, aun para sí mis-
mo, colonizado por el ruido.
En la masa de ruidos, donde toda señal discriminada
perdía su posición en el código y en el discurso en virtud
de su reducción a pura violencia, lo que se volvía imposible
era el retiro del mundo, que es poder habitar el lenguaje
cuando no es de nadie, ni siquiera de uno mismo. Esta des-
posesión última está en el núcleo vivo del cual emana el
gesto primordial de la comunicación, que es en sí mismo
una forma del silencio.
Interroguemos este silencio con la ayuda de un com-
pañero insospechado: el meditador cartesiano. El demonio
que amenaza a Descartes no es el del silencio primordial,
donde la incertidumbre es insuperable porque ni siquiera
es formulable, sino el de la indistinción entre la voz propia
y la del Maligno. Cada vez que la autoconciencia pretende
hacer pie y establecerse en una experiencia del mundo y de
sí misma, podría ocurrir –según la duda metódica tributa-
ria del “Gran Fallor”, como sugiriera Lezama Lima en su
memorable Introducción a un sistema poético– que el equívoco
del significado y de la verdad nos despoje del mundo y de
nosotros mismos.
Cabe interrogar, entonces, ¿cómo, en virtud de qué, se
realiza esta operación? La respuesta se insinúa de inmedia-
to: porque el hablante no logra instituirse en el lenguaje,
quedando sumergido en ese otro sueño que es el “lenguaje
del Otro” cuando permanecemos fuera del lenguaje. Ocu-
rre como si un pensamiento no pudiera presentarse, al ser
Humanismo y posthumanismo • 237

capturado una y otra vez por el diálogo incesante que la


conciencia no puede dejar de oír.
No podrá negarse que el meditador cartesiano requiere
del lenguaje para emprender y proseguir su búsqueda impe-
nitente de una primera certeza. El cogito cartesiano, como
señalara Merleau-Ponty en su Fenomenología de la percepción,
es un cogito hablado. El lugar del pensamiento comienza
por ser un espacio de escucha de una voz, como también
desarrollara bellamente Peter Sloterdijk en un texto al que
nos referiremos en un momento. ¿Pero cómo saber si esa
voz expresa un pensamiento verdadero, esto es, uno que
cuente como experiencia y conocimiento del ser? He aquí el
punto en el que se produce la genial reorientación cartesia-
na, que la contemporaneidad filosófica ha denostado injusta
y apresuradamente, probablemente inducida por el propio
Descartes, quien no alcanza a ver con claridad que el pasaje
del pensamiento a la existencia –punto pivote de la certeza
perseguida– contiene a Dios, en tanto silencio primordial
(pero, más allá de que la respuesta fuera o no advertida en
estos términos por Descartes, su nouvelle filosófica puede
ser leída con este sentido).
Esta lectura permite extraer del pensamiento que se
piensa la certeza de la propia existencia; implica no ser el
sueño de otro, pues un personaje onírico no piensa, sino
que es pensado. Pero ese es el efecto “dialéctico” de la duda
metódica, que no puede sacarse de encima la sombra del
Maligno. Dicho de otro modo, si la voz de este no pudiera
ser silenciada, mi certeza de existir mientras pienso sería un
pensamiento suyo, no mío.
La bondad de Dios radica en esto: que no nos sueña,
que se calla, que hace silencio para que podamos existir.
Verdad es que si comenzáramos por Dios, solo tendríamos
un pavor, un silencio inhumano y cruel. El Maligno nos es
necesario para tener lenguaje, pues su naturaleza es confun-
dirnos con su cháchara. Incluso, tal vez nos diga la verdad,
lo que sería el colmo de la perversión mientras no alojemos
una voz propia entre las voces fantasmáticas que profiere.
238 • Humanismo y posthumanismo

Si algo parece seguro, es que Dios no puede ser una


voz sino un silencio, para que poblemos ese silencio con
nuestra palabra. Pero esta palabra no dejaría de ser un fan-
tasma si se pretendiera originaria de la conciencia solitaria,
que no podría ser otra cosa que la otra cara del Maligno.
La comunidad es constituyente de la condición de hablante
para cada quien: solo en ella accedemos a nuestra soledad,
que es solidaria de nuestro ser-en-común.
El meditador cartesiano –posición extrema pero posi-
ble para cualquier hablante– existe para sí mismo recién
cuando afirma que puede concebirse no nato, sin cuerpo
y sin padres, pues el mundo encarnado y los padres, como
los maestros escolásticos o los libros, bien podrían ser una
actuación más del Maligno. Así es que la propia existen-
cia individual y colectiva comienza por la aceptación del
riesgo de una palabra al viento, a la intemperie; por una
apuesta sin garantías.
Descartes se equivoca, en todo caso, al atribuir a Dios
el papel de “Gran Fiador” frente al del “Gran Fallor”. Su
bondad, como dijimos, su caridad, es aceptar que nuestra
propia palabra se aloje en su silencio. Pero ese silencio de
Dios es, precisamente, el lugar en el que pensamos, en el
que existimos.
Peter Sloterdijk (2008) ensaya un esclarecedor desarro-
llo a partir de una pregunta formulada por Hannah Arendt:
“¿Dónde estamos cuando pensamos?”. Estamos escuchán-
donos, indica Sloterdijk, como se escucha el meditador car-
tesiano hasta despertar del embrujo del Maligno. “Escucho
algo en mí, luego existo” es la verdad del cogito cartesiano,
podemos afirmar con este autor (p. 301).
Sloterdijk pretende erigir este cogito contra el carte-
siano, al apuntar que este nada fundamenta, pues

El sujeto solo puede estar en sí cuando se ha dado algo en


él que se puede oír también en él –sin sonido no hay oído,
sin otro no hay propio Yo–. Su propio Yo solo es conoci-
do como un ser pensante y viviente en tanto es un medio
Humanismo y posthumanismo • 239

que se hace vibrar por sonidos, voces, sentimientos, pensa-


mientos. (…) Existencialidad en lugar de sustancialidad, reso-
nancia en lugar de autonomía; percusión en lugar de fun-
damento (p. 303).

Y más adelante agrega: “Desligado de la esclavitud


semántica, el sonido sale de la sombra y se hace oír a sí
mismo con una frescura y pureza inauditas” (p. 305).
Si giramos ahora hacia el extremo opuesto de la inco-
municación monstruosa, podemos enfrentarnos con ella
como con un espejo que quizá le devuelva su verdad, la
de otro rostro del monstruo: la hipercomunicación. Como
imagen de esta, vaya este fragmento también de Peter Slo-
terdijk (2010): “El mundo como tal ha perdido la noche,
queda a merced en el futuro de un penetrante imperativo-
día. En el espacio global abierto y representado ya no hay
tiempos-fuera” (p. 172). Echemos una mirada a esa especie
de día polar en el que nos encontramos.
En la actualidad, nada es más fácil, aparentemente,
que ejercer la más plena potencia comunicacional, que se
vuelve protagonista en las redes informáticas, no solo inter-
viniendo en debates públicos de relevancia significativa,
sino alcanzando para la propia pequeña historia personal
la trascendencia de una épica otrora reservada poco menos
que a los héroes.
Y claro, por qué habríamos de lamentarnos de esta
democratización del acceso a la relevancia y valorización de
nuestra imagen y de nuestra palabra. Sin embargo, semejan-
te panacea de trigo se nos da mezclada con abundante ciza-
ña. Porque si lo propio de la incomunicación se origina en la
perversión que convierte todo signo en ruido, lo propio de
la hipercomunicación es convertir todo ruido en signo.
Acentuemos el contraste: en el Lager no hay espacio
para que los signos, a partir de su valor de uso, agreguen
valor de cambio; en la Gran Red no hay modo de librarse del
valor de cambio, de modo que todo signo queda anticipado
en su significación por el código de su mercadeo, antes de
240 • Humanismo y posthumanismo

que sea engendrado por un gesto auténtico en el hablante


que al menos le otorgue un valor de uso.
El contraste se neutraliza cuando se espeja, porque en
ambos ámbitos solo el ruido manda. Es cierto que en uno
es el látigo del nazi el único que se apropia de su poder,
mientras que en la Gran Red todos tenemos, al menos al
nivel de la manifestación, igual capacidad de ruido. Sin
embargo, por detrás de esta democracia, si aún hay sig-
nificaciones, permanecen medianamente ocultas, condicio-
nando, dirigiendo y seleccionando lo que puede o no ser
dicho, a partir del mecanismo de que, según sea, valdrá o
no en el intercambio.
Un mandato rige esta suerte de pseudocomunicación
que es la hipercomunicación: comunica para comunicar (su
fundamento es que si uno admite habitar el silencio –cuyo
revés es permitir que el silencio lo habite a uno– uno se
volverá insignificante, pues el nuevo cogito es “comunico,
luego existo”).
La hipercomunicación pone en crisis la comunicación
por dos vías: la primera –la más obvia–, por un exceso de
semantización del gesto; la segunda, como ha observado
agudamente Massimo De Carolis, al sustituir el valor de
toda creencia por el crédito que gana la expectativa comu-
nicacional.
Ahora bien, si tenemos en cuenta que las creencias que
tenemos, a diferencia de las ideas o representaciones epi-
sódicas, lo que según Ortega nos orienta, abriendo y con-
formando mundos, esto es, sentidos y valores, entonces una
vida absorbida enteramente por el crédito comunicacional
muestra toda su violencia negativa. A su vera, corremos
el riesgo de que nuestra potencia creativa como hablantes
del lenguaje sea constantemente entorpecida, disminuida y
desviada en favor del puro ruido que finge comunicación
para comunicar efectivamente nada.
Es momento de explicitar el sentido ético de esta crisis.
Entenderemos aquí la dimensión ética como conformada
a la vez por una pasión y por un acto. Nos apoyamos,
Humanismo y posthumanismo • 241

en primer lugar, en una hipótesis formulada y desarrolla-


da ya por Giorgio Agamben (1980), texto de conferencia
incluida en (2007, pp. 99-114). La teoría de las pasiones,
de las Stimmungen, nos dice Agamben, “es desde siempre el
lugar en que el hombre occidental piensa la propia rela-
ción fundamental con el lenguaje” (2007, p. 108). Su fuente
en esta elaboración es el estoico Crisipo, pero mucho más
Heidegger y Hölderlin. En su lectura de estas fuentes se
yergue la figura del origen del hablante en la apertura de
una escucha esencial: la in‑vocación del lenguaje. Citemos
a Agamben (2007):

El hombre tiene Stimmung, está apasionado y angustiado,


porque se tiene, sin tener una voz, en el lugar del lenguaje. Él
está en la apertura del ser y del lenguaje sin voz alguna, sin
ninguna naturaleza: él está arrojado y abandonado en esta
apertura y a partir de este abandono debe hacer su mundo;
del lenguaje, la propia voz (p. 109).

Pero este deber tiene dos registros: el de una condición


dada, contingencia inexorable, y el de la apelación a una
decisión: aceptar, querer, celebrar esta condición. En esta
aceptación se configura una inflexión estoica de una éti-
ca que encontramos elaborada por otra fuente primordial,
solo mencionada al pasar por Agamben en el texto de refe-
rencia: la perspectiva de Wittgenstein. Resumamos dicha
perspectiva.
Como se recordará, en Tractatus logico-philosophicus
6.41 Wittgenstein afirma que ningún hecho del mundo es
en sí mismo valioso, sino que el valor es una propiedad del
mundo o vida tomado como un todo. La vida feliz consiste
en la adecuación de la voluntad con la vida; la desgracia-
da, en su inadecuación. Esta diferencia se deriva, según la
anotación del 29/7/1916 del Diario filosófico, del modo en
que se ejerce esa voluntad o deseo. El modo en que desea
quien vive feliz es el de quien vive en el presente como
no viviendo en el tiempo (ver Diario filosófico, 8/7/1916,
242 • Humanismo y posthumanismo

donde Wittgenstein afirma: “Solo quien no vive en el tiem-


po, haciéndolo en el presente, es feliz”).
Ahora bien, ¿qué otro sentido puede darse a este “vivir
en el presente como no viviendo en el tiempo”, esto es, como
no siendo el presente viviente que sin embargo es, sino
como la afirmación o aceptación de la vida del viviente-hablante,
que Wittgenstein distingue de la vida fisiológica en tanto
afectada por la escisión que la constituye (Diario filosófico,
24/7/1916)? He ahí la concepción de la vida feliz propuesta
por Wittgenstein: es la vida que se acepta a sí misma en su
separación, pues solo una vida así puede ser una voluntad,
condición para que haya valor en la vida o mundo.
El panorama que se nos presenta ahora es el siguiente:
ser feliz en el mundo, si se entiende como la aceptación
misma de la condición humana en tanto viviente-hablante,
no solo es posible, sino que constituiría la única manera de
asumir dicha condición adecuadamente. Vive una vida feliz
quien se instala plenamente en la separación entre lengua-
je y vida, gracias a la cual tiene una vida, a sabiendas de
que por eso mismo no es una vida. Solo los seres humanos
podemos ser felices en este sentido.
En pocas palabras, cabe afirmar que la felicidad es la
norma misma del animal que habla, por lo que no solo
podríamos, sino que deberíamos ser felices. De ahí que
Wittgenstein escribiera el mandato: “¡Sé feliz!”. Pero el cum-
plimiento de este deber no consistiría en ninguna forma
específica de vivir la vida, excepto la de afectarse a sí mismo
con la escisión constitutiva de una vida humana.
A través de dicha afectación, el modo en que ejercemos
nuestra voluntad o nuestro deseo modifica a la vida de cada
quien como una totalidad. Se introduce así en la vida un
valor absoluto, que no sirve a los fines de indicar ningún
curso de acción específico, para lo cual están los valores
relativos dentro del mundo, pero que otorga a la vida como
tal la fuente misma de todo impulso en dirección de cual-
quier valor o cualquier finalidad.
Humanismo y posthumanismo • 243

La vida sumida en los hechos, en las representaciones


o en el ser, es una vida sin valor, pues para que haya valor
han de rebasarse los hechos y las representaciones hacia lo
que por definición no puede adquirir objetivación alguna
–lo que, si existiera, se impondría con necesidad imperativa
al viviente–. Por ello, porque en el mundo no hay necesidad
es que tampoco hay valor.
Esta construcción de la vida buena es solidaria con el
modo en que Wittgenstein abrazó la facticidad del lenguaje
en el Tractatus. Dado que la expresión de la ética no satis-
face las condiciones de sentido fijadas en dicha obra, solo
podía sobrevenir en el silencio místico. La filosofía se afir-
ma como una ética aceptando decir el sinsentido para que
el factum del lenguaje encuentre su enunciación. El silen-
cio se hace audible exclusivamente en primera persona del
singular, solidariamente a la ecuación solipsismo=realismo
propuesta en las sentencias 5.6 a 5.62 del Tractatus.
Si bien Wittgenstein pretende que este solipsismo rea-
lista se muestre sin decirse, se ve llevado a decirlo, inexo-
rablemente, en los sinsentidos filosóficos del Tractatus. He
aquí una primera transgresión en la que la filosofía aparece
aceptando el sinsentido para que un indecible finalmente
se haga decible.
A esta transgresión la Conferencia sobre ética del año
1929 agrega otra: la enunciación del sinsentido ético ejem-
plificado en su expresión paradigmática, “vivo la existencia
del lenguaje como un milagro”. Ambas expresiones juntas, la
del solipsismo lógico y la del “solipsismo ético”, conforman
las dos caras con las que se presenta la afirmación del len-
guaje como un factum originario e irreductible en el primer
período del pensamiento de Wittgenstein.
Esta conceptualización de la ética ubica al valor como
una envoltura imaginaria del mundo más allá del mundo,
del lenguaje más allá del lenguaje. Más adelante, el nuevo
modo de concebir la facticidad del lenguaje en el resto de
su obra permitirá a Wittgenstein trascender dicha cons-
trucción imaginaria habilitando, frente al solipsismo ético
244 • Humanismo y posthumanismo

explicitado, un ethos comunitario, no exento, por su parte,


de estructuración imaginaria.
En este punto no tenemos más que señalar que lo esen-
cial de la perspectiva del lenguaje en “el último Wittgens-
tein” muestra que no hay primero hablantes en tanto indi-
viduos que luego se encuentran entre sí para interpretarse
mutuamente, puesto que el individuo es ya comunitario,
dado que la comunidad es aquel plano, el lingüístico, que
hace de un individuo un hablante.
En esa condición comunitaria de la naturaleza y el ejer-
cicio del lenguaje se ubica un hiato, el “salto en el vacío” –o
“el seguir la regla a ciegas” del que nos habla Wittgenstein
en la sección 219 de Investigaciones filosóficas–.
Debido a ese hiato, lo mismo que hace posible el ser-
en-común del lenguaje hace también posible el no ser-en-
común de los hablantes; la facultad de entenderse es la
imposibilidad de garantizar dicho entendimiento en algo
estable y permanente, al abrigo de todo malentendido.
Ahora bien, es en ese hiato que debemos ubicar el ethos
comunitario como exigencia y como posibilidad. En vir-
tud entonces del giro práctico que lleva a un nuevo modo
de asumir el lenguaje como un factum, el “¡Sé feliz!” de
Wittgenstein alcanza una nueva dimensión. La exigencia de
felicidad ya no se deja comprender en la perspectiva del
solipsismo ético; ahora requiere de una realización comu-
nitaria. ¿Pero en qué podría consistir dicha realización?
No se trataría, ciertamente, de que sea feliz la comu-
nidad, sino de encontrar la posibilidad misma de la vida
buena en la vida en común del lenguaje y de las formas de
vida. El primer paso es reconocer que no hay vida –ni buena
ni mala– en el exilio de la vida común, que es la vida en
común. Es en medio de la vida en común que nos es dado
todo: nuestra soledad y la oportunidad de compartirla, la
materia misma de nuestras emociones, deseos y elecciones,
como también el orden moral que se edifica sobre ello: lo
bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, en fin, el cielo y el
infierno de lo humano.
Humanismo y posthumanismo • 245

Ahora bien, si la condición de esta ética es la pasión en


la que el hablante surge arrojado al mundo y al lenguaje, la
respuesta es su decisión de participar responsablemente en
el acto a través del cual asume su propia voz en la invoca-
ción del lenguaje. Es este acto el que se dificulta y ahoga tan-
to en las cruentas condiciones artificiales del Lager como en
las de la hipercomunicación que nos ofrece la Gran Red.
Pero desde el punto de vista de la realización ética,
no nos da lo mismo el Lager que la Gran Red, y por suer-
te nuestro problema ya no es el Lager –y esperemos que
nunca vuelva a serlo–. Exploremos entonces las dificultades
del acto –decir “acto ético” es redundante, pues el acto es
lo propiamente ético– en la tiranía hipercomunicacional
que nos envuelve.
Requerimos para ello de un mínimo esclarecimiento
ontológico, que aquí no puedo sino exponer sucinta y dog-
máticamente: el ser del acto es la participación, alcanzan-
do el propio ser su consistencia solo para quien participa.
Dicho de otro modo: únicamente para una forma de vida
cuya entidad misma implica ingresar en la realidad existir
es actuar. Y la estructura de la acción contiene a su vez las
determinaciones de la posibilidad y de la libertad.
Lo propio de la participación, como la filosofía sabe
desde tiempos de Platón, es ser irrepresentable. Y en la
medida en que hechos y representaciones son indiscerni-
bles para la conciencia teórica –algo que también sabemos
desde la Antigüedad pero que fue revitalizado en el pensa-
miento contemporáneo con impar claridad por Nietzsche–,
lo que se da a conocer o experimentar en el acto no se
inscribe ni en el mundo de los hechos ni puede ser cap-
turado en conceptos.
¿Es acaso entonces el acto, y con él la ética, inefable,
solitario habitante del silencio solipsista como en el Trac-
tatus? Pero, como señalamos, a Wittgenstein le fue posible
comunicar su ética, tanto a partir de las presuposiciones de
su primera filosofía como de la última. Retener este aspecto
246 • Humanismo y posthumanismo

de su enseñanza es crucial, porque nos lleva al corazón de


nuestra hipótesis.
En efecto, el lenguaje como acto comunica más acá y
más allá de las representaciones. Lo que se comunica es la
pasión primordial que lo habita, con la que se conforma
la posibilidad misma de tomar la palabra, de inscribir la
propia voz en todo aquello que, para la conciencia teórica,
se vuelve representación y, a fortiori, espectáculo.
Nos sentimos a gusto con esta perspectiva, acompa-
ñando a un autor que logró apreciarla y expresarla tem-
pranamente con inusual claridad: Mijaíl Bajtín, de quien es
oportuno citar un par de pasajes de su filosofía del acto
ético.
Enfrentado a la aparente inefabilidad del acto ético en
el que se manifiesta el ser y la verdad para quien participa
en él, o mejor aún, para quien es participado por él al ser
afectado en su existencia por un deber ser, escribe Bajtín:

El lenguaje es mucho más apto para enunciar justamente


esta verdad, que no el momento lógico abstracto en su
pureza. En efecto, lo abstracto en su pureza es inefable, mien-
tras que la expresión es demasiado concreta para el sentido
puro…Históricamente, el lenguaje iba formándose en el ser-
vicio del pensamiento participativo y del acto, y en cambio,
solo en el día de hoy de su historia se ha puesto al servicio
del pensamiento abstracto. Para expresar intrínsecamente el
acto ético y el acontecimiento singular del ser dentro del
cual el acto se lleva a cabo, se requiere toda la plenitud de
la palabra: la unidad de su aspecto de contenido semántico
(palabra como concepto), de su lado expresivo e ilustrativo
(palabra como imagen), así como de la entonación emocional
y volitiva (1997, p. 39).

Este texto, cuya redacción data de hace cien años ya,


no solo se mantiene actual, sino que su grado de acierto ha
aumentado. En aquellos años, Bajtín diagnosticaba la cri-
sis contemporánea sobre estas bases filosóficas, al apuntar
Humanismo y posthumanismo • 247

que se ha abierto un abismo entre el acto y su producto,


debido al cual

Todas las esferas de la realización responsable se retiran hacia


la región autónoma de la cultura, y el acto ético separado de
ellas degenera hasta el grado de una motivación biológica y
económica elemental, perdiendo todos sus momentos ideales:
tal es el estado de la civilización. Toda la riqueza de la cultura
se pone al servicio del acto biológico. La teoría abandona
al acto en medio de una existencia obtusa, succiona de él
todos los momentos de idealidad hacia su región autónoma,
empobreciendo al acto. De ahí viene el phatos de Tolstoi y de
todo nihilismo cultural (1997, p. 62).

El nihilismo vital y cultural al que refiere Bajtín se ha


acentuado y agudizado en la tardomodernidad de nuestros
días. La máquina abstracta se enseñorea de todo aquello que
pudiera surgir como palabra plena, esto es, como comuni-
cación, no solo de contenidos y representaciones, sino de la
participación en el ser del que surgen. La hipercomunica-
ción resulta de una operación sobre el acto, que al quedar
coartado de su realización objetivada convierte a esta en
mera parodia de sí misma, en un puro espectáculo, único
lugar que le es dado al sujeto para lograr una participación,
pero ya no en el ser, sino en su simulación de utilería.
Reencontramos aquí el fingimiento del que hablaba
Ortega. También para el filósofo español la cultura de la
crisis se vuelve mustia y enmohecida al no estar ya habitada
por la razón vital que la nutría. Creemos que en el terreno
del lenguaje y la comunicación el síntoma de nuestra crisis
puede leerse con claridad. Volvamos a ello por última vez.
En el plano ontogenético, diremos que el infante se
vuelve hablante cuando participa del lenguaje, tanto como
en el plano filogenético el animal se vuelve humano al
desarrollar la facultad lingüística. Pero la mediación entre
ambos planos constituye el escenario necesario en el que
el lenguaje alcanza su realidad: ha de comenzarse a hablar
248 • Humanismo y posthumanismo

para hacer de la palabra un signo: el medio en el que acce-


demos al ser y participamos en él.
Se advierte en esta imagen de nuestra relación con
el lenguaje que este tiene un origen y una intimidad con
aquello a lo que se encuentra remitido: el contexto vital
en el que surge y su potencia de retenerlo, comunicarlo
y transmitirlo.
Ahora bien, donde el vínculo con el origen en ese con-
texto esté elidido, el lenguaje será condenado a ahogarse
en un puro decir que ya no comunica. Porque esencial a la
comunicación es respetar algo así como un secreto que la
habita, siempre renovado en el curso del vivir.
Si nuestra concepción está bien encaminada, no pode-
mos sino evaluar que en el día polar de la hipercomunica-
ción el lenguaje se desnaturaliza, pues se pierde su límite
poroso con su más acá y su más allá, que le es connatural.
Aprisionados en la Gran Red, los signos ya no significan.
Pero este hecho es escamoteado porque el mecanismo del
sistema ordenado por el imperativo-día, esto es, el “comu-
nicarse” sin resto, nos provee de un sustituto eficaz.
La consecuencia civilizatoria de este desastre para la
palabra fecunda, para su capacidad de participación en el
ser, sea de modo poético o aún con alcance profético, es el
sostenimiento ortopédico de la vida a través de una con-
vención generalizada en la que la promesa de comunica-
ción se renueva con el acrecentamiento de un crédito sin
respaldo, sin fondos.
Aquí toda moneda se vuelve falsa; pero, en la medida en
que todos participamos en el intercambio, cumple aparen-
temente las mismas funciones que la auténtica. Sin embar-
go, mientras conservemos la capacidad crítica, la diferencia
pervivirá. Solo así podremos recuperar la escena del origen,
esa en la que nos constituimos como protagonistas, incluso
héroes de nuestras historias.
Desde ese punto de vista, el de la “razón vital” –para
usar la expresión de Ortega–, no hay pequeñas o grandes
historias, porque basta con ser hablantes para ser históri-
Humanismo y posthumanismo • 249

co con igual significación y potencia. Como decíamos al


comienzo con el filósofo español, toda crisis es histórica,
mejor aún, toda crisis lo es de la historia, porque en el
interregno de las crisis perdemos la transmisión de la que la
historia toma su sustancia.
El efecto-espectáculo de la Gran Red nos desarraiga
de la historia al sumergirnos en una infancia monstruosa,
condenada a no acceder a su madurez lingüística-vital. En
el gran espectáculo ya no se discierne entre el ruido y la
significación, por lo que los grandes sentidos transmitidos
a través de la historia valen por el impacto que tengan como
actores de reparto, según un libreto que nos hace a todos
falsos protagonistas de una historia de nada ni de nadie.
Apenas si hace falta aclarar que no son los dispositivos
técnicos en sí mismos los causantes de nuestro día polar.
Se trata más bien de que nuestras pasiones, la formación de
nuestros hábitos e incluso la construcción de significacio-
nes de todo orden, desde la esfera íntima hasta la pública de
la política, todo ello ha sido rápidamente formateado según
estos dispositivos. Es que las redes son el nuevo circo, en el
cual estamos tanto en las gradas como en la arena. (Todavía
el pan subsiste como un referente, que falta a la mayoría,
pero que no encaja, sobre todo cuando escasea, como si fue-
ra algo incomprensible que quizá algún dispositivo técnico
futuro logre sustituir).
Si bien toda civilización, en la plenitud de su fun-
cionamiento, ha tenido “pan y circo” como un contenido
estratégico, lo promovía dentro de un repertorio más vasto
y multifacético. La agudeza de nuestra crisis se presenta en
el hecho de que la organización técnica de nuestra vida lo
cubre todo cuantitativa y cualitativamente, pues cualquier
esfera de sentido palidece como insignificante frente al
mínimo ruido en la Gran Red, y toda idiosincrasia singular,
individuada a través de los cuerpos en su existencia solitaria
y comunitaria, se ubica por sí misma en los arrabales de la
esfera hipercomunicacional, sin eficacia y sin valor.
250 • Humanismo y posthumanismo

Debemos cuidarnos, no obstante, de ser reduccionistas


en este punto, pues la complejidad de la crisis presente
no admite explicaciones e inferencias de una sola cuerda.
Comenzamos observando este estado de cosas disperso, sin
centro, en el que el escalpelo analítico y crítico no logra rea-
lizar su corte con precisión. El efecto de conjunto, masivo,
es que la vida humana está ante una alternativa poco favo-
rable: resignarse a una existencia, o bien obsoleta, o bien
parásita, conectada a los sistemas abstractos o desconectada
hasta el extremo de no poder operar con eficacia en ningún
ámbito, sea individual o colectivo.
Tal vez por un efecto de la modernidad, la mirada
retrospectiva nos ofrece un contraste intenso, pues las crisis
pasadas –de Grecia, de Roma, del Renacimiento– parecie-
ron interregnos más breves que los períodos de estabilidad
y crecimiento entre los que se dieron, mientras que la que
trajo aparejada la modernidad no cesa de extenderse y pro-
fundizarse. ¿No estaremos entonces en una crisis final, no
ya de un mundo, sino de la mundanidad? ¿Dejaron de reno-
var sus sueños los seres humanos en los anteriores inter-
regnos, en las anteriores crisis? Porque es bastante patente
que hemos dejado de soñar… Es decir, tal vez no se trata, en
nuestra crisis, de la transformación de la vida humana, sino
de su liquidación final.
En la dimensión del lenguaje, la crisis acaso no sea la
de la comunicación, sino la de la comunicabilidad como tal.
La gravedad que supone la pérdida del lenguaje fue inme-
jorablemente testimoniada por filósofos, escritores y poetas
que sobrevivieron a los campos de exterminio de los nazis,
como ya referimos. Cerraremos nuestra reflexión citando
a Paul Celan (1998):

Algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y


cercano: el lenguaje. Sin embargo, el lenguaje mismo tuvo
que abrirse paso a través de su propio desconcierto, salvar
los espacios donde quedó mudo de horror, cruzar por las
mil tinieblas que mortificaban el discurso. En este idioma, el
Humanismo y posthumanismo • 251

alemán, procuré escribir poesía. Solo para hablar, orientarme,


inquirir, imaginar la realidad. De este modo, la poesía siem-
pre está en camino hacia la lengua adánica (p. 91).

Celan tuvo que atravesar las tinieblas de la peor noche


de la humanidad con la frágil luz de la poesía para rescatar
al lenguaje de su extinción; quizá nos toque a nosotros algo
no menos difícil: con esa tenue luz, iluminar las tinieblas
escondidas en nuestro prolongado y enceguecido día.

Referencias

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Bajtín, M. (1997). Hacia una filosofía del acto ético. Barcelona:
Antropos.
Celan, P. (1998). Sin perdón ni olvido. Antología. México: Uni-
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Lezama Lima, J. (2007). Confluencias (ensayos sobre poesía).
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Murena, H. A. (1961). Homo Atomicus. Buenos Aires: Sur.
Ortega y Gasset, J. (1956) En torno a Galileo. Madrid: Revista
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Sloterdijk, P. (2008). Extrañamiento del mundo. Valencia: Pre-
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Sloterdijk, P. (2010). En el mundo interior del capital. Madrid:
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Wittgenstein, L. (1982). Diario filosófico 1914-1916. Barce-
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252 • Humanismo y posthumanismo

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Paidós Ibérica.
Wittgenstein, L. (1999). Investigaciones filosóficas. Barcelona:
Altaya.

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