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Una botella de felicidad

Era el mes de Octubre y yo estaba enredado en problemas bastante serios.


Poco trabajo, poco dinero y poco ánimo para salir a buscar ninguna de las dos cosas.
Además había enfermado. Una enfermedad medio ridícula: me consumía de amor por
Claudia.

Una tarde cruzaba el puente del Río Almendares jugueteando con un pulso que
Claudia había olvidado encima de mi buró, considerando la posibilidad de llegar hasta
su casa con el pretexto de devolvérselo y tal vez lograr que saliéramos a tomar algo y
hacer gala de mis encantos, (no sé bien cuáles encantos, ni siquiera sabía si existía
algo que pudiera considerarse encantador en todo el contenido que yo era), pero
caminaba jugueteando con la idea de Claudia rendida ante mis indefinidos encantos y
con la imagen de los dos jugueteando en su cuarto, o mi cuarto, o en el cuartico de
desahogo de la oficina. Como resultado de todo lo anterior se me cayó el pulso al
agua. Me quedé parado en el puente viendo mis ilusiones hundirse en el agua turbia.

Lucy apareció entonces a mi lado y dijo: No es necesario llegar a eso. Yo no


pensaba llegar a ninguna parte. Cuando más, pensaba ponerme a maldecir, tal vez
descargar un par de patadas sobre los barrotes de hierro de la baranda o golpear mi
cabeza contra esos mismos barrotes por estúpido. Sin embargo, su tono solemne
implicaba muchas otras cosas. Me tomó del brazo y me arrastró hasta el extremo del
puente.

Esa actitud protectora hizo que mi dolor se desbordara (en aquellos días
Claudia, la imposibilidad de Claudia, me dolía terriblemente) y rompí a llorar
sentado en el borde del puente Almendares. Lucy me dejó llorar y hablar de Claudia
hasta que no quedó nada por decir. Cuando terminé de sollozar, palmaditas en la
espalda por medio, dijo que podía ayudarme y empezó a hablar de magia. Fue
entonces que reparé en su aspecto de brujita escapada de un manga japonés.

Acompáñame, dijo Lucy y no tuve fuerzas para negarme. ¿Por qué no


compramos una botella?, le pregunté por el camino. A donde vamos tienen las
mejores botellas, respondió, todo lo que puedas imaginar. Marchamos por callecitas
estrechas hasta llegar al Cementerio Chino. Lucy saltó el muro con agilidad de ninja.
Mercado negro en el Cementerio Chino, me dije, esto se pone interesante, y la seguí.

Era el final de la tarde. Un solecito suave iluminaba los nichos sombríos


dándoles un toque irreal. Llegamos a un mausoleo dorado y Lucy entró. Yo lamenté
no haber traído mi cámara.

El espacio era mayor de lo que uno podía imaginarse y estaba lleno de estantes
con botellas de diferentes tamaños y colores. Aquí puedes encontrarlo todo, dijo Lucy
y empezó a señalar las botellas una por una. No estaban etiquetadas pero ella parecía
conocerlas de memoria. Esta es la plenitud, decía, esta es el optimismo, aquí está el
consuelo, aquí la fuerza… Esta está llena de ilusiones infundadas. Esa me la mostró
con especial entusiasmo. Son diferentes de las aspiraciones, dijo levantando otra y
sosteniendo ambas en las manos para que yo apreciara la diferencia.

Fue hasta al siguiente anaquel. Este es el autoengaño, dijo levantando una


botella alta y contemplándola, algunos lo llaman ego. La sostuvo en la mano y la
observó pensativa por un momento antes de volver a colocarla en su lugar. Esta es la
capacidad de dar, dijo tomando otra, y la de recibir. Son una misma cosa, ¿ves?

Seguimos así por largo rato y por un número enorme de repisas. Al final solo
señalaba algunas desde lejos: allí la angustia, allá el dolor, aquí el perdón, la
generosidad, la franqueza involuntaria…

Nos llevó más de una hora recorrer el lugar. En el último estante, justo al lado
de la puerta, había una botellita pequeña de un tono que parecía reunir todos los
colores del arcoiris y algunos que probablemente no tuvieran nombre todavía. Esa es
la felicidad, dijo Lucy, sin darle importancia.

Luego mencionó el precio, todas costaban lo mismo, y aclaró que solo podía
llevarme una. Yo pedí la felicidad, por supuesto, y ella me alcanzó la botella con
cierto gesto de aburrido cansancio. La guardé en el bolsillo y salí. Lucy eligió otra
pero no me dejó verla.

Cuando estuve solo abrí la botellita, aspiré su olor (no tenía olor) e intenté
incluso beber de ella. No conseguí nada. Estaba vacía. Completa y absolutamente
vacía. Ni siquiera pesaba. Me dije que Lucy era una gran vendedora de ilusiones
infundadas pero conservé mi botella de felicidad como una especie de trofeo.

Ese fin de semana, Claudia aceptó salir conmigo y yo conseguí mostrarme


encantador. Estuve inteligente, sensible y hasta divertido. Unos días después el jefe
me comunicó que me iba a dar una columna fija en el periódico con frecuencia
semanal. Eso significaba un aumento de salario y una motocicleta para mi uso
exclusivo. Me pregunté si todo sería obra de Lucy y la botellita, o un resultado de mis
dudosos encantos, pero pronto dejé de pensar en eso. La botellita se quedó en un
rincón del librero junto a una serie de objetos decorativos de procedencia diversa.

Una tarde cayó al piso y se hizo pedazos cuando Claudia intentaba sacar no sé
qué libro del estante más alto. Le conté mi encuentro con Lucy. Ella se puso un poco
celosa, yo me burlé de su inseguridad y ella se burló de mis supersticiones. Después
hicimos el amor.

No tengo claro en qué momento noté que las cosas estaban empezando a
cambiar.

Tal vez la primera vez que Claudia y yo salimos con unos amigos de la
universidad a los que no veíamos hacía tiempo y ella me recriminó por haberme
portado “poco interesante”. O cierta noche en que tuvimos sexo y todo transcurrió tan
inefablemente que Claudia bostezó ante un poemita que yo había tenido la idea de
inventarle justo en ese instante. O la tarde en que mi jefe rechazó el artículo que
escribí para el último número del diario acusándolo de superficial y conformista. O
aquella vez que no entendí de qué se quejaba ella, ni qué tenía de malo cierto tipo de
propaganda política ni la desaparición de una revista de tirada mínima editada por un
grupo de escritores fracasados.

Pensándolo bien, creo que fue la tarde en que ella dijo que estaba aburrida de
lo mismo y que yo había perdido la chispa. Tarde en que además golpeé con mi
motocicleta a un mendigo en medio de la calle, estando a punto de caer sobre él y
llenarme de su pestilencia y su inmundicia, mientras Claudia gritaba y me tildaba de
salvaje, carnicero y asesino.
Claudia me dejó ese mismo día. Poco después el periódico canceló mi
columna. Tuve que devolver la motocicleta y regresé a mis caminatas habituales por
el puente Almendares. Por supuesto, me encontré con Lucy.

Lucy pregunta cómo me va. Le cuento todo. Le digo que duele. Lucy dice: El
duelo es la reacción normal después de la pérdida. Elaborar el duelo significa ponerse
en contacto con el vacío que nos ha quedado, valorar su importancia y aprender a
soportar el sufrimiento y la frustración.

Le digo que lo que pasa es no puedo creerlo. Lucy dice: Las cinco etapas del
duelo son: Negación, ira, pacto, depresión y aceptación. Ahora estás en la primera
etapa.

Le digo que duele demasiado. Lucy dice: La intensidad y duración del duelo
depende de muchos factores: importancia de la unión con el elemento perdido,
características de la relación, edad del doliente…

Luego decidimos comprar una botella de verdad (Havana Club, el Ron de


Cuba) y fuimos a emborracharnos en un banco del parque Almendares.

Cuando vamos por la mitad de la botella Lucy dice: El consumo excesivo de


alcohol provoca la muerte de un número de neuronas equivalente a las que se
destruyen en un accidente con daño cerebral categoría uno. Nos miramos atentamente
buscando signos de daño cerebral. Creo ver algunas neuronas agonizando en sus ojos
oscuros. Nos besamos. Vaciamos la botella y nos quedamos dormidos en el banco
frio. Cuando desperté el dolor de haber perdido a Claudia parecía velado por el daño
cerebral y la magia japonesa. Estaba solo, con una gran resaca y una botella vacía.
Arrojé lo que quedaba del Ron de Cuba en el contenedor de basura más cercano y una
vez más recorrí el puente Almendares.

No volví a ver a Lucy hasta mucho tiempo después. Coincidimos a la entrada


de un cine de barrio donde pasaban una vieja película que había sido catalogada como
erótica en sus tiempos. Mi aspecto era patibulario pero ella no estaba mejor: flaca,
ojerosa, con su atuendo negro que había perdido todo el brillo.
Le pregunto qué pasa, pero Lucy no responde. Saca un frasco azul del bolso y
me lo enseña. Tiene forma de ánfora y parece contener un gas plateado o algo así. Es
la pasión, me explica.

- La pasión mata, le digo preocupado.

- Y la felicidad se acaba, responde ella con la expresión de quien ha tenido


que repetir lo mismo un millón de veces.

Me quedo considerando sus palabras mientras Lucy otra vez se pierde entre la
gente.

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