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Sobre lo nuevo: a cinco años del 19 y 20 de 

diciembre

por Sebastián Hernaiz


el interpretador, número 29 “de época”: diciembre 2006 / texto leído en la charla “¿Qué
hay de nuevo, viejo?”, Malba, 15 de noviembre de 2006

-Al futuro del amplio espacio Giordano Bruno 831,


que late en muchas de estas palabras.
-A la memoria de Rafael Pinedo, que nos dejó Plop

(Nota: este texto fue leído en la charla “¿Qué hay de nuevo, viejo?” que se realizó en el
malba.literatura el 15 de noviembre del 2006. La charla planteaba, como disparador:
“La novedad es la eterna prometida de la literatura moderna. ¿Podemos seguir
esperándola? La literatura argentina contemporánea adeuda un debate sobre el lugar
de lo nuevo. ¿Hay algo nuevo en los libros recientes? ¿Pensamos todavía en la
novedad como valor absoluto, como herencia de las vanguardias? ¿Qué relación hay
entre novedad y mercado? ¿Es lo nuevo un asunto del marketing? ¿Por qué se habla de
nuevo cine argentino y no de nueva literatura argentina? ¿En qué momento las
editoriales dejaron de intervenir en el debate público?”.)

Dos comentarios antes de empezar


Primero. Que este texto no existe más que como parte del diálogo continuo que es hacer
la revista elinterpretador.net
Y segundo, que me centro en la lectura de narrativa, pero esto no puedo hacerlo sin
pensar constantemente también en la poesía contemporánea.
1- Novedades.
Se habla del “nuevo cine argentino”, y si bien éste tiene sus mil especificidades estéticas
en un marco de heterogeneidad remarcable, el “nuevo cine argentino” nació también
como una fuerte renovación de los modos y medios de producción, muy ligado a
cambios en las políticas de subsidios, a la “ley del cine”, al auge de las escuelas de cine
y con un fundacional acompañamiento de la crítica cinéfila. Desde este punto de vista,
por las particularidades que diferencian la producción de cine de la literaria, la
comparación es inviable.
La propuesta comparativa deja, sin embargo, algún resto de sensatez. “Lo nuevo” en
tanto categoría de marketing permite pensar los dos productos: “lo nuevo”, como ha
servido para vender, en su momento, electrodomésticos para la mujer moderna, se
espera que venda películas o libros. La categoría de “nueva literatura” es una operación
que pre-existe a los textos. Un clásico de contratapa: “la autora hace así su entrada en la
nueva literatura argentina”. Como en las reediciones de clásicos, la categoría es etiqueta
para el protocolo de la venta.
Tiene sutiles variantes, la etiqueta. Si a veces se supone que se aplica como promesa
directa de una “nueva” estética (“la nueva narrativa argentina”), otras veces la promesa
se escabulle en términos generacionales: “la nueva generación de narradores” o
“jóvenes narradores”. Se sigue el silogismo de cualquier manual de literatura: a
recambio generacional, recambio estético. O también, otra promesa de la etiqueta: el
valor agregado del adelantado en el tiempo; leer la “nueva” literatura es leer lo que será
la literatura “del futuro”. En el fondo, de nuevo, protocolos de la venta. De hecho, si un
libro no requieriese esa etiqueta para ser vendido, es decir, si aún siendo joven, si aún
siendo, supongamos, su primera novela, pudiera ofrecerse otra etiqueta más efectiva, no
se le aplica la de “nuevo”: vende mejor la fajita diciendo “La novela que Amalita
Fortabat intentó censurar”.
“Lo nuevo”, en la serie marketinera, opera como estratagema: todo libro, en tanto objeto
del circuito mercantil, parece requerir la etiqueta que lo lleve de la mesa de exhibición a
la caja[1] , y un libro de un autor desconocido, un primer libro, digamos, ¿por qué
podría querer ser comprado si no es conocido por nadie? La respuesta: lo nuevo, la
nueva narrativa, la nueva generación como etiqueta.
Pensar “lo nuevo” en este sentido, entonces, no pasa del sumarse a la lógica del
recambio de stands y góndolas: sentencias agrias con fecha de vencimiento. Los
Simpsons lo entienden perfecto. La necesidad de renovación de la oferta de mercancías
late en la pasión por la compra del siempre igualmente renovado modelo de la Baby
Malibú.
2- Lo nuevo como cambio. Del ayer al hoy.
Ahora bien. Pensar “lo nuevo” en términos históricamente situados puede hacerlo un
poco más potable. Incluso interesante. Es decir, no pensar “lo nuevo” desde la categoría
ya fetichizada de la modernidad ramplona que hoy vende “novedad” como etiqueta,
pero sí pensar los modos en los que “el hoy” puede ser algo efectivamente distinto que
“el ayer”. Lo interesante, entonces, es pensar lo específico de lo que llamamos “lo
actual”, no sólo en términos de partidas de nacimiento, calendario de presentaciones de
libros o cronograma de actividades del malba, sino pensar “lo actual” como aquello -o
mejor, como esto que hoy hace del hoy algo distinto del ayer. “Lo nuevo” es interesante
cuando es constituyente del hoy, en el hoy. “Lo nuevo”, entonces, en términos de los
modos del hoy, no es algo “escencialmente nuevo”, o algo bueno o malo en sí, no es
algo “novedoso”, sino algo que, en tanto constituyente del hoy, pide ser pensado
histórica y políticamente.
3- Hoy
Hoy, la actividad cultural, y particularmente la literaria, hiperactiva y multifacética,
impide las generalizaciones. Dentro del magma intenso que es la literatura de hoy, me
interesa pensar una de las zonas que entiendo como netamente “actual”.
Cuando con el grupo de la revista elinterpretador nos pusimos a pensar qué queríamos
venir a decir hoy acá, una de las evidencias que nos saltaban a la vista era el auge de
actividades literarias que hay, la cantidad de revistas que están publicándose, los
encuentros que se reproducen exponencialmente, las lecturas en vivo todas las noches
de la semana. Y eso leído en paralelo a la cantidad de proyectos editoriales que se
lanzaron en los últimos tres o cuatro años, las nuevas revistas que aparecieron –tanto en
papel como en internet-, los blogs individuales y colectivos, la reorganización del mapa
de los suplementos culturales. Y todo eso aparte de las editoriales grandes, los premios
literarios clásicos, etc. En definitiva, un campo literario muy activo y heterogéneo,
aunque con un sistema de redes de conexión y comunicación –e incluso de solidaridad-,
que lo mantienen, a su vez, entrópico y sólido. Lo que no garantiza, claro, escrituras
interesantes, pero que sí puede facilitar su visibilidad mucho mejor que un campo
literario opaco y centralizado.
En narrativa, esta hiperactividad en términos de lecturas públicas y surgimiento de
editoriales independientes, cosa que en poesía ya se venía haciendo hace tiempo,
aparece como algo que distingue al momento actual. Hace tres años, en una entrevista
en La máquina excavadora, Carlos Gamerro marcaba la ausencia de encuentros de
lectura y de revistas de narrativa, y proponía aprovechar el camino que la poesía había
demarcardo y que internacionalmente era ya una práctica común. Hoy, las
revistas milmamuts[2] , no-retornable, la propia elinterpretador[3], el uso de muchos
blogs, y los diferentes ciclos de lectura de narrativa que existen, posibilitan fechar en el
comentario de Gamerro un momento de quiebre en el estado del campo de la narrativa.
El auge de encuentros de lectura y de proyectos editoriales independientes, a su vez, se
entrelazan hoy con  la masificación de internet y la facilidad de publicación que dan los
blogs como formato, encontrando ahí parte de sus circuitos de comunicación y de
legitimación. Pero mientras que el desarrollo de internet de 5 años a esta parte depende
de las modificaciones de la industria tecnológica, los encuentros de lectura y los
proyectos editoriales, deben ser pensados también en el contexto social en el que los
modos de la sociabilidad y la categoría de lo grupal se han modificado. No es que se
hagan cosas radicalmente novedosas o inauditas, pero lo que antes pudo existir como
excepción o limitado a “ambientes”[4]  potentes pero reducidos como el de la poesía,
ahora es marca generalizada del modo de ser de las cosas.
Me permito una anécdota.
Creo que la primera vez que fui a una lectura de poesía luego del 19 de diciembre del
2001 fue a una de Zapatos Rojos. Creo que en Cabaret Voltaire. Los recuerdos se
entremezclan, pero supongamos que fue allí. En esa lectura, no sé: febrero del 2002,
digamos, tuve una exraña sensación corporal. Había algo que, aunque sutil, era
radicalmente diferente a alguna lectura de poesía de seis meses atrás. No creo haberlo
conceptualizado en el momento, pero la variación de la experiencia de escucha, la
entiendo, hoy, ligada netamente al carácter de reunión pública del encuentro, en un
contexto en el que “la reunión pública” se estaba resignificando fuertemente. No sé
quién leyó, recuerdo sólo la sensación del cuerpo. Visto desde hoy, creo en la potencia
de esa sensación: luego del 19 y 20 de diciembre, se habían modificado las formas de la
sociabilidad y el lugar de lo grupal.
Me interesan esos días, lo que significaron, lo que significan y lo que hayan de
significar. Sin pensar esos días se pierde algo del modo del ser social de hoy.
Dije que dentro de lo que es la literatura de hoy, me interesa pensar una de las zonas
que entiendo como netamente “actual”. Me refiero a la literatura post-19 y 20 de
diciembre.
4- 19 y 20 de diciembre.
Nos gusta entender a la literatura más como un espacio de libertad que como
determinado por elementos que le son ajenos. Pero hay textos que, si bien no son efecto
mecánico de otra cosa, sólo pueden existir -o mejor: hoy sólo pueden existir como
existen ligados a procesos extra literarios como condición de posibilidad.
Diciembre del 2001 -por usar una fecha que es síntesis entendible y arbitraria de
procesosmucho más complejos, pero cuya potencia me hace ineludible su uso-,
diciembre del 2001 -decía, y agreguemos: y el verano del 2002[5] – son determinantes
de la posibilidad de existencia de una zona de la literatura de estos días. Aclaro:
entiendo a estas fechas centrándolas en los hechos de subversión de la ley como la toma
de calles durante el estado de sitio y la negación del preámbulo de la Constitución y de
su proyecto de política representativa. Es decir, centrándome en las manifestaciones y
en el proceso asambleario que entonces irrumpieron al grito del “que se vayan todos”. Y
por esto entiendo un grito de radical voluntad de negación del estado de las cosas, con la
consecuente posibilidad de un nuevo golpe de dados en el que cualquier cosa pudiera
ser posible[6]. Potencialmente, este grito suponía que todo podía ser redefinido. O
mejor, que se lo podía redefinir. Los modos de circulación en la ciudad, los modos del
trabajo, los modos de la sociabilidad y los de la política, todo podía reverse. En nombre
del propio Estado -lánguido, flojo, aún intentando reestructurse- el entonces interino
presidente Duhalde llegó a decir aquello de “que sea lo que dios quiera”. Los dados,
parecía antes de la posterior rearticulación de la hegemonía, podían golpear de cualquier
modo.
Eso entiendo por 19 y 20. Pero volviendo. Esos meses revolvieron el avispero y hoy se
puede hablar de una literatura post-19 y 20 de diciembre, entendiendo por esto, claro,
no una literatura producida por ese acontecimiento, sino una literatura que no podría
existir, como existe, sin ese acontecimiento.
Segunda aclaración: quiero entender por literatura contemporánea a toda aquella que
participa activamente de lo contemporáneo: es decir El Quijote y Quevedo tanto como
Borges, Perlongher o Balzac, el Manifiesto Comunista tanto como Orwell y Arlt. Lo
dado de Fogwill junto al viejo Mallarmé.
Así entendida, entonces, dentro de la literatura contemporánea me gustaría comentar
esta zona[7]  que, al menos en uno de sus modos[8]  de constituir lo contemporáneo, lo
hace dialogando[9] con el 19 y 20, reescribiéndolo, buscando allí sus materiales,
intentando narrarlo o funcionando, en el proceso de lectura, a partir de ese dialogar. A
eso, llamo literatura post 19 y 20. [10]
Aunque se puedan recortar otras, ahora quiero marcar dos líneas básicas[11] dentro de
esta zona: por un lado, hay  textos que utilizan[12] el 19 y 20 como fechado de las
acciones, textos que dialogan a través de la reposición de elementos que forman parte
del saber público[13] y así remiten directamente a esas fechas.
En esta línea, por ejemplo, aparecen las novelas El Grito[14] , de Florencia Abatte; Las
viudas de los jueves[15], de Claudia Piñeiro; El último fin[16], de Leonardo Levinas; la
reciente El cuerpo de las chicas[17], de María Inés Krimer; y algunos momentos de la
antología La joven guardia[18]. Todos estos textos trabajan en una dirección que
retorna -más o menos productivamente- a la narración que incluye procedimientos del
realismo clásico, con personajes que se construyen entrecruzándose sobre el fondo de
los hechos públicamente reconocibles. El 19 y 20 de diciembre es, acá, anécdota y claro
anclaje temporal: la fecha se dice pronto, desde un cartel en la primera página que
señala día y hora en Krimer[19] al obvio degradée de lo explicito en Levinas[20]. Cada
texto, luego, resuelve el cruce como anécdota futil, mera marca de época, agregado
cauterizado o elemento realmente productivo en la economía del texto.
Por otro lado, una segunda línea de esta literatura post 19 y 20 la constituyen textos que
omiten el anclaje en las fechas exactas, o que, incluso, se muestran como
acontecimientos del futuro, del pasado lejano o de un tiempo inefable, pero que se
cargan de significaciones no sólo en la referencia a los imaginarios ya establecidos, sino
en el modo en que trabajan la escritura y por cómo se rearticulan en el lenguaje del texto
las series políticas y sociales. El diálogo con el 19 y 20 opera desde el interior[21] de
estos textos y en la lectura. Digámoslo guarangamente: los ritos asamblearios
de Plop[22] de Rafael Pinedo o la centralidad tangencial del ser motoquero en El año
del desierto de Pedro Mairal[23], no son referencias directas al proceso asambleario o a
los motoqueros asesinados en la represión de Plaza de Mayo, pero difícilmente puedan
ser leídos sin ser cargados de significaciones, orientaciones y redireccionamientos en un
diálogo potente con el 19 y 20 de diciembre y sus imágenes.
Lo mismo podría decirse de las batallas en el centro urbano en que culminan los
recorridos en Ampere[24], de Juan Incardona, o de La novela rosa[25] de Diego
Cousido, o de la construcción distópica de Alejandro Alfie en Hambre de piel[26] o de
la revuelta onírica de Karla Kastellazzo en su cuento Hoy[27]. Todos estos textos
trabajan con una escritura que, entre otras cosas, hace ingresar como parte constituyente
de sus materiales a los procesos que sintetizamos en la fecha 19 y 20 de diciembre. El
presupuesto acá es: hay un estado de la sociedad, de la imaginación y de la lengua que
se ha modificado, y con esa modificación trabajan estos textos. Utilizando elementos de
la ciencia ficción, de la novela histórica en clave aireana o del Burgess de La naranja
mecánica, aparecen como elementos centrales en estos textos la inestabilidad de las
cosas y la posibilidad de cambios radicales[28], la búsqueda narrativa de diseccionar y
poner en crisis la historia y lo instituido y una escritura que en la creación de mundos
ahonda en los mecanismos de la sociedad, de las relaciones humanas y del poder.
El 19 y 20, como fecha síntesis, entiendo, es un constituyente del estado de las cosas de
hoy. Ya como fracaso, como acontecimiento fundante o como desvío, no se puede –yo
no puedo, al menos- pensar los modos del hoy sin el 19 y 20. Todos estos textos
dialogan con sus imágenes, reproduciéndolas, reelaborándolas o generando sentido a
partir de ellas. Dialogan desde un trabajo literario cuasi sociológico, a veces, rondando
el comentario periodístico, otras, o siendo posibles herramientas para repensar, si se
quiere, por ejemplo, el derrotero asambleario y los modos de la sociabilidad actuales, o
la clase media y sus rítmicas.
La literatura post-19 y 20 se inscribe como parte activa de un diálogo. Y aunque por
momentos algunos textos arrastren modos y fórmulas residuales, llegando algunos a ser
directamente malos, otros se abren en narraciones de un despliegue de mundos a partir
de un arsenal de imaginacion lingüística en casos envidiable, y todos, al inscribirse en el
diálogo con el 19 y 20, buscan las formas para ser  parte activa de las caras y
contracaras que constituyen el hoy.
5- Una relectura de los 70 / 90
El 19 y 20 de diciembre –insisto: como fecha que es síntesis de procesos mucho más
complejos-, diciembre del 2001, entonces, y el verano del 2002, marcan el fin de los 90.
Con el inicio de la nueva década, hay dos series discursivas que ganan un espacio de
visibilidad cualitativamente diferente: no es que antes no existieran, claro, pero
discursos que se definen por distanciarse de los 90 y la puesta en discusión de los 70
pasan a primer plano.
Y si en estos dos ejes repara parte del sostén discursivo estatal, a un mismo tiempo son
blancos de varios debates que los complejizan. Mientras que la rearticulación del Estado
post-2002 se ampara en la crítica a la dictadura y al menemismo como fuertes líneas de
su constitución discursiva, en simultáneo, en lo literario aparece la necesidad de una
relectura de los 90 que sea menos autocomplaciente con el hoy al no buscar construirse
en una rápida oposición desacalificadora de un ayer nefasto, sino que pide una efectiva
relectura de ese ayer para poder practicar realmente una conciencia de la diferenciación.
Los 90, se insiste, exigen una relectura[29]  que no festeje todo lo que hubo por el sólo
hecho de existir en un contexto difícil, pero que tampoco tire todo por la borda por la
simple razón de haberse escrito durante los 90.
A su vez, la necesidad de la apertura del debate sobre las formas de la militancia y la
política de los 70, encontró su punto más potente en lo que va de la irrupción novedosa
de la masividad asamblearia como modalidad del activismo político hasta el debate
sobre el no matarás que se inicia con la carta de Oscar del Barco, pasando por el
beligerante poema largo de Juan Terranova, El ignorante, y la clara ruptura que
significó la película Los Rubios[30]en términos de estéticas, memorias y políticas.
Las relecturas de los 70 y los 90 [31] , con fuertes resonancias en parte de la narrativa
sobre la dictadura publicada de fines de los 90 a principios de los 00, se conjugan hoy
con lo que vengo llamando literatura post-19 y 20 como escrituras en el contexto de la
rearticulación hegemónica del Estado, del capital y de la solidificación de lo que se
desvanecía en el aire.
Sebastián Hernaiz
NOTAS
[1] Habría que tener más presente a la hora de pensar el mercado literario no sólo la
concentración de las grandes editoriales en unos pocos grupos financieros, sino también
la supermercadización que hegemoniza el mercado de las librerías. No es casual que si
de fines de los 90 a esta parte se dio el nacimiento de editoriales independientes en las
grietas que los emporios dejaban –y eran muchas-, en los últimos años estén
apareciendo lo que podemos pensar como “librerías independientes” y distribuidoras
independientes, que en algunos casos tienen estrecha relación, de hecho, con algunas de
las editoriales independientes.
[2] Que en su primer número incluía una breve nota de Gamerro señalando el bache que
la revista venía a llenar, en fuerte sintonía con lo que había dicho
en lamaquinaexcavadora.com
[3] A lo que se podría agregar, además de otros nombres como lamujerdemivida, El
Astillero Libros o Fledermaus, el extremo de que en suplementos culturales como los de
los diarios Perfil y Clarín estén publicando o tengan proyectado publicar narrativa como
parte estructural de sus números semanales. (lamujerdemivida sacaba sus primeros
números para la fecha de los dichos de Gamerro, y si bien esta revista podría ser puesta
en serie como continuadora de la V de Vian, que salió hasta fines de los 90, y que
también publicaba narrativa breve, también la podríamos caracterizar a la V de Vian,
precisamente, por ser de los pocos espacios que publicaron narrativa breve en los años
anteriores al quiebre que señalamos, con lo que funciona más señalando vacíos que
como contraargumento)
[4] El modo de referirse es de Daniel Freidemberg
[5] Hago este recorte cronológico como síntesis del período de crisis de la hegemonía
signado por la insurgencia y alto grado de movilización de la sociedad. Este período
arranca en diciembre del 2001 y se extiende hasta la represión en Puente Pueyrredón en
donde son asesinados en junio del 2002 Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, con la
consecuente manifestasión masiva en la Plaza de Mayo y el pronto llamado a
elecciones. Como antecedentes de este período podrían marcarse tanto el alto porcentaje
de “voto bronca” en las elecciones de octubre del 2001 y el rechazo del cuerpo
universitario al plan que proponía el efímero ministro de economía López Murphy, y,
más atrás, el arco de prácticas políticas que va de la irrupción de los movimientos
piqueteros a los “ruidazos” frepasistas. Con lo que esta periodización se diferencia del
recorte de los que ven al mes de diciembre como el centro de la crisis social. Si es
verdad que ese mes fue un punto crítico del sistema financiero, un momento cumbre del
entonces tan famoso riesgo país, esto es tan sólo como clímax de la crisis económica
que se inicia a mediados del segundo gobierno de Menem y que es acompañado, desde
mucho antes que diciembre del 2001, por la crisis social, laboral y nutricional, producto
de 25 años de políticas neoliberales, que se anunciaba ya desde la carta abierta de Walsh
a la junta militar y que -luego de que se reordenaran con bonos las cuentas bancarias,
con presidente nuevo el desánimo general y con convertibilidad privatista el bache
inflacionario del 88/89- se agudiza de 1995 en adelante.
Maximiliano Tomas, por ejemplo, dice de los jóvenes narradores que selecciona en su
antología La joven guardia: “en diversa medida los sucesos de diciembre del 2001
determinaron sus vidas (varios de ellos viven hoy en el exterior) y hasta sus
producciones” –Prólogo, p.18-. Este modo de entender los efectos de la crisis social que
la política de los últimos 25 años produjo (que los jóvenes se vayan al exterior) como
productos de la crisis de la hegemonía (es decir, que se hayan ido al exterior como
consecuencia de diciembre del 2001), homologando crisis de la hegemonía y crisis
social, no sólo es errado sino que es políticamente impotente, porque recortar en esos
meses de crisis de la hegemonía la crisis social es perder de vista lo específico, tanto de
diciembre del 2001 como de las políticas que desde 1976 al 2001 se practicaron,
articuladas ya bajo la represión terrorífica de la dictadura, ya bajo la democracia de las
felices pascuas y del pacto de Olivos.
Crisis de la hegemonía y crisis social, entonces, y ahí la diferencia entre el centro de la
zona de la literatura que intento delinear en estas páginas, esa que se articula como
figuraciones del 19 y 20 de diciembre, y cierta otra zona mucho más amplia que podría
ir, por ejemplo, desde Latas de cerveza en el Río de la Plata  de Jorge Stamadianos -el
95- o desde Cacerías de Marcos Herrera -del 97-, y que continúa abierta y que se carga
de significaciones en el diálogo con la crisis social y los efectos de la economía
neoliberal: una zona se escribe con y entre los gajos de la hegemonía que se deshace y
rearticula, y la segunda se escribe con los daños colaterales de la hegemonía instituida y
sus crisis. Las dos zonas, igualmente, son altamente permeables: se entrecruzan y
dialogan, muy seguido e incluso en un mismo libro, pero se tienen que poder pensar
cada una en su especificidad.
[6] “Otro mundo es posible” fue una frase que, en sintonía con los movimientos
antiglobalización y el Foro Social Mundial, tuvo particular pregnancia en Argentina.
Esta pregnancia, obviamente, entendemos, no es casual. Como el significado de lo
grupal, el estado de la imaginación se modificó al calor del 19 y 20 de diciembre. La
hegemonía tambaleó y necesitó rearticularse, y en ese movimiento, la evidencia de la
posibilidad de lo diferente irrumpió.
Daniel Link dice de la literatura:
“La literatura, aun con toda la eficacia que ha perdido en la batalla con los medios
masivos, es una poderosa máquina que procesa o fabrica percepciones, un “perceptrón”
que permitiría analizar el modo en que una sociedad, en un momento determinado, se
imagina a sí misma. Lo que la literatura percibe no es tanto un estado de las cosas
(hipótesis realista) sino un estado de la imaginación. (…) en los libros se busca, además
del placer, algo del orden del saber: saber cómo se imagina el mundo, cuáles son los
deseos que pueden registrarse, qué esperanzas se sostienen y qué causas se pierden.
Pero además de todo esto, la máquina literaria fabrica matrices de percepción: ángulos,
puntos de vista, relaciones, grillas temáticas, principios formales. Lo que se perciba será
diferente según el juego que se establezca entre cada uno de los factores que forman
parte de la práctica literaria.” (Daniel Link, “El juego silencioso de los cautos”, Prólogo
a El juego de los cautos, 1992)
En este sentido, podemos pensar a la serie de textos que comentaremos dentro de la
serie literatura post-19 y 20 de diciembre, en un diálogo con un estado de la
imaginación que ha variado.
[7] Esta zona de la literatura actual es solidaria y se lee en diálogo más o menos directo
con otras zonas como la que vuelve a los barrios como espacio a ser narrado –el Villa
Celina de Juan Diego Incardona, el Adrogué de Ariel Bermani, el Boedo de Fabián
Casas, el Constitución de Cucurto, etc- (y que podría ser pensada en el espectro
imaginario de revalorización del barrio en tanto constituyente de identidades colectivas
que va de los barrios privados y su explosión en los 90 y las asambleas barriales del
verano 2001-2002), ciertas renovaciones en los modos de representar los formas del
empobrecimiento –Rabia, de Bizzio, la propia Plop, de Pinedo o Las viudas de los
jueves de Piñeiro- y las discusiones sobre los 90 y la militancia de los 60 y 70, como se
desarrolla en el parágrafo V de este texto.
Se podría pensar el 19 y 20 de diciembre como relámpago que iluminó –enfocando y
poniendo en primer plano- lo que ya todos veíamos: exclusión social, desocupación,
pobreza, crisis urbana, disgregación social, distintas formas de la violencia del
capitalismo modelo 2000. En esa iluminación incandescente del relámpago podría
encontrarse tal vez una de las formas de relacionarse de estas zonas de la literatura.
Porque el relámpago rasga el cielo por un instante y la percepción socialmente
construída, los estados de la imaginación, el poder de la acción política, los sujetos
colectivos, los imaginarios sociales, todos se redefinen: la hegemonía entra en crisis y
los términos, los sujetos, las normativas y los modos de la sociabilidad pueden cambiar.
El relámpago astilla la estabilidad de los límites de lo imaginable, y así nuevas zonas,
aunque ya existentes, ocupan distintos grados de visibilidad. (Cf. los textos de Juan
Leotta sobre Plop, de Marina Kogan, de Elsa Drucaroff, y de Juan Pablo Lafosse  y en
el próximo número de http://www.elinterpretador.net, el texto de Ariel Schettini sobre
barrios y pobreza en la literatura contemporánea. Textos todos estos que aportan
también otros modos de encarar estos textos y tópicos)
[8] Habría que pensar, por ejemplo, también, cómo algunos se inscriben en la tradición
literaria nacional y universal. Desde la resignificación a que se someten los epígrafes en
Abbate a la luz de los hechos de diciembre a la reescritura de letras de rock y pop en
Incardona o Cousido.
Un eje en particular que se podría pensar es la reescritura de El Matadero, el
fundacional texto de Echeverría. De este cuento, David Viñas extrajo alguna vez la
conclusión que le permite leer gran parte de la literatura local: la literatura argentina se
inicia con una violación. Viñas se centra en el final, en lo que podríamos señalar
como la segunda parte del cuento. Y si hay algo que podemos hacer seguido es darle la
izquierda a Viñas y agradecer lo productivo de sus lecturas. Sin embargo, si pensamos
en cómo se reescribe este texto fundacional en El cuerpo de las chicas, de María Inés
Krimer o en El año del desierto, de Pedro Mairal, se puede ver que ambas novelas
centran su reescritura en escenas de la primera parte del cuento, la que se desarrolla
durante la carneada de los animales: en Mairal, el matadero se instala en el medio de la
Plaza Las Heras y es un espacio de trabajo en época en que hay carencia de carne, como
de todo. En Krimer, por su lado, con una narración que en su presente se sitúa en un
gimnasio que queda, también, frente a Plaza Las Heras, la narradora vuelve a su
infancia y recuerda cómo, al morir su padre, que era carnicero, ella y su madre dejan
entrar a un grupo de chicos que pasaban con un carro por la calle para que se lleven la
carne que quedaba en las heladeras. Como en Echeverría, en Krimer los carneadores
aparecen no tanto como gente trabajando sino como parte de un juego: “A medida que
iban trozando la carne, los chicos se envalentonaban a los gritos. Descolgaron el
costillar sobre el mármol y se apilaron como moscas, para cortar. De repente cayó el
bofe sobre la cabeza de alguno, que lo pasó a otro que amagó tirársela a los perros, que
aumentaban los ladridos. A uno le metieron un pedazo de carne dentro del calzoncillo.”
(Krimer, 87). Pero a diferencia de Echeverría, en donde los chicos que aparecían lo
hacían jugando a imitación de los mayores que realizaban las tareas de la carneada (“Por
un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo, tirándose horrendos
reveses; por otro, cuatro ya adolescentes, ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa
gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero” Echeverría, El matadero), en
Krimer el trabajador profesional no transmite su oficio a los más jovenes, sino que
muere, y los chicos no están a la sombra de un trabajador del que aprender: “A la carne
la llevaron unos chicos que pasaban con un carro. Ni bien los llamamos entraron y
vaciaron la heladera. El que dirigía, un chico alto, con la cuchilla en la mano y el torso
desnudo, la distribuyó en bolsas de arpillera.” (Krimer, 87). El chico no aprende el
oficio del hombre, el hombre muere y el chico es un chico alto. En Krimer como en
Mairal, la pobreza, el hambre, la precarización del trabajo, el desguace de las pequeñas
unidades productoras de valor como la “carnicería de barrio”, constituyen el contexto
imaginario en el que se escriben. Reescribiendo la tradición literaria piensan el presente
político social. En Krimer, el fragmento cierra: “Cuando los chicos se llevaron la carne
y los perros, lavamos el piso. De a poco, el local se impregnó de olor a lavandina y a
desinfectante.” (87). Como en un telo o en una casa de velorios, el desinfectante y la
lavandina acicalan el espacio. El sexo, la muerte y el trabajo como hechos sociales
deben ser cauterizados a fuerza de limón y lavanda. Ahí, entonces, en las formas de la
reescritura, un estado de las cosas, un modo de constituir lo contemporáneo.
[9] Sabemos, podemos decir, decimos que las cosas no son más -ni menos, ni menos-
que un murmullo opaco e inenarrable mediante esta otra realidad que es el lenguaje.
Pero, por esta inenarrabilidad, la escritura y las narraciones no se alejan de lo real en un
onanismo inútil: la escritura y la narración existen y significan ese murmullo. La
escritura, aunque no sea representación directa de lo real, sí es uno de sus
constituyentes y trabaja significando lo real. Lo decía Barthes de la historiografía: al re-
presentar la historia, no es que concuerde con ella refiriéndola palmo a palmo, sino que
lo que hace es significarla mediante la ilusion referencial (Barthes, “El discurso de la
historia”)
Esta ilusión es la estrategia narrativa de la que parten muchos de los textos que
incluímos en lo que hemos llamado literatura post-19 y 20 de diciembre. Entender
cómo la practican será entender los modos en que participan de las significaciones de
ese hecho social que es el 19 y 20 de diciembre. Y si partimos de la premisa de que los
procesos que sintetizamos en las fechas 19 y 20 de diciembre son un constituyente
ineludible de lo contemporáneo –y de ahí es de donde partimos-, entonces entender los
modos en que la literatura posterior a esos días dialoga con esas fechas y procesos y con
los discursos que los cubren de sutiles capas de sentido que se enredan como arrugadas
cintas de Moebius, entender esos modos, decíamos, será entender parte de la literatura
contemporánea y de lo contemporáneo. Será entender si la potencia de esas fechas -¿es
necesario insistir: las fechas como síntesis de procesos…?- se reescribe en textos
también potentes o si sólo se inscribe en textos que van al pie de su actualidad.
[10] Sería interesante pensar esta zona que delimitamos dentro de la narrativa
contemporánea a la luz de otras disciplinas. Se podría pensar, por ejemplo, la obra del
artista plástico Ricardo Longhini en que se centra el documental Espejo para cuando
me pruebe el smoking (2005) de Alejandro Fernández Mouján. Longhini utiliza –
dogmáticamente– para la construcción de una serie de sus obras materiales recogidos el
20 de diciembre del 2001 en Avenida de Mayo entre la Plaza y la 9 de Julio, y sobre
ellos trabaja una obra que gira alrededor de los días –entendidos en tanto procesos que
participan de los imaginarios colectivos- que aquí estamos pensando. Fernández
Mouján, en tanto, filma el día a día del proceso creativo, las idas y venidas del trabajo
del artista plástico, la historia de sus materiales, su proyecto artístico, sus decisiones
frente a los materiales, los diálogos sobre el circuito de exposiciones, los coleccionistas
y galerías.
A esto se podrían sumar las prácticas de filmación y fotografía de grupos
como Argentina Arde o el grupo etcétera, la voluntad documentalista del propio
Fernández Moujan o la última producción de Pino Solanas, o incluso los ciclos de
debate sobre teoría estética y teoría política que organizó el Instituto Goethe durante el
2002 y el 2003, como el proyecto ex.argentina. Habría que aclarar que estas diversas
prácticas alternan casi incontrolablemente entre la práctica política del arte y la
estetización exportable de la práctica política, llegando a su extremo en las partidas
presupuestarias del Instituto Goethe, que en una suerte de espontánea fascinación por la
Argentina-laboratorio operó pronto con una fuerte voluntad de teorización para exportar
hacia Alemania, con claras notas al pie, los fenómenos de experimentación política y
artística que se habían empezado a dar: los procesos asamblearios, la poesía joven y el
arte social de este país tercermundista y alejado que de pronto era en las pantallas de la
televisión internacional la demostración de la inviabilidad del proyecto neoliberal
norteamericanizante, pasaron a ser en la socialdemocracia alemana la cereza del postre
-que habia empezado a cuajar con la caída de las Tween Towers- que sentenciaba el
comienzo de la muerte de la hegemonía norteamericana. Diciembre del 2001 vendible
en clave de realismo mágico, entonces: un agujero negro en el que gran parte de la
producción que lo utiliza como material puede correr el riesgo de ser absorbido. (Nota
agregada: se podría pensar en esta serie, también, ya como una vuelta de tuerca,
seguramente, a la película de Mariano Donoso, Opus, de la que el docto cinéfilo Hernán
Sassi insinuó: “es a diciembre del 2001 lo que Los Rubios a la dictadura”. Opus  inscribe
en sus propios materiales narrativos la clave de película social for export, realiza una
puesta en pantalla de la filmación fallida de esa otra película que pide un productor de
texano acento. Opus es una excelente muestra de que las posibilidades de pensarnos
tomando los amplios procesos que sintetizamos en las fechas 19 y 20 de diciembre
como material exceden en mucho –en tanto, tanto- los límites de la cámara en mano de
Solanas, los informes de Carolina Kallazzo o el paquetito prolijo de la “crisis
argentina”.)
[11] Las dos líneas pueden pensarse para separar grupos de textos según los
procedimientos dominantes en cada uno, pero es claro que son líneas hipotéticas que se
entrecruzan en algunos momentos de distintos textos. El año del desierto, de Pedro
Mairal, que ubicamos en la segunda zona, incluye señalamientos no exactos pero sí
claros que refieren a las fechas, por ejemplo, de modo que, siendo uno de los más
interesantes exponentes de la segunda línea, conviven en él ciertas marcas de la primera
línea.
[12] Esta zona tiende a utilizar la potencia simbólica del 19 y 20, y a estabilizar su
significar en imágenes que se impregnaron en la memoria social –el coreano que llora
mientras le saquean su minimercado, el motoquero que gira con la bandera argentina en
alto son imágenes que reaparecen llamativamente en los textos-, tendiendo a funcionar
en su dialogar más como reproducción de la segmentación significante que operó la
televisión y los medios masivos de comunicación que como escritura que pueda generar
una práctica significante o un modo activo de percibir ese proceso que sintetizamos en
las fechas 19 y 20 de diciembre.
[13] Uno de los personajes-narrador de la novela El grito, de Florencia Abbate, dice:
“Resultaba evidente que eran acontecimientos de dominio público” (38), y el capítulo se
construye, en parte, a partir de la mirada extrañada de éste personaje que no participa
del saber sobre eso que es evidentemente de público conocimiento. Poco antes, el
mismo narrador-personaje recibe un mensaje de su empleada doméstica que dice que no
va a ir a trabajar, y el narrador-personaje acota: “las razones parecían ser obvias, porque
no las aclaraba” (37)
[14] La estructura narrativa de la novela de Abbate se sostiene en cuatro partes, con un
personaje-narrador en cada una. Cada uno de estos personajes se plantea la posibilidad
de “empezar a pensarse como una persona nueva” (34), de  “volver a empezar otra vez”
(90), de que “las cosas tal vez puedan empezar a cambiar” (107), y de ahí se pasa -flash
backs mediante: “todo empezó…”, “recuerdo…”- a narrar cada una de sus historias,
cómo se llegó a ese presente. Entonces: estado crítico, voluntad de cambio, narración de
cómo se llegó a ese estado: la fórmula se repite en cada parte. Esta “voluntad de
cambio” (que se podría pensar en relación al estado de redefinición constante
sintetizable en la fórmula otro mundo es posible. Cf. Nota 6 y “estado de la
imaginación”) organiza el presente como estrategia para narrar el pasado y permite,
efectivamente, narrar con un cierto distanciamiento problemáticas de época que van de
los 70, la militancia y la dictadura, al exilio, la vuelta a la democracia y al
neoliberalismo de los 90 y sus modos, pasando por cuestiones de género, del arte y la
literatura. Sin embargo, en este “distanciamiento”, la narración se vuelve también un
recurrir a lugares comunes para trabajar las zonas problemáticas, cuya selección para la
puesta en primer plano es a su vez lo mejor de la novela, pero que se frustra en su
recaída en la reproducción de sentencias preformateadas. Las voces no están logradas,
los recursos narrativos y de construcción de climas y personajes se repiten empalagosos
y sólo logran funcionar como señalamientos a problemáticas preconcebidas.
Problemáticas netamente constituyentes de lo actual y bien seleccionadas de la paleta de
las discusiones de la política, el arte y la sociología -hay que rescatar de la voluntad de
la novela-, pero la escritura termina quedando sometida a la ley de estos materiales
como puro señalamiento a la distancia, como puesta en escena de algo ya existente, y
nada más. La novela se propone como un modo de percepción – “la única salida al dolor
es un cambio de percepción”, repite uno de sus narradores (138), mientras otro sufre
“crisis perceptivas” [26)- de los últimos 30 años de política, cultura y sociedad, y
aunque los recortes que toma sean potentes -cierto tipo de personajes, ciertas fechas,
ciertas problemáticas político-sociales, ciertas situaciones logradas, ciertas modas y
fetiches, algunos cruces-, el problema es que el texto no consigue construir ese
“perceptrón” (cf. Nota 6) alternativo a lo existente que postula: en El grito, los
materiales imponen su ley y el texto la reproduce sin una escritura que pueda
trabajarlos.
[15]Ver texto de Marina Kogan
[16] Tal vez la de Levinas tenga el honor de ser la peor de las novelas de esta zona:
construye una estrategia narrativa autorreferencial rebosante de carencias técnicas que
pide ser leída como los textos de un profesor de historia que “toma notas” en tiempo
real en los días que van de diciembre del 2001 a principios de enero del 2002. El texto
intenta elucubrar un policial enrarecido que se entrecruce argumentalmente con la
situación “del país” (“la enfermedad del país” con la enfermedad de uno de los
personajes, por ejemplo: “me decía que la estaba matando el país, este país de mierda,
decía” p.238), y termina siendo una antología de periodismo berreta y malas
conversaciones de café sobre lo “acaecido” (la palabra es del autor) en ese período en
Argentina. Las marcas de que se está anotando en presente se repiten constantemente
como enunciación y sin ningún tipo de productividad más que la incomodidad del tipeo
constante. “Escribo ahora mismo lo siguiente” es la fórmula que se repite página a
página para instaurar la estrategia narrativa.
Lo más interesante para pensar de esta novela es la ilustración de la tapa: la esquina de
Roque Sáenz Peña y Bartolomé Mitre en proceso de deshacerce: la imagen aparece con
pequeños baches, como si fuera una cinta de film quemándose, y los edificios aparecen
difuminándose en una implosión distorsionada. La ilustración de esta tapa (que es un
detalle de una fotografía de Bernardino Ávila) podría –debería- ser puesta en serie con
las que ilustran las tapas de dos recientes libros de historia argentina: de Marcos Novaro
(editorial Edhasa), Historia de la Argentina contemporánea lleva en su tapa una imagen
de un rompecabezas que no se sabe si está a medio hacer o deshaciéndose; y de
Alejandro Horowicz, El país que estalló. Tomo I y Tomo II (editorial Sudamericana),
repite el procedimiento del deshacer una imagen cargada de significados como es el
Congreso –eje ideológico de la república representativa-, en un caso, y de nuevo el
escudo nacional, en el tomo II, pero puesto en cuestión en un descomponerse en
pequeñas imágenes fragmentarias que tiñen a la imagen de inestabilidad. Mucho más
que la novela de Levinas, estas fotos, como también algunos otros textos que
comentamos –Mairal, Pinedo, por dar dos ejemplos-, establecen un diálogo y toman al
19 y 20 como material efectivamente constituyente del trabajo creativo.
[17] Ver texto en reseñas: Sobre El cuerpo de las chicas, de M. Inés Krimer: entre
una chica Para Ti, Majul y Bertolucci
[18] Los textos de Juan Terranova y Alejandro Parisi, por ejemplo, remiten a diciembre
del 2001. En los dos textos la referencia es un párrafo que en la economía del texto
ocupa un lugar secundario. En Terranova es un recuerdo que se pone en boca de la
pareja del narrador del diario en que consiste el cuento: “Celia me describe esta imagen.
Diciembre del 2001, y yo, en calzoncillos, con la cara pegada al aparato, anotando lo
que veía. Es patética, pero también es real. Compramos todos los diarios,
incluso Ámbito Financiero, cuatro días seguidos. Después fuimos caminando hasta
Plaza de Mayo. Poca cosa. De lejos llegamos a ver cómo saqueaban el McDonald´s de
Corrientes y Pellegrini.” (141) y que entra en la lógica de comentarios y anotaciones en
segundo plano sobre qué es ser un “joven escritor argentino”. En el texto de Parisi, el
narrador se encuentra en una isla de El Tigre y lo va a visitar la chica con la que está
saliendo. La chica llega y “se encarga de contarme las noticias más importantes, que
hoy parecen ser muchas: presidentes que renuncian, gente en las calles, barricadas,
piedras contra las vidrieras de los comercios y de los bancos, comerciantes armados que
contratan seguridad privada, tiros al aire, muertos. El rostro de Lola se ilumina con la
pasión de su propio relato. /Vuelvo a llenar las copas y propongo un brindis: por esta
isla, digo, que me permite ignorar todo lo que vos querés contarme.” (167) El párrafo,
también acá, ocupa un lugar menor en la economía del texto, y su importancia es
anulada, de hecho, en la propia narración de los hechos. En ambos casos, es interesante
ver cómo aparecen los hechos mediados por la prensa (Lola no cuenta “cosas que
pasan”, sino “las noticias más importantes”) y el narrador de Terranova percibe con
frenesí lo que pasa en la tele, pero al ir al lugar de los hechos ve desde lejos y de la
experiencia acota un lapidario “Poca cosa”. Las referencias, igualmente, no dejan de ser
agregados secundarios dentro de la arquitectura básica de los textos. Las fechas
se aceptan en tanto información y presuponen a un lector que las cargue de sentido en
clave de resumen de noticias. Así, por su potencia significante son utilizadas para
construir no mucho más que cierto modo –patético pero real– en que los personajes se
relacionan con los hechos sociales.
Podría ser interesante la lectura en paralelo de estos dos cuentos que nombramos y el
texto de Martín Yuchak que publicamos en [www.elinterpretador.net número 29]: allí la
mirada televisiva es incluída en una marea de miradas y voces que si se afirman en sus
posiciones, por un lado, en su dialogar construyen otros sentidos. Lleno de voces y
abriendo sentidos, entonces, no deja el texto de discutir y desarmar las explicaciones
que circularon sobre los movimientos en provincia: saqueos organizados por el
duhaldismo, guerras entre barrios, maleabilidad de las clases bajas cual rebaños pasivos.
El texto de Yuchak, sin necesitar más anclaje referencial que la zona del conurbano en
que se centra y un escueto y significante “diciembre”, parte de una tercera persona que
ahonda en el contexto de debacle económica-social (el clásico modo en que las zonas
que comentábamos antes [nota 5] se entrecruzan: una zona se escribe con y entre los
gajos de la hegemonía que se deshace y rearticula, y la segunda se escribe con los daños
colaterales de la hegemonía instituida y sus crisis) para dejar luego surgir cantidad de
voces que son el motor de un texto que se teje con la potencia disruptiva que fueron
esos días. Sin someterse a la mera reproducción de las imágenes ya estabilizadas,
Yuchak recurre a la narración directa de los hechos de un modo que incluye esas
imágenes hoy estabilizadas y las hace parte del material de su texto. Decíamos recién:
“potencia disruptiva de esos días”, y no es extraña, en ese sentido, la dedicatoria que se
inluye como cierre del texto, esa que hace que su narración se sostenga en un sujeto que
habilitó la posibilidad de la irrupción de lo diferente. Será mucho insistir, quizás, pero
en esas voces hiladas en ese ritmo narrativo late la posibilidad de la pregnancia que tuvo
la fórmula otro mundo es posible.
[19] En su primer página dice “la cartulina anuncia: ´Encuentro. Diecinueve de
diciembre. Veinte horas” (p11)
[20] Que en las primeras cinco páginas hace un degradée de deformaciones de lo sutil:
partiendo del no muy original “en la radio comentan los saqueos” -p11-, pasa al “Fue a
fines del mes pasado, o sea en noviembre del 2001” (p12) para pronto recalcar “Hoy es
18 de diciembre de 2001” (p15). Tal vez la marca de que se utiliza la potencia
significante del 19 y 20 para buscar cuerpo para la escritura pueda verse en el modo en
que ingresa la fecha en esta novela: en un momento el narrador está escribiendo en su
computadora y dice: “Miro en un rincón de la pantalla del monitor: dice 27 de
diciembre de 2001” (p114). Cualquiera que quiera probar, en el rincón inferior derecho
del windows aparece a simple vista tan sólo la hora, no la fecha. Y si uno posa el cursor
del mouse sobre la hora, aparece, sí, la fecha, pero con otro formato: indica primero el
día de la semana: “Jueves 27 de diciembre de 2001”.
[21] Nos referimos con esto a que el material es trabajado por las leyes interiores,
propias del texto, a diferencia de la otra línea de esta zona en que se remite al 19 y 20 en
tanto algo exterior a la obra. El modo de remitir desde el texto hacia ese exterior en la
primera zona, muchas veces será la cita acrítica de la noticia de la radio, el diario o la
televisión: “en la radio dicen” o “Dice la pantalla” son frases que se repiten en Krimer y
Levinas. En la novela de Abbate –que podríamos sintetizar como una fallida puesta en
clave narrativa de buenas percepciones de la realidad-, la máquina narrativa evidencia
su imposibilidad de narrar la experiencia de eso que se pone como exterior hasta el
punto de que cuando un personaje está en medio de un potencial saqueo a un local, esto
aparece narrado por otro que lo ve por la tele. Y cuando un personaje –-un cínico
apático treintañero depresivo- está en el microcentro el 20 de diciembre, está ahí por
casualidad, sin entender, esperando que el dueño de un gimnasio le diga qué pasa, para
terminar en la casa de su madre que es la que pone en palabras de militante de los 70 lo
que sucedió: “acto popular”.
Así, entonces, la segunda línea de textos incorpora al 19 y 20 –y ya casi no insistimos,
pero recordemos que hablamos de esas fechas como síntesis arbitraria de procesos más
complejos etc, etc, etc- como material constituyente de sí y lo reelabora, con la posible
contribución a la potencia de sus sentidos; y la otra línea, remite al 19 y 20 en tanto
parte del imaginario público, corriendo el riesgo de la mera reproducción de lo ya
establecido alrededor de estas fechas.
[22] A los que deberíamos agregar la parodización de la estructura de la izquierda
leninista, lo que funciona solidariamente con los procesos asamblearios post-19 y 20 y
con la serie problematizaciones de la militancia tradicional que se encuentra en muchas
de las producciones literarias de estos años. (Ver sobre esto los textos de Elsa
Drucaroff y de Marina Kogan
[23] Ver sobre la excelente novela de Mairal, el punto más alto junto a la implacable
antropología sociológica en clave de ciencia ficción que es Plop, de Pinedo, y de estricta
inclusión en esta zona de la literatura contemporánea que demarcamos, los trabajos
de Marina Kogan y de Elsa Drucaroff.
[24] Habría que pensar estas escenas como reescritura de las imágenes que se
inscribieron en el imaginario público, del tipo de las palmeras de la Plaza de Mayo
incendiándose. El texto parte de esas imágenes –a las que se podría sumar las de la
Plaza de Mayo de aquel famoso 17 de octubre- y las hace entrar en el frenético fluir de
la narración, reformulándolas en clave de letras de rock, electromecánica y
neologismos.
[25] Dentro de lo desparejo de esta colección de cuentos, destacan David Viñas no
escuchó nunca a Bochatón o el propio La novela rosa, el cuento largo que da nombre al
volumen. Ambos retoman elementos que si no remiten directamente a hechos anclables
en esas fechas, sí toman materiales instalados en el imaginario público y los reformulan.
La parodia pseudo pop que es David Viñas… propone una relectura de la crítica literaria
local en un intertexto obvio con el capítulo de la quema de libros de El Quijote y con la
quema de los libros del gran proyecto editorial que fue el Centro Editor de América
Latina que se dio durante la dictadura del 76, todo bastante sobrecargado de guiños al
campo cultural local y de lecturas apócrifas. La narración, aquí, se dispara con el
ingreso de manifestantes al Congreso, retomando indirectamente imágenes de una de las
tantas noches de movilización de aquel fin de año: un grupo de jóvenes directores de
“cine independiente independiente” que viven de becas de creación que les otorgó el
BID –comienza el texto- entran cámara en mano al Congreso mientras afuera se diluye
una manifestación y, ya adentro, lo encuentran a Noé Jitrik sentado frente al fantasma
de Viñas: “su fantasma, el fantasma de David Viñas” –p.43. El texto luego es la
grabación en digital con Viñas y Jitrik como personajes principales. Aprovechando “que
se fueron todos, todos” (p.45 y es obvia la reformulación del “que se vayan todos”, de
modo de remitir al diciembre del 2001) Jitrik mira una pila de libros de los que reniega
cada vez que los compara con el sueldo vitalicio que un cargo en el Congreso le daría.
“Una goma que se quema” (p.44) funciona como hoguera en pleno despacho (no se dice
de quién, sólo que “en la pared se veía, deslucido como fotocopia de Belleza y
Felicidad, un viejo escudo radical” –p.45) y Jitrik (o “Jitrí”, como lo llama Viñas,
mientras que el narrador utiliza siempre “Jitrik”) arroja allí los distintos libros que van
comentando con Viñas. El texto, entonces, se extiende en el diálogo entre los dos, en el
que se intercalan menciones a “lo que pasa afuera” (p. 48) aunque no se diga mucho
más. El 19 y 20 son tomados en estos cuentos como motores narrativos que se
reelaboran en un cruce con la ficcionalización de la historia de la critica literaria.
[26] La novela de Alejandro Alfie es un ejercicio de reescritura de la línea de Un mundo
feliz de Huxley y de 1984 de Orwell. La novela se propone, desde su mismo subtítulo,
como condicionada no por el 19 y 20 de diciembre del 2001, sino por el 11 de
septiembre de ese año, fechas que, en términos de reformulaciones de hegemonías e
imaginarios deberían ser pensadas, no juntas, pero sí solidarias entre sí. Igualmente, más
allá de lo que señale el subtítulo de Hambre de piel, su construcción de una ciudad
totalmente devenida dispositivo de control, se liga a la idea –en su versión apocalíptica-
del “otro mundo es posible” y retoma –en una prosa tosca y voluntarista- tópicos
deleuzianos desde los que plantea una posibilidad de construcción política y los
mecanismos que la reprimen. A su vez, los modos de la sociabilidad puestos en cuestión
–como territorio de la construcción política tanto como de la represión técnica- lo ligan
también directamente a esta zona que estamos demarcando.
[27] A todos estos textos hay que pensarlos en esta zona no sólo por el trabajo de
escritura que hacen sobre el material en cuestión, sino que, además, hay pensarlos en
términos de recepción. La narración de una revuelta urbana que propone Kastellazzo, no
es representación de los sucesos del 19 y 20 en términos de voluntad referencial, pero se
carga de sentidos leído a posteriori del 19 y 20. Para pensar esta línea de la construcción
del sentido en términos del momento de lectura, quizás los epígrafes que selecciona
Abbate, para introducir cada una de las partes que integran su novela, puedan ser
iluminadores. Allí, Andy Warhol o Rosa de Luxemburgo se resignifican al ser leídos en
el contexto de la novela y a la luz del diciembre del 2001. Lo mismo sucede con las
escenas de Ampere, de Incardona,  en varios cuentos de La novela rosa, de Cousido y en
el cuento de Kastellazzo que mencionamos. Similar a lo que sucede con Plop, en este
sentido, que al plantear, por ejemplo, sistemas de asambleas o redes de trueque, se lee
cargándose de sentido desde la experiencia pública que fueron las asambleas y los
clubes de trueque que alrededor del 19 y 20 de diciembre surgieron.
[28] En muchos de estos textos –los ya nombrados Plop, o El año del desierto, y en
este sentido se puede agregar también La Rosa del Tango, de Juan Ignacio Portola, que
no habíamos nombrado-, los cambios radicales y la inestabilidad de las cosas se
articulan partiendo de la desaparición física o simbólica de la Argentina. Los escenarios
de Buenos Aires y de llanuras de la Pampa arrasada por la intemperie -en Mairal-, o las
de vidrio roto y hierros cuyo pasado o ubicación geográfica se ignora -en Plop-, o la
desaparición de la Argentina-país que sólo sobrevive en los argos que mantienen
los ritos de la argentinidad en barrios argentinos en el exterior -en La Rosa del Tango-,
son las formas de ese estado de desaparición de las que se parte, y será desde después de
esa desaparición que se narrará. Aunque con distintos grados de eficacia narrativa, las
tres novelas parten de narrar ese futuro más o menos fantástico o impreciso que es su
presente y desde allí buscan ahondar en los mecanismos sociales, los modos de la
sociabilidad, las prácticas de la actividad política y la historia social, política y
económica argentina. Si los cambios en el estado de la imaginación y el 19 y 20 –en
tanto materiales– son condición de existencia de estas obras tal como son, la
postulación de la desaparición de la Argentina es su estrategia narrativa. Estrategia que,
a su vez, encuentra su correlato en los modos de la enunciación en El año del
desierto, Plop y El grito: se enuncia desde un estado crítico –cinco años sin habla, estar
condenado a muerte o diferentes estados del desamparo- la narración de cómo se llegó a
ese estado. (Ver sobre esto los textos de Elsa Drucaroff y de Marina Kogan)
[29] Como final de un diálogo parco que se quiso vender como polémica en el acólito
cultural del diario Clarín, Martín Kohan comentaba: “Yo presiento, o puede ser una
expresión de deseo, que la narrativa de los 90 todavía no fue bien leída. Creo que hubo
ahí más producción que la que se percibió. Creo que eso es algo que la crítica, no los
escritores, tiene aún pendiente: volver sobre los materiales de esos años y ver qué pasó”
(Revista Ñ, 02/10/2004)
[30] Cf. Notas sobre Los Rubios. Rupturas, límites y continuidades
[31] Casi sintomática, la última novela del propio Kohan, Museo de la revolución,
publicada este año, tiene su presente anclado en los 90 y contiene en su narración
fragmentos de un texto escrito en los 70. A su vez, una mujer que vivió en los 70 es la
encargada de pasarle a un joven editor, en los 90, ese viejo texto, junto al relato de la
vivencia que lo completa.

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