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MÁS ALLÁ DE LA CULTURA: LA NECESARIA RECUPERACIÓN DE UN

CONCEPTO ACTUALIZADO DE CIVILIZACIÓN


Pablo Navarro
Universidad de Oviedo

[Borrador. No citar]

1. INTRODUCCIÓN: EL SIGNIFICADO ESTRATÉGICO DEL CONCEPTO


MODERNO DE CULTURA

A lo largo del último siglo hemos asistido sin duda a la pleamar de la noción moderna de
cultura. Una noción bien distinta de la idea originariamente asociada a ese término, y que
ha ganado en influencia, paradójicamente, a medida que se diluía su objeto –las culturas
locales, regionales y nacionales, progresivamente desarticuladas y barridas por la influencia
irresistible de una emergente cultura global–.
El concepto de cultura, en su versión moderna, nace con el objeto de relativizar la
noción ilustrada de civilización. Ese concepto debía ser la herramienta epistémica
encargada de visualizar en positivo y dentro de una descripción coherente las realidades,
tanto materiales como espirituales, propias de sociedades distintas de la occidental. Así
empleado, el concepto moderno de cultura debía permitir la valorización y el estudio
sistemático, en pie de igualdad, de las distintas sociedades con las que los países
occidentales habían venido tomando contacto a través del comercio, la actividad misionera,
la conquista o la administración colonial.
El concepto moderno de cultura debía permitir el estudio de esas sociedades en sí
mismas, evitando prejuicios etnocéntricos al caracterizar los rasgos de éstas de acuerdo con
su propia lógica interna. La “cultura civilizada”, desde esta perspectiva, no podía aspirar a
preeminencia alguna, al dibujarse como una cultura más al lado de las otras. El moderno
concepto de cultura ha tenido un éxito tan extraordinario desde su formulación en la
segunda mitad del siglo XIX, que hoy constituye lo que Ortega y Gasset denominaría una
creencia. Todos asumimos ese concepto casi sin darnos cuenta, lo damos por bueno y lo
aplicamos a las situaciones más diversas. Mas la idea moderna de cultura, por iluminadora

1
que sea, tiene también sus contraindicaciones. Su voluntad de presentar los distintos
universos culturales como todos coherentes, cerrados por su propia consistencia interna,
corre el peligro de convertir esos universos en realidades hipostatizadas, incapaces de
relacionarse unas con otras y blindadas frente a la iniciativa del individuo.
En las secciones siguientes veremos cómo se engendró ese concepto moderno de
cultura, cuáles son sus insuficiencias y cómo cabe repensar su relación con otra idea
congénere pero hoy casi en desuso, la noción de civilización. Las conclusiones de nuestro
examen de ambas ideas apuntarán en la dirección de una revalorización y acualización de
esa vieja noción de civilización, que permitirá relativizar dialécticamente el mismo
concepto de cultura, y entender de manera menos encorsetada y más creativa las relaciones
entre el individuo y su entorno cultural, así como entre las diferentes culturas.

2. CIVILIZACIÓN Y CULTURA EN LA ÉPOCA CLÁSICA

La noción de civilización se perfiló, en su acepción clásica, por contraste con la idea de


barbarie, en relación con la cual establecía una asimetría insalvable –tanto en el orden
cognitivo como en el valorativo–. La civilización era la figura gestáltica que reunía todos
los valores positivos, en tanto que la barbarie aparecía como el fondo que encarnaba todos
los negativos.
No hace falta insistir aquí en el origen etnocéntrico de la idea de barbarie. Baste
constatar que la barbarie se constituye como mediación externa de la civilización. A través
de la idea de barbarie, la civilización de afirma y critica a sí misma, y establece todo un
sistema de actitudes, valores y patrones cognitivos que le proporcionan una identidad.
En esta época clásica el concepto de cultura, por su parte, formaba pareja
indisociable, productiva y reproductiva, con la idea de civilización. Si la barbarie era lo que
nos permitía, por contraste, definir la civilización en positivo, la cultura era lo que nos
permitía reproducir la civilización a la escala del individuo. La noción de cultura
(literalmente, “cultivo”) tenía un carácter conativo: era no una cosa, sino un proceso. El
proceso que permitía al individuo adquirir la civilización, la plena condición de civilizado.
En términos más castizamente sociológicos, la cultura era la socialización en la

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civilización. O lo que es lo mismo, la cultura era justamente lo que nos permitía reproducir
la civilización a la escala del individuo: era la mediación interna, subjetiva, a través de la
cual la civilización se producía y reproducía a sí misma, al asegurar su propio proceso de
avance (su propio progreso) filogenético al encarnarse en la ontogenia misma de los sujetos
sociales.
La noción clásica de cultura entiende pues ésta como el instrumento por el que la
civilización se reproduce a sí misma a la escala del individuo. Mas obsérvese que en la
medida en que la civilización se dota a sí misma explícitamente de ese mecanismo de
reproducción individual, la noción de civilización comienza a perder su contenido
etnocéntrico originario. Ahora lo que se contrapone a la civilización, cada vez más, es no la
mera barbarie del foráneo, sino la falta de cultura que puede afectar tanto al nativo como al
extraño. Puede decirse que, en cierto modo la noción de cultura civiliza la idea de
civilización, al definirla no en los términos negativos y primariamente etnocéntricos con
que ésta se contrapone con la barbarie, sino de forma positiva, conativa, universalista y
cosmopolita. Si la cultura, y no el nacimiento, es lo que proporciona la civilización,
entonces todo el mundo, hasta los bárbaros, puede acceder a ésta.
La cultura no es pues sólo el modo como la civilización se reproduce interna y
subjetivamente, a la escala del individuo. Es también la forma como la civilización postula
su ideal de cara al exterior, a un universo bárbaro que sólo lo es en la medida en que no
participa de esa cultura, pero que puede dejar de serlo en cuanto la haga suya. A través del
concepto originario de cultura, y aliada a otros conceptos universalistas como el de
“humanitas”, la civilización adquiere un proyecto y una dinámica expansiva, que estará en
el origen de algunos de sus mejores logros.

3. LA DESESTABILIZACIÓN DE LOS CONCEPTOS DE CIVILIZACIÓN Y


CULTURA POR EL PENSAMIENTO ILUSTRADO

Todo indica que esa visión clásica de la pareja cultura/civilización resulta desestabilizada
por ciertos desarrollos del pensamiento ilustrado. En cierto modo, la Ilustración representa
la ruptura del espejo en el que la civilización occidental se había mirado y reconocido. Para

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el pensamiento ilustrado, la superficie tersa y brillante de la civilización aparece cuarteada
por toda suerte de fisuras e incoherencias, provocadas por innumerables atavismos
irracionales heredados de una tradición tan ignorante como obsoleta.
La Ilustración representa el momento en que la civilización, a la vez que intenta
realizar su particular “perestroika”, comienza a dudar de sí misma, empieza a relativizarse
no como antes, externamente, en relación con el otro bárbaro, sino internamente, en
relación con su propio proyecto. La crítica ilustrada abre una brecha en la seguridad con
que la civilización se postulaba a sí misma como un “work in progress”, al imponer una
distancia crítica en relación con sus supuestos, objetivos y resultados.
Es la época en la que el bárbaro cede el protagonismo al buen salvaje, como
elemento contrastante de la realidad civilizada. Es también la época en la que la civilización
y su cultura, todavía entendida en términos clásicos, comienza a dudar no sólo de sus
propios valores, sino también, con Rousseau[1], de su propio valor. Cada vez más, a partir
de ese momento la cultura se percibirá no sólo como solución, sino también como problema
(el malestar de la cultura).

4. EL CONCEPTO MODERNO DE CULTURA

A pesar de la relativización que el pensamiento ilustrado opera sobre el binomio


civilización/cultura, habrá que esperar al último tercio del siglo XIX para encontrar una
formulación clara del concepto moderno de cultura. La definición de Edward B. Tylor, aun
tentativa, ofrece un claro indicio del espíritu que preside esta nueva forma de concebir la
idea:

La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que


incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y
cualesquiera otros capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la
sociedad1.

1
Véase 2. Kahn, J.S., El concepto de cultura : textos fundamentales. 1975, Barcelona: Editorial
Anagrama., p. 29.

4
Lo primero que llama la atención en la anterior definición es la disyunción asimilativa que
convierte en equivalentes dos conceptos hasta entonces entendidos de manera relacionada
pero distinta. Como se ha subrayado más arriba, en la acepción clásica del término la
cultura no era un sinónimo de la civilización, sino el instrumento por el que la civilización
se reproducía a sí misma a la escala del individuo. Al quedar asimilada al concepto de
civilización, la cultura deja de ser un proceso que opera en el plano individual, y pasa a
convertirse en un objeto más o menos complejo (en un sistema, como se terminará por
convenir) coextensivo con la realidad social que constituye su base.
Según esta formulación, pues, la cultura no se concibe ya como un proceso que
actúa en el plano de la ontogénesis social del individuo, sino como un conjunto de
elementos –creencias, actitudes, costumbres, hábitos, artefactos...– interconectados y en
cierto modo congruentes –es decir, como un sistema, según la formulación que hará fortuna
en el siglo XX–. Conviene subrayar que ese sistema sólo existe en la medida en que se
encarna en una determinada sociedad o grupo social en principio identificable.
Podemos entender las razones por las que Tylor realiza esta asimilación de los
conceptos de cultura y civilización. Su intención era encontrar un marco epistémico común
que permitiera la comparación y clasificación evolutiva de las distintas sociedades
humanas. Para establecer ese marco común era preciso desmontar la vinculación clásica
entre cultura y civilización, que impedía, por una parte, concebir como civilizados los
modos de vida de muchas sociedades “inferiores”, y por otra entender como cultura la
socialización de los individuos en esas formas de vida no civilizadas. La asimilación de los
conceptos de cultura y civilización operada por Tylor rompe el carácter excluyente de
ambos y los iguala por abajo: generaliza el concepto de civilización (Tylor se referirá a
renglón seguido a “la civilización de las tribus inferiores”) y elimina el carácter selectivo de
la cultura, al hacer la idea equivalente a la de conjunto de productos de la mente humana en
sociedad.
¿Por qué se produce esta mutación radical en el concepto de cultura? Obsérvese que
la misma equivale de hecho a la desactivación de la noción de civilización, que se fundaba
en un contraste irrenunciable con la idea de barbarie, o al menos con una exterioridad
difusa representada por el mundo no civilizado. Si todas las sociedades, incluso las “tribus

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inferiores” son civilizadas, el concepto de civilización resulta enteramente ocioso –y, en
efecto, desprovisto de tarea alguna, ha dejado poco a poco de utilizarse como término
científico, al menos en la jerga de la sociología y la antropología cultural–. El concepto de
cultura, por el contrario, ha conocido un extraordinario desarrollo, tanto extensional como
intensional.
El éxito del moderno concepto de cultura proviene de su capacidad sustitutiva
respecto de la vieja idea de civilización. En un momento en el que esta idea se estaba
volviendo molesta –tanto por razones epistémicas como por razones prácticas–, la noción
moderna de cultura era una alternativa llena de ventajas. No tenía resonancias tan
inequívocamente negativas como las que suscitaba el término civilización, y con una
variación casi imperceptible de su uso tradicional podía responder a las necesidades
descriptivas de la ciencia social del momento.
Es claro que la idea de cultura, por tener un carácter menos “objetivo” que la de
civilización, era más fácilmente generalizable que esta última a todo tipo de sociedades. La
cultura, por ser una realidad originariamente asociable a la subjetividad del individuo, se
puede atribuir a formaciones sociales que tienen un bajo nivel de desarrollo material –cosa
que resulta mucho más forzado hacer con el concepto de civilización–. A constituirse en
categoría predicable de toda clase de sociedades, el concepto moderno de cultura estableció
una equiparación básica entre todas ellas que iba a permitir su examen científico en pie de
igualdad.

5. EL DESÁNIMO DE LA CIVILIZACIÓN

El concepto moderno de cultura sustituye pues al viejo concepto de civilización negándolo


en el fondo, al anular la distinción fundamental en la que éste descansaba: el contraste entre
civilización y barbarie. El moderno concepto de cultura borra esa distinción o, mejor, la
convierte en irrelevante, al abarcar por igual a sociedades situadas a uno y oro lado de la
misma. Cuanto más se afianza y difunde esa idea moderna de cultura, más se deslegitima
epistémicamente la noción de civilización

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Esta deslegitimación epistémica tiene como componente actitudinal anejo una
neutralización valorativa de esa noción. Mientras que el viejo concepto de civilización
entraña una valoración positiva, el concepto moderno de cultura conlleva, casi por
definición, una actitud de neutralidad valorativa que se proyecta sobre la misma idea de
civilización.
La relativización de la idea de civilización, operada a través del concepto moderno
de cultura, tuvo un éxito tan fulminante que dejó esa egregia idea reducida a cenizas. Si lo
que en principio se pretendía a través del moderno concepto de cultura era generar una
otreidad (una colección de otros culturales) capaz de dialogar en positivo con la “cultura
civilizada” dominante, el resultado final de ese empeño fue la disolución de cualquier
concepto de civilización científicamente manejable.
Esta progresiva deslegitimación epistémico de la idea de civilización coincidió con
una fase de intenso “soul-searching” de la conciencia occidental. Las catástrofes bélicas y
sociales que han marcado el staccato histórico del último siglo no favorecieron
precisamente la confianza en el futuro de una civilización que parecía, en muchos aspectos,
desprovista de sentido. Todo ello influyó en el descrédito de la idea, que quedó convertida
en una referencia retórica utilizada cada vez con menor convicción.

6. EL OBSTINADO DESPLIEGUE DE LA CIVILIZACIÓN, O LA DIFÍCIL


VISUALIZACIÓN DE LO EVIDENTE

Y, sin embargo, eso que todavía llamamos civilización nunca ha tenido un éxito tan
incontestable como en los últimos cien años. No solamente por los avances materiales
innegables –baste con un solo ejemplo, aunque nada menor: a lo largo del siglo pasado se
ha casi duplicado la esperanza de vida de los seres humanos–, sino por algo quizá más
importante: la civilización se ha difundido, con un vigor inusitado, por todos los ámbitos
geográficos y en todas las culturas. Es cierto que la accesibilidad a los bienes de la
civilización es todavía muy limitada para gran parte de la población en amplias zonas del
planeta. Pero se trata de un problema de oferta, no de demanda. En ningún lugar existe una
resistencia apreciable al avance de las formas de vida civilizada. Antes al contrario, es la

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imposibilidad de acceder a las ventajas asociadas a esas formas de vida la raíz de buena
parte de los problemas sociales y políticos que afronta nuestro mundo.
Conviene subrayar el hecho de que la demanda civilizatoria no entiende de barreras
culturales: prácticamente todas las culturas2 participan de esa demanda, con una
sorprendente unanimidad de gustos y preferencias3 en relación con los bienes que la
civilización aporta. Esto es tan evidente que parecerá una constatación innecesaria. Y sin
embargo, el asunto debiera causarnos alguna sorpresa. Pues de acuerdo con la acepción
moderna del término cultura que se acaba de comentar, y teniendo en cuenta que la
percepción de la realidad social humana predominante hoy en día es la culturalista, sería
previsible que las diversas culturas mostrasen una considerable resistencia a los cantos de
sirena civilizatorios. Pues la introducción en las distintas culturas de los bienes y elementos
de la civilización tiene como consecuencia inevitable, a medio o largo plazo, la
desarticulación de tales culturas como sistemas coherentes y viables.
Se dirá que ciertas culturas se defienden activamente de esos efectos indeseables
que el proceso civilizatorio les acarrea. Mas cuando observamos de cerca esas maniobras
defensivas nos damos cuenta de que éstas, en primer lugar, no suelen dirigirse hacia los
bienes civilizatorios en sí mismos, sino más bien hacia los contenidos y las
transformaciones culturales transmisibles a través de ellos. Por ejemplo, el Irán de los
ayatollahs no condena las que denomina “antenas paradiabólicas” por odio a la televisión
en sí –un medio que está perfectamente dispuesto a utilizar a su modo y manera–, sino por
el temor que le suscitan los contenidos accesibles a través de este medio. En segundo lugar,
es notoria la ineficacia a largo plazo de todos esos intentos de ponerle puertas al campo de
la civilización.
Pues bien, ese indiscutible triunfo, ese insaciable y universal apetito civilizatorio
resulta extremadamente difícil de visualizar en términos conceptuales y teóricos. Es como
si nos hubiéramos acostumbrado tanto a la evidencia del fenómeno que hubiéramos dejado
de percibirlo. La razón de esta extraña ofuscación reside en que la masiva presencia del

2
Excepto algunas excepciones casi anecdóticas, representadas por grupos sociales como los Amish,
conscientemente opuestos a la introducción en sus vidas de algunos de los elementos que la civilización les
ofrece.
3
Es cierto que los gustos culturales pueden ser diversos, pero la apreciación de los bienes civilizatorios que
permiten satisfacer esos distintos gustos culturales es prácticamente unánime. Así, la afición por la televisión,

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fenómeno en cuestión contradice claramente algunos de los supuestos más sagrados de la
“Weltanschauung” culturalista. Una “Weltanschauung” que por otra parte, y como se
apuntó más arriba, se cuidó de diluir –y, en último término, de liquidar discretamente– el
concepto mismo de civilización, hasta hacerlo desaparecer del paisaje epistémico.
La tesis básica que animará el resto de esta ponencia es la de que el concepto de
cultura, tal y como ha venido siendo interpretado en los últimos tiempos, representa más
una barrera que una ayuda para entender adecuadamente los procesos de transformación
cultural y de desarrollo civilizatorio a los que asistimos en la actualidad a escala planetaria.
Ese concepto, además de ser obstinadamente refutado por los hechos, impide –al bloquear
el desarrollo de cualquier idea de civilización– la recta intelección de la dinámica de
transformaciones que está experimentando nuestro mundo. Veamos cuáles son algunas de
las insuficiencias del concepto que nos ocupa.

7. CULTURA: UN CONCEPTO SIN CONTRACONCEPTO

Lo primero que hace conviene evidenciar es que el moderno concepto de cultura exhibe un
carácter marcadamente imperial o, si se prefiere, omnívoro. Nada parece quedar fuera de su
jurisdicción. En la medida en que por cultura se entiende tanto la cultura material como la
espiritual, todo lo que el ser humano recibe de la sociedad, o crea en sociedad, debe
considerarse como realidad cultural.
La única esfera que parece limitar la noción moderna de cultura es la naturaleza.
Cultura sería todo lo que en el ser humano y sus sociedades no es, directamente, natura. Al
hablar de la idea clásica de civilización dijimos que ésta se contraponía a la noción de
barbarie, como la figura se contrapone, en una composición gestáltica, al fondo. Algo
similar sucede con la relación entre los conceptos de cultura y naturaleza. La cultura es la
figura perfilada y brillante; la naturaleza, el fondo borroso y apagado. Para el punto de vista
culturalista, en efecto, la naturaleza humana es un concepto que sólo se evoca para ser
negado, sin más consideraciones, como irrelevante para lo que se juzga de verdad

o por el cine, se da en todas las culturas, aunque el cine que prefieren ver las masas indias es a menudo muy
diferente del que cautiva a los europeos.

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interesante, que es todo aquello que se concibe imperialmente integrado bajo la soberanía
del concepto de cultura.
Así, la noción de naturaleza sólo contribuye a definir la idea de cultura como un
límite negativo y absoluto, no como un entorno con el que esa idea pueda mantener
fecundas relaciones de intercambio epistémico. De ahí que la relación del concepto
moderno de cultura con lo que constituye su fondo gestáltico –la idea de naturaleza– sea
casi totalmente improductiva.
Si bien se mira, el de cultura es, en realidad, un concepto sin contraconcepto. Es una
figura desprovista un fondo mínimamente relevante para su propia autocomprensión, una
pura forma que sólo sabe remitirse a sí misma, reproduciéndose en el juego de las infinitas
diferencias idiosincrásicas detectables entre las diversas culturas. La única mediación que
ese concepto reconoce es la atributiva, que le permitiría diferenciar entre culturas o, si se
quiere, entre ámbitos culturales diferentes. Pero esta mediación no permite establecer una
diferencia con aquello que no es cultura, sino con lo que es, simplemente, otra cultura.
Las posibles mediaciones interculturales intentadas por los primeros autores que
utilizaron el concepto moderno de cultura (el mismo Tylor, por ejemplo) descansaban en
supuestos evolucionistas que fueron pronto desechados por las siguientes generaciones de
antropólogos y sociólogos culturales. Como resultado de esta pérdida de mediaciones
cognitivas externas, el concepto de cultura quedó encerrado en sí mismo, en sus infinitas
ejemplificaciones empíricas. Por eso, la idea moderna de cultura no permite establecer, ni
ni mediaciones epistémicas entre las diversas culturas, ni mediciones transversales de sus
posibles diferencias. Éstas diferencias interculturales son meramente constatables y
descriptibles, pero no conceptualizables como tales.
Por todo lo dicho, el concepto de cultura permite pensar la diversidad, pero no
integrarla, ni teórica ni prácticamente. No nos faculta para comparar las culturas más allá de
la constatación de sus diferencias, y sea cual sea el procedimiento utilizado para
distinguirlas. Tampoco permite visualizar la evolución de esas culturas en el tiempo. La
ciencia de la cultura se ha convertido así, en buena medida, en una ciencia ahistórica y
aislacionista en relación con su objeto de estudio –las diversas culturas humanas–.
Sin pretender entrar a fondo en el asunto, cabe apuntar que el autismo del concepto
de cultura es una manifestación más del aislacionismo que practican las ciencias sociales,

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desde hace más un siglo, con respecto a las demás ciencias, y en especial con las otras
ciencias humanas (antropología física, psicología, neurociencias) así como con las ciencias
de la vida en general.
El absolutismo epistémico del concepto de cultura, en efecto, separa las disciplinas
que lo utilizan del resto del saberes de que disponemos acerca del ser humano. Como ya se
ha apuntado, ese absolutismo conduce a un cierto imperialismo categorial: todo,
prácticamente, es cultura, y de este modo no es posible distinguir niveles, o elementos
transversalmente diferenciables que permitan comparar culturas. La combinación de
absolutismo e imperialismo llevan así a la clausura de cada cultura en su propia burbuja
cognitiva.
Conviene reparar en el hecho de que el concepto de cultura ha sabido engastarse
hábilmente en el de sociedad, de tal manera que los dos se complementan y refuerzan
mutuamente: la cultura sería a la vez el recurso y el producto de la vida social, y ésta no
sería sino la actualización, como conjunto estructurado de acciones humanas, de aquélla.
Mediante esta complementariedad es posible definir el objeto social tanto en sus límites
como en sus contenidos. La cultura marcaría en buena medida los límites de lo que se
considera como una única sociedad, y ésta –sus distintos actores– producen y reproducen
con su acción dicha cultura. Por su parte, esa cultura es la que da sentido a tales acciones y
permite así estructurarlas “desde dentro”, a partir de la subjetividad –culturalmente
configurada– de los agentes sociales.
Mas esa complementariedad, al tiempo que genera una forma de ver, entraña una
forma de no ver, una suerte de bloqueo conjunto de la mirada. Lo que la pareja conceptual
cultura/sociedad no ve son justamente los bordes movedizos y las nuevas realidades
emergentes en los sistemas sociales que se definen a través de ella. Sobre todo, como cabría
esperar, lo que el par conceptual que nos ocupa no es capaz de percibir son las relaciones
sociales sin vínculo cultural, por una parte; y por otra, las creaciones sociales que no
parecen integrarse fácilmente en el concepto estándar de cultura. Las dos cosas están desde
luego relacionadas; pues las indicadas relaciones sociales suelen ser precisamente las que se
ponen en pie a través de creaciones sociales como las sugeridas, y éstas últimas resultan a
menudo producidas por tales relaciones sociales extraculturales.

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Ocurre que esto que queda fuera del cierre categorial operado por la pareja
cultura/sociedad es justamente lo más interesante, por ser lo que resulta más decisivo en la
evolución de sociedades como las modernas –y más todavía en nuestra agigantada sociedad
global–. Eso que queda fuera de la cultura, en el sentido estándar del término, es lo que en
otros tiempos habríamos asociado sin dudarlo al concepto de civilización.
Resulta así que la idea moderna de cultura, suyos méritos son en muchos aspectos
innegables, se constituye también en un obstáculo epistémico de primer orden, que nos
impide, como consecuencia de su complexión epistémica actual –del hecho de que, además
de ser una forma de ver, sea también una horma de no ver, debido a la misma área de
sombra que proyecta su presencia– conceptualizar algunos de los proceso sociales más
poderosos que están dando nueva forma al mundo actual. Y todo indica que esa área de
sombra afecta justamente a las realidades antaño interpeladas por la vieja noción de
civilización, ahora casi proscrita.

8. POR UN CONCEPTO ACTUALIZADO DE CIVILIZACIÓN

¿Resulta aceptable este estado de cosas? ¿Podemos entender la compleja realidad social de
nuestros días sin recuperar, o reconstruir de algún modo, un cierto concepto de
civilización? Todo indica que no.
Frente al autismo cognitivo al que nos condena el concepto estándar de cultura, es
posible –y en realidad urgente– pensar esa noción, de nuevo, en su relación con la idea de
civilización –aunque sea con una idea de civilización profundamente renovada–. En este
sentido, cabría concebir la civilización, no como una cierta clase de cultura (la supuesta
“cultura civilizada”), sino como una suerte de mediación cultural externa (una especie de
espacio transcultural “objetivo”) a través de la cual la cultura (cada cultura) se produce y se
reproduce a sí misma. No en solitario, sino en relación con otras. Así, es posible entender la
civilización como el elemento mediador común que permite a las distintas culturas
interactuar de manera coherente y coevolucionar. Veamos cómo.

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La necesaria reivindicación de un enfoque evolucionista

Desde hace casi un siglo, el punto de vista evolucionista tiene mala prensa en las ciencias
sociales, especialmente en antropología cultural y en sociología. La cosa tiene que ver con
la aludida visión plana que es típica del enfoque culturalista. Tiene también que ver con la
difusión de ciertas divulgaciones incorrectas del pensamientos evolucionista, que han
contribuido a erigir como blanco del debate un maniqueo demasiado fácil de refutar. Hoy
podemos entender el fenómeno de la evolución biológica y social con instrumentos teóricos
renovados, que nos eviten caer de nuevo en el teleologismo panglosiano, socialmente
interesado y teñido de racismo, que con razón desacreditó durante tanto tiempo la
perspectiva evolucionista en ciencias sociales.
A este respecto, baste decir aquí que el fenómeno de la evolución, contra los que
presumen ciertas concepciones aún populares del asunto, no es el cumplimiento de ninguna
causalidad lineal y predefinida. Esto es lo que al parecer presuponen quienes todavía
contemplan tal fenómeno a través de una ideología del progreso por ellos tan denostada
como poco sometida a una crítica realmente superadora. Al contrario, la evolución es el
reino de la contingencia elevada a su propia potencia. En el proceso evolutivo se
entrelazan creativamente el azar y la necesidad, y es justamente ese entrelazamiento el que
engendra la genuina novedad que permite a la causalidad evolutiva saltar sobre su propia
sombra, abriéndose a dimensiones enteramente impredecibles.
Los sistemas vivos, en general, y los sociales en particular, son sistemas abiertos.
No sólo abiertos a la materia y la energía, sino también abiertos a la información. Son
sistemas que pueden en efecto in-formarse, desplegar formas radicalmente nuevas,
emergentes. Comprender esa dinámica quiere decir entender esos fenómenos de
emergencia. La mera descripción “post festum” del resultado del proceso evolutivo supone
situarse —para expresarlo en términos de resonancias teológicas— en el dominio de la
“natura naturata”, no en el de la mucho más interesante “natura naturans”4.
Buena parte de las perspectivas sociológicas, y en particular los enfoques
culturalistas, consideran la realidad social humana como una mera “natura naturata”, como
una pura presencia incapaz de dar cuenta de su origen, reducida a una condición

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ontológicamente plana, carente casi por entero de profundidad ontogenética. El remedio
para esta peculiar forma de agnosia sólo puede provenir de la restauración de un punto de
vista evolucionista adecuado. Este punto de vista debe beneficiarse de los recientes avances
habidos no sólo en la misma doctrina de la evolución biológica, sino también en las
diversas teorías que tratan de explicar la dinámica de los sistemas complejos.

La cultura como manifestación del nivel primario de la socialidad humana

La comprensión evolucionista de la socialidad humana debe partir de una primera


constatación. Esta socialidad parece estructurarse en dos niveles ontológicos bien distintos,
si bien elaboradamente sincronizados: el nivel evolutivo-biológico y el nivel evolutivo-
histórico. Para expresar la idea de manera compacta, los humanos disponemos no de una,
sino de dos socialidades: la que hemos heredado de nuestra evolución biológica como
especia; y la que ha emergido más recientemente, y en un corto lapso de tiempo —medido
éste al menos según el ritmo de la evolución biológica—, como consecuencia de ciertos
desarrollos propiamente históricos.
Obsérvese, en efecto, que la socialidad humana es una realidad desconcertante
cuando se contempla desde un punto de vista evolucionista. Exhibe una diversidad
aparentemente incompatible con la unicidad biológica de la especie humana. Se diría que
esa diversidad tendría que corresponder a especies muy diferentes, que habrían debido
divergir hace millones de años. ¿Cómo comparar las bandas de cazadores recolectores
paleolíticos que han encarnado la socialidad humana durante la mayor parte de la existencia
de nuestra especie sobre la Tierra, con la moderna socialidad global? Porque repárese en
que no se trata simplemente de diferencias materiales (como las que pueden existir entre las
distintas leguas habladas por los humanos que, con independencia de sus desemajanzas
léxicas y sintácticas, parecen responder todas a una misma forma gramatical profunda) . Es
la forma misma de la socialidad humana la que ha experimentado modificaciones
sustanciales de unas a otras sociedades. En el curso de la evolución histórica se han

4
Sería el punto de vista del creador, frente al de la criatura: Véase3. Davies, P.C.W., The mind of God : the
scientific basis for a rational world. 1992, New York: Simon & Schuster. 254.

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producido fenómenos de emergencia de dimensiones enteramente nuevas del hacho social
humano.
La socialidad humana exhibe así un carácter sorprendentemente proteico o, mejor,
desplegable, en una escala evolutiva muy corta y enteramente intraespecífica. Es a este
fenómeno de emergencia de nuevas formas de socialidad, operado fuera del marco de la
evolución biológica, al que damos el nombre de historia.
La tesis de fondo que aquí se propone admite una formulación simple: la cultura es
una creación de la evolución biológica; la civilización es un inesperado resultado de la
evolución histórica. Lo que se propone con esta formulación es tanto una definición
genética como un criterio de demarcación entre ambos conceptos. El hecho de la cultura es
congénito a la especie humana: todas las sociedades humanas poseen alguna forma de
cultura, y ésta es tal vez la característica más propia no sólo de nuestra especie, sino
también del género homo en general. Es la evolución biológica de ese género la que nos ha
proporcionado la cultura como instrumento básico de socialidad. La cultura humana tiene
como instrumentos generadores más poderosos el pensamiento conceptual y el lenguaje
verbal, y se concreta en la producción de bienes, y en el desarrollo de técnicas, mitos, ritos,
hábitos, actitudes y concepciones de la realidad —todo un mundo de prácticas y
significados transmisibles de generación en generación—.
La civilización es otra cosa. Es el producto, como veremos, no de la evolución
biológica, sino de la contingencia histórica —una contingencia que, desde luego y como
ocurre con la misma evolución biológica, opera de manera recursiva, a partir de los
recursos que le proporcionan sus propios productos—.
La diferencia entre cultura y civilización puede clarificarse si se conciben una y otra
como productos de dos niveles distintos de la socialidad humana: el nivel de la socialidad
que denominaremos primaria, y el de la socialidad que llamaremos secundaria. Las ideas de
socialidad primaria5 y socialidad secundaria resuenan, desde luego, con las de
“socialización primaria” y “socialización secundaria”, así como con los conceptos de
“grupo primario y “grupo secundario”, ampliamente utilizados en sociología.

5
La noción de “socialidad primaria” ha sido ya propuesta, entre otros y según acabo de descubrir callejeando
por la Red, por Csaba Pléh. Véase http://www.itm.bme.hu/ktk/csaba/memespleh.doc. Apenas encuentro
rastros de anteriores usos del concepto de “socialidad secundaria”. Véase 4. Navarro, P., La socialidad
humana como anomalía evolutiva. Papers, 2002. 68: p. 65-80.

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Desde el punto de vista que aquí se sugiere, la cultura sería la manifestación de la
socialidad primaria en un determinado entorno ecológico y social. Esa manifestación tiene
siempre un poderoso componente tradicional —no en vano se transmite a través sobre todo
del proceso de socialización primaria— y cambia de manera en buena medida
impremeditada. Ese cambio se produce mayormente como resultado de modificaciones en
las expectativas sociales, que a su vez suelen estar causadas por variaciones en el entorno,
entendido en sentido amplio.

La civilización como superación de la cultura

Del mismo modo que la cultura es un emergente biológico, la civilización es un emergente


cultural. La civilización no es una mera forma de cultura. Es, más bien, la superación de la
cultura: la generación de un nuevo espacio ecológico y de interacción social, de un dominio
emergente en el que el ser humano, sin abandonar el ámbito de su propia cultura, gana en
cierto modo autonomía respecto a ella, e ingresa en una dualidad práctica, actitudinal y
cognitiva extraordinariamente productiva —la dualidad y la tensión entre socialidad
primaria y socialidad secundaria o, si se prefiere, entre cultura y civilización6—. Es ese
dominio emergente el que permite al individuo salvarse a sí mismo de su propia cultura.
Pues ese espacio permite erigir un dominio autónomo en el que el individuo se ve obligado
a tomar distancia en relación con esa cultura en la que se ha socializado cultura, y a
considerarla críticamente.
Es cierto que la cultura puede cambiar a partir de la cultura, puede transformarse a sí
misma a través de su propio desarrollo. Pero esa autotransformación es en buena medida
casual y ciega: se produce, pero no consigue visualizarse como tal desde el interior de la
propia cultura. En este sentido, la cultura tiene historia, pero no se ve a sí misma como
realidad histórica. Sólo la emergencia de la civilización permitirá que el confinado espacio
de la cultura se abra, adquiera una exterioridad desde el que pueda hacerse visible como

6
La distinción que aquí se establece entre cultura y civilización tiene concomitancias con la que propone
Emilio Lamo de Espinosa entre sociedades de cultura y sociedades de ciencia5.Lamo de Espinosa, E.,
Sociedades de cultura, sociedades de ciencia. 1996, Oviedo: Ediciones Nobel., así como con la distinción que
Julio Carabaña postula entre ciencia y sociedad6. Carabaña, J., De la conveniencia de distinguir entre
sociedad y cultura, in Problemas de teoría social
contemporánea, E.L.d.e.y.J.E.R. Ibáñez, Editor. 1993, CIS: Madrid. p. 87-112.

16
fenómeno propiamente histórico. Sólo a partir de los instrumentos que la civilización
suministra puede la cultura modificarse críticamente a sí misma.
Pero veamos en qué consisten esos instrumentos, y cómo se produce su emergencia.

La civilización como realidad emergente

El postulado de fondo del presente análisis afirma que la civilización no es una forma más
de cultura, es una realidad emergente que trasciende el ámbito de la cultura, aunque incluya
siempre un nivel cultural y deba ser en todo caso interpretada por éste. Mas, ¿cómo se
constituye esa realidad situada más allá del dominio cultural? Por una parte, parece que los
únicos elementos con los que la civilización puede constituirse son elementos culturales
desarrollados por esta o la otra sociedad. Por otra, se sostiene que la civilización no es el
mero trasunto de un cierto entorno cultural, sino algo que va más allá. Las contradicción
entre estas dos tesis parecen inevitables, al menos hasta que reparamos en algunos de los
rasgos que tienen los fenómenos de genuina emergencia.
La génesis de los fenómenos emergentes no requiere otros elementos que los que
suministra la correspondiente base de emergencia. Para que aparezca la vida, por ejemplo,
no hace falta otra cosa que materia ordinaria, inanimada —no es precisa la existencia de
ninguna “fuerza vital”—. Lo que sí hace falta para que haya emergencia es que la base de
emergencia adquiera una forma peculiar, singularísima y por ello en principio muy
improbable. Lo que se requiere para que aparezca la civilización es también, justamente,
una configuración muy peculiar de elementos culturales en interacción.

Los artefactos de la civilización

La civilización es, en efecto, el resultado de la invención, desarrollo y difusión social de


ciertos artefactos cuyo uso combinado y congruente genera una esfera propia de la
dinámica social, a la cual deben acoplarse otras esferas, como la propiamente cultural. Esos
artefactos son creaciones culturales, pero al acoplarse los unos a los otros de manera
adecuada engendran una realidad autónoma respecto del propio dominio culturales en el
que han nacido.

17
Conviene aclarar en este punto que no todos los artefactos creados por el ser
humano son artefactos civilizatorios. Sólo lo son aquéllos que de algún modo transforman,
de manera más o menos directa y sistemática, la topología de la interacción social. Por
ejemplo, la sustitución de instrumentos líticos tallados por otros pulimentados no fue, en sí
misma, un factor de civilización, sino mero progreso técnico. Ese factor, por sí solo, es
probable que hubiera contribuido a incrementar la productividad del trabajo, y por tanto
habría favorecido hasta cierto punto el desarrollo demográfico. Naturalmente, ese
desarrollo conduce a sociedades humanas más densas, y por consiguiente modifica de algún
modo la topología del espacio social. Pero no parece hacerlo de manera decisiva desde un
punto de vista sociogenético.
La sedentarización que acompañó a la revolución neolítica, por el contrario (y a
diferencia de la mera sustitución de instrumentos tallados por otros pulimentados) sí puede
considerarse como un factor civilizatorio directo, pues supuso una variación sustancial de
esa topología de la interacción social a la que se viene aludiendo.
El anterior ejemplo puede servir para ilustrar la idea de que no todo progreso
técnico es en sí mismo, y directamente, un factor de civilización, en el sentido preciso que
aquí se intenta dar a este concepto. Lo característico del proceso civilizatorio, como
veremos, es precisamente la repercusión, en términos de interacción social, de ciertos
avances de orden técnico producidos en ámbitos muy distintos de la actividad humana.
El desarrollo cultural tiene como vector decisivo la invención de nuevos artefactos.
Las virtualidades sociogenéticas que tiene ese invención, y los consiguientes cambios que
produce en las prácticas sociales y en la propia esfera cultural, se clarifica
considerablemente si distinguimos tres tipos de artefactos: los ecológicos, los sociales y los
intelectuales. Pero antes de examinar esta clasificación, diremos algo acerca del papel
crucial que el desarrollo y uso de artefactos tiene en la vida de nuestra especie.

El uso de artefactos como característica peculiarmente humana

Hay otros animales, además de los humanos, que usan instrumentos. Algunos, incluso, los
fabrican, en un sentido rudimentario. Pero sólo los seres humanos guardan sus instrumentos
con vistas a un uso prolongado de los mismos, y así los convierten en prótesis permanentes

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de su propio cuerpo. De ahí que el ser humano desarrolle una fuerte identificación práctica
y emocional con sus propios artefactos.
Esa identificación con los productos del propio ingenio humano explica la
existencia de ajuares funerarios, y la transmisión horizontal (intercambio) o vertical
(intergeneracional) de bienes instrumentales.

El papel de los artefactos ecológicos

Los primeros artefactos que inventó el ser humano (y los únicos que existieron durante la
mayor parte de la existencia de nuestra especie sobre la tierra) fueron artefactos materiales.
De entre estos artefactos, los más importantes desde un punto de vista supervivencial han
sido los instrumentos que denominaremos ecológicos. Los artefactos ecológicos son
aquéllos que incrementan la eficacia de la actividad humana. Van desde los instrumentos de
caza a los de cocina o de abrigo.
(El ser humano siempre ha producido artefactos materiales distintos de los
ecológicos arriba definidos, como son los objetos decorativos y artísticos; estos artefactos
han podido ser importantes en el desarrollo de patrones cognitivos e intelectuales, pero
hasta una fase posterior no parecen haber jugado un papel supervivencial significativo.
Naturalmente, los artefactos ecológicos aparecen impregnados de aspectos poiéticos de
carácter no estrictamente ecológico, como son las formas decorativas y artísticas que a
menudo los recubren.)
Una de las características negativas de los artefactos ecológicos primigenios, es su
escasa capacidad para influir en la estructura social que los produce y usa. Prácticamente,
sólo influyen en ella fomentando dos prácticas sociales sin duda importantes, pero que en sí
mismas tiene un alcance limitado: el saqueo y el intercambio. Todo parece indicar, por
tanto, que el desarrollo de artefactos ecológicos tiene un límite irrebasable, a no ser que
entren en acción artefactos de una índole distinta: los artefactos sociales.

De los artefactos ecológicos a los artefactos sociales

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El paso de la precivilización a la civilización parece coincidir con el tránsito del predominio
de los artefactos ecológicos al de los artefactos sociales. En adelante, serán esos artefactos
sociales los que permitan la creación (invención, diseño, ejecución y difusión) de artefactos
ecológicos de nuevo tipo, artefactos ecológicos que son justamente los propios de la
civilización. A su vez, la relación mutuamente productiva y reproductiva de ambas suertes
de artefactos, favorece la aparición de una tercera clase de productos de la mente humana:
los artefactos intelectuales.
Los artefactos ecológicos simples propios de sociedades precivilizadas tienen una
repercusión muy limitada en la estructura de las sociedades en las que se usan. Por eso tales
sociedades suelen mantener tenazmente una estructura de tipo clánico, enteramente basada
en el parentesco. Sólo con la invención de artefactos genuinamente sociales se producirá la
aparición de nuevas dimensiones de la estructura social, distintas de la del parentesco, que
es la originaria en nuestra especie. Y, a su vez, esas nuevas dimensiones estructurales
favorecerán la aparición de artefactos ecológicos de nuevo tipo, como las obras hidráulicas
o las redes de comunicaciones.
El primer artefacto social que genera las precondiciones inmediatas del proceso
civilizatorio es también, a primera vista, un artefacto ecológico. Si se quiere, es un artefacto
ecológico colectivo: se trata de la aldea permanente, que se mantiene a lo largo de varias
generaciones, en una relación más o menos intensa de vecindad con otras aldeas similares.
A diferencia de las sociedades presedentarias, las sociedades aldeanas no se limitan a
saquear el medio desplazándose por él, y por medio de artefactos portátiles. Una aldea
representa la constitución de un medio en buena medida artificial, humanizado a una escala
propiamente social. La aldea merece pues el nombre de primer artefacto social en la medida
en que supone la creación de un ecosistema social estable y de nuevo tipo, un ecosistema en
parte artificial. Repárese en que las sociedades humanas paleolíticas transitan de ecosistema
en ecosistema; no constituyen genuinos ecosistemas sociales propios y estables, sino que
explotan una pluralidad de ecosistemas naturales preexistentes. La aldea neolítica, por el
contrario, permite adecuar de manera permanente el ecosistema a las necesidades humanas,
generando así un genuino ecosistema social autosostenido, capaz de producirse y
reproducirse como tal endógenamente, a partir de la elaborada articulación de actividades
sociales que lo genera como tal.

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A partir de ese primer artefacto social comienzan a aparecer los rudimentos de la
civilización. El surgimiento de la ciudad, constituida como nuevo espacio
ultraecológico[7], representa el paso decisivo en el arranque del proceso civilizatorio. La
ciudad es en efecto un espacio ultraecológico en el sentido de que constituye un ámbito
físicamente separado del medio natural, y que sólo puede sobrevivir mediante la elaborada
reconstrucción de su relación con ese medio (dicho de manera más precisa: con numerosos
y diversos ecosistemas naturales) por procedimientos artificiales. La ciudad se sostiene
sobre, y a la vez trasciende en una nueva dimensión al conjunto de aldeas —que son, como
hemos visto, ecosistemas propiamente sociales, de carácter en parte artificial— sobre cuya
base esa ciudad puede emerger.
El avance del proceso civilizatorio se nutre de la relación a la vez reflexiva y
recursiva (o, si se prefiere, reflexivamente recursiva) entre viejos y nuevos artefactos
ecológicos, sociales e intelectuales. Cada nuevo artefacto (ecológico, social, intelectual)
permite engendrar, de manera cruzada, artefactos (ecológicos, sociales, intelectuales)
nuevos, a partir de la (re)combinación de otros, tanto viejos como nuevos.
Lo característico del proceso civilizatorio es pues la aparición de un conjunto cada
vez más amplio y complejo de bucles auto-re-productivos que vinculan la invención
desarrollo y difusión social de artefactos ecológicos, sociales e intelectuales. Esos
artefactos componen una suerte de red autocatalítica (una red autocatalítica es una red de
reacciones que produce no sólo los componentes, sino también los catalizadores de las
propias reacciones que componen la red[8]) en la que los elementos constitutivos de ésta se
estimulan y estabilizan los unos a los otros.
La civilización es el resultado de las trayectorias coevolutivas que de este modo se
establecen entre los procesos de invención, creación y difusión social de esos tres tipos de
artefactos. O, mejor dicho, es el resultado de una doble coevolución: ésta que se acaba de
apuntar (llamémosle el proceso civilizatorio), y la dinámica cultural propia de cada
sociedad.

La coevolución entre civilización y cultura

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Para entender la dinámica de la civilización habría que considerar, en efecto, esas dos
dinámicas. De un lado, la que determina la relación coevolutiva que vincula los tres
elementos fundamentales del proceso civilizatorio (desarrollo de artefactos ecológicos,
sociales e intelectuales). Y, de otro, la que define la relación también coevolutiva que se
produce entre ese proceso civilizatorio y la dinámica propiamente cultural. La dinámica de
la civilización de da siempre, desde un punto de vista subjetivo, dentro der una dinámica
cultural que la engloba. Mas desde un punto de vista objetivo, la civilización trasciende el
dominio cultural, y no resulta identificable con ninguna cultura en especial. En otras
palabras, la dinámica de la civilización nidifica subjetivamente a la dinámica cultural, pero
desde un punto de vista objetivo incluye a ésta. Las dos dinámicas se alimentan
mutuamente, mas de manera diferente. La dinámica civilizatoria ofrece posibilidades
nuevas a la dinámica cultural, y al hacerlo la desestabiliza y la obliga a reconstituirse. La
dinámica cultural, por su parte, selecciona algunas de las posibilidades que la civilización le
ofrece, y descarta otras; así, la cultura peculiar de cada sociedad fomenta o desalienta el
proceso civilizatorio.

La portabilidad intrínseca de la civilización

La civilización es pues un ámbito distinto y sin embargo íntimamente vinculado al dominio


cultural. Como se acaba de apuntar, desde un punto de vista subjetivo la civilización se da
siempre dentro de una cultura más o menos identificable, pero desde un punto de vista
objetivo, la civilización trasciende cualquier dominio cultural, y no puede identificarse con
ninguna cultura en particular. La civilización es una matriz de interacción social abierta a
muy distintas interpretaciones culturales. De ahí que tal matriz sea eminentemente portable7
a través de las más diversas culturas (no de cualquier cultura, empero: hay culturas
especialmente renuentes a asumir la matriz de interacción representada por la civilización).
Esta portabilidad que es propia de la civilización constituye la razón más poderosa de su
éxito.

7
En un sentido similar al que ha desarrollado recientemente, en la jerga informática, el vocablo inglés
“portable”, que The American Heritage Dictionary of the English Language define como sigue: “relating to or
being software that can run on two or more kinds of computers or with two or more kinds of operating
systems”.

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La prueba primigenia de la portabilidad de la civilización (o, al menos, de lo que fue
su base originaria) nos la ofrece el proceso de difusión de la revolución neolítica. Parece
claro que esa revolución fue asumida por una enorme variedad de pueblos y culturas
diferentes, a partir probablemente de varios focos innovadores iniciales. La evidencia más
convincente de que podemos hablar de difusión transcultural, y no de mera sustitución de
las culturas preneolíticas por una única cultura neolítica en expansión, la hallamos en el
registro lingüístico. Las diferencias entre las diferentes familias lingüísticas parecen ser
muy anteriores a la difusión de la agricultura y la ganadería, tanto en Eurasia como en
África y América. Aunque sin duda hubo fenómenos parciales de sustitución
(protagonizados, por ejemplo, por las migraciones de los pueblos indoeuropeos), el efecto
de difusión transcultural parece haber tenido la misma o superior importancia en el tránsito
entre las sociedades paleolíticas y las neolíticas. Una prueba adicional y más reciente de la
portabilidad que es típica de la civilización ha sido la expansión de la revolución industrial
y de sus modos de economía, sobre todo el capitalista.

La transculturalidad intrínseca de la civilización

De acuerdo con la tesis que se apunta, la civilización es, en principio, un bien culturalmente
mostrenco. Lo cual no quiere decir que la civilización no influya en las culturas —como
éstas influyen en el proceso de despliegue civilizatorio—, ni tienda a modificarlas
profundamente. Mas si la civilización influye en la cultura, lo hace justamente en la medida
en que no se identifica totalmente con ninguna de ellas —en tanto en cuanto encarna una
dimensión de la vida social humana no reducible al plano estrictamente cultural—. La
civilización, no como una cierta clase de cultura (la supuesta “cultura civilizada”), sino
como una suerte de mediación cultural externa (una especie de espacio transcultural
“objetivo”) a través de la cual la cultura (cada cultura) se produce y se reproduce a sí
misma. No en solitario, sino en relación con otras.
La civilización es el medio que permite a las distintas culturas relacionarse y
coevolucionar de manera al menos parcialmente convergente. Así, es posible entender la
civilización como el elemento mediador común que permite a culturas diferentes

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interactuar de manera coherente, en una suerte de coevolución objetiva propiciada por los
mismos instrumentos civilizatorios.

Referencias

1. Rousseau, J.-J., Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre


los hombres y otros escritos. 1987, Madrid: Editorial Tecnos.
2. Kahn, J.S., El concepto de cultura : textos fundamentales. 1975, Barcelona:
Editorial Anagrama.
3. Davies, P.C.W., The mind of God : the scientific basis for a rational world. 1992,
New York: Simon & Schuster. 254.
4. Navarro, P., La socialidad humana como anomalía evolutiva. Papers, 2002. 68: p.
65-80.
5. Lamo de Espinosa, E., Sociedades de cultura, sociedades de ciencia. 1996, Oviedo:
Ediciones Nobel.
6. Carabaña, J., De la conveniencia de distinguir entre sociedad y cultura, in
Problemas de teoría social
contemporánea, E.L.d.e.y.J.E.R. Ibáñez, Editor. 1993, CIS: Madrid. p. 87-112.
7. Echeverría Ezponda, J., Los señores del aire : telépolis y el tercer entorno. 2004,
Barcelona: Ediciones Destino.
8. Kauffman, S.A., At home in the universe : the search for laws of self-organization
and complexity. 1995, New York: Oxford University Press. viii, 321.

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