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El Texto y la imagen.

Jasón y Medea, de John William Waterhouse, 1907, colección privada.

Antes de ser la mujerona despechada y parricida que nos muestra la famosa tragedia de
Eurípides, Medea fue una muchacha enamorada. Esto es lo que nos muestra este cuadro de
Waterhouse, en correspondencia con los versos del canto III de Las Argonáuticas de
Apolonio. En este canto se nos describe, con lo que ahora llamaríamos finura psicológica, el
proceso de deslumbramiento y rendida pasión, que se apoderan del corazón de la infeliz
Medea al ver a Jasón. Él viene a robar el tesoro nacional de su pueblo: el vellocino de oro,
por lo que ese enamoramiento apasionado de la princesa tiene por objeto a un enemigo de la
patria y de su padre, y sólo podrá ser consumado mediante la traición a ambos.

El texto y el cuadro recrean la enorme tensión y la carga emocional del primer encuentro
entre ambos jóvenes. Jasón espera que Medea, que es maga, le dé una pócima de
invulnerabilidad que le permita acometer con éxito el reto mortal a que lo ha enfrentado el
rey (y padre de ella) Eetes: uncir al yugo dos toros salvajes que resuellan fuego por los
ollares. Ella, a la vez que resuelta a complacer a su amado, está llena de dudas y
culpabilidad. Finalmente, se la ofrece, dando un paso adelante que resultará irreversible
para todos.

El cuadro nos muestra el instante anterior a la entrega de la pócima. La escena está cargada
de tensión y de violencia tácita en la expresión y el gesto de sus protagonistas, que
permanecen mudos. Las posturas forzadas de los dos personajes son delatoras de sus
violentas emociones internas, nada plácidas ni complacientes. ¡Un presagio del desdichado
final de ese amor que nace ya espurio! Jasón aparece retraído en una postura defensiva y
ansiosa. Todo él está envarado dentro de esa pose contraída. Sus pies se juntan y flexionan,
como si estuvieran listos para la huida inminente. Como si expresaran que él no desea estar
allí. Está sentado al borde del asiento (típica expresión de ansiedad), y se aferra a su lanza
¡con ambas manos! Estas tienen los tendones y los músculos en tensión, con los nudillos
blancos, y al cerrarse sobre el pecho de él subrayan su actitud a la defensiva. La cabeza se
vuelve hacia ella, pero no con actitud amorosa, sino de una vigilante expectación que no
desea delatarse, lo cual le da eso que los clásicos llamaban una “expresión indefinida”. El
rostro desea expresar amor y placidez, pero el cuerpo entero grita tensión y ansiedad
violenta.
Medea por su parte es apenas un rostro en claroscuro sobre la significativa gran mancha roja
que es su vestido. Posiblemente, un augurio de la sangre homicida que se derramará por su
causa y por su culpa. O una evocación de la condición sanguinaria de quien, al fin y al cabo,
es una bruja extranjera. Un sapillo (ingrediente obligado del caldero de las brujas) corretea a
sus pies.
Medea es hermosa, y viste ricos atavíos de princesa. Pero su rostro muestra un gesto de
inseguridad. Rehúye la mirada del hombre que la lisonjea, y también la del delicado
ungüentario que manipula. Sus ojos se dirigen al frente, como ponderando sobrecogida lo
que está por venir como consecuencia de lo que está haciendo.
Nada hay de amoroso en la escena, salvo quizá la aproximación de las rodillas de él a las de
ella. Pero incluso este rácano gesto de galanteo es más una maña de seductor que la
expresión de un afecto sincero.
La fuerza de los personajes es tal que eclipsa el entorno pictórico en que se desenvuelve su
encuentro: el vago fondo de un bosque sagrado, la serpiente custodia del vellocino, que se
aproxima por la izquierda, el caldero hirviente de los bebedizos…

Waterhouse lo pinta, y Apolonio lo cuenta con delicados versos:

“Y ambos, mudos y en silencio, se quedaron el uno frente al otro, parecidos a robles o a elevados
abetos, que están arraigados en las montañas / … / Comprendió Jasón Esónida que ella había caído
en un aturdimiento de origen divino, y tal discurso pronunció halagándola: 967-74

¿Por qué ante mí, doncella, te muestras tan tímida, si estoy solo? No soy yo, por cierto, cual otros
hombres orgullosos. Así que no sientas pudor en exceso, muchacha, de preguntarme o decirme lo que
te plazca. ¡Ea!, puesto que venimos bien dispuestos el uno hacia el otro, en este lugar sacrosanto,
donde no es lícito cometer falta, habla y pregunta abiertamente. Y no me engañes con afables
palabras, puesto que antes prometiste a tu hermana darme las anheladas pócimas. Te lo ruego como
suplicante y huésped tuyo. Vengo aquí, implorando de rodillas por una necesidad apremiante. Pues
sin ti no superare la lamentable prueba. Yo después te pagaré gratitud por tu ayuda, como es lícito y
conviene a quienes habitan alejados, procurándote renombre y hermosa gloria. 975-95

Así dijo alabándola. Y ella, bajando su mirada, sonrió de modo angelical. Se le regocijo por dentro el
ánimo, exaltada con su halago, y de nuevo le miró con sus ojos de frente. No sabía qué palabra
dirigirle primero, sino que anhelaba decírselas a la vez todas juntas. Impulsivamente, sin reparo, sacó
de su banda perfumada la pócima y él en seguida la recibió en sus manos gozoso. Y el alma entera
incluso le habría entregado emocionada, tras arrancársela del pecho, si él lo hubiera deseado. 1008-
17.
Apolonio de Rodas, Las Argonaúticas, canto III. Traducción de M. Valverde Sánchez

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