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Una tarde cruzaba el puente del Río Almendares jugueteando con un pulso que
Claudia había olvidado encima de mi buró, considerando la posibilidad de llegar hasta
su casa con el pretexto de devolvérselo y tal vez lograr que saliéramos a tomar algo y
hacer gala de mis encantos, (no sé bien cuáles encantos, ni siquiera sabía si existía
algo que pudiera considerarse encantador en todo el contenido que yo era), pero
caminaba jugueteando con la idea de Claudia rendida ante mis indefinidos encantos y
con la imagen de los dos jugueteando en su cuarto, o mi cuarto, o en el cuartico de
desahogo de la oficina. Como resultado de todo lo anterior se me cayó el pulso al
agua. Me quedé parado en el puente viendo mis ilusiones hundirse en el agua turbia.
Esa actitud protectora hizo que mi dolor se desbordara (en aquellos días
Claudia, la imposibilidad de Claudia, me dolía terriblemente) y rompí a llorar
sentado en el borde del puente Almendares. Lucy me dejó llorar y hablar de Claudia
hasta que no quedó nada por decir. Cuando terminé de sollozar, palmaditas en la
espalda por medio, dijo que podía ayudarme y empezó a hablar de magia. Fue
entonces que reparé en su aspecto de brujita escapada de un manga japonés.
El espacio era mayor de lo que uno podía imaginarse y estaba lleno de estantes
con botellas de diferentes tamaños y colores. Aquí puedes encontrarlo todo, dijo Lucy
y empezó a señalar las botellas una por una. No estaban etiquetadas pero ella parecía
conocerlas de memoria. Esta es la plenitud, decía, esta es el optimismo, aquí está el
consuelo, aquí la fuerza… Esta está llena de ilusiones infundadas. Esa me la mostró
con especial entusiasmo. Son diferentes de las aspiraciones, dijo levantando otra y
sosteniendo ambas en las manos para que yo apreciara la diferencia.
Seguimos así por largo rato y por un número enorme de repisas. Al final solo
señalaba algunas desde lejos: allí la angustia, allá el dolor, aquí el perdón, la
generosidad, la franqueza involuntaria…
Nos llevó más de una hora recorrer el lugar. En el último estante, justo al lado
de la puerta, había una botellita pequeña de un tono que parecía reunir todos los
colores del arcoiris y algunos que probablemente no tuvieran nombre todavía. Esa es
la felicidad, dijo Lucy, sin darle importancia.
Luego mencionó el precio, todas costaban lo mismo, y aclaró que solo podía
llevarme una. Yo pedí la felicidad, por supuesto, y ella me alcanzó la botella con
cierto gesto de aburrido cansancio. La guardé en el bolsillo y salí. Lucy eligió otra
pero no me dejó verla.
Cuando estuve solo abrí la botellita, aspiré su olor (no tenía olor) e intenté
incluso beber de ella. No conseguí nada. Estaba vacía. Completa y absolutamente
vacía. Ni siquiera pesaba. Me dije que Lucy era una gran vendedora de ilusiones
infundadas pero conservé mi botella de felicidad como una especie de trofeo.
Una tarde cayó al piso y se hizo pedazos cuando Claudia intentaba sacar no sé
qué libro del estante más alto. Le conté mi encuentro con Lucy. Ella se puso un poco
celosa, yo me burlé de su inseguridad y ella se burló de mis supersticiones. Después
hicimos el amor.
No tengo claro en qué momento noté que las cosas estaban empezando a
cambiar.
Tal vez la primera vez que Claudia y yo salimos con unos amigos de la
universidad a los que no veíamos hacía tiempo y ella me recriminó por haberme
portado “poco interesante”. O cierta noche en que tuvimos sexo y todo transcurrió tan
inefablemente que Claudia bostezó ante un poemita que yo había tenido la idea de
inventarle justo en ese instante. O la tarde en que mi jefe rechazó el artículo que
escribí para el último número del diario acusándolo de superficial y conformista. O
aquella vez que no entendí de qué se quejaba ella, ni qué tenía de malo cierto tipo de
propaganda política ni la desaparición de una revista de tirada mínima editada por un
grupo de escritores fracasados.
Pensándolo bien, creo que fue la tarde en que ella dijo que estaba aburrida de
lo mismo y que yo había perdido la chispa. Tarde en que además golpeé con mi
motocicleta a un mendigo en medio de la calle, estando a punto de caer sobre él y
llenarme de su pestilencia y su inmundicia, mientras Claudia gritaba y me tildaba de
salvaje, carnicero y asesino.
Claudia me dejó ese mismo día. Poco después el periódico canceló mi
columna. Tuve que devolver la motocicleta y regresé a mis caminatas habituales por
el puente Almendares. Por supuesto, me encontré con Lucy.
Lucy pregunta cómo me va. Le cuento todo. Le digo que duele. Lucy dice: El
duelo es la reacción normal después de la pérdida. Elaborar el duelo significa ponerse
en contacto con el vacío que nos ha quedado, valorar su importancia y aprender a
soportar el sufrimiento y la frustración.
Le digo que lo que pasa es no puedo creerlo. Lucy dice: Las cinco etapas del
duelo son: Negación, ira, pacto, depresión y aceptación. Ahora estás en la primera
etapa.
Le digo que duele demasiado. Lucy dice: La intensidad y duración del duelo
depende de muchos factores: importancia de la unión con el elemento perdido,
características de la relación, edad del doliente…
Me quedo considerando sus palabras mientras Lucy otra vez se pierde entre la
gente.