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FACULTAD DE INGENIERÍA INDUSTRIAL Y DE SISTEMAS

ESCUELA PROFESIONAL DE INGENIERÍA DE SISTEMAS

TEMA:

“Crítica constructiva sobre Marianela”

CURSO:

FILOSOFIA Y ETICA

DOCENTE:

DELGADO MEJIA, JOSE

CICLO / SECCIÓN:

VI / “A”

ALUMNA :

GUTIERREZ LUJÁN, SARA LIZBETH


AÑO:

2019

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Resumen

Basada en la novela homónima de Pérez Galdós. Marianela, una joven huérfana y poco agraciada
que ha sido acogida caritativamente por una familia, dedica su tiempo a cuidar a Pablo, ciego de
nacimiento e hijo del dueño de las minas. A través de Marianela, el joven llega a imaginar cómo es
el mundo y se enamora de su cuidadora, a la que cree muy hermosa, pero ella, aunque también lo
ama, no quiere que él sepa cómo es.

Elementos introductorios

Esta novela, como algunas otras de la obra de Benito Pérez Galdós (1845-1920 ), se halla inserta en
el realismo que caracteriza a este autor español, y que en algunas otras tales como Misericordia,
linda básicamente con el Naturalismo, y en otras con el Regionalismo. Ello por cuanto el mismo
Galdós realiza una subdivisión de su obra en cuatro grandes temas: 1) novelas españolas
contemporáneas de la primera época, 2) episodios nacionales, 3) novelas españolas
contemporáneas, 4) dramas y comedias. Marianela se halla en el primer grupo, que va de 1867
hasta 1879, y obedece a una manifestación del ser español ubicado en el campo.

Su narrativa es básicamente española, y se manifiesta en principio como rechazo al Romanticismo,


de ahí la temática y el estilo que se manifiesta en su producción.

Critica:

Recordemos que la belleza es la expresión del carácter, o, dicho de otro modo, de los hábitos
morales y que, por consiguiente, está exenta de toda pasión.

Ahora bien, lo que nos hace falta es la pasión; la belleza sólo puede darnos probabilidades
respecto a una mujer, y aun estas probabilidades sólo en cuanto a lo que ella es considerada en
frío; y las miradas de una amante picada de viruela son una realidad seductora que anula todas
las probabilidades posibles”.

El lector cómplice de Marianela se ve obligado a asumir, no sin cierto horror, que la concepción o
el sentimiento del amor en Pablo es, hasta cierto punto, de signo opuesto a las tiernas

(y mundanamente ambiguas) afirmaciones de Stendhal.

La intensa pasión con la que Pablo y Marianela vivieron los días idílicos de la juventud entregada
a los efectos de los más variados sentimientos amorosos, se verá truncada por la luz cegadora del
sentido estético de Pablo. Con Marianela experimentó la alegría íntima y exaltada de una pasión
rebosante de libertad, ilusiones (en su caso, también de tipo óptico, incluso en el aspecto más
literal del término, según iremos observando), ternezas, proyectos... júbilo, en definitiva, que se
revelará, al final de la novela, como un ensueño pasajero en la vida del mancebo enamorado.

2
Pablo fue feliz junto a Marianela mientras, gracias a su ceguera física, fabuló un idilio junto a una
joven de extraordinaria belleza, a pesar del limitado concepto que podía tener de lo bello en su
dimensión material.

El hecho de que desee apreciar una excelsa belleza en la figura de Nela (con el natural propósito
de que adorne sus grandes virtudes espirituales) no es algo censurable; siempre que no exceda
los límites de la fidelidad que le debe y le ha prometido al alma entregada de su compañera64.

Pero que el amor puede mostrarse huraño o caprichoso y que no siempre resulta o nos parece
justo, son realidades con las que, tarde o temprano, tendrá que enfrentarse el joven lazarillo. No
obstante, trataremos de reflexionar sobre los motivos que se encuentran tras la tragedia
amorosa de Marianela.

Según el proceso evolutivo de Pablo Penáguilas a lo largo de su vivencia del amor, tendríamos
que concluir que el sentido de la belleza se encuentra estrechamente vinculado a dos cualidades
esenciales de la naturaleza humana: la emulación y el sentido de semejanza.

“Los negros ojuelos de la Nela brillaban de contento, y su cara de avecilla graciosa y vivaracha multiplicaba sus
medios de expresión, moviéndose sin cesar.

Mirándola se creía ver un relampagueo de reflejos temblorosos, como los que produce la luz sobre la superficie
del agua agitada.

Aquella débil criatura, en la cual parecía que el alma estaba como prensada y constreñida dentro de un cuerpo
miserable, se ensanchaba y crecía maravillosamente al hallarse sola con su amo y amigo.

Junto a él tenía espontaneidad, agudeza, sensibilidad, gracia, donosura, fantasía.

Al separarse, parece que se cerraban sobre ella las negras puertas de una prisión.”

Pablo apreciaba su propia belleza, de forma clara y distinta, en las facciones perfectas de su prima
Florentina. Sin embargo, no podía dejar de experimentar extrañamiento ante las hechuras
deformes del rostro y el cuerpo de la dulce Marianela.

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El ser humano trata de emular aquello que le es grato, y le suele parecer grato aquello con lo que
establece cierta afinidad o considera esencial para completar la belleza del propio ser o de la
propia existencia. En cambio, se verá repelido, generalmente, por lo que perciba como rotunda
antítesis de sus virtudes y, potencialmente, esté en disposición de disminuir sus cualidades
intrínsecas o el valor de la proyección de su imagen ante el mundo. Marianela, desde luego, no
estaba llamada a potenciar (ni siquiera a acompañar dignamente) las armoniosas proporciones de
la belleza física, adónica, de Pablo:

Su cara parecía de marfil, contorneada con exquisita finura; mas teniendo su tez la suavidad de la de una
doncella, era varonil en gran manera, y no había en sus facciones parte alguna ni rasgo que no tuviese
aquella perfección soberana con que fue expresado hace miles de años el pensamiento helénico.

Aun sus ojos, puramente escultóricos porque carecían de vista, eran hermosísimos, grandes y rasgados.
Desvirtuábalos su fijeza y la idea de que tras aquella fijeza estaba la noche.

Frente a este dechado de perfecciones estéticas, emerge la tímida figura de Marianela:

Teodoro se inclinó para mirarle el rostro. Este era delgado, muy pecoso, todo salpicado de menudas
manchitas parduzcas. Tenía pequeña la frente, picudilla y no falta de gracia la nariz, negros y vividores los
ojos; pero comúnmente brillaba en ellos una luz de tristeza.

Su cabello dorado-oscuro había perdido el hermoso color nativo por la incuria y su continua exposición al
aire, al sol y al polvo.

Sus labios apenas se veían de puro chicos, y siempre estaban sonriendo; pero aquella sonrisa era
semejante a la imperceptible de algunos muertos cuando han dejado de vivir pensando en el cielo.

La boca de la Nela, estéticamente hablando, era desabrida, fea; pero quizás podía merecer elogios,
aplicándole el verso de Polo de Medina: «es tan linda su boca que no pide».

En efecto; ni hablando, ni mirando, ni sonriendo revelaba aquella miserable el hábito degradante de la


mendicidad callejera.

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En la novela de Pérez Galdós siempre se manifestó una ferviente admiración por la aristocracia
del espíritu, esa “que no podía ser fruto de la educación”. Esta es una inapelable virtud de
Marianela, de quien el narrador se complace en contarnos:

“Sus palabras [...] sorprendieron a Golfín por lo recatadas y humildes, dando indicios de un
carácter formal y reflexivo.

Resonaba su voz con simpático acento de cortesía, que no podía ser hijo de la educación, y
sus miradas eran fugaces y momentáneas, como no fueran dirigidas al suelo o al cielo ”.

Pero Marianela es, además, un ser sin memoria, sin conciencia del tiempo ni de la maldad, y de
apariencia, ideas y costumbres "salvajes", es decir, no muy ortodoxas: “Vestía una falda sencilla y
no muy larga, denotando en su rudimentario atavío, así como en la libertad de sus cabellos
sueltos y cortos, rizados con nativa elegancia, cierta independencia más propia del salvaje que del
mendigo ”.

A lo largo de los siglos, de siglos y siglos de literatura, se nos ha encarecido la fuerza con que la
semejanza genera y potencia las afecciones amorosas. Un trivial parecido, una afinidad de gustos
e intereses, una visión del mundo o una ideología comunes... son bastante, en muchos casos, para
sugerir en el amante la pertinencia de la esperanza, que suele ser, a su vez, la antesala de toda
pasión amorosa. Estos rasgos comunes de pensamiento, fenomenológicos o de carácter se erigen
en pilares sobre los que reposará o emergerá el amor en sus estadios iniciales.

De todos es conocido, sin embargo, el elevado componente imaginativo y creativo que lleva
implícita la génesis del enamoramiento. Tras la etapa inicial de fascinación amorosa, el amante
puede ratificar los supuestos parecidos de su cara mitad o bien comprobará, con asombro
aterrado o dolorido (según el carácter o la naturaleza del enamorado; el estado, cualidad o virtud
de sus sentimientos...), que dichas afinidades nunca llegaron a ser más que meras conjeturas.

Para entonces, el amante tal vez ha llegado a amar al otro con honda pasión y no valorará las
diferencias sino como nuevas bendiciones que coronarán la felicidad alcanzada con las riquezas
de lo bello y distinto. O, tal vez, el fuego de su amor se haya visto reducido, o entrañe ya la
propensión a consumirme, animado, además, por el desalentador descubrimiento.

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Cuando se desvelen las diferencias irreconciliables antes de que el amor haya hecho pleno asiento
en el alma del enamorado, el dudoso amante podrá convenir, con su conciencia, poner fin a los
anhelos, por el riesgo que comporta su cumplimiento.

Incluso los más ardientes enamorados recreados por la imaginación literaria de todos los tiempos,
se ven obligados a plantearse, en algún momento de su peregrinación amorosa, la magnitud de
los peligros que corren, y a valorar, o bien la posible compensación que se derivaría de asumirlos,
o bien las fuerzas de que disponen para renunciar a un amor que, indefectiblemente, nació
condenado a ser causa última de la autodestrucción o el aniquilamiento de los amantes.

Pero puede ocurrir, también, como es el caso de Pablo, que el amor se desvanezca, sin trauma de
consideración, al caerse la seductora venda de la ceguera de los ojos del enamorado. Entonces
cabría preguntarse si realmente lo estuvo alguna vez o fabuló su espíritu una pasión que lo
ayudara a sobrellevar la persistente desdicha de su existencia.

Al comienzo de la narración, Pablo es descrito como un ser de deslumbradora claridad interior. El


narrador pretende sugerirnos que, quien físicamente no ve, puede traer con él la luz y el orden al
"caos primitivo" – aunque ya no tan prehistórico- de la civilización. Su limitada o imaginaria
"visión" espacial de las cosas (obtenida a través de los ojos de Marianela) no disminuye,
aparentemente, en un punto la dimensión metafísica de su conocimiento y de su sentimiento. Es
más, incluso podríamos decir que la ceguera potencia el vuelo de su espíritu (tal vez, a causa de
esos mismos ojos que gustosamente le presta la Nela).

Progresivamente se nos revelará Nela como la verdadera iluminada; pero, en el comienzo, es


Pablo quien siempre multiplica la pronunciación del nombre de la desvalida, con inusitada
emoción.

¿Se trata de amor por la vida tranquila, de razonado y razonable instinto de supervivencia o de
repugnancia hacia la versión decadente y degradada de lo que, con un descorazonador índice de
probabilidad, nunca podrá ser: la vivencia plena y eterna del Amor Absoluto?

¿Pueden o deben coartar estos peligros el derecho de toda persona a forjarse la mejor de las
vidas posibles; el deseo de combatir la viudedad, la orfandad y la desolación de quien sobrevive a
una gran pérdida o de quien nunca ha poseído nada; ¿siendo su precio, entonces, la soledad y la
infecundidad de una vida errática y desierta?

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Marianela no pudo ni quiso adoptar esa actitud ante la vida. Marianela nunca tuvo nada que
perder, salvo el amor de Pablo. Cuando lo perdió, por las leyes más elementales y aleatorias de la
naturaleza (aquellas que son más fácilmente refrendadas por la enérgica fauna social), entregó el
espíritu a su amada Virgen María: el Ser Supremo bien predispuesto a amarla, a quien Marianela
entendió que debía aspirar todo ser enamorado.

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