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LA INTIMIDAD DE LO SOCIAL.

REVISANDO LA CONCEPCIÓN DE LOS


MECANISMOS DE LA GESTIÓN DEL CAMBIO∗
Ignacio Sánchez de la Yncera
Universidad Pública de Navarra

“Donde no hay metáfora, casi todo lo dicho no es más que verborrea”


GEORG STEINER

El problema clave que se plantea para esta sesión –recordaré que se nos preguntaba
nada menos que por la manera idónea de pensar hoy el mundo global– admite, a mi modo
de ver, una respuesta sencilla, aunque esquiva. Propongo que hemos de pensar, describir,
diagnosticar, replicar el mundo global mediante un enfoque de la realidad de lo social
humano mejor imaginado y concebido que aquellos de los que disponemos. (Y también que
desde la sociología urge preparar esa réplica, sin timidez, en el plano de la “gran teoría”).
Debo aclarar que haciendo uso de cierta propensión personal, algo rigorista, a tomarme
en serio los rótulos de las instituciones, y los de las intervenciones –es decir, a aceptar los
retos literales que con jubilosa insensatez nos autoimponemos públicamente los seres
humanos al denominar nuestros ritos y nuestros foros– no sólo he querido entrar al capote
del título con el que me comprometí para esta intervención, hace unos meses, sino al de la
propia condición de ponente. De hecho, he querido atenerme a la definición de uso que
extraje del saber de Julio Casares, quien en su Diccionario ideológico dice del adjetivo
“ponente”,“aplícase al individuo de una asamblea o de un cuerpo colegiado a quien toca
hacer relación de un asunto y proponer un dictamen o resolución”. Y claro: aquí me veo,
apremiado por la responsabilidad de proponer un dictamen o una resolución sobre cuál es el
modo de pensamiento idóneo para medirnos con el mundo de nuestros días, ese que
llamamos global.


Versión simplificada y reducida. El texto completo puede consultarse en:
http://www.uv.es/~viherma/Barra/VEncuentro.htm
Mi ponencia se endereza pues, en efecto, hacia ese problema, que, por cierto, no he sabido
desligar nada bien del propio planteamiento del problema de la identidad personal, tal como
he llegado a concebirlo, y tampoco de mi convicción de que el timbre de ese requerimiento
curial llama a las profanas puertas de la sociología básica, al corazón de la sociología del
conocimiento. Pues bien, sostengo que esa concepción que necesitamos puede alcanzarse
por la línea de fuga del horizonte que sugiere el brutal emparentamiento de la congruencia
entre lo íntimo y lo social que propone el oxímoron del título que impongo a esta
intervención.
Pero avancemos la idea, no vaya a ser que alguien pueda disponerse a permanecer en
vilo hasta el final, y se le descoyunte algún hueso de la atención. Hay, que empezar a
pensar seriamente en que lo social, también la socialidad humana a escala global, es
básicamente curvo; que lo es porque es autorreferido y autointerpelante; y ese pensamiento
implica también la necesidad de repensar, profundizándolo en él, el postulado básico de la
resuelta problematicidad del orden que después de Parsons – recordemos su ¿cómo es
posible el orden social?– se convirtió en el tema canónico y en el bucle reflexivo
fundamental de la disciplina.Y al decirlo así, entiendo que estoy teniendo que trazar un
límite en el mundo con un modo de ver que no puede dejar de saberse como un “notar
desde cierto umbral de sensibilización”. En principio, voy a obviar aquí toda el vasto
territorio de averiguación que entraña el enlace sistemático de ese postulado con el
problema de la memoria y de la proyección en el tiempo; pero, entonces, esa tarea queda en
deuda. En todo caso lo que conviene reconocer ya –porque hay muy buenas razones para
hacerlo– es que sostengo que aquello que hay de radical en la idea de intimidad
corresponde en propiedad a las realidades colectivas y que, por tanto, la metáfora de la
intimidad no sólo es felizmente adecuada para designar la dimensión crucial de la vida
colectiva, lo que llama(re)mos su dimensión pública, sino que es además a ella, a esa
dimensión determinativa de lo colectivo (y de la misma socialidad humana), a la que
pertenece y se adecua con más propiedad y acierto la idea de intimidad cuando está bien
concebida.
Tiene, desde luego, razón Helena Béjar, que ha estudiado mucho estos temas, cuando
dice que “en condiciones de modernidad” la intimidad es indisociable de la reflexividad
tanto personal como institucional”. Pero el dictamen de este ponente se dispone a desbordar
toda suerte de conveniencias, al proyectar la sugerencia de la “intimidad pública” hacia
atrás, arqueológica y genealógicamente, como un concepto radical para la comprensión de
lo social.
Se trata de un postulado que se enuncia como axioma básico de la sociología por la que hay
que apostar y que tiene ambición trascendental. Con él se apunta que la dimensión
“pública” de lo intersubjetivo, la que se refiere a la mediación esencial (llámese o no
mecanismo) que se las ve (formal o informalmente) con la tarea de gobierno de la actividad
conjunta (ya sea esta consciente y formalizada o no), es lo que conviene llamar intimidad
de lo social. Quizá así resulte también un poco menos injustificado el enlace que
establezco, en el subtítulo de este trabajo, entre la “intimidad social” y una posible revisión
de los modos usuales de concebir los mecanismos de la gestión de los cambios sociales.
Esta ponencia apunta, pues, hacia la recurrencia de la actividad colectiva, partiendo, sí, de
la aprehensión básica de la retroactividad de la vida social, pero insistiendo especialmente,
en su capacidad de tomar nota de sí e “intimarse” al recogerse sobre sí propia, y en el poder
concomitante de relanzarla y de reorientarla que entraña. Y tal vez porque topamos aquí
con uno de esos puntos a orillas del fluir del discurso, en su borde, donde más hay por
decir, y donde el necesario destino de la libertad que quiere seguir nos lanza abruptamente
en catarata al abismo de la innovación, a donde mana/irrumpe lo imprevisto, tal vez por
eso, esta ponencia se retuerza un poco, y combine lo manso en rebeldía y lo salvaje
imposiblemente domado, para invitar mejor al salto hacia ese “ningún lugar” de la
imaginación teórica que necesitamos.
Se trata entonces aquí de presentar con modestia, aunque la retórica de su anuncio
adopte gesto baladrón –son los rigores del ritual– un puñado de notas sirvan de primeras
huellas reconocibles (o al menos descifrables) del movimiento magmático de un afán
teórico ambicioso y de largo aliento. (Y que, por ello, seguirá necesitando mucha
maduración).
Aunque mi intención quimérica, sobre la que han caído muchas ocupaciones de otro orden
(francamente imprevistas) contemplaba un puente con muchos más ojos, el recorrido, más
modesto, con el que he acabado este primer texto concebido de cara a la intervención oral
(y del que he arrancado ayer otra mitad entera que había estado escribiendo durante estos
últimos días), está apenas de compuesto de unos cuantos apoyos suaves en varios lugares
ocasionales, como si fueran las piedras elegidas para el paso de un río, pero sin perder de
vista que la otra orilla –mi objetivo– era tan difusa y móvil en lontananza como puede serlo
la tarea de formular, o al menos hallar alguna vía de sugerencia de la imagen repleta de
contenido que asocio a la fórmula de intimidad de lo social, y que trato de convertir en un
concepto básico.
Sin perder eso de vista, y tampoco que las piedras del paso del río las he ido dejando caer
yo mismo mientras iba de cabriola en cabriola. Ya veremos a donde me han llevado, y
sobre todo si he conseguido tender algo así como un puente transitable también para
vosotros.
Adelanto algunos hitos de ese zigzagueo hacia un nuevo y recóndito lugar de la
imaginación. Siempre abundando en la importancia básica de los enfoques vigorosamente
intersubjetivistas del sí mismo personal y del colectivo, cuyas mejores versiones encuentro
en la antropología filosófica más reciente de fuerte impronta hermenéutica, trato, en primer
lugar, de esparcir algunas sugerencias embaucadoras, con las que he simpatizado mucho, de
algunos amigos, que son finos teóricos de la antropología. Merecían la atención por sí
mismas, pero además, planteaban cuadros puros de ambivalencia de esos que retan de
verdad a la teoría, y sin duda, a la teoría de la intimidad de lo social: esos malestares y
mareos que nos produce el bendito desorden de las situaciones problemáticas. De modo que
procedo a presentar esas ilustraciones combinándolas con el apunte de los procesos de
emergencia y retracción de las propensiones individualistas del pensamiento moderno. Así,
empiezo con un testigo griego que se divierte al contemplar a unos pobres celtíberos
agrestes del borde del siglo I desesperar enloquecidos ante los ociosos paseos sin finalidad,
tan antinaturales, que se pegaban los legionarios romanos porque sí, y a punto casi de
travestirse espiritualmente en monjas de la caridad por salvarles; sigo con un teórico inglés
planteándose el imposible problema del orden, la paz civil posible, en medio del pánico de
una multitud de individuos interdependientes recién llegados en condiciones bastante
igualdas a la constancia de su poder; sigo el recuerdo de algunas ideas tempranas de los
pragmatistas sobre si cuando hablamos de subjetividad en sentido estricto no estamos
apuntando de lleno hacia esos trastornosque producen las perplejidades y los autobloqueos
de las tendencias contradictorias a responder; el enlace con una actualísima reflexión de
Mead sobre la (aún) im–posible organización de la ciudadanía universal, que nos permite
un apoyo muy firme para el salto hacia nuestra intimidad pública, etc. Todo esto en un puro
calentar motores que apenas permite constatar que el motor está a punto para seguir en el
empeño del salto… Aunque al final podamos hacernos una piedra ancha como una isla, que
tal vez sea una versión achicada de la orilla conceptual de nuestra búsqueda, la pública
intimidad de lo social. Eso es más o menos lo que hay: un conjunto de fragmentos para un
collage que quiere hacer que nos percatemos mejor de lo importancia de los tránsitos, de las
transiciones. No es ya que el ser humano sea transicional o transitorio, sino que importa
tomar cumplida cuenta de lo crucial que es reparar atentamente en ello para entender la
socialidad, de la urbe al orbe. Veamos.
1. Transiciones para un enlace íntimo. Siempre a vueltas con la identidad.
Los antropólogos vienen ilustrando ferazmente la idea de que el despliegue histórico de
las formas de la intimidad humana es función de la organización social y de la técnica, y
más concretamente de las formas socioculturales de la invención de lo humano. Es decir,
que la profundidad y las fórmulas de desarrollo de la intimidad dependen del despliegue del
desarrollo global de los medios socioculturales y, por supuesto, de los recursos sociales e
instrumentales de los que los grupos humanos se han ido dotando para satisfacer sus
deseos, esos deseos que decimos insaturables, que tanto se alargan y que tan plásticamente
remodulables y relanzables resultan. Refinan así los avances franceses en la exploración de
las correspondencias y las roturas entre las organizaciones sociales y las figuras de la
autoconciencia personal y colectiva.
En su gran libro sobre la estructuraciones de la identidad, Jacinto Choza ha acertado a
recoger y comentar aguda e irónicamente algunas consideraciones de Estrabón sobre los
celtíberos, de quienes el geógrafo griego destacaba con asombro, en general, que no
“gozaran” de los frutos de su rica tierra (¿o que no la explotaban con propósitos
comerciales?) “por negligencia de los hombres, que viven sin preocupaciones, porque dejan
transcurrir la vida sin otra apetencia que lo imprescindible y la satisfacción de sus instintos
brutales”. Pero en esa colección de fragmentos, no tiene desperdicio el siguiente
comentario, y menos aún el brillante comentario del catedrático sevillano, que bien puede
aportar una pizca de pimienta al inicio de esta ponencia. Decía el griego: [así] “los vetones,
cuando entraron por primera vez en un campamento romano, al ver a algunos de los
oficiales yendo y viniendo por las calles paseándose, creyeron que era locura y los
condujeron a las tiendas, como si tuvieran que permanecer tranquilamente sentados o
combatir”.
Y Choza afila su ingenio sevillano, mientras seguramente piensa, con toda
condescendencia, en lo importantes que a la larga pueden ser las mutaciones genéticas,
pues a fin de cuentas aquellas gentes era los antepasados de nuestro Presidente Suárez:
“para esos celtíberos los romanos están locos porque lo natural, lo de sentido común, es o
estar combatiento o estar sentados descansando tranquilamente; de manera que montar la
guardia, o en general, trabajar a largo plazo, no es lo propio de un hombre cuerdo. Para un
celtíbero estar en su sano juicio (ser racional) y estar loco, no coincidía con lo que un
griego o un romano podía clasificar bajo esas categorías”.
Puede ser que el empeño en hacernos notar que ese tipo de asombro o desconcierto que
provoca la locuela propensión a la ociosidad paseante, que tanto llegaría a estilizarse
diecinueve siglos después, o cualquier otro ejemplo del peculiar estilo de vida encantonado,
pueda sernos útil en el cometido de desquiciar un poco nuestra manera habitual de atender,
a las versiones particulares de lo que es natural y sano que Max Scheler empezó a llamar
“concepciones relativo–naturales del mundo”. Reparemos que aquí no hemos encontrado
esos estados de zozobra en su versión referida a los problemas del sujeto en situaciones
prácticas ordinarias. Y por eso también puede valernos para nutrir nuestro elenco de lo que
luego empezaremos a llamar con Mead algo así como “asombros protoplasmáticos”. La
situación pintada simboliza bien, por lo demás, los grandes choques entre mentalidades y
patrones de orientación que se dan cada vez más en las cocteleras de socialidad que son
nuestras urbes.
Pero lo que nos va a interesar ahora es el eco correspondiente en la superestructura
teórico–interpretativa. En ese plano, como sabemos bien, arrastramos una honda presión de
mentalidad individualista. Como enseña Choza, la historia moderna de la teoría de la
identidad, “tiende a concebir al ser humano de diversas formas (como individuo, como
absoluto, como autoconciencia, como espíritu), con todo un conjunto de fórmulas que
excitan tanto la convicción contundente de la individualidad como de la soberanía”16. Esa
concepción es la consecuencia directa del gesto típicamente antropológico y
antropocéntrico de la modernidad, cuya versión consumada se encuentra en el giro
copernicano de la epistemología y de la gneosología que localizamos en Kant. Pero esas
formulaciones se apoyaban en los procesos culturales e históricos, que, en principio,
procuraron a los seres humanos experiencias de autoaseguramiento. Se apunta en concreto
que “la modernidad hace eclosión precisamente cuando el pronombre personal “yo” entra
en escena con todas esas cualidades […]. “Yo” no depende de nobleza de estirpes ni de
genealogías […] Expresa lo que sé de mí, mi saber, mi querer y mi poder, mi autonomía y
mi autosuficiencia”.
Ya señalé en algún trabajo anterior que esos gestos de afirmación de la diferencia
humana en clave narcisista de individualismo y de soberanismo exhiben un síndrome de
adolescencia, que se puede rastrear con cierta facilidad en el mismísimo corazón de la
sociología que hemos heredado y en la parte mayor de la que seguimos haciendo. Con todo,
las experiencias reales vienen desmintiendo siempre esos modelos puntiformes de
autointepretación. Como dice el propio Choza, “el individuo experimenta que su grado de
individualidad y de soberanía contrasta con su grado de pertenencia a grupos, con el grado
de dependencia de su vida respecto de amigos, enemigos y factores incontrolables. Que su
racionalidad y su yo contrastan con las incongruencias y contradicciones en que conste su
vida”. Y por eso, “el arco de la reflexión y de la responsabilidad, del saber, el querer y el
poder, que describía una amplia y completa parábola desde el comienzo hasta el fin de la
historia, empezó a resquebrajarse, y con ello se resquebrajó también la clave del arco, a
saber, el sujeto, el “yo”.
Pero quedémonos con las fórmulas de la autointepreación intelectual. Entonces, al
proceder a escrutarlas se puede comprobar que, como advierte el antropólogo a quien
glosamos, por lo general comparten una característica común: que “desatienden la
pluralidad, la relación, la materialidad orgánica, el poder”.
Está claro que estamos, entonces, enfrentados a la necesidad de adoptar o inventar otros
enfoques que se sobrepongan a esas gesticulantes y planas autoafirmaciones vectoriales que
llamo adolescentes, como también a las sociologías o a la sociología en general en la
medida en que se guién con esquemas equivalentes. Recursos tenermos. Ahí está la
posibilidad de agarrarnos, por ejemplo, al giro hermenéutico de los cuadros
epistemológicos que Taylor ha compendiado en su definición del ser humano como “self-
interpreting animal” (Taylor). O mejor, el alarde de hermenéutica en carne viva con que
Higinio Marín epiloga su libro La invención de lo humano, y que nos dará pie para tomar el
sendero que nos lleva todo derecho a nuestro postulado acerca de la existencia de una
intimidad de lo social. Como dice Marín, “humanizar es dar sentido: nombrar, interpretar,
hacer habitable, unificar. Todo eso puede hacerse y el hombre lo hace, con el territorio
(construyendo, viajando y colonizando) y con el tiempo (contando historias y tramando
proyectos), y a esa labor primordial hace mucho que la conocemos por civilización ya sea
de territorios o de subjetividades. El hombre sólo puede habitar el espacio y el tiempo
interpretados porque antes de la interpretación no están unificados y, en realidad, sin alguna
clase de unidad ni el tiempo es tiempo ni el espacio es espacio para el hombre”.
Se nos está hablando sin duda desde una personalísima apropiación de la inteligencia
aristotélica del mundo en griego, que Marín transforma en una hermenéutica de muchos
quilates, que el lector ávido de raros tesoros no debe perderse23.Sigamos con él: “Pero
interpretar el mundo es también al mismo tiempo interpretarse, hallar una interpretación del
hombre: quien se orienta halla la propia posición, descubre el lugar que ocupaba pero no
poseía, y que una vez poseído se puede nombrar y habitar. El hombre vive en una
interpretación de lo que es, desde la que no sólo puede venir a ser uno para sí, sino también
para los demás y para el mundo. Si el hombre no está unificado para sí mismo según un
nombre y una interpretación, entonces no puede habitarse ni ejercerse, de modo que
tenerse, en todos los sentidos –y uno de ellos es saberse– es para el hombre tanto como ser
lo que se es.
Pero ese empuje interpretativo forma parte del río donde hemos de nadar, y que viene de
lejos. Las formulaciones que desatienden la pluralidad, la relación, la materialidad orgánica
y el poder fueron ya replicadas tiempo atrás. Incluso está en Aristóteles, y en el comienzo
mismo del pensamiento político moderno. Y creo que por ahí puede crecer la visión
desdoblada de la modernidad (como a) conjunto de prácticas de convencionalización de los
procesos imparables desencadenados por la ilustración y las agitaciones de la burguesía
revolucionaria, como b) el discurso soñador que moviliza esas prácticas y las mantiene
siempre incómodas y como c) crítica desenmascaradora de es discurso) que ofrece Wagner
en su excelente Sociología de la modernidad.
Con más tiempo podría ser conveniente recrearse en la sagacidad que al respecto
demostró ya el mismo Hobbes, cuya imagen de atomista viene siendo contestada con razón
por las investigaciones de calado que han regresado y rescatado el talento mayúsculo de su
obra25. Baste por ahora con una interesante reflexión de Choza, que insiste en asociar su
concepción del sí mismo con la de Aristóteles, porque ambas se alejan radicalmente de las
más típicamente modernas. Según él, “ni Aristóteles ni Hobbes se están refiriendo al
hombre y a la persona como al que es dueño del mundo interior, sino del exterior, con la
diferencia de que Hobbes está hablando en un contexto en el que la gente que tiene que
ejercer esa capacidad de propietario y quiere hacerlo es virtualmente toda, lo que no es
ajeno al hecho de que proclame que las personas (o sea, los varones) son todos iguales por
naturaleza.”. Claro que tener una capacidad y ejercerla es tener poder, y –sigo con la glosa
de Choza– la concurrencia de muchos hombres que lo tienen ofrece dos opciones: “o se
matan entre sí o llegan a algún acuerdo y generan un cierto orden”.
Estamos ya, pues, ante nuestro viejo problema de fondo –el de la misma sociología–
que con tanto vigor glosó Parsons en su exhibición antipositivista, y ante la revolucionaria
definición del poder político que preside Leviatán28. Pero lo que nos interesa ahora es el
giro interpretativo que ofrece el buen olfato de Choza, que le mueve a destacar la
correspondencia entre las expresiones del poder y el reconocimiento, a hablar de “crédito
social” y por esa vía a afirmar la intrínseca intersubjetividad de la concepción del poder
hobbesiana. “En esta pespectiva, dirá Choza, el poder de cada hombre lo calibran y lo
determinan, de un modo ciertamente variable, los demás hombres”.
Traigamos también ya a concurso la revisión ejemplarmente intersubjetiva y sociológica
de la identidad moderna que encontramos en Mead, y que tomaré de un ensayo poco
frecuentado sobre el nacionalismo y el intenacionalismo, muy recomendable, por cierto,
porque es un brindis a la recién nacida “Sociedad de Naciones” “el más serio empeño por
acabar con la guerra que nunca hizo la sociedad internacional”, dice de ella–. y porque
puede iluminar considerablemente la oscura aurora de este siglo XXI en cuyo minado
campo de la solidaridad global no acaba de salir el sol.
“La materia prima de la que están hechos los sí mismos, dice Mead, sólo se obtiene de
nuestros intereses comunes y de nuestras identidades con otros –y sólo al distinguir y
proteger esos sí mismos de los demás ejercemos la autoconciencia que nos hace
responsables y nos convierte en seres racionales […] incluso el aparato de esa
autoconciencia lo hemos obtenido de la comunidad”.
Pero cuando digo que puede iluminar, lo digo pensando en algo diametralmente opuesto
al dulzor estereotipado que con frecuencia la erudición manualística (que nunca se arrima a
la altura de las inteligencias de primer orden) asocia a la concepción mediana de la
socialidad.
Porque el Profesor de Chicago sabía donde se andaba, por ejemplo, al vincular los casi
invencibles obstáculos para lograr la “mentalidad internacional” que la Primera Guerra
Mundial había convertido en una necesidad urgente e imprescindible con los gravosos
complejos de inferioridad que arrastran nuestras “mentalidades nacionales”, demasiado
inseguras de sí como para poder evitar los atajos que para los procesos de cohesión interna
tiene la actitud defensiva que se prepara para combatir “contra” supuestas amenazas
exteriores.
En efecto, en pleno proceso de la frágil instalación de la Sociedad de Naciones, Mead
trataba “de hacer visible”, como digo, que la principal dificultad para conseguir que se
impusiera (o simplemente que surgiera) la “mentalidad internacional” no hay que
endosársela “al choque de intereses internacionales” sino “a la necesidad, profundamente
arraigada, que las naciones sienten de estar preparadas para combatir, y no ya por fines
ostensibles sino por el propio sentimiento de unidad nacional, de autodeterminación, de
autorrespeto de la nación, un sentimiento que no pueden lograr con tanta facilidad como lo
hacen cuando se preparan para el combate”.
Tenemos así que esa mentalidad internacional, exigencia imperiosa de la crucial
experiencia de reconocimiento de haber una nueva “condición” advenida, de una situación
tecnocultural en la que la guerra no cabe ya porque esta viene ya para siempre con la
amenaza del exterminio total, y se hace preciso desterrarla para siempre como medida
política se encuentra con una barrera infranqueable que bloquea su advenimiento. Y ese
bloqueo mayúsculo Mead lo atribuye, nada menos, que al complejo de inferioridad
nacional: “si no me equivoco, dirá, en el periodo actual de la historia humana esa actitud
revela una inseguridad respecto a la identidad nacional que se agarra al medio
acostumbrado para conseguirla –al espíritu de los tiempos de guerra”.
No hay desperdicio en el retruécano que ofrece de la continuación:
“Porque si estamos suficientemente seguros de nosotros mismos, en este periodo
de la historia humana no hay punto alguno del honor o de los peculiares intereses
nacionales que no pueda estar abierto a una negociación razonable en una comunidad de
naciones que se autorrespetan, como ocurre con cualquier asunto de los que
consideramos que se pueden someter al arbitraje de la justicia o de la negociación. Pero
no estamos seguros de nuestros sí mismos nacionales y, aunque realmente no sea muy
probable, cierta dosis de psicoanálisis nacional resultaría muy valiosa. Hay una cosa
que, sin embargo, está clara: que hasta que hayamos alcanzado un grado de mentalidad
nacional superior al que tenemos ahora no podremos alcanzar una mentalidad
internacional; y un tosco rasero para medir ese desarrollo lo encontramos en la
necesidad de conservar el honor y los peculiares intereses nacionales como causae
belli”.
Es verdad que su profundización en los procesos de la psicología social le pertrechaban
muy bien para ese embate, pero, como vemos, bien poco cándido se muestra el
supuestamente ingenuo y bienintencionado sociólogo a quien los manuales atribuyen la
paternidad de una blanda sociología interaccionista, que hipertrofia el simbolismo y elude
la realidad del conflicto. Como cuando dice que “nada hay en la historia de la sociedad
humana o en al experiencia de nuestros días que nos anime a mirar hacia el impulso
primario de vecindad cuando buscamos ese poder cohesivo”, añadiendo que. “el amor a
nuestro vecino no puede convertirse en una pasión que llevemos a cabo en comunidad”. De
hecho, como él mismo apostilla, “las grandes religiones que trataron de incorporarlo [a la
vida comunitaria] en cuanto dominaron la sociedad, se transformaron, en Iglesia militante”.
Pero ya avanzábamos que enlace con Mead perseguía aquí un propósito especial que no
debo perder de vista, y que es el mismo que me ha hecho intentar mover al lector por los
varios recodos de diversa índole que hemos recorrido. Lo que realmente me interesa es
insistir en la preocupación que Mead exhibe por ese “estado de zozobra”, “en tierra de
nadie” o “con el pie a uno y otro lado del arroyo” (empleo este último calco, porque
recuerdo haber tenido que traducirlo alguna vez leyendo al teórico de Massachusetts),
donde su pensamiento tiende a reparar con singular atención y aprecio, aun cuando ese
hecho no haya sido hasta objeto de demasiados análisis entre los sociólogos. Debo anotar
que no se trata de hablar de la complejidad en general, ni de manifestaciones suyas en los
contextos de acción, como la ambigüedad o la promiscuidad, de las que con tanta lucidez se
nos habló en el Encuentro del Bilbao, y que tanto juego nos ha dado después. Se trata más
bien, en mi opinión, de avistar la escala de los estados de tránsito, esos momentos frágiles
de un milagroso desequilibrado equilibrio –entre dos estados, situaciones, mundos o, voilà:
¡sí mismos!...- a los que Mead pronto llamó “estadios o etapas de desintegración y de
reconstrucción” o más poética y singularmente situaciones “de desesperada perplejidad
protoplasmática”.
Ahora, cuando mi indagación de la “intimidad de lo social” me ha permitido tematizarlo
como un objeto de atención eminente, me puedo ya atrever a decir que seguramente
tenemos ahí el hilo conductor que podía faltarnos para poder exponer sistemáticamente la
aportación de Mead a la sociología. Aunque realmente creo, como denota el propio látigo
de esta ponencia, que estamos ante algo que va mucho más allá. (Este enlace con Mead,
como los que hemos hecho con los otros motivos es sólo instrumental, una mediación,
aunque tal como va a quedar este texto acabe pareciendo una especie de salto de pértiga sin
objeto claro. No obstante tampoco me disgusta verme reflejado en la alegoría de los
formidables saltos que los pasiegos suelen dar con sus varas ladera abajo, siempre que sólo
sea por el placer de saltar de cruce en cruce, de mundo en mundo, de un viejo sí mismo al
siguiente, aumentando la inequívoca sensación de ser todos esos mundos de estar preñado
de ellos y destinado a nuevos revolcones de novedad, que me liberen de ellos, al superarlos,
pero sin poder soltarlos en realidad, pero llevándolos con la nueva soltura de una vida, de
una socialidad, más viva).
Con todo, me demoraré aún un poco en ese motivo. Lo acabábamos de citar tomándolo
de uno de sus artículos más tardíos, pero en realidad había ganado ya tanta jerarquía al
principio de su carrera que en el primer artículo realmente significativo que escribiera (con
casi cuarenta años, y después de una ininterrumpida vida universitaria de estudio, lectura y
debate) lo dedicó a identificar –a definir– “lo psíquico”, lo subjetivo, como aquello que se
identifica con la conciencia del individuo como tal individuo”. No hay que insistir
demasiado en que el tema de la emergencia de lo nuevo presidió las últimas conferencias
que pronunció antes de morir y que atraviesa de parte a parte los manuscritos que dejó sin
publicar, y que en muchos de sus ensayos más relevantes lo explora por caminos que
pueden tener máximo interés, por ejemplo, para los investigadores de la sociología del
conocimiento científico como son sus agudas indagaciones acerca del papel del
investigador individual en los avances del conocimiento41. Y también puedo decir que he
encontrado en este aspecto un motivo serio para regresar a la lectura intensiva de la obra de
Mead, que había descartado hace tiempo, y que en sentido estricto abandoné ya hace casi
diez años.
Pero los gestos de entusiasmo, aunque cumplan su función retórica, y por tanto ritual,
no deberían distraernos. Debo volver unos pasos atrás, porque lo que realmente me
interesaba era poner de relieve que la situación transitoria o de “perplejidad
protoplasmática” con la que nos veíamos no era precisamente psicológica ni
microsociológica, sino que concernía al problema macro más espinoso que sigue
planteando la socialidad humana en sus prácticas de convivencia, el problema de la
posibilidad de un orden social global, y de las vías para lograr organizarnos para tenerlo.
Y lo curioso del asunto es que al releer a fondo este sustancioso trabajo –en el peculiar
estado de sensibilización de la propia imaginación intelectual que provoca el estar durante
meses a vueltas con la cuestión de la intimidad de lo social– me he topado con la sorpresa
de que seguramente Aristóteles, Hobbes y Mead pueden constituir tres fuentes de luz
privilegiadas para poder concebir adecuadamente el concepto de lo social donde la imagen
de la intimidad (pública y política) de lo social quiere fijar amarras.

2. El otro generalizado y la intimidad de lo social.


En una nota anterior, al recoger aquella primera definición de lo psíquico intentada por
Mead, nos habíamos encontrado con que determinadas situaciones de “paralización” de las
respuestas acostumbradas ante los cuadros típicos de situación que nos ofrecen los
diferentes timbres de atención que desplegamos en nuestras actividades. Y Mead decía que
esas parálisis, esa irrupción de problemas, nos deja “en una actitud de subjetividad” o,
podríamos decir nosotros, “ensimismados”.
Como mi propensión al pensamiento orgánico y helicoidal me iba a exigir ya tamaños
de libro grueso para ceñir esto a mi gusto, voy a dar un abrupto salto (otro), bien agarrado a
un motivo de John Dewey. En La experiencia y la naturaleza, Dewey afirma que bien
puede decirse que “hay un contraste entre los objetos físicos y los objetos según se cree que
son”, para preguntarse seguidamente, si se puede “encontrar ese contraste en el caso de las
instituciones y de las normas sociales existentes”. Y añade que, en tal caso, “o bien el
objeto social mejor es pura ilusión, o bien el pensamiento y deseo individual denota un
modo característico y único de existencia, un objeto en trance de disolución, sujeto a una
transformación, para acabar surgiendo como un objeto establecido y público”.
Se puede intuir que ese comentario no está tan desconectado de lo que veníamos
tratando, pero el caso es que Dewey nos ha traído al lugar, mejor viene decir “estancia”,
donde quería pararme(en los dos sentidos del término). Porque probablemente estamos ante
una muy original caída en la cuenta en la agudeza de un problema, que creo crucial, a la
hora de avanzar en la teoría de las socialidades. Trato de convertir en tema teórico medular,
precisamente, la curvatura autoacogedora que circunda las tramas de la intersubjetividad;
toda esa efectividad social multidireccional e imprevisible que se produce en los ejercicios
recursivos de autoinfluencia de las actividades prácticas de las personas y de las
agrupaciones, ese bucle de autoinfluencia y de intentos de mejorarla que constituyen la vida
ciudadana (o la vida en cualquier ámbito) en un empeño por la propia configuración
adecuada del ámbito de convivencia como tal ámbito de convivencia; o sea esos terrenos
intersubjetivos de la autotransformación y de la autotrascendencia que ponen la
convivencia en juego.
Hacia ellos nos conduce el antropólogo que liga la autoconciencia con las formas de
organización social, sí, pero “sobre todo, con las formas de desorganización social, del
desarraigo producido por el agotamiento de las reservas naturales y las subsiguientes
sequías, hambres, invasiones, deportaciones, etc.”45. Estos eventos constituyen los
problemas sociales y os problemas que sacuden y voltean las realidades intersubjeiivas, y
que las interpretaciones que articulan las vidas de las comunidades humanas advierten
como tales “problemas sociales. Y que pueden, por ello mismo, convertirse en agudos
“problemas identitarios, porque ponen de manifiesto que la concepción del mundo vigente
hasta un determinado momento, con sus ajustes indiscutidos entre lo bueno y lo malo, lo
útil y lo inútil, lo real y lo irreal, lo divino y lo infernal, no puede mantenerse por más
tiempo, que la cultura tradicional no puede comprender la nueva situación, el ‘nuevo
mundo’, porque la ‘realidad’ no concuerda con lo que se sabía de ella, con la cultura”.
En otra ocasión, plantee un asunto que aún va a quedar pendiente y que tiene un
estrecha afinidad con el de hoy, el de la unidad de la especie humana en el dentro único del
lenguaje. Escribí entonces que “las jugadas del lenguaje, los huecos y ecos de resonancia
que los diálogos provocan son, más que puentes, pértigas que nos lanzan hacia terrenos
intersubjetivos de autotransformación y de autotrascendencia. Ya sea raseando muy cerca
de la red del decir y el sentir gastados, la que tiende la seminovedad de la costumbre; o bien
volando a nuevos horizontes donde trascendemos de verdad a otro plano. A una vida otra y
otra convivencia. Los golpes del decir que dice mucho y bien son trompazos de vida
entrecruzada que estallan hacia nuevas trochas de vida compañera”.
Ya dije también allí, remedando el bello verso de Novalis que “la senda hacia el
corazón de los conos” quedaba pendiente. Ni asomaremos hoy por ella, pero lo que sí haré,
para poder dar el bajonazo a este todavía no texto es perfilar un poco mejor ese “interior”
cambiando la atención hacia ese círculo o circuito interior que es la socialidad humana.
Creo que de alguna ayuda puede resultarnos un último juego con la palabras “interior” e
“intimidad”. En su momento cruzaré también esa dicotomía con un análisis a fondo con la
distinción que entre “instituciones simbólicas e instituciones funcionales”en su día me
inventé para reforzar el potencial de la teoría de las instituciones, y concretamente de la
democracia, de Mead. Lo había intentado hacer para la segunda parte del trabajo que
empezaría casi aquí, pero no lo lograba acabar y opté por el hachazo. Lo que quiero hacer,
ahora, es agarrarme por un momento a ese tema de la autotransformación y de la
autotrascendencia de los juegos del lenguaje para apuntar el tema de intimidad esencial de
las socialidades, de la socialidad única, que es el único interior, el únicio dentro donde
estamos, aunque no nos percatemos de ello, y sus ámbitos, esos circuitos más cerrados en
sistema, donde sí que se produce la intimidad del autorreconocimiento, de la
autodeterminación y del sentimiento de pertenencia. Y entonces la idea es que cabe
distinguir entre las socialidades y su intimidad, pues ésta es la dimensión de la vida y de la
actividad social que consiste en la intervención reguladora sobre sí misma.
Y se me antoja que el método indirecto más práctico para haceros mirar hacia la
convivencia en el mundo como trato de hacerlo, es volver sobre otro tema que ya traté en el
encuentro de Madrid del 98, cuando intenté sintetizar la formidable movilidad de la
concepción de la novedad política de la ciudad medieval que extrae Max Weber, con la
imagen de una “ciudad que ciudadanea” (sugerida por su buceo en los principios de
autonomía y autocefalia, los que los burgueses fueron aprendiendo a imponer a los señores
de la guerra y a los que se creía por entonces que ataban y desataban las almas). Con el
descaro que me han impuesto las tormentas de la preparación, al intentar medirme con el
problemón que preside esta primera sesión, formularé otra vez mi propuesta así: los
sociólogos debemos aprender a mirar el mundo como debemos mirar a otras realidades
sociales o a otros torbellinos sociales más acotados; que debemos atender a él como, por
ejemplo, a una ciudad; como la sociología tiene que comprender y explicar las ciudades.
Me refiero a esa mirada hacia la clave de lo que realmente es (quiere o no quiere ser) una
ciudad para un sociólogo, y que todos sabemos muy bien que no consiste en ninguno de sus
factores ni en el sumatorio de todos ellos: no es su población, ni su territorio, ni su utillaje,
ni sus instituciones, ni su estructura, ni su retícula, etc.
La idea, abruptamente apuntada, es sencilla: la idea de ciudad que debe ceñir la mirada
de la sociología es la misma de la intuición de Weber, si la entendí bien. Para el sociólogo
de Erfurt, la realidad social de una urbe estriba en lo crucial, precisamente, en el propio
ejercicio de la ciudadanía. O sea que lo que tengo que sostener, en mi personal
interpretación de las lecciones de la weberiana sociología política de las ciudades, es que lo
ciudadano por antonomasia es el ayuntamiento; que la ciudad como tal ciudad consiste
realmente en (la continua reactivación de) su ayuntamiento. Y advierto que creo que mido
bien el alcance de la mirada de lo que estáis oyendo, como también la sugerencia, que casi
hemos encontrado en la boca de Mead, de que el orbe también puede ser ciudadano, si
conseguimos darle la organización adecuada através del mecanismo idóneo, y ya sabemos
que eso para él quiere decir, acertando a convertir sus bienes más altos, los que vayamos
acertando a tener como prioridades irrenunciables, en fines personales de los partícipes; es
decir, acertando a construir una democracia real en el mundo. Pero era el asunto que dejo
pendiente (casi nada). Al final lo que tenemos siempre es un cuestión de ciudadanía y de
modelo de ciudadanía, porque los modelos diversos son diversamente aptos para concebir
la articulación de las diferencias en el plano teórico–interpretativo y para articualarlas en el
plano práxico–organizativo.
La mirada que se busca es sociológica “social–lógica” (o sea que quiere adecuarse a las
lógicas divesas de lo social) y quiere apuntar a una doble revisión. Quiero revisar la idea
básica de lo social (íntimo) y, también, la idea de intimidad (de lo social). Esa revisión
exige, por ejemplo, cierta sensibilización de la mirada a lo social, que la esponje de manera
que pueda redibujarse la traza inmediata con que tiende a aparecérsenos la imagen
compuesta de los ámbitos sociales, la de las prácticas sociales y de sus entramados
institucionales. Y que se redibuje, entonces, nuestra imagen, la que decimos espontánea, de
lo intersubjetivo en general. Empecemos intentando avisar ese segundo cambio, que es el
más difícil y esquivo.
Tal vez la mejor vía para fortalecer la “mirada” o la “imaginación” sociológica de lo
colectivo es tomar cuenta de la impotencia de la persona, por definición, para adueñarse o
disponer a título individual de la trama intersubjetiva, que, al ser plural, no tiene dueño, de
modo que (sus líneas ) mantiene su propio curso de efectos, que se escapan, con su
desencadenamiento de ecos que rebotan y se expanden en mil direcciones inabarcables
lejos de su origen fontal, no sólo padeciendo transformacions imprevistas en su cadena de
influencias, sino hallándose siempre muy lejos del alcance del dominio consciente. Y tengo
para mía que acogernos al efecto de sentido de la metáfora de la intimidad, puede servirnos,
con una ayuda enorme, para revisar nuestras imágenes primordiales de los medios sociales.
Nuestra concepción básica de la socialidad, y de la identidad colectiva y personal.
No se trata simplemente de caer en la cuenta hasta el fondo de la extraordinaria
distancia que hay entre las formas “pluralistas” de concepción de lo social humano que
encontramos en Aristóteles, Hobbes, Hannah Arendt, Etzioni o Irish Young, en las que no
puedo entrar. Se trata de prestar atención a la actividad cooperativa en cuanto que se
autoinfluye, y, al hacerse cargo de esa autoinfluencia, puede plantearse que la actividad y la
función de gobierno, es decir, la dimensión pública de la convivencia es el efecto curvo del
cierre autodeterminador de la propia convivencia y que debemos llamarlo la intimidad de lo
social.
Puede no ser de importancia menor que reparemos desde pronto en el hecho de que esa
idea, de la referencia reflexiva de las actividades cooperativas hacia sí mismas, hacia su
propia autoconfiguración puede permitir, a la vez, enlazar, con el poderoso concepto de de
identidad que encierra la noción de sí mismo (creo que el mejor del que disponemos) y con
la de actividad pública o política. Me parece claro que no hay que hacer un gran esfuerzo
imaginativo para vincular lo antedicho con esa noción si “por self, por identidad, no hay
que entender la estructuración gradual de la personalidad sino, más precisamente, la
configuración de la relación consigo misma (con su propia vida) que una persona o un
colectivo – una subjetividad social– obtiene en el empeño por dotar de unidad tanto a sus
orientaciones hacia los demás sujetos sociales relacionados con ella como a las distintas
fases de su biografía (o de su historia) que de hecho o potencialmente compiten entre sí.
Conocemos la singularidad de esa concepción, de matriz meadiana, que destaca que los
sujetos podrían llegar a ser capaces, en principio, no sólo de interiorizar la pauta general de
la acción conjunta sino de revisarla a cada paso. De ese modo se concibe que la efectividad
de los modelos de acción que rigen los ámbitos de la actividad social se multiplica cuando
resultan activados en el propio dominio “interior” de los agentes (según la doctrina usual de
la socialización), pero lo más singular es aquí, que se piensan los cuadros de acción
potencialmente abiertos a nueva revisiones creativas ante la emergencia de circunstancias
inéditas de interacción.
Es en esa concepción dinámica de los marcos institucionales normativos, que es, a la
vez fortísimamente recurrencial, puesto que se toma en rabiosa relación dialéctica con
referencia a los propios círculos de actividad convivencial que contribuyen a configurar,
pero que los genera, donde quiero reparar. Nos devuelve al bucle de intimidad que
buscábamos.
Cuando la socialidad por sí propia, o en sus ámbitos cualesquiera que sean se concibe como
un sí mismo, la idea de intimidad social, de la íntima dimensión pública de la socialidad
comparece. Pero su irrupción es mucho más neta cuando junto a la figura del sí mismo
convertimos en tema la figura del “otro generalizado”. Espero que se me admira que
emplee una vez más material propio para hacer que esta última se presente en público.
Tengo escrito que con ese concepto Mead lleva a un plano formalmente sociológico la
conexión de lo personal y lo social. Un buen empleo del término debe servir “para designar
los escenarios organizados de convivencia en su faceta de referencia orientativa general de
la actividad colectiva y del desenvolvimiento identitario de la persona”. De esa manera nos
encontramos con el lujo de disponer de una palabra para nombrar un aspecto central de ese
“repliegue” sobre sí y desde sí que tratábamos de destacar como elemento clave de la
intimidad de lo social. Es, podríamos, decir, el resorte principal de la distancia que la
convivencia se toma con respecto a su propia actividad (en el espacio desiderativo y
normativo que abre en su imaginario), adelantándose con respecto a ella y pudiendo
siempre poner en ridículo, deslegitimar, cualquier puesta en práctica de los valores soñados
o barruntados que se inscriben como objetivo funcional de las organizaciones concretas. El
término nos trae, muchas cosas que pueden ayudar a llenar de contenido, a convertir en
concepto mi querida y bella imagen de la intimidad de lo social. Y casi promete su
concepción. Por eso brindaré por la feliz pareja y homenajearé a ese otro tan general,
reproduciendo íntegro el resto de la voz, recién horneada para el Diccionario. Según esa
noción, los escenarios organizados de convivencia “son estrictamente ámbitos colectivos de
actividad, y no parcelas de ningún actor, sus reglas representan y apuntan lo común, lo
intersubjetivo, de la convivencia (incluso cuando las desigualdades injustas a las que se
acomoden las prácticas y las normas surgidas de ellas nieguen eso común). Así, el concepto
subraya esa comunalidad (las expectativas de lo otro en general donde se está envuelto) que
despunta como verdadera referencia de los procesos de comunicación y participación, y la
erige en instancia interlocutora general de las respuestas de los sujetos singulares que
desempeñan sus roles en cada situación. Destaca, pues, el plano formal de lo colectivo
como instancia requeriente de conductas responsables y también como horizonte normativo
que debe guiar la reforma de las regulaciones de tales escenarios cuando se descubren
angostos o incapaces de articular bien las diferencias. De este modo, el enlace con ese “otro
generalizado” interlocutor es, a la vez, la cota donde en el curso del desarrollo personal se
constituye la autonomía agencial de la persona y la clave del control social eficiente.
Pero la potencia desbordante del concepto estriba en que la sugerencia meadiana apunta
a esa instancia como a un horizonte ilimitadamente ensanchable, cuyo diámetro crece con
la solvente orientación social de las personas y con el nivel de inclusión participativa y de
articulación de las diferencias del que sean capaces los propios cuadros convivenciales; un
desarrollo que se concibe normativamente, pues la madurez personal perseguible y deseable
dependería de la efectiva articulación del comportamiento del sujeto con respecto a niveles
más generalizados de actividad cooperativa. Y viceversa.”
Poca duda cabe de que algo nos preparado para el trabajo del concepto y la consiguiente
“experiencia de la conciencia”. Pero la sociología puede esperar.

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