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El problema clave que se plantea para esta sesión –recordaré que se nos preguntaba
nada menos que por la manera idónea de pensar hoy el mundo global– admite, a mi modo
de ver, una respuesta sencilla, aunque esquiva. Propongo que hemos de pensar, describir,
diagnosticar, replicar el mundo global mediante un enfoque de la realidad de lo social
humano mejor imaginado y concebido que aquellos de los que disponemos. (Y también que
desde la sociología urge preparar esa réplica, sin timidez, en el plano de la “gran teoría”).
Debo aclarar que haciendo uso de cierta propensión personal, algo rigorista, a tomarme
en serio los rótulos de las instituciones, y los de las intervenciones –es decir, a aceptar los
retos literales que con jubilosa insensatez nos autoimponemos públicamente los seres
humanos al denominar nuestros ritos y nuestros foros– no sólo he querido entrar al capote
del título con el que me comprometí para esta intervención, hace unos meses, sino al de la
propia condición de ponente. De hecho, he querido atenerme a la definición de uso que
extraje del saber de Julio Casares, quien en su Diccionario ideológico dice del adjetivo
“ponente”,“aplícase al individuo de una asamblea o de un cuerpo colegiado a quien toca
hacer relación de un asunto y proponer un dictamen o resolución”. Y claro: aquí me veo,
apremiado por la responsabilidad de proponer un dictamen o una resolución sobre cuál es el
modo de pensamiento idóneo para medirnos con el mundo de nuestros días, ese que
llamamos global.
∗
Versión simplificada y reducida. El texto completo puede consultarse en:
http://www.uv.es/~viherma/Barra/VEncuentro.htm
Mi ponencia se endereza pues, en efecto, hacia ese problema, que, por cierto, no he sabido
desligar nada bien del propio planteamiento del problema de la identidad personal, tal como
he llegado a concebirlo, y tampoco de mi convicción de que el timbre de ese requerimiento
curial llama a las profanas puertas de la sociología básica, al corazón de la sociología del
conocimiento. Pues bien, sostengo que esa concepción que necesitamos puede alcanzarse
por la línea de fuga del horizonte que sugiere el brutal emparentamiento de la congruencia
entre lo íntimo y lo social que propone el oxímoron del título que impongo a esta
intervención.
Pero avancemos la idea, no vaya a ser que alguien pueda disponerse a permanecer en
vilo hasta el final, y se le descoyunte algún hueso de la atención. Hay, que empezar a
pensar seriamente en que lo social, también la socialidad humana a escala global, es
básicamente curvo; que lo es porque es autorreferido y autointerpelante; y ese pensamiento
implica también la necesidad de repensar, profundizándolo en él, el postulado básico de la
resuelta problematicidad del orden que después de Parsons – recordemos su ¿cómo es
posible el orden social?– se convirtió en el tema canónico y en el bucle reflexivo
fundamental de la disciplina.Y al decirlo así, entiendo que estoy teniendo que trazar un
límite en el mundo con un modo de ver que no puede dejar de saberse como un “notar
desde cierto umbral de sensibilización”. En principio, voy a obviar aquí toda el vasto
territorio de averiguación que entraña el enlace sistemático de ese postulado con el
problema de la memoria y de la proyección en el tiempo; pero, entonces, esa tarea queda en
deuda. En todo caso lo que conviene reconocer ya –porque hay muy buenas razones para
hacerlo– es que sostengo que aquello que hay de radical en la idea de intimidad
corresponde en propiedad a las realidades colectivas y que, por tanto, la metáfora de la
intimidad no sólo es felizmente adecuada para designar la dimensión crucial de la vida
colectiva, lo que llama(re)mos su dimensión pública, sino que es además a ella, a esa
dimensión determinativa de lo colectivo (y de la misma socialidad humana), a la que
pertenece y se adecua con más propiedad y acierto la idea de intimidad cuando está bien
concebida.
Tiene, desde luego, razón Helena Béjar, que ha estudiado mucho estos temas, cuando
dice que “en condiciones de modernidad” la intimidad es indisociable de la reflexividad
tanto personal como institucional”. Pero el dictamen de este ponente se dispone a desbordar
toda suerte de conveniencias, al proyectar la sugerencia de la “intimidad pública” hacia
atrás, arqueológica y genealógicamente, como un concepto radical para la comprensión de
lo social.
Se trata de un postulado que se enuncia como axioma básico de la sociología por la que hay
que apostar y que tiene ambición trascendental. Con él se apunta que la dimensión
“pública” de lo intersubjetivo, la que se refiere a la mediación esencial (llámese o no
mecanismo) que se las ve (formal o informalmente) con la tarea de gobierno de la actividad
conjunta (ya sea esta consciente y formalizada o no), es lo que conviene llamar intimidad
de lo social. Quizá así resulte también un poco menos injustificado el enlace que
establezco, en el subtítulo de este trabajo, entre la “intimidad social” y una posible revisión
de los modos usuales de concebir los mecanismos de la gestión de los cambios sociales.
Esta ponencia apunta, pues, hacia la recurrencia de la actividad colectiva, partiendo, sí, de
la aprehensión básica de la retroactividad de la vida social, pero insistiendo especialmente,
en su capacidad de tomar nota de sí e “intimarse” al recogerse sobre sí propia, y en el poder
concomitante de relanzarla y de reorientarla que entraña. Y tal vez porque topamos aquí
con uno de esos puntos a orillas del fluir del discurso, en su borde, donde más hay por
decir, y donde el necesario destino de la libertad que quiere seguir nos lanza abruptamente
en catarata al abismo de la innovación, a donde mana/irrumpe lo imprevisto, tal vez por
eso, esta ponencia se retuerza un poco, y combine lo manso en rebeldía y lo salvaje
imposiblemente domado, para invitar mejor al salto hacia ese “ningún lugar” de la
imaginación teórica que necesitamos.
Se trata entonces aquí de presentar con modestia, aunque la retórica de su anuncio
adopte gesto baladrón –son los rigores del ritual– un puñado de notas sirvan de primeras
huellas reconocibles (o al menos descifrables) del movimiento magmático de un afán
teórico ambicioso y de largo aliento. (Y que, por ello, seguirá necesitando mucha
maduración).
Aunque mi intención quimérica, sobre la que han caído muchas ocupaciones de otro orden
(francamente imprevistas) contemplaba un puente con muchos más ojos, el recorrido, más
modesto, con el que he acabado este primer texto concebido de cara a la intervención oral
(y del que he arrancado ayer otra mitad entera que había estado escribiendo durante estos
últimos días), está apenas de compuesto de unos cuantos apoyos suaves en varios lugares
ocasionales, como si fueran las piedras elegidas para el paso de un río, pero sin perder de
vista que la otra orilla –mi objetivo– era tan difusa y móvil en lontananza como puede serlo
la tarea de formular, o al menos hallar alguna vía de sugerencia de la imagen repleta de
contenido que asocio a la fórmula de intimidad de lo social, y que trato de convertir en un
concepto básico.
Sin perder eso de vista, y tampoco que las piedras del paso del río las he ido dejando caer
yo mismo mientras iba de cabriola en cabriola. Ya veremos a donde me han llevado, y
sobre todo si he conseguido tender algo así como un puente transitable también para
vosotros.
Adelanto algunos hitos de ese zigzagueo hacia un nuevo y recóndito lugar de la
imaginación. Siempre abundando en la importancia básica de los enfoques vigorosamente
intersubjetivistas del sí mismo personal y del colectivo, cuyas mejores versiones encuentro
en la antropología filosófica más reciente de fuerte impronta hermenéutica, trato, en primer
lugar, de esparcir algunas sugerencias embaucadoras, con las que he simpatizado mucho, de
algunos amigos, que son finos teóricos de la antropología. Merecían la atención por sí
mismas, pero además, planteaban cuadros puros de ambivalencia de esos que retan de
verdad a la teoría, y sin duda, a la teoría de la intimidad de lo social: esos malestares y
mareos que nos produce el bendito desorden de las situaciones problemáticas. De modo que
procedo a presentar esas ilustraciones combinándolas con el apunte de los procesos de
emergencia y retracción de las propensiones individualistas del pensamiento moderno. Así,
empiezo con un testigo griego que se divierte al contemplar a unos pobres celtíberos
agrestes del borde del siglo I desesperar enloquecidos ante los ociosos paseos sin finalidad,
tan antinaturales, que se pegaban los legionarios romanos porque sí, y a punto casi de
travestirse espiritualmente en monjas de la caridad por salvarles; sigo con un teórico inglés
planteándose el imposible problema del orden, la paz civil posible, en medio del pánico de
una multitud de individuos interdependientes recién llegados en condiciones bastante
igualdas a la constancia de su poder; sigo el recuerdo de algunas ideas tempranas de los
pragmatistas sobre si cuando hablamos de subjetividad en sentido estricto no estamos
apuntando de lleno hacia esos trastornosque producen las perplejidades y los autobloqueos
de las tendencias contradictorias a responder; el enlace con una actualísima reflexión de
Mead sobre la (aún) im–posible organización de la ciudadanía universal, que nos permite
un apoyo muy firme para el salto hacia nuestra intimidad pública, etc. Todo esto en un puro
calentar motores que apenas permite constatar que el motor está a punto para seguir en el
empeño del salto… Aunque al final podamos hacernos una piedra ancha como una isla, que
tal vez sea una versión achicada de la orilla conceptual de nuestra búsqueda, la pública
intimidad de lo social. Eso es más o menos lo que hay: un conjunto de fragmentos para un
collage que quiere hacer que nos percatemos mejor de lo importancia de los tránsitos, de las
transiciones. No es ya que el ser humano sea transicional o transitorio, sino que importa
tomar cumplida cuenta de lo crucial que es reparar atentamente en ello para entender la
socialidad, de la urbe al orbe. Veamos.
1. Transiciones para un enlace íntimo. Siempre a vueltas con la identidad.
Los antropólogos vienen ilustrando ferazmente la idea de que el despliegue histórico de
las formas de la intimidad humana es función de la organización social y de la técnica, y
más concretamente de las formas socioculturales de la invención de lo humano. Es decir,
que la profundidad y las fórmulas de desarrollo de la intimidad dependen del despliegue del
desarrollo global de los medios socioculturales y, por supuesto, de los recursos sociales e
instrumentales de los que los grupos humanos se han ido dotando para satisfacer sus
deseos, esos deseos que decimos insaturables, que tanto se alargan y que tan plásticamente
remodulables y relanzables resultan. Refinan así los avances franceses en la exploración de
las correspondencias y las roturas entre las organizaciones sociales y las figuras de la
autoconciencia personal y colectiva.
En su gran libro sobre la estructuraciones de la identidad, Jacinto Choza ha acertado a
recoger y comentar aguda e irónicamente algunas consideraciones de Estrabón sobre los
celtíberos, de quienes el geógrafo griego destacaba con asombro, en general, que no
“gozaran” de los frutos de su rica tierra (¿o que no la explotaban con propósitos
comerciales?) “por negligencia de los hombres, que viven sin preocupaciones, porque dejan
transcurrir la vida sin otra apetencia que lo imprescindible y la satisfacción de sus instintos
brutales”. Pero en esa colección de fragmentos, no tiene desperdicio el siguiente
comentario, y menos aún el brillante comentario del catedrático sevillano, que bien puede
aportar una pizca de pimienta al inicio de esta ponencia. Decía el griego: [así] “los vetones,
cuando entraron por primera vez en un campamento romano, al ver a algunos de los
oficiales yendo y viniendo por las calles paseándose, creyeron que era locura y los
condujeron a las tiendas, como si tuvieran que permanecer tranquilamente sentados o
combatir”.
Y Choza afila su ingenio sevillano, mientras seguramente piensa, con toda
condescendencia, en lo importantes que a la larga pueden ser las mutaciones genéticas,
pues a fin de cuentas aquellas gentes era los antepasados de nuestro Presidente Suárez:
“para esos celtíberos los romanos están locos porque lo natural, lo de sentido común, es o
estar combatiento o estar sentados descansando tranquilamente; de manera que montar la
guardia, o en general, trabajar a largo plazo, no es lo propio de un hombre cuerdo. Para un
celtíbero estar en su sano juicio (ser racional) y estar loco, no coincidía con lo que un
griego o un romano podía clasificar bajo esas categorías”.
Puede ser que el empeño en hacernos notar que ese tipo de asombro o desconcierto que
provoca la locuela propensión a la ociosidad paseante, que tanto llegaría a estilizarse
diecinueve siglos después, o cualquier otro ejemplo del peculiar estilo de vida encantonado,
pueda sernos útil en el cometido de desquiciar un poco nuestra manera habitual de atender,
a las versiones particulares de lo que es natural y sano que Max Scheler empezó a llamar
“concepciones relativo–naturales del mundo”. Reparemos que aquí no hemos encontrado
esos estados de zozobra en su versión referida a los problemas del sujeto en situaciones
prácticas ordinarias. Y por eso también puede valernos para nutrir nuestro elenco de lo que
luego empezaremos a llamar con Mead algo así como “asombros protoplasmáticos”. La
situación pintada simboliza bien, por lo demás, los grandes choques entre mentalidades y
patrones de orientación que se dan cada vez más en las cocteleras de socialidad que son
nuestras urbes.
Pero lo que nos va a interesar ahora es el eco correspondiente en la superestructura
teórico–interpretativa. En ese plano, como sabemos bien, arrastramos una honda presión de
mentalidad individualista. Como enseña Choza, la historia moderna de la teoría de la
identidad, “tiende a concebir al ser humano de diversas formas (como individuo, como
absoluto, como autoconciencia, como espíritu), con todo un conjunto de fórmulas que
excitan tanto la convicción contundente de la individualidad como de la soberanía”16. Esa
concepción es la consecuencia directa del gesto típicamente antropológico y
antropocéntrico de la modernidad, cuya versión consumada se encuentra en el giro
copernicano de la epistemología y de la gneosología que localizamos en Kant. Pero esas
formulaciones se apoyaban en los procesos culturales e históricos, que, en principio,
procuraron a los seres humanos experiencias de autoaseguramiento. Se apunta en concreto
que “la modernidad hace eclosión precisamente cuando el pronombre personal “yo” entra
en escena con todas esas cualidades […]. “Yo” no depende de nobleza de estirpes ni de
genealogías […] Expresa lo que sé de mí, mi saber, mi querer y mi poder, mi autonomía y
mi autosuficiencia”.
Ya señalé en algún trabajo anterior que esos gestos de afirmación de la diferencia
humana en clave narcisista de individualismo y de soberanismo exhiben un síndrome de
adolescencia, que se puede rastrear con cierta facilidad en el mismísimo corazón de la
sociología que hemos heredado y en la parte mayor de la que seguimos haciendo. Con todo,
las experiencias reales vienen desmintiendo siempre esos modelos puntiformes de
autointepretación. Como dice el propio Choza, “el individuo experimenta que su grado de
individualidad y de soberanía contrasta con su grado de pertenencia a grupos, con el grado
de dependencia de su vida respecto de amigos, enemigos y factores incontrolables. Que su
racionalidad y su yo contrastan con las incongruencias y contradicciones en que conste su
vida”. Y por eso, “el arco de la reflexión y de la responsabilidad, del saber, el querer y el
poder, que describía una amplia y completa parábola desde el comienzo hasta el fin de la
historia, empezó a resquebrajarse, y con ello se resquebrajó también la clave del arco, a
saber, el sujeto, el “yo”.
Pero quedémonos con las fórmulas de la autointepreación intelectual. Entonces, al
proceder a escrutarlas se puede comprobar que, como advierte el antropólogo a quien
glosamos, por lo general comparten una característica común: que “desatienden la
pluralidad, la relación, la materialidad orgánica, el poder”.
Está claro que estamos, entonces, enfrentados a la necesidad de adoptar o inventar otros
enfoques que se sobrepongan a esas gesticulantes y planas autoafirmaciones vectoriales que
llamo adolescentes, como también a las sociologías o a la sociología en general en la
medida en que se guién con esquemas equivalentes. Recursos tenermos. Ahí está la
posibilidad de agarrarnos, por ejemplo, al giro hermenéutico de los cuadros
epistemológicos que Taylor ha compendiado en su definición del ser humano como “self-
interpreting animal” (Taylor). O mejor, el alarde de hermenéutica en carne viva con que
Higinio Marín epiloga su libro La invención de lo humano, y que nos dará pie para tomar el
sendero que nos lleva todo derecho a nuestro postulado acerca de la existencia de una
intimidad de lo social. Como dice Marín, “humanizar es dar sentido: nombrar, interpretar,
hacer habitable, unificar. Todo eso puede hacerse y el hombre lo hace, con el territorio
(construyendo, viajando y colonizando) y con el tiempo (contando historias y tramando
proyectos), y a esa labor primordial hace mucho que la conocemos por civilización ya sea
de territorios o de subjetividades. El hombre sólo puede habitar el espacio y el tiempo
interpretados porque antes de la interpretación no están unificados y, en realidad, sin alguna
clase de unidad ni el tiempo es tiempo ni el espacio es espacio para el hombre”.
Se nos está hablando sin duda desde una personalísima apropiación de la inteligencia
aristotélica del mundo en griego, que Marín transforma en una hermenéutica de muchos
quilates, que el lector ávido de raros tesoros no debe perderse23.Sigamos con él: “Pero
interpretar el mundo es también al mismo tiempo interpretarse, hallar una interpretación del
hombre: quien se orienta halla la propia posición, descubre el lugar que ocupaba pero no
poseía, y que una vez poseído se puede nombrar y habitar. El hombre vive en una
interpretación de lo que es, desde la que no sólo puede venir a ser uno para sí, sino también
para los demás y para el mundo. Si el hombre no está unificado para sí mismo según un
nombre y una interpretación, entonces no puede habitarse ni ejercerse, de modo que
tenerse, en todos los sentidos –y uno de ellos es saberse– es para el hombre tanto como ser
lo que se es.
Pero ese empuje interpretativo forma parte del río donde hemos de nadar, y que viene de
lejos. Las formulaciones que desatienden la pluralidad, la relación, la materialidad orgánica
y el poder fueron ya replicadas tiempo atrás. Incluso está en Aristóteles, y en el comienzo
mismo del pensamiento político moderno. Y creo que por ahí puede crecer la visión
desdoblada de la modernidad (como a) conjunto de prácticas de convencionalización de los
procesos imparables desencadenados por la ilustración y las agitaciones de la burguesía
revolucionaria, como b) el discurso soñador que moviliza esas prácticas y las mantiene
siempre incómodas y como c) crítica desenmascaradora de es discurso) que ofrece Wagner
en su excelente Sociología de la modernidad.
Con más tiempo podría ser conveniente recrearse en la sagacidad que al respecto
demostró ya el mismo Hobbes, cuya imagen de atomista viene siendo contestada con razón
por las investigaciones de calado que han regresado y rescatado el talento mayúsculo de su
obra25. Baste por ahora con una interesante reflexión de Choza, que insiste en asociar su
concepción del sí mismo con la de Aristóteles, porque ambas se alejan radicalmente de las
más típicamente modernas. Según él, “ni Aristóteles ni Hobbes se están refiriendo al
hombre y a la persona como al que es dueño del mundo interior, sino del exterior, con la
diferencia de que Hobbes está hablando en un contexto en el que la gente que tiene que
ejercer esa capacidad de propietario y quiere hacerlo es virtualmente toda, lo que no es
ajeno al hecho de que proclame que las personas (o sea, los varones) son todos iguales por
naturaleza.”. Claro que tener una capacidad y ejercerla es tener poder, y –sigo con la glosa
de Choza– la concurrencia de muchos hombres que lo tienen ofrece dos opciones: “o se
matan entre sí o llegan a algún acuerdo y generan un cierto orden”.
Estamos ya, pues, ante nuestro viejo problema de fondo –el de la misma sociología–
que con tanto vigor glosó Parsons en su exhibición antipositivista, y ante la revolucionaria
definición del poder político que preside Leviatán28. Pero lo que nos interesa ahora es el
giro interpretativo que ofrece el buen olfato de Choza, que le mueve a destacar la
correspondencia entre las expresiones del poder y el reconocimiento, a hablar de “crédito
social” y por esa vía a afirmar la intrínseca intersubjetividad de la concepción del poder
hobbesiana. “En esta pespectiva, dirá Choza, el poder de cada hombre lo calibran y lo
determinan, de un modo ciertamente variable, los demás hombres”.
Traigamos también ya a concurso la revisión ejemplarmente intersubjetiva y sociológica
de la identidad moderna que encontramos en Mead, y que tomaré de un ensayo poco
frecuentado sobre el nacionalismo y el intenacionalismo, muy recomendable, por cierto,
porque es un brindis a la recién nacida “Sociedad de Naciones” “el más serio empeño por
acabar con la guerra que nunca hizo la sociedad internacional”, dice de ella–. y porque
puede iluminar considerablemente la oscura aurora de este siglo XXI en cuyo minado
campo de la solidaridad global no acaba de salir el sol.
“La materia prima de la que están hechos los sí mismos, dice Mead, sólo se obtiene de
nuestros intereses comunes y de nuestras identidades con otros –y sólo al distinguir y
proteger esos sí mismos de los demás ejercemos la autoconciencia que nos hace
responsables y nos convierte en seres racionales […] incluso el aparato de esa
autoconciencia lo hemos obtenido de la comunidad”.
Pero cuando digo que puede iluminar, lo digo pensando en algo diametralmente opuesto
al dulzor estereotipado que con frecuencia la erudición manualística (que nunca se arrima a
la altura de las inteligencias de primer orden) asocia a la concepción mediana de la
socialidad.
Porque el Profesor de Chicago sabía donde se andaba, por ejemplo, al vincular los casi
invencibles obstáculos para lograr la “mentalidad internacional” que la Primera Guerra
Mundial había convertido en una necesidad urgente e imprescindible con los gravosos
complejos de inferioridad que arrastran nuestras “mentalidades nacionales”, demasiado
inseguras de sí como para poder evitar los atajos que para los procesos de cohesión interna
tiene la actitud defensiva que se prepara para combatir “contra” supuestas amenazas
exteriores.
En efecto, en pleno proceso de la frágil instalación de la Sociedad de Naciones, Mead
trataba “de hacer visible”, como digo, que la principal dificultad para conseguir que se
impusiera (o simplemente que surgiera) la “mentalidad internacional” no hay que
endosársela “al choque de intereses internacionales” sino “a la necesidad, profundamente
arraigada, que las naciones sienten de estar preparadas para combatir, y no ya por fines
ostensibles sino por el propio sentimiento de unidad nacional, de autodeterminación, de
autorrespeto de la nación, un sentimiento que no pueden lograr con tanta facilidad como lo
hacen cuando se preparan para el combate”.
Tenemos así que esa mentalidad internacional, exigencia imperiosa de la crucial
experiencia de reconocimiento de haber una nueva “condición” advenida, de una situación
tecnocultural en la que la guerra no cabe ya porque esta viene ya para siempre con la
amenaza del exterminio total, y se hace preciso desterrarla para siempre como medida
política se encuentra con una barrera infranqueable que bloquea su advenimiento. Y ese
bloqueo mayúsculo Mead lo atribuye, nada menos, que al complejo de inferioridad
nacional: “si no me equivoco, dirá, en el periodo actual de la historia humana esa actitud
revela una inseguridad respecto a la identidad nacional que se agarra al medio
acostumbrado para conseguirla –al espíritu de los tiempos de guerra”.
No hay desperdicio en el retruécano que ofrece de la continuación:
“Porque si estamos suficientemente seguros de nosotros mismos, en este periodo
de la historia humana no hay punto alguno del honor o de los peculiares intereses
nacionales que no pueda estar abierto a una negociación razonable en una comunidad de
naciones que se autorrespetan, como ocurre con cualquier asunto de los que
consideramos que se pueden someter al arbitraje de la justicia o de la negociación. Pero
no estamos seguros de nuestros sí mismos nacionales y, aunque realmente no sea muy
probable, cierta dosis de psicoanálisis nacional resultaría muy valiosa. Hay una cosa
que, sin embargo, está clara: que hasta que hayamos alcanzado un grado de mentalidad
nacional superior al que tenemos ahora no podremos alcanzar una mentalidad
internacional; y un tosco rasero para medir ese desarrollo lo encontramos en la
necesidad de conservar el honor y los peculiares intereses nacionales como causae
belli”.
Es verdad que su profundización en los procesos de la psicología social le pertrechaban
muy bien para ese embate, pero, como vemos, bien poco cándido se muestra el
supuestamente ingenuo y bienintencionado sociólogo a quien los manuales atribuyen la
paternidad de una blanda sociología interaccionista, que hipertrofia el simbolismo y elude
la realidad del conflicto. Como cuando dice que “nada hay en la historia de la sociedad
humana o en al experiencia de nuestros días que nos anime a mirar hacia el impulso
primario de vecindad cuando buscamos ese poder cohesivo”, añadiendo que. “el amor a
nuestro vecino no puede convertirse en una pasión que llevemos a cabo en comunidad”. De
hecho, como él mismo apostilla, “las grandes religiones que trataron de incorporarlo [a la
vida comunitaria] en cuanto dominaron la sociedad, se transformaron, en Iglesia militante”.
Pero ya avanzábamos que enlace con Mead perseguía aquí un propósito especial que no
debo perder de vista, y que es el mismo que me ha hecho intentar mover al lector por los
varios recodos de diversa índole que hemos recorrido. Lo que realmente me interesa es
insistir en la preocupación que Mead exhibe por ese “estado de zozobra”, “en tierra de
nadie” o “con el pie a uno y otro lado del arroyo” (empleo este último calco, porque
recuerdo haber tenido que traducirlo alguna vez leyendo al teórico de Massachusetts),
donde su pensamiento tiende a reparar con singular atención y aprecio, aun cuando ese
hecho no haya sido hasta objeto de demasiados análisis entre los sociólogos. Debo anotar
que no se trata de hablar de la complejidad en general, ni de manifestaciones suyas en los
contextos de acción, como la ambigüedad o la promiscuidad, de las que con tanta lucidez se
nos habló en el Encuentro del Bilbao, y que tanto juego nos ha dado después. Se trata más
bien, en mi opinión, de avistar la escala de los estados de tránsito, esos momentos frágiles
de un milagroso desequilibrado equilibrio –entre dos estados, situaciones, mundos o, voilà:
¡sí mismos!...- a los que Mead pronto llamó “estadios o etapas de desintegración y de
reconstrucción” o más poética y singularmente situaciones “de desesperada perplejidad
protoplasmática”.
Ahora, cuando mi indagación de la “intimidad de lo social” me ha permitido tematizarlo
como un objeto de atención eminente, me puedo ya atrever a decir que seguramente
tenemos ahí el hilo conductor que podía faltarnos para poder exponer sistemáticamente la
aportación de Mead a la sociología. Aunque realmente creo, como denota el propio látigo
de esta ponencia, que estamos ante algo que va mucho más allá. (Este enlace con Mead,
como los que hemos hecho con los otros motivos es sólo instrumental, una mediación,
aunque tal como va a quedar este texto acabe pareciendo una especie de salto de pértiga sin
objeto claro. No obstante tampoco me disgusta verme reflejado en la alegoría de los
formidables saltos que los pasiegos suelen dar con sus varas ladera abajo, siempre que sólo
sea por el placer de saltar de cruce en cruce, de mundo en mundo, de un viejo sí mismo al
siguiente, aumentando la inequívoca sensación de ser todos esos mundos de estar preñado
de ellos y destinado a nuevos revolcones de novedad, que me liberen de ellos, al superarlos,
pero sin poder soltarlos en realidad, pero llevándolos con la nueva soltura de una vida, de
una socialidad, más viva).
Con todo, me demoraré aún un poco en ese motivo. Lo acabábamos de citar tomándolo
de uno de sus artículos más tardíos, pero en realidad había ganado ya tanta jerarquía al
principio de su carrera que en el primer artículo realmente significativo que escribiera (con
casi cuarenta años, y después de una ininterrumpida vida universitaria de estudio, lectura y
debate) lo dedicó a identificar –a definir– “lo psíquico”, lo subjetivo, como aquello que se
identifica con la conciencia del individuo como tal individuo”. No hay que insistir
demasiado en que el tema de la emergencia de lo nuevo presidió las últimas conferencias
que pronunció antes de morir y que atraviesa de parte a parte los manuscritos que dejó sin
publicar, y que en muchos de sus ensayos más relevantes lo explora por caminos que
pueden tener máximo interés, por ejemplo, para los investigadores de la sociología del
conocimiento científico como son sus agudas indagaciones acerca del papel del
investigador individual en los avances del conocimiento41. Y también puedo decir que he
encontrado en este aspecto un motivo serio para regresar a la lectura intensiva de la obra de
Mead, que había descartado hace tiempo, y que en sentido estricto abandoné ya hace casi
diez años.
Pero los gestos de entusiasmo, aunque cumplan su función retórica, y por tanto ritual,
no deberían distraernos. Debo volver unos pasos atrás, porque lo que realmente me
interesaba era poner de relieve que la situación transitoria o de “perplejidad
protoplasmática” con la que nos veíamos no era precisamente psicológica ni
microsociológica, sino que concernía al problema macro más espinoso que sigue
planteando la socialidad humana en sus prácticas de convivencia, el problema de la
posibilidad de un orden social global, y de las vías para lograr organizarnos para tenerlo.
Y lo curioso del asunto es que al releer a fondo este sustancioso trabajo –en el peculiar
estado de sensibilización de la propia imaginación intelectual que provoca el estar durante
meses a vueltas con la cuestión de la intimidad de lo social– me he topado con la sorpresa
de que seguramente Aristóteles, Hobbes y Mead pueden constituir tres fuentes de luz
privilegiadas para poder concebir adecuadamente el concepto de lo social donde la imagen
de la intimidad (pública y política) de lo social quiere fijar amarras.
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Incluye las transcripciones de dos cursos de psicología social impartidos por Mead: las
"1914 Class Lectures.in Social Psychology” (pp.27-105) y las "1927 Class Lectures.in
Social Psychology” (pp.106-175); y el ensayo inédito “Conscioussness, Mind, the Self
and Scientific Objects” (pp. 176-196). Un apéndice (pp. 197-217) recoge así mismo
otros dos ensayos, cuya autoría, como reconoce el propio Miller, no se puede atribuir a
Mead, aunque tratan asuntos típicamentes suyos y probablemente fueran escritos por sus
colaboradores.
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Ignacio Sánchez de la Yncera, titulada “Mentalidad nacional y mentalidad
internacional”, será en breve publicado por el CIS en un volumen monográfico sobre la
guerra que coordina Josetxo Beriain.
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