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UN DIOS JUSTO

CH SPURGEON

CUANDO sentí la convicción del pecado, tuve a la vez una profunda y aguda sensación
de la justicia de Dios. El pecado, sea lo que sea para otros, fue para mí una carga
intolerable. No se trataba tanto de que temiera la ira venidera, sino que temía el pecado.
Sabía que era yo horriblemente culpable y recuerdo sentir que si Dios no me castigaba
por el pecado, en realidad debería hacerlo. Sentí que el Juez de toda la tierra debería
condenar los pecados como los míos. Me puse por juez y me condené a mí mismo a
morir, porque confesé que, de haber sido Dios, no podía haber hecho otra cosa que enviar
a lo más profundo del infierno a una criatura tan culpable como lo era yo. A la vez, me
pesaba en la mente una profunda preocupación por honrar el nombre de Dios y por la
integridad de su gobierno moral. Sentía que no podría satisfacer mi conciencia si fuera
perdonado injustamente. Los pecados que había cometido tenían que ser castigados. Pero
entonces surgió la pregunta de cómo podía Dios ser justo y a la vez justificarme a mí que
era tan culpable. Le pregunté a mi corazón: “¿Cómo puede ser justo y a la vez el
Justificador?” (Rom. 3:26). Me preocupaba y sentía la carga de esta pregunta, y no podía
ver una respuesta. Por cierto que nunca hubiera podido inventar una respuesta que
satisficiera mi conciencia.
La doctrina de la expiación es, a mi entender, una de las pruebas más confiables de la
inspiración divina de las Sagradas Escrituras. ¿A quién se le hubiera ocurrido que el
Soberano justo muriera por el rebelde injusto? Esta no es una enseñanza de la mitología
humana ni el sueño de una imaginación poética. Este método de expiación es conocido
entre los hombres sólo porque es un hecho. La ficción no podía haberlo inventado. Dios
mismo lo ordenó. No es algo que hubiera podido ser fruto de la imaginación.
Yo había escuchado, desde mi juventud, acerca del plan de salvación por medio del
sacrificio de Jesús, pero no sabía mucho más acerca de él en lo más profundo de mi alma
que si hubiera nacido en un ambiente pagano. Me vino como una revelación nueva, tan
nueva como si nunca hubiera leído las Escrituras, que Jesús había sido declarado como
“propiciación por nuestros pecados” (1 Juan 2:2), a fin de que Dios fuera justo.
Sintiéndome inquieto ante la posibilidad de que un Dios justo pudiera perdonarme,
comprendí y vi por fe que él, que es el Hijo de Dios, se hizo hombre, y en su persona
bendita cargó con mis pecados en su propio cuerpo sobre el madero. Vi que el castigo de
mi paz fue sobre él, y que por su llaga fui curado (Isa. 53:5). ¿Alguna vez has visto algo
así? ¿Has comprendido cómo Dios puede ser totalmente justo, sin remitir el castigo ni
desafilar el filo de la espada, y a la vez ser infinitamente misericordioso y justificar al
impío que acude a él? Es porque el Hijo de Dios, supremamente glorioso en su persona
incomparable, se ocupó de vindicar la ley, cargando con la sentencia que yo merecía, y
por consiguiente, Dios puede perdonar mis pecados. La ley de Dios fue más vindicada
por la muerte de Cristo que si todas las transgresiones hubieran sido castigadas para
siempre. El hecho de que el Hijo de Dios sufriera por los pecados estableció más
gloriosamente el gobierno de Dios que si toda la raza humana hubiera sufrido.
“¡Jesús cargó con la pena de muerte en nuestro lugar!” ¡Piensa en esta maravilla! ¡Allí
cuelga de la cruz! ¡Este es el cuadro más grandioso que jamás verás: El Hijo de Dios e
Hijo del hombre! Allí, está, soportando sufrimientos indecibles –el Justo por los injustos–
para acercarnos a Dios. ¡Oh, la gloria de ese cuadro! ¡El Inocente sufriendo! ¡El Santo
condenado! ¡El eternamente Bendito hecho maldición! ¡El infinitamente Glorioso
sufriendo una muerte vergonzosa! Más contemplo los sufrimientos del Hijo de Dios, más
seguro estoy de que ellos satisfacen mi caso. ¿Para qué sufrió, sino para librarnos del
castigo que merecíamos? Entonces, porque el Hijo de Dios nos libró del castigo por su
muerte, estamos libres de él, y los que creemos en Jesucristo no tenemos por qué temer al
castigo. Ya que la expiación hecha está, Dios puede perdonarnos sin que sea sacudido el
fundamento de su trono o sea borrada ni una letra de su libro de estatutos. La conciencia
obtiene una respuesta completa a su pregunta tremenda. La ira de Dios contra la
iniquidad, cualesquiera que sea, tiene que ser más terrible de lo que podemos concebir.
Bien dijo Moisés: “¡Quién conoce el poder de tu ira!” (Salmo 90:11). No obstante,
cuando escuchamos clamar al Señor de Gloria: “¿Por qué me has desamparado?” (Salmo
22:1) y lo vemos entregar su espíritu, sentimos que la justicia de Dios ha sido vindicada
abundantemente por una obediencia tan perfecta y una muerte tan terrible como la que
sufrió una Persona tan divina. Si Dios mismo se inclina ante su propia ley, ¿qué más
queda? Hay más en la expiación por vía del mérito que la que hay en todo el pecado
humano por la vía de la falta de mérito. El gran golfo de este sacrificio amoroso del
mismo Jesús puede tragar en su totalidad las montañas de nuestro pecado. En el nombre
del bien infinito de este Hombre único que nos representa, el Señor puede mirar con favor
a los demás hombres, por más indignos que sean. Fue el milagro de los milagros que el
Señor Jesucristo tomara nuestro lugar y “cargara, para que nosotros nunca cargáramos, la
ira justa de su Padre”. Pero así lo hizo. “Consumado es” (Juan 19:30). Porque no
escatimó a su Hijo, Dios salva al pecador. Dios puede pasar por alto nuestras
transgresiones porque cargó esas transgresiones sobre su Hijo unigénito.
¿Qué es creer en él? No es meramente decir: “Él es Dios y el Salvador”, sino confiar en
él completa y enteramente, y para toda tu salvación desde ahora y para siempre –tu
Señor, tu todo. Si estás dispuesto a tener al Señor Jesús, él te tiene ya. Si crees en él, te
aseguro, no puedes irte al infierno, porque eso anularía el sacrificio perfecto de Cristo. Si
el Señor Jesús murió en mi lugar, ¿por qué habría yo de morir también? Cada creyente,
por fe, ha confiado en ese sacrificio y lo ha hecho suyo, y, por lo tanto, puede estar
seguro de que nunca perecerá. El Señor no recibiría esta ofrenda hecha por nosotros para
después condenarnos a morir. El Señor no puede leer nuestro indulto escrito en la sangre
de su propio Hijo para luego enviarnos al tormento eterno. Eso sería imposible. ¡Oh,
quiera Dios darte la gracia ahora mismo para poner tus miras en Jesús, la fuente de
misericordia para el hombre culpable! ¿Entrarás en este bote salvavidas tal como eres?
Aquí encontrarás salvación del naufragio. Acepta la liberación segura. ¡Toma ese paso,
tómalo ya!
Te contaré algo acerca de mí mismo para animarte a hacerlo. Mi única esperanza de
llegar al cielo descansa en la expiación total hecha en la cruz del Calvario por el impío.
En esto confío firmemente. No tengo ni siquiera un rayo de esperanza en ninguna otra
cosa. Tú te encuentras en la misma condición que yo, porque ni tú ni yo tenemos en
nosotros mismos nada que pueda ser digno de confianza. Unamos las manos, parémonos
juntos al pie de la cruz y confiemos nuestra alma de una vez para siempre a Aquel que
derramó su sangre por el culpable. Seremos salvos por el único y mismo Salvador. Si
acaso murieras a pesar de confiar en él, yo también moriría. ¿Qué más
puedo hacer para mostrarte mi propia confianza en el Evangelio que te he presentado
aquí?

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