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Nick Dunn
Traducción libre: Lucas Morgan Disalvo
Caminar por las ciudades de noche, por lo tanto, nos permite sentir, conectar y pensar
junto a la ciudad que nos rodea. Somos capaces de prestar a las cosas nuestra total atención,
una pausa bienvenida de la continua erosión y subdivisión de nuestro tiempo así como de
nuestro sentido de pertenencia en el mundo. El acto de movernos deliberadamente de la
mirada estática de nuestras rutinas diarias mercantilizadas y altamente estructuradas hacia
las ricas sombras y superficies de nuestras ciudades de noche quizás pueda ser una de las
verdaderas prácticas profundamente bellas y sublimes que nos quedan. Lejos de ser horas
muertas, la noche facilita investigación y liberación a quienes están despiert*s. Es una parte
esencial de vivir: un importante contrapunto para las responsabilidades asumidas en el tiempo
diurno. La liquidez del mercado se ha infiltrado prácticamente en cada aspecto potencial del
deleite epicúreo. Hemos sido programados dentro del circuito estímulo-respuesta de la
cultura contemporánea para disfrutar, si no buscar activamente, placeres en el domo del
capitalismo tardío. Adicionalmente, dimensiones previamente inimaginables de nuestras
vidas han sido fácilmente integradas al mercado, entre ellas, nuestra atención. Quisiera por lo
tanto esbozar una manera alternativa de ser. La heterogeneidad de formas en las que la
caminata nocturna nos permite comprender la construcción de un mundo enteramente nuevo
es clave a este enfoque. Deslizarnos en la oscuridad espesa de la ciudad nocturna es dejar las
preconcepciones reprimidas detrás. La performance mesurada del día puede permanecer
cómodamente a salvo, esperando tu regreso. Mientras tanto, el paisaje de noche urbana nos
ofrece un dominio distinto: habitado de sutiles resistencias y desafíos. Sabemos que es más
fácil imaginar el fin del mundo que la destrucción del capitalismo. La inercia que nos constriñe
dentro de la cultura contemporánea se oculta discretamente por detrás de los múltiples velos
de aquella “novedad” que, como hemos desarrollado anteriormente, jamás ha sido tal cosa.
No obstante, somos residentes voluntari*s de aquel contenedor. Durante la primera mitad de
los años ’90, se transmitió el programa británico de juegos y aventuras The Crystal Maze (El
Laberinto de Cristal). En cada episodio, un equipo era conducido a través de una serie de
acertijos y pruebas que tenían que ser resueltas sucesivamente. El pasaje exitoso por estas
tareas culminaba con un acceso extendido al Domo de Cristal, una geodesia de vidrio de
escala doméstica al estilo Buckminster Fuller. El objetivo del equipo era llegar a obtener cien
fichas de aluminio doradas para poder ganar un premio. Sin embargo, estaban mezclados con
fichas plateadas, cuyo número tenía que descontarse del total, de manera tal que el equipo
tenía que coleccionar cien fichas doradas más para empatar el número de plateadas
recolectadas. A este apuro se le añadía aún más drama a través del encendido de máquinas de
viento detrás del domo, que aseguraban que todas las fichas de aluminio estuviesen dispersas
en un remolino engañoso, desparramadas de manera errática. Al igual que aquel equipo de
competidor*s en este desafío final, nos mostramos cooperativ*s y cómplices con aquel
frenesí colectivo de atrapar fichas brillantes entre ráfagas de viento. Todo lo que nos rodea es
estimulante y seductor, más todavía al estar ligeramente fuera de nuestro alcance cada vez
extendemos las manos. El costo real aquí es este estado constante de distracción más que la
mediocridad relativa de lo que es ganado. Tal vez pueda considerarse un indicio de nuestra
preocupación sostenida por la novedad aparente y deslumbrante desparramada entre ideas y
movimientos reciclados, el hecho de que, después de veinte años, el show de juegos haya sido
actualizado como una experiencia inmersiva en vivo para miembros de la audiencia.
Salgan y sean.