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Hay versículos de la Biblia que no son fáciles de entender y menos de aplicar.

Uno de esos está en…


EL JUICIO DE DIOS
MIGUEL ÁNGEL NÚÑEZ

Hay versículos de la Biblia que no son fáciles de entender y menos


de aplicar. Uno de esos está en el Salmo 7: “¡El Señor juzgará a los
pueblos! Júzgame, Señor, conforme a mi justicia; págame conforme
a mi inocencia” (Salmo 7:8)

No nos gusta ser juzgados


A nadie en su sano juicio le gusta ser juzgado. Un juicio, en una
corte, es un lugar intimidante. Un juez, fiscales, abogados
defensores, actuarios y todos los que allí están para acusar,
condenar o absolver. No importa qué haya hecho una persona, sea
inocente o culpable, un juicio produce una sensación de
vulnerabilidad enorme, se está ante el arbitrio de un juez y de un
cúmulo de leyes y recovecos legales. Es imposible no sentir la
presión estando en un juzgado. Por esa razón no es extraño que
muchas personas sufran de ataques cardiacos, picos de ansiedad o
molestias físicas, cuando son citadas ante un tribunal.

El salmista pide ser juzgado


Sin embargo, el salmista nos da cuenta de a una persona totalmente
tranquila al presentarse al juicio, al contrario de lo esperable, lo
solicita. Pide con urgencia ser juzgado. ¡Qué! ¡Es una locura! ¿Cómo
podemos solicitar que nos juzguen? Es algo insólito. ¡Claro que lo es
cuando medimos el juicio de Dios conforme a los cánones humanos!

Dios, juez y parte


¡Bendito sea Dios cuando él es el juez! Menos mal que ningún ser
humano está en el juicio para actuar como juez o fiscal. Es Dios
mismo quien dirige el juicio. Lejos de apesadumbrarnos o
asustarnos, debería darnos alegría, porque a diferencia de cualquier
juzgado humano, Dios es juez y parte. Juez, porque determina y
dictamina el resultado del juicio, pero a la vez es parte, porque
ofreció a su propio hijo como garantía de imparcialidad, para
que todo aquel que en el crea no se pierda y tenga vida
eterna (Juan 3:16). ¿No es hermoso? ¿Qué juez humano ha hecho
eso alguna vez?

«Me gozo en el juicio»


Por esa razón, una de las frases favoritas de Martín Lutero era: “Me
gozo en el j. luicio”, porque sabía que su inocencia estaba
garantizada gracias a los oficios de Cristo, que no sólo es nuestro
garante, sino que fue nuestro sacrificio y, además, es nuestro
abogado defensor (1 Juan 2:1). Otra vez, juez y parte, porque Cristo
es el juez (2 Timoteo 4:1).

No temamos al juicio, sino a alejarnos de Jesús


Tristes, tristísimos los cristianos que creen que estarán ante un juez
que busca encontrar en ellos alguna falla. Si nos presentáramos a
cualquier juez humano, ¡por supuesto seríamos hallados faltos!
Pero, nos presentamos en el juicio de Dios y allí, en Cristo, todos,
tenemos garantizado un resultado de inocencia, porque Jesús
mismo es nuestro aval. No hay que temerle al juicio, hay que
temer alejarse de Jesús.

Trofeos de su amor
He escuchado tantos sermones herejes en relación al juicio que lo
único que me provoca es rechazo, incluso, a la misma palabra
“juicio”. Sin embargo, si nos atenemos al contexto bíblico, el juicio
es una buena nueva porque, en el fondo, no somos nosotros los
juzgados, sino que Dios es quien, acusado por Satanás, nos
presenta a nosotros como trofeos de su gracia, merecedores de
su amor.

Quienes venden un juicio intimidante, y la idea absurda de que


nuestros nombres están pasando por el tribunal celestial con la
convicción de miedo que eso produce, simplemente, no entienden la
gracia ni el significado profundo de la redención.

Cristo ha pagado por nosotros


Cristo ha muerto en nuestro lugar. ¿Qué parte de ese
maravilloso mensaje no logran entender? Cristo ha pagado lo que
no podíamos entregar y lo ha hecho con su propia sangre. ¡Esa es
la buena nueva! El juicio es el momento de la vindicación del
nombre de Dios y el momento sublime en que los hijos de Dios
son llamados justos en virtud de la justicia y la santidad de
Cristo. Toda idea extraña a ese concepto bíblico de juicio,
simplemente, es de factura humana y por lo tanto falsa. Por esa
razón, tal como Lutero, me gozo en el juicio, Dios es mi juez y a la
vez, mi garante. ¿Qué puedo temer?

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