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1Colección

.PRESENCIA TEOLÓGICA»
JUAN MASIÁ CLAVEL, SJ

Tertulias
de Bioética
MANEJAR LA VIDA,
CUIDAR A LAS PERSONAS

EDITORIAL SAL TERRAE


SANTANDER, 2005

O 2005 by Editorial Sal Terrae


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impreso en España. Printed in Spain
ISBN: 84-293-1614-0
Depósito Legal: B1-1828-05

Fotocomposición:
Sal Terrae - Santander
Impresión y encuadernación:
Grafo, S.A. — Basauri (Vizcaya)

Índice
Prólogo 7

I. VIVIR, CONVIVIR Y ELEGIR

1. Pensar la vida, pensar lo humano 11


2. Biología, biografía y bioética 15

II. CREER Y PENSAR

3. Cinco verbos emblemáticos 19


4. Exageraciones en mi país 27
5. 0 te pasas o no llegas 32
6. Fe y secularidad 40
7. La ética, sinfonía incompleta 44

III. MANIPULAR Y VALORAR

8. Vida sana y ética saludable 51


9. La bioética, ¿moda o necesidad? 61
10. Autonomía ética y creencias 65

IV. ENGENDRAR Y PROCREAR

11. Hacer los hijos que Dios nos da 73


12. ¿Son todos los abortos iguales? 78
13. Relaciones humanas y sexualidad 84
14. Antropología y sexualidad 93
15. Sexualidad: revisión bíblica 98
16. Sexualidad: revisión teológica 110

V. SER CONCEBIDO Y NACER

17. Del cigoto al feto 115


18. ¿Qué sucede con los embriones? 119
19. Células troncales 132
20. La otra clonación 136

VI. ENFERMAR Y SANAR

21. ¿Es medicina un vaso de vino? 141


22. Pruebas genéticas 144
23. Discapacidad, discriminación, dignidad 149

VII. EXPLOTAR Y CUIDAR


24. Ecología y eco-ética 167
25. Eucaristía y eco-justicia 174

VIII. PERECER Y MORIR


26. Hacia la otra orilla 181
27. Déjala llegar, déjate llevar 193
28. Antropología del morir y teología de la esperanza 198
29. Morir, morirse y morírseme: cuestiones terminales 203
IX. SENTIR Y DISENTIR

30. ¿Resplandor de verdad o calor de bondad? 217


31. Aclaraciones sobre el magisterio eclesial 221
32. Hacia una cultura de la vida 223
33. ¿Inmovilismo o cambio? 230
34. Leer críticamente una encíclica 243
35. La institución, entre dos fuegos 261
36. Pensar la vida, para protegerla 266

Epilogo 270

Prólogo

ESTAS páginas recogen el fruto de unas tertulias en las que ha participado durante varios años un grupo de
personas deseosas de pensar en común sobre cuestiones éticas en tomo a la vida. Aspiraban a dialogar con
seriedad científica y mentalidad abierta, teniendo en cuenta perspectivas cristianas; pero no querían excluir otros
puntos de vista y otras creencias o visiones de la vida diferentes.
Hay materiales misceláneos en este conjunto de artículos, resúmenes de charlas, crónicas de debates y
ensayos. La razón de coleccionarlos ha sido para que sirvan como materiales de trabajo en reuniones semejantes
a las que los originaron. Abarcan temas variados de ética de la vida; su tratamiento en la citada tertulia a lo largo
de más de quince años respondía a menudo a preguntas que estaban en la calle o en los medios. Algunos
documentos se repartieron a los participantes para orientar los debates; otros son apuntes, resúmenes o notas
complementarias del autor, que se responsabiliza de la redacción final, asumiendo las insuficiencias y
agradeciendo las aportaciones.
En vez de reproducir el orden original y cronológico de los debates, se han clasificado los materiales y
documentos en nueve partes y treinta y cinco capítulos, alineados en tomo a los módulos del curso de bioética.
La primera parte es introductoria: dos capítulos sobre antropología y bioética. La segunda relaciona los
enfoques desde la secularidad con los de perspectiva religiosa. La tercera parte recoge lo relacionado con la
introducción a la hioética. La cuarta y quinta partes, los temas en torno al comienzo de la vida. La sexta parte, lo
que concierne a la salud y la enfermedad. La séptima parte, la ecoética. La octava parte, lo relativo al final de la
vida humana. La novena parte se ocupa de una problemática particular dentro de ámbitos creyentes: la manera
de recibir correctamente, interpretar críticamente y aplicar con fidelidad creativa las recomendaciones del
magisterio eclesiástico sobre temas de bioética.
Además, se han incluido aquí textos que fueron conferencias, introducciones a un debate o complementos
para trabajar sobre ellos. Por tanto, la colección es variopinta. Sirve de crónica y recuerdo para los participantes,
pero puede proporcionar material de trabajo a quienes deseen organizar semejantes círculos de estudio.
Al comienzo de cada epígrafe se proporciona brevemente, en cursiva, alguna referencia breve sobre el tema
de la tertulia que dio lugar a su redacción.
Si el conjunto de materiales ayuda a clarificar las cuestiones, cuando se utilicen en otros grupos que mejoren el
contenido, habrá merecido la pena su recopilación.

I
Vivir, Convivir y Elegir
Los descubrimientos fósiles muestran que ya desde los comienzos fue característico de la especie humana
compartir los alimentos, obtenidos mediante la tarea en común de la recolección o la caza. Pero también las
señales de heridas en restos de cráneos humanos nos ponen en contacto con otro aspecto de los seres humanos:
desde antiguo han luchado entre sí. Convivencia y conf licto, compartir y robar, ayudarse y matarse: he aquí la
ambigüedad paradójica del ser humano. Lo podemos definir con razón como animal vulnerador y vulnerable;
pero también como animal reconciliador y reconciliable.
Es muy frágil la especie humana. Tenemos un cerebro muy complejo. Yen el reverso de nuestra excelencia
está nuestra debilidad: la capacidad racional para justificar lo injustificable, dañarnos mutuamente y perjudicar
al entorno ambiental. Pero el animal vulnerable que somos tiene también aspectos que permiten definirlo como
animal sanador y sanable, reconciliador y reconciliable, capaz de ser herido y de herir, pero también de dejarse
querer y perdonar.
¿Elegiremos la convivencia o el conflicto? De nosotros depende. En todo caso, hay que plantearse estas
preguntas radicales de antropología antes de adentrarse en los debates concretos de ética. Ésa es la razón de esta
primera parte. Como escribí en el prólogo de Bioética yAntropologia U.P. IComillas, Madrid 1998; 2' ed.:
20041, parto del convencimiento de que las divergencias en el tratamiento ético de problemas relacionados con
la vida humana radican en diferencias fundamentales en la postura antropológica que, explícita o
implícitamente, nos apoya.

1 / Pensar la vida,
pensar lo humano

Estas reflexiones se desarrollaron primero en las clases de filosofía para el alumnado de formación
permanente. Eran el prólogo para un curso en el que se trataba de pensar lo humano en el marco de pensar la
cultura, y para ello comenzamos viendo la especie humana como animal bio-cultural. Posteriormente, esos
apuntes fueron adaptados en forma sencilla para que sirvieran como tema de debate en la tertulia de bioética

***
Para tratar las cuestiones de ética de la vida hay que hacer unas reflexiones previas: pensar lo humano. Y para
pensar lo humano es imprescindible tener en cuenta la relación inseparable entre pensar lo humano y pensar la
vida.
Una característica de la especie humana, a causa de la complejidad de su cerebro, consiste en poder
plantearse conscientemente estas preguntas: ¿qué es la vida?; ¿qué es lo que nos humaniza? Además, tenemos en
nuestras manos la doble posibilidad de orientar en un sentido u otro la acción humana: para construir o para
destruir. ¿Por cuál de ellas optaremos?
El ser humano puede vivir conscientemente, es decir, no sólo vivir, sino pensar sobre la vida. Puede, además,
ser crítico y creativo, criticar la vida y crear nuevas modalidades de vivir. Puede preguntarse por qué, cómo y
para qué vive. Se da cuenta de que tiene la posibilidad de mejorar o de destruir la vida, así como de mejorarse o
destruirse a sí mismo y a sus semejantes. Además, esas preguntas nos las hacemos los seres humanos en común.
Y así es como comienza la filosofía: como saber de la vida; como aprender y pensar sobre la vida, sobre el
mundo, sobre lo humano y sobre el pensar mismo, para corregirlo y pensar de un modo nuevo.
Merece la pena, por tanto, preguntar cómo nos relacionamos con la vida y cómo vivimos esa relación. Las
mentalidades utilitarias tal vez ignoren la pregunta. Las sensibilidades románticas quizá se queden en la
superficie, creyendo que todo se arregla identificándose con la naturaleza. Pero hay que ir más al fondo y
empezar por pensar sobre la vida y los vivientes.
Demos, por tanto, un primer paso: pensemos en algunas características de los vivientes. Toda vida tiende a
sobrevivir. Para ello se apoya en otros vivientes, a los que tiende a usar en beneficio propio. El pez grande
devora al chico. Pero también es cierto que muchos vivientes, no sólo se devoran mutuamente, sino que se
sostienen unos a otros para sobrevivir en el marco de un ecosistema.
En el caso de la especie humana, con su mayor complejidad cerebral, estas características se acentúan y
modifican del modo siguiente:

1) Aumenta la capacidad de relacionarse de un modo consciente con el conjunto de la corriente de la vida y de


sentirse el ser humano inserto en la matriz natural. Limitarse a acentuar exclusivamente esta característica
tendría el peligro de desembocar en un romanticismo ecológico.

2) Aumenta también, lamentablemente, la capacidad de matar. La especie humana no mata solamente para
comer o para sobrevivir o competir a nivel instintivo; es capaz también de asesinar por odio o hacer guerras
innecesarias, injustificadas e injustificables. El predominio de esta segun-da característica trae las desastrosas
consecuencias que conocemos.

3) Aumenta también en nuestra especie la capacidad de so-porte y ayuda mutua; esto puede parecer, a primera
vista, que va contra el movimiento selectivo natural de la evolución. Fijémonos en lo que supone que, en lugar
de eliminar a la persona débil, discapacitada o anciana, la cuidemos especialmente y reconozcamos que es igual
en dignidad a cualquier otro miembro de la especie.

Ante la realidad de esta triple característica de nuestra especie, se nos hace ineludible el planteamiento ético.
En vez de decir: «somos animales éticos», decimos: «somos animales necesitados de ética». «Nos hacemos
cargo de la realidad» (Zubiri) y tenemos que «cargar con ella» (Ellacuría), conscientes de que, si no lo hacemos
bien, corremos el peligro de «cargárnosla». De ahí la necesidad de una búsqueda común e intercultural de una
ética, tarea siempre inacabada.
Es importante repasar estas consideraciones antropológicas antes de entrar en el debate bioético. Conviene
fijarse, sobre todo, en dos aspectos del cerebro humano muy enigmáticos, muy característicos de los humanos y
muy problemáticos: la capacidad que tenemos de elegir y la capacidad de interpretar. ¿Qué elegimos? ¿Cómo
interpretamos? Nos encontramos a menudo indecisos ante una variedad de posibilidades, y des-concertados ante
una multiplicidad de interpretaciones. Desde el caos y el conflicto, nos ponemos a pensar y a dialogar para
aclaramos y para convivir.
Los seres vivos tienen orientaciones fundamentales: a la pervivencia de la corriente de la vida, a la
satisfacción de sus necesidades vitales. Los vivientes que poseen un cerebro más desarrollado y complejo, como
es el caso de los humanos, muestran unos modos de comportamiento que, como acabamos de ver, parecen ir
contra corriente o estar en contradicción con esas dos orientaciones vitales que acabamos de mencionar. Por
ejemplo, la capacidad de desorientarse y desordenarse en la toma de comida y bebida o, al contrario, la
capacidad de ayunar motivadamente. Estos comportamientos parecen ir contra lo que corrientemente vemos que
exige el instinto de alimentarse para vivir, tal como se manifiesta en otras especies animales.
El ejemplo de la sexualidad es sintomático. Los seres humanos pueden humanizarse o deshumanizarse
mutuamente por el uso de la sexualidad: la pareja puede crecer mediante su relación afectiva, corporal y sexual,
ayudándose así mutua-mente a realizarse; pero también puede destruirse mutuamente mediante formas
extraviadas de vivir esa misma relación. Lo característico humano no está en situarse por encima de otras
especies animales, sino en la doble posibilidad de colocarse en un plano superior o en otro inferior. No hacen los
humanos el amor mejor que otras especies, sino que están abiertos a la posibilidad doble de hacerlo mejor o
peor, con más ternura benevolente o con más posesividad egoísta.
Cuando los pájaros comparten el alimento o se pelean por él, no están, en sentido estricto, haciendo la guerra
o siendo crueles. Tanto el compartir como la guerra, en sentido estricto, parecen ser características propias de la
especie humana. Por tanto, tiene sentido preguntarse acerca del arraigo de estas características en la capacidad
cerebral para elegir e interpretar. ¿Será el ser humano el animal capaz de optar irracionalmente por la guerra y
de justificarla racionalizándola?
Con estas preguntas como telón de fondo, urgiéndonos a elegir e interpretar bien, confrontaremos los
problemas y dilemas éticos.

2 / Biología,
biografía y bioética

También estas notas tuvieron su origen en las clases de filoso-fía de lo humano, que se desarrollaban en torno a
tres ejes: los orígenes biológicos del ser humano, sus originalidades cultumles y la necesidad del planteamiento
moral. Como el capítulo anterior, también estos apuntes se convirtieron en punto de partida para debatir y
poner las bases antropológicas en la tertulia de bioética, antes de entrar en los debates concretos.
***

En la filosofía antropológica nos preguntamos de dónde venimos. Para responder, interrogamos a las ciencias
biológicas y a las ciencias sociales. ¿De dónde viene mi vida? De una trayectoria biológica y biográfica. Si,
cuando mi madre era un feto en el seno de mi abuela, no hubiese comenzado la división celular que haría
posible el que, llegado el momento de madurez fisiológica de sus ovarios, se produjese la ovulación, no estaría
yo ahora aquí. Si en la pubertad de mi padre no hubiese comenzado la espermatogénesis, condición de
posibilidad para que un espermatozoide y un óvulo de mis progenitores se encontrasen, no estaría yo ahora aquí.
Laín Entralgo lo formulaba diciendo que venimos de una biogénesis (los orígenes de la vida en el planeta), una
filogénesis (la evolución biológica) Y una embriogénesis (el desarrollo embriológico); pero se apresuraba a
añadir que no venimos solamente de ahí:
«Provisto del material genético que me transmitieron mis padres y por él calladamente condicionado, yo, criado
y educado en otra parte, hubiera podido ser hombre de mil modos distintos: el modo del francés o el del esquimal, el
del profesor o el del arquitecto, el del impecune o el del opulento. Entre tantas posibilidades, el destino me hizo
nacer.., en una determinada situación histórica de mi país» (P. LAÍN, Cuerpo y alma, Espasa, Madrid 1991, p. 265).

Venimos, por tanto, de una trayectoria biológica y biográfica o, más exactamente, biocultural. En efecto, es
difícil, por no decir imposible, distinguir nítidamente lo innato, lo que se debe a la naturaleza (nature) y lo que
proviene de la crianza, educación o cultura (nurture). En todo caso, esa trayectoria de la que venimos es lo que
la vida ha hecho de nosotros. Pero a continuación se plantea la pregunta: ¿qué vamos a hacer con lo que la vida
ha hecho de nosotros? Porque los humanos no es-tamos completamente determinados por la biología y la
biografía. Podemos y tenemos que hacer algo, a partir del condicionamiento biológico y biográfico.
¿Qué orientación vamos a dar a esas posibilidades? ¿Las usaremos para humanizamos y convivir
humanamente con nuestros semejantes o para autodestruirnos y destruimos mutuamente? Y ahí surge la cuestión
de la ética, centrada en el recto uso de nuestra libertad para convivir justa, solidaria y amistosamente. Es
importante recordar estas nociones elementales de filosofía de lo humano como prólogo a la reflexión sobre
cuestiones de bioética.

II
Creer y Pensar

No existe ni un solo documento eclesial que recomiende a los católicos que no piensen. Jamás ha dicho la iglesia: si
Prohibido pensar!». Y, sin embargo, el modo en que a veces algunos miembros del clero tratan al laicado, como si no fueran
adultos, así como la manera de depender excesivamente algunas personas seglares de seguir a ciegas las recomendaciones o,
en el peor de los casos, las imposiciones del clero o de observar al pie de la letra las orientaciones de los documentos
eclesiásticos, produce la impresión de que no se permite a los creyentes usar su capacidad de pensar, juzgar, discernir y
decidir.

Esto es algo, por otra parte chocante, dada la tradición, tan antigua en la Iglesia y en la teología, acerca de la importancia
de formar la propia conciencia para obrar de acuerdo con sus dictámenes.

Con el título general de esta sección, »creer y pensar», se pretende evitar dos extremos, el fideísmo y el intelectualismo:
ni a fuerza de pensar se llega a creer, ni el hecho de creer impide el pensar, sino que más bien lo estimula.

Es oportuno recordar aquí las palabras del concilio Vaticano II: »De los sacerdotes, los laicos deben esperar luz y fuerza
espiritual. Pero no piensen que sus pastores son siempre tan competentes que puedan tener preparada una solución concreta
para cada cuestión que surja, aunque sea grave, o que ésta sea su misión» (Gaudium et Spes, n.43).

3/ Cinco verbos
emblemáticos
Cuando comenzó a comentarse en la prensa el tema de la investigación con células madre y se difundía por los
medios la polémica a favor o en contra de usar para experimentación embriones sobrantes de fecundación in
vitro, lo discutimos en la tertulia. Al contrastarse las opiniones opuestas, se produjo la impresión de choque
entre mentalidades científicas, que parecían más abiertas sin condiciones a la experimentación, y mentalidades
religiosas o morales, que tendían a cerrar las puertas a ella con demasiada rigidez. Con el fin de situar las
discusiones concretas en el marco de una relación equilibrada entre científicos y teólogos, se elaboraron como
guía para la tertulia de bioética los cinco puntos de orientación siguientes.

***
Las actitudes básicas de la ética, cuando se acomete su tarea por personas que se sitúan en una perspectiva
religiosa, no deberían brotar de la docilidad ciega a unas normas heterónomas, como llovidas del cielo o
dictadas por autoridades eclesiásticas. La ética conserva su autonomía, aunque se sitúe en un marco de creencias
y se vea robustecida por motivaciones religiosas. Hay que deshacer el malentendido de creer que las religiones
se han de limitar a frenar allí donde las ciencias y tecnologías aceleran. Por ejemplo, ante los logros y avances
recientes de la genética y las biotecnologías, las actitudes básicas de una ética en contexto creyente no son de
rechazo a ultranza, aunque tampoco de aceptación incondicional, sino más bien de aprecio razonable y
responsable. Para expresar lo fundamental de estas actitudes, podemos resumirlas con cinco verbos: admirar;
agradecer; mejorar, curar y proteger.

Admirar
La ética humana, elaborada en perspectiva cristiana, comienza por admirarse ante cada nuevo resultado de la
ciencia y compartir con ella la satisfacción por sus logros. La teología coincide con las ciencias en alegrarse de
veras con el gozo de conocer mejor la realidad. Coincide también en constatar que la realidad siempre está
sorprendiéndonos e invitándonos a estar abiertos para escucharla y aprender de ella. Cuando lo hacemos así, nos
vemos obligados a cambiar nuestros paradigmas de pensamiento para interpretar la realidad. Las personas
dedicadas a la teología y a las ciencias han de estar dispuestas a dejarse cambiar por la realidad.

Agradecer
La ética humana, elaborada en perspectiva cristiana, comparte con la ciencia la gratitud ante cada nuevo
descubrimiento. Además de alegrarse por la noticia, lo agradece, porque cada nuevo paso adelante en el campo
de los descubrimientos científicos ayuda a conocer mejor la realidad, así como a manejar-la, aplicando los
descubrimientos científicos sobre la vida en beneficio de los vivientes. Cuando el científico da gracias a la
ciencia, el filósofo da gracias a la naturaleza, y el teólogo da gracias a Dios por cada descubrimiento, están
coincidiendo en un denominador común de agradecimiento a la realidad que nos desborda.

Mejorar
La ética humana, elaborada en perspectiva cristiana, siente la responsabilidad de apoyar positivamente la
investigación, para promover la vida en general y mejorar la vida humana. Hacer-lo así es cooperar a que, como
habría dicho Zubiri, la realidad «dé más y mejor de sí» cuanto puede dar. Ciencia y teología
coinciden en que le ha sido encargada al ser humano la tarea de intervenir en la naturaleza y modificarla,
precisamente para garantizar el cuidado de esa misma naturaleza y para asegurar, no sólo su protección y
continuidad, sino su mejora.

Curar
La ética humana, elaborada en perspectiva cristiana, percibe de un modo especial la responsabilidad de cooperar
para que se aprovechen cada vez mejor las posibilidades terapéuticas de cada nuevo descubrimiento, con el fin
de que redunde en beneficio de las personas, no sólo de quienes viven ahora, sino también de las generaciones
futuras.

Proteger
La ética humana, hecha en perspectiva cristiana, siente también la responsabilidad de que se elaboren
regulaciones para proteger a la humanidad de cualquier posible desviación en el uso de esos descubrimientos
que pudiese poner en peligro la dignidad de la persona, el bien común de la sociedad o la armonía del conjunto
de los vivientes.

***
Con estas cuatro orientaciones como telón de fondo, ya podemos adentramos con un mínimo de seguridad, por
lo que a criterios generales se refiere, en los debates concretos acerca de las cuestiones éticas que conlleva el uso
de una determinada tecnología.
Pero estos cinco puntos, que se acaban de formular en términos generales de ética, se pueden expresar de
forma más explícitamente cristiana, en el marco de una lectura bíblica. Por ejemplo, del modo siguiente:
La actitud teológica fundamental en bioética se resume en dos palabras: gratitud y responsabilidad. Más
concretamente, gratitud responsable hacia la vida. Gratitud, es decir, reconocimiento de la vida como bien y
como don; responsabilidad, es decir, conciencia de la necesidad de intervenir para la promoción, curación y
protección de todos los vivientes. Cinco verbos expresarían emblemáticamente esta postura ante la vida:
admiran agradecer; mejorar; curar y proteger. Se inspira esta visión en el libro del Génesis, en cuyo capítulo 2,
versículo 5, leemos la narración siguiente:

«Aún no había en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues Yahveh
Dios no había hecho llover sobre la tierra; ni había seres humanos que labraran el suelo».

La vida que brota de la tierra es un bien. La lluvia que la hace brotar es un regalo. La mano humana, que
interviene artificialmente, fomenta y mejora la naturaleza. Los orientales simbolizan en dos gestos de las manos
humanas las actitudes básicas ante la vida: las manos que se juntan en un gesto de reverencia expresan la
admiración ante el bien de la vida y la gratitud por el don. Las manos que empuñan los instrumentos de
agricultura –más adelante manejarán el bisturí en las operaciones quirúrgicas y las herramientas de la
tecnología– expresan la intervención humana que promueve y mejora artificial-mente la obra de la naturaleza.
En la Edad Media decía el teólogo Tomás de Aquino que para los humanos es natural modificar artificialmente
la naturaleza.
Hasta aquí, el capítulo segundo del Génesis. Pero pasamos al capítulo cuarto y nos encontramos con la
narración de Caín y Abel, un primer crimen paradigmático: las manos humanas no son únicamente las que se
juntan para agradecer la vida o empuñan herramientas para mejorarla; son también las mis-mas manos que, ya
desde la más remota antigüedad (desde Caín hasta las guerras, terrorismos y violencias estructurales de la
actualidad), empuñan armas, con las que los humanos nos destruimos mutuamente y arrasamos el medio
ambiente. A los tres verbos citados hasta aquí –admirar, agradecer y promover– hay que añadir otros dos: curar
y proteger; curar las heridas y proteger de la muerte y la destrucción.
Un teólogo inspirado por estos textos, así como educado en la comunidad de interpretación que los
transmite, se enfrentará a los problemas bioéticos desde un presupuesto básico: la admiración ante la vida y la
gratitud por su don, acompañadas de una preocupación fundamental: promover la vida, curar y proteger a los
vivientes.
¿Cuál sería, en tales supuestos, la reacción que deberíamos esperar de un teólogo así ante la publicación de
una noticia de última hora sobre un tema fronterizo de biotecnología y bioética? Por ejemplo, informan los
medios sobre avances en investigación genética o sobre resultados de técnicas de clonación, y están sobre el
tapete variadas expectativas terapéuticas, intereses político-económicos más o menos disimulados y
cuestionamientos bioéticos. Creo que podemos dividir en cinco aspectos, correspondientes a las actitudes antes
menciona-das, la reacción de dicho teólogo ante estas noticias.

• En primer lugar, el teólogo se admira y comparte con el científico la satisfacción de conocer mejor la
realidad de la vida. No es exclusiva de los filósofos la admiración como punto de partida. El teólogo, mano a
mano con el científico, se admira ante cada descubrimiento y queda abierto a dejarse sorprender
continuamente por la realidad, nunca perfectamente captada; queda, por consiguiente, dispuesto a seguir
modificando sus paradigmas de pensamiento para interpretarla y seguir maravillándose ante nuevos
horizontes y posibilidades.

• En segundo lugar, el teólogo agradece cada nuevo descubrimiento que abre más puertas al conocimiento de
la realidad de la vida y a su manejo en beneficio de los vivientes. No puede menos de alegrarse, ya que el
mejor conocimiento científico de la realidad abre posibilidades de manejarla mejor para bien de la realidad
misma, de la humanidad y del conjunto de los vivientes.

• En tercer lugar, se siente responsable de seguir investigan-do y aplicando el resultado de la investigación, ya


que de ese modo podrá promover y mejorar la vida. De acuerdo con el mensaje bíblico de «cuidar de la
tierra» (a menudo mal entendido como si fuera meramente «dominar la tierra», como invitación a la
destrucción explotadora), apelará a la responsabilidad humana de tomar las riendas de la historia de la
ciencia y la técnica al servicio de la vida, para que ésta pueda «dar de sí», como habría dicho la filosofía de
Zubiri, lo mejor de sí misma desde dentro de sí misma.

* En cuarto lugar, se siente responsable de intervenir tecnológicamente para sacar el mejor partido de los
recursos biológicos e incrementar las posibilidades terapéuticas para bien de cada persona enferma y de las
generaciones futuras. De acuerdo con la centralidad de la tarea terapéutica en el mensaje bíblico, la teología
no podrá menos de fomentar cuanto contribuya a esta tarea por parte de la ciencia y la tecnología.

* Finalmente, en quinto lugar, el teólogo se siente responsable de proteger a todos los vivientes frente a
cualquier desviación en el uso de esos conocimientos y tecnologías que pudiera poner en peligro el bien
común humano o la armonía del conjunto de los vivientes. Junto al optimismo de los cuatro puntos
anteriores, tenemos aquí un contrapunto de realismo. De hecho, la historia de la humanidad, con sus
violencias y desastres provocados por mano humana, alecciona para estar atentos a los extravíos, retrocesos,
desórdenes y desorientaciones que ponen en peligro a los vivientes y a los ecosistemas.

Hasta aquí, algo tan sencillo, obvio y elemental que casi está de sobra su formulación explícita.

Sin embargo, a la hora de sacar conclusiones concretas de estos criterios generales, tropezamos con la
división de opiniones en el campo teológico. No tanto entre heterodoxias extremas y ortodoxias exageradas, sino
entre posturas divergentes dentro de una misma comente central de pensamiento «teológicamente conecto».
¿Por qué esa incompatibilidad, por ejemplo, entre unas posturas teológicas en contra del diagnóstico pre-
implantatorio, y otras a favor? Mi hipótesis de respuesta:

1) Por desproporción o falta de simetría (a veces, incluso in-coherencia) entre los criterios generales y las
conclusiones particulares.

2) Esa falta de simetría se debe a la insuficiente atención a las mediaciones:


a) científicas,
b) de paradigmas de pensamiento,
c) de dependencias institucionales, tanto dentro como fuera del ámbito religioso.

Con esta hipótesis y enfoque como hilo conductor, hemos releído en nuestra tertulia los documentos
publicados durante los diez primeros años de la Academia Pontificia para la vida. Al hacerlo, llamó
especialmente la atención el comunicado final de la Asamblea General de febrero de 2004, en que cumplía esta
institución su décimo aniversario.
El contraste entre principios y conclusiones, recién aludido, se origina en lo que la lógica clásica llamaba las
«premisas menores». No es fácil negar las premisas mayores: por ejemplo, hemos de proteger cada vida humana
desde su comienzo hasta su final. Pero a menudo son cuestionables las premisas menores: por ejemplo, que el
comienzo sea puntual, en vez de procesual; o que la concepción sea un momento, en vez de un proceso que dura
al menos dos semanas. Por tanto, no es extraño que se dividan las opiniones al concluir si el blastocisto es
incondicionalmente intocable.
En primer lugar, cuando el citado comunicado considera el estatuto y trato del embrión, oponiéndose sin
condiciones a cualquier manipulación, dice que «cada ser humano es, desde su concepción, una unidad de
cuerpo y alma, posee en sí mismo el principio vital que lo llevará a desarrollar todas sus potencialidades, no sólo
biológicas, sino también antropológicas» (n. 5). Al afirmarlo así, se están presuponiendo unos da-tos científicos
sobre las primeras fases de la vida embrionaria y también un paradigma de interpretación filosófica de esos
datos. Ahora bien, tanto entre científicos como entre filósofos, hay desacuerdo hoy día sobre este punto. Por
tanto, no se puede uno precipitar a sacar esa conclusión.
En segundo lugar, cuando se utilizan expresiones como «principio vital», o «unidad de cuerpo y alma» (n.
5), se está manejando un determinado paradigma de pensamiento. Igual-mente, cuando se habla de «momento
de la concepción» (n. 5) o «primer momento de existencia» (n. 6), se está manejando un determinado paradigma
de pensamiento más puntual que
procesual. Por tanto, se está condicionando así la respuesta. Pero precisamente lo cuestionable es la validez de
dicho paradigma fixista.
En tercer lugar, cuando al argumentar en contra del «abandono» en que se supone quedan los embriones
crioconservados, la razón aducida es simplemente una cita de la declaración de la Congregación para la Doctrina
de la Fe, en la que se afirma que «quedan expuestos a una suerte absurda, sin posibilidad de ofrecerles vías de
supervivencia seguras y alcanzables lícitamente» (n. 8), se está presentando, en lugar de una motivación
razonable, un mero argumento de autoridad. Es decir, está pesando un condicionamiento institucional sobre la
deliberación de una academia científica.

4 / Exageraciones
en mi país

En otoño de 2004 hubo repetidas declaraciones por parte de portavoces de la jerarquía eclesiástica sobre
temas relaciona-dos con la bioética. Las reacciones del público, unas en contra y otras a favor, se reflejaron en
los medios de comunicación exageradamente. Comenté con ese motivo, en la tertulia y en una conferencia
pronunciada en el Aula «Pedro Arrupe», en la Iglesia de san Francisco de Borja (de los jesuitas de Madrid), mi
impresión unos meses después de regresar de Japón a mi país para encargarme de la Cátedra de Bioética. El
texto fue difundido por la revista «Alandar», y en Internet por «Eclesalia», dando lugar a numerosas respuestas
de personas que lo agradecían. Lo incluimos aquí, porque conecta con la problemática de este capítulo.

***
Me ha llamado la atención, durante los últimos meses del 2004, la situación tan exagerada por los dos
extremos que se percibe en los debates éticos en mi país. Se habla, por ejemplo, sobre investigación con células
madre, y es chocante la politización de la discusión sobre temas científico-éticos y la polarización radicalizada
por los dos extremos. Por una parte, posturas presuntamente defensoras de la vida humana hacen un flaco favor
a esa defensa con su actitud negativa y condenatoria. Por otra parte, eso suscita la reacción opuesta de quienes
sospechan de la ética como mero freno y enemiga del progre-so. Viniendo de una cultura como la japonesa, tan
caracteriza-da por la conciliación y el consenso, este ambiente en nuestro país me resulta, por decirlo
suavemente, desconcertante.
Me llama también la atención la intromisión inoportuna de instancias eclesiásticas para dictar moralidad a la
sociedad civil. He de decir que estoy acostumbrado a vivir en Japón, en el seno de una iglesia minoritaria, en
medio de una sociedad civil, plural y democrática, secularizada y laica, en el mejor sentido de estas palabras, y
con un episcopado acostumbrado a respetar escrupulosamente la separación de Iglesia y Estado, una iglesia que
no está ni privilegiada ni excluida, en un con-texto intercultural e interreligioso.
Viniendo de ese mundo, me sorprenden los malentendidos sobre ética o sobre Iglesia y Sociedad en nuestro
país. Por ejemplo, el caso –mitad cómico, mitad anacrónico– en torno al preservativo; uno no sabe si reír o
llorar. Ni siquiera tenía que ser problema. No sólo como prevención de un contagio, sino como anticonceptivo
corriente, se puede usar para evitar un embarazo no deseado y evitar el aborto. Hace mucho tiempo que la
teología moral seria ha superado ese falso problema. Aunque diga lo contrario un dicasterio romano o los
asesores de una conferencia episcopal, o los que redactan para el Papa un discurso, se puede disentir en la
Iglesia por fidelidad hacia la misma Iglesia. Sobre todo, sabiendo que ni es cuestión de fe, ni es cuestión de
moral, ni es cuestión de pecado. Es cuestión de sentido común, responsabilidad y buen humor.
Pero, al fin y al cabo, el tema del preservativo es un pseudo-problema secundario que no merece darle más
importancia. Por cierto, que lo que afirmaba sobre este punto el portavoz de los obispos, refiriéndose al uso del
preservativo y al SIDA, después de un diálogo con la Ministra de Sanidad, es algo que es-taba escrito hace años
en libros y revistas especializadas de teología y estaba dicho también en documentos de distintos episcopados;
no es nada nuevo. Tanto el admirarse de lo que dijo, como si fuera una novedad, como el creer que hay que
obligarle a desdecirse, lo que indican es ignorancia de por dónde va la reflexión teológica seria.
Otros temas son más serios. Por ejemplo, decía cierta personalidad eclesiástica que la obtención de células
madre a partir de embriones pre-implantatorios es una matanza de inocentes. Expresarse así es originar
malentendidos científicos, éticos y teológicos.
Hablaba otra personalidad eclesiástica sobre los problemas de la sexualidad en tales términos que daba la
impresión de que la orientación sexual en sí misma, independientemente de su ejercicio, era algo desordenado,
pecaminoso e intrínseca-mente malo. Expresarse así, usando la palabra «pecaminoso» para referirse a la
orientación en sí misma, es algo que va contra lo que está explícitamente dicho tanto en el Catecismo de la
Iglesia Católica como en la declaración de la Congregación de la Fe acerca de la no discriminación de personas
al tratar ese tema.
Opiniones como éstas hacen un flaco favor a la Iglesia que representan y a la ortodoxia que desean defender.
Por eso, por fidelidad a la Iglesia, por sentimos Iglesia y sentimos en la Iglesia, nos vemos obligados no sólo a
sentir con la Iglesia, sino, en algunas ocasiones, a disentir en la Iglesia, a disentir razonable y responsablemente
dentro de la Iglesia; (nótese que no he dicho disentir «de» la Iglesia. El que está fuera disiente «de» la Iglesia;
los que estamos dentro disentimos «en» la iglesia, sintiendo la responsabilidad de hacerlo y la responsabilidad
de hablar). Y no olvidemos que la Iglesia no es como esos partidos políticos en los que, si te mueves, no sales en
la foto.
También escuchábamos cómo otra personalidad eclesiástica, hablando sobre el final de la vida, confundía la
legalización de un comportamiento con la despenalización, y la despenalización con la aprobación y
recomendación.
Otro responsable eclesiástico confundía el estudio escolar del hecho religioso con la imposición obligatoria
de la religión. No habría leído lo que dice la encíclica Redemptoris missio sobre la fe, que «no se impone, sino
se propone».
Y también hemos oído a personas católicas hablar sobre laicidad de la sociedad civil, como si fuera algo
malo. Se ve que no conocen la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II
Todo esto produce la impresión de una Iglesia quejumbrosa, pesimista y gruñona, que habla más del pecado
que de la esperanza. Me recuerda los versos de Calderón en La vida es sueño:

«Que tal placer había


en quejarse, un filósofo decía,
que a trueque de quejarse
habían las desdichas de buscarse».

Un último ejemplo. En el año 2001 se debatió en Japón sobre la legislación acerca de las técnicas de
clonación; era una ley que, rechazando la clonación reproductiva, dejaba abierta la puerta a dos posibilidades: el
uso de embriones sobrantes de técnicas de fecundación in vitro y el uso, controlado y regulado públicamente, de
técnicas de clonación con finalidad no re-productiva, con miras a sus resultados en medicina regenerativa. En
esa ocasión, nuestro Instituto de Ciencias de la Vida, de la Universidad Sophia, la universidad de los jesuitas en
Tokyo, apoyó positivamente esa legislación, que me parece bastante prudente a la vez que abierta.
Precisamente con ocasión de la visita a Japón del padre Javier Gafo, que asesoró al Comité de la Vida de
aquella Conferencia Episcopal, compartió nuestro Instituto con él las conclusiones del Comité de Expertos sobre
Bioética y Clonación, publicadas por la Fundación de Ciencias de la Salud en Madrid. Estábamos de acuerdo en
evitar posturas extremas y en distinguir, como hacía ese Comité, dos niveles en el razona-miento moral: el
exhortativo y el prohibitivo. Una cosa es manifestar reservas hacia determinada práctica, percibidas como
vinculantes para uno mismo desde la propia cosmovisión, y otra cosa es pretender imponerlas forzosamente a
los demás en una sociedad plural que no comparte necesariamente esa cosmovisión. De hecho, el texto inglés de
las conclusiones del citado Comité fue muy bien recibido entre los colegas japoneses, por contraste con el
insuficiente aprovechamiento que se ha hecho de él aquí en España. Confío en que se va a aprovechar mejor en
las próximas etapas legislativas, pues hace tiempo que estamos necesitados de una reforma de conjunto en te-
mas de bioética, así como de una comisión científica y ética-mente imparcial a nivel estatal.
Así percibo yo estos problemas y así he querido compartirlo, con sinceridad humana y cristiana, desde una
fidelidad a la fe y a la Iglesia que nos urge y apremia a disentir dentro de la Iglesia. No sé si alguien pensará que
decir todo esto es imprudente; yo creo sinceramente que el no decirlo es lo que se-ría inmoral. Que la fe nos
anime siempre a hablar más de la esperanza que del pecado, a optar por la paz y no por la guerra, por el talante
de encuentros y diálogos y no por los conflictos, crispaciones y confrontaciones.

5/ O te pasas
o no llegas

No es fácil conseguir un debate sereno en un espacio plural. Si domina la tertulia el grupo considerado
«progresista», existe el peligro de dejar excluido al considerado «conservador»; pero si es éste el que lleva la
voz cantante, el peligro es convertirse en grupo cerrado y excluyente. Por eso, desde el comienzo de las
tertulias, hubo necesidad de repetir —de broma, pero también de veras— el mismo eslogan: «juguemos a las
siete y media». De todos modos, hay que reconocer que a me-nudo perdemos la partida; en efecto, «o te pasas o
no llegas». Reproduzco aquí ejemplos de la lista confeccionada por los participantes y el moderador (el autor)
durante una velada de búsqueda de equilibrio.

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Ante las cuestiones éticas sobre la vida humana hay dos posturas extremas: la que pisa el freno y la que pisa
el acelerador. La primera refleja una ética demasiado negativa, que se limita a dictar prohibiciones. La segunda
se pasa por el extremo opuesto: da por supuesto, a la ligera, que todo lo que puede hacerse técnicamente debe
hacerse. Una postura equilibrada tiene en cuenta el doble aspecto, técnico y humano, de los problemas y busca
enfoques alternativos. Veamos algunos ejemplos de exageraciones y de la necesidad de los correspondientes
enfoques alternativos y equilibrados.
Ética y creencias: ni religionismo ni secularismo

Cuando a una sociedad en la que hay variedad de creencias se pretende imponerle unas determinadas normas en
nombre de la religión, se está incurriendo en un paternalismo autoritario, inconcebible en una cultura mayor de
edad y que asume lo positivo de la secularidad. Pero, en el otro extremo, excluir del debate ético la aportación
de las tradiciones religiosas es incurrir en el secularismo exagerado, deformación de la sana seculaxidad. Sin
caer en los excesos del paternalismo religioso o del laicismo antirreligioso, tendríamos que conjugar la ética de
mínimos de la sociedad civil con las aportaciones, en forma de propuestas de ética de máximos, de las
tradiciones religiosas.

El final de la vida:
ni prolongar agonías ni matar por compasión

También en el tema del tratamiento médico en torno al final de la vida hay que recuperar el equilibrio de sentido
común, en lugar de enzarzarse en discusiones sin fin entre partidarios y adversarios de la eutanasia o del suicidio
asistido. Cuando los recursos de prolongación de la vida se emplean para prolongar inútilmente la agonía, se cae
en la equivocación de hacer un ídolo de la duración de la vida biológica. En el otro extremo, matar por
compasión es homicidio, y matar a petición de la persona es cooperar al suicidio.
Tres son los criterios fundamentales para «ayudar a quien va a morir a vivir bien mientras se muere», en vez
de «ayudar a que la persona se muera»:

a) evitar exageraciones terapéuticas, que únicamente prolongan la agonía, constituyen una carga y no suponen
una razonable expectativa de mejora;
b) proporcionar los recursos analgésicos necesarios, ni más ni menos que los necesarios, aun cuando con ello se
adelante el proceso de morir;
c) acompañar con solicitud humana a la persona que va a morir.

Dejar de administrar los analgésicos indicados y necesanos, por miedo a que se acelere la muerte, es mala
práctica médica. Utilizar más recursos de los indicados y necesarios, con el fin de acabar con la vida del
paciente, también lo es. Una vez más, el término medio de sentido común humano y de sentido de fe cristiana.

Los transplantes: ni rehuirlos ni olvidar la muerte

Nadie duda ya del adelanto que han supuesto los trasplantes. Cuando se observan las debidas condiciones, no
hay razones éticas para rehuirlos. Se agradece que haya aumentado el número de donantes. Pero hay que
garantizar, sobre todo en el caso de las donaciones en vivo, la libertad de consentimiento del donante.
Por otra parte, aunque se agradezca la recuperación de la salud que proporcionan este y otros recursos
terapéuticos, no conviene olvidar que la medicina no impide la muerte, sino que tan sólo la retrasa. Más pronto o
más tarde, todos hemos de afrontar esa realidad. Conviene recordarlo en una cultura que tiende a ocultar la
muerte.

El comienzo de la vida humana individual:


ni prestidigitación ni concesión
Hay que superar la imagen del prestidigitador, que considera los genes como si fueran una miniatura del futuro
ser humano. Pero también hay que evitar que el fundamento de la dignidad humana se haga depender de su
reconocimiento por parte de la sociedad. Tan exagerado es tratar de apoyarse en la biología para justificar una
legislación permisiva sobre el aborto en fases avanzadas de la gestación (por ejemplo, a los tres meses) como
intentar deducir de la embriología la presencia de una realidad personal en cada embrión que aún no se ha
implanta-do en el útero materno. En ambos casos se está haciendo ideología y violentando la biología para
justificar una toma de postura previa.
Am bas posturas llevan a los extremismos correspondientes. Hay quienes afirman que, si no ha comenzado a
existir todavía una realidad personal, no hay obligación ninguna de respetar los embriones pre-implantatorios;
otros equiparan ese respeto al que nos exige un embrión ya implantado o un feto de ocho semanas. Unos y otros
incurren en semejante exageración

La genética:
ni hacer un ídolo del ADN
ni minusvalorar al embrión
Cuando cursaron los estudios de bachillerato las personas que hoy tienen más de sesenta años, las lecciones de
biología sólo llegaban hasta la célula, y las de física hasta el átomo. Desde entonces, como se dice
popularmente, ha llovido y se ha seca-do. Hoy, desde los primeros cursos de ciencias, se familiariza el alumnado
con el ADN (el ácido deoxirribonucleico) y los elementos de la genética.
Ciertamente, hoy sabemos más, hemos adquirido con mayor facilidad más conocimientos científicos. Pero
¿qué decir de la manera de interpretarlos? ¿Tenemos elementos de filoso-fía, es decir, del arte de pensar?
¿Tenemos fundamentos de ética, es decir, del arte de deliberar, discernir y decidir? Si la res-puesta es negativa,
no es de extrañar que esté en el ambiente la mentalidad determinista que confunde los genes, como veíamos más
arriba, con la chistera del prestidigitador y se inclina a interpretar la genética como determinismo.
Por eso han surgido también en tomo a la genética los extremismos. Tan exagerado es personificar el ADN
como «cosificar» el embrión. Lo primero lleva a poner demasiadas restricciones a la experimentación e
investigación: la idolatría del ADN. Lo segundo, por el contrario, tiene el peligro de dar rienda suelta a la
curiosidad o a otros intereses no reconocidos: la idolatría de la investigación o de la utilidad.

Selección de embriones:
ni prohibición
ni discriminación

Sobre este tema volveremos de nuevo más adelante. Quede aquí solamente insinuado, como ejemplo de
extremismos. Es indudable que hay que evitar el extremo de la discriminación de personas discapacitadas, y hay
que reconocer que ese peligro existe cuando se practica rutinariamente la selección embrionaria tras el
diagnóstico pre-implantatorio. Pero hay casos en que es permisible recurrir a ella, si se hace de modo razonable
y responsable.

La orientación sexual:
ni capricho, ni destino

Sobre este tema se discute a veces politizándolo excesivamente. Pero, antes de bajar a los detalles
controvertidos, hay que empezar por reconocer que hay una asignatura pendiente en antropología, psicología,
sociología, genética, etc. acerca de las raíces de la diversidad de orientación sexual. Hacen falta delimitaciones
jurídicas para evitar discriminaciones; pero las leyes por sí solas no resuelven los problemas inherentes a
actitudes sociales que han de reformarse. En vez de precipitarnos a juzgar a nadie o despachar de un plumazo
este tema, con-vendría reconocer las incertidumbres teóricas que aún existen. ¿Quién puede afirmar con certeza
total que se trata exclusiva-mente de un capricho personal, o de un destino biológico, o de unos influjos
psicosociales, o de las tres cosas a la vez? Será preferible, por tanto, acentuar el criterio ético fundamental de
evitar las discriminaciones y desigualdades, a la vez que se sigue investigando.

La pareja estable:
¿ni soluble ni indisoluble?

También en las cuestiones de matrimonio y divorcio se tropieza con los dos extremos. ¿Es que hay que excluir
todas las excepciones para proponer el ideal de la indisolubilidad? ¿Es que hay que pasarse al otro extremo, es
decir, tomar a la ligera el compromiso permanente y dar por supuesta la solubilidad caprichosa?
Una de las características humanas más notables es la capacidad de prometer. Otra es la capacidad de
perdonar. Ninguna de las dos es racionalizable ni demostrable. En ambas hay un salto y una apuesta. No se
pueden imponer desde fuera. Al prometer, comprometiéndose a cumplir lo prometido, y al dar el paso de
perdonar, aun sin poder olvidar ni poder reprimir las reacciones en contra que brotan del propio interior, la
persona está poniendo en juego los rasgos más propiamente humanos de ruptura de los condicionamientos
espacio-temporales y de cualquier otro tipo.
Si fuera cierto que hemos perdido capacidad de compro-metemos permanentemente, ya sea en una relación
de pareja o en unos votos religiosos, ello significaría que somos deficitarios en lo que respecta a una
característica humana muy importante.
Al mismo tiempo, hay que reconocer las limitaciones. Sin renunciar a lo ideal, hay que ser realista. Es
natural que la teología afirme el ideal cristiano. Pero ahí está el hecho inevitable de las rupturas. Merece citarse
el mensaje del episcopado japonés, que en su pastoral de comienzo de milenio publicó unas orientaciones
pastorales muy abiertas sobre estas materias. Concretamente, sobre el tema del divorcio, después de una larga
sección acerca del vínculo matrimonial y de la importancia de fomentar su crecimiento en el amor, hacen una
afirmación realista: «Reconocemos que muchos hombres y mujeres no son capaces de cumplir la promesa de
amor que hicieron al ca-sane». Y pasan, a continuación, a dar un consejo pastoral muy significativo, por lo que
implícitamente sugiere:

«Hay situaciones en las que, por diversas razones, la ruptura es inevitable... Estas personas necesitan consuelo y ánimo.
Lamentamos que la Iglesia haya sido a menudo un juez para ellas. [...] Cuando el vínculo matrimonial, lamentable-mente, se
ha roto, la Iglesia debería mostrar una comprensión cálida hacia esas personas y ayudarlas a rehacer sus vidas».

Desde esos supuestos, se preguntan qué actitud adoptar ante quienes sufren a causa de situaciones
semejantes:

«Por lo que se refiere a quienes sufren porque, desgraciada-mente, no han sido capaces de cumplir sus promesas
matrimoniales, la actitud de la Iglesia debería ser la siguiente:

a) tratar a estas personas como Cristo las trataría;


b) proporcionarles una acogida cálida
y misericordiosa;
c) ofrecerles ayuda y ánimo
a lo largo de los nuevos pasos que den
en el camino de rehacer su vida.

Esperamos que quienes han pasado por el trance penoso del divorcio y han encontrado a otra persona como compañera en el
camino de la vida se verán apoyados por la Iglesia con un amor materno y acogedor».

La regulación de la natalidad: ni cuantos más hijos,


mejor, ni rechazar la procreación a ultranza.

Hay quienes preguntan si se puede estar de acuerdo en la Iglesia con el control de la natalidad por cualquier
método. Dicho así, se presta a malentendidos. Es preferible hablar de «regulación de la gestación», término
positivo, mejor que de «control de natalidad» (que tendría el peligro de incluir el aborto) o de «contracepción»,
que también tiene connotaciones negativas, a causa del prefijo «contra». En cualquier caso, lo importante es que
el criterio no sea egoísta, ni centrado exclusivamente en el varón, y que no se incluya entre los métodos de
regular la gestación el recurso sistemático al aborto, practicado a la ligera como sustitutivo de los métodos de
regulación de la gestación.
Se pueden tener reservas acerca de la «mentalidad contraceptiva», pero sin caer en el extremo opuesto, es
decir, en la postura de «cuantos más hijos, mejor».
Para acentuar la importancia de una opción responsable por parte de los progenitores, hay un párrafo
importante, aun-que poco conocido, en la Carta de los derechos de la familia, que publicó el Vaticano en 1983:
«Por el bien de sus hijos, las parejas deberán, en un clima de amor, oración y responsabilidad, considerar su
propia situación con relación al número de hijos que ya tienen, el cuidado de esos hijos, la educación, la
situación económica, los factores demográficos, etc.», al decidir sobre el número de hijos y cómo espaciarlos.
Decía el cardinal Basil Hume (ya en 1980, en el Sínodo de Obispos) que quienes tienen la experiencia del
sacramento del matrimonio «no pueden simplemente aceptar que el uso de medios artificiales de contracepción
sea en cualquier circunstancia inadmisible» (Origins 19 [1980] p. 275). Así lo veía también Bemhard Háring, en
su famosa carta abierta al Papa (The Tablet, 30 de junio de 1990). Hay muchos malentendidos entre los fieles
con relación a la enseñanza de la Iglesia acerca de la paternidad y la maternidad responsables. Ante todo, los
temas de contracepción y aborto no deberían tratarse nunca al mismo nivel. La misma encíclica 13vangelium
vitae, de Juan Pablo n (1995), afirma claramente que «aborto y contracepción son específicamente diferentes
desde el punto de vista del juicio moral» (n. 13).

***

Hasta aquí los ejemplos. Algunos de estos temas se van a repetir detalladamente más adelante. Los hemos
consignado en este momento para ejemplificar el tema central que nos preocupaba ante la tendencia a exagerar
por los extremos en cuestiones de ética. Queríamos que quienes participaban en estas tertulias de bioética se
orientasen serenamente hacia una toma de postura equilibrada.

6/ Fe
y secularidad
Algunas reacciones exageradas por parte de personas con complejo de persecución, obsesionadas por la amenaza del
presunto enemigo, representado por los portavoces de la «laicidad» estatal (confundida con el «laicismo» en sentido
peyorativo), fueron la ocasión y el incentivo para tratar en la tertulia el tema de «fe y secularidad». Tuvimos que debatir
sobre la relación entre la autonomía ética y la vivencia de fe, sobre las respectivas experiencias correspondientes al
fenómeno moral y al religioso. así como sobre la interacción de fe y secularidad. En ese contexto se elaboraron los
materiales, esta vez algo más difíciles, del presente epígrafe. Va incluido aquí por coincidir con el tema de esta segunda
parte, pero habrá quienes lo encuentren más difícil y quizá prefieran dejar su lectura para el final del capítulo octavo.

***
En los comienzos del movimiento bioético, en los años setenta, participaron en los debates bastantes personas
procedentes del ámbito religioso, tanto protestante como católico o judío. Después se insistió en las
características de la bioética como ética civil y secular en un marco pluralista, con la pretensión de lograr un
consenso racional a través del diálogo y el deba-te democrático, respetuoso de la autonomía de las personas.
Más allá de fundamentalismos religiosos o de secularismos a ultranza, hoy se tiende a integrar dos niveles: el
de dialogar en una sociedad pluralista y el de acoger las aportaciones propias de cada tradición cultural o
religiosa. Es necesario un enfoque a la vez religioso y secular en cuestiones bioéticas: es decir, moverse en dos
niveles de argumentación.
Permítaseme poner un ejemplo desde el contexto japonés en el que he vivido tanto tiempo. Cuando los
obispos japoneses publicaron su mensaje de comienzos del milenio acerca de la vida, se dirigieron no sólo a la
minoría católica, sino a cuan-tos hombres y mujeres de buena voluntad se preocupan por el futuro de la
humanidad y de la vida sobre el planeta. Por eso utilizaron un doble enfoque al tratar estas cuestiones de ética de
la vida:

a) ponerse a la escucha del mensaje bíblico;


b) tratar de compartir, más allá de fronteras culturales, una percepción de la dignidad y la solidaridad humanas.

Si se utiliza únicamente el primero de estos dos enfoques (el enfoque «hacia dentro» o ad intra), nos
cenamos las puertas al diálogo. Si se usa únicamente el segundo (el enfoque «hacia fuera» o ad extra), no se
aprovecha la contribución de la identidad cristiana a la comunicación intercultural. En el ca-so de Japón, el
creyente se encuentra con el reto de tener que expresar su fe al mismo tiempo en ambos niveles: identidad y
diálogo; ética de inspiración evangélica y ética civil. Estas notas, que surgieron en ese contexto, se sitúan
también en ambos niveles y tratan de conjugarlos.
Cuando la ética que afronta estas preguntas se elabora y se repiensa en contacto con las tradiciones
religiosas, reviste un aspecto nuevo, tanto en la fundamentación como en la motivación, justamente por estar
animada por las creencias. Pero habrá que evitar la identificación de este enfoque con la posesión indiscutible de
certidumbres absolutas y respuestas automáticamente prefabricadas.
Al remitirse la ética a un texto religioso como, por ejemplo, los evangelios, en busca de orientaciones y
motivaciones, convendría usar la comparación con un faro que señala el ca-mino hacia el puerto, pero no ahorra
el esfuerzo de remar. Otra comparación atinada es la de las raíces. Una ética con arraigo en la religión bebe en
ésta la savia para crecer, pero no obtiene soluciones prefabricadas.
Al inspirarse en textos religiosos, la ética se capacha para proporcionar visión y sentido de la vida,
recuperando así su papel de fomentar la esperanza, en lugar de obsesionarse con la reprensión de la inmoralidad.
Pero entre e] texto inspirador y la situación concreta se coloca la persona creyente, que, inspirada y ayudada por
las orientaciones que de él recibe, cooperará con otras personas –creyentes o no creyentes– en la búsqueda de
soluciones que no están siempre, sin más, dadas de antemano. Creyentes y no creyentes pueden estar de acuerdo
en muchas cuestiones de ética, lo cual no obsta para que el creyente encuentre un refuerzo a sus actitudes éticas
en motivaciones de inspiración bíblica: su fe le ayuda a profundizar la fundamentación de una ética en la que
puede coincidir, a nivel de contenidos concretos, con personas que viven y hablan des-de otras creencias o
cosmovisiones diferentes.

Las éticas expuestas –a veces, por desgracia, más impuestas que propuestas–con exceso de seguridad
fomentan las consiguientes actitudes de fanatismo, exclusivismo, dogmatismo e intolerancia. En el extremo
opuesto, aquella clase de tolerancia que flota a la deriva sobre un mar de total inseguridad conduce al
relativismo y a la falta de ética. En busca precisamente de una vía media, se ha propuesto una «ética en la
incertidumbre», hecha con talante y metodología interrogadores.
Para cocinar bien, como decía santo Tomas, hay que conocer las recetas, pero no basta; hace falta también
haber acumulado experiencias de logros y fallos. Los principios por sí solos, sin la experiencia práctica de
logros y fallos, son como una mera receta no avalada por la práctica. También es muy socorrida la comparación
automovilística. Pisar a fondo el freno en caso de apuro es a veces error de principiantes. En la ética, limitarse al
mero uso del freno provoca el extremo contrario: pisar irresponsablemente el acelerador, con lo cual no se sale
del dilema entre moralismo y permisividad. Necesitamos rapidez de reflejos para combinar el uso del acelerador
y el freno con el manejo del volante, a fin de encontrar soluciones creativas para situaciones inéditas.
Hay quienes se extrañan ante algunas afirmaciones que no les parecen compatibles con la postura que se
supone estaría obligado a mantener un miembro de una facultad de teología católica. Pero habría que decirles
que la cuestión que plantean no es de ética, sino de eclesiología; es decir, de qué concepción se tiene de la
Iglesia y su magisterio. La pregunta es: ¿hasta qué punto se puede disentir dentro de la Iglesia?
Cuando los teólogos tratan temas controvertidos, en los que hay margen para un «disentimiento leal» y una
«fidelidad creativa», al mismo tiempo que respetan las enseñanzas de la Iglesia expresadas a diversos niveles de
autoridad, se esfuerzan también por mantenerse en contacto con las situaciones reales, con lo que está
ocurriendo en la vida cotidiana, así como con las aportaciones de los nuevos datos científicos y del pensamiento
contemporáneo. Los creyentes cristianos, minoría en un contexto secular, necesitan aducir razones con
capacidad de persuasión ante quienes no comparten su misma cosmovisión.
No se trata, por tanto, de dos éticas de contenidos distintos, sino de dos perspectivas de aproximación a la
ética. ¿Hablamos desde una ética religiosa o desde una ética para todas las personas, con independencia de su
religión? Acostumbrado a vivir en un contexto como el de la sociedad japonesa, me inclino a usar a la vez un
enfoque religioso y un enfoque secular al tratar las cuestiones bioéticas. Nos podemos mover en dos niveles de
argumentación. Por ejemplo, hablando a un público cristiano, se puede acentuar con motivaciones bíblicas la
importancia de la protección de la vida humana aun en sus primerísimas etapas. Al tratar ese mismo tema en un
contexto de mera ética civil en una sociedad pluralista, se puede insistir en que incluso quienes no admitan la
presencia de una vida humana individual en esas etapas reconocerán que hay razones de peso para que esas
manipulaciones no se hagan indiscriminada e incontroladamente. Esta reflexión me la he planteado en el
contexto de Japón. En medio de un ambiente de pluralismo, es importante, a la hora de debatir sobre
reproducción asistida o temas similares, evitar el atolladero de centrar el debate en la cuestión del comienzo de
la vida. Sin embargo, incluso quienes no prestarían atención a argumentos apoyados en la protección de la vida
humana desde sus primerísimas etapas reconocen la necesidad de denunciar las ambigüedades de las nuevas
tecnologías, así como el influjo en los debates actuales de muchos intereses político-económicos ocultos.

7 / La ética,
sinfonía incompleta

A menudo se presentó en nuestra tertulia el problema de dos mentalidades contrastantes ante las cuestiones
éticas: una, la que podríamos llamar de «recetas», o «moral prefabricada», una especie de «moral del
semáforo»; otra, más de búsqueda y en camino, una moral de «sinfonía incompleta». Por eso hubo que tratar
sobre la fundamentación de la moral a un nivel tan sencillo como el de los ejemplos recogidos a continuación.

***

La forma en que estamos reflexionando sobre cuestiones morales chocará probablemente con las expectativas de
quienes aguarden respuestas prefabricadas por parte de los profesionales de la ética. Se espera a menudo una
solución automática para muchos planteamientos de dilemas éticos, y se exige a quien tenga acreditación de
moralista que los resuelva. Se suele creer que los estudiosos de la ética son expertos en dar res-puesta a
problemas difíciles, y se espera de ellos «soluciones concretas». «Búsquenlas en la tienda de enfrente», habría
di-cho Unamuno.
El estilo de afrontar las cuestiones éticas que proponemos aquí no confunde lo equivocado, sin más, con lo
irresponsable, ni tiene una única respuesta correcta para cada problema. No estamos en el terreno de las
matemáticas, sino en el de la ética. Una respuesta o una decisión que luego resultan equivoca-das pueden haber
sido moralmente correctas —en el sentido de «responsables»—, debido al modo en que se llegó a ellas. Dos
respuestas, un sí y un no, pueden ser igualmente correctas o in-correctas en el sentido ético, no porque estén o
no equivoca-das, sino según haya sido responsable o irresponsable el pro-ceso de discernimiento que ha
conducido a ellas.
La ética dialogante fomenta la autonomía y el crecimiento auténtico de la persona, en vez de sofocar esa
maduración con una exagerada heteronomía de preceptos. Es una ética más dinámica que estática, más
preocupada por la verdadera felicidad humana que por el mero énfasis en el deber o la obligación. Es una ética
centrada en actitudes básicas ante valores fundamentales, que busca siempre la realización auténtica de nuestras
aspiraciones humanas más hondas. Es también una ética en actitud interrogante, centrada en la pregunta sobre
cómo ser genuinamente humano, más que en el dilema de lo que está prohibido y lo que está permitido.
Esta ética dialogante, creativa e interrogativa se mueve en continua tensión entre las normas o principios
generales y los casos concretos; no se limita meramente a «aplicar normas». Reflexiona sobre los éxitos y
fracasos pasados, individuales y colectivos; trata de pensar por sí misma y juzgar honradamente, no por
obediencia ciega, para poder crear. Una ética así es, además, ecuménica, en el sentido amplio de la palabra, ya
que busca el terreno común en el que podemos converger con otras personas que, aunque no compartan la
misma cosmovisión, sí pueden compartir nuestra preocupación común por el futuro de la humanidad. Por el
contrario, la ética de recetas se centra en normas, reglas o principios aplicados a casos particulares sin
flexibilidad, sin margen para excepciones y sin riesgo: es una ética prefabricada, deductiva y autoritaria.
Cuando expresamos en forma laudatoria nuestra reacción ante un valor ético o nuestra indignación ante su
ausencia o ante la presencia del valor situado en las antípodas, usamos gramaticalmente los signos de
admiración. Una persona se arrojó al agua y, arriesgando su vida, salvó la de una niña pequeña a punto de
ahogarse en el río. La reacción obvia nos lleva a ex-clamar: «¡Qué admirable!». Quizá uno reconoce con
sinceridad que no habría sido capaz de hacer lo mismo. Tampoco podemos imponerlo, sin más, a todo el mundo
como obligación. Pero admiramos la presencia en ese acto de un valor ético que humaniza a quien lo realizó y a
quienes lo valoran positiva-mente. Otro caso opuesto: han violado y asesinado a un menor de edad indefenso,
con la agravante de alevosía. Es natural que brote una reacción indignada, que se formula igualmente con signos
gramaticales de admiración: «¡Qué horroroso!». Al hablar así, estamos expresando nuestra reacción indignada
ante la ausencia de un valor ético o la presencia de un antivalor que deshumaniza a quien lo hizo y, de paso,
repercute también en el conjunto de la sociedad.
O decimos, admirando un valor: «¡Yo también querría ser como esa persona!». No nos sentimos capaces de
hacer lo mismo, pero lo apreciamos y lo desearíamos; o, al menos, desea-riamos que aumentase en el mundo el
número de personas que obran de ese modo. Al hablar así, estamos expresando la ética en clave desiderativa.
Habíamos admirado antes el heroísmo de quien se arrojó al río, diciendo: «¡Qué admirable!». Nos habíamos
indignado, hace un momento, ante un crimen diciendo: «¡Nada puede justificar una acción tan inhumana!».
Tanto esa admiración como esa indignación, expresiones ambas de nuestras reacciones frente a valores o
antivalores, son algo anterior a las formulaciones éticas en términos de imperativos, preceptos, normas o reglas.
Para estas últimas usamos las formulaciones imperativas. Decimos, por ejemplo: «Eso no se debe hacer». En
este caso, estamos expresando la ética en clave de obligación. Pero no podemos olvidar que ésta se basa en los
valores que han provocado antes la atracción admirada o el rechazo indignado.
Se formuló el imperativo «no matarás», basado en la admiración por el valor de la vida y la indignación por
ver cómo es negado. Surgieron luego situaciones que parecían justificar un uso de la fuerza en legítima defensa,
y se planteó la necesidad de matizar y precisar el imperativo. La nueva fórmula es: «No matarás, excepto si...».
Estamos ahora ante una formulación adversativa de la ética que nos sirve para dejar margen a posibles
excepciones en la aplicación de las normas. Pero la vida prosigue, y se suceden nuevas experiencias, dando
lugar a que surjan situaciones de abuso, so pretexto de excepción. Se plantea de nuevo, por tanto, la necesidad
de reformular los principios que regulan la aplicación de las normas. De nuevo nos vemos obligados a matizar y
decimos, por ejemplo: «No matarás, excepto si es en legítima defensa; pero esto último ha de ser a condición de
que..?>. Estamos de nuevo ante una ex-presión adversativa que regula la aplicación concreta de normas y
principios.
Observamos las normas de tráfico referentes, por ejemplo, a la limitación de la velocidad, pero no sólo por
miedo a la multa, sino porque creemos que detrás de dichas normas están los valores; por ejemplo, la protección
de la vida humana. Más aún, por encima de la norma «no matarás» (que pertenecería al enfoque segundo), está
la apreciación del valor de la vida humana (enfoque primero) como admirable, deseable, digna de
salvaguardarse y con exigencia de ser protegida. Acentuar esto lleva a una ética más axiológica que
deontológica y, por consiguiente, más liberadora.
Continuando con la metáfora del tráfico, fijémonos en las señalizaciones: ése sería el papel de las normas y
los principios, cauce para la realización de los valores. Las normas son expresión de los valores. La norma «no
matarás» expresa nuestro respeto por el valor de la dignidad de cada vida humana. Pero surgen conflictos; por
ejemplo, alguien amenazado de muerte se ve obligado a defenderse. Se formula entonces, de un modo
razonable, el principio de legítima defensa. Queda precisada la norma. Aparecen luego situaciones de abuso, y
de nuevo se plantea la reformulación del principio, añadiéndole condiciones; por ejemplo: si puedo defenderme
sin matar a la otra persona, debo evitar la supresión de su vida.
Surgen también situaciones extremas; por ejemplo, cierto grupo piensa que para defenderse conviene matar a
los potenciales agresores e impedir así un posible ataque. Naturalmente, tendremos que oponemos a ese modo
de justificar los medios por los fines, sin respetar la dignidad de las personas. Cuando nos pidan una razón,
repetiremos que «el fin no justifica los medios». Al responder así, ponemos en juego un principio que será en
adelante válido para explicar una norma. Esta norma, a su vez, es cauce para realizar un valor. Si olvidamos esto
último, corremos el peligro de absolutizar normas y principios, sin caer en la cuenta de que éstos están al
servicio de los valores.

Manipular y valorar

Cuando le preguntaban al padre científico de la oveja Dolly en qué fase de sus experimentos de clonación constató que
tendría éxito y por qué, respondió que, incluso después del logro, seguían sin respuesta muchos aspectos del proceso, y que
la investigación permanecía abierta. Pasó, de este modo, la pelota al tejado de la ética.

En efecto, estamos constatando que va en aumento nuestra capacidad de manejar la vida, pero no crece en la misma
proporción el conocimiento sobre lo que estamos haciendo. Dicho de otro modo, tenemos más capacidad de manipular que
de dar razón del resultado.

¿Qué decir, por tanto, de los resultados imprevistos, si pueden poner en peligro la dignidad de las personas o los
equilibrios de los ecosistemas? ¿Es admisible que la valoración ética vaya por detrás de la capacidad de manipulación
tecnológica? ¿Debemos hacer todo lo que podemos hacer?

Desde esta preocupación recogernos en esta Tercera Parte algunos temas relacionados con la introducción ala bioética.

Hoy se hace necesario recuperar la intuición fundamental de los creadores de la bioética en la década de los setenta:
preguntarse, en el contexto de la civilización tecnológica y de la sociedad manipulada mediáticamente, qué es lo que nos
humaniza y lo que nos deshumaniza, plantear el tema de los valores. ¿Hasta dónde, cómo y con qué límites se puede manejar
tecnológicamente todo lo relacionado con la vida humana?

8 / Vida sana
y ética saludable

El testo siguiente sirvió de introducción a un diálogo sobre la situación actual, treinta y cinco años después del
comienzo del movimiento bioético. Queríamos hacer un debate retrospectivo y, a la vez, prospectivo. Es decir,
revisión del pasado y planteamiento de cara al futuro de la bioética.

***

«¿De dónde viene y dónde está la bioética?». Ésta es la pregunta inicial que nos hacemos, para pasar a
continuación a plantear hacia dónde desearíamos que se orientan la bioética de ahora en adelante. Adelantando
una conclusión programática: «Para una vida sana, una ética saludable». Charlando en la cafetería, decía una
alumna del curso sobre bioética: «¿Para qué tanto debate sobre consentimiento informado y autonomía del
paciente, si no se cuestiona a fondo qué pensamos de la salud y de la enfermedad, de la vida y de la muerte?».
Al escucharlo, se me ocurrió comentarle así: «Acabas de plantear en relación con la salud una pregunta que es
verdaderamente saludable. Y conste que no es un juego de palabras».
En efecto, en la etimología indoeuropea, «salud», «saludo» y «salvación» están emparentadas entre sí y con
las nociones de armonía y totalidad. En castellano (del latín salus), se relaciona lo personal de la salud, lo social
del saludo y lo espiritual de la salvación. En inglés, se relacionan el saludo (hello), la salud (health), la totalidad
(whole) y lo sagrado (holy) Buena salud es armonía entre las partes del cuerpo. Al salo damos cordialmente, nos
comunicarnos mutuamente salud y fomentamos una sociedad sana, sin crispaciones. La armonía con el medio
ambiente es parte de una vida sana. Y la armonía con lo sagrado nos libera y salva, dando apoyo último a una vi-
da sana y esperanzada. Por eso, no es un mero juego de palabras propugnar una ética saludable para una vida
sana. De he-cho, se podría resumir en este eslogan la tarea pendiente para el futuro de la bioética.
¿Qué es una vida sana? ¿Cómo curar y cuidar bien a las personas, respetando su dignidad? Llevamos
décadas repitien do estas preguntas. Hoy nos las planteamos desde una situación cada vez con más posibilidades
tecnológicas que hace unos años, pero también con mayores fragilidades y, por tanto, mayores
responsabilidades. Hoy es, ciertamente, mayor la capacidad de intervención humana en el mundo, el entorno y
el cuerpo, mediante diversas tecnologías. Podemos controlar la reproducción, manipular genes, trasplantar
órganos, diagnosti car y prevenir enfermedades, recomponer con habilidad in creíble partes del cuerpo
seriamente dañadas en un accidente o conseguir prolongar el mantenimiento de las constantes vitales en
situación terminal hasta extremos que parecen desproporcionados. Pero el aumento de conocimiento y de
control sobre la vida lleva consigo bastantes ambigüedades: ¿Se usarán los recursos tecnológicos en favor de las
personas o contra ellas? Avanzamos con celeridad, pero ¿hacia dónde? El piloto dice por los altavoces: «Buena
noticia para los pasajeros: vamos a doble velocidad de la prevista». Y añade. «Mala noticia: se estropeó la
computadora y hemos perdido el rumbo».
La bioética, en tres décadas y media, ha confrontado nueos desarrollos de biomedicina y biotecnologías.
Pero «desarrollos» no equivale a «adelantos». Pueden significar, según el uso, progreso o retroceso. Por eso hay
que seguir repitiendo las preguntas éticas: ¿Debemos hacer todo lo que podemos hacer? ¿Vale por sí sola
cualquier solución técnica de un problema humano para tratar el aspecto humano del problema? ¿Hacen la vida
más sana las tecnologías de la salud?
Ahora bien, ¿con qué clase de ética vamos a abordar esas preguntas? Hay dos maneras de entender la ética:

a) como conjunto de recetas o máquina expendedora automática: se introducen datos, y salen respuestas sobre lo
prohibido y permitido;
b) como faro o reflector que señala el puerto y orienta en el camino, pero no nos ahorra remar por nuestra cuenta
y riesgo, ni elimina la oscuridad en tomo al barco. Esta última es una ética de búsqueda e interrogación, de
orientaciones en vez de soluciones prefabricadas. Es una ética de actitudes ante valores y capacidad de afrontar,
a la luz de unos criterios, situaciones inéditas que piden soluciones inusitadas. En vez de limitarse a mandar o
prohibir, ilumina, orienta y anima para que sigamos buscando qué es lo que nos humaniza.

Dicho con la comparación automovilística, pisar el freno en caso de apuro es error de principiantes. Pero
acelerar despreocupadamente es irresponsable. La prudencia maneja el volante y el cambio de marchas,
conjugados con el freno y el acelerador. Santo Tomás comparaba la ética con el arte de cocinar. Los principios,
por sí solos, son como las recetas de cocina. Se requiere experiencia de logros y fallos. En vez de recetas
prefabricadas, la experiencia se conjuga con la originalidad. Así es la ética saludable, la que necesitamos hoy.

La bioética surgió ante dos hechos principales:


a) la transformación de ciencias y tecnologías que mane-jan la vida;
b) la repercusión de estas intervenciones en las personas y en la sociedad.

De ahí la pregunta anteriormente formulada: ¿es responsable hacer todo cuanto es técnicamente posible
hacer?
La bioética no nació como una moda, sino como una necesidad. Más tarde, convertida en disciplina e
institución, ha llegado al estado que el bioeticista Mailaender describe diciendo que «la bioética perdió su
alma». ¿Dónde está hoy la bioética? En la encrucijada de dos urgencias:

a) en primer lugar, hay que revisar el manejo de la vida, tanto en medicina como en industria, en biología y en
ecología, en intervenciones sobre el cuerpo humano o sobre el entorno...; en suma, proteger una vida sana;

b) en segundo lugar, hay que revisar la ética: una ética saludable para una vida sana.

«Hay que conjugar ciencias y valores humanos», decía en 1971 el oncólogo Potter, en su libro pionero,
Bioética, puente hacia el futuro. Hay que unir arte médica y humanidad, decía el ginecólogo Hellegers. Pero
desde el primer bebé por fecundación in vitro, en 1978, hasta los debates sobre clonación a partir de 1998, la
velocidad de descubrimientos y aplicaciones ha dejado atrás el paso de caracol de la revisión ética. Potter
hablaba de un puente entre tecnociencia y valores; un puente de cara al futuro de lo humano y de la vida, cuya
construcción es tarea pendiente.
Es fácil trasmitir la tecnología más allá de las fronteras regionales y culturales; pero es difícil dialogar sobre
valores. Hoy la bioética tiene como tarea pendiente la inter-culturalidad.
Es fácil hablar de supervivencia, de manejo de la enfermedad, del hambre o de la demografía, o de cuidar el
medio ambiente. Pero es difícil dilucidar qué es la vida o cuál es su sentido. ¿Significa algo para nosotros la
Vida con mayúscula que origina, sostiene y desborda lo humano y el ambiente? Es fácil debatir sobre aspectos
clínicos y jurídicos de tratamientos médicos al comienzo o al fin de la vida; pero es difícil afrontar las cuestiones
acerca de cómo percibimos la enfermedad y la salud, la vida y la muerte. Hoy la bioética tiene como tarea
pendiente la integración de las tradiciones de espiritualidad con las ciencias: hacerse más inter-religiosa o,
mejor aún, más inter-cosmovisiona1.
Es más fácil institucionalizar la bioética, convirtiéndola en una disciplina. Treinta y cinco años después de
Potter, nos abruman las bibliografías, bases de datos, cursos, titulaciones, congresos, fundaciones, centros e
institutos; se han multiplica-do las normativas y legislaciones; proliferaron las resoluciones de comités y la
jurisprudencia sobre casos paradigmáticos. La bioética, al pasar de movimiento a disciplina, se hace cada vez
más técnica, burocrática e institucionalizada. Son logros y ayudas imprescindibles. Pero se pierde de vista el
horizonte, y no estamos seguros del suelo que pisamos. Hoy la bioética necesita recuperar su vocación de
puente: hacerse más interdisciplinar.
Estas tres palabras con el prefijo «inter» sirven para resumir la propuesta sobre el futuro de la bioética: que
recupere su vocación de puente y se haga más intercultural, más intercosmovisional y más interdisciplinar. Que
aprenda de la antropología, para hacerse más intercultural. Que aprenda de las tradiciones de espiritualidad, para
hacerse más intercosmovisional e interreligiosa. Y que aprenda de la hermenéutica, para hacer-se más
interdisciplinar. Es un triple programa para una ética con mayor amplitud de miras (a eso conduce la
comunicación intercultural), con raíces más profundas (ahí está la aportación de la espiritualidad interreligiosa e
intercosmovisional) y con mayor capacidad de deshacer malentendidos (en eso consiste básicamente la
hermenéutica, con su actitud interdisciplinar). Si la bioética se renueva así, tendremos una ética de la vida más
saludable, para una sociedad sana.
Lo he dicho –hay que reconocerlo– con una terminología un tanto pedante, usando términos tan complicados
como «interculturalidad», «intercosmovisonalidad» e «interdisciplinariedad». Formulado en lenguaje más
corriente, se podría pedir a la ética que cultive las tres características siguientes:

a) que se haga más viajera;


b) que se haga más sapiencial;
c) que practique más el arte de traducir.

Una ética más viajera aprende de la antropología cultural la lección del pluralismo.
Una ética más sapiencial aprende de las tradiciones de la espiritualidad la gratitud responsable ante la vida e
invita a los humanos a vivificarse mutuamente.
Una ética con vocación de traductora aprende de la hermenéutica el arte de deshacer malentendidos: mediar,
reconciliar, intercambiar y comunicar.
Hasta aquí hemos visto, de un modo sencillo, la trayectoria de la bioética: de dónde viene, dónde está y hacia
dónde sería deseable que se orientase (hacia una ética saludable para una vida sana). A continuación, veamos
tres ejemplos que sir-ven de modelo para poner en práctica el estilo de pensar que se expresa en la metáfora del
puente o en el prefijo córner»: un vaivén entre dos mundos que nos lleva a una continua transformación mutua
de las respectivas identidades a través de la dinámica del diálogo; se va avanzando así hacia un punto de vista
más alto (relación intercultural), más profundo (raíces sapienciales) y más ancho (ejercicio hermenéutico de
traducir y dialogar).

Lo artificialmente natural

Comenzaré con un ejemplo tomado de dos debates ya supera-dos hace más de veinte años. A comienzos de
la década de los setenta, corría mucha tinta en revistas occidentales de ética y de teología sobre la polémica en
tomo a los anticonceptivos. A finales de dicha década, tras el nacimiento en 1978 de la primera criatura
concebida por fecundación in vitro, se discutía mucho sobre la valoración ética de las nuevas tecnologías de
reproducción aplicadas a la procreación humana. Estas dos polémicas las seguí a distancia y desde un contexto
muy distinto del europeo. Precisamente a comienzos de los setenta, me ocupaba yo de traducir al castellano una
obra del filósofo japonés Watsuji, que reflexiona sobre el tema de lo natural y lo artificial y sobre las
intervenciones da la mano humana para modificar lo natural. A finales de los setenta, me ocupaba de dialogar
con bioeticistas japoneses sobre este mismo tema y sobre la aplicación a la ecoética de los criterios propuestos
por dicho pensador japonés. En ese contexto me resultaban extrañas las discusiones occidentales, tanto en el
caso de las reacciones exageradas de la teología romana a propósito de los anticonceptivos como en el caso de
las primeras reacciones, igual-mente exageradas, ante la fecundación in vitro. En los debates europeos o
norteamericanos era frecuente encontrar dos extremismos enfrentados: quienes se oponían a ultranza a las
intervenciones calificadas de «artificiales», confundiendo lo artificial con lo antinatural, y quienes, por otro
lado, se limitaban a ver en cada nueva solución tecnológica una panacea que eximía de atender a los aspectos
humanos, psicológicos, cultura-les, socio-económicos o socio-políticos de los problemas.
Frente a esos extremismos, el pensador japonés me sugería un enfoque alternativo: su concepción de lo
artificialmente natural. Tetsuró WATSUn (1889-1960), en su Antropología del paisaje (Fûdo, 1929) habla de la
intervención de la mano humana para mejorar lo natural sin destruirlo. La jardinería japonesa conjuga lo natural
y lo artificial. No se puede decir que, a diferencia del jardín occidental, más artificial, el jardín japonés sea
simplemente natural. Hay también intervención artificial de la mano humana en el jardín japonés para modificar
la naturaleza, pero sin destruirla: ese jardín es «artificialmente natural». Watsuji relaciona la tradición oriental de
reverencia por la naturaleza con el modo de manipularla en las recientes biotecnologías. Si la intervención de la
mano humana en la naturaleza se acomoda a ella, es prolongación de lo que la misma naturaleza está pidiendo
desde dentro de sí misma. He aquí una aportación desde la estética para enfocar los temas bioéticos y ecoéticos.
Aplicando este criterio al debate de los anticonceptivos, resulta obvio que lo artificial no equivale a lo
antinatural. Aplicado al debate sobre la procreación humana asistida, se evitan dos extremos: ni oponerse a ella,
como si fuera antinatural, ni limitarse a aplicar técnicas sin tener en cuenta a las personas. Es de sentido común;
pero, por lo que percibo recientemente al regresar a mi país, todavía hay malentendidos sobre estos temas treinta
años después. Por ejemplo, el ridículo pseudoproblema de las discusiones periodísticas en tomo al uso
profiláctico de los preservativos. Me confirmo en la pro-puesta de que la ética se haga un poco más viajera, para
abrir-se a otros aires y horizontes más amplios.

La Vida, con mayúscula

Otro ejemplo, tomado de la carta pastoral sobre la vida, publicada a comienzos del milenio por los obispos
japoneses, en cuyo equipo redactor participé durante dos años. Completo ya el índice, el obispo responsable
preguntó: «Ya tenemos la lista de cuestiones sobre la vida a las que dirigir nuestra mirada. ¿Qué título le
ponemos? ¿Qué palabra emplearnos en japonés para designar "vida" y "mirada"?». Y se desencadenó un debate
larguísimo. porque «vida» y «mirada» se pueden expresar con ideogramas variados.
La cuádruple mirada (biológica, psicológica, sociológica y religiosa) sobre la vida, reflejada en dicha carta
pastoral, acentúa un enfoque multidisciplinar, que incluye la perspectiva religiosa. Hay varias palabras japonesas
equivalentes a vida en castellano, vita en latín o life en inglés: la vida biológica (seimei); la biográfica o
psicológica (jinsei); la de las relaciones sociales (seikatsu); la de la edad cumplida (jurnvó); y, final-mente, la
Vida, con mayúscula (inochi), término usado en las religiones. Esta última palabra es la que aparece en el título
de la carta pastoral.
En cuanto a la «mirada», también el verbo «ver» se puede escribir en japonés con ideogramas diferentes,
según se refiera a la mirada curiosa de un reportero fotográfico, al examen para un diagnóstico médico, a la
observación del investigador ante el microscopio o a la mirada cálida y acogedora de una madre que abraza por
primera vez a la criatura recién nacida. Este último término fue elegido por los obispos japoneses, que
emplearon la palabra manazashi para el título de su carta, Mirada sobre la Vida, porque querían hacer suya la
«perspectiva de Dios sobre la vida humana». Un estilo así amplía y profundiza los debates bioéticos. Invita a
una ética sapiencial.

Como un ejemplo más de estilo sapiencial, les leo la carta de un amigo monje budista:

«Paseo -dice— al amanecer de un día de buen clima. Me de-jo acariciar por la brisa, saboreo la experiencia de estar vivo,
sentir palpitar mi vida. Y pienso: ¡Vivir: qué maravilla y qué enigma! Interrumpo el paseo. Me paro en silencio a saborear
esta vivencia. Estoy vivo, pero mi vida me desborda: no es sólo mía, ni la controlo. ¡Vivir es ser vivificado por la Vida que
nos hace vivir! Sigo paseando. Compro el periódico. Titulares de muerte me desazonan: atentados, asesinatos, guerras,
maltratos, hambre, manipulaciones, torturas... Me pregunto: ¿Cómo construir una humanidad en que nos hagamos vivir
mutuamente, en vez de destruirse cada persona a sí misma, a sus semejantes y al entorno? ¿Cómo recuperar la experiencia de
vivir, la gratitud por estar siendo vivificados, la responsabilidad de vivificarnos mutuamente'?».

Al leer esta meditación de un budista sobre la vida, me pregunto: ¿no se resumirá en estas tres tareas toda la
ética de la vida? Cuando los maestros budistas de espiritualidad hablan sobre la vida, hay tres temas recurrentes:

a) percatarse de que está uno vivo;


b) agradecer que, si vivimos, es porque estamos siendo vivificados por una vida que nos desborda;
c) vivificarnos mutuamente.

A este estilo de reflexión sapiencia) me refería antes, al decir que la espiritualidad tiene mucho que aportar a
la ética.

Debates en torno a la vida naciente


Los debates en tomo a la regulación legislativa sobre las técnicas de clonación y la manipulación de embriones
pre-implantatorios han constituido una encrucijada importante para el tráfico interdisciplinar entre ciencias,
filosofías, éticas y religiones. Fue aleccionadora la manera de llevarse en Japón es-te debate. Lo presentaré aquí
como ejemplo de debate interdisciplinar que, en lugar de polarizarse en extremismos. busca enfoques
alternativos. Eso es lo que me he referido antes al hablar de una ética con vocación de traductora, de hermeneuta
o disipadora de malentendidos.
En otoño de 2000 se aprobó en Japón la ley que prohibe la clonación reproductiva. Esta ley formula reservas
sobre la manipulación del comienzo de la vida, a la vez que abre la puerta a una manipulación responsablemente
controlada. Hay un detalle lingüístico interesante en la redacción de la ley y de las directivas para su aplicación.
Cuando se estaba discutiendo el proyecto de ley, se planteó la pregunta: ¿cómo debe entender-se la dignidad
personal (dignidad del hito, escrito con ideograma)? ¿Tiene dignidad humana (también con ideograma) el
embrión humano pre-implantatorio (embrión de hito, con escritura fonética)? El comité respondió diciendo que
prescindiría de la expresión «dignidad personal» (hito, con ideograma) al hablar del embrión pre-implantatorio,
sustituyéndola por la expresión «no perder el debido sentido de respeto hacia el germen de vida humana».
Distinguía así entre la exigencia de cierto respeto que nos pide el «germen de vida humana» (el embrión pre-
implantatorio) y la exigencia fuerte de respeto a la dignidad de un ser humano ya constituido, como es el caso
del feto. Para referirse a dicho «germen de vida» hay un término japonés muy rico, houga, compuesto por los
caracteres chino japoneses de «brote» y «germen», que ha sido el utilizado para referirse en la legislación
nipona al respeto exigido por la vida germinal correspondiente a la etapa del embrión pre-implantatorio. El uso
de la expresión japonesa «germen de vida» (seimel no houga) facilita la distinción entre el respeto debido al
embrión pre-implantatorio, como «germen de vida» orientado a la formación de un ser humano, y el respeto
exigido por el feto humano, cuya dignidad personal se afirma por primera vez de un modo explícito en la
legislación japonesa, al apoyarse en esta noción para prohibir el uso de técnicas de cío-nación con finalidad de
reproducción humana.
Estas afirmaciones imprecisas, como el difícil equilibrio de la ley japonesa, son una muestra de esa tradición
oriental de vía media, que evita los extremos al precio de parecer poco clara para algunos puntos de vista, y
contemporizadora para otros

9 / La bioética,
¿moda o necesidad?

La incorporación a la tertulia de personas para quienes la misma palabra «bioética» era una novedad, con la
que no estaban familiarizadas, dio lugar a la distribución de materiales de introducción como los que se
recogen en este capítulo.

***
El ser humano es un «animal vulnerable»: capaz de destruirse a sí mismo, a sus congéneres y su entorno. La
ciencia y la tecnología le permiten conocer y controlar el mundo, pero no acaba de saber cómo humanizarlo.
Puede manejar la energía nuclear, controlar el comportamiento neurológico, desarrollar tecnologías médicas
para la reproducción asistida e influir en la herencia mediante la ingeniería genética. Hoy se puede manipular
más la vida, para bien o para mal. Junto a estas nuevas capacidades y posibilidades, aparecen nuevas
limitaciones y mayores responsabilidades: el futuro de la vida está en nuestras manos. Este es el planteamiento
fundamental de la Bioética.
Con los avances de la técnica, cambia el estilo de vida y la comunicación, los modos de comprender,
fabricar, usar, intercambiar, compartir o contemplar. Con las nuevas tecnologías, cada vez desempeña un papel
mayor la intervención humana en el mundo, en el entorno y en el cuerpo humano. Aumentan, por consiguiente,
las opciones morales.
La bioética afronta los problemas morales planteados por el desarrollo de la biología y la biotecnología. La
humanidad puede mejorar la calidad del vivir, pero la vida está amenazada. Se plantean problemas de protección
del comienzo y final de la vida humana (manipulaciones genéticas), nuevas técnicas de reproducción,
diagnóstico prenatal, trasplantes de órganos, eutanasia, prolongación artificial de la agonía...); problemas en
tomo a la salud y enfermedad (derechos del paciente, relación médico-enfermo, experimentación con seres
humanos...); y problemas de protección del entorno ecológico.
Todos estos problemas tienen dos caras: el aspecto técnico y el aspecto humano. Los problemas suscitados
por las nuevas técnicas de reproducción asistida o por los medios de prolongación artificial de la vida, o por las
aplicaciones terapéuticas de las manipulaciones genéticas, son tratados por los científicos, juristas, políticos y
economistas. Pero el aspecto humano de estos problemas puede y debe ser discutido por la opinión pública, en
vez de abandonarse en manos de los «especialistas». Ante las manipulaciones genéticas, diversos grupos
muestran intereses: investigadores, tecnólogos, personal sanitario, educadores, empresas, medios de
comunicación, voluntariados, asistentes sociales e incluso fabricantes y exportado-res de armas.
Desde una preocupación por el futuro de la humanidad, habrá que tratar estos temas sin reducirse a los
intereses exclusivos de un grupo. Y habrá que incorporar la aportación de filosofías, éticas y religiones. Así
entendida, la bioética es tarea de educación, ha de plantear interrogantes antropológicos básicos: ¿qué es la
salud y la enfermedad?; ¿cuál es el valor y el sentido de la vida y de la muerte?; ¿cuál es la manera humana de
nacer y crecer, vivir, enfermar o morir?; ¿cómo usar la tecnología al servicio de la humanidad y evitar que la
especie humana se autodestruya?; ¿qué tratamiento médico es el que respeta la dignidad de la persona humana?;
¿qué significan para la persona human el dolor, la sexualidad, la edad o la relación con la naturaleza?... Seguir a
toda velocidad en el camino de las aplicaciones tecnológicas, mientras dejamos sin plantear estas preguntas,
sería tan suicida como pisar el acelerador después de haber perdido el control de la dirección del vehículo.
La ética médica tradicional aplicaba de modo particular los códigos de moral profesional a nivel individual.
En la bioética se ven implicadas la política, la economía, el derecho, la cultura, la teología... Ya no es sólo un
problema entre médico y paciente; ahora, la sociedad está más implicada que antes. No podemos separar moral
de la vida y moral social.

La bioética como movimiento

El término «bio-ética» adquiere carta de ciudadanía académica con la obra de Van R. Potter, Bioética: puente
hacia el futuro (1971). Hay que relacionar –decía– hechos biológicos y valores humanos, construir un puente
entre la cultura de las ciencias y la de las humanidades. Las discusiones de los años sesenta y setenta sobre
experimentación con sujetos humanos y las declaraciones de la Asociación Médica mundial en Ginebra (1961),
Helsinki (1964) y Tokyo (1975) confluyeron en los replanteamientos de la ética biomédica, los derechos de los
enfermos, la bioética y la ecoética.
A partir de los setenta, diversas preocupaciones por el futuro de la vida convergen en el fomento del
movimiento bioético: el desarrollo de la biología molecular y, más tarde, de la ingeniería genética; más
recientemente, la informatización del Proyecto Genoma Humano; la toma de conciencia del problema ecológico
(desde el Informe del Club de Roma en 1972, The Limits of Growth, hasta la Declaración de la Comisión de
Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, Our Common Future, en 1987); la reacción contra el
paternalismo médico tradicional y la toma de conciencia de la autonomía del paciente, alentadas por los
movimientos de reivindicación de derechos humanos por parte de los consumidores, de las mujeres, de las
personas discapacitadas o de otros sectores socia-les discriminados; la escalada progresiva de tecnologización de
los cuidados sanitarios y la medicalización e institucionalización del nacer y el morir; la globalización de la
economía; las maneras de gestionar la política sanitaria por parte de los gobiernos; etcétera.
La bioética ha fomentado así una revisión de la ética en el contexto de los avances biomédicos y
biotecnológicos. Ya no se pueden separar ética de la vida y ética social. Según la antigua tradición de la
medicina china, hay tres clases de médicos: los de tercera categoría solamente curan enfermedades; los de
segunda categoría, además de curar enfermedades, sanan a los enfermos; los de primera categoría, además de
curar enfermedades y sanar enfermos, proporcionan la cura que necesita el país.
Creo que nos hace falta esta sabiduría china ancestral para intentar, mediante la educación, la terapia cultural
que requieren las patologías de nuestra sociedad tecnológica.

10 / Autonomía ética
y creencias

Si el capítulo anterior ha resultado demasiado fácil, casi como una clase introductoria, sobre todo para
algunas personas más familiarizadas con el tema, este capítulo décimo parecerá más bien difícil y abstracto.
Dejando a discreción de los lectores saltarse su lectura o diferirla hasta acabar de leer el resto del libro,
optamos por incluirlo aquí como remate tras los nueve capítulos precedentes, antes de entrar en las cuestiones
particulares de los siguientes capítulos.
***

«Autonomía» es una palabra que está apareciendo continuamente en los debates de bioética. Merece la pena
revisar los debates que han tenido lugar dentro de la teología católica acerca de esta noción. Para situar el
escenario de los debates en torno a la autonomía con el debido telón de fondo, hay que recordar el ambiente
teológico de las décadas de los sesenta y setenta. Tras el Concilio Vaticano n (1962-1965), se da luz verde a la
renovación de la teología moral, que se venía exigiendo desde comienzos del siglo XIX. En seguida se produce
la reacción de marcha atrás por parte de los teólogos más conservadores. Se plantea entonces la pregunta:
¿dónde está lo específico, único, distintivo del enfoque cristiano de la moralidad? Ya a finales de los sesenta se
preguntaban algunos conocidos teólogos morales por lo propio de una ética cristiana.
En 1971 se publica una obra fundamental del teólogo alemán A. Auer: Autonomía moral y fe cristiana. Se
agudizan los debates en la segunda mitad de los setenta. El debate ha seguido agudizándose al enconarse la línea
de los que propugnaban de manera extremista la llamada «moral de la fe». Otros auto-res han sugerido cambiar
el planteamiento e insisten en lo que hay de falso problema y de malentendidos en este debate. Es muy
iluminadora la obra de E. Gaziaux, L'autonomie en morales au croissement de la philosophie et de la théologie
(Leuven University Press, 1998), cuya propuesta se resume en la cuádruple comprensión de lo que él llama una
autonomía con cuatro características:

a) creada;
b) votada;
c) vulnerada;
d) sanada.

A veces, dice este autor, se tiende a identificar heteronomía con «lo que viene completamente desde fuera»,
y teonomía con «lo que viene completamente desde arriba, desde una divinidad que ordenaría dictatorialmente».
La teología moral católica tenía una tradición de ley no escrita, de ley natural. Según se interprete esa
tradición de una manera o de otra, puede dar lugar a posturas muy abiertas al diálogo o a su rechazo. Si se junta
la preocupación excesiva por la identidad en épocas o situaciones en que ésta peligra o es cuestionada, no es
extraño que surjan los exclusivismos, así como los intervencionismos exagerados por parte de autoridades que
se arrogan el monopolio de la moralidad y se creen en la obligación de decirle a la sociedad civil cómo hay que
interpretar la moralidad natural.
Otra observación que me parece importante nos viene del campo de la psicología. La afirmación de la
identidad no tiene por qué ir pareja con el exclusivismo; pero observan los psicólogos que el miedo a perder la
identidad desencadena agresividades exclusivistas (la publicidad turística decía, hace años, que Spain is
different...). Hay épocas de obsesión con la unicidad y lo exclusivo de la identidad, de lo que se hace un mito.
Pero podemos reconocer algunas características, sin que tengan por qué ser exclusivas de una determinada
moralidad; por ejemplo, el tema del perdón y el orar por los enemigos, en el sermón del monte (Mt 5-7). No se
negará que es algo típico o característico de la moralidad que se inspira en el comportamiento y la enseñanza de
Jesús. El que encontremos una invitación semejante en la exhortación de un budista o de un jai-Dista o de un
creyente israelita o islámico, no disminuye en lo más mínimo el hecho de que ese estilo de vida del sermón del
monte es un rasgo distintivo de la identidad cristiana.
Otro malentendido que ha complicado mucho el debate ha sido la insistencia en oponer una moralidad
autónoma a una moralidad cristiana. Al insistirse en la oposición entre moral autónoma y fe cristiana, se produce
la impresión de que se trata de un conflicto entre una moralidad basada en la razón y otra dependiente de la fe.
Si a esto se añade la impresión de que la primera es autónoma y la segunda heterónoma, aún se acrecienta el
malentendido. Se está produciendo la impresión de que, si una moral está situada en un horizonte de fe, tiene
que ser necesariamente heterónoma, dependiente o, peor aún, esclavizada por una dependencia infantil con
relación a la autoridad. Hay que evitar esta dicotomía entre una fe heterónoma y una razón autónoma.
En definitiva, más que un debate entre autonomías y heteronomías, el problema son las diferentes maneras
de entender la autonomía. Habría que preguntar: ¿qué clase de autonomía y de moralidad surge en el seno de
comunidades configuradas por la fe?
Es curioso, por otra parte, que quienes insisten en preservar la especificidad, lo mismo que quienes la niegan,
conectan respectivamente con dos tradiciones cristianas complementarias. Quienes afirman la especificidad
conectan con la tradición del carácter cristiano de la moralidad en contexto de fe. Quienes niegan la
especificidad conectan con el carácter secular de la moralidad cristiana, afirmado por la tradición de la ley
natural.
Fijémonos, para aclarar ideas, en el sermón del monte. La moralidad del sermón del monte no se opone a la
genuina moralidad humana, sino a lo inhumano del egoísmo, al olvido de lo humano por los humanos. No es
moral inhumana o superhumana, sino ayudar a que los humanos descubran lo humano olvidado. No se debe ver
el sermón del monte como una añadidura, algo sobrehumano que se añadiría a lo humano, sino más bien como
un descubrir lo que nos humaniza más. La fe ayuda a descubrir y realizar desde dentro lo que, en vez negar
nuestra autonomía, la ayuda a realizarse.
El autor citado antes señala cuatro características de la autonomía integrada en la fe:

Autonomía creada: el conocimiento de las normas es autónomo. Somos creatividad creada. La ética
autónoma no recibe influencias exteriores en su búsqueda, pero desde una perspectiva cristiana esa búsqueda se
percibe animada por el Espíritu desde dentro.

Autonomía vocada: somos imago Dei, por lo que estamos llamados a ser semejantes a Dios; pero no lo
lograremos si no ponemos en juego la autonomía. El ser humano tiene una capacidad, otorgada por el Creador,
de ser creador de sí mismo.

Autonomía vulnerada: el mal afecta a toda acción humana. Pecado es autotraición y alienación, desperdiciar
ocasiones de florecimiento; es la autonomía destruyéndose y esclavizándose a sí misma. El perdón es donación
de futuro.

Autonomía liberada: la fe significa algo para la historia humana de la libertad. Nos invita a ver de otra
manera la autonomía: confirmada y restaurada. La fe libera la autonomía que se había hecho esclava de sí
misma.

***

NOTA: Cuando tratamos el tema anterior en la tertulia, manejamos y comentamos los textos bíblicos siguientes:

Mc 7,20-21: Lo que sale de dentro es lo que contamina. Giro de la exterioridad a la interioridad, de la


heteronomía a la autonomía.

Jn 4,22-24: La auténtica adoración, en Espíritu y en Ver-dad. Lo que sustituye al nacionalismo del templo y la
institución judía es la nueva comunidad humana.

Hch 24,14: «Conforme al Camino que ellos (los de la institución) llaman secta». Frente a la oposición entre la
heteronomía de la institución y la estrechez de la secta, la dinámica del Camino va más allá de
autonomías, heteronomías e incluso teonomías.

Rm 2,14: Éste es el texto tan citado sobre autos y nomos: «ser ley para sí mismo».

1
IV

Engendrar y Procrear

Cuando se publicó la primera edición de la Enciclopedia de Bioética (Encyclopedia of Bioethics, ed. by Warren T. Reich,
University of Georgetown, New York 1978), una de sus entradas se titulaba «Reproductiva technologies». En los años
siguientes se comenzó a sentir la necesidad de distinguir entre la reproducción en otras especies y lo característico de la
reproducción humana. Empezó a hablarse de reproducción asistida artificialmente. Pero tampoco este término estaba exento
de problemas. Podía producirse la impresión de que, en sustitución de la reproducción natural, se recurría a la tecnología
como sustitutivo.

En realidad, la tecnología se limita a suplir las insuficiencias de una parte del proceso natural. En Francia se acuñó un
término mejor: procreación médicamente asistida, hasta el punto de que se ha hecho corriente la abreviatura PMA.

Precisamente esta conjunción de lo biológico, lo técnico y lo humano afecta a los problemas de los próximos capítulos,
relacionados con la reproducción y la sexualidad humanas.

¿Cómo aguardamos, recibimos y acompañamos, a nivel individual, familiar y social, la venida al mundo de cada nueva
vida humana?

Si el nacer es un proceso y no un simple acontecimiento instantáneo, deberíamos plantearnos cómo proteger entre toda la
sociedad ese proceso, para poder dar la bienvenida humanamente a cada nuevo ser humano. Ese es el aspecto positivo y
principal que preside, acompaña y sigue a cada uno de los cuestionamientos éticos particulares de los capítulos siguientes.

11 / Hacer los hijos


que Dios nos da

Con ocasión de la lectura en común del documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre las
nuevas técnicas de reproducción (Donum vitae, 1987), se tuvo un deba-te en nuestra tertulia sobre dicho texto.
Las líneas siguientes recogen parte de la introducción a dicho debate, así como algunas ideas del resumen
final.

***
Un grupo de problemas que han suscitado controversias dentro de la Iglesia desde la década de los ochenta gira
en torno a la reproducción asistida. Desde 1978 se presentan dos posturas extremas: la de quienes la consideran
una solución feliz para la esterilidad y la de quienes ven en ella un atentado contra la naturaleza humana. Hoy se
ven más las luces y las sombras. Por un lado, entre los mismos científicos surgen cuestionamientos. Preocupa
que las nuevas técnicas se extralimiten más allá de las terapias de esterilidad, yendo más lejos con intentos y
experimentos irresponsables como, por ejemplo, la fusión de especie humana y animal, o la reproducción de
seres humanos mediante donación. ¿Vamos a recibir al niño que nace como un don o como un producto
fabricado? ¿Vamos a decidir sobre el patrimonio genético de la humanidad y determinar quién debe vivir y
quién debe perecer?
Los debates se centraban, a comienzos de los años ochenta, en los dos extremos aludidos: quienes se oponían
a toda intervención tecnológica, por considerarla en contra del curso biológico o providencial de la llamada
naturaleza, y quienes veían en las nuevas tecnologías reproductivas la panacea, sin más, para toda clase de
esterilidad. Posteriormente, pasaron a primer plano otros debates: la selección del sexo, la maternidad
subrogada, la congelación de embriones y la experimentación con los mismos, etcétera.
Lo que se hace fuera del marco de la finalidad terapéutica da lugar, obviamente, a mayores cuestionamientos
éticos que lo que se lleva a cabo dentro de ese marco. Y, dentro lo que se ha-ce en el marco de lo terapéutico,
son más fácilmente aceptables las aplicaciones de las tecnologías reproductivas dentro de la pareja progenitora,
mientras que presentan más interrogantes las que incluyen a terceras personas. Dentro de éstas, también se
puede observar una gradación: presenta más problemas la maternidad subrogada que la simple donación de
gametos.
Tan exagerado e inexacto sería decir que «fabricamos los hijos a fuerza de brazos» como decir que
«cruzados de brazos, esperamos a que se nos den como un regalo». Lo adecuado se-ría decir que acogemos
como un don los hijos que procreamos. Procrear es, precisamente, cooperar a crear: participar activa-mente, a la
vez que se recibe como don el fruto de esa creatividad. Ni todo lo llamado «artificial» es por ello mismo
rechazable, ni todo lo llamado «natural» es, sin más, recomen-dable en todos los casos; tanto lo uno como lo
otro puede ser éticamente aceptable, si su uso es responsable y digno. No son rechazables, sin más, las
intervenciones humanas artificiales en el curso de la naturaleza, ni tiene por qué ser antinatural todo lo artificial;
al contrario, es misión encomendada al ser humano el intervenir artificialmente en la naturaleza, con tal de que
lo haga responsablemente. Hoy nadie diría, como hace siglos, que no se modifique artificialmente el cauce
natural de un río. Lo que sí diríamos es que se haga con responsabilidad y protegiendo el entorno ecológico.
La conflictividad de estos debates ha aumentado, a causa del énfasis en el derecho de los progenitores a
procrear, frente a los interrogantes que se plantean desde el punto de vista de losfuturos derechos de la criatura
que nacerá: exigencia de venir al mundo en un marco adecuado para crecer personalmente. Pero sería estéril
reducir el debate ético a una lista de afirmaciones o negaciones de cada técnica o método determinado, en virtud
de unas normas o principios presupuestos. Más radical parece un cuestionamiento ético que haga preguntas
como las siguientes: ¿no estaremos dando más importancia a lo que podemos hacer que al sentido con que lo
hacemos?; ¿no estará pesando demasiado en nuestras actitudes la tendencia a satisfacer deseos, re-clamar
derechos y fabricar productos, impidiéndonos percibir a la criatura que va a nacer como un don que se acoge?
Son significativas las palabras de Jacques Testan, autor de la obra El embrión transparente y responsable de
la primera fecundación in vitro francesa: «Yo, que soy un investigador de procreación asistida, dice, he decidido
hacer un alto en el ca-mino. No para detener la investigación que nos ayude a mejorar lo que ya estamos
haciendo, sino para poner un freno a aquella investigación que lleve a cabo un cambio radical de la persona
humana, allí donde la medicina procreativa conecta con la predictiva». Más de dos décadas y media después del
nacimiento de Louise Brown, la primera criatura que vino al mundo mediante fecundación in vitro, esta
tecnología reproductiva corre el peligro de convertirse, más allá de un mero procedimiento para superar la
esterilidad, en una procreación de conveniencia, lo que se ha llamado «bebé a la carta».
Se echa de menos una reflexión sobre la identidad personal y su papel en la vida humana, así como sobre la
relación entre herencia, ambiente, azar y libertad. Era ya muy cuestionable la ideología subyacente a aquella
ilusión de conservar en un banco de esperma el material genético de premios Nobel. Es igualmente cuestionable
la distorsión en las relaciones de filialidad y paternidad. ¿Qué significaría ser, a la vez, descendiente y gemelo
de la misma persona, hijo y hermano del propio progenitor?
En cuanto a los debates sobre la donación, las fotografías de primera página, con la imagen repetida de un
sinnúmero de Hitler, han fomentado el malentendido de confundir donación y fotocopia. Pero la identidad
genética no conlleva la identidad psíquica. En dos gemelos adultos, ni la organización cerebral ni el sistema
inmunológico son idénticos. Además, hay que contar con la trayectoria biográfica, que conlleva el influjo del
ambiente, el azar y la libertad. ¿Hasta qué punto es más humano el controlar y saber de antemano, sin lugar
alguno para el azar y la sorpresa? Al menos como pregunta, habría que dejar el tema planteado. Por otra parte, se
ha señalado que ese azar nos protege, en cierto sentido, y nos defiende de que nuestros progenitores deseen
programamos a su gusto.
Cuando, en 1978, se publicó la noticia sobre el primer nacimiento por fecundación in vitro, hubo las dos
clases de reacciones extremas citadas: quienes daban la bienvenida a esta nueva tecnología, viendo en ella la
solución ideal para todos los problemas de infertilidad, y quienes la rechazaban por considerarla antinatural. Han
pasado ya más de 25 años desde entonces. Hoy día no parece justificado, ni científica ni ética-mente, el
extremismo del rechazo total de esas tecnologías, ni tampoco el excesivo optimismo de creer que no plantean
ningún problema, técnico o ético. Aún hay cuestiones pendientes de solución, tanto en el terreno científico y
tecnológico como en el ético. Aún hay preguntas pendientes de respuesta: ¿es ético escoger las características de
la criatura que va a nacer o recibir un pago a cambio de la donación de gametos?; ¿quién de-be ser considerada,
en el caso de la maternidad de sustitución, como madre de la criatura nacida: la donante de óvulo, la es-posa del
donante de esperma ola madre gestante?; ¿cuáles son los posibles efectos de las nuevas tecnologías por lo que se
refiere a su impacto en el bienestar de la criatura nacida?; ¿estamos cayendo en el peligro de la llamada
«pendiente resbaladiza», por considerar cada vez más la vida humana como un me-ro objeto de uso y consumo?
Sabemos que la venta y «donación» (?) de gametos se presenta convertida en negocio y comercializada.
Basta consultar Internet para comprobarlo. El empleo de términos como «embriones sobrantes», «escasez de
óvulos», «subasta», «venta», etc., es sintomático de la tendencia a considerar los gametos y los embriones como
mero material biológico, o como mero material de uso y consumo.
Hay, sin embargo, aspectos muy positivos en las tecnologías de reproducción asistida. El recurrir a ellas no
debe interpretarse, sin más, como si se estuviese utilizando el laboratorio para reemplazar la realización humana
del acto conyugal. Ya antes de que estas técnicas se generalizasen, hablaba positiva-mente de ellas un teólogo
moralista: «Al contrario —escribe L. Janssens—, cuando las relaciones sexuales entre el varón y la mujer
conservan plenamente su sentido relacional, el recurso a la inseminación artificial es apropiado para ofrecer la
posibilidad de que fructifique el matrimonio formando una familia» («Artificial Insemination: Ethical
Considerations»: Louvain Studie.s 8 [19801, 3-29). Este teólogo llegó incluso, ya en fecha muy temprana, a
admitir que la inseminación artificial con semen de donante podría llevarse a cabo dentro de un marco
personalista y, por tanto, de acuerdo con los criterios fundamenta-les propuestos en Gaudium et Spes (n. 51)
para la procreación y la paternidad y maternidad responsables.
Hay que decir de la fecundación in vitro que ha de ser, como decía el cardenal Ratzinger al presentar el
citado documento, una prolongación, no un sustitutivo, del amor. Quedan, como decíamos, cuestiones
pendientes de resolver. Pero ello no significa que debamos oponernos a estos recursos tecnológicos. Hay
aspectos muy positivos en las tecnologías de reproducción asistida. Recurrir a ellas no debe interpretarse, sin
más, como si se estuviese utilizando el laboratorio para reemplazar la realización humana del acto conyugal, ni
mucho menos...
Habrá quienes se pregunten así: ¿qué queda de la mentalidad tradicional, que decía que «los hijos son un don
del cielo», en la era de las biotecnologías y los bebés-probeta? A mí siempre me ha gustado mucho aquella frase
del cardenal Lehmann: «Hacemos los hijos que Dios nos da, y Dios nos da los hijos que hacemos nosotros».
Hay que superar esas filosofías escolásticas decadentes que hablaban, por un lado, de un cuerpo producido
biológicamente y, por otro, de un alma infundida desde fuera. El nacer humano es resultado, a la vez, del amor
de la mujer y el varón y de la acción creadora divina; por eso se llama «procreación». Esta es una visión
personalista de la sexualidad humana como la unión íntima de los progenitores, que implica todo su ser; no se
puede trazar una línea para de-limitar dónde acaba lo corporal y dónde empieza lo espiritual.

12 / ¿Son todos los abortos


iguales?

Los trece puntos de este capítulo son el resumen esquemático repartido a los asistentes a una conferencia
sobre el aborto, que tuvo lugar en el «Centro Loyola» de los jesuitas en Murcia.

***
1) Politizar el tema del abono hace daño a los defensores de la vida del feto y a quienes se preocupan de los
problemas de la madre.

2) El aborto no es un problema religioso en el sentido en que podría serlo una discusión teológica sobre una
norma dentro de una iglesia; por ejemplo, el caso del celibato sacerdotal en la iglesia católica de rito latino.
Los creyentes, como seres humanos, están interesados en la defensa de la dignidad de todo ser humano. Su
fe religiosa profundiza la motivación. Ese ser es objeto del amor de Dios desde antes de venir al mundo y
está llamado a vivirla vida de Dios en la eternidad. El enfoque religioso no se caracteriza por decir
meramente «no» al aborto, sino por decir «sí» a la vida como don. De eso da la comunidad cristiana
testimonio proclamándolo como un evangelio, más que imponiéndolo como una ley o amenazando con una
pena.
3) Ni todo lo legalmente permitido es éticamente aceptable, ni todo lo éticamente rechazable debe ser
penalizado.

4) Ha habido exageraciones por ambos lados, manipulando ideológicamente la biología. Por una parte, se han
violentado los datos biológicos para justificar una postura tomada de antemano; por ejemplo, la legalización
del aborto hasta el tercer mes. Por otra parte, se ha hecho decir a la biología más de lo que ésta puede decir
para justificar la postura prudencial de proteger la vida desde los primerísimos pasos del proceso de la
fecundación.

5) Sería desproporcionado limitarse a defender la vida en el tema del aborto y no hacerlo en otros temas de
violación de derechos humanos. Sería incoherente limitarse a combatir el aborto sin hacer nada por mejorar
la educación sexual o por contribuir a que disminuyan las causas sociales del aborto.

6) La pregunta por el comienzo de la vida individual no lo resuelve todo. Surgen malentendidos por confundir la
pregunta acerca de cuándo comienza la vida humana individual y la pregunta acerca de qué hacer, una vez
comenzada esa vida, si se presentan situaciones límite de dilema entre protegerla y proteger otros valores
que entren en conflicto con ella, por ejemplo, el caso extremo de no poder proteger a la vez la vida de un feto
y la de su madre.

7) No pongamos al mismo nivel el debate sobre los anticonceptivos y el debate sobre el aborto. Algunas
maneras de hablar de moralistas cristianos, que incluso se han refleja-do a veces en la redacción de
documentos eclesiásticos, han contribuido a estos malentendidos.
8) No ignorar los datos científicos. Aunque la sola ciencia no nos resuelva el problema del comienzo de la vida,
tampoco podemos tratarlo prescindiendo de ella. En épocas en que creían que había un homunculus, un
hombrecillo di-minuto, dentro de cada espermatozoide, era explicable que pensaran que la mera pérdida de
líquido seminal equivalía a muchos abortos. Manteniendo los criterios de respeto a la vida y la persona, el
cambio de los datos concretos biológicos hace sacar de los mismos criterios conclusiones distintas.
Igualmente podríamos decir que una cosa es defender la vida de cada ser humano desde el comienzo, y otra
estar seguros acerca de la definición exacta de ese comienzo. El mismo documento de la Congregación para
la Doctrina de la Fe sobre el aborto decía, en 1974, que, en la duda sobre dónde comienza la vida humana
individual, optaba por protegerla desde la fecundación, pero no se comprometía con una definición científica
o filosófica sobre ese comienzo.

9) ¿Cómo tratar los casos-límite excepcionales? Hay que evitar dos extremos: no reconocer lo excepcional y
tomar las excepciones como paradigma. Ya en los manuales tradicionales de moral católica se admitían los
casos-límite excepcionales del embarazo ectópico, el feto anencefálico o el cáncer de útero con peligro de
vida para la madre. Estas excepciones, se solía decir, dependen de circunstancias no elegidas a capricho; por
tanto, no hay peligro de que se abra la puerta a excepciones irresponsables. Hoy día, los avances
tecnológicos en medicina han hecho prácticamente nulas algunas situaciones que hace años preocupaban. En
los años cincuenta todavía se hablaba de no permitir un aborto que se consideraba «directo» cuando, si no se
hacía nada, perecerían madre y feto, y si se extraía éste, se salvaba a aquélla. En 1973 decían los obispos
belgas que, cuando hay dos vidas en peligro y no se pueden salvar las dos, debemos tratar de salvar la que
esté en nuestra mano salvar. Con parecida formulación lo repitieron en 1984 los obispos japoneses.

10) Bernhard Háring, conocido teólogo moral redentorista del siglo xx, cita este caso de un médico: «En cierta
ocasión, fui llamado para operar a una mujer en el cuarto mes de embarazo para quitarle un tumor uterino.
En el útero había numerosas venas varicosas, muy finas y frágiles, que san-graban profundamente, y los
intentos de sutura sólo agravaban la sangría. Por tanto, para librar a la mujer de la sangría de muerte, abrí el
útero y extraje el feto. Estaba satis-fecho de lo que había conseguido, ya que el útero de aquella mujer, que
no tenía hijos, quedó ileso y podría tenerlos en lo sucesivo. Pero hube de descubrir más tarde, de parte de un
moralista, que lo que yo había hecho, aunque de buena fe, era a sus ojos objetivamente malo. Me dijo que yo
estaba autorizado para extraer el útero sangrante con el mismo feto, pero no para interrumpir el embarazo
dejando intacto el útero. Esto último, me dijo, constituía una interrupción inmoral del embarazo, mientras
que lo otro habría sido indirecto, como en el caso de un útero canceroso».

11) Hasta aquí, las palabras del citado médico. El caso es viejo, y nos dicen los ginecólogos que apenas se da
hoy. Pero, desde luego, lo raro sería encontrar hoy a un moralista serio que se tomara tan al pie de la letra la
distinción entre «directo» e «indirecto» en un caso semejante. El P. Háring lo comentaba así: «Desde que el
doctor, en esa situación, puede diagnosticar que no puede salvar a los dos, pero que sí puede salvar a la
madre si interviene directamente, él acepta la única oportunidad que le queda de servir y proteger la vida
humana. Salva la vida de la madre, al paso que no priva al feto de su derecho a la vida, ya que, de todos
modos, no habría sobrevivido. Además, la conservación de la fertilidad de la madre es un servicio adicional a
la vida». Hasta aquí, el P. Háring. En otros casos más problemáticos, en los que existiese la posibilidad de
salvar o bien al feto o bien a la madre, habría que ver, caso por caso, qué es lo más recomendable. No se
sigue que necesariamente tenga que ser siempre la misma respuesta predeterminada. Pero para poder dar este
tipo de respuesta hay que tener una moral que, en lugar de obsesionarse tomando al pie de la letra las
distinciones de «directo-indirecto» u otras semejantes, sea capaz de enjuiciar los casos de conflicto de
valores desde el criterio que santo Tomás llamaría la «virtud de la prudencia». Si alguna instancia no es nada
sospechosa de justificar el aborto ni de adoptar una postura condescendiente o demasiado permisiva en este
tema, es precisamente la Congregación para la Doctrina de la Fe. Pues bien, en su declaración de 1974 sobre
la interrupción voluntaria del embarazo, dice: «Si las razones aducidas para justificar el aborto fueran
claramente malas o faltas de peso, el problema no sería tan dramático». Es decir, que, aunque no justifique el
aborto, sí reconoce el peso de algunas razones y admite que quienes las aducen no son personas de mala
voluntad. Es un ejemplo que invita a mirar el problema humano de esas decisiones nada fáciles ni agradables
para quien las toma.

En su pastoral de 1984, los obispos japoneses citan tres clases de abortos: trágicos, dramáticos y a la ligera.
De los abortos en situaciones límite dicen: «Hagamos por salvar la vi-da que está en nuestra mano salvar y, en
caso de conflicto, optemos responsablemente por el camino que más respeta la vi-da». Para los abortos a la
ligera tienen una palabra tajante y breve. Dedican más espacio a la tercera: ni trágicos ni a la ligera. Son
dramáticos, van acompañados de dudas y sufrimientos, no los podemos justificar, pero hemos de acoger
comprensivamente a las personas. «La víctima del aborto no es sólo el feto, sino también la madre. La
responsabilidad de proteger la vida naciente no carga sólo sobre la mujer, sino también sobre el hombre; no sólo
sobre la pareja, sino sobre quienes estamos alrededor».

2) ¿Hasta qué punto puede un profesional cooperar al mal inevitable? La tensión entre las convicciones morales
de un profesional y las políticas de administración pública en el sector en que ese profesional trabaja,
suscitan problemas delicados. Hay, sobre todo, dos clases de problemas. En primer lugar, el del profesional
que se opone a realizar o a cooperar, en el sentido estricto de la palabra, a una interrupción del embarazo.
Esto suele resolverse amparándose en la objeción de conciencia. Un segundo problema más delicado es el
relativo a una cooperación en un sentido muchísimo más amplio. Por ejemplo, lo que sucedió hace unos años
en los Estados Unidos con la religiosa Agnes Mary Mansour, personalmente opuesta al aborto, pero
implicada, por su trabajo de asistencia social, en un organismo público que, a la hora de distribuir recursos
de seguridad social —incluidos los costes del aborto—, se preocupaba de que no se discriminase a los más
pobres del país. Hubo conflicto con las autoridades eclesiásticas y, lamentablemente, tuvo que dejar su
congregación religiosa, por temor al malenten -
dido de que estaba cooperando a la aprobación social del aborto. Pero hubo obispos y teólogos que la
defendieron, apoyándose en que no estaba favoreciendo ni defendiendo el aborto, al que clara y
públicamente se había manifestado contraria. Lo que estaba haciendo, dentro de una situación de hecho no
deseable y en el marco de una sociedad pluralista, en la que la moral entra en conflicto con las políticas de
administración pública, era cooperar a la disminución del mal que estaba en su mano disminuir.

3) Un criterio evangélico. En la comunidad cristiana querríamos imitar la actitud positiva de Jesús ante la
persona y la vida, en vez de quedamos en lamentaciones y condenaciones o comentarios negativos. Que
aprendamos de Jesús de Nazaret a denunciar el mal sin condenar ni insultar a quien lo hizo; a comprender a
la persona, aunque no justifiquemos sus actos; a formar comunidades testimoniales en favor de la vida y de
la persona, para que todos tengan vida abundante.

13 / Relaciones humanas
y sexualidad

Los temas relativos a la sexualidad se trataron en la tertulia aprovechando la presencia de un grupo de


monitores de educación afectiva en colegios de segunda enseñanza. Habían planteado previamente una lista de
preguntas. Recogemos aquí los comienzos de respuesta que se dieron como punto de partida para prolongarlos
mediante el debate.

***
¿Cómo ver la ética en las relaciones y la sinceridad
sobre los sentimientos y deseos?

Si he entendido bien la pregunta, has mencionado dos palabras-clave de la ética: relación y sinceridad. No me
han convencido nunca los títulos de libros, cursos o asignaturas con el nombre de «ética sexual», «moral
sexual», o «ética de la sexualidad». Las cuestiones éticas relacionadas con la sexualidad se encuadran en el
marco de lo que podríamos llamar una ética de las relaciones humanas. En esta ética hay tres preguntas
fundamentales que cada persona debe hacerse así misma y responder por sí misma:

a) ¿soy sincero conmigo mismo en estas relaciones?:


b) ¿soy sincero y leal para con las personas que en cada caso constituyen el otro polo de la relación?;
e) ¿soy responsable ante las consecuencias que pueden derivarse del modo de desarrollarse esa relación?

¿Piensas que es adecuada la moralización de chicos y chicas


en el camino que se estima más adecuado?

No sé si al hacerme esta pregunta estás usando la palabra «moralización» en un sentido bueno y positivo. Si
quieres decir que les ayudemos y acompañemos en su camino de crecimiento para que vayan pasando de la
moral infantil a la de adultos, de la moral aprendida en la infancia (heterónoma) a la moral apropiada
personalmente (autónoma), entonces contestaría que sí. Pero si por «moralización» se entiende inculcar
moralismo adoctrinando (sin dejar pensar y sin dejar crecer), es decir, «moralismo» en sentido peyorativo,
inculcar «desde fuera» y «desde arriba» una moral de mandatos y prohibiciones, entonces creo que está claro
que no debemos hacerlo. Eso sería impedir su crecimiento razonable y responsable. Hay que evitar dos
extremos: la «ética de sólo freno» y la «no-ética de sólo acelerador». Ayudemos a manejar el volante y el
cambio de marchas, sentados en el asiento del co-piloto...

¿Tiene límites la sexualidad?

Me parece más exacto decir que, tanto en la sexualidad como en otros muchos aspectos del comportamiento
humano relacional, tenemos necesidad de averiguar dónde están los límites. Por nuestro sistema nervioso y la
configuración de nuestro cerebro, tenemos enormes posibilidades y capacidades de autorrealización, pero
también de autodestrucción, así como de mutua realización y mutua destrucción. Lo que decimos en
antropología sobre lo paradójico, ambiguo, contradictorio, vulnerable y frágil del ser humano, está en la base del
poner límites a la sexualidad y también de orientar el comportamiento en aquellas circunstancias en que se
saltan los límites.

¿Por qué la Iglesia permite los métodos naturales


como método anticonceptivo, y no otros,
como el preservativo por ejemplo, cuando el fin es el mismo?

No es papel de la Iglesia permitir ni prohibir estas cosas. Hay muchos malentendidos. Tanto los llamados
«métodos natura-les» (a veces muy poco naturales) como los llamados «métodos artificiales» pueden ser, unos y
otros, usados muy responsable o muy irresponsablemente.
Es cierto que, en muchas explicaciones, se nos intenta hacer ver que los métodos que llaman «naturales»
están permitidos, pero no así los que llaman «artificiales». Hay que precisar. Los que llaman «naturales» no son,
muy a menudo, tan naturales como se cree. Hay también mucha confusión acerca del uso de expresiones como
«natural» y «artificial» al referirse a los métodos de regulación de la concepción. De hecho, los llamados
«métodos naturales» pueden ser a veces usados de un modo muy antinatural. Y, a la inversa, los llamados
«métodos artificiales» no tienen por qué ser necesariamente antinaturales. Lo principal no es discutir sobre si un
determinado método es artificial o no, sino preguntarse si su uso es razonable y responsable.
Hay también malentendidos, como hemos visto antes, acerca de los procedimientos a emplear tras un caso de
violación, o situaciones equivalentes, con el fin de prevenir la implantación de un óvulo fecundado. Estos
procedimientos no deben ser considerados abortifacientes, sino contraceptivos (más exactamente, habría que
hablar de «intercepción»). Lo mismo puede decirse del uso de los dispositivos intrauterinos (oto) o de la llamada
«píldora del día siguiente» cuando se toma durante los primeros días tras el coito. Al tratar estos temas en el
contexto de una sociedad secular y pluralista, la teología moral católica debería tener cuidado y no olvidar su
situación minoritaria dentro de una sociedad plural, tanto en lo cultural como en lo religioso. Por consiguiente,
es necesario proporcionar razones que tengan capacidad persuasiva para quienes no compartan la misma visión
de la vida.
En todo caso, es importante separar el tema de los anticonceptivos y el del aborto. En efecto, han causado
daño los malentendidos provenientes de poner el problema del aborto al mismo nivel que el de la contracepción.
Me ocurrió el caso siguiente en una parroquia al sur de Japón: una madre de familia de unos treinta años había
sido bautizada como católica poco antes de su boda con un católico de nacimiento y educado muy
tradicionalmente. Ambos provenían de un ambiente muy tradicional. En su lugar de origen les habían hablado
sobre laanticoncepción y el aborto como si fuesen problemas semejantes. Al mudarse a otra ciudad, comenzaron
a frecuentar una parroquia con otro ambiente. Al consultar sobre el tema del uso del preservativo, recibieron esta
respuesta: «Es un mal menor, preferible al aborto». Al final de la conferencia, me preguntó esta madre de
familia qué pensaba de esa respuesta. Le dije entonces: «¿Por qué denominar mal menor o pecado me-nos grave
lo que no tiene por qué conllevar necesariamente ni mal ni pecado?». Tanto la mujer que hizo la pregunta como
las demás del grupo se removieron en sus asientos. «¿Es que eso se puede decir?», comentaban. Y, a partir de
ese momento, comenzaron a atreverse a hacer más preguntas, y se prolongó la reunión más de lo previsto. Al
final, una de las asistentes dijo: «Se agradece una oportunidad como ésta. Pero si lo que hemos oído hoy lo
hubiese oído yo hace doce años, no habría sufrido inútilmente tanto tiempo en mi matrimonio». Precisamente
por eso, para evitar este tipo de malentendidos, conviene no poner al mismo nivel el aborto, la esterilización, la
anticoncepción o la intercepción. Algunas maneras de hablar de moralistas cristianos, que incluso se han
reflejado a veces en la redacción de documentos eclesiásticos, han contribuido, lamentablemente, a estos
malentendidos.

¿Qué decir del uso de anticonceptivos


cuando uno de los esposos es portador del VIH?

No sólo son recomendables, sino necesarios. En este punto hay incluso obligación moral de disentir cuando
alguna instancia jerárquica eclesiástica afirme lo contrario.

¿Hasta qué punto es moralmente correcto informar


sobre métodos, como el de la «píldora del día después»,
que pueden provocar la interrupción de una vida?

No sólo es conecto, sino hasta recomendable para prevenir el aborto, aunque esta recomendación ha de ir
acompañada de las debidas informaciones conectas desde el punto de vista médico, psicológico, etc. La píldora
del día siguiente, los dispositivos intrauterinos y los procedimientos (lavado, etc.) a que se recurre, por ejemplo,
tras una violación o situación equivalente, no son abortivos, sino interceptivos. Interrumpir responsablemente
(con razones justificadas) un proceso encaminado a constituir una vida humana individual y personal (pero que
aún no se ha constituido) no es lo mismo que abortar esa vida una vez ya constituida.

¿Qué hacer tras una violación?

El embarazo no debe ser el resultado de la violencia. Cuando se debatía (en el contexto de la guerra en Bosnia y
Kosovo) sobre las violaciones padecidas por muchas mujeres y sobre el tratamiento requerido por estas personas
refugiadas, afligidas por el trauma de la violación, los medios de comunicación plantearon, a veces con menos
exactitud, la pregunta sobre la permisibilidad del aborto en caso de violación. Esa manera de formular la
cuestión condicionaba estrechamente la respuesta. La concepción y el embarazo constituyen un proceso que re-
quiere tiempo. Son diversos los niveles en que se plantean las preguntas siguientes:

a) ¿qué hacer para impedir, si es posible, que comience ese proceso?;


b) ¿en qué circunstancias o con qué condiciones sería lícito impedir el proceso de concepción tras una violación
mediante el recurso, por ejemplo, de impedir la implantación en el útero de un óvulo fecundado?;

c) ¿cómo evaluar moralmente la interrupción del embarazo tras una violación, una vez que se ha constatado el
hecho del embarazo?

Discernir estas cuestiones diferentes, planteadas en niveles diferentes, sería el primer paso y la condición
indispensable para buscar respuestas adecuadas.
Además, la violación es un acto que, con su violencia, hiere la dignidad de la persona en su mismo centro. Es
evidente que el embarazo no debe ser el resultado de una violencia. Esto se aplica no sólo a los casos de
violación en el sentido más estricto de la palabra, sino también a otros casos de violencia más o menos
disimulada. Por ejemplo, la presión psicológica ejercida contra una mujer que encuentra difícil rechazar la
demanda de una relación sexual por parte de una amistad cercana o un pariente. También entraría en esta
clasificación la relación sexual realizada entre los mismos esposos sin consentimiento de una de las partes, es
decir, no como un acto propiamente conyugal, sino forzando la voluntad de la otra persona.
Otro ejemplo sería el caso de una mujer que no ha podido evitar una relación sexual extramarital, pero que
no está en situación de responsabilizarse de un embarazo. Se plantea en es-tos casos la pregunta sobre si es lícito
impedir que el proceso de concebir se consume. Hay que responder que, en muchos casos, interrumpir ese
proceso en sus primerísimos estadios constitutivos no es solamente lícito, sino hasta obligatorio. De lo contrario,
la persona correría el riesgo de verse ante el dilema de asumir irresponsablemente la maternidad o recurrir a la
interrupción del embarazo en el sentido estricto y moralmente negativo de la palabra «aborto». La prevención de
la implantación ayudaría a evitar ese dilema; la «interrcepción» (que se lleva a cabo durante las dos primeras
semanas) sería la alternativa razonable y responsable frente al dilema entre contracepción y aborto.

¿Y qué responde el profesor de ética cuando le preguntan


por las relaciones sexuales fuera del matrimonio?

También en este caso me resulta práctico usar el texto de los obispos japoneses. Cuando tocaron este tema, se
limitaron a mencionar la comunicación humana entre el varón y la mujer, que incluye los tres aspectos de placer,
amistad y reproducción, íntimamente relacionados. Acentuando la relación interpersonal auténtica, no
descendieron a enumeraciones de lo permitido y lo prohibido; no cayeron en una especie de «ética del
semáforo», que se limita a indicar: «hasta aquí se puede; desde aquí no se puede». Dieron un criterio básico en
forma de tres preguntas que los interlocutores de la relación sexual deberían hacerse honradamente a sí mismos.

¿Y cuáles eran esas preguntas?

Decía así el texto: «Por lo que se refiere a las diversas cuestiones de ética sexual, antes de precipitamos a
responderlas, estimamos necesaria una reflexión para comprender los tres criterios fundamentales siguientes:

a) criterio de fidelidad para consigo mismo: ¿cómo actuar en el terreno de la sexualidad y el amor de modo que
se respete uno a sí mismo?;

b) criterio de sinceridad y autenticidad para con la pareja: ¿cómo actuar en el terreno de la sexualidad y el amor
de modo que se respete a la pareja?;

c) criterio de responsabilidad social: ¿cómo actuar de modo que se tome en serio la responsabilidad social para
con la vida que nace como fruto del amor?

Pero ésas son tan sólo preguntas...

Y eso es precisamente lo que me parece un gran acierto. Me parece muy importante que estos criterios estén
formulados todos ellos en forma interrogativa; recae así sobre cada persona la responsabilidad de responderse a
sí misma con sinceridad, antes de sacar por sí misma conclusiones normativas. Cada una de estas cuestiones
debe planteársela la persona a sí misma y, tras responderla con autenticidad, decidir responsable-mente de
acuerdo con su conciencia. No es papel de la Iglesia controlar con prescripciones detalladas lo que ocurre en el
interior de cada dormitorio.

Bloque de preguntas sobre orientación sexual


1) El tema de la orientación sexual es serio, y tenemos que abordarlo reconociendo que nos plantea cuestiones
para las que ni las éticas ni las religiones tienen soluciones prefabricadas.

2) Pero hay fuertes obstáculos que pueden impedir tratar este tema con serenidad. Podemos enumerar los
siguientes:

a) la manipulación ideológica del tema por parte de posturas políticas de signos opuestos;

b) las formas exageradas de algunas manifestaciones reivindicativas, que hacen un flaco favor a la causa que
defienden;

c) las declaraciones exageradas desde posturas religiosas condenatorias;

d) el fomento mediático-satírico de la discriminación socio-cultural, que alimenta los prejuicios homofóbicos


y los malentendidos violentos;

e) la insistencia de algunas técnicas de terapia centradas en cambiar la orientación sexual de la persona,


considerada exclusivamente desde la perspectiva patológica.

3) Sin restar importancia a debates que están actualmente en primer plano —el estatuto legal de las parejas del
mismo sexo y de la adopción y educación de hijos e hijas por parte de tales parejas—, no debería polarizarse
en estos temas la reflexión ética sobre cómo vivir la orientación sexual.

4) Hay que reconocer que los documentos oficiales de la Iglesia, aunque han mejorado, siguen sin superar la
ambigüedad, por ejemplo, cuando acentúan lo desordenado de la orientación, a la vez que reconocen
tímidamente que la orientación en sí misma no es pecaminosa.

5) Se facilitaría el tratamiento de estos temas si se hiciera gala de una moral de prudencia responsable que, a la
luz de unos criterios, decide creativamente en las situaciones, en vez de una moral que aplica mecánica y
automáticamente normas a casos.

6) Antes de descender a los detalles controvertidos, podemos intentar enumerar los siguientes puntos
fundamentales:

a) la orientación homosexual en sí misma no es un mal moral (véase la Instrucción de la Congregación para


la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre el cuidado pastoral de personas
homosexuales. 1986, n. 3);

b) la comprensión de la sexualidad no debe reducirse a sus aspectos biológicos;

c) ni la orientación homosexual ni la heterosexual conllevan inevitablemente el ejercicio de la actividad


sexual. El conjunto de la personalidad no puede reducirse a la orientación y el comportamiento sexual (cf.
Catecismo de la Iglesia católica, n. 2.359);

d) algunos textos de la Escritura, en que se alude a prácticas homosexuales, deben ser leídos en el contexto
de denuncia de las costumbres sociales de la época; nunca deberían ser utilizados para emitir un juicio de
culpabilidad contra quienes sufren a causa de su orientación sexual (véase la Instrucción de la Congregación
para la Doctrina de la Fe, Persona humana, 1975, n. 8);

e) en lugar de concentrarse únicamente en el llamado «problema de la homosexualidad», la Iglesia debería


afrontar el problema inherente a las reacciones negativas, tanto religiosas como sociales, con que se aborda
este tema en la Iglesia y en la sociedad;

f) las personas con una orientación homosexual no deberían ser discriminadas ni en la sociedad ni en la
Iglesia (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2.358).

14 / Antropología
y sexualidad

Este capítulo y los dos siguientes recogen los apuntes de la introducción a las clases sobre esta temática, que
luego sirvieron para desencadenar el debate en la tertulia de bioética.

***

Hoy día la sociedad se halla perpleja ante los cambios cultura-les en el tema de la sexualidad. Ni podemos
volver al rigorismo-moralismo de otros tiempos ni se puede dejar de cuestionar la permisividad actual. También
quienes consideran este tema desde perspectivas religiosas se hallan en situación de perplejidad y búsqueda de
alternativas. Parece honesto comen-zar reconociendo esta situación, en la que, por una parte, no es nada fácil
encontrar un equilibrio entre moralismos rigoristas y excesos de permisividad y, por otra, se impone cada vez
más la necesidad de prestar atención a las aportaciones de las ciencias biológicas y humanas, así como a los
contextos sociales y culturales.
Quisiera repensar aquí este tema de la sexualidad desde el punto de vista de la ética revisada dentro de la
teología católica de las últimas tres décadas. Han sido años de revisión, actualización y autocrítica, en que se ha
cambiado bastante, aunque aún queda mucho por cambiar.
Debemos reconocer sinceramente que no somos los célibes, religiosos o sacerdotes, las personas más
indicadas para hablar de estos temas. A mí me ha dado qué pensar y me ha ayudado mucho la lectura de los
escritos de una profesora de teología moral, Lisa S. Cahill, mujer casada y con cinco hijos (dos suyos y tres
adoptados), conocedora tanto de la tradición como de las corrientes actuales, cuyos enfoques tienen un pe-so
especial, tanto cuando recupera valores tradicionales como cuando critica los desvíos de la propia tradición.
«Perplejidad» y «responsabilidad» son palabras clave en este tema. A la perplejidad ya he aludido. En cuanto
a la responsabilidad, como persona dedicada a la ética desde una perspectiva cristiana, me siento responsable,
entre otras, de las siguientes tareas:

a) responsabilidad de heredar y presentar (aunque de un modo crítico, autocrítico...) una tradición que tiene
como primera tarea dar testimonio de la esperanza;

b) responsabilidad de acompañar a los hombres y mujeres de la sociedad actual, compartiendo problemas y


búsquedas de soluciones, pesares y alegrías, éxitos y fracasos, caminando juntos en medio de la experiencia
cotidiana;

c) responsabilidad también de cooperar hombro a hombro con cuantas personas se preocupan por la terapia y
la protección de la vida en la sociedad actual y de cara a las generaciones futuras.

Comencemos por la revisión de los modos de pensar sobre la sexualidad. En primer lugar, ¿cómo plantear la
educación sexual? No podemos reducirla a dar información sobre fisiología o higiene. Hay aspectos humanos
que afectan a todo el conjunto de la persona, a la manera de comprendemos a nosotros mismos y a los demás,
así como al sentido que tiene para nosotros la vida humana Dos extremismos serían: uno, limitarse a enseñar
«técnicas» de disfrute de la sexualidad; otro, acumular prohibiciones. Con otras palabras, la permisividad del
«todo vale» y el moralismo del «todo es malo». La antropología de la sexualidad sería la alternativa frente a la
banalidad y el moralismo. ¿Cómo enfocar esta antropología? Conjugando biología, sociología, psicología, etc.
Las ambigüedades de la sexualidad humana ponen de manifiesto la vulnerabilidad humana. No parece que se
caracterice el ser humano por hacer el amor mejor que los animales, si-no por poder hacerlo mejor o peor. No es
atinado el comentario quejumbroso que dice: «estos jóvenes hacen el amor como animales». No, sino que lo
hacen de modo diverso, unas veces mejorando lo animal, con posibilidades inéditas para los animales, y otras
veces rebajándose, con posibilidades de deshumanización. La característica humana no estaría, sin más, en
situarse por encima del animal, sino en la doble posibilidad de colocarse por encima y por debajo, de
humanizarse y de deshumanizarse. El hambre lleva a comer, pero queda la posibilidad de sacrificarse por otros
ayunando, o de ayunar por un motivo religioso, o de no comer ahora para comer algo mejor después, o de
vomitar para volver a comer y beber... En estas rupturas de lo espacio-temporal es donde parece que estaría lo tí-
pico humano, acompañado siempre de ambigüedad: promesa y amenaza.

Las reflexiones de filosofía antropológica sobre la sexualidad insisten en distinguir:

a) lo genital (relación con lo instintivo posesivo y reproductor): el ser humano es, a la vez, más y menos libre
que el animal; en el hombre, el deseo está desvinculado de la necesidad, lo animal puede animarlo todo o ser
subversivo de todo;

b) lo erótico: interviene más lo cultural, prohibiciones que angustian y colorean de placer el deseo (G.
Bataille); se retoma lo fisiológico
cargándolo de significación (R. Bastide);
se supera líricamente lo biológico (D. de Rougemont);
síntesis psíquico-sensible (S. Kierkegaard);
hay culturas más genitales que eróticas;

c) el amor: relación personal; el otro por lo que es; el rostro; el darse;

d) la posibilidad del agape: superación de egocentricidad desde, para y por lo absoluto.

En ese marco se han señalado los siguientes reduccionismos:

a) la polarización en lo genital;

b) la polarización en lo genital unido a lo erótico;

c) no querer dar su lugar al placer y su alegría; no reconocer el deseo (exaltación exagerada de la oblatividad
heroica); no integrar positivamente lo erótico (puritanismo del héroe de Gide);

d) encerramiento en sí de la pareja
contra el ser-en-el-mundo y para-los-demás;
e) confusión ambigua de lo sexual con lo sagrado:

f) dos extremos en el mundo occidental actual: sexualidad sacralizada y sexualidad insignificante.

Durante las últimas cinco décadas se ha prestado cada vez más atención a la diversidad de enfoques de la
sexualidad adoptados por las ciencias humanas y las filosofías antropológicas. Por ejemplo, se hace un mayor
esfuerzo por conjugar los aspectos biológicos, psíquicos, semiológicos, socio-cultuales, etc. Las ciencias
humanas señalan que la pulsión sexual, aun-que tenga aspectos en común con el hambre o el sueño, no se reduce
meramente al instinto de conservación; puede posponerse o puede hacerse uso de estimulantes simbólicos; es un
comportamiento motivado que integra otros comportamientos parciales (tanto en el coito como en distintas
formas de auto-erotismo). Los enfoques psicoanalítico-semiológicos ponen de manifiesto que los
comportamientos sexuales funcionan como sistemas de signos e imágenes. Van sucediéndose las relaciones del
individuo con su mundo (orales, anales, genitales...) y se va integrando el propio cuerpo, que es a un tiempo
cuerpo y signo. El individuo se va situando a la vez en el mundo de la imagen y del lenguaje, de la pulsión y de
la ley o norma, de las reacciones orgánicas y de los signos. La sexualidad nos remite también al inconsciente.
Los filósofos de las corrientes de la fenomenología existencial insisten en la sexualidad como un modo de estar
en el mundo, de «ser-con»: la caricia o el abrazo, por ejemplo, cambia la percepción de espacio y tiempo, como
ocurre en el arte o en la mística.
Los enfoques socio-culturales destacan que lo sexual se ha convertido en un tema central en Occidente, tras
25 siglos de estar soterrado. Algunos han señalado el enfoque behaviorista (de mero estímulo-respuesta) como el
colmen de una mentalidad «técnica» que reduce muchos aspectos humanos al nivel del «how to». Marcuse veía
en la liberación de la sexualidad el polo opuesto de la represión controladora. A veces tienen hoy más audiencia
el enfoque higienista y el enfoque semiológico. El primero se mostraría en la presunta «asepsia» de las
sexshops, y el segundo en el fetichismo de la pornografía. Ha que-dado para los ensayistas el enfoque
personalista del encuentro y el enfoque vitalista y sacralizante del ritmo cósmico. En culturas extraeuropeas se
ha resaltado más la importancia ancestral de aspectos como la danza. ¿No estará compensando Occidente hoy
los inconvenientes de una sociedad industrial mediante revalorizaciones ambiguas de la sexualidad?
Paradójicamente, lo haría con los modelos consumistas o informáticos de esa sociedad.

15 / Sexualidad:
revisión bíblica

Como en la tertulia de bioética, origen de estos materiales predominaba el público creyente y, además de los
debates, teníamos ocasión de compartir la vivencia de fe a propósito de la escucha de la Palabra, dedicamos
algunas sesiones a enfocar desde los Evangelios el tema de la sexualidad. De ahí provienen las notas
siguientes.

***

En los Evangelios se ve la alternativa que ofrece Jesús frente a los dos extremos del moralismo y la
permisividad. Veamos algunos ejemplos:

La hemorragia no es una mancha

«Había una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años; aunque muchos médicos la habían hecho sufrir mucho,
y se había gastado todo lo que tenía, en vez de mejorar se había puesto peor...» (Me 5,25-34).

Cuenta Marcos que, yendo un día Jesús rodeado de una enorme multitud que apenas le daba respiro, se
acercó por detrás una enferma y trató de tocar a escondidas el manto de Jesús, pensando que así se curaría. Lo
de menos es si aquello fue o no un milagro. Lo interesante es que Jesús no parece estar de acuerdo con que dicha
mujer se cure a escondidas y se marche. Pregunta quién le ha tocado y la obliga a salir en medio, delante de
todos. ¿Por qué? Para entenderlo hay que saber algo acerca de los prejuicios que había en aquella cultura acerca
de la sangre ya desde antiguo.
Si abrimos la Biblia por el libro del Levítico, en el Antiguo Testamento, nos asombraremos de la manera en
que se hacía en aquella antigüedad semítica un tabú de la sexualidad. Se habla allí de que el tener la regla es
quedar en estado de impureza; se habla de enfermedades sexuales del varón, considerándolas también como
impurezas; e igualmente se mencionan las hemorragias frecuentes de una mujer como mancha o impureza legal
y religiosa. Lo cual no es exclusivo de aquellas culturas. Los antropólogos nos describen casos semejantes de
tabú, lo mismo en la antigüedad japonesa que en otras culturas occidentales y orientales. Muchas veces no
empezó el tabú por motivos exclusivamente religiosos, sino que estaba relacionado con razones higiénicas o
sociales. El caso es que, sobre ese telón de fondo cultural, el que esta mujer de que habla el evangelio de Marcos
llevara doce años con hemorragias frecuentes era, física, social y psicológicamente, una enfermedad.
Ahora se comprende que, si Jesús se hubiera limitado a curarla como por arte de magia, no habría resuelto
gran cosa. La clase de curación que necesitaba era otra. Su problema no era tanto la hemorragia cuanto el que
los de alrededor, la sociedad, la estaba haciendo enferma, y ella se lo creía y se estaba haciendo enferma a sí
misma. Lo que hace Jesús no es simplemente curarle la hemorragia, sino decirle: «Sal ahí en medio, y no tengas
vergüenza alguna por ello. Tú necesitas que te digan que no estás enferma. Te están haciendo enferma y te estás
haciendo enferma tú misma». Jesús suprime el tabú y revoluciona la manera de pensar sobre la enfermedad: «Ni
el tener la regla es una mancha moral, ni la sangre es impura, ni tú estás enferma».
Lástima que a veces, en la historia de la moral católica, nos hayamos fijado más en el libro del Levítico que
en el Evangelio de Marcos, que lo pone del revés. Tendremos que tener en cuenta estos influjos culturales en el
modo de entender la sexualidad y aprender del evangelio su postura contra-cultural, que ofrece otra alternativa
más positiva y humanizadora de la sexualidad.

El que no tenga pecado, que tire la primera piedra


«La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras.
Tú, ¿qué dices?» (In 8,2-11).

Este pasaje es tan conocido que casi ni hace falta repetir la historia. Además del reto que supone para la cultura
de entonces, tan discriminadora de la mujer (a un hombre no lo habrían apedreado por lo mismo), es muy
interesante por la actitud de Jesús: Jesús calla, pregunta, acompaña y no juzga; pregunta, en lugar de adoctrinar;
acompaña, en lugar de condenar; y no es que la justifique de un modo superficial (que eso tampoco sería
respetarla), pero sí la acepta y la comprende y la trata como a una persona. Los que se fueron (sin atreverse a
tirar la piedra) tendrían probablemente otros pecados, aunque éstos no tuvieran que ver con la sexualidad. Jesús
la despide animándola, interesado por el futuro, deseoso de que crezca y no se desanime...También aquí aparece
Jesús como crítico de su cultura, actuando contra corriente.

Me miró como a persona

«Una mujer, conocida en la ciudad como pecadora, al enterarse de que comía en casa del fariseo, llegó con un
frasco de perfume; se colocó detrás de él junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con sus
lágrimas; se los secaba con el pelo, los cubría de besos y se los ungía con perfume..„ (Le 7,36-50).

Este pasaje es también conocidísimo. Scorsese, en su película La última tentación, perdió la oportunidad de
expresar toda su riqueza simbólica y cayó en lo superficial. Recordamos la historia. La mujer se acerca a Jesús,
le unge, llora, le besa. Estaban allí, de un lado, el fariseo, que se escandaliza y, de otro, los discípulos. Y quizá
también anduvieran por allí cerca algunos que habían estado con ella la noche anterior... ¿Qué hace Jesús? Ni la
aparta, como habría hecho el fariseo, ni se pone a tratarla como a un juguete para flirtear con ella. La mira de
otro modo que rompe esquemas... Es otra alternativa, que inquieta y no se entiende. Ni condena la sexualidad ni
la banaliza, ni lo uno ni lo otro. Con razón resultará peligrosa esta actitud a los ojos de los «sensatos» de la
época. Pasajes como éste sugieren alternativas antropológicas para pensar sobre la sexualidad en contextos
culturales de hoy. Estas sugerencias evangélicas ayudarán, sin duda, más que muchos libros de moral o muchos
documentos eclesiásticos sobre temas morales.

Estar despierto: sé tú misma

«Diez muchachas tomaron sus candiles y salieron a recibir al novio. Cinco eran necias y cinco sensatas. Las necias, al coger
los candiles, se dejaron el aceite...» (Mt 25,1-13).

Es posible leer esta narración simbólica de un modo concreto y actual. Son símbolos, y los símbolos no se
entienden si se toman al pie de la letra. ¿Por qué el aceite? ¿Por qué no re-partirlo? ¿Por qué cerrarles la puerta a
las que llegaron tarde? Al pie de la letra no se entiende...
Pero hay una palabra que nos da la clave: a las que habían llegado tarde les dice: «Os aseguro que no sé
quiénes sois». Como si dijera: «estáis desconocidas...», «no parecéis las mis-mas...», «no sois vosotras...».
Quizá lo de menos era el problema del aceite. Quizá no les cierran la puerta, sino que ellas mismas se la han
cerrado así mismas. El quedarse dormido, en estas narraciones escatológicas, puede ser símbolo del perder-se a
sí mismo, del olvidarse de algo muy importante dentro de uno mismo...
Veamos un ejemplo. Está un chico esperando a una amiga con la que ha quedado citado a las diez y media.
Son las diez y veinticinco. De pronto, seda cuenta de que ha olvidado el billetero. Pide dinero a un amigo que
pasaba por allí. Menos mal, hubo arreglo. Pero ¿qué habría pasado si lo que hubiera perdido fuera otra cosa
distinta del billetero, algo insustituible...: por ejemplo, que hubiera perdido las ganas de estar con ella? ¿Quién
puede arreglarlo? Hay cosas que, si se pierden, se Pueden sustituir con algo de repuesto; pero hay otras -por
ejemplo, las ganas de estar con una persona amiga— que ni se venden ni se prestan, ni vale el recambio para
sustituirlas. Pues bien, ese quedarse dormidas las cinco muchachas de que habla esta parábola podría ser un
símbolo del perder esas cosas insustituibles, del perderse a sí mismo. Pero sigamos con la comparación. El chico
y la chica de los que hablábamos llevan un rato juntos y están bailando. De pronto dice ella: «¿Qué pasa hoy?
Estás raro, no eres el de siempre, no pareces tú. Claro, es que estaba allí con el cuerpo, pero como si no e viese;
su imaginación volaba por otra parte. Habría que le como en la frase final de la parábola: «Estás desconocí no
pareces el mismo».
Como en el ejemplo del aceite de la parábola, a veces demos cosas que son sustituibles. Otras veces
perdemos co más importantes, como, por ejemplo, la sensibilidad para e taz y tomar en serio y respetar todo lo
que vale la otra pers con la que estoy. De las cinco muchachas que entraron en banquete de que habla la
parábola, lo que se alaba no es el tuvieran aceite de repuesto. No, no era cuestión de previsión de aceite, sino de
no dormirse, o de espabilarse si uno se ha dormido; es decir, de no olvidarse de lo mejor que hay den de cada
uno de nosotros mismos.
Pasemos a otra comparación, esta vez un hecho real y, cierto, en un caso más delicado y problemático.
Conocí a pareja que, al cabo de unos años de matrimonio, seguía friendo por el problema de la esterilidad. No
podían tener jos. Lo habían comentado en el marco de unas reuniones c munitarias de la parroquia a la que
pertenecían, a las que y también asistía. Aquella pareja estaba pensando en recurrir a fecundación in vitro.
Cuando lo consultaron en comunidad entre todos les acompañamos. Subrayo esta palabra: les acom pañamos.
Porque ése es el papel de la comunidad: acomp Nuestro papel no era prohibírselo en nombre de la moral,
tampoco recomendárselo en nombre de la tecnología. Ni eta pujarles a decidir ni frenarles. No era nuestro papel
decidir lugar de ellos, sino acompañarles en su proceso de toma de d cisión como adultos responsables. Así lo
hicimos caminan junto a ellos.
Cuando, más adelante, nació su primer hijo, lo celebram juntos. Comentaba la madre el día del bautizo:
«Gracias a Dio por estos adelantos de la técnica». Bien expresado. Había en s frase más teología de lo que ella
pensaba. No había dicho únicamente «gracias a la técnica», sino «gracias a Dios por la técnica». Aquello había
sido una procreación «asistida» o «ayudada» «acompañada», tanto técnica como humanamente. Asistida, sí, por
la técnica; pero procreación a fin de cuentas, es decir, colaboración con el Creador. Como decía Juan Pablo II
motivo del centenario de Mendel, el padre de la genética, «cuando el hombre modifica con sus intervenciones la
naturaleza en la línea de la creación, realiza el encargo recibido del Creador».
Recuerdo también que, cuando esta madre dijo las palabras citadas, el marido añadió: «Sí, pero gracias
también a ti, por tu actitud a lo largo de este tiempo; que eso sí que no hay probeta que lo supla». Me impresionó
la frase. Había dado en el clavo señalando algo que no se sustituye con la probeta. El cariño con que ella había
esperado a ese hijo, su actitud a lo largo del proceso, un camino lleno de perplejidades, dudas y sufrimientos e
impaciencias... Lo que la tecnología había hecho posible era lo que el Evangelio compara con el aceite en la
parábola presente. Algo que, si se acaba, se suple; si falla, se repara; si se olvida, se recupera. Pero hay algo que
la tecnología no suple. Lo que la parábola llama «estar despierto»: la sensibilidad para los valores, para el
cariño, la compasión, la espera, el sufrimiento compartido... Todo ello, si no se tiene, no hay tecnología que lo
supla. Y si se tiene, entonces puede tener sentido en determinados casos el uso de ciertas tecnologías. En el caso
de la referida pareja, se daban juntas ambas cosas, y por eso hay que concluir que su actuación fue moralmente
muy correcta.
Con este ejemplo quedan sugeridas muchas cosas entre líneas. Intelligenti pauca... Todo esto se aplica a
muchos problemas de moralidad, sobre todo en el campo de la sexualidad que aquí nos ocupa. A menudo hay
dos malentendidos por uno y otro extremo. Unos exageran el moralismo, y otros la permisividad. Unos se pasan
de permisividad, so capa de tolerancia; otros se pasan de rigor y de miedo, so capa de moralidad. Y unos y otros
exageran. A ambos les falta serenidad y buen humor. Unas veces se cae en el extremo de creer que la técnica lo
arregla todo, y que todo lo que remedia técnicamente la parte técnica de un problema humano sirve para resolver
ese problema humano por completo. Otras veces se cae en el extremo opuesto: como si todo remedio técnico y
artificial, por el mero hecho de serlo, fuera automáticamente malo y rechazable, como si fuera algo
intrínsecamente reprobable, sin excepciones. Ni lo uno ni lo otro es conecto.
Esta parábola nos invita a una moral adulta en una Iglesia adulta, en la que no se trate a los cristianos como
si fueran eternos menores de edad. Nos invita a una manera de entender la moral a base de dilucidar no sólo lo
que está permitido y lo que está prohibido, sino lo que de veras respeta a la persona. Una moral así no estará a
todas horas obsesionada con el tema del pecado como mancha, como tabú o como transgresión, sino que sabrá
entender el fallo moral de un modo más profundo: como un traicionarse a sí mismo o un traicionar a la persona
en uno mismo yen los demás.
Nos quedan, al final, los dos símbolos: el aceite y el des-penar. Aceptar sin miedos, sin pusilanimidad, sin
aprensiones, el símbolo del aceite; es decir, todo lo que se puede lograr al servicio del ser humano con cada
adelanto tecnológico. Pero, eso sí, sin olvidarse del símbolo del estar despiertos y espabilados; es decir, sin
perder la sensibilidad para lo auténticamente humano, para no olvidarse de lo mejor que hay dentro de uno
mismo y de los demás; que eso es precisamente lo di-vino en nosotros...

Hacemos los hijos que Dios nos da

«¿Cómo sucederá eso, si no vivo con un hombre?..» (Le 1,26-38).

Un texto muy conocido: la narración de la Anunciación del ángel a María, según Lucas. Comienza y acaba
esta narración con la alusión al sexto mes del embarazo de Isabel. Isabel y María son dos figuras que nos invitan
a pensar en lo que todo nacimiento tiene de promesa y de don. Isabel es demasiado entrada en años como para
concebir. María es demasiado joven, y no es extraño que casi le asuste la perspectiva de dar a luz. Isabel desea
dar a luz y, a la vez, se inquieta, como es natural. María también espera su hora; en parte con esperanza, y en
parte con zozobra. En ambas hay, como en todo embarazo, una mezcla de deseo y de preocupación. Y en ambas
hay también una necesidad de fiarse de una fuerza y una palabra que las supera...
Isabel es señal para María; para que María se fíe. Y María es señal para todos nosotros. El poderoso símbolo
de que tanto la estéril como la virgen sean fecundas, es una señal que nos abre los ojos para caer en la cuenta de
la realidad misteriosa del nacer humano, a la vez que nos hace apreciar en la mujer su cercanía privilegiada al
misterio del origen de la vida, al proceso de la gestación y al misterio del comienzo de cada ser humano.
Si a un cristiano le preguntan: «¿Fabricamos los hijos o nos los regalan?», tendría que contestar: «Ni lo uno
ni lo otro». Ni los fabricamos ni nos los regalan; los hacemos nosotros, sí; pero gracias a Dios, que nos hace
hacerlos. Podemos decir que hacemos los hijos que Dios nos da, y que Dios nos da los hijos que hacemos
nosotros.
Ahora bien, hoy conocemos el fenómeno del embarazo mucho mejor de como lo conocíamos hasta hace bien
poco; conocemos mejor... y también intervenimos más en el proceso de la gestación. Sabemos mucho más sobre
ese proceso de engendrar una nueva vida, y también controlamos más ese pro-ceso. Gracias a los avances
médicos y tecnológicos, controlamos mucho más que antes el comienzo de la vida, desde la regulación de la
natalidad hasta la superación de la esterilidad, pasando por los diagnósticos y las terapias del feto. Tenemos más
recursos que antes para prevenir un embarazo no deseado. Hoy día, un padre y una madre, tanto cuando deciden
engendrar un hijo como cuando deciden responsablemente retrasar-lo, disponen de un conocimiento y control de
esos procesos mucho mayor que del que se disponía hasta no hace mucho.
Claro que, en el reverso de este saber más y controlar mejor, puede que a veces se nos escape más fácilmente
el misterio que acompaña a todo nacimiento. En este sentido, nuestro saber más y controlar mejor implica una
mayor responsabilidad. «Responsabilidad» no significa rechazar los recursos de la tecnología: ni los que ayudan
a superar una patología ni los que ayudan a regular la natalidad. No se trata de rechazar, si-no de tener
responsabilidad en el uso; es decir, de que lo presida todo el criterio fundamental del respeto mutuo de las
personas y del respeto a la vida que va a nacer.
En una palabra, ni creer que todo lo hacemos nosotros ni creer que hay que cruzarse de brazos como si fuera
lo más natural. Se trata de aprender a reproducir, de una manera actual, la actitud simbolizada en la famosa
expresión que Lucas pone en boca de María: «Hágase en mí según la Palabra».
Al decir que se haga en nosotros según la Palabra, nos damos cuenta del misterio de originalidad (no
reducible a meros orígenes) que hay en todo nacimiento. Un nacimiento nuevo es algo que va a ocurrir en medio
de nosotros, en y por nosotros, pero gracias a una Palabra creadora. Algo que va a ocurrir gracias a nosotros y, a
la vez, gracias a la Palabra creadora. Gracias a nosotros, que lo hacemos, y gracias a Dios, que nos lo hace hacer.
En este sentido, se puede decir que lo recibimos como un don a la vez que lo producimos. Ocurre gracias a
nosotros y gracias a la obra creadora de Dios, con quien cooperamos al procrear. Es obra nuestra y es obra de
Dios, que nos la ha encomendado y que actúa con su Espíritu para consumarla.
Así resulta que el engendrar humano es tarea y es don. Nos sentimos responsables de la tarea y agradecidos
por el don. Esto es lo principal en la maternidad y paternidad responsables. Comparado con esto, que es lo
principal, toda esa otra cuestión, que a veces se discute excesiva e innecesariamente dentro de la Iglesia, acerca
de los diversos métodos para regular la natalidad, es algo muy secundario y de menor importancia. Si la
maternidad y la paternidad son responsables y agradecidas, la cuestión de los métodos no es problema. Y si no
lo son, falta lo principal, sea cual sea el método empleado.
En definitiva, lo importante es que, al tiempo que tomamos en nuestras manos las riendas de las decisiones
que Dios nos ha encargado tomar, sepamos decir también: «Hágase en mí según tu Palabra, según tu Espíritu
creador, según tu don».
Entre los malentendidos comunes al presentar este evangelio —por ejemplo, al hablar de este tema el día de
la fiesta de la Inmaculada Concepción—, está la interpretación exagerada del pecado original. Ha perdurado
demasiados siglos una interpretación errónea del pecado original, como si fuera algo relacionado con la
procreación, transmitido por herencia. Eso estaba relacionado, ya desde tiempos de san Agustín, con una cierta
estrechez de miras en relación con la mujer y una discriminación de la misma. También con una cierta obsesión
en la Iglesia por todo lo relativo a la sexualidad y al sexto mandamiento. Es una fijación de la que todavía hoy
no acabamos de curarnos. Y eso ha hecho que se hable de María circunscribiendo lo de «la Inmaculada», «la
Purísima», a un símbolo de pureza en el sentido más reducido de la palabra. Sin embargo, en la Biblia, «puro»
significa mucho más: honradez consigo mismo y con los demás, sinceridad para con Dios, justicia y solidaridad,
ausencia de dobles intenciones, corazón leal, reflejo de la misericordia divina, etcétera.
Es interesante que para hablar de la misericordia divina se use en la Biblia la metáfora del «útero materno».
Algunos, obsesionados con la sexualidad, preferirían sustituir la expresión por un eufemismo. La Biblia es más
audaz.
Otro malentendido al explicar el evangelio de la Anunciación a María es que de tal manera se ha puesto el
acento única y exclusivamente en lo que parece excepcional de este nacimiento, que se ha olvidado lo principal:
el Espíritu Santo, que actúa en todo nacimiento, en el de todos y cada uno de nosotros. Porque precisamente a la
luz de este nacimiento de Jesús se ilumina lo que ocurre de misterioso y original en cada uno de los demás
nacimientos. Esos nacimientos que llamamos «ordinarios» también tuvieron algo de extraordinario. Nacimos no
solo gracias a nuestros padres, sino como fruto y don del Espíritu Santo.
María es el símbolo de la máxima acogida por parte de una mujer del don que Dios hace a toda madre. Es
lástima que se haya perdido en algunas épocas la sensibilidad para captarlo, por culpa de algunas influencias
culturales que consideraban la sexualidad negativamente y veían el nacimiento como si fuera algo sucio o
contaminado. Esta mentalidad llevó a estrechar las dimensiones de un símbolo tan rico como el de la
Inmaculada.
La narración de la Anunciación expresa simbólicamente la verdad que confiesan los cristianos en el Credo: que
Jesús es verdadero Dios y verdadero Hombre, nacido de mujer, como dice Pablo. Se ha caído a veces en el error
de hablar del nacimiento de Jesús como si no fuera un verdadero nacimiento humano. Por ejemplo, el antiguo
catecismo de Ripalda decía que nació saliendo del seno de su madre como un rayo de sol atraviesa un cristal sin
romperlo ni manchado. Esta frase viene de otra que tiene su origen en la Edad Media, cuando empezó a hablarse
de María con la triple fórmula de «virgen antes, en y después del parto». Sin embargo, la Iglesia, que transmitió
la tradición sobre la virginidad, nunca llegó a hacer suya esa segunda parte de la fórmula; ni llegó a hacer un
dogma de esa ex-presión tan rara «virgen post partum». ¿Por qué? Pues porque no le quita ni le resta nada al
símbolo de la virginidad de María el hecho de que Jesús naciera como todos nosotros, abriendo el seno materno
y rompiendo su carne al salir a la luz. Eso no le resta absolutamente nada al misterio del símbolo de la
virginidad. Al contrario, si hubiera salido como un rayo de sol por un cristal, eso sería algo como por arte de
magia o prestidigitación. Eso sí que iría contra el dogma central cristiano: Jesús, verdadero Dios y verdadero
hombre.

Junto al pozo de Sumaría

«Sus discípulos se quedaron extrañados de que hablase con una mujer, aunque ninguno se atrevió a preguntarle...» (Jn 4,1-
42).

Para terminar, he elegido el pasaje de Jesús hablando con la samaritana. Nos vale para recoger la idea con
que comencé: la alternativa que Jesús ofrece; y también sirve para acabar, como al comienzo de estas
reflexiones evangélicas, uniendo lo antropológico y lo bíblico.
Se nos cuenta en el capítulo cuarto del evangelio de Juan que estaba Jesús de conversación con una mujer
samaritana, sentados ambos junto al brocal de un pozo. «En aquel momento -dice– regresaron los discípulos y se
quedaron desconcertados al verlo hablando con una mujer, pero no se atrevieron a preguntar nada» (Jn 4,27).
Efectivamente, desconcierta la alternativa de Jesús que se interesa por la persona. Vista la escena desde el
moralismo rígido, escandalizará ver a Jesús conversando con esta mujer. Vista desde el punto de vista de la
permisividad, tomarán a Jesús por tonto, por no haberse aprovechado de ella. Vista la escena por aquel grupo de
discípulos que cuenta Juan, simplemente les desconcierta. Y es que no estaba bien visto el que un maestro
religioso, un «rabbí», hablase así con una mujer. Les desconcierta. Como también nos desconcierta hoy a
nosotros. Y por eso, en busca de seguridad y claridad y líneas fijas, algunos cristianos –individuos y grupos– se
refugian en posturas intransigentes y fanáticas o intolerantes. Otros se van al extremo contrario. Ni unos ni otros
entienden a este Jesús que les rompe sus esquemas habituales de pensar. Pero merecerá la pena compartir el
optimismo y la esperanza de sintonizar con este estilo de Jesús, del que brota un criterio positivo para la moral
sexual.

16 / Sexualidad:
revisión teológica

San Agustín yuxtapone, sin integrarlas, dos concepciones de matrimonio:

a) únicamente en orden a la procreación (cf. De Genesi ad litteram 9,5,9; De conjugis adulterinis 2,12,12); lo
que es la alimentación para la salud del individuo, eso sería, según él, el sexo para la especie; además, añade lo
de la concupiscencia como inclinación originalmente mala; pero piensa que, si es para procrear, se permitiría el
buen uso de algo que a él le parece originalmente malo;

b) comunión de amistad espiritual entre los cónyuges (en algún momento, sorprendentemente, llega a decir que,
de un modo ideal, sería mejor la amistad sin sexualidad).

Santo Tomás de Aquino, en su visión del matrimonio, señalaba dos aspectos: para bien de la especie; para
ayuda mutua y bien de la sociedad. No habla de fin primario y fin secundario del matrimonio, pero da pie para
que se haga después esa distinción, tan repetida en muchos manuales tradicionales durante siglos.
Desde Santo Tomás hasta 1930, poco a poco se va abriendo paso una manera de entender la sexualidad más
amplia, no solamente en función de la procreación. Empieza a decirse esto a mitad del siglo xv. En el siglo xvn
ya se va admitiendo con reticencias. Pero se tarda mucho hasta reconocer que el disfrute del placer no se opone
al ideal cristiano del matrimonio. De todos modos, lo dicen matizando esta afirmación con una añadidura: «con
tal de que no se excluya la procreación».
En el siglo XIX (véase, por ejemplo, el manual de Gury, de 1850) esta postura llega a reflejarse en libros de
texto. Se empieza a aceptar el amor mutuo como motivo de la relación sexual, con tal de que no excluya la
procreación. Un nuevo pa-so: en 1854, el obispo de Amiens pregunta a Roma sobre la continencia periódica. Le
responden que deje en paz a los es-posos y no intervenga en estos temas sin necesidad. En 1880 hay una
recomendación prudente de este método por parte de la Sagrada Penitenciaría romana, porque le parece
preferible al del coito interrumpido. En el contexto de aquella época, y da-do el lastre de tradición que se
arrastraba, esto suponía un cambio notable, ya que se admitía la intención de evitar la pro-creación. En suma, se
había pasado paulatinamente de «pro-mover» a «no excluir» y, de ahí, a «evitar».
En 1930, la encíclica Casti connubii, de Pío XI, significó un freno en este avance y, en parte, un retroceso.
Insistió en un sentido del matrimonio que acentuaba la finalidad principal de procrear y criar. Es cierto que
aludía en sentido amplio al mutuo completarse y a la comunidad de vida de los esposos. Pero subrayaba la
diferencia entre el llamado fin primario del matrimonio (procrear) y el secundario (amor mutuo; añadiendo, para
empeorarlo, como un fin añadido, lo que se llamaba en latín el remedium concupiscentiae, calmar la
concupiscencia). Además, al hablar de la relación sexual, seguía acentuando la terminología escolástica del
«acto natural» (actus naturae) y subrayando la importancia de preservar la «naturaleza intrínseca del acto». Este
ha sido durante mucho tiempo un paradigma de pensamiento causante de malentendidos.
En el Vaticano n se acuña un nuevo paradigma, el de la «paternidad responsable»: en vez de subrayarse la
«naturaleza de cada acto», se resalta el conjunto de valores a preservar en el conjunto de los «actos de las
personas». Se observa un aprecio positivo del valor personal de la intimidad sexual. Se ha logrado, por fin, la
integración. Lo sexual se percibe ahora como expresión de la relación de amor total, con sentido procreativo,
pero en general (sin necesidad de que se cumpla esta finalidad en cada acto particular). Se ha dado una
transición en el paradigma de pensamiento: del paradigma que acentuaba los «actos naturales» (actus naturae)
al que se fijaba en la «naturraleza del acto» y, finalmente, al que da prioridad a los «actos de las personas»
(actus personae).
Pero luego viene la marcha atrás, con en las encíclicas Humane vitae (Pablo VI, 1968) y Familiaris
consortio (Juan Pablo II, 1981). Se vuelve a insistir en el acto externo, en cada acto, en lo biológico
desconectado de lo personal. Además, se maneja una noción estrecha de lo natural y de lo artificial. Hay que
corregirla señalando que lo artificial no equivale a antinatural; que tanto lo mal llamado «natural» como lo
artificial puede ser antinatural, si es irresponsable, o natural, si es responsable.

V
Ser Concebido y Nacer

En japonés, «nacer» (umareu)) es la forma pasiva del verbo «dar a luz» (umu). Nacemos sin elegirlo, porque nos
dan a luz. Pero el proceso que conduce desde la implantación de un óvulo fecunda-do en la pared del seno
materno hasta el nacimiento es un camino de mutua interacción muy complicada entre la nueva criatura que se
va constituyendo y la madre gestante.

Nacer, como también morir, es un proceso. Pero no sólo un proceso biológico, sino también humano'. un
proceso biocultural. Por no tener en cuenta ese doble aspecto –biológico y social– del proceso, se producen
atascos en la encrucijada de los debates en torno al comienzo de una nueva vida humana individual y personal.
Los textos de este capítulo responden a la preocupación por deshacer malentendidos en torno a estas cuestiones
tan delicadas.

Para ello hará falta distinguir y no tomar los problemas en bloque o, como a veces ocurre en los debates
parlamentarios, con el estilo de lo que suele llamarse «un solo paquete» de propuestas, ante el que no queda más
alternativa que asentir o rechazarlo en bloque.

En el caso de las cuestiones áticas en torno al comienzo de la vida humana, hay que distinguir al menos las
tres preguntas siguientes, antes de tratar los problemas éticos tras cada una de ellas:

1) ¿Cuándo se puede decir que ha comenzado a existir una nueva vida específicamente humana?

2) ¿Cuándo se puede decir que esa vida es la de un nuevo individuo de esa especie, llamado a ser persona?

3) Una vez afirmada la presencia de una realidad personal, si se produce una situación de conflicto de valores,
¿cómo valorar moralmente las acciones que desembocan en la interrupción del proceso de desarrollo y, por
tanto, en la supresión de esa vida?

17 / Del cigoto
al feto

Las confusiones en este tema, por otra parte tan delicado, son difíciles de deshacer si no se desmonta primero
la equivocación de percibir el comienzo de la fecundación corno si fuera una chistera de prestidigitador, de la
que, poco a poco, sale todo cuanto estaba ocultamente encerrado allí desde antes. A corregir ese error se
orientaron los apuntes para el día en que se debatió este tema en la tertulia.

***
En la historia de la teología moral se ha debatido mucho acerca de la animación del feto. La encíclica
Evangelium vitae indica que «incluso los debates científicos y filosóficos acerca del preciso momento de la
infusión de un alma espiritual nunca han dado lugar a duda alguna acerca de la condena moral del aborto» (n.
61). Pero famosos teólogos, como san Antonino (1389-1459), discutieron la permisibilidad de abortar un feto no
animado para salvar a la madre (John CONNERY, Abortion: The Development of the Roman Catholic
Perspective, Chicago 1977, p. 122).
El embrión en sus primeras fases (estadio de blastocisto) posee individualidad genética, pero todavía no se
ha constituido como un individuo multicelular. Dos embriones pueden fundirse en uno, o bien puede dividirse
un embrión temprano en dos gemelos. La aparición de la cresta primitiva, punto de arranque para lo que luego
será el sistema nervioso, alrededor del decimocuarto día después de la fertilización, apunta hacia el umbral de la
formación del individuo humano.
Si consideramos la implantación del blastocisto en el útero como el momento de completarse el proceso de
la concepción, estaríamos recuperando el sentido original de concebir; es decir, una mujer ha concebido
reteniendo en su interior el óvulo fecundado, que se ha desarrollado hasta formar un embrión. En lugar de
considerar las dos primeras semanas tras la fertilización como el desarrollo de un individuo ya constituido, este
proceso se considera más exactamente como el de sintetización o constitución de un nuevo organismo humano.
(cf. N.M. Forro, When did I begin?, 1988, pp. 164-182).
E l teólogo inglés J. MAHONEY lo ha formulado así: «Lo que existe desde el momento de la fertilización es
algo que contiene el potencial para desarrollarse como una persona, pe-ro que aún no lo es. [...1 Para que
haya vida personal se necesita ante todo un sustrato biológico característicamente humano. Este sólo puede
ser el desarrollo del cerebro cortical en un período aproximado de entre 25 y 40 días desde el comienzo del
proceso» (Bioethics and Belief 1984, pp. 55-65).
La Declaración de la CDF, De aborto procurato (1974, n. 13, nota 19) y la encíclica Evangelium vitae (1995,
nn. 60-61), a la vez que reconocen lo controvertido de esta problemática, adoptan la postura prudencial de
proteger el proceso encaminado hacia el embarazo desde sus primerísimos momentos (ibid., n.62.). Véase la
formulación cuidadosa del documento Donum vitae (CDF, 1987): «La criatura humana (creatura humana) ha de
ser respetada y tratada como una persona desde su concepción» (ibid., n. 60). Pero se evita cuidadosamente dar
una definición científica o filosófica acerca del comienzo de la vida de una persona. La encíclica Evangelium
vitae recurre para ello a la expresión «tratar como persona». Hay una diferencia entre «respeto por la vida
humana» y «respeto incondicional por la vida humana personal».
Norman M. Foto ha analizado dos sentidos de la palabra «concepción»: un sentido activo («cuando mi
madre me concibió») y otro pasivo («cuando yo fui concebido por mi madre»). «El sentido original -dice Ford
— de la palabra "concebir" se refiere a que la mujer recibe en su útero el óvulo fecundado y lo acoge, quedando
embarazada» (When did I be-gin?, 1988, p. 8). «Concebir» y «no concebir» son expresiones verbales
relacionadas con opciones hechas por los progenitores. Pero ninguna criatura elige ser o no ser concebida. Es
importante tener en cuenta la mutua relación de estos dos aspectos en el comienzo de la vida humana individual.
Lo necesitaremos a la hora de intentar resolver muchos problemas éticos relacionados con el control de la
fertilidad humana. Pero si no captamos bien la correlación entre un control responsable y una aceptación
agradecida del don de la vida, se nos hará muy difícil superar muchos malentendidos en torno a la «persona
prenatal» y al proceso que va desde la concepción hasta el nacimiento.
Para ayudar a clarificar el debate ético, proponemos el siguiente repaso de datos científicos:
Tras producirse en las trompas de Falopio el encuentro del espermatozoide con el óvulo e iniciarse el
proceso de fecundación, transcurren más de veinte horas hasta que se forma el cigoto, que, aproximadamente
entre las treinta y seis y las sesenta horas, pasará a dividirse en dos células, y luego en cuatro, llegando en tomo
al tercer día al estadio llamado «mórula», de dieciséis células, que forman un paquete, precisamente con la
imagen del fruto de la zarzamora.
Entre el cuarto y el séptimo día se va preparando la implantación en la pared de la cavidad uterina. Se le da
el nombre de «blastocisto» a partir del sexto día. Las células prosiguen su división y llegan, más o menos, al
centenar. Comienza entonces a distinguirse una masa celular interna (embrioblasto) de más de veinte células,
que más adelante dará lugar al feto, y una capa exterior (trofoblasto) en forma como de anillo, que más tarde
dará lugar a la placenta.
Hacia el decimocuarto día ya se ha completado la implantación o anidación del pre-embrión en el útero
materno y, a partir de la masa celular interna, se forma el disco embrionario, con unas 2.0(X) células y un
tamaño de 0,5 mm. Entre los días decimoquinto y decimoctavo, este disco embrionario pasa de bilaminar a
trilaminar (ectodermo, mesodermo y endodermo).
Aumenta el tamaño del embrión hasta 2,3 mm. durante es-tos días del proceso llamado gastrulación. Es
decisiva, entre las semanas tercera y octava, la interacción embrio-materna para la constitución de la nueva
realidad naciente, a la que se denomina feto a partir de la octava semana, en que ya aparece casi terminada la
configuración de esa nueva realidad humana.
18 / ¿Qué sucede
con los embriones?

Algunas afirmaciones exageradas sobre el comienzo de la vida humana, que hacen un flaco favor a la postura
creyente que pretenden defender, originaron estas reflexiones. Al presentarlas en la tertulia, las aportaciones y
preguntas de quienes participaban en ella convirtieron en una larga lista de malentendidos la que inicialmente
contenía tan sólo unos pocos.

***
En los debates, a los que recientemente tanta atención han prestado los medios de comunicación, acerca del
proyecto de reforma de la ley de reproducción asistida aparecen dos posturas igualmente exageradas. En un
extremo, la de quienes insisten en que el cigoto humano es intocable desde el comienzo mismo de la
fecundación, por considerar que se trata de una nueva realidad individual dotada ya de la dignidad humana
personal. En el extremo opuesto, la de quienes opinan que, por no haber comenzado aún dicha realidad humana
individual, cualquier manipulación es, sin más, permisible.
A ello se añade, para mayor confusión, la sugerencia de identificar a la primera de estas posturas con la
etiqueta «a favor de la vida», y a la segunda como «enemiga de la vida». Pero se puede estar a favor de la vida
sin compartir las expresiones exageradas de la primera postura; y se puede estar a favor de la investigación y los
logros terapéuticos sin por elloidentificarse incondicionalmente con la postura opuesta. Para evitar extremismos,
convendría deshacer los diez malentendidos siguientes.

1. Vida, vida humana, individuo y persona

Hay que deshacer el malentendido que consiste en emplear confusa e indistintamente los términos «vida», «vida
humana» y «vida humana individual y personal». Cuando se usa con ambigüedad la expresión «comienzo de la
vida», se engendran confusiones, por no quedar suficientemente claro si está uno refiriéndose a la vida en
general, ala vida de la especie humana o a la realidad de una vida individual y personal. Un óvulo o un
espermatozoide son, indudablemente materia viva, pero no son un individuo humano. Hoy nadie piensa, como
antiguamente, que dentro del espermatozoide se encierra en miniatura lo que en latín se llamaba un homunculus.
Una célula somática, de la piel o de cualquier otra parte del cuerpo, mantenida en cultivo es también materia
viva; es, además, materia viva con las características genéticas de determinada especie e individuo; pero no es
un individuo.
Un óvulo humano fecundado —en los estadios de cigoto, mórula o blastocisto— está en el comienzo de
un proceso de diferenciación que, si sigue adelante, tras la anidación en el seno materno, podrá dar lugar a la
consumación del proceso de constitución de una nueva realidad humana individual y personal. D. Gracia lo ha
formulado así: «Un embrión de ser humano está vivo, pero no es un ser humano ya constituido; tiene la
posibilidad de serlo, pero no lo es aún. La posibilidad es ya mucho, supone poseer muchos factores que resultan
necesarios para la constitución del nuevo ser, pero no todos» (en: E. Mayor Zaragoza — C. Alonso Bedate
[coords.], Gen-Etica, Ariel, Barcelona 2003, p. 85).
La noción de «individuo» se usa científicamente para referirse a aquello que, si se fusiona con otra realidad o
se fracciona, deja de ser lo que es. La noción de persona, en la que entra ya lo valorativo, es más filosófica y
ética. Con ella nos referimos a la exigencia de respeto absoluto que se nos plan-tea ante la realidad dotada de
dignidad inviolable.

2. «Momento» de la fecundación y proceso de concebir

El llamado inexactamente «momento de la fecundación» es un proceso que dura más de veinte horas.
«Concebir» es el infinitivo de un verbo que se refiere a la acción de recibir en el seno un óvulo fecundado que,
tras la diferenciación celular, comienza un proceso de intercambio entre el embrión y la madre, para constituir
un nuevo ser en las semanas siguientes.
Precisando aún más: no es lo mismo referirse con el término «nueva vida humana» a un óvulo fecundado, a
un embrión pre-implantatorio o a una realidad personal ya constituida. Para tratar con exactitud sobre la
ontogénesis humana, habrá que distinguir cuidadosamente:
a) el cigoto, como una nueva vida naciente, diferente de las células que dieron lugar a él; es nueva vida
específicamente humana, aunque debe matizarse que es problemática la especificidad en las primerísimas fases;

b) un nuevo organismo individual perteneciente a la especie humana;

c) un nuevo ser personal, en el sentido estricto de la palabra, con «suficiencia constitucional», para expresarlo
con la terminología de Zubiri. «La constitución de una realidad biológica nueva y autónoma —precisa Gracia—
es un proceso que requiere la interacción de informaciones muy distintas, en un espacio determinado y a lo largo
de un cieno tiempo. El período embrionario es el tiempo de interacción de todo ese complejo conjunto de
informaciones».

Para aclarar malentendidos, ayudaría distinguir entre los procesos de diferenciación, de desarrollo y de
crecimiento. La etapa que va desde los inicios de la fecundación hasta la anidación es un proceso de
diferenciación. La que va desde la anidación hasta más allá de la octava semana, aproximadamente, es un
proceso de desarrollo. La etapa siguiente, hasta el nacimiento, es un proceso de crecimiento. Aunque se puede
afirmar que todo lo que se da en la tercera etapa estaba gestándose en la segunda, no se puede decir, sin más,
que lo que se ha ido constituyendo en la segunda estaba ya, tal cual, contenido de antemano en la primera.

3. ¿Pre-embrión o embrión?

Constituye un malentendido bastante usual emplear el término «embrión» de manera confusa e indefinida, en
lugar de distinguir entre cigoto, mórula, blastocisto, embrión pre-implantatorio o pre-embrión, embrión
implantado (tercera semana) y feto (octava semana). Algunos han sugerido los términos «pro-embrión» o «para-
embrión» para designar al embrión pre-implantatorio. Desde los años ochenta, tras el informe Warnock, se ha
venido empleando cada vez más el término «pre-embrión». La embriología nos dice que, una vez concluido el
pro-ceso de anidación en el endometrio uterino, desde el proceso de gastrulación (días 17 al 21) hasta el final de
la octava se-mana tiene lugar un proceso de interacción entre el embrión y la madre, que es decisivo para la
constitución de la nueva realidad humana. Se insiste igualmente en la continuidad de ese proceso, en el que es
difícil trazar puntualmente líneas de demarcación.
Naturalmente, el que no se puedan trazar líneas divisorias netas no impide que, social y legalmente, se trate
como puntual lo que sabemos que es un proceso continuo, del mismo modo que no obsta para que, éticamente,
se tracen por prudencia «líneas de seguridad». Por ejemplo, el que una ley impida el enterramiento de un
cadáver antes de las veinticuatro horas no significa que se considere la posibilidad de que aún esté vivo a las
veintitrés. Ni la fecha de nacimiento en mi documento nacional de identidad significa que mi vida haya
comenzado ese día; ya había comenzado meses antes en el seno materno. El que la persona se defina
jurídicamente como sujeto de derechos a partir del nacimiento no niega la presencia de una realidad personal en
sentido ético desde mucho antes, con la consiguiente exigencia de respeto. En el caso de la muerte encefálica se
constata clínicamente la irreversibilidad y se firma el certificado de defunción. Ambos actos son tratamientos
puntuales de lo que sabemos que no es puntual, sino procesual:ontológicamente, hay que referirse al «proceso
de morir», en vez de hablar del «momento de la muerte».
En el caso del proceso que va desde la fecundación hasta la constitución de la nueva realidad humana,
supuesto que no es posible trazar una línea que defina el momento exacto de un comienzo, parece razonable la
postura prudencial que traza dos «líneas de seguridad»: ni antes de los catorce días, ni después de la octava
semana. Pero sabiendo que, al hacerlo así, estamos tratando puntualmente lo que no es puntual. Como la
cuestión es delicada y se presta a malentendidos, tratemos de aclararlo con una comparación.
Supongamos que se están haciendo ejercicios de tiro en el marco de unas maniobras militares. Obviamente,
se delimita una zona a la que se prohibe el acceso, para evitar posibles accidentes. Se ha calculado el alcance de
los disparos y se ha previsto la posibilidad de que una bala perdida pueda llegar hasta, por ejemplo, el kilómetro
quince, aproximadamente. Pero las normas no se formulan en términos aproximados. Tras la correspondiente
deliberación, se ha decidido poner el letrero de «prohibido el paso» a partir del kilómetro veinte. Se ha hecho así
para dejar un margen de seguridad. Evidentemente, nadie pensará que un centímetro antes del kilómetro veinte
pueden alcanzarle a uno las balas. La ley ha tratado puntualmente lo que sabe que no es puntual y ha demarcado
una zona de seguridad.
Pero sigamos suponiendo. Un vehículo se detiene ante el letrero que impide el paso. Cuando se dispone a dar
media vuelta, el conductor ve a lo lejos que un niño pequeño ha entrado en la zona prohibida y, tirando de su
perro, camina en dirección al lugar de las maniobras. El niño se va acercando al kilómetro diecinueve y no oye
la voz que le avisa para que regrese. El conductor del vehículo pisa el acelerador y se introduce en la zona
prohibida, alcanza al niño cuando éste ya se encontraba más allá del kilómetro diecinueve, lo sube a su coche y
regresa con él a salvo. El criterio ético ha ido más allá de las prescripciones y ha decidido ante la situación,
porque tenía razón suficiente para saltarse la normativa. Si aplicamos este ejemplo al pre-embrión, se podrán
deshacer malentendidos. Si una normativa define los catorce días como plazo para la experimentación
investigadora, realizada de manera razonable, responsable y controlada, nadie deducirá que comienza una
realidad nueva a partir del día quince, ni negará que el proceso va encaminado hacia ella desde antes.

4. Los genes y el medio

Desgraciadamente, está muy extendida la imagen que confunde los genes con la chistera del prestidigitador, de
la que salen pañuelos, cartas, palomas, etc., porque estaban «precontenidos en ella». A veces, en charlas de
divulgación, se pueden escuchar entre las preguntas del público expresiones que denotan lo extendido de esta
concepción. Por ejemplo, preguntaba alguien «si hay un gen de la locura, o de la inteligencia, o de la habilidad
musical».
Una cosa es tener instrucciones y planos para construir un aparato con los materiales que se encuentran en un
determina-do medio, y otra cosa es tener ya dentro de una caja el aparato plegable y no necesitar más que
desplegarlo. ¿Cuál de estos dos símiles nos serviría para referimos a los genes? D. Gracia los situaría a mitad de
camino entre ambas comparaciones: «La interpretación por el embrión en desarrollo de los mensajes contenidos
en su ADN cae, en alguna medida, entre esas dos situaciones. Individuos de similares genotipos utilizarán
básicamente las mismas materias primas, pero pueden incorporar-las en diversas proporciones, o bien, tomando
señales de su medio, pueden resaltar más o menos distintos rasgos corporales. Los fenotipos resultantes pueden,
por tanto, diferir considerablemente, a pesar de proceder de genotipos similares» (op. cit., p. 82).
Por otra parte, el ejemplo más fácil de entender por todo el mundo sería el de los gemelos monocigóticos,
con semejante identidad genética, pero fenotípicamente distintos.

5. ¿Eliminar o seleccionar?

«Seleccionar» es un término neutro. «Eliminar», en cambio, es un término cargado ya de negatividad valorativa.


Santo Tomás distinguía entre la mentira (mendacium) y la ocultación de la verdad (falsiloquium) cuando no
estamos obligados a decirla. Dentro de la moral más tradicional se reconocía que, ante un embarazo ectópico, se
presentaba la situación ineludible de interrumpirlo. En lugar de decir que en tal caso se permite el aborto, es más
conecto, tanto lingüística como éticamente, decir que no debe llamarse aborto a esa interrupción del embarazo.
En efecto, la palabra «aborto» connota ya una negatividad valorativa: una interrupción injusta e inadmisible del
embarazo que violase la dignidad del feto. No es ése el caso.
Con un criterio semejante, habrá que evitar los términos «matanza», «homicidio», etc., al referirse a la
destrucción justificada de un embrión en estadio pre-implantatorio. Es un malentendido llamar «matanza
selectiva» a la selección genética de pre-embriones para evitar una discapacidad. En un reportaje de El País (12-
02-2005) se atribuye a un portavoz eclesiástico la opinión de que la selección embrionaria es como «tirar a la
papelera» seres humanos que serían presuntamente «hermanos, con derecho a la vida», sacrificados en beneficio
del embrión «criado en la probeta». Son expresiones científicamente inexactas, éticamente incorrectas y
estéticamente de mal gusto.
Al mismo tiempo que evitamos estos excesos, hemos de ser conscientes del peligro de discriminación
selectiva, en una sociedad que minusvalora las discapacidades y las dependencias. Sin llegar al extremo de las
formulaciones exageradas que acabamos de criticar, se podrá denunciar la tendencia a convenir lo excepcional
en habitual y a seguir criterios pura-mente utilitaristas en la valoración de la vida humana. Precisamente para
que no pierdan credibilidad estas denuncias, hay que evitar las afirmaciones citadas.
Al mismo tiempo que mantenemos una postura inquebrantable en contra de toda discriminación de las
personas discapacitadas, así como en contra de recurrir al aborto para impedir el nacimiento de esas personas,
deberíamos evitar poner en el mismo nivel el problema del aborto selectivo tras un diagnóstico prenatal y el
delicado tema del diagnóstico genético del embrión pre-implantatorio o el del diagnóstico preconcepcional. Hay,
desde luego, muchas razones para tener reservas acerca de ese procedimiento; pero sería exagerado considerar-
lo, sin más, como idéntico al problema del aborto selectivo. Podría incluso, en algunos casos, considerarse como
un modo de impedir el tener que recurrir al aborto.

6. ¿Sacrificar o donar?

Lo dicho acerca de la diferencia entre eliminar y seleccionar vale para no confundir la donación con el
sacrificio. Es un malentendido hablar de «sacrificio de vidas humanas para salvar otras» al referirse a la
selección de pre-embriones con miras a una futura donación de células genéticamente compatibles. Leemos en
el mismo reportaje citado que la selección embrionaria con finalidad terapéutica se compara a «sacrificar un
cuerpo humano» y a «matar a un hermano para salvar a otro». Son expresiones igualmente exageradas que
hacen un flaco favor a la postura defensora de la vida que pretenden apoyar.
Otra cosa es que puedan tenerse reservas acerca de la ex-tensión rutinaria de esta práctica y de los abusos
que, si no se guardan las debidas condiciones, podrían darse. Pero, como siempre que se acude al famoso
argumento de la «pendiente resbaladiza», las posibles consecuencias que podrían derivarse del abuso de una
determinada práctica no sirven para probar que ésta sea en sí misma rechazable.
En un tema tan debatido como el del estatuto del embrión humano en sus primerísimas fases, podemos
encontrar hasta más de cuatro posturas divergentes dentro de una misma línea central en la teología católica:

a) la de quienes rechazan cualquier manipulación del embrión pre-implantatorio, por considerar que ha
comenzado ya en ese estadio la persona;

b) la de quienes, en la duda de si ha comenzado o no, optan por la postura prudencial de protegerlo;

c) la de quienes admiten esa manipulación, por no considerar que ha comenzado la persona antes de la
implantación;

d) la de quienes, independientemente de si ha comenzado o no, y sin entrar en el debate de esa cuestión, a la vez
que admiten con ciertas condiciones la experimentación con embriones pre-implantatorios, tienen reservas al
respecto por otras razones de índole socio-política, socio-económica o socio-cultural (Th. SHANNON, «Ethical
Issues
in Genetics»: Theological Studies 60 [19991, 111-123; «Human embryonic stem cell therapy»: Theological
Studies 62 [20011, 811-824).

Ante esta variada gama de posturas, parece prudente insistir en que, aunque no se pueda tratar al embrión
pre-implantatorio como una realidad personal, tampoco se le puede tratar como una cosa, mero objeto de
propiedad. Es una forma de vi-da humana en vías de constituirse como persona y encamina-da a serlo, si ese
proceso sigue adelante normalmente. Merece un respeto particular, no meramente por lo que es, sino por lo que
está orientado a ser. Pero ese respeto no llega al grado de exigencias que planteará después, en fases posteriores.

7. Técnicas de donación ambivalentes

Hay otro malentendido que consiste en no distinguir entre el uso responsable y el uso irresponsable de las
técnicas de transferencia nuclear y producción de pre-embriones por donación. Sería éticamente muy
cuestionable permitir que un embrión producido mediante técnica de donación se desarrollase hasta el estadio de
feto, con el fin de extraer de él células para una finalidad terapéutica. Pero se puede justificar éticamente la
manipulación responsable de un embrión en el estadio pre-implantatorio, con la finalidad de obtener de él
células para una finalidad de investigación o de terapia.
Para evitar estas confusiones convendría distinguir entre dos maneras de argüir contra el uso de pre-
embriones para la obtención de células troncales con miras a sus resultados en medicina regenerativa. Una es la
manera de argumentar que usan quienes valoran al blastocisto como persona. La otra es la de quienes
argumentan que, aun cuando no lo sea, hay razones para admitir una cierta exigencia de respeto, aunque no sea
in-condicional. Esta última postura aduce, entre otras razones, la tendencia creciente a cosificar y comercializar
todo lo relacionado con la vida. Pero una cosa es insistir en dicho respeto, y otra cosa es mantener que no sea
aceptable moralmente ningún uso de pre-embriones, basándose en la premisa de que hay ya una persona
presente en el estadio de blastocisto.

8. ¿Dos clases de pre-embriones?

También es un malentendido el llamar abreviadamente «do-nación terapéutica» al uso de técnicas de donación


con finalidad no reproductiva, sino para fines de investigación o con expectativas terapéuticas.
Es discutible, tanto científica como éticamente, si hay diferencia entre un blastocisto resultante de un
proceso de fecundación in vitro (procedente, por tanto, de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide) y
un blastocisto producido mediante el procedimiento conocido con las siglas SCNT (somatic cell nuclear
transfer), es decir, por transferencia del núcleo de una célula somática a un óvulo al que previamente se le ha
extraído el núcleo.
Desde el punto de vista de la posibilidad de que tanto uno como otro, si se implantan en un útero, puedan dar
lugar a que se constituya una nueva vida humana, se tiende a ignorar la diferencia entre ambos. Pero,
antropológica y filosóficamente, el que el primero se haya producido en el marco de un proyecto de procreación
humana asistida, y el segundo en el contexto de un proyecto de investigación mediante cultivo de tejidos, los
hace, humanamente hablando, diferentes, aun cuando las con-secuencias biológicas en términos de reproducción
pudieran ser iguales.

9. Interrupciones del proceso de embarazo

No menos erróneo es el no distinguir entre «anticoncepción», «intercepción» e «interrupción del embarazo».


Cuando no se conocía la fecundación del óvulo por el espermatozoide, no era posible distinguir entre
anticoncepción y aborto. Cuando se conoció, se pudo por primera vez distinguir entre impedir que comience la
fecundación y destruir lo que ya ha comenzado. Los conocimientos más recientes sobre el proceso que va de la
fecundación a la anidación nos han hecho modificar el paradigma de pensamiento. Sin cambiar el criterio de
proteger la vida desde el comienzo, los nuevos datos sobre el comienzo nos llevan a matizar más. Así como se
pasó, de no distinguir entre anticoncepción y aborto, a comprender que hay que distinguirlos, ahora se ha pasado
a reconocer una nueva zona entre ambos: la intercepción o interrupción del proceso durante las dos primeras
semanas camino de la implantación en el seno materno. En ese ámbito se sitúan los problemas de la
anticoncepción de emergencia, el dispositivo intrauterino o el manejo de los embriones en estadio pre-
implantatorio, ya sea en programas de fecundación in vitro, de diagnóstico pre-implantacional o de investigación
sobre células troncales.
Por lo que se refiere a los malentendidos acerca de la con-fusión entre anticoncepción y aborto, ya deberían
estar superados hace mucho tiempo; pero en algunos ámbitos, por defectuosa formación moral, aún no se han
disipado. La consecuencia es de pérdida de credibilidad hacia fuera de la Iglesia y de excesivo rigorismo hacia
dentro de la misma. Ayudará recordar que, en la encíclica de Juan Pablo u sobre la vida, se afirma que
«anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos» (n. 13). No se
incluye el tema de la contracepción en el quinto mandamiento. Es cierto que la encíclica hace una valoración
negativa de la anticoncepción, pero distingue entre el aborto, que se opone a la justicia, y la contracepción, que
podría vulnerar, según los casos, la expresión del amor conyugal. Es posible, por tanto, hacer una lectura más
flexible: se rechaza un procedimiento en la medida en que signifique vulnerar la expresión del amor; queda al
criterio responsable de la conciencia decidir, en cada caso, si es o no es así.

10. El pre-embrión: ni todavía persona ni mera cosa

Un último malentendido consiste en no reconocer alternativa entre los dos extremos siguientes:

a) «idolatrar» el ADN, personificando al pre-embrión;

b) «cosificar» el pre-embrión, convirtiendo en rutinaria, o incluso comercializada, su manipulación.

Como ha subrayado repetidamente I.R. Lacadena, ambas exageraciones se cometen a menudo. Me remito a
la página web del profesor Lacadena para precisar muchos detalles que aquí no me es posible tratar en pocas
páginas: <www.cerezo.pntic.mec.es/–jlacaden>.

Lo dicho hasta aquí no obsta para que una bioeticista japonesa, preocupada por las mujeres donantes de
óvulos para ser usados en técnicas de clonación, manifieste sus reservas ante posibles abusos. La doctora
Semba, a pesar de no reconocer el comienzo de una nueva vida humana individual en el estadio de blastocisto,
ni objetar el uso responsable de pre-embriones excedentes de un proceso de fecundación in vitro (con tal de que
haya el debido consentimiento y se observen las normativas que lo regulen), propone reconsiderar la normativa
desde el punto de vista de las mujeres donantes de óvulos para evitar la explotación de la mujer.
Otra bioeticista, conocida profesora de teología moral, L.S. Cahill, prefiere no polarizar los debates en la
cuestión de si ha comenzado o no una nueva vida humana individual, ni en si se debe considerar al pre-embrión
como persona o como cosa. Ella propone prolongar el debate sociopolítico y socioeconómico en tomo a las
nuevas biotecnologías.
En esa misma línea, quisiera recordar las cuidadosas y matizadas expresiones con que se refería a estos
temas el filósofo Paul Ricoeur. Se preguntaba el hermeneuta francés si en los primeros estadios de la vida
embrionaria, cuando aún no está claro si estamos ya ante un ser individual y personal, se pueden presentar
situaciones conflictivas y delicadas a la hora de decidir sobre la interrupción de ese proceso. Ante la duda sobre
si debemos tratar a ese embrión como persona o como cosa, podrían darse dos posturas extremas. Unos dirían
que, des-de el primerísimo momento de la fecundación, ya se da individualidad biológica y que, por tanto, el
embrión exige un res-peto absoluto. Otros dirían que todavía está formándose esa individualidad, pero aún no se
da y, por tanto, no tenemos ninguna obligación de respeto para con el embrión. Parecen posturas opuestas, pero
ambas coinciden, a juicio de P. RICOEUR, en no dejar lugar para lo que él llama «actuación de la sabiduría
práctica». Esta atiende al doble aspecto de los datos científicos: por una parte, la importancia del programa
genético; por otra, lo decisivo del desarrollo gradual hasta constituirse lo que podemos llamar estrictamente un
individuo de la especie humana. Dentro de ese marco, la exigencia de respeto va creciendo gradualmente. Eso
supuesto, la sabiduría práctica sepreguntará qué es lo que, en el caso concreto, respeta más adecuadamente la
vida y a la persona humana. Acerca del discutido uso de los embriones excedentes en la fecundación artificial
dice Ricoeur: «La reticencia respecto de la manipulación de esos embriones sobrantes no se debe
necesariamente a que insistamos en un derecho de esos embriones a la vida, sino que brota de una sabiduría
práctica requerida por situaciones conflictivas, surgidas del deseo mismo de respetar todo lo relativo a la vida
humana en un terreno en el que las dicotomías entre lo que es una persona y lo que es una cosa no están muy
claras». Además, se apresura a añadir tres rasgos del ejercicio de esta sabiduría práctica:

a) «es prudente asegurarse de que posturas diversas coincidan en apoyarse en un mismo criterio de respeto»;

b) la búsqueda del justo medio no debe convenirse simplemente en una especie de «arreglo por compromiso»;

c) para evitar la arbitrariedad ayudará no adoptar el juicio de la sabiduría práctica a solas, sino con ayuda de
otras personas. (Soi méme comme un autre, Seuil, Paris 1995, pp. 317-318).

19 / Células troncales

Aunque no sea uno de los temas centrales en bioética, el tratamiento desproporcionado que le han dado los
medios de comunicación obligó a tomar como tema en la tertulia las «células madre», más exactamente
llamadas «células troncales».

***

Las células troncales o «células madre» son capaces de reproducirse y dar lugar a células diferenciadas, que
pueden originar tejidos varios. En 1998 se descubrió cómo obtenerlas. Para aislarlas se destruye el blastocisto, lo
que ha planteado cuestionamientos éticos. Pero, independientemente del estatuto del embrión, se han aducido
otras razones, como la comercialización de la vida, para recomendar una moratoria.
Como ya es bien sabido, esas células son llamadas «células troncales» o «células madre», a causa de su
capacidad para reproducirse y dar lugar a una variedad de células diferenciadas, que pueden desarrollarse
originando varias clases de tejidos y órganos. Desde hace más de treinta años se estaba investigando sobre ellas.
Pero en 1998 se logró un nuevo y significativo hito: se descubrió cómo obtener células troncales a partir de
embriones humanos. Como para aislar estas células se requiere la destrucción del embrión humano, se ha
producido un debate sobre los problemas éticos que se originarían de esa práctica. La Academia Pontifica para
la Vida publicó una declaración, el 25 de agosto de 2000, rechazando el uso de embriones humanos vivos para
obtener células troncales. Esta declaración recomienda el uso de células adultas para obtener los mismos fines
mediante un método que no origine problemas éticos.
El temor a franquear en tan delicado terreno un umbral in-debido subyace a la motivación de esa postura
prudencial. Para evitar pasarse por uno u otro extremo —el de la excesiva prudencia o el de la excesiva
temeridad— conviene aclarar una cuestión previa sobre el modo de argumentar. Hay dos mane-ras de
argumentar en contra del uso de embriones con el fin de obtener células troncales para su uso en medicina
regenerativa. Una es la de quienes arguyen a partir del principio de que el blastocisto es ya un ser humano. La
otra es la de quienes arguyen que, aun cuando no lo sea, hay razones poderosas para respetarlo: entre otras, la
tendencia creciente a comercializar la vida. Pero una cosa es insistir en la necesidad de este respeto, y otra
mantener que no es aceptable moralmente ningún uso de embriones, basándose en la premisa de que hay ya una
persona presente en el estadio de blastocisto.
Sobre el estatuto del embrión humano en sus primerísimos estadios hay dos posturas extremas: la de quienes
dicen que el embrión en esas etapas no es más que un paquete de células, y la de quienes afirman que se trata ya
de un individuo humano con su dignidad y sus derechos propios. No podemos decir que el embrión pre-
implantatorio sea ya un ser humano constituido, sino que está en camino de sedo. No es mera cosa ni objeto de
propiedad. Su destrucción no es un crimen, pero esa forma de vida humana en desarrollo, como vimos antes,
merece cierto respeto, no por lo que es, sino por lo que está orientada a ser. La investigación y uso de embriones
pretende ayudar terapéuticamente, pero también responde a la existencia de de-terminados incentivos para los
investigadores y para las empresas que explotarán sus resultados.
La postura equilibrada de Th. SHANNON evita, ante todo, el optimismo de quienes sólo ven perspectivas
terapéuticas, sin atender a implicaciones sociales. «La cuestión crítica es el acceso a la atención sanitaria y a los
seguros sociales. Iniciativas de investigación como la de las células troncales acentúan la tendencia a una
medicina centrada en la alta tecnología. La cuestión a debatir no es el estatuto moral del blastocisto y su uso,
sino lo justo o injusto del sistema de asistencia sanitaria actual» (Theological Studies [20011, 811-824). En
segundo lugar, este autor evita argüir exclusivamente desde el estatuto moral del embrión: «El embrión
preimplantatorio tiene un valor que deriva del hecho de ser vida humana y poseer un genoma humano, pero no
tiene el valor de ser una persona. La destrucción del blastocisto no es un crimen». En tercer lugar, propone
investigar de un modo restringido y controlado. «La destrucción del blastocisto con finalidad de investigación se
podría permitir en la medida en que esa investigación esté controlada y se realice con transparencia». En cuarto
lugar, acentúa el nexo de cuestiones bioéticas y problemas sociales, para evitar que «los incentivos de mercado
sean quienes orienten la investigación sin tener en cuenta los criterios éticos, o que los incentivos fiscales sobre
patentes, la concesión de presupuestos u otras variables, como el prestigio, condicionen la investigación».
En cualquier caso, la cuestión acerca del comienzo de la vida humana individual no debería ser el foco
principal del debate. Habrá que evitar que sean los incentivos de mercado, o los intereses de fama o de lucro, los
que prevalezcan sobre los criterios éticos. Es importante que el público participe activa-mente y con buena
información en los debates acerca de los criterios seguidos por los diferentes gobiernos cuando adoptan políticas
influidas por la presión de los investigadores o de las empresas. Muchas cuestiones bioéticas son cuestiones
económico-políticas. Si a una excesiva confianza en la tecnología se une la falta de sensibilidad para la
solidaridad, será más difícil poner coto a los abusos.
En suma, habría que evitar el optimismo exagerado de ver únicamente un futuro brillante y cercano de
promesas terapéuticas, sin tener en cuenta los problemas sociales que conlleva esta tecnología. También habría
que evitar la polarización del debate en tomo a la cuestión del estatuto del embrión. Parece razonable que las
investigaciones éticamente admisibles se lleven a cabo de una manera limitada y controlada públicamente. Para
permitir la destrucción del blastocisto por razones de investigación o de terapia, han de ponerse unas
determinadas condiciones, de tal manera que haya control por parte de la sociedad en un terreno tan delicado
como el de las primeras fases de la vida humana. Es preciso poner unos límites al fuerte influjo de las
motivaciones económicas en las decisiones bioéticas. Nos fiamos mucho de la tecnología, pero nos falta
solidaridad. Escribe Lisa S. CAmu,: «Una participación ciudadana más amplia y más cuidadosa en los procesos
de decisión acerca del papel social de la biotecnología es necesaria para preservar los fines tradicionales de la
medicina y humanizar la vida en una época en que están tan entrelazadas las instituciones médicas y las
económicas» (America, 26-03-2001).

20 / La otra donación

En la tertulia de bioética nos ha interesado siempre no separar las cuestiones de ética de la vida y las
cuestiones sociales. Por eso, al tratar sobre donación humana, se planteó al mismo tiempo el tema de la
manipulación de la opinión, ya sea por los medios de comunicación o por los sistemas educativos,
comparándola con una forma de «donación de las mentalidades».

***
Se habla mucho de dos donaciones: la reproductiva y la terapéutica. Pero hay una tercera, que me preocupa más:
la que podemos llamar donación metafórica.
Cuando nació la oveja Dolly, en 1997, los medios de comunicación la compararon con una fotocopia. Peor
aún: apareció en portadas la caricatura de cientos de dictadores, todos igualitos, producidos en serie y vomitados
por boca de una fotocopiadora. Era una imagen errónea, que engendró confusión. Se daba la impresión de que la
donación es una copia exacta. Y no es así. Se puede donar un programa genético, pero no una trayectoria
biográfica.
Pasaron unos años, y se empezó a hablar de otra donación, equívocamente llamada «donación terapéutica».
No se trata de donar un nuevo ser, sino de usar las técnicas de donación para experimentar con unas células y
tejidos, con expectativa de resultados terapéuticos en el futuro. Esto se denomina, más exactamente, «donación
no reproductiva». Llamarle «donación terapéutica» origina confusión. Alguien podría creer que se trata de donar
un ser humano para sacrificarlo luego y usar sus células, tejidos u órganos. No es eso; pero la interpretación
equivocada, a nivel mediático, ya está servida.
Sería, por supuesto, muy cuestionable éticamente implantar en un útero un pre-embrión producido por
técnica de do-nación y dejar que se desarrollase hasta el estadio de feto, con el fin de destruirlo posteriormente,
aunque fuese con una finalidad terapéutica. Pero, en cambio, sí se puede justificar ética-mente la manipulación
responsable de un pre-embrión in vitro, es decir, todavía no implantado en un útero, con la finalidad de obtener
de él células para una finalidad de investigación o de terapia.
Es discutible, tanto científica como éticamente, si hay diferencia entre un blastocisto resultante de un
proceso de fecundación in vitro (procedente, por tanto, de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide) y
un blastocisto producido por transferencia del núcleo de una célula somática a un óvulo previamente enucleado,
es decir, al que se ha extraído el núcleo (lo que se conoce, en inglés, con las siglas scNT: somatic cell nuclear
transfer).
Desde el punto de vista de la posibilidad de que tanto uno como otro, si se implantan en un útero, puedan dar
lugar a que se constituya un nuevo ser humano, se tiende a ignorar la diferencia entre ambos. Pero, desde el
punto de vista humano, el hecho de que el primero haya sido producido en el marco de un proyecto de
procreación médicamente asistida, y el segundo en el contexto de un proyecto de investigación mediante cultivo
de tejidos, los hace diferentes; son realidades distintas, aun cuando las consecuencias biológicas, si se intentase
llevar a cabo un embarazo, pudieran ser teóricamente iguales.
Pero, dejando aparte este debate, lo que me mueve a redactar estas líneas es el peligro de la otra donación, la
que he llamado «donación metafórica». Si la escuela, en lugar de educar, adoctrina y nos acostumbra a no
pensar, sino mera-mente a pasar exámenes; si la globalización de gustos y costumbres nos obliga a usar el
mismo cosmético, beber el mismo zumo y opinar con los mismos tópicos... estamos todos ya «donados», sin
necesidad de recurrir a experimentos de laboratorio. Tendríamos que ver de nuevo la película de Chaplin
Tiempos modernos, que se adelantaba en muchas décadas a denunciar la donación ideológica y tecnológica, a la
vez que apostaba esperanzadoramente por una salida de humor y amor. En cualquier caso, si la donación
conlleva repetición, tanto biológica como humanamente, es algo que nos empobrece. Durante el pasado
cónclave, hubo quienes vivieron sueños de donación. Quienes querían donar a Juan Pablo u, para repetir su
pontificado, y quienes querían donar a Juan xxm, para retomar a otro tiempo. Pero el Espíritu invita a la
novedad. En las ciencias de la vida, la biodiversidad es avance. En antropología, la pluralidad y la creatividad
son riqueza humana.
Más peligrosa me parece la manipulación mediática que la manipulación genética. Urge fomentar los
movimientos liberadores de concienciación —es decir, de percatarse y desengañarse— para hacer frente al
tsunami de la manipulación: desde la publicidad hasta la homogeneidad de las noticias, pasando por la
divulgación del pensamiento único neoconservador, que trata de embarcar a todo el mundo en el mismo bote
mediante el recurso del miedo.
A algunos moralistas exagerados, con pocos conocimientos de biología, les asusta la donación terapéutica, y
se oponen a ella diciendo: «Todos fuimos embriones». Inexacto; pues, aunque es cierto que vengo de un
embrión, cuando todavía era embrión no era yo. ¿Es coherente esta preocupación por la manipulación de pre-
embriones con la complicidad e incluso justificación de otras manipulaciones ideológicas, ya sea políticas,
religiosas o morales? En cualquier caso, a mí me preocupa más la donación que he llamado «metafórica», no
ausente tampoco de ciertos posicionamientos eclesiásticos. Por eso, ante la manipulación ideológica o
mediática, sigo repitiendo: «Todos somos clones».

VI
Enfermar y Sanar

La ética tradicional hablaba en tono paternalista de los deberes del médico para con el paciente, con sus
llamados códigos deontológicos, es decir, ((códigos de obligaciones». Por contraste, desde los comienzos del
movimiento bioético se ha venido reivindicando la autonomía del paciente y la importancia del consentimiento
in-formado. Pero, tanto en el enfoque tradicional como en el actual, no se pueden olvidar unos presupuestos
fundamentales: ¿Qué es salud y qué es enfermedad? Sobre eso invita a pensar este capítulo. Pero para quien
conciba el cuerpo como una máquina, la enfermedad como una avería y la tarea del médico como una
reparación técnica, no tendrá sentido este capítulo.

A menudo la presentación mediática de los problemas bioéticos produce la impresión de que todo se juega
en la resolución de presuntos dilemas sin alternativa: ¿Informar o no informar al paciente? ¿Sedar o no sedar?
¿Desconectar o mantener los soportes vitales? Y un largo etcétera.

Pero, por debajo y previamente a todas estas cuestiones particulares, hay preguntas de mucha mayor
importancia. Por ejemplo: ¿qué es salud y qué es enfermedad?, ¿qué es curar, sanar y cuidar?, ¿cuál es el fin
de la medicina?...
De este modo, la práctica de la medicina en la era tecnológica plantea cuestiones que desbordan la sola
ciencia médica, la práctica clínica o los recursos técnicos.

22 / ¿Es medicina
un vaso de vino?

¿No está un tanto olvidado el famoso dominico Francisco de Vitoria? Sin embargo, sus reflexiones sobre el uso
proporcionado de los cuidados médicos rezuman a la vez sentido común y discreción moral. Antes de entrar en
debates sobre temas como el final de la vida o los cuidados en situaciones terminales, ayudará conocer este
texto, que ha servido a menudo como prólogo para iniciar el debate sobre dichos temas en la tertulia de
bioética.

***

Merece la pena releer el texto del conocido dominico Francisco de Vitoria, uno de los padres del derecho
internacional, que en el siglo xvl, desde su cátedra de Salamanca, justificó el «no a la guerra» y el «sí a los
derechos de los indios». También se ocupó de la ética de la vida en temas como el que luego sus discípulos
formularían en términos de los medios ordinarios y extraordinarios de la medicina.
Me pregunto qué diría hoy Vitoria si asistiese a nuestros debates de bioética. Y me apetece releerlo porque
Vitoria hereda de santo Tomás dos lecciones muy importantes: la primera, cuál es el papel de los principios,
criterios y normas de moralidad; la segunda, cuál es el papel de las circunstancias. En realidad, son las dos caras
de una misma tradición de pensamiento, que solía comparar el discernimiento moral con el arte de cocinar:
hacen falta recetas de cocina -decían-, pero no se cocina únicamente siguiendo lo que dicen las recetas, sino que
hay que pasar por la experiencia de haber cocinado muchas veces, con experiencia de éxitos y de fracasos.
Me imagino que voy sentado en el Metro leyendo el periódico, junto con el maestro Vitoria a mi lado.
Aparece una columna sobre la eutanasia en la que se cita un discurso del Papa a la Academia Pontificia de la
Vida, en marzo de 2004. Entre-tanto, me mira de reojo el maestro Vitoria, que lleva bajo el brazo sus
Relectiones teológicas, y me ofrece un pasaje de ellas para que lo lea.
En su «Relección sobre la templanza» escribe así Vitoria: «Nadie está obligado a comer manjares óptimos,
exquisitos y regalados, aunque sean los más provechosos y sanos... Nadie está obligado a vivir en el clima más
sano; luego tampoco a tomar la comida más alimenticia... No está obligado nadie a privarse del vino para vivir
más; luego tampoco a lo contrario... No está obligado a prolongar su vida, como tampoco está obligado a
trasladarse a un sitio más sano... Nadie tiene obligación de tomar medicinas para alargar la vida, aun habiendo
peligro de muerte probable; por ejemplo, a tomar algún remedio todos los años para librarse de las fiebres u
otras cosas parecidas» (edición de la BAC, p.1.069).
Y en su «Relección sobre el homicidio» dice lo siguiente: «Una cosa es acortar la vida, y otra no
prolongarla... Si bien el hombre no puede abreviar la vida, tampoco está obligado a emplear cualquier medio,
por muy lícito que sea, para prolongarla. Esto es bien claro, Suponiendo que uno sepa de cierto que los aires de
la India son más sanos y benignos, y que allí viviría más tiempo que en su tierra, no está por ello obligado a
marcharse a la India, ni aun a mudarse de una ciudad a otra más sana. No quiere Dios que nos preocupemos
tanto de alargar la vida. Lo mismo digo de los alimentos. Los hay que son de suyo insanos y nocivos para la
salud; tomarlos equivaldría a matarse. Y no me refiero sólo a los venenos, sino a otras cosas nocivas; como si
uno quisiera, por ejemplo, vivir sólo de hongos o de hierbas crudas y amargas, o de cosas parecidas. Otros
alimentos hay que, sin ser provechosos, no son contra-
ríos a la salud; tales son los peces, los huevos, los lacticinios y el agua» (edición de la BAC, pp. 1.126s).
Nos resultarán chocantes estas observaciones acerca del pescado y los huevos, pero recordemos que en el
siglo xvi no había frigoríficos ni sistemas de congelación. Por otra parte, fijémonos en que ha incluido hasta el
agua en esa lista. Tiene, además, Vitoria buen humor y añade: «Digo también que hay que atender a lo que
generalmente acaece. Es más común entre los jóvenes que mueran más de glotones que de penitentes, pues más
ha matado la gula que la espada».
En el párrafo siguiente vuelve a aparecer el ejemplo del agua y el vino: «No es lícito acortar la vida con
alimentos insanos o nocivos. [...1 Tampoco está el hombre obligado a tomar alimentos exquisitos y no nocivos,
como, por ejemplo, pesca-dos; ni está obligado a tomar vino aquel a quien el médico se lo aconsejó, diciendo
que alargaría la vida diez años más que bebiendo agua, porque ésta no es contraria a la salud, ni el beberla es
acortar la vida, sino más bien no prolongarla, a lo cual nadie está obligado. Con esto me refiero a los sanos y
fuertes, pues comidas hay que son malas para los enfermos y, en cambio, son sanas para los que están buenos.
Por lo tanto, no sería lícito a los enfermos tomarlas» (ibid.).
Citemos, finalmente, un texto que más tarde dará lugar a los discípulos de Vitoria a desarrollar la distinción
entre me-dios ordinarios y medios extraordinarios: «Nadie está obliga-do, como dije antes, a poner todos los
medios para conservar la salud, sino sólo aquellos ordenados de suyo y convenientes a este fin. [...I No está
obligado el enfermo a dar su patrimonio para curarse. Se considera como que ya no hay remedio para él. 1...] El
enfermo que no tiene esperanza de sanar, aunque hubiera alguna extraordinaria y costosa medicina que le
alargara la vida algunas horas, y aun días, no tiene obligación de comprarla, sino que es suficiente que emplee
los remedios ordinarios. A este enfermo se le considera como desahuciado» (ibid).

22/ Pruebas genéticas

El siguiente texto proviene de la intervención en una mesa redonda en el Ateneo de Madrid sobre la
manipulación genética

***
Como las posturas éticas pueden ser muy variadas, diré pi-mero brevemente desde dónde hablo y con qué
criterio: desde una postura de ética y ciencia convergentes; con el criterio expresado en el título de mi libro La
gratitud responsable.

Primer preámbulo:
Ética y ciencia convergentes

Conocemos el fenómeno mediático que anuncia un descubrimiento biotecnológico. Tras la entrevista al


científico que lo apadrina, aparece la opinión de un moralista que lo condena. Impresión del público: que el
científico acelera, y el moralista frena. ¿No hay alternativa? Creo que la hay: manejar el volante y el cambio de
marcha, conducir juntos ciencia y ética, al servicio de la humanidad. Para ello, no dejar la ética en manos de
especialistas. Claro está que el biólogo no va a dejar su laboratorio para ponerse a leer a Kant en la facultad de
filosofía. Pero la ética como búsqueda humana, para usar lo mejor de la ciencia al servicio de la humanidad, es
tarea de todos. Una búsqueda compartible por personas de diversas visiones de la vida, con tal de que, en lugar
de entender la ética como máquina automática de vender soluciones prefabricadas, normas o prohibiciones, le
demos más importancia a las actitudes ante valores y a la búsqueda en común de esos valores.

Segundo preámbulo:
El criterio de la gratitud responsable

Ante un descubrimiento biotecnológico, la reacción de la ética se resume en dos palabras: gratitud y


responsabilidad. La ética comparte con la ciencia la gratitud por conocer mejor y poder modificar para nuestro
bien la realidad, una realidad que siempre nos sorprende y nos obliga a cambiar tanto nuestros paradigmas de
pensamiento para interpretarla como nuestras pautas de acción para manejarla.
Al mismo tiempo, la ética comparte con la ciencia la responsabilidad de apoyar la investigación para
promover, curar y mejorar la vida. Por eso estamos a favor de que se aprovechen las posibilidades terapéuticas
para bien de la persona y de las generaciones futuras. Esta responsabilidad conlleva la preocupación de que la
sociedad regule justamente estas investigaciones y aplicaciones, para proteger a la humanidad de cualquier
desviación que ponga en peligro la dignidad de la persona, el bien común de la sociedad o la armonía del
conjunto de los vivientes.
Hasta aquí mi prólogo, demasiado obvio; casi hay que disculparse por decirlo. Pero me parecía necesario,
porque oigo exageraciones, con las que no puedo identificarme, por parte de portavoces de las ortodoxias que se
arrogan el monopolio de la ética. No puedo identificarme con esas posturas. Mi experiencia en Japón, sociedad
secularizada en el mejor sentido, me ha facilitado una ética de búsqueda de convergencia intercultural,
interdisciplinar e interreligiosa.

Visión de conjunto

Paso, a continuación, a repasar al mapa de problemas éticos en torno a las pruebas genéticas. Lo he preparado
releyendo la documentación que he tenido que manejar durante los últimos tres años en el Comité de ética de la
investigación sobre genoma humano, en la Facultad de Medicina de la Universidad pública de Tokyo. Esos
materiales son los cuatro siguientes:

a) las Orientaciones sobre investigación genómica, publica-das en Japón, en 2001, simultáneamente por tres
ministerios (sanidad, ciencia y economía);

b) las Orientaciones éticas en genética, publicadas de común acuerdo, en 2001, por 8 asociaciones académicas
japonesas (desde biología molecular hasta farmacia, pasando por ginecología y neonatología, etc.);

c) la normativa japonesa para aplicar la Ley sobre donación, promulgada en 2002;

d) las propuestas éticas presentadas en el Boletín Anual del Instituto de Ciencias de la Vida, de la Universidad
Sofía
(universidad privada de los jesuitas en Tokyo, a la que he pertenecido hasta el año pasado).

He subrayado con colores distintos en estos documentos tres clases de temas: en verde, los temas en que se
ha alcanza-do con relativa rapidez el consenso ético; en amarillo, los te-mas en los que es fácil alcanzar un
consenso teórico o de principios, pero que siguen presentando dificultades a la hora de las aplicaciones
concretas; finalmente, he subrayado en rojo los temas que, por ser a la vez importantes y muy controvertidos,
requieren que se camine con prudencia, aunque sin renunciar a avanzar.

Ejemplos del primer bloque

1) El genoma humano muestra la unidad básica de la humanidad y niega fundamento a las discriminaciones
raciales.

2) El genoma humano es patrimonio de toda la humanidad.


3) Hay que salvaguardar la dignidad humana individual y la exigencia de respeto al genoma humano, evitando
manipulaciones irresponsables.

4) Es admisible el uso de la terapia génica, dentro de las debidas condiciones.

5) Hay que cumplir cuidadosamente los procedimientos de consentimiento informado.

6) Hay que proteger los datos genéticos contra todo cuanto vulnere la intimidad del interesado.

7) Las pruebas genéticas han de ir acompañadas del debido asesoramiento y consejo.

8) Hay que respetar la confidencialidad, salvada la exigencia de evitar repercusiones perjudiciales a terceras
personas.

9) Se requieren especiales condiciones para las decisiones en neonatolagía y para el consentimiento sustitutivo
en general; etc.

En todos estos temas del primer bloque se observa la rapidez con que se ha alcanzado el consenso ético.

Ejemplos del segundo bloque

Podemos incluir aquí la no discriminación en empleo, en acceso a educación, en contratos de seguros, o al


contraer matrimonio, etc. En este segundo bloque, el consenso ético es bastante general a nivel de principios. No
hallamos quien defienda que se puede discriminar por razones genéticas. Pero en la aplicación concreta ya no es
tan fácil el consenso. Un ejemplo típico lo constituyen los problemas que se presentan en el contexto de
relaciones laborales o de contratos de seguros. Por ejemplo, desde la perspectiva del asegurado se insiste en que
no se viole su intimidad obligándole a manifestar sus circunstancias genéticas, ya conocidas por él. Pero por
parte del asegurador se di-ce que, si se prescinde del componente de buena fe y se omite deslealmente un dato
que afecta al riesgo del asegurador, se está actuando contra la esencia misma del contrato.
Al debatir estos casos concretos, no es fácil evitar los dos extremos opuestos, es decir, una ética que se
quedara en generalidades como «no discriminar» y, por otra parte, una ausencia de ética que significara aplicar
únicamente criterios de utilidad crematística.

Ejemplos del tercer bloque

Podemos enumerar aquí una serie de problemas delicados, que están siendo aireados por los medios de
comunicación; por ejemplo, los diagnósticos pre-implantacionales; la consiguiente selección embrionaria, ya sea
para evitar una discapacidad o para beneficiarse de una donación genética a favor de un familiar; la transferencia
nuclear y la aplicación de técnicas de do-nación con finalidad investigadora y terapéutica; la experimentación
con embriones pre-implantatorios sobrantes de programas de fecundación in vitro; la obtención de células madre
con vistas a sus aplicaciones en medicina regenerativa; etcétera.
Todas estas son cuestiones controvertidas: lo que los medievales llamaban «cuestiones disputadas» y
«disputables». En torno a estos temas, la discusión científica está todavía en vías de completarse, y el debate
ético no es fácil, por el conflicto entre posturas éticas incompatibles, pues presuponen concepciones
antropológicas y epistemológicas diferentes. Creo que es honrado reconocerlo, en lugar de encastillarse en uno
de los dos extremos.

23 / Discapacidad,
discriminación,
dignidad

Este texto fue originalmente una presentación en el seminario sobre discapacidad y diagnóstico prenatal,
celebrado en la Fundación PROMI, en Cabra, en febrero de 2005.

***
Cuando se confeccionó el programa de este seminario, pareció oportuno incluir un capítulo dedicado al punto de
vista de las creencias religiosas, pero sin encerrarse en el círculo estrecho de debates entre teólogos moralistas
acerca de lo admisible o rechazable de cada técnica de diagnóstico en una determinada fase del desarrollo
embrional. Se deseaba un enfoque desde el arraigo antropológico de la fe y desde la realidad vivida por personas
creyentes cuando afrontan en carne propia situaciones de discapacidad. Hecha la opción por ese enfoque
vivencial, surgió obviamente la formulación del tema de esta exposición en forma interrogativa: ¿Hay camino
desde la perplejidad hacia la esperanza? Para sugerir un comienzo de respuesta a esta pregunta, voy a hacer una
reflexión en voz alta, planteada con ocasión de experiencias de casos concretos en el en-torno de personas
conocidas o atendidas en el consultorio, comenzando por evocar unos episodios concretos que he conocido
directamente.

Caso 1: Perplejidad, aceptación


y vacilaciones de un matrimonio

Un matrimonio con el que mantenía hacía tiempo una buena relación de amistad (los llamaré A y B)
esperaba el nacimiento de su tercera hija, tras un diagnóstico de discapacidad. Me decía B, la esposa: «Al
principio nos vino una reacción de rechazo, luego dudamos y pasamos por sentimientos opuestos. Finalmente,
hemos decidido dar a luz». A, el esposo, completaba la frase: «De hecho, estamos modificando la casa, y yo voy
a cambiar de empleo para hacerlo compatible con nuestra vida de ahora en adelante». Tras una pausa de
silencio, habló de nuevo B: «Pero hay momentos en que, de pronto, se me ha-ce cuesta arriba lo que me
aguarda, y me rebelo diciendo: "¿Por qué precisamente a nosotros?"». Y añadió: «Estaré ofendiendo a Dios?».
«No estás ofendiendo a Dios» –le dije–; lo que pasa es que la fe no os ahorra las incertidumbres e inseguridades.
Es muy natural vuestra perplejidad y los altibajos por los que pasáis. Esa frase, que os brota espontáneamente,
no es una queja contra Dios, ni le ofende. Al contrario, es como si fuera una oración en forma de queja, o una
queja con-vertida en oración».

Comentario: A propósito de la perplejidad

He elegido este caso porque me hizo reflexionar sobre la perplejidad, de la que no se libra la persona
creyente. Además, es un caso que me sirve para reflexionar sobre cómo enfocar positivamente el tema de la
queja.
El primer punto de mi reflexión es que la fe no elimina la perplejidad: tener esperanza no significa tener
soluciones pref• abricadas. Sería simplista pensar que las personas creyentes, por el mero hecho de sedo, tienen
resueltos los problemas. Tal es la reflexión queme sugiere este caso. Aquel matrimonio tardó en tomar la
decisión. Aun después de tomarla, pasaron por altibajos. Tenían esperanza, pero compatible con perplejidad y
altibajos. Me parece que no debemos eliminar ni ocultar este aspecto, que se expresa con la palabra clave
«perplejidad». La fe no elimina la perplejidad.
Hay otro complemento de esta reflexión que me sugiere la parte final del diálogo con que he narrado este
caso: ¿Es posible la transformación del sufrimiento y la perplejidad del creyente en forma de interrogación
orante desde la fe? ¿Tiene sentido hablar de la transformación de la queja en plegaria como tránsito, a la vez
penoso y esperanzado, de la perplejidad al sentido?
Sobre este punto me hizo pensar también otro caso distinto; no se trataba esta vez de afrontar una
discapacidad, sino el fallecimiento de una persona querida: un creyente que, tras la muerte inesperadamente
rápida de su joven esposa a causa de un cáncer, me decía que se le habían quitado las ganas de ir a la iglesia, y
que lo único que le salía de dentro, dirigiéndose a Dios, era decir: «¿Por qué te la has llevado? ¿Por qué?». Sus
familiares, que pertenecían a movimientos de espiritualidad muy celosos, le reprendían, diciéndole que eso era
quejarse de Dios, y que él, como creyente, no debía expresarse de esa manera. Cuando me lo contó, le dije: «Al
contrario, esa manera de expresarte no es una queja ni una blasfemia, como cree tu familia, sino una oración; ésa
es la única oración que te brota en este momento; puedes seguir quejándote de ese modo, por-que ésa es una
queja convertida en oración».
He de añadir que la sugerencia para reaccionar así me la dio hace tiempo la lectura del ensayo sobre el mal
del filósofo francés P. Ricoeur («El mal: Un desafío a la filosofía y a la teología», en Fe y filosofía, Buenos
Aires 1990, cap. 6). He incorporado esas reflexiones en el capítulo 9 de mi Fragilidad en esperanza. Enfoques
de antropología (Desclée, Bilbao 2004). Como dice Ricoeur, el mal es una aporía para el pensamiento, un reto
para la acción y una crisis para la fe. Como Pablo en su carta a la iglesia de Roma, se pregunta el creyente, ante
lo que no comprende: «¿por qué?». Y, como Pablo, se tiene que quedar en silencio ante el silencio de Dios (cf.
Rm 11,33). No creemos en Dios porque nos resuelva el enigma, sino a pesar de que no nos lo resuelve. Ni le
echamos a Dios la culpa, ni nos culpabilizamos nosotros diciendo que Dios ha querido castigarnos; tampoco
racionalizamos con explicaciones sobre un presunto plan de un Dios que habría planeado lo ocurrido «para
nuestro bien». Simplemente, no sabemos, no comprendemos, no pretendemos explicar. Como Job, bajamos la
cabeza, pero confiamos. Un paso más es lo que Ricoeur llama una fe que ha madurado hasta ser capaz de
quejarse ante Dios en forma de plegaria. Algunas personas creerían que decir ante Dios: «¿Por qué me pasa a mí
esto? ¿Por qué me ha tenido que tocar a mí precisamente?» es una ofensa a Dios. Pero no es así. Es una queja
que puede convenirse en oración. A esto le llama Ricoeur una teología de la protesta/queja/oración, por
oposición a una teología de la retribución/castigo o de la permisión/planificación divina.

Caso 2: Lo que puede decir un paciente,


pero no se le puede decir a un paciente

Celebré el pasado verano el cumpleaños de una muchacha discapacitada, a la que bauticé hace 27 años, poco
después de nacer, en el oratorio de la residencia de estudiantes, en Tokyo, donde su madre era cocinera, y su
abuelo conserje. Me habían encargado desde el año anterior la dirección de esa residencia, a la vez que me
dedicaba a las clases de ética en la universidad. Cuando se conoció el diagnóstico prenatal, vino el abuelo a
verme y me dijo: «Por supuesto, van a llevar adelante el embarazo; he venido a contárselo, porque queremos
apoyar a los padres y pedirle también a usted que nos ayude».
Cuando lo recordábamos 27 años después, comentaba la madre: «No se imagina nadie lo mucho que
debemos a esta ni-ña y las gracias que damos a Dios por ella». El padre decía: «No la cambio por nadie; y si
volviera a nacer, de nuevo querría que fuera tal y como es».
Aquella tarde regresé dándole vueltas en mi mente a estas palabras. Son palabras que tienen un valor
especial precisa-mente por estar dichas por la persona interesada, que evoca al cabo del tiempo la trayectoria de
una vida. Sin embargo, esas frases habrían sonado por lo menos a imprudencia, si las hubiese dicho yo hace 27
años para intentar animar desde fuera a ese padre y esa madre.
He querido resaltar este caso porque me ayuda a reflexionar sobre la diferencia que hay entre una afirmación
hecha por la persona que padece una dolencia o una discapacidad y esa misma afirmación hecha desde fuera por
quienes tratan de confortarla.
Además, este segundo caso me sugiere otra reflexión acerca de la clase de apoyo que puede prestar la
perspectiva de fe cuando es vivida en comunidad. La fe ayuda, pero no en forma de un falso consuelo
superficial. Este apoyo no viene tanto de un conjunto de elaboraciones teológicas abstractas en tomo a la
discapacidad o al dolor, sino de la praxis de unas comunidades creyentes a las que su fe motiva, empuja y anima
para que se impliquen activa, seria y positivamente en tareas de ayuda. En este caso que acabo de contar, los
abuelos ayudaron a los padres y nos pidieron apoyo a los de alrededor. He visto crecer a esa niña en la
residencia de estudiantes. Otras dos hermanas de la madre de esa niña se dedican hoy a cuidar de ancianos y a
trabajar con discapacitados, respectivamente, influidas por lo que ha supuesto para ellas ver crecer en el se-no de
esa familia a su sobrina. He visto a menudo la escena de antiguos estudiantes de la residencia que vienen de
visita y, antes de saludar al director, preguntan por aquella niña que correteaba por los pasillos cuando ellos
residían aquí, pues de-sean entregarle un obsequio.
Añadiré otra razón que me ha motivado a aducir como ejemplo este caso. Y es que me sugiere una reflexión
que me indica que no hay que confundir el testimonio dado desde dentro por la persona interesada con el
consuelo ficticio propuesto desde fuera en forma de racionalización. Ocurre aquí algo parecido a lo que ocurre
en el caso del perdón. Una víctima puede llegar, tras un proceso difícil, a dar el paso de perdonar al agresor.
Pero, antes de que haya recorrido por sí misma ese proceso, no tenemos derecho, ni tendría efecto, que le
dijéramos: «debes perdonarlo». ¿Quién puede, fuera de la misma víctima, decir «eres perdonado»?...
En el caso que acabo de referir, la reflexión hecha por la madre se expresaba lapidariamente diciendo: «No la
cambiada». Pero supongamos que, hace veintisiete años, cuando esa madre se encontraba perpleja ante el futuro
que la aguardaba, le hubiésemos dicho quienes estábamos alrededor: «Anímate, que ya verás cómo dentro de
unos años te alegras y dices que no cambiarías a esta niña por nadie». Esa frase, puesta en boca de quienes la
rodeábamos, habría sido imprudente y, en vez de aportar consuelo, podría haber causado el efecto contrario. Son
palabras que sólo tienen sentido dichas desde dentro de la experiencia por parte de la persona interesada, tras
haber recorrido el difícil camino desde la perplejidad hasta la esperanza.

Caso 3: ¡Cuidado con la distinción


entre creyentes y no creyentes!

Pasemos a un caso de un ambiente muy distinto. La señora T es una conocida profesora japonesa, especialista en
bioética, madre de tres hijas, una de ellas afectada por una discapacidad. Esta profesora ha escrito sobre el
diagnóstico prenatal en re-vistas acreditadas. Al contar en una conferencia su propio ca-so personal, dice que
ella optó por no hacerse el diagnóstico cuando quedó embarazada por segunda vez. Era una época en que estos
diagnósticos estaban aún en sus comienzos. Tal como estaba la legislación entonces, el hecho de ser madre de
una hija discapacitada le facilitaba tanto el acceso al diagnóstico como el acogerse con facilidad a la opción de
abortar. Ella dice que optó por no hacérselo, porque le parecía que, aunque el resultado fuese descubrir que no
había discapacidad, el me-ro hecho de someterse a esa prueba le parecía que era como si le estuviera diciendo a
su hija mayor: «No necesitamos ni que-remos otra igual que tú».
Pero, después de contar esta opción suya, añadía la profesora T con mucho cuidado: «Esta es la opción que
yo tomé, y lo cuento como mi propio testimonio. Pero esta opción pertenece a esa clase de imperativos de los
que decimos en bioética que uno puede imponerse a sí mismo o percibirlos como imperativos para sí mismo,
pero que no tenemos derecho a imponer a los demás. Por eso, a la vez que cuento mi caso, reconozco y respeto a
quienes en semejantes circunstancias hayan tomado otras opciones».
He querido contar este caso, sobre el que voy a reflexionar a continuación, porque en esta profesora se
reúnen tres perspectivas: la de ser madre de una persona discapacitada, la de ser especialista en bioética y la de
ser creyente cristiana.
Comentario:

A propósito de las actitudes de creyentes


y no creyentes

Si he traído aquí este caso, ha sido por el doble comentario expresado en las palabras de esta profesora. En
primer lugar, plantea el significado que ella percibía en su propia actitud ante el diagnóstico, de cara a la
repercusión en su propia actitud ante su hija mayor discapacitada. En segundo lugar, por su insistencia en
diferenciar entre lo que una persona percibe como imperativo para sí misma y el respeto hacia distintas opciones
de otras personas. Además, en el contexto de la sociedad japonesa, en que se enmarca este caso, me hace
reflexionar sobre la importancia de no precipitarse a hacer dicotomías separando las actitudes de creyentes y no
creyentes.
Cuantos más casos conozco, tanto más evidente me resulta que no se puede establecer una división nítida
entre creyentes, que presumiblemente asumirían con esperanza los problemas que conlleva la discapacidad, y no
creyentes, a quienes se presupondría sin acceso a esa esperanza. La división no es binaria, sino cuádruple. Tanto
entre creyentes como entre no creyentes se dan dos posibilidades: por un lado, creyentes y no creyentes que
pasan de la perplejidad al sentido; y, por otra parte, creyentes y no creyentes que no acaban de dar ese paso.
He pensado esto a propósito del caso que acabo de contar. Ni la señora T imponía su opción a otras personas,
ni muchas personas creyentes toman la misma opción, mientras que otras no creyentes sí la han tomado. Ni la fe
es una panacea que aporte soluciones automáticas al creyente, ni se arreglan los problemas de un no creyente
con sólo recomendarle la lectura de un manual de autoayuda. Todos tenemos necesidad de un acompañamiento
humano de escucha, apoyo y acogida que nos facilite el paso de la perplejidad a la esperanza.
Sería, además, una falta de delicadeza para con las personas no creyentes pensar que carecen de recursos
para descubrir y dar sentido a situaciones que, a primera vista, cuestionan o ponen en crisis la esperanza
humana. Lo ilumina el ejemplo del muchacho japonés Ototake, nacido sin manos ni pies, autor del best seller
Insatisfecho, pero feliz.
Hirotada Ototake es un muchacho japonés sin brazos ni! piernas que, con 27 años, se hizo famoso
publicando en el año 2001 un best seller en japonés, titulado en la traducción inglesa No one is perfect. Cuando
nació, el equipo médico que aten-día su nacimiento estaba perplejo, temiendo la reacción de la madre; pero el
primer comentario de ésta fue: «¡Qué rico!» Así es como lo cuenta él mismo en el libro que le ha valido miles de
cartas simpatizando con él desde cada rincón del país.
«Nadie es perfecto»: así reza la traducción del título. En realidad, la expresión original es aún más fuerte:
«Insatisfecho por los cuatro costados». En japonés hay una expresión que se traduciría literalmente como
«satisfecho por las cuatro extremidades» (gotai manzoku), con la que se designa a quien ca-rece de
discapacidad. Es corriente escuchar esta frase en con-textos como el de decir «deseo que mi hijo nazca sin
ninguna discapacidad». Un médico diría a la madre que acaba de dar a luz: «Su hijo es normal». Y lo diría con
esta expresión: su hijo es go-tai manzoku, es decir, por sus cuatro costados o por sus cinco sentidos, lo mire por
donde lo mire, produce satisfacción. Ototake ha hecho un juego de palabras con esa expresión y ha dicho que su
propio cuerpo es lo contrario de go-tai manzoku, es decir, insatisfacción (fu-manzoku) lo mires por donde lo
mires. Dicho esto por otra persona, resultaría duro, cruel y hasta discriminatorio. Son palabras que no nos
atreveríamos a pronunciar, por su tono de humor negro. Pero ha sido él en persona quien, al hablar sobre su
propia discapacidad, ha acuñado la expresión «insatisfecho por los cuatro costados», con la que se refiere, de
forma mitad dura y mitad chistosa, a su carencia de brazos y piernas. Y lo ha hecho así para expresar que esa
insatisfacción es compatible con la felicidad. «En cieno sentido –dice en su libro–, estoy insatisfecho y
satisfecho a la vez. Insatisfecho, porque me falta algo por todos la-dos. Pero estoy también satisfecho, es decir,
soy feliz dentro de mi insatisfacción; porque no es lo mismo estar insatisfecho que no ser feliz. Se puede ser
feliz, y yo lo soy, estando al mismo tiempo insatisfecho».
Ototake ha recorrido colegios dando charlas. Dirigiéndose a los más jóvenes que él, les dice: «No tengo
manos ni pies como vosotros, no tengo muchas posibilidades que vosotros tenéis; quisiera compartir, como otros
chicos de mi edad, mi vi-da con una novia. Pero os digo que se puede ser feliz en una situación como la mía. En
cambio, me pregunto si los que estáis satisfechos por los cuatro costados y tenéis cuatro extremidades sois
felices o no».
Tenía interés en aducir aquí este ejemplo dentro del comentario al tercer caso que he referido, porque me
confirma en que no es exclusivo de una determinada creencia la capacidad de asumir el paso de la perplejidad a
la esperanza.

Caso 4: Cómo los ojos de madre y los ojos de la fe


transfiguran un rostro desfigurado

La señora X, que asistía de oyente a la clase de bioética, vino a verme y me contó su propio caso, diciéndome:
«Si le sirve para ayudar a otras personas, cuéntelo con toda libertad». En realidad, ella quería, por una parte,
desahogarse contándolo y, por otra, ayudarme con la narración de su caso, para hacer más concreto lo abstracto
de mis explicaciones. De hecho, me permitió grabar su larga conversación, que aquí resumiré en su mínima
expresión.
La señora X había pasado en unos años por tres experiencias fuertemente traumáticas: un aborto provocado
contra su voluntad, el fallecimiento de un hijo durante el parto y el fallecimiento de otro hijo, nacido con
notables discapacidades, tras unos meses en la unidad de cuidados intensivos. Me contó, una por una, estas tres
experiencias.
Había quedado embarazada justamente en un momento en que, descubierta la relación de su marido con una
tercera persona, corría el peligro de romperse el matrimonio. Tanto la suegra como su propia madre le
recomendaron abortar. Ella se resistía, pero acabó cediendo a la presión. Agobiada con sentimientos de culpa,
deja de asistir al catecumenado que había estado frecuentando; pero la actitud acogedora de una persona con la
que se desahogó la anima a continuar, y unos meses después recibe el bautismo. Cambian las circunstancias y,
tras re-conciliarse con el marido, queda embarazada de nuevo. Al conocerse el diagnóstico prenatal de
discapacidad, el marido sugiere el aborto, pero esta vez ella insiste en dar a luz. Fallece el niño durante el parto.
Le aconsejan que no se quede embarazada de nuevo. Pero quiere intentarlo una vez más. Se repite el diagnóstico
de discapacidad. Contra la opinión del médico, que sugiere el aborto, persuade a su marido, que recientemente
también había dado el paso de bautizarse. Buscan esta vez un hospital que ofrezca mejores condiciones de
cuidados intensivos para neonatos. Nace su hijo y tiene que ingresar en la unidad de cuidados intensivos, a la
que van a visitarlo a diario durante unos meses, hasta que, inesperadamente, una insuficiencia cardíaca provoca
su muerte durante la noche.
Al llegar a este punto, interrumpe la conversación la señora X y saca del bolso una foto del niño en la vol
infantil, rodeado de tubos y cubierto de vendajes; me muestra, a través de todo ese tinglado tecnológico, un
trozo de cara sonriente con los ojitos bien abiertos. La señora X me dice: «Mi marido y yo miramos a menudo
esta foto dando gracias a Dios por los meses de vida de Kotaró (ese era el nombre que le habían puesto)». Y
añade: «¿Verdad que está guapo? Ahora comprendo yo eso que nos decían en el catecismo, que somos imagen
de Dios».
Puedo añadir, gracias al permiso que ella me dio para contarlo, que todos los meses esta señora acude a una
misa que se celebra en la iglesia de los jesuitas de Tokyo para encomendar el eterno descanso de criaturas
prematuramente fallecidas. No se especifica si fueron muertes por enfermedad, por accidente o por aborto
provocado, pero se puede suponer que esto último sucede en bastantes casos. En la tarjeta que se deposita
durante el ofertorio, con el nombre de las criaturas por las que se aplica el sufragio, ella escribe siempre tres
nombres: el de los dos hijos fallecidos poco después de nacer y el del que no llegó a nacer.

Comentario:
A propósito de la «imago Dei»

Es conocido que, al hablar sobre el fundamento de la dignidad humana en perspectiva cristiana, se alude a la
expresión bíblica acerca del ser humano como imago Dei, creado a imagen y semejanza de Dios. A la señora de
este cuarto caso, queacabo de referir, le sonaba esta frase, por haberla oído cuando se instruyó para bautizarse.
Ella y su marido vieron la imagen de Dios en el rostro desfigurado de su hijo en la unidad de neonatología, que
para ellos pasaba por una transfiguración. Confieso que, cuando me mostró la foto, tras escuchar su historia, ésa
fue también la experiencia que yo tuve.
Es también tradicional reforzar esta perspectiva bíblica de ver al ser humano como imagen de Dios, con tres
consideraciones teológicas que se pueden resumir así:

a) el ser humano es amado por Dios (que nos ve como «hijos en el Hijo») ya desde antes de nacer;

b) el ser humano es salvado por Cristo, que asumió la naturaleza humana;

e) el ser humano es llamado a la plena comunión con Dios, unido al cuerpo de Cristo resucitado, que lo es todo
en todos.

El Concilio Vaticano u y, posteriormente, las numerosas enseñanzas sobre este tema de Juan Pablo u han
repetido que Cristo revela al ser humano su propia dignidad. Esta manera de hablar del ser humano como imago
Dei, relacionándola con la imagen de Dios en Cristo, ha sido abundantemente desarrollada en la reflexión
teológica.
La frase de aquella madre, «Ahora entiendo lo de la imagen de Dios», me hizo pensar sobre esta
comparación tradicional. La teología ha hablado habitualmente sobre los fundamentos de la dignidad de cada
persona humana, cualquiera que sea su condición, edad, salud, etc. En el pórtico del Seminario de la Cátedra de
Bioética de la Universidad Pontificia Comillas del año 2004, escribe José Ramón Busto, profesor de exégesis
bíblica y Rector de dicha Universidad: «Para la fe cristiana, la dignidad del ser humano nace de considerarlo
imagen y semejanza de Dios, pues a imagen de Dios fue creado y como proyecto de llegar a ser semejante a El,
proyecto que se concreta en la identificación con el modo de realizarse como ser humano del Hijo de Dios»
(Pruebas genéticas, Madrid 2004, p.15).
Se ha usado mucho esta expresión en libros de teología, en exhortaciones ascéticas o en documentos
eclesiásticos, pero conviene revisarla. Hay dos tradiciones de lectura de esa comparación tradicional, que tiene
su origen en la Biblia hebrea:

a) la primera tiende a poner el énfasis en la imagen con reflejo: lo visual, el espejo, el parecido, la semejanza;

b) la segunda conecta esta imagen con la del aliento divino inspirado en el barro, y pone el énfasis en la
interioridad de la huella, la impronta, el soplo divino que convierte la corporalidad del barro, sensible al
tacto, en palpitación interna de vida divina.

La primera lectura lleva a poner la relación con Dios en un parecido externo o a quedarse en lo estático de
una imagen reflejada o una pintura. El segundo tipo de imágenes se ha usa-do menos, a pesar de ser más propio
de la Biblia cristiana. El primero, además del peligro de la exterioridad y lo estático, se presta a concentrar la
imagen —como puede ocurrir en algunas lecturas de san Agustín— en atributos de inteligencia o de voluntad,
con el consiguiente riesgo de que alguien vea más la imagen divina en rasgos de capacidad intelectual o volitiva
o en rasgos de belleza externa. El segundo enfoque tiene la ven-taja de subrayar la interioridad y, sobre todo, la
igualdad de la imagen divina en todo ser humano —más o menos enfermo, más o menos capacitado, más o
menos consciente, etc.— y también en la corporalidad: somos polvo, «mas polvo enamora-do», que dice el
famoso soneto de Quevedo.
Sobre este tema de la persona y su dignidad hay que hacer una relectura de la tradición teológica, para no
quedarse en la parcialidad de la primera de estas dos lecturas que acabo de mencionar. De hecho, el tema es
amplísimo; y si recorremos la tradición patrística, hallamos una variedad de lecturas y desarrollos del tema de la
imago Dei que no es éste el lugar de desarrollar.
Para hacer dicha revisión convendría comenzar remontándose a lo que tiene de original el texto de la Biblia
hebrea por comparación con textos parecidos de tradiciones antiguas en culturas adyacentes. Por ejemplo, en
Egipto se usaba la expresión «imagen de Dios», pero era para referirse al rey solamente. En el texto bíblico son
imagen de Dios todos y cada uno de los seres humanos, creados por El a su imagen y semejanza, amados por Él
desde antes de nacer. La manera de hablar del Espíritu divino en la Biblia cristiana profundiza esta comprensión,
acentuando que estamos llamados a desarrollar esa imagen divina, que es presencia misma de lo divino en
nosotros, puesta en la creación por el soplo divino.
Añadiré aquí, como entre paréntesis, que no puedo extenderme en este momento y lugar haciendo una
reflexión interreligiosa, aunque me apetecería muchísimo hacerlo. Me limitaré a señalar que me resulta
especialmente interesante lo que en tradiciones budistas se dice sobre la «naturaleza iluminable» (buda-gostra,
en sánscrito; busshó, en japonés) en el interior de cada persona; lo que en la tradición del islam se dice sobre la
fitra: lo mejor de nosotros en nuestro interior, que coincide con lo divino en cada persona, cuyo desarrollo no es
la negación del yo, sino su expansión; lo que decía el poeta griego Píndaro: «hazte el que eres»; lo que dicen los
budistas japoneses de la escuela de Shingon desde el siglo vm: «Hacerse buda o iluminado ya en este mundo y
en este cuerpo es percatarse de que ya lo somos»; etc. Todas estas consideraciones conectan con la aportación de
las religiones a la fundamentación de la dignidad humana y los derechos humanos. Con razón el budismo
reaccionó contra la división de castas que había en la India y propugnó la igualdad absoluta en dignidad de todos
los seres humanos, sin discriminación de ninguna clase. Pero el tratamiento intercultural e interreligioso de estos
temas nos llevaría muy lejos, y no podemos hacerlo aquí; lo dejo solamente insinuado.
En cualquier caso, esta manera de comprender al ser humano como imago Dei, en lo que se basa su
dignidad, se ha desarrollado en iglesias y teologías orientales, más vinculada a la segunda de las lecturas que
mencioné antes. Conecta también con elementos de otras religiones orientales, que captan al ser humano como
un cuerpo animado, «pneumatizado» (vivifica-do por el Espíritu divino) y divinizable.
Esta antropología se expresa popular y gráficamente mediante la imagen del barro en el que Dios infunde su
soplo. El tacto y la corporalidad del barro se conjuga con la interioridad y vitalidad del soplo. No se trata de un
recipiente de barro para introducir en él algo así como un alma venida de fuera (eso sería más helénico). Son el
barro y la corporalidad misma los que son animados, vivificados por un soplo interior que hace que en ellos el
enigma de la Vida con mayúscula emerja, con-viniendo el barro y el cuerpo en persona, en un tú amable y
amado.
En 2 Co 1,22 leemos que Dios nos marcó con su sello y nos dio el Espíritu, que habita en nuestro interior,
como garantía de lo divino en nosotros. La razón de que la esperanza no pueda fallar, según escribe Pablo en la
Carta a la iglesia de Roma (5,5), es que tenemos todos en nuestro interior esa garantía, «porque —dice— el
amor que Dios nos tiene inunda nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado».
Esto no se dice solamente de unas personas, exceptuando a otras. sino que vale para todo ser humano, con
más o menos salud, con una edad u otra, de un rango social u otro, de una cultura u otra, con una determinada
discapacidad o sin ella; se dice de cualquier persona, nacida o nascitura, amada por El ya desde antes de nacer.
Como leemos en los Hechos de los Apóstoles, «en Dios no hay acepción de personas» (10, 34).
Las primeras predicaciones cristianas entendieron las palabras del profeta Joel a la luz de la vida y muerte de
Jesús, y por eso anunciaron que «Dios derrama su Espíritu sobre todo hombre y mujer» (Hch 2,17). Todas y
cada una de las personas humanas son pneumatizadas, es decir, energetizadas por el Espíritu de Dios, que las
hace divinizadas y divinizables. Divinizadas ya desde ahora, aunque cada una no se percate, y divinizables
definitivamente tras la muerte.
En el episodio simbólico de Pentecostés, donde se ven confluir emblemáticamente culturas diversas
(Mesopotamia, Capadocia, Ponto, Prigia, Panfilia, Egipto, Libia, romanos, judíos, cretenses, árabes...), no hay
traducción simultánea, ni tampoco existe la posibilidad de que Pedro y sus compañeros hablen varios idiomas.
Si se dice enigmáticamente que «cada uno oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua», es para
expresar poéticamente lo inexpresable: que la unidad de las naciones no se hace homogeneizándolas bajo un
poder autoritario que imponga uniformidad —ése era el ideal de los constructores de la torre de Babel en la
antigüedad—; todo lo contrario: la unidad de la humanidad no se logra matando elpluralismo y la
individualidad, sino reconociéndolos y reconociendo lo inviolable de la dignidad de cada persona, precisa-mente
por ser un cuerpo humano «pneumatizado», es decir, vivificado por el Espíritu que lo hace divinizado y
divinizable.
Hay que añadir un rasgo más, tomado de los evangelios. Supuesta la igualdad en dignidad de todos los seres
humanos, la exigencia de respeto incondicional que pide de nosotros esa dignidad se hace especialmente
patente, no donde el «barro/cuerpo» alcanza niveles altos de belleza, salud o dotes mentales, sino precisamente
allí donde la fragilidad y la vulnerabilidad se ponen más de manifiesto.
Al preguntar a Jesús los discípulos quién es el mayor, Jesús coloca en el centro a un niño. El niño es imagen
de lo despreciable, lo marginado, lo débil, lo frágil, lo vulnerable, etc. Jesús invita entonces a los discípulos a
convertirse en una comunidad que coloca en su centro precisamente a esa criatura y cuanto ella significa. Quien
acoge a ese niño, acoge a Jesús; quien lo ve, ve a Jesús. Y ver y acoger a Jesús es ver y acoger al Abba, al Dios
Padre y Madre.
Ricoeur, Levinas, McIntyre, etc. han subrayado que donde hay mayor fragilidad y dependencia, allí se nos
está apremian-do, ante la realidad de esa existencia personal más necesitada de apoyo, a una mayor
responsabilidad y solidaridad en nuestra respuesta a su exigencia de respeto y de ayuda.
Creo que aquí hay una aportación fuerte por parte de la religiosidad y la espiritualidad, que nos ayuda a
colocar en un horizonte de sentido último el esfuerzo de fundamentación de la dignidad humana hecho por las
éticas. Es algo, por otra par-te, muy de agradecer, ya que sabemos las limitaciones de esos esfuerzos de
fundamentación y el atolladero en que suelen atascarse. Prefiero, por eso, en vez enredarme en el círculo sin
salida de la fundamentación, acentuar dos experiencias:

a) la experiencia ética: la experiencia de admiración ante el valor de la persona (por ejemplo, ante quien da la
vida por otro) y de indignación ante el anti-valor que ignora la exigencia de respeto a la persona; por
ejemplo, la violación y muerte de una niña de diez años o su mutilación por una mina personal.
b) La experiencia religiosa: experiencia de ser incondicional T mente acogida y aceptada la persona sin
discriminación y amada ya desde antes de nacer por quien la crea por amor. De ahí surge el fundamento,
tanto del trato igual para todas las personas como de la reconciliación y el perdón. Con la ética aristotélica
llegamos hasta la amistad y la justicia; las éticas en perspectiva religiosa invitan a un paso más de ética de
máximos: la aceptación del extranjero, del marginado o del enemigo, de la persona con cualquier clase de
dependencia o fragilidad.

VII
Explotar y Cuidar

Son diversas las actitudes ante la naturaleza y el sentido de ésta en los diversos contextos culturales. La Enciclopedia de
Bioética, en el artículo sobre concepciones de la Naturaleza (de I. Barbear), presenta tres: la que acentúa el dominio, la que
prefiere la identificación con la naturaleza, y una tercera, la que llama »de administración responsable». La primera
correspondería a la caricatura de lo occidental y cristiano; la segunda, a lo oriental; y la tercera, a lo bíblico bien entendido.

Es, sin embargo, cuestionable que lo oriental se reduzca sin más a la segunda postura, y que lo occidental y cristiano sea
tan equilibrado como la tercera. También es discutible si no hay otra alternativa a estas tres: dominio, identificación o
administración.

¿No es posible una manipulación de la naturaleza conjugada con el respeto? ¿No puede haber una alternativa de
manipulación responsable y respetuosa?

A estas preguntas tratan de responder brevemente los dos capitulos de esta séptima parte.

Si se desarrollaran despacio estos temas, darían para un libro entero. La brevedad con que aquí se tratan tal vez resulte
insuficiente; pero quedaría menguado el conjunto de estos materiales sin la referencia a la problemática ecológica y ecoética.
Esta no debería considerarse como algo añadido en forma de apéndice a la bioética, sino como un aspecto que repercute
transversalmente en todos los demás tratados en estas páginas.

24 / Ecología
y eco-ética

Dedicamos unas sesiones de la tertulia al arte japonés en relación con el sentido de la naturaleza, como
introducción a los temas de ecología y ecoética, de los que es una muestra el re-sumen siguiente.

***

La relación hombre-naturaleza no debería ser de dominación-esclavitud, sino una relación constitutiva que
enriquezca a ambos. Más que una nueva política del ser humano con relación a la naturaleza, necesitamos una
conversión que reconozca el destino común de uno y de otra. Las sabidurías orientales nos invitan a sintonizar
con el cosmos como con un gran cuerpo, un hogar, una persona, de manera que nuestra relación interpersonal
con el cosmos sea la relación con uno mismo y con lo absoluto.
En lugar de acentuar, en la traducción del Génesis, el aspecto de «dominad la tierra», hay que interpretar ese
texto como «cuidad la tierra y la armonía de los vivientes». Si se par-te de la relación entre culto litúrgico y
cultivo de la tierra, entre celebración y praxis, será más fácil enfocar en perspectiva cristiana la ecología.
En el destrozo actual de la naturaleza y las amenazas a la vida, hay un problema común a Oriente y a
Occidente, que hunde sus raíces en la corriente misma de la vida: en el impulso y el deseo que nos mueven a
gozar, usar y explotar desmesuradamente. Llevamos en nuestra misma biología el impulso que nos hace destruir
la naturaleza, sacrificar otras vidas con tal de satisfacemos ilimitadamente. Ello nos lleva a la explotación sin
freno de los recursos. Pero también hay algo de esto en otros vivientes, aunque no en el grado y la complejidad
con que se da en nuestra especie humana, ya que somos conscientes y libres, capaces de dar giros de creatividad
insospechados, con consecuencias potencialmente constructivas o destructivas. Somos capaces de unos
comportamientos que hacen salirse de madre al río de la historia.
La organización de la sociedad actual y la tecnociencia se suman como cómplices a este impulso
constructor/destructor. La racionalidad moderna aumenta esa complicidad. Hay quienes insisten en que, si nos
acoplamos a la naturaleza y a la corriente de la vida, dejándonos llevar espontáneamente por su ritmo, reinará la
armonía. Pero ¿no es excesivamente optimista o romántico pensar así? Fijémonos en toda una serie de factores
que parecen estar frenando o sofocando la vida, pero que, de hecho, satisfacen impulsos vitales. Por eso no es
extraño que busquemos esas satisfacciones, olvidándonos de los efectos secundarios o de las consecuencias
futuras. Hay aquí un problema que, como decíamos, hunde sus raíces en la corriente misma de la vida y en las
características de los vivientes, sobre todo de la especie humana. Esa fragilidad originaria, ese talón de Aquiles,
sufre el impacto de los efectos de la tecnociencia; viene después la ideología a justificarlo; y la organización
social facilita el crecimiento del tumor. Sería tarea de la filosofía, que piensa lo humano y la vida, mirar cara a
cara es-te problema sin disimularlo y sin echar fácilmente la culpa a tal o cual agente exterior a nosotros.
Fijémonos en que, cuando sacrificamos, explotamos o utilizamos a otros vivientes o los recursos del planeta,
estamos haciendo algo que arraiga en el movimiento mismo de la vida. Por eso, no basta con decir frases bonitas
acerca de la armonía, la coexistencia o la identificación con la naturaleza. Hay, en el fondo de la corriente de la
vida en general y de la vida humana en particular, un enigma de contradicciones, conflictos y males. Así como
también es cierto que arraigan en ese mismomovimiento de la vida unas posibilidades de adaptación,
reconciliación, solidaridad y armonía.
Habría que hacer una doble pregunta: ¿por qué la vida mata a la vida?; ¿por qué la vida busca reconciliación
con la vi-da, busca la armonía, a la vez que la destruye?
La tecnología, al penetrar en nuestra vida cotidiana, ha producido una confusión de planos entre lo natural y
lo artificial, como ponen de manifiesto sencillos episodios caseros. En una vivienda estrecha de Tokyo jugaba un
niño pequeño con una jaula de grillos. No los había cogido en el parque. Se los había comprado su madre en
unos grandes almacenes donde, bajo un cartel de propaganda ecológica, venden a los niños un entretenimiento
secular que ha dejado de ser asequible en me-dio de la ciudad contaminada. Al cabo de unos días, murió uno de
los grillos. El niño pidió ingenuamente a su madre: «Cámbiale las pilas, que ya no funciona». Había
desaparecido la distinción entre el viviente y el artificio.
Otro niño, sentado sobre la esterilla de tatami en un rincón del apartamento, contemplaba, al otro lado de la
ventana, a dos gorriones flirteando sobre los cables del teléfono. «Mira, mamá, la ventana parece como si fuera
la tele...», comentó admirado. En vez de ser la pantalla reflejo de la realidad, más bien era la realidad la que
parecía imitar a la pantalla. Es que, probablemente, para ese niño la pantalla de la tele es una realidad más
cercana que la naturaleza exterior.
En medio de las discusiones bioéticas contemporáneas, tanto cuando se trata del problema de las nuevas
técnicas de reproducción humana como cuando se discute la destrucción de los sistemas ecológicos, se disputan
la partida dos posturas extremas: tecnologismo y naturalismo a ultranza. Mientras unos ensalzan la técnica para
satisfacer el deseo, otros se oponen a la manipulación de la naturaleza. Pero ¿no es precisa-mente la conjunción
de manipulación humana y armonía respetuosa con la naturaleza uno de los problemas fundamentales de la
ecología y la bioética?
Para repensar este problema podría contribuir con una su-gerencia muy valiosa la estética japonesa, tal como
se manifiesta en su tradición del arte de jardinería. Se trata de una manipulación de lo natural que se acomoda a
la naturaleza y pone de relieve lo mejor de ella. Ni una manipulación desenfrenada, ni un dejar sin tocar lo
natural por excesivo respeto. Se cambia, se transforma y se manipula lo natural, pero respetándolo. Se acompasa
la manipulación humana al dinamismo interno de la naturaleza para ayudar a ésta a dar a luz sus posibilidades.
El filósofo japonés Watsuji insistía, hace ya más de cincuenta años, en que no se oponga la racionalidad
occidental a una presunta irracionalidad oriental. Recordaba los paisajes de pino mediterráneo que había
contemplado en Italia y los comparaba con el pino japonés, retorcido por los huracanes; pero añadía que la
manera de cortar las ramas del pino en un jardín japonés era algo muy calculado para que, tras muchas
primaveras verdes y duros inviernos de nieve, se produjera al cabo del tiempo, de un modo «artificialmente
natural», la forma de rama requerida por el conjunto armónico del jardín. El jardín japonés es para él, al mismo
tiempo, muy natural y muy artificial.
La intervención humana en la naturaleza para obtener el jardín japonés iría en busca de ese orden inmanente
a la naturaleza, en vez de imponerse a ella desde fuera. No se deja la naturaleza tal como está; se la modifica,
pero sin arrasarla. No se la ordena simétricamente, pero se la cuida, poda, adapta y transforma de un modo
naturalmente artificial y artificialmente natural.
Esta estética de la jardinería japonesa puede contribuir a las discusiones actuales sobre ecología y ecoética:
la intervención humana en la naturaleza, llevada a cabo de un modo artístico, es un camino para conjugar la
artificialidad de lo natural con la naturalidad de lo artificial. Este criterio ayudaría a evitar las confusiones a que
conducen algunas reflexiones éticas que identifican peligrosamente lo natural con lo moral, y lo artificial con lo
antinatural o éticamente condenable.
Nos da que pensar la trayectoria seguida por la preocupación ecoética durante los últimos treinta años. Un
primer paso fue la toma de conciencia de lo limitado de los recursos y la necesidad de ahorrarlos. Vino luego el
sentido estético. Conservamos un paisaje por su belleza, no sólo por ser fuente de re-cursos. Se avanzó un paso
más, llegando a insistir en derechosde animales y plantas o, al menos, en obligaciones de los humanos para con
el conjunto cósmico y responsabilidad para con la biosfera entera. Finalmente, se ha insistido en la interrelación
de la problemática ecológica y la estética con la social, económica y política. Si no vienen los pájaros
migratorios, es porque ha cambiado el entorno. Si ha cambiado el entorno, es porque hemos influido en él con
nuestras manipulaciones.
Desde la actitud consumista es imposible dicho plantea-miento, ya que prevalece el egoísmo utilitario. Nada
resuelve el extremo opuesto: la actitud romántica. Necesaria, pero insuficiente, es la actitud burocrática: se pone
un letrero pequeñito, avisando que un producto contamina, pero se sigue vendiendo, aunque con algunas
restricciones. Cuando la preocupación administrativa y burocrática se junta con la de una tecnología
responsable, se abren nuevas vías; por ejemplo, se insiste en resolver con una tecnología mejor y menos
contaminante los problemas ecológicos creados por otras tecnologías. Pero para ello hacen falta medios
económicos y voluntad política de hacerlo. Se remite de nuevo el problema a decisiones humanas. Por eso es
ineludible, últimamente, un cuestionamiento radical que no deje de preguntarse adónde vamos, por qué y para
qué, y cómo vamos a recorrer ese camino sin deshumanizamos.
Un autor que ha cuestionado muy atinadamente la hybris de la propia tradición es Hans lonas, mediante los
planteamientos y criterios que propone en su Ética de la responsabilidad (1979). Ha destacado este autor la
ambigüedad de la tecnología en sí misma, no sólo por el uso (como en el caso del cuchillo). Ha planteado la
necesidad de no juzgar sólo desde la instrumentalidad, sino también desde la futuridad; por ejemplo, cuando nos
preguntamos por las consecuencias futuras de la disminución de la capa de ozono. Ha insistido en la urgencia de
prevenir las consecuencias a largo plazo, sin contentar-nos solamente con cercioramos de que usamos bien una
determinada tecnología. Ha resaltado la rapidez del paso del descubrimiento a la comercialización hoy día: si no
se piensa en el problema de las consecuencias desde el principio, no llegamos a tiempo de impedir las negativas.
Pero, sobre todo, ha insistido este autor en que, a medida que tenemos mayores posibilidades, son también
mayores nuestras responsabilidades. Y ha planteado la necesidad de criterios que, desde el futuro, orienten la
actividad tecnológica con responsabilidad hacia el futuro de la biosfera y de las generaciones futuras, superando
el antropocentrismo egoísta.
El diálogo con otras culturas nos ayudará a recuperar antiguas sabidurías y a encontrar otras nuevas con
miras a mejorar nuestra relación con la Tierra y con la Naturaleza. Hemos de reconocer, a la vez, que en todas
las tradiciones culturales se ha cedido a la fragilidad humana y se ha cooperado con los poderes humanos
destructores de la Naturaleza en diversas épocas y lugares. Hoy nos damos más cuenta de la necesidad de
recuperar la sabiduría antigua y de buscar una sabiduría nueva con el fin de lograr nuevas integraciones en favor
de la vida. Esta búsqueda está comenzando a dar resultados: se nos invita a explorar cosmovisiones alternativas
en las tradiciones asiáticas sapienciales.

En un resumen panorámico habría que referirse a las siguientes:

a) encuentro con el cosmos en el pensamiento hindú, que acentúa la unidad básica de todas las cosas en medio
de la diversidad de la creación;

b) encuentro con el dinamismo del universo en el taoísmo: dinámica del Ying y el Yang, armonía global,
moderación, respeto por la naturaleza;

c) encuentro con el humanismo cósmico en el confucianismo: toda la creación como una familia única, que ha
de ser querida y respetada;

d) encuentro con la espiritualidad budista del despego, con sus aportaciones para repensar desde nuevas bases
una economía universalmente viable;

e) encuentro con el sentido originario de unidad y comunión con el conjunto de la creación, tal y como la
hallamos en las religiones cósmicas más primitivas, «humus» radical de la religiosidad en muchas culturas.
Se pueden destacar, en estas tradiciones orientales, tres características principales: cosmocentrismo, no-
dualismo y holismo.
En cuanto al cosmocentrismo, llama la atención que el hombre no esté en el centro del universo, sino con los
otros seres. Su papel no es dominar, sino armonizar. Debe cobrar con-ciencia de la armonía cósmica y acoplarse
a ella. El sabio es el que ve y descubre la sabiduría inherente al cosmos.
Por lo que se refiere a la ausencia de dualidades y a la armonía de polos opuestos, hay que destacar que ni el
hombre se sitúa frente a la naturaleza, para oponerse a ella, ni frente a lo divino; tampoco pone lo divino frente a
la naturaleza. La naturaleza es a la vez antropocósmica y teocósmica. Más que de heteronomía o autonomía
-dice Panikkar—, hay que hablar de «ontonomía». Si cortas un árbol, me cortas un brazo. Incluso bajo el
humanismo confuciano hay un naturalismo. La vida humana es un fenómeno cósmico y no meramente
antropológico. Se habla del hombre en términos cósmicos, y de la naturaleza en términos humanos. La
Naturaleza es una realidad, además de antropocósmica, teocósmica. Es misteriosa y sagrada.
Finalmente, la visión del cosmos es holística. Lo que cuenta es la totalidad. Más que espectadores o partes
del universo, somos reflejo de su totalidad, como se ve en los Upanishads. El todo de la realidad se hace
presente en cada uno de sus rayos y reflejos conscientes. Y lo mismo puede decirse del cosmos. Cada realidad es
un símbolo y expresión de la realidad toda entera. No se explica, sino que se vive, la relación del hombre con la
naturaleza. El silencio ante el misterio de las cosas es la verdad de su realidad.

25 / Eucaristía
y eco-justicia

Esta reflexión fue, originariamente, una intervención en la mesa redonda interreligiosa sobre ecología,
justicia y espiritualidad, celebrada el 20 de abril de 2005 en el Colegio Mayor «Chaminade» de Madrid.

***
En el marco de un simposio sobre las religiones y su relación con la justicia social y los problemas
ecológicos, me han pedido que presente brevemente la motivación cristiana para comprometerse con la acción
por la justicia y la protección del ambiente. ¿De dónde brota, en el caso de los católicos, el compromiso con lo
que desde hace muy poco llamamos eco-justicia: es decir, la acción social para promover la vida, la paz y la
justicia, así como también para proteger el medio ambiente?
Mencionaré tres fuentes de las que brota dicha motivación:

a) el recuerdo de las comidas de Jesús en la memoria práctica de la celebración eucarística o comida de acción
de gracias;

b) el reconocimiento arrepentido de su olvido en la historia de la Iglesia;

c) la renovación de esta memoria, gracias a movimientos surgidos en la base y asumidos luego por toda la
Iglesia.

Diré una palabra sobre cada uno de estos tres puntos.

El recuerdo de las comidas de Jesús

Jesús toma pan y vino en sus manos, levanta la vista a lo alto para agradecer el don de los frutos de la tierra y
extiende la vis-ta a su alrededor para agradecer los resultados del trabajo humano. A continuación, los distribuye
e invita a los suyos a compartir y repartir: «Acordaos de mí... Haced lo mismo... Dadles de comer».
La celebración fundacional de la comunidad cristiana reunida es una comida de acción de gracias. De ahí
sale la comunidad, enviada a formar una sociedad de compartir y repartir. El trigo y la uva se transformaron en
pan y vino por el trabajo de muchos hombres y mujeres. El pan, el vino y lo que ellos representan
simbólicamente, la vida diaria de las familias y la sociedad, se consagran, es decir, se transforman para
significar una nueva vida, la Vida con mayúscula. La comunidad se sien-te llamada a cuidar de la vida, de la
tierra y del ambiente, así como de las relaciones humanas, familiares y sociales; es una misión, por decirlo con
sólo dos palabras, de gratitud y responsabilidad: de la gratitud por el don brota la responsabilidad para cuidar la
vida, la tierra y el ambiente, la sociedad y las relaciones humanas. Por tanto, la celebración de la eucaristía es
inseparable del compromiso social y ecológico; son inseparables la gratitud por el don de la vida y la
responsabilidad de cuidarla en la vida diaria; son inseparables el culto y el cuidado del planeta.

El reconocimiento del olvido

Hay que reconocerlo. Los creyentes hemos olvidado y traicionado, en diversas épocas y lugares, esta tradición
de celebración y praxis, inspirada por las comidas de Jesús Se han producido, pues, dos desfiguraciones del
cristianismo: por una parte, un culto rutinario, separado de la vida e indiferente a los problemas sociales; por
otra, unas actividades sociales que no brotan ni se alimentan de la experiencia de fe.
Esto ha ocurrido en diversas épocas y lugares. Por ejemplo, cuando nos hemos puesto de parte de poderes
opresores; cuando hemos obtenido privilegios de las clases privilegiadas a cambio de ignorar las injusticias
sociales; cuando se ha identincado peligrosamente la Iglesia con un determinado partido político; cuando hemos
colaborado a la destrucción del ambiente y la explotación desmesurada e injusta de los recursos; cuando hemos
justificado guerras injustificables... y un largo etcétera.

La recuperación de la memoria

El tercer punto es más esperanzador: han surgido también, a impulsos del Espíritu de Jesús, en diversas épocas y
lugares a lo largo de la historia del cristianismo, movimientos de reconciliación y liberación que han recuperado
la memoria evangélica perdida.

• Cuando Francisco de Asís inicia una experiencia nueva de comunidad de hermanos y hermanas, un estilo de
vida sencillo y frugal y una armonía con la naturaleza, con el hermano sol y el hermano lobo...

• Cuando Bartolomé las Casas y Vitoria defienden a los in-dios: que no se les quiten sus tierras, que no se les
arrebaten sus culturas, que no se les esclavice so pretexto de evangelizarlos...

• Cuando la teología de la liberación nos despierta para que nos pongamos de parte de la humanidad
oprimida...

• Cuando empieza a hablar la teología reciente de eco-feminismo y de eco-justicia...

• Cuando la Madre Teresa de Calcuta se dedica a las personas más abandonadas...

Y un larguísimo etcétera.

En todas estas ocasiones, estos movimientos reconciliado-res, liberadores y transformadores de la sociedad


han sido muchas veces objeto de incomprensión y hasta persecución por parte del gobierno de la iglesia. Otras
veces se han asumido, aunque domesticándolos o suavizando su empuje. Ha habido también en la historia
momentos privilegiados en los que esos brotes surgidos de la base han sido asumidos por toda la Iglesia. Por
ejemplo, los siguientes:

• Cuando Juan XXIII el Bueno, a pesar de la fuerte oposición por parte del aparato de la curia vaticana,
consigue publicar, en 1963, la carta Paz en la tierra...

• Cuando el Concilio Vaticano n, en 1965, hace suyos los gozos y esperanzas de la humanidad.

• Cuando, en 1971, el Sínodo mundial de obispos confirma la inseparabilidad del compromiso por la paz y la
justicia con la misión de evangelizar.

• Cuando Pablo vt envía a la reunión de Estocolmo, en 1972, el mensaje comprometido con la ecología.

• Cuando Juan Pablo II, en el mensaje de Año nuevo de 1990, exhorta a la paz con la creación entera y al
compromiso con los movimientos ecológicos.

• Cuando, tras el atentado del 11 de septiembre, insiste el Pa-pa en que no hay paz sin justicia, ni justicia sin
perdón, y no cesa en los años siguientes de repetir su ano» a la guerra...

Y también aquí un largo etcétera. En todas estas ocasiones la comunidad creyente está recuperando la
memoria de las comidas de Jesús.
De todos modos, hemos de reconocer que en los últimos veinticinco años, de predominio del
restauracionismo y la involución en el gobierno de la Iglesia católica, se ha repetido el olvido del recuerdo de
Jesús al que me referí en el primer punto. La persecución calumniosa de las teologías de la liberación ha sido el
ejemplo más patente. Ahora, en estos días de pasar página, querríamos vivir un momento de recuperación, de
escuchar de nuevo al Espíritu de Jesús y dejamos llevar por su impulso para que, una vez más, resucite la
esperanza.

VIII
Perecer y Morir

También el morir, como el nacer, es un proceso, un camino a recorrer. Un proceso doble: biológico y humano. Un proceso
irreversible de deterioro biológico del organismo. Un proceso humano de asunción de la propia muerte o de acompañamiento
a quien va a morir.

La diversidad de situaciones en torno al final de la vida –diagnóstico, pronóstico, información, tratamientos curativos o
paliativos, soportes vitales, analgésicos, sedación, estados vegetativos, eutanasia, muerte encefálica, trasplantes, etc.–
conlleva muchísimos problemas éticos, sobre los que abundan los malentendidos, tanto en el nivel de vida la cotidiana como
en el de la información en los medios. Nos preocupa especialmente, en esta octava par-te, colaborar a deshacer
malentendidos y aclarar conceptos.

Nos preocupa también el problema humano de fondo que subyace a los debates en torno a las situaciones terminales. Si en
otras épocas el tabú era la sexualidad, ahora lo es la muerte, cuyo ocultamiento es característico de la cultura actual. Por eso
mismo resulta preciso preguntarse seriamente: ¿Adónde va y qué riesgo corre una cultura que disimula el dolor y el
envejecimiento y no se atreve a mirar cara a cara a la muerte? ¿No es irónica la situación de los avances en tecnología
biomédica, que nos capacitan para prolongar artificialmente cada vez más los procesos terminales, mientras disminuye
nuestra capacidad humana de mirar de frente la realidad de la muerte?

26 / Hacia la otra orilla

Este capítulo reproduce una conferencia de introducción a un ciclo sobre el más allá en el Colegio Mayor
«Roncesvalles», de Pamplona.

***
Mirada al más allá desde la antropología

El título elegido para pasar este rato pensando juntos sobre el más allá es «Hacia la otra orilla». Imagínense que
nos despertamos sobre una barca en medio del río Amazonas: una corriente tan ancha que apenas se divisan las
orillas. Así es la vida humana. Venimos de la orilla del nacer. Vamos hacia la orilla del morir. Pero nadie se
acuerda de su nacimiento. Ni nadie tiene experiencia de su propia muerte. La vida humana empieza y acaba con
puntos suspensivos.
¿Y me piden que hable sobre el más allá, sobre el más allá de la otra orilla, y que lo haga desde la
antropología? ¿Qué se puede decir?
La Antropología –dicen los diccionarios– es un logos sobre el anthropos, es decir, sobre el ser humano. ¿Y
qué es un logos? Hay quienes lo interpretan como un saber. Me parece mejor entenderlo como un preguntar. No
presumimos de tener un saber sobre lo humano. Solamente preguntamos por lo humano. No somos expertos en
humanidad, sino tan sólo aprendices de humanidad. Así entiendo yo la filosofía antropológica: como un
incesante preguntar por lo humano. Desde esa postura se explica que el subtítulo que he adoptado rece así:
«Perspectivas sobre el más allá desde la antropología».
La perspectiva será diferente según el punto de mira en que nos situemos. Propongo que, a modo de prólogo,
nos coloquemos imaginativamente en el interior del seno materno y recordemos una fábula bien conocida que,
sin duda, hemos oído contar más de una vez.
Erase una vez... dos hermanos gemelos que estaban en el interior del seno materno antes de nacer. Dijo uno
de ellos al otro: «Cuando salgamos de aquí, ¿habrá algo después del parto? ¡Mira que si no hay nada...!». Y su
hermano le contestó: «Yo tampoco lo sé. Nadie ha vuelto de allí para contárnoslo. Por eso me da miedo. Sal tú
primero, anda; sal y luego me das una voz desde allí...».
No es más que una fábula; pero he querido recordarla como prólogo, porque esta fábula –nada menos que
todo un símbolo– expresa certeramente nuestra situación al hablar del más allá.
Dicho esto, comencemos por el primer punto: lo que podemos llamar «el más allá soñado».

El más allá soñado

Nos dicen los paleontólogos que la especie humana se caracteriza desde la más remota prehistoria por enterrar a
sus muertos. En los comienzos de la historia, primitivos documentos escritos mencionan la imagen del «sueño
de la muerte». Los primitivos tuvieron, obviamente, la experiencia de que una persona dormida parece estar
muerta, y una persona muerta pare-ce estar dormida. Tuvieron también la experiencia de despertar del sueño
cada día, así como la experiencia de soñar. No es de extrañar que tales experiencias estén relacionadas con las
primeras aproximaciones a creencias en un mundo de espíritus o en la pervivencia de espíritus separados de sus
cuerpos.
Es interesante la manera de referirse en muchas culturas al morir como expirar, como el último aliento.
Decimos «expiró» como sinónimo de «falleció». En algunas culturas se dice que el agonizante «emitió su último
aliento» o «entregó su espíritu». En otras culturas, como la de Japón, por ejemplo, se dice que recogió el aliento
y se lo guardó dentro, es decir, que dejó de expirar el aire hacia fuera. Paradójicamente, son dos maneras
opuestas de referirse al cese de la respiración.
En cualquier caso, es muy importante en diversas culturas el duelo. A propósito de este sentido humano del
duelo hay una abundante literatura antropológica al respecto. Nos hablan de las costumbres funerarias; de la
asociación de la comida y el duelo; de los banquetes fúnebres; del papel del llanto, que a veces va unido a
elementos de fiesta mezclados con los de duelo, con lo que se alivian tensiones y dolores... También sería
interesante recordar las tradiciones que existen en muchas culturas rurales sobre avisos, premoniciones o
apariciones, en las que desempeña un papel el supuesto espíritu del fallecido.
Todo esto que nos describe la antropología cultural no basta para afirmar o negar un más allá, pero sí da
testimonio de que la humanidad siempre ha soñado con ello.

El más allá manipulado

El más allá soñado ha sido también un más allá manipulado. La magia manipuló desde antiguo estos sueños.
Aquí podríamos extendemos muchísimo hablando de espiritismos, exorcismos, intentos de controlar ritualmente
un más allá configurado a base de una mezcla de recursos para dominar y ficción para atemorizar. Pero no
vamos a detenernos en este punto, por otra parte bien conocido, ni en el siguiente, el del más allá te-mido, que
ha sido explotado con exageración por las religiones. Baste esta breve alusión.

El más allá temido

En culturas, tradiciones y religiones tan lejanas entre sí como la budista o la zoroástrica, la egipcia, lajudeo-
cristiana ola islámica, se ha hablado de premios y castigos en otra vida, según se haya vivido en ésta.
Relacionada la creencia en un más allá, en otra vida, con el tema de la remuneración, llevó desde antiguo a
imaginar escenarios de premios celestes y castigos infernales. En ese contexto, nos encontramos con la historia
variopinta de un más allá temido. Me limito aquí a mencionarlo, pero habría para muchas horas si nos
pusiéramos a hablar del tema, desde los infiernos budistas hasta la Divina Comedia del Dante.

El más allá deseado

Cuando los filósofos y pensadores trataron de hablar sobre el más allá, sin quedarse en el lenguaje de los mitos,
elaboraron intentos de anticipar la presencia del mas allá en el deseo humano de vivir y sobrevivir.
Hay dos maneras de considerar la muerte: como un hecho o como un enigma vital. Cuando la consideramos
como un hecho biológico, nos limitamos a constatar la cesación irreversible del metabolismo de un organismo
viviente. Cuando la consideramos como un enigma, la muerte nos da que pensar, nos sugiere el misterio de la
persona humana que se pone de manifiesto precisamente al anticipar o prever la propia muerte: se descubre la
persona a sí misma, a la vez que teme que con la muerte acabe todo; no puede menos de preguntarse qué puede
esperar.
Platón y Agustín, Unamuno y Heidegger, Xavier Zubiri, Pedro Laín y tantos otros pensadores se hicieron
estas preguntas y nos abrieron perspectivas hondas sobre el morir humano y el deseo del más allá.
El Ser y tiempo, de Heidegger, y El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno, han sido las dos grandes
obras del siglo xx en las que se ha filosofado de cara a la muerte. Unamuno se desagarraba entre la
imposibilidad de concebir la aniquilación y la de probar la supervivencia. «Imposible nos es concebirnos como
no existentes». No quería morir, se veía abocado a la muerte, y le angustiaba tanto la nada como la incógnita
acerca del cómo de una posible inmortalidad: «Y si no muero, ¿qué será de mí?». Pero, temiendo aún más «el
paso de la nada que el de la muerte», seguía interrogando de cara al enigma: «Si del todo morimos, ¿para qué
todo? ¿Para qué? Es el ¿para qué? de la Esfinge, es el ¿para qué? que nos corroe el meollo del alma, es el padre
de la congoja, la que nos da el amor de esperanza». Esta cuestión de la finalidad, del «¿para qué?», no la
pensaba Unamuno en abstracto, sino como problema concreto del «hombre de carne y hueso», amenazado por la
nada y la muerte. Confrontado con esta amenaza, Unamuno se sentía incapaz de responder con un «sí» tajante a
la tentación nihilista, y por eso su desesperación no podía ser la de quien ha afirmado absolutamente la
mortalidad. Pero tampoco era capaz de dar un «sí» tajante con el que convertir la desesperación en resignación
mediante la afirmación de la inmortalidad. Por eso oscilaba en la incertidumbre. Su postura se convierte en caso
paradigmático, para ver cómo el modo de anticipar la muerte repercute en nuestro modo de vivir.
Sabiendo que hemos de morir alguna vez y que podemos morir a cada momento, caminamos por la vida
como seres en el tiempo que viven, diría Heidegger, de cara a la muerte: zum Tode. «La muerte es, en su más
amplio sentido, un fenómeno de la vida». La muerte revela la característica temporal del existir humano de cara
a un fin, revela la finitud de esta existencia, para la que es una incógnita de dónde viene y adónde va. En esa
distensión temporal de la existencia —dice Heidegger— la muerte es nuestra posibilidad más radical y peculiar:
es la posibilidad de no ser ya más, la posibilidad de mi imposibilidad. Vivir de cara a esta posibilidad me hace
tomar mi vida en peso a cada instante.
Nadie puede morir la muerte de otro. Podrá morir, como el P. Maximilian Kolbe, en lugar de otro. Pero no
muere la muerte del otro, que es algo personal e intransferible. ¡Cuántas ve-ces es justamente al morírsenos una
persona cuando nos damos cuenta de todo lo que valía...! Parece como si con la muerte se recogiera de golpe
todo lo bueno de esa vida y se desplegara ante nosotros. Al ponerse de manifiesto lo que con la muerte de una
persona acaba, se hace patente lo que era y significaba esa persona: mucho más insustituible en su unicidad e
irrepetibilidad de lo que podíamos imaginar.
El otro, si es un ser querido, no sólo muere, sino que se nos muere, se me muere. Con el otro ser querido
muere algo mío. Para el otro ser querido, que se me muere, la muerte supone se-pararse de mí, que soy también
algo suyo. Y del seno de esta vivencia brota no sólo la pregunta por un más allá soñado, si-no el presentimiento
de un más allá deseado.

El más allá cuestionado

Sin embargo, junto al esfuerzo por justificar ese más allá deseado, surge también en la historia del pensamiento
la tendencia crítica que lo cuestiona. Es el quinto punto de reflexión: el más allá cuestionado.
El nacer y el morir de otras personas se pueden observar, pero no tenemos experiencia directa del nacer y
morir de uno mismo. Sé que moriré, y no sé cuándo. Nadie tiene experiencia de haberse muerto y volver para
contarlo.
Son muy diversas las posturas de los pensadores ante la muerte. Hay quienes ignoran la pregunta y dicen con
Epicuro: «Cuando la muerte llegue, yo no estaré; y mientras yo esté, aún no habrá llegado la muerte». Hay
quienes se angustian por falta de respuesta a una pregunta ineludible, como Unamuno en su momento agónico.
Hay quienes dan demasiado fácilmente la respuesta separando alma y cuerpo, como Descartes. Hay quienes se
refugian en el monismo, como Spinoza. Y hay quienes siguen preguntando, como Unamuno en su momento
esperanzado, mirando cara a cara a la Esfinge. Y ese seguir preguntando apunta a un más allá no sólo deseado,
sino esperado. Será el sexto punto de esta reflexión.

El más allá esperado

Quienes, tras el cuestionamiento del más allá, anhelan su existencia, pueden encontrar en las cosmovisiones
religiosas una esperanza –no demostración, sino promesa– como don gratuito. Pero para expresarla habrá que
recurrir al lenguaje simbólico. ¿Cómo se vería el nacer desde dentro del seno materno? Lo sugiere otra fábula,
parecida a la que nos sirvió de prólogo. Es una leyenda que personifica antropomórficamente las células del
seno materno y pone en sus labios la admiración ante la nueva vida.
Aquellas celulitas vieron un día aterrizar en el útero algo así como una nave espacial que se adhirió a la
pared cerca de ellas. Es que había descendido por las trompas de Falopio un óvulo fecundado y estaba
empezando su implantación o anidación en el seno materno. Durante meses lo ven desarrollarse, tomar forma,
palpitar y comenzar a flotar nadando en aquelespacio. Se encariñan con la criaturita. Pero hete aquí que, de
pronto, se agita todo: un terremoto, convulsiones, corrientes de agua... y la criaturita se les escapa por un túnel
oscuro. Intentan retenerla, pero alguna fuerza tira más fuerte desde fuera. Al fin se les escapa, y se cierra la
salida o entrada del túnel. Aquellas celulitas se quedan solas y tristes en el interior del seno materno, llorando
por la criatura desaparecida. Organizan un funeral por su muerte, pero les molestan los ruidos del exterior. No
sabían que allá fuera se estaba celebrando con júbilo el nacimiento. Desde dentro del seno materno se vería
como una muerte lo que desde nuestro lado es un nacimiento. ¿No ocurrirá lo mismo con la muerte? ¿No será
que la muerte sólo se ve como muerte desde aquí, desde lo que llamamos «vida», y, en cambio, es un nacimiento
vista desde el más allá?
Lo decimos en forma de pregunta. Lenguaje interrogativo y lenguaje simbólico se aúnan para referirse al
más allá esperado. Pregunta que brota desde nuestro mismo cuerpo. Para es-te cuerpo y para esta persona que
soy yo, la muerte plantea un descubrimiento, una amenaza y una pregunta:

a) el descubrimiento de lo que soy;


b) la amenaza de que deje de ser;
c) la pregunta por el más allá.

Estos tres planteamientos son tres modos de intentar ir más allá, de intentar romper los límites del
condicionamiento espacio-temporal de la vida humana; en una palabra, de trascender.
Le dijeron a un niño en la catequesis: «Tu abuelito se fue al cielo. Y cuando tú te mueras, también se llevarán
tu cuerpo a la tumba, y tu alma irá al cielo». Y preguntó el niño: «¿Y yo adónde iré?». Para no responderle a ese
niño desde un dualismo de cuerpo y alma, sino desde la unidad corpóreo-espiritual que somos, habría que
repensar qué clase de filosofía subyace a ciertas creencias.
Será mejor pensar a partir del cuerpo, con una antropología del cuerpo vivido, que comience por reconocer,
como decía Nietzsche, que «cuerpo soy yo» (Leib bin Ich). Y, a continuación, reconocer que ese cuerpo es un
cuerpo que dice «yo» y que, al decirlo, comienza a tomar distancia con relación a sí mismo. Soy cuerpo y soy
persona en unidad indisoluble. Ese cuerpo que soy yo es radicalmente deseo, y desea sobrevivir; pero le
amenaza la muerte inevitable, con lo cual se le plantea la pregunta filosófica. Este cuerpo personal y esta
persona corporal que somos nosotros se abre al más allá de tres maneras: en forma de deseo de sobrevivir, en
forma de amenaza de morir y en forma de pregunta por un posible más allá del morir. He aquí tres maneras de ir
más allá, de trascender, que parten las tres del cuerpo personal que somos. Este modo de pensar me parece más
fecundo que tratar de demostrar la inmortalidad de un alma separada. Si, en respuesta a las preguntas de este
filosofar, se nos dice desde el lado de las creencias religiosas que, efectivamente, se da ese sobrevivir, tendrá
que ser en forma de don gratuito, al que nos abrimos por la esperanza.
La muerte es un silencio que nos dirige la palabra. La palabra queme dirige la muerte hace de mí, ser
humano, un animal interrogado-interrogador. Interrogado por la muerte, me interrogo: Mihi quaestio factus sum
(«Me he convertido en pregunta para mí mismo»), decía Agustín tras la muerte del amigo íntimo. La palabra que
me dirige la muerte, cuestionándome, me hace cuestionarlo todo: «me descoloca». Me deja ante el va-cío de los
últimos porqués, preguntando por el sentido.
Este enfoque es algo muy distinto de elaborar un discurso sobre la muerte. Es otro modo de pensar: callando,
escuchan-do y caminando; y poniéndose, como Platón, a la escucha para que los mitos nos den que pensar.
Claro está que pensar de este modo el más allá de la muerte es compatible con diversos modelos de
interpretación de la «supervivencia humana»: unos, con modelo de inmortalidad del alma; otros, en clave de
reencarnación; otros, con el esquema de la transformación del cuerpo humano por el Espíritu divino.

El más allá presentido


Añadamos un séptimo punto que no está en el resumen: el más allá presentido en la relación entre el amor y la
muerte. Amor y muerte son dos realidades incontrolables. Ambas se nos es-capan cuando tratamos de abarcarlas
con nuestro pensar. Para nuestra voluntad de saber, el amor y la muerte son enigmas in-descifrables. Para
nuestra voluntad de poder, el amor y la muerte son límites infranqueables.
Un ejemplo: la presunta cuasi-omnipotencia de un dictador tirano se convierte en impotencia frente a
personas enamora-das de una causa y capaces de morir por ella. ¿Qué pueden hacer los servicios secretos y de
seguridad frente a la eficacia de un comando decidido a arriesgar su vida con tal de matar al ti-rano? ¿Y qué
pueden hacer los servicios de propaganda frente al impacto de la voz profética de un mártir dispuesto a dejarse
quitar la vida con tal de no renunciar al ejercicio responsable de su denuncia, como hizo monseñor Romero en
El Salvador?
Como indica la expresión corriente «me muero de amor», amor y muerte están íntimamente vinculados. Un
cantautor entonaba: «la quiero a morir». Se llama a la persona querida «vi-da mía», y se le dice «sin ti me
muero». El amor es, en toda la literatura amorosa, «cuestión de vida o muerte». Pero no es lo mismo «morir de
amor» que «morir por amor». Si muero de amor, es que amo tanto que el amor me quita la vida. Si muero por
amor, es que he amado hasta dar la vida por la persona amada.
El mero morir de amor puede ser mera posesividad, auto-satisfacción y deseo de dominación de la otra
persona, impidiendo que ésta sea ella misma. En cambio, morir por amor conlleva la renuncia a todo poder o
actitud de dominar, hace salir de sí.
Hay en la Biblia amores, como los de David, en los que destacan aspectos destructivos o posesivos; pero en
el Cantar de los Cantares predomina lo positivo. «Grábame como un sello en tu brazo, como un sello en tu
corazón, porque es más fuerte el amor que la muerte» (8,6). Donde dos siglos antes los clásicos griegos habrían
dicho: «mi amada es más tierna que la muerte», el autor bíblico dice: «el amor es más fuerte que la muerte». Ha
hermanado fortaleza, amor y muerte, en vez de ternura y muerte, para hablar del amor. Lo ha hecho, además,
con una connotación de perennidad al pedirle que lo grabe sobre su brazo como tatuaje imborrable.
Este tema se hace más profundo aún cuando se conjugan amor y dolor. Hay un texto impresionante en Del
sentimiento trágico de la vida, con trasfondo autobiográfico. En 1896 nace Raimundo Jenaro, hijo de Miguel y
Concha, el cual fue víctima de meningitis y murió tras siete años de penosa enfermedad. Unamuno, que veía
reflejada en la cabeza hidrocefálica de su hijito enfermo el símbolo de la propia crisis de su razón, había escrito
estos versos: «oigo en su silencio aquel silencio / con que Dios responde a nuestra encuesta». Sobre dicho telón
de fondo, cala hondo el siguiente texto:

«Los amantes no llegan a amarse con dejación de sí mismos, con verdadera fusión de sus almas, y no ya de sus cuerpos, sino
luego que el mazo poderoso del dolor ha triturado sus corazones remejiéndolos en un mismo almirez de pena. El amor
sensual confundía sus cuerpos, pero separaba sus al-mas; mantenía extraña una a otra; mas de ese amor tuvieron un fruto de
carne, un hijo. Y ese hijo engendrado en muerte, enfermó acaso y se murió. Y sucedió que sobre el fruto de su fusión carnal y
separación o mutuo extrañamiento espiritual, separados y fríos de dolor sus cuerpos, pero confundidas de dolor sus almas, se
dieron los amantes, los padres, un abrazo de desesperación, y nació entonces, de la muerte del hijo de la carne, el verdadero
amor espiritual... Porque los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor, cuando
araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de un dolor común...».

Hay otro matiz de la relación amor-muerte: «morir por amor». En lo alto del monte Rokko, frente al puerto
de Kobe, en Japón, hay un mausoleo budista. Bajo una estatua contemplativa y serena de Kannon, bodisatva de
la compasión y la misericordia, se lee una inscripción conmemorando la muerte heroica de una joven azafata de
las líneas aéreas japonesas, la cual, tras un aterrizaje forzoso, partido el fuselaje del avión y mientras se
propagaba el fuego, salvó las vidas de varios niños a los que ayudó a llegar hasta la rampa de emergencia. Una y
otra vez repitió la operación. Pero la última vez ya no pudo salir ella misma, presa de las llamas. Las palabras de
la inscripción funeraria decían así: «No hay amor más grande que el que es capaz de dar la vida». Evoca el
parecido con la frase Jesús en la cena de despedida: «Nadie tiene amor más grande que quien entrega la vida por
la persona amiga» (15,13). Pero este tema nos llevaría demasiado lejos... Abreviemos aquí, para pasar al último
punto: el más allá desvelado.

El más allá desvelado


Hay sobre el más allá otro enfoque que se encuentra en algunas tradiciones sapienciales. En vez de hablar de la
«otra orilla» o de un «más allá después de la muerte», se fija en el más allá como otra dimensión del presente: la
eternidad en el presente. Tomaré un ejemplo del budismo Zen que nos dice: «Aprende a respirar, detente a
contemplar y te darás cuenta de que ya está la muerte en la vida, y la vida en la muerte; porque respirar es vivir,
y respiramos, vivimos y somos en el seno de lo absoluto, que nos hace vivir y no nos dejará morir». Dogen es
un pensador budista japonés del siglo xnl (1200-1254) que habló con gran profundidad sobre la vida y la
muerte:

«Cuando te sientas a respirar bien y a contemplar, desaparece la dualidad vida-muerte y, al vivir la eternidad en
el presente, ni se teme la muerte ni se la desea».

«Si estoy asentado —dice Dogen más adelante— en la realidad absoluta, ya he trascendido el mundo, y no
debería preocuparme de si es mejor vivir o morir. Cuanto más me empeñe en olvidar la muerte, tanto más me
obsesionaré con ella. No te lamentes por la muerte, ni la desees como un nirvana. Comprende que tu destino es
divinizarte, que vida y muerte, nacer y morir son aconteceres en el seno de lo absoluto. Así verás que, ya dentro
de la vida que ahora vives, se te abre una perspectiva de eternidad que trasciende la vida y la muerte».

«El nacer y el morir —prosigue diciendo el monje budista—son aconteceres en el seno de lo absoluto. [...I Si
nos obsesionamos con el nacer o con el morir, perdemos la vida. Pero cuando no rechazamos con aversión la
muerte, ni suspiramos con deseo por ella, entonces hemos llegado al corazón de la iluminación. Pero no trates de
representártelo ni de expresarlo en palabras. Deja que, olvidado de ti, se derritan los límites de cuerpo y mente
en el seno de lo absoluto. Así nos hacemos lo que somos: uno con lo absoluto».

Algo semejante dijeron Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. No se limitaron a pasar del miedo a la muerte al
deseo de la misma, en un «muero porque no muero», sino que fueron más allá: ni temerla ni desearla, sino
percatarse de que ya estamos, vivimos y somos dentro de la vida que excluye toda muerte.
Lo dicho aquí desde la antropología del morir tendrá que completarse con la aportación de la teología de la
esperanza. El eslogan que lo resumiría es «Recuerda que has de morir. Recuerda que morir es nacer». «Recuerda
que has de morir» es el eslogan humano que da seriedad a la vida. «Recuerda que morir es nacer»» es el eslogan
cristiano de la esperanza. Los filósofos señalan que mirar cara a cara la muerte cambia el modo de pensar y de
vivir. La ética se hace tres preguntas: cómo asumir la propia muerte, cómo acompañar a la persona moribunda y
cómo salvaguardar su dignidad hasta el final sin renunciar a cuidarla, sin excederse en tratamientos onerosos y
respetando su autonomía. La teología de la esperanza apoya y refuerza, en perspectiva de fe, estas motivaciones
humanas. Pero no nos suprime la perplejidad, aunque facilite las tareas de asumir y respetar. La fe no elimina
incertidumbres, aunque aporta luz y fuerza. Pero no lo hace proporcionando un saber que satisfaga la curiosidad
sobre el más allá, sino dándonos la garantía, que infunde esperanza, de sabemos absoluta e incondicionalmente
queridos.
Acompañé en sus últimas semanas a un médico japonés que deseó el bautismo antes de morir. Paralizado de
medio cuerpo y con dificultad para hablar, decía señalando su cuerpo: «Esto es lo que queda». Había hecho
donación de su cadáver, antes de sufrir el ataque. Cuando iban ,a ponerle el gotero, lo rechazaba. Pero cuando yo
le decía: «¡Animo, que ya le queda poco para descansar!», asentía sonriendo. Asumida la muerte, estaba ya,
como dicen los budistas, con un pie en la otra orilla. Había empezado ya, humana y religiosamente, a navegar
mar adentro.

27 / Déjala llegar,
déjate llevar

El texto siguiente sirvió de introducción a un debate sobre el modo de aceptar y asumir la muerte, así como
sobre algunas de las confusiones acerca de la eutanasia.

***

Comencemos recordando un epitafio humano y cristiano: «Recuerda que morirás, recuerda que vivirás».
«Recuerda que morirás» es un eslogan que ayuda a mirar cara a cara la muerte para vivir mejor la vida.
«Recuerda que vivirás eternamente» es un eslogan de la esperanza cristiana que ayuda a asumir la muerte y a
acompañar a quien va a morir.
En un cementerio romano hay dos tumbas, la una junto a la otra, con sendas inscripciones funerarias
completamente distintas. En una pone «R.I.P.», y en la otra «V.V.V.». La primera inscripción es bien conocida.
Requiescat in pace, descanse en paz. La segunda cuesta descifrarla. El diccionario arqueológico nos lo explica.
Significa Vita, vinum, Venus, o sea, que la vida (vita) se reduce a vinum y Venus, vino y sexualidad. Para el
difunto o para sus allegados, que pusieron esa inscripción en la lápida, la vida se reducía, por lo visto, única-
mente a eso: alcohol y sexualidad. Son dos inscripciones mortuorias que reflejan dos visiones de la vida humana
completa-mente distintas.
¿Qué visión tenemos de la vida y la muerte? Esto me pa-rece mucho más importante que todas las discusiones
sobre legislación en torno al final de la vida, la eutanasia, el suicidio asistido o el homicidio por compasión. Por
eso, cuando organizamos en cursillos de bioética un programa sobre el final de la vida, junto a los temas que son
corrientes en esos debates, nos preocupa tratar sobre la visión que tenemos del morir, antes de entrar a debatir
las cuestiones en torno a la situación de enfermedad terminal.
La antropología del morir nos dice que si la muerte es un momento, morir es un proceso (un proceso
biológico y personal); que la especie humana se caracteriza por enterrar a sus muertos y vivir ritualmente el
duelo; que las personas queridas no sólo mueren, sino se nos mueren, porque con ellas muere algo nuestro; que
si el animal perece, el ser humano muere: sabe que morirá y no sabe cuándo, y el preverlo influye en su vida...;
todo esto y mucho más nos dice la antropología del morir, resumido en el clásico eslogan memento mori,
recuerda que morirás.
Al creyente, la teología de la esperanza le dice que morir es nacer; que nos sale al encuentro Cristo, la Vida
verdadera; que con la muerte de Jesús cambió el sentido de la muerte; que la fe en que El vive para siempre da
sentido a la vida. Todo esto y mucho más nos dice la teología de la esperanza.
Sin necesidad de muchas explicaciones complicadas, así lo viven muchos creyentes. Superando el pudor que
nos frena al hablar de la propia familia, compartiré lo que dije al celebrar el funeral de mi padre. Comenté
entonces una frase que él había dicho unos días antes de morir. Casi sin darle importancia, mientras ayudábamos
a mi madre a llevar los platos del comedor a la cocina, ella dejó caer esta frase: «No hay que preocuparse, la
muerte es algo sencillo; cuando venga, déjala llegar y déjate llevar».
Me costaba trabajo traducir esta frase cuando se lo contaba a mi comunidad cristiana en Japón. «Déjala
llegar, déjate llevar». Dejarla llegar: sin empeñarse en prolongar artificialmente la agonía; sin temor a usar los
analgésicos y recursos paliativos necesarios para aliviar dolor y sufrimiento. Dejarse llevar: con la confianza de
dejar en manos del Dios en quien creo el cómo, el cuándo, y el dónde de mi muerte.
Todo esto que acabo de decir tan resumida y lacónicamente me parece mucho más importante que los
debates mediáticos de actualidad sobre el final de la vida. Pero, dando esto por supuesto, pasemos a deshacer
malentendidos en tomo al final de la vida, ya que la confusión mediática nos plantea la necesidad de aclarar las
ideas.

1) El malentendido de fijarse demasiado en el llamado momento de la muerte y demasiado poco en el proceso


de morir. Ni el nacer ni el morir son meros instantes. Ya desde que una pareja decide que desea tener un hijo,
antes de haberse unido corporalmente, ya está comenzando el proceso humano de la venida al mundo de una
nueva criatura. Ya desde que nos diagnostican una enfermedad difícilmente curable, se desencadena el
proceso de morir, tanto biológica como humanamente. «Ir muriéndose» es una situación que confronta a la
persona moribunda y a sus acompañan-tes con la aceptación de la máxima y final limitación de la vida en
este mundo: cómo asumir la muerte y cómo acompañar a quien va a morir.

2) El malentendido de considerar la vida como un valor absoluto. Como dice Juan Pablo II, «La vida corporal
en su condición terrena no es para un creyente un valor absoluto» (EV, 47). Hay un valor moral en dar la
propia vida por otras personas. No estamos obligados a mantener la vida a toda costa. Se pueden rehusar los
medios desproporciona-dos. Se pueden usar los medios necesarios para aliviar el dolor, aun cuando aceleren
el proceso de morir.

3) El malentendido de hacer un ídolo del dolor y rendir culto al sufrimiento. Aunque pueda dársele sentido, el
sufrimiento no tiene por qué ser deseable. Aunque no sea imposible dar sentido al sufrimiento, no se puede
considerar el dolor en sí mismo como bueno o enviado por Dios con alguna finalidad. Ni debemos
culpabilizarnos, creyendo que el dolor es un castigo, ni echarle la culpa a Dios, creyendo que planea sacar un
bien de ese dolor y que por eso lo envía. Podemos y debemos usar los paliativos convenientes. La meta de la
medicina no es sólo curar; tampoco impedir la llegada de la muerte. Es parte de la medicina aliviar el dolor y
humanizar el sufrimiento. Es responsabilidad común del equipo sanitario y de quienes acompañan al
paciente integrar la tarea de curar y la de cuidar. Una sana teología nunca hace un ídolo del dolor ni
condesciende con el culto al sufrimiento. Ninguna vida humana carece de sentido y dignidad, ni siquiera en
las peores situaciones de debilidad, dependencia y sufrimiento. Pero el uso exagera-do de los medios de
prolongación de la vida puede convenirse en algo inútil, oneroso y sin sentido. Ya hace más de medio siglo,
el Papa Pío XII (Discurso de al IX Congreso internacional de la Sociedad Italiana de Anestesiología, 24-02-
1957, n. 16) dijo que tenemos derecho a evitar el dolor físico y que la persona cristiana no tiene nunca
obligación de aceptar el dolor por el dolor (ibid., n. 18). Criticaba el Papa a quienes citan (ibid., n. 36) lo de
Jesús en la cruz rehusando beber el vinagre, como si fuera un ejemplo de renuncia a un analgésico. Decir eso
es una barbaridad, como también lo es citar lo de Jesús bebiendo el cáliz de la pasión para consolar a un
enfermo terminal. A veces se di-ce que el enfermo debe soportar el dolor para adquirir méritos; pero dice Pío
xu que no es oportuno sugerir a los moribundos tales consideraciones.

4) El malentendido de hablar de muerte digna, en vez de decir «vida digna hasta el mismo momento antes de
morir». La dignidad humana es el atributo de cualquier persona hasta el último momento. La expresión
«derecho a morir» ha sido manipulada por quienes están a favor de la muerte asistida o, más exactamente, el
suicidio asistido, bien sea «médicamente asistido», bien «amistosamente asistido». Sería más apropiado
hablar del «derecho a ser tratado con respeto a la propia dignidad» hasta el final mismo de la vi-da. Richard
A. McCormick, uno de los grandes teólogos moralistas del siglo xx, decía que, al rehusar un tratamiento
agresivo y limitarse a lo paliativo, «no estamos escogiendo la muerte, sino cómo vivir mientras vamos
muriendo» (en inglés decía: «how lo live, while dying»). El «derecho a morir» es más bien «derecho a
escoger cómo vivir mientras se acerca uno a la muerte».

5) El malentendido de creer que hay que usar todos los me-dios tecnológicos de que disponemos para
prolongar la vida, por el mero hecho de tenerlos a mano. El malentendido de creer que se debe hacer todo
lo que se puede hacer. Las tecnologías de prolongación de la vida pueden ser ayuda o perjuicio. Pueden
servir para salvar vidas, pero también pueden convertirse en tortura sin sentido. Para muchos pacientes, la
nutrición e hidratación médicamente asistida no ofrece beneficios ni médica ni humanamente significativos,
y puede incluso ser una carga. Hoy el poder de las tecnologías biomédicas para prolongar la vida física ha
aumentado; hay que responsabilizarse de poner límites para impedir su uso exagerado. Es un malentendido
interpretar los llamados «medios extraordinarios» como si fueran únicamente «medios muy costosos» o
«tecnologías muy complicadas». Incluso un tratamiento barato y nada complicado puede considerarse
«desproporcionado» si es oneroso y no ofrece razonable esperanza de mejorar la condición del paciente.

6) El malentendido de confundir lo que es una llamada para el creyente con algo que se pueda imponer a todos.
Concretamente, yo puedo sentirme llamado a dejar en manos del Dios en quien creo el cómo, dónde y
cuando de mi muerte; yo así lo percibo; así me siento invitado y anima-do por mi fe (obsérvese que no digo
«obligado por la Iglesia», ni «obligado por mi fe», sino llamado, invitado y animado) ano quitarme la vida ni
pedir que me la quiten, sino, cuando llegue la muerte, dejarla llegar y dejarme llevar. Pero yo no tengo
derecho a imponer esta visión de la vida a personas de otras creencias en una sociedad plural, secular y
democrática. Por eso yo nunca me movilizaré para imponérselo. Leyendo la encíclica Evangelium vitae,
aprendo de Juan Pablo n que él no está a favor de que los creyentes se movilicen contra los no creyentes,
sino de lo que él llama una «movilización de las conciencias» de todos, tanto creyentes como no creyentes,
en pro de una cultura de la defensa de la vida.

28 / Antropología del morir


y teología
de la esperanza

Reproduce este capítulo el texto de una conferencia en el Aula Arrupe, de la parroquia de san Francisco de
Borja, de los jesuitas, en Madrid, como introducción a un ciclo sobre muerte, dignidad humana y eutanasia.

***
Parece difícil el título: «antropología del morir y teología de la esperanza». Dicho más sencillamente, como en
el capítulo anterior: Recuerda que has de morir; recuerda que vivirás eternamente. Un eslogan humano para dar
seriedad a la vida: Recuerda que has de morir, memento mori. Y un eslogan cristiano de esperanza: Recuerda
que morir es nacer.
Los antropólogos dicen que el homo sapiens se caracteriza por enterrar a sus muertos, enmarcando con ritos
y símbolos la muerte y el duelo. Y ya veíamos en el capítulo anterior cómo los filósofos observan que mirar cara
a cara la muerte cambia el modo de pensar y de vivir.
Un par de emblemas antiguos pueden verse hoy en penedientes y collares: el primero, una cruz, con su parte
superior curvada en forma de llave; es la llave de la vida, signo egipcio de vida en una cultura que no ocultaba la
muerte. El segundo es la transformación de ese signo en comunidades cristianas: pusieron sobre él la primera
letra griega del nombre de Cristo, Xristós. El primero, la llave de la vida, de cara ala muerte: «recuerda que
morirás». El segundo, la vida que Cristo promete: «recuerda que vivirás».
En la historia del arte cristiana hay dos tradiciones sobre morir: la que acentúa el memento mori y la que
subraya la entrada en la Vida para siempre. En enciclopedias y museos vemos representaciones artísticas de la
muerte en forma esquelética y guadaña en mano: por ejemplo, las danzas de la muerte medievales, «El caballero
y la muerte», de Durero; «El triunfo de la muerte», de Brueghel; el tan citado cuadro, al hablar de Eros y
Thanatos, de «La muerte abrazando a una doncella», de Niklaus Manuel Deutsch, que se conserva en la Alte
Pinakothek de Munich. Es desagradable ese abrazo de la muerte, retratando con crudeza el intento de violación.
Esa imagen de la muerte es «amenazadora, un destino del que querríamos escapar».
Hay otra tradición opuesta: los cuadros que representan a una persona difunta incorporándose desde su
féretro o desde una tumba, ayudada por la mano que le tiende Cristo. En estos cuadros, la figura esquelética no
es la muerte, sino nosotros mismos. En las anteriores, la muerte nos salía al encuentro amenazadora; en estas
otras nos sale al encuentro la Vida. Dos tradiciones artísticas, con dos antropologías y dos teologías opuestas.
Lamentablemente, predomina la primera tradición en la historia del arte cristiano. Como en la imaginería de
Semana Santa: hay más imágenes de pasión que de resurrección.
Hace más de diez años, hablé en una conferencia sobre el morir humano y cristiano. Vivían entonces mis
padres. Con ellos junto al brasero, terminé de redactar la conferencia. Mi madre quiso leerla y, al concluir
comentó: «¡Qué difícil lo tenéis los profesores! ¡Cuantas vueltas para decir algo tan sencillo!». Le pregunté:
«¿Cómo lo dirías tú?». Y su respuesta fue: «Esto es como las siete y media: o te pasas o no llegas. O sea, que ni
me maten antes de tiempo sin mi permiso, ni se pasen por el otro lado poniéndome muchos tubos; que me dejen
morir cuando tenga que morirme». Le volví a preguntar: «En tu caso, ¿qué querrías?». Y dijo: «Que no me
hagan cosas raras, que me calmen los dolores y que estés junto a la cama». Luego añadió: «Claro, si tú no dices
más que eso en tu conferencia, no te van a reconocer como un especialista. Vosotros los intelectuales tenéis que
ponerlo todo muy difícil para conseguir
que os reconozcan». Unos años después, moría en su cama conmigo al lado, como había deseado y como
también había expirado mi padre, por lo que hoy sigo dando gracias.
Nadie recuerda su nacimiento; nadie retorna desde el más allá para contarnos su muerte. ¿Cómo se vería el
nacer si pudiéramos verlo desde dentro del seno materno y contar cómo fue el tránsito desde esa oscuridad al
alumbramiento? Lo sugiere la fábula narrada en el capítulo anterior, que personificaba antropomórficamente las
células de la cavidad interior del seno materno y ponía en sus labios la admiración ante la nueva vida.
En dicha fábula se une la antropología del morir con la teología de la esperanza, que ve la muerte como
entrada en la vida definitiva. Por eso la teología moral ha podido admitir con toda naturalidad el rechazo de los
tratamientos exagerados y recomendar los analgésicos necesarios, aun cuando aceleren el proceso de morir.
No dejo de sorprenderme cuando oigo voces de alarma ante el supuesto peligro de que se generalice un uso
irresponsable de la eutanasia. Creo que es mucho mayor el peligro de que el exceso tecnológico no nos deje
morimos cuando llegue la hora. Me parece mayor el peligro de exageración, obstinación o encarnizamiento
terapéutico que el de manipulación irresponsable de la eutanasia.
En cualquier caso, creo que es mucho más importante el modo de asumir la muerte y acompañar a la persona
moribunda. ¿A qué se expone una sociedad que hace tabú de la enfermedad, la vejez, la muerte y el duelo? ¿De
qué sirven los avances en tecnología, organización y hasta estética o cosmética en clínicas y tanatorios, si no se
mira cara a cara la muerte?
En mis primeros años de dedicación a la bioética gasté tiempo en debates sobre la muerte encefálica.
Después se debilitó mi interés. Me parecía cada ver más importante lo de antes del final que el final mismo.
¿Qué podemos hacer para ayudar a quien muere a que muera con menos soledad? Porque nadie puede morir la
muerte de otra persona. Cuando muere la persona querida, decimos que se nos muere. Quienes más nos quieren
no pueden morir nuestra muerte. Sólo pueden aliviar con su compañía la última soledad.
Estos temas deberían preceder a los debates sobre las legislaciones en tomo al final de la vida.
Recordemos, de nuevo, las dos clases de representaciones pictóricas a que aludí al principio: las que
representan la muerte como lo que nos amenaza y las que nos representan a nosotros mismos como muertos, a
quienes les sale al encuentro la Vida, Cristo vivo para siempre, dador de vida. Naturalmente, nos quedamos con
la segunda. En vez de la muerte amenaza-dora saliéndonos al encuentro para acabar con nuestra vida, una
imagen de Cristo viniendo a nuestro encuentro para dar-nos vida más allá de la muerte.
También los budistas tenían cuadros del Buda Amida ex-tendiendo sus manos para acoger a la persona
moribunda. Me impresionó ver en Kyoto la explicación sobre su deterioro. La parte de las manos estaba
descolorida y rota. Estos cuadros se usaban para colocarlos a la cabecera de la persona moribunda. Se adhería
una cinta a la parte del cuadro correspondiente a la mano del Buda. Y se ponía el otro extremo de la cinta en
manos de la persona moribunda, para que falleciese apretándola entre sus manos, porque, al morir, le salía el
mismo Buda al encuentro. Por eso está deteriorada la parte de las manos del Buda, donde se sujetaba la cinta. La
liturgia cristiana de difuntos lo expresa en su canto In paradisum (que a mí me gustaría escuchar en mi funeral):
«Que los ángeles te conduzcan al paraíso, que te salgan al encuentro los mártires y te guíen hasta el reposo
perdurable...». Es un canto luminoso de esperanza.
A propósito de luminosidad, una última comparación. Quienes se han visto a punto de morir dicen que, en
sueños, se han visto atravesando un túnel al final del cual irrumpía la luz. A mí no me apetece el túnel. Aunque
me digan: «Te espera Cristo a la salida», me cuesta aceptarlo. Incluso si me dijeran: «Cristo no te espera al final,
sino que te aguarda a la entrada, y cruzas el túnel de su mano», me sigue costando. Prefiero la imagen de la
niebla. Estamos en lo alto de los Alpes. Una niebla espesa apenas deja ver alrededor. Pero avanza la mañana,
sale el sol y se disipa la niebla. Aparece un paisaje maravillo-so, se ven a lo lejos cumbres nevadas, y el
horizonte se reviste de colores matutinos. Todo eso estaba allí desde antes, pero no se veía a causa de la niebla;
se disipó la niebla y se ve el paisaje. Concibo así la muerte: más que cruzar un túnel, disipar-se la niebla. Al
morir no nos vamos al cielo; simplemente, nos damos cuenta de que ya estábamos en él, sólo que no se veía por
culpa de la niebla. Morir será disiparse la niebla. Prefiero esta imagen, que es la de Juan y la de Pablo: entonces
veremos a Dios cara a cara tal como es. Esta fe nos ayuda a afrontar la muerte con esperanza. Y, como dije
antes, ése es el papel de la Iglesia: en vez de ser gendarme de la moralidad, ser proclamadora de la esperanza.

29 / Morir, morirse y morírseme:


cuestiones terminales

Sabemos que moriremos, que nos moriremos. Tenemos experiencia de que se nos han muerto seres queridos.
Pero ¿hasta qué punto hemos asumido la muerte y somos capaces de acompañar a quien se acerca a ella? Esa
fue la cuestión clave en la tertulia cuando tratamos las cuestiones siguientes.

***

«Ir muriéndose» o «estar muriéndose», como hemos dicho más arriba, es una situación que confronta a la
persona que se ve ante la propia muerte, así como a las personas que la acompañan, con el asunto tan serio de
aceptar la máxima y final limitación de la vida en este mundo. «Estar muerto» es una ex-presión que se refiere a
la situación de ser un cadáver, que no es ni persona ni meramente una cosa. Durante el tiempo que transcurre
entre la muerte y la cremación o la sepultura, el cadáver sigue siendo, para familiares y amigos, una forma
peculiar de expresión de la persona fallecida. Para las personas ajenas, el cadáver sigue siendo también el
cadáver de un ser humano, que nos exige un respeto particular a causa de la dignidad que tenía en vida esa
persona.
En los capítulos anteriores se han tocado puntos que tenían que ver con el doble proceso, biológico y
humano, del morir. Cuando se presentan situaciones terminales, se agudiza, junto con el tema de paliar el dolor,
la problemática de cómo asumir la muerte y cómo acompañar a la persona moribunda.
Para completar lo dicho en el capítulo 27, añadiremos a la lista de malentendidos allí resumida algunas
precisiones relativas a situaciones terminales o semejantes. Reproducimos para ello una parte de los materiales
distribuidos a los participantes en la tertulia de bioética en las sesiones sobre dignidad humana del morir,
cuidados paliativos y eutanasia.

Aclaraciones sobre el dolorismo


Sigue siendo una referencia importante, a pesar del paso del tiempo, el Discurso de Pío xu al IX Congreso
Internacional de la Sociedad Italiana de Anestesiología (24-02-1957). Los anestesistas le habían planteado tres
preguntas al Papa:

a) sobre el dolor y su aceptación: ¿hay obligación general de rechazar la analgesia y aceptar el dolor físico por
espíritu de fe?;

b) sobre la supresión de la conciencia: ¿es compatible con el espíritu del Evangelio la privación de la
conciencia y del uso de las facultades superiores provocada por los narcóticos?

c) sobre el acortamiento de la vida provocado por el uso de narcóticos analgésicos: ¿es lícito la administración
de narcóticos, si hay para ello una indicación clínica, a los moribundos o enfermos en peligro de muerte?;
¿pueden ser utilizados aunque la atenuación del dolor conlleve un probable acortamiento de la vida?

En la respuesta, el Papa acentuó los puntos siguientes:

No se debe interpretar lo de «parirás con dolor» como una obligación. Tenemos derecho a dominar las
fuerzas de la naturaleza y utilizarlas al servicio de los humanos; tenemos derecho a poner y usar los recursos
para evitar y aun suprimir el dolor físico (n. 16; véase también lo que dijo el 8 de enero de 1956 sobre el parto
sin dolor).
Para una persona cristiana el dolor no es puramente negativo, sino que va asociado a valores religiosos y
morales; puede incluso ser deseado; pero no hay obligación moral algunade ello en tal o cual caso particular (n.
17). El cristiano no tiene nunca obligación de aceptar el dolor por el dolor (n. 18). No hay que desestimar la
aceptación voluntaria del dolor físico, ...pero no es una obligación que se pueda imponer (n. 27). No hay que
creer que Dios desea el dolor o lo envía o lo planifica. «Las palabras del Evangelio y la conducta de Jesús no
indican que Dios quiera esto de todos los hombres en todo momento, y la Iglesia no les ha dado de ningún modo
esta interpretación» (n. 36). A veces se oye decir que enfermos y moribundos deben soportar el dolor para
adquirir méritos y perfeccionarse; pero no es oportuno sugerir a los moribundos estas consideraciones ascéticas.
El dolor puede dar ocasión, no a méritos, si-no a nuevas faltas (n. 40).
Sobre si se permite la supresión de la conciencia, afirma: «si no hay otros medios y si, dadas las
circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos o morales, sí» (n. 47).
El documento Iura et bona, Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe (05-05-1980, nn. 17-
22) repitió años más tarde lo siguiente:

a) el dolor físico es elemento inevitable de la condición humana (utilidad innegable);

b) a menudo supera su utilidad biológica y, por tanto, es natural que se desee eliminarlo a cualquier precio;

c) no es extraño que algunos cristianos deseen asumirlo, pero no es prudente imponer como norma un
comportamiento heroico;

d) «la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que
sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios,
entorpecimiento o menor lucidez;

e) es lícito, si no hay otro medio, el uso de analgésicos que supriman el dolor y la conciencia, aun cuando se
prevea que el uso de narcóticos abreviará la vida (dice citando la pregunta de los anestesistas a Pío xn en
1957).

Aclaraciones sobre la limitación del esfuerzo terapéutico

En octubre de 2004 se difundió en los medios el caso de la ni-ña inglesa Charlotte Wyatt, que había nacido
prematuramente a las 26 semanas de gestación y se hallaba en un estado de gravedad extrema a los 1 I meses de
edad. El equipo médico opinaba que no estaba indicada la reanimación si sufría una crisis respiratoria. Esta
opinión obtuvo respaldo judicial, contra la voluntad de los padres. Los médicos, que ya habían practicado la
reanimación de esa niña tres veces, pensaban que se debía evitar el encarnizamiento terapéutico. Una parte de la
opinión pública confundía la limitación del esfuerzo terapéutico con la mala práctica causante de muerte. Los
padres, por su parte, insistían en alargar la vida de la niña a toda costa. El tribunal sentenció que, dada la
situación clínica sin expectativa razonable de mejoría, no redundaba en el mejor interés de la paciente la
prolongación artificial de la vida.
Tal fue la solución jurídica que cerró legalmente el caso. Pero el debate entre las opiniones a favor y en
contra prosiguió. Es un caso que nos sirve para precisar las aclaraciones sobre la limitación del esfuerzo
terapéutico. Haremos dos observaciones, desde el doble punto de vista médico y ético.
Desde el punto de vista médico: cuando se prevé que una intervención o tratamiento no va a ser eficaz o que
los beneficios que reportaría son desproporcionados con relación a los daños, riesgos, esfuerzos o costes
previsibles, se puede decir, en general, que dicha intervención o tratamiento es rechazable tanto médica como
éticamente.
Para evaluar esta proporcionalidad tiene un peso especial el juicio profesional. Pero hay que considerar
también, desde el punto de vista de los valores del paciente (en este caso, de los familiares cercanos que lo
representan), si dicho tratamiento o intervención es asumible o es rechazable, a causa del dolor físico o el
sufrimiento humano que lo acompaña; en es-te último caso habría que considerar como extraordinaria, no sólo
una intervención desproporcionada, sino incluso una proporcionada. El juicio profesional evalúa si el
tratamiento es desproporcionado. La valoración humana estima si es extraordinario. En tales casos, el ideal sería
que las decisiones se topiaran no meramente a un nivel clínico y/o legal, sino a nivel humano, en el marco de
una consulta entre el equipo médico, el paciente (o sus representantes) y la familia.
Pero es importante, desde el punto de vista ético, añadir una observación acerca de la motivación e intención,
que afectan decisivamente a la moralidad de los actos. Supongamos, por ejemplo, dos casos (A y B) como el
citado antes, exacta-mente iguales. Supongamos también que en ambos casos la opinión profesional ha sido que
el tratamiento no está indica-do, por ser desproporcionado. Supongamos también que tanto el respaldo legal
como el consenso familiar se daban igual-mente en ambos casos. Pero supongamos, como experimento de
pensar, que la intención y motivación fueran distintas en el caso A y en el caso B. Supongamos, por ejemplo,
que en el ca-so A la motivación había sido respetar la dignidad de ese paciente y que, precisamente con
intención de respetarla, se optó por la limitación del esfuerzo terapéutico. En cambio, su-pongamos que en el
caso B la motivación había sido considerar que no reconocían de menos valor esa vida, no reconocían su
dignidad y, con intención de acabar con esa vida que no consideraban mereciera la pena vivirse, tomaron la
misma opción que en el caso A. Siendo ambas situaciones clínicamente iguales, y estando indicada en ambas la
limitación del esfuerzo terapéutico, la respectiva motivación e intención marca la diferencia de valoración ética
entre ambas. La decisión es, últimamente yen sus consecuencias, la misma; pero en el primer caso es éticamente
aceptable, y en el segundo es inadmisible.
Esto no ocurre en matemáticas, donde la solución correcta es única. Pero, en ética, soluciones aparentemente
iguales pueden ser éticamente diferentes. Y, a la inversa, soluciones opuestas pueden ser ambas correctas, según
como se hayan tomado.
A comienzos de los años noventa se debatió mucho en los Estados Unidos, con motivo del caso Cruzan,
acerca de la supresión de la nutrición e hidratación artificial en situaciones en que no parecen estar indicadas ni
ser proporcionadas. Tanto desde una ética laica como desde una ética de perspectivas religiosas, se dijo que no
se trataba de un caso en que la nutrición e hidratación artificial fuese obligatoria, ni que beneficia-se a la
paciente.
Se pueden citar voces opuestas entre los teólogos y entre los obispos a propósito de dicho caso. Por ejemplo,
teólogos como W. May, G. Grisez y M. Siegler se opusieron. Los obispos de Pennsylvania (12-12-1991) decían
que es obligatorio mantener esos soportes, excepto si la muerte es inminente o si el paciente no asimila.
Comparaban esto con el «homicidio por omisión» e insistían en que la causa de la muerte era la retira-da de
soporte; que eso no era «permitir» (allow), sino «causar» (cause); que la situación no era terminal; y que ni el
paciente ni sus familiares podían tomar una decisión así. Estas opiniones exageradas fueron contestadas por
otros teólogos tan reconocidos como R. McCormick.
Los obispos de Texas, Oregon, etc., junto con teólogos como J. Paris, Th. Shannon y personas
representativas de una bioética secular como A. Jonsen, D. Callaban y G. Annas y la American Medica/
Association estuvieron a favor de retirar esos soportes vitales en el caso Cruzan. Así opinaron también la
American Academy of Neurology y la Comisión Presidencial (Origins 07-06-1990 y 07-11-1991).
Me resulta significativa la observación del obispo John Leibrecht, que comentó este caso diciendo que había
dos res-puestas posibles y que ambas eran ortodoxas: «Se equivocarían los católicos que pensasen que sólo una
u otra de las dos líneas de razonar en la moral católica es correcta, con exclusión de la otra» (Origins 21 [07-11-
19911, 53-55).
El conocido teólogo moral católico R. McCortnick, Sl, apoyaba esta posición citando un texto muy
tradicional del moralista G. Kelly, que en 1948 redactó las Ethical and Religious Direcrives for Catholic
Hospitals, en cuyo número 3 afirmaba: «En cuestiones legítimamente debatidas por los teólogos, son libres los
médicos para seguir las opiniones que les parezcan estar más en conformidad con los principios de una sana
medicina». Latía tras esta postura el criterio de no imponer obligaciones inciertas.

Aclaraciones sobre eutanasia


El caso que plantea la película Mar adentro no es, estrictamente hablando, el de la eutanasia, sino el de la ayuda
al suicidio.
El caso, tan comentado en los medios, de interrumpir la nutrición artificial de Terry Chiavo, tampoco es un
caso de eutanasia, sino de limitación del esfuerzo terapéutico.
El caso, tan distinto, de las sedaciones en situación terminal en el hospital de Leganés tampoco es una
cuestión de eutanasia, sino de si se cumplieron o no debidamente los protocolos establecidos para aplicar una
sedación en estado de agonía.
Hasta no hace mucho, se utilizaba en los manuales de ética una terminología que ha dado lugar a confusión.
Hoy se evita denominar «eutanasia pasiva» la limitación del esfuerzo terapéutico, para no confundirla con el
«homicidio compasivo por omisión». En efecto, una cosa es omitir lo que hay obligación de hacer, y otra omitir
lo que no estamos obligados, ni está indicado, ni tiene sentido hacer. También se evita denominar «eutanasia
indirecta» la «administración de analgésicos necesarios, en la medida en que sean necesarios, ni más ni menos,
aunque de ello resulte como efecto consiguiente el acorta-miento de la vida».
Por «eutanasia» se entiende, como formula en su reciente declaración el Institut Borja de Bioética
(Universitat Ramon Llull, 2005), «toda conducta de un médico u otro profesional sanitario bajo su dirección,
que causa de forma directa la muerte de una persona que padece una enfermedad o lesión in-curable con los
conocimientos médicos actuales que, por su naturaleza, le provoca un padecimiento insoportable y le causará la
muerte en poco tiempo. Esta conducta responde a una petición expresada de forma libre y reiterada, y se lleva a
cabo con la intención de liberarle de este padecimiento, procurándole un bien y respetando su voluntad».
Sobre esta acción se debate si debe estar legalizada o despenalizada, para asegurar con garantías jurídicas
que se cumplan las premisas y condiciones presumiblemente justificadoras de tal intervención excepcional, así
como para evitar que el abuso de esa práctica conculque la dignidad y el derecho a la vida de los pacientes.
Es importante que no se confunda la eutanasia con ninguna de las tres acciones siguientes:

a) no iniciar un tratamiento fútil;


b) retirar un tratamiento, una vez comprobada su futilidad;

c) emplear medicación sedante para aliviar sufrimientos intolerables en los últimos días de vida.

Tampoco debe denominarse «eutanasia» (ni siquiera añadiendo los calificativos de «no voluntaria» o
«involuntaria») la acción de llevar a cabo médicamente la muerte de una persona incapaz de manifestar su
voluntad (no voluntariedad) o contra su voluntad (involuntariedad). El nombre de tal acción es homicidio, aun
cuando fuera por compasión.
También hay que distinguir la eutanasia de la ayuda médica al suicidio; por ejemplo, cuando un médico
ayuda intencionadamente a un paciente a cometer suicidio, proporcionándole, a petición del mismo paciente, los
fármacos necesarios para que él mismo se los administre.
Igualmente, hay que precisar que no es lo mismo legalización indiscriminada que despenalización de
determinadas situaciones excepcionales, bajo estrictas premisas y requisitos. Entre otras razones, para oponerse
a la primera, aun cuando se aceptase con estrictas condiciones la segunda, se pueden aducir las siguientes:

• Las leyes tienen un valor educativo. Existe el peligro de confundir lo legalizado con lo éticamente conecto.

• Existe el peligro de que se ejercite presión psicológica sobre personas vulnerables o dependientes, que
podrían solicitar algo que no desean con plena autonomía.

• Existe el peligro de que se descuiden los cuidados paliativos.

• Existe el peligro de abusos y de que, so capa de eutanasia, se actúe sin contar con la voluntad del paciente y
aumenten los casos de homicidio por compasión.

• Existe el peligro de que se difunda en la sociedad una mentalidad permisiva que acepte con ligereza la
supresión de la vida.

Por eso es conveniente, teniendo en cuenta las precisiones anteriormente expresadas, recomendar la
redacción de instrucciones o directrices anticipadas. Sobre todo, teniendo en cuenta que sigue siendo mayor el
peligro de abuso de la prolongación indebida de la agonía que el de abuso de la eutanasia.

Aclaraciones sobre cuidados paliativos


Los cuidados paliativos tratan de aliviar el sufrimiento al final de la vida. Y lo hacen con enorme respeto por la
dignidad y la autonomía de la persona moribunda. Lamentablemente, no tienen acceso a estos cuidados muchas
de las personas que los necesitarían. Cuando estos cuidados se proporcionan adecuadamente y se facilita el
acceso a ellos, disminuyen las demandas de eutanasia.
Conviene recordar que la dignidad humana la tienen todos los humanos por nacimiento. Es la base de los
derechos fundamentales y de la igualdad de todos los seres humanos. Todos ellos, independientemente de su
edad, salud o enfermedad, capacidad o discapacidad, están dotados de una dignidad inviolable. No se debe
confundir esta noción de dignidad con lo que, en el modo de hablar corriente, se denominan condiciones más o
menos dignas de vida o del modo de actuar de quienes las favorecen o impiden. Por eso conviene tener mucho
cuidado al emplear expresiones como «muerte digna», que se prestan a malentendidos. Es preferible hablar de
respeto a la dignidad del paciente hasta el último momento de su vida, y de fomentar las condiciones dignas para
acompañar debidamente esa vida hasta su muerte.
También conviene aclarar la relación entre cuidados paliativos y eutanasia. Habría que evitar dos extremos:

a) generalizar a la ligera en favor de la eutanasia;

b) excluir que se presenten situaciones de demanda de eutanasia, a pesar de tener acceso a los cuidados
paliativos.

En vez de oponer los cuidados paliativos a la eutanasia, habría que situar la posible demanda de ésta, en
situaciones excepcionales, en el último tramo de la escalada. El primer paso de esta ascensión serían los
tratamientos curativos. Cuando la enfermedad es incurable, se limita el esfuerzo terapéutico y se concentra el
tratamiento en la lucha contra el dolor. El paciente puede optar por rechazar otra clase de cuidados y reducirse a
los paliativos. Finalmente, ante situaciones extremas de fracaso de los cuidados paliativos, pueden presentarse
casos de demanda de eutanasia que tendrían que afrontarse con responsabilidad ética, asesoramiento médico y
acompañamiento humano.

Aclaraciones sobre muerte encefálica

La muerte del cerebro como un todo es un criterio válido para cerciorarse de lo irreversible del proceso de morir.
Los adelantos en tecnologías de reanimación, control artificial de respiración y presión arterial, alimentación
intravenosa, etc., han he-cho posible durante la segunda mitad del siglo xx mantener la circulación sanguínea y
la respiración artificial en cuerpos que ya están irreversiblemente desintegrados. Como consecuencia de esos
desarrollos tecnológicos, el diagnóstico de la muerte basado en criterios neurológicos (no sólo cardiológicos) se
ha convertido en práctica aceptada en muchas partes del mundo. Pero la expresión ambigua «muerte cerebral»
sigue provocan-do malentendidos. Desde el punto de vista biomédico, podemos estar de acuerdo con el
consenso que ha ido emergiendo gradualmente acerca de admitir que la muerte puede ser conceptualizada como
«pérdida irreversible de la capacidad de ser consciente, combinada con la pérdida irreversible de la capacidad de
respirar espontáneamente» (A. ESTEBAN – J. ESCALANTE [eds.], Muerte encefálica y donación de órganos,
Madrid 1995, pp. 75-78).
Pero hay tres malentendidos muy comunes. El primer malentendido consiste en confundir el modo de
cerciorarse bien médicamente de la muerte (que pertenece a la dimensión científica del problema) con la
«determinación humana de la muerte» (que pertenece a la dimensión cultural, filosófica y teológica del
problema). Como formuló el Papa luan Pablo II:
«La muerte de la persona es un único acontecimiento, consistente en la total desintegración de ese conjunto unitario e
integrado que es persona, el sí mismo personal... La muerte de la persona es un acontecimiento que ninguna técnica
científica ni método empírico alguno puede identificar directamente. Sin embargo, la experiencia humana muestra que, una
vez que la muerte ocurre, siguen inevitablemente ciertos signos biológicos que la medicina ha aprendido a re-conocer con
creciente precisión. En este sentido, los criterios para cerciorarse de la muerte, los empleados hoy en medicina, no deberían
entenderse como si fueran una determinación técnico-científica del momento exacto de la muerte de una persona, sino como
los medios científicamente seguros de identificar los signos biológicos de que una persona verdaderamente ha muerto»
(Discurso al Congreso Internacional de Transplantes, 29-08-2000, n. 4).

Aclaraciones sobre transplantes

Los trasplantes de órganos tras la muerte del paciente (hechos con el debido consentimiento y los
procedimientos apropia-dos) son moralmente admisibles, pero nunca obligatorios.
El segundo malentendido frecuente es tratar al mismo tiempo (como «en un solo paquete») el problema del
diagnóstico de la muerte por criterios neurológicos y el de los trasplantes de órganos. Ambos temas, aunque
relacionados, no deberían identificarse sin más. Incluso en el caso de un paciente que no sea donante de órganos,
puede surgir el problema de qué hacer si la llamada «muerte cerebral» se produce mientras el paciente está
conectado a instrumentos de prolongación artificial de la vida.
No se debe confundir –y nos hallamos ante el tercer malentendido– el llamado «estado vegetativo» con la
«desintegración irreversible del cerebro como un todo». En el primer caso, el paciente nunca puede ser tratado
como un cadáver. En el segundo caso (si las condiciones requeridas –voluntad expresa del paciente,
consentimiento de la familia, respeto al cadáver, etc.– se cumplen), es correcto éticamente proceder al trasplante
de órganos.

«El criterio adoptado en estos últimos tiempos para cerciorarse del hecho de la muerte, es decir, el cese completo e
irreversible de toda actividad cerebral, si se aplica con rigurosidad, no parece entrar en conflicto con los elementos esenciales
de una sana antropología. Por consiguiente, un profesional de la salud responsable de cerciorarse de la muerte puede emplear
estos criterios en cada caso individual como la base para llegar a ese grado de seguridad en los juicios éticos que la
enseñanza moral describe como "certeza moral". Esta certeza moral es considerada como la base necesaria y suficiente para
un curso de acción ética-mente conecto. Sólo cuando tal certeza existe, y allí donde el consentimiento informado ha sido
dado ya por el donan-te o por los legítimos representantes de éste, es moralmente conecto iniciar los procedimientos
requeridos para la ex-tracción de los órganos para trasplante» (ibid.).

Los cirujanos implicados en el trasplante no deberían tener parte en el diagnóstico de la muerte del donante.

Aclaraciones sobre justicia y sistema sanitario

La relación entre el paciente y los servicios sanitarios no debería regirse por las reglas del mercado ni por el
modelo de los tribunales.
La reacción contra el paternalismo exagerado, que era una característica de la relación paciente-médico
durante siglos, ha dado lugar a una exagerada reacción en sentido opuesto que acentúa la autonomía del paciente
de un modo muy individualista y trata de resolver muchos problemas al nivel legal de protección de derechos.
Confrontados con la amenaza de ser llevados ante los tribunales, los médicos necesitan también protegerse con
recursos legales. Como consecuencia, la relación de confianza entre el paciente y quienes cuidan del paciente en
los servicios sanitarios se ha hecho más difícil de cultivar. Por otra parte, toda la organización del sistema
sanitario y los intereses económicos de las instituciones de sanidad acrecientan la dificultad de recuperar una
verdadera relación de confianza entre médicos y pacientes. Es imposible discutir un problema grande en pocas
líneas. Pero es importante percatarse de que la cuestión básica que subyace a este problema es la misma que he
venido destacando a lo largo de toda esta serie de artículos: la falta de integración en la cultura de hoy entre el
enfoque tecnológico y el enfoque humano de los temas bioéticos.

IX
Sentir y Disentir

Un creyente, a quien se le tilda de progresista, dice que disiente de la Iglesia. Otro creyente, a quien su entorno califica como
conservador, dice que no se puede, en modo alguno yen ningún ca-so disentir de la Iglesia, si se es miembro de ella. Ambos
están cayendo en un error semejante. El primero, al decir que disiente de la Iglesia, parece olvidar que todos los creyentes
son Iglesia y que, si habla de ese modo, se está percibiendo como si estuviera fuera de ella. El segundo parece concebir la
Iglesia como si fuera un club, con unas determinadas reglas cuyo incumplimiento deja fuera de su pertenencia a los
miembros que se atreven a disentir.

Ambos deberían comenzar por sentirse Iglesia y sentirse en la Iglesia. Eso supuesto, es posible disentir «era» la iglesia.
Disentir (ideé la iglesia parecería sugerir que estamos fuera de ella. No poder disentir dentro de la Iglesia supondría que ésta
es como un partido totalitario y autoritario. No lo es, aunque hay que reconocer que es una tentación para el clero adoptar esa
postura, en la que a lo largo de la historia ha caído y sigue cayendo a menudo la jerarquía en algunas regiones, provocando
reacciones exageradas por el extremo contrario.

Cuanto se dice en este capítulo presupone que sentirse Iglesia y sentirse en la Iglesia es condición para «sentir con» la
Iglesia -como formulaba san Ignacio- y, a la vez, poder disentir «era» la Iglesia.
Es importante tener claras estas precisiones al tratar cuestiones de bioética teniendo como referencia el magisterio
eclesiástico.

A este respecto hay dentro de la Iglesia bastantes malentendidos que se supone deberían estar superados hace ya más de
cuarenta años, como resultado del Concilio Vaticano u, pero que en algunos ámbitos, como en determinados estratos sociales
de nuestro país, persisten más de lo que se podría haber calculado.

30 / ¿Resplandor de verdad
o calor de bondad?

Recogemos aquí el texto de una homilía predicada en la iglesia de los jesuitas de Murcia tras la publicación de
la encíclica «Veritatis splendor», en 1993, por las fechas en que, en las tertulias de formación, habíamos
discutido precisamente sobre la fidelidad flexible y la lealtad creativa ante el magisterio eclesial.

***
Que la paz del Señor Jesús esté con la comunidad aquí reunida.
Voy a decir unas breves palabras a propósito de una encíclica recién publicada, de la que han hablado los
medios de comunicación. Por eso, en lugar de las lecturas señaladas para hoy, hemos escuchado tres lecturas
tomadas de tres textos que el Papa cita con énfasis en dicha encíclica, titulada El resplandor de la verdad (en su
título latino, Veritatis splendor).
La primera lectura ha sido de la Carta a los Romanos. Nos invitaba al discernimiento de un modo adulto y
maduro por parte de cada persona cristiana, de acuerdo con su fe y su conciencia.
La segunda lectura ha sido de la Carta a los Gálatas. Nos decía que Cristo nos ha llamado a la libertad. Esa
libertad bien entendida es, según nos recuerda el Papa, la clave de la moral cristiana.
El evangelio que hemos escuchado es el que comenta el Papa desde el principio hasta el final de la encíclica:
la pregunta de un joven a Jesús, diciéndole: «Maestro, ¿qué debo hacer?».
Nos invita a un enfoque de la moral en forma de preguntas dirigidas a Jesús. En estos tres puntos se resume
gran parte del contenido principal de esta encíclica. Pero, como se compren-de fácilmente, esto no es nada
periodístico, ni es noticia, ni tiene garza mediática. Sería muy aburrido para un columnista limitarse a repetir lo
que acabo de resumir sobre esos tres textos bíblicos.
Lo que sí es noticia y vende son los malentendidos que leemos en la prensa o escuchamos en las tertulias
radiofónicas (sin excluir a las presuntamente confesionales). Decía en broma un periodista francés, al día
siguiente de la aparición de la carta papal: «Esta encíclica es larga y difícil. Si la explico, no me leerá nadie;
pero tengo el truco para que me lean. Pondré en los titulares tres palabras clave: Papa, autoridad y sexualidad».
Un periódico español, con igual picardía, presentaba la en-cíclica rotulando: «Ataque del Papa a los
homosexuales». Me sorprendió, porque aún no había tenido tiempo de leerla. Tuve que buscar con lupa una
línea relacionada, al menos indirecta-mente, con el tema. Solamente encontré, a propósito de otro tema y en otro
contexto, unas líneas de una cita de san Pablo. Lo que sí hallé fueron unas palabras del Papa en las que
distinguía entre expresar una opinión negativa sobre un determinado comportamiento y condenar a una persona;
esto último -dice— ni lo hace, ni lo debe hacer la Iglesia.
Escuché por la radio en una tertulia una crítica. Decían que esta encíclica brotaba de la excesiva
preocupación del Papa por temas de sexualidad. Cuando leí la encíclica, comprobé que el espacio dedicado a
estos temas era muy pequeño. En cambio, encontré más de cuatro páginas sobre ética social y justicia, que no
citaban los periódicos. Hablaba allí el Papa citando cuestiones concretas (por cierto, muy de actualidad en
nuestro país) como, por ejemplo, la corrupción de la administración pública, la corrupción financiera, los
fraudes económicos, la falta de verdad y transparencia entre gobernantes y gobernados, etc. Por lo visto,
tampoco esto es noticia.
Antes de publicarse la encíclica, leí en una revista que se preparaba este documento con el fin de reforzar la
infalibilidad papal. Pero, como bien saben los creyentes por su formación cristiana, una encíclica nunca habla
infaliblemente. Cuando Pablo VI vio el borrador que le habían preparado sus colaboradores en 1967 para la
encíclica Humanae vitae (sobre la regulación de la natalidad), tachó con su propia pluma la palabra «infalible»
que había introducido uno de los redactores. También el cardenal Ratzinger, al presentar esta última encíclica de
Juan Pablo u, aclaró la confusión de un periodista, respondiéndole que no se trataba de un documento infalible.
Dejando de lado estos malentendidos, diré brevemente que la encíclica tiene tres partes. Una primera parte,
muy bíblica y muy personalista, en la que resuena la voz del Papa, con algunos énfasis característicos suyos que
nos suenan por habérselos oído en sus palabras del Angelus de los miércoles. Dice en esa parte dos cosas
principalmente. En primer lugar, que la moral cristiana debe centrarse en Cristo e inspirarse en su enseñanza y
comportamiento tal como aparece en los evangelios. En segundo lugar, que la moral cristiana debe ser una
moral de personas adultas que, con una libertad bien entendida y una conciencia bien formada, obran de acuerdo
con su conciencia para discernir bien y mal.
Viene a continuación una segunda parte, difícil de leer. Está pensada, sobre todo, para orientar a los obispos
y a quienes enseñan teología moral. Trata de aclarar confusiones y evitar dos extremismos que le parece detectar
en dos posturas que se dan dentro de la Iglesia: ambas posturas son conectas; ambas son, podríamos decir, «de
centro» (no de extremismos de izquierda o de derecha). Pero una tiene el peligro de pasarse de optimismo
ingenuamente, y la otra corre el riesgo de pasarse por excesivo miedo y pesimismo. Toda esta parte es un poco
difícil de leer. Una breve homilía no es el momento de explicarla. Más bien se presta a trabajar sobre ella en un
círculo de estudio.
La tercera parte de la encíclica, hay que reconocerlo, se presta a desconcertar, pues refleja la preocupación
de algunos teólogos, obispos o dirigentes de la Curia Vaticana, de una orientación más bien estricta, que se
preocupan excesivamente de cuanto pueda sonar a diferencias de opinión dentro de la Iglesia.
Aclararemos aquí únicamente un aspecto que se presta a desorientar. Tenemos que tener cuidado de no meter
en un mismo paquete cosas muy serias y graves junto con otras más secundarias y de menor importancia. Por
ejemplo, si se habla sobre el aborto y sobre la contracepción al mismo tiempo y con la misma fuerza, como si
fueran cosas del mismo peso y al mismo nivel, se producen dos reacciones nada deseables. Por una parte, unas
personas rechazarán en bloque toda la enseñanza por completo. Por otra parte, otro grupo de personas la
aceptará angustiadamente, sin ser capaces de distinguir entre lo más grave y lo más secundario.
Una cosa son los temas serios y graves, como el homicidio o la explotación de los pobres y los débiles, y
otra los temas más secundarios, como la controversia en tomo a los métodos anticonceptivos o la inseminación
artificial. En los primeros temas importantes no encontraremos teólogos que disientan de la enseñanza expuesta
por el magisterio eclesiástico. En los otros temas, más secundarios, no nos extraña que haya discrepancias
dentro de la Iglesia. Son temas en los que abundan los malentendidos y las confusiones. Pero no son cuestión de
fe, ni de pecado, ni de obediencia a la jerarquía. Por tanto, no nos extrañará que haya teólogos y agentes de
pastoral que, sintiéndose en la Iglesia, precisamente sintiéndose Iglesia y sintiendo con la Iglesia, disientan del
magisterio oficial en estos puntos secundarios.
Pero este pequeño punto secundario no merece ponerse en el centro de nuestra reacción y comentario de la
encíclica. Quedémonos con lo principal, con esas tres invitaciones que nos hacían las lecturas antes citadas. En
esos textos bíblicos, citados por el Papa en su encíclica, encontramos: la invitación a una moral de
discernimiento adulto y maduro según la conciencia; la invitación a una moral de la persona y la libertad; y la
invitación a una moral en forma de pregunta dirigida a Cristo, más que de obediencia automática a normas
abstractas.
La comunidad creyente desea, obviamente, contribuir unánime a la práctica de una moral de ese estilo, tanto
fuera como dentro de la Iglesia. Pero al insistir en la unanimidad, la en-tendemos como una unión de personas
adultas y creyentes, en la que se pueda practicar el consejo que daba san Agustín: «En lo importante, unidad; en
lo secundario, pluralidad y libertad; y en todo, respeto mutuo y caridad».

31 / Aclaraciones
sobre el magisterio eclesial

Cuando dedicamos varias sesiones de la tertulia a aclarar malentendidos acerca del magisterio eclesiástico,
sobre todo en lo relativo a cuestiones de moral, se hizo necesario corregir bastantes impresiones y percepciones
equivocadas que, con buena voluntad e insuficiente formación, han arraigado entre las comunidades creyentes.
Resultado de esos debates son las proposiciones recogidas aquí en forma de resumen.
***

1) Una cosa es disentir «en» la Iglesia, y otra disentir «de» la Iglesia. Cuando se disiente «en» la Iglesia, se
disiente estando dentro de ella, sintiéndose Iglesia y en la Iglesia. Otra cosa sería disentir de la Iglesia
estando fuera de ella, sin formar parte de ella. A veces, precisamente por sentirse uno en la Iglesia, sentirse
Iglesia y sentir con la Iglesia, justa-mente por eso se ve uno obligado a disentir dentro de la Iglesia en
algunos aspectos no esenciales de su enseñanza.

2) A propósito de este tema de «sentirse en la Iglesia», es útil e interesante recordar un texto de un discurso del
Papa Pío XII (de 20-02-1946), citado luego por Juan Pablo II en su carta sobre los seglares (Christifideles
laici, n. 9) y recogido en el Nuevo Catecismo, n. 899: «Los fieles seglares deben tener conciencia cada vez
más clara, no sólo de pertenecer a la Iglesia, sino de ser Iglesia... Ellos son la Iglesia».

3) Sobre el deber de opinar es importante recordar lo que di-ce el Código de Derecho Canónico acerca de que
los seglares «tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia
y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia
y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la
reverencia hacia los pastores, habida cuenta de la utilidad común y la dignidad de las personas» Cic, can.
212, 3).

4) El Concilio Vaticano n dijo: «Debe reconocerse a los fieles, clérigos o laicos, la debida libertad de
investigación, de pensamiento y de hacer conocer, humilde y valerosamente, su manera de ver en el campo
de su competencia» (Constitución Gaudium et Spes, n. 62).

5) Entre finales del siglo XIX y comienzos del xx hubo en la Iglesia una época de excesivo autoritarismo
(resucitado de nuevo en las dos últimas décadas del XX). Esta situación había cambiado radicalmente en el
Concilio Vaticano 11 (1963-65). Pero ya antes, en 1950, el Papa Pío xm tuvo un discurso sobre la opinión
pública en la Iglesia, que marcó un hito decisivo. Decía así: «Donde no hay opinión pública, hay fallo,
debilidad y enfermedad en la vida social de ese grupo. [...1 Algo le faltaría a la Iglesia si no la tuviera,
pastores y fieles serían responsables de ese defecto» (L'Osservatore Romano, 18-02-1950).

6) El Papa Juan Pablo u, cuando todavía no era más que el arzobispo de Cracovia, dijo: «La conformidad mata
a la comunidad. Cualquier comunidad necesita oposición leal». Más tarde, ya Papa, dijo en 1979: «Que no se
ataque o haga callar al que no comparte nuestras opiniones» (Citado por L. SWIDLER [ed.] en Church in
Anguish, Harper, San Francisco 1987, p. 312).

7) Huelga decir que en el modo de disentir es obvia la necesidad de guardar las formas, con razones pensadas,
motivaciones honestas y actitud humilde y responsable.

32 / Hacia una cultura


de la vida

Este capítulo tuvo su origen en una conferencia pronunciada en Lugo, circunstancia a la que alude el lenguaje
metafórico sobre el paisaje verde como propedéutica para la comprensión de textos, tomas de posición y
actitudes de Juan PabloII.

***
El título está tomado de la carta encíclica de Juan Pablo II Evangelium vitae (El Evangelio de la vida), cuyo
décimo aniversario se cumplió en marzo de 2005. Nunca hemos tenido tantas posibilidades tecnológicas para
favorecer y proteger la vida. Pero también es cierto que nunca ha estado la vida tan amenazada como hoy. El
diagnóstico de esta situación lo resumió, como sabemos, Juan Pablo n diciendo, con una frase muy conocida y
citada, que «en el fondo, hay una gran crisis de cultura». Tomando esta frase como hilo conductor, quisiera re-
leer algunos pasajes de ese documento de Juan Pablo m sobre temas de ética de la vida.
Comenzaré contando tres episodios que tienen que ver con Japón y Galicia y que me ayudan a releer la
enseñanza de Juan Pablo u.
El primer episodio es sobre el paisaje verde. Un estudian-te japonés que había viajado por la península
Ibérica, me con-taba sus impresiones del viaje después de volver a Japón. Me decía que, al volar de Madrid a
Santiago, le llamó mucho la atención el contraste entre Castilla y Galicia. Le parecía, al llegar a Galicia, que
estaba de nuevo en su propio país japonés. Durante su estancia en Guadalajara había echado de menos la lluvia,
el agua, la humedad y la niebla.
El segundo episodio es parecido. Fue en clase de filosofía, leyendo con alumnos japoneses a Unamuno. A
comienzos de los setenta se traducía al japonés la obra selecta de Unamuno. Leyendo sus ensayos sobre el
paisaje, interesó al alumnado japonés el comentario sobre el shirimiri en Euskadi y el orvalho en Galicia,
comparados con el kirisame en Japón. Por la misma época me ocupaba yo de traducir al español a un filósofo
japonés, T. Watsuji, que ha pensado y escrito sobre la relación entre el paisaje y la cultura. Lo que dice este
pensador japonés sobre los jardines japoneses, unido a la reacción del alumnado ante los ensayos de Unamuno,
me proporcionó una sugerencia que me ha servido años más tarde para enfocar los temas de ética de la vida.
El tercer episodio tiene que ver con el monte Fuji, cuya cumbre nevada se yergue imponente ante la mirada
del viajero que viaja en el tren bala, desde Tokyo, en dirección a Kyoto. Pero mi episodio tiene lugar en un
avión. Despegamos del aeropuerto de Narita, al este de Tokyo, en un día nublado. No se ve el monte Fuji. Ami
lado, discuten dos pasajeros extranjeros. Uno dice que pasaremos por el sur del monte, el otro dice que por el
norte. La azafata los oye y tercia en la conversación. «Lo van a ver, dice, por esta ventanilla dentro de poco,
hacia el sur». Los dos pasajeros se esfuerzan oteando hacia abajo a través de las nubes, pero no ven nada. «No,
no miren hacia abajo, lo tienen allí delante, allí arriba», dice la azafata. Es que el avión iba ya sobre las nubes a
más de dos mil metros. Sol y cielo azul. Y, sobresaliendo por encima de las nubes, se erguía majestuoso el
monte Fuji. Lo tenían horizontalmente al costado, en dirección sur, pero no ]o habían visto, porque trataban de
mirar por entre las nubes hacia abajo. También este episodio me ha sugerido pensamientos relacionados con la
bioética y con lo que voy a comentar, a continuación, sobre Juan Pablo II.
Hasta aquí, los tres episodios, contados brevemente. Me sirven para introducir las tres partes de esta charla.
He querido empezar con estos tres prólogos: el paisaje verde, el jardín japonés y el vuelo por encima de las
nubes, porque quisiera utilizar estas tres imágenes para hablar de tres características del estilo de Juan Pablo n,
tal como se manifiesta en la carta encíclica sobre la vida.
La primera característica es dar mucha importancia a la necesidad de alimentar con agua las raíces de la
ética, en vez de limitarse a podar sus ramas con prohibiciones y mandatos.
La segunda característica es la necesidad de superar los enfrentamientos extremistas entre la ciencia y la
sabiduría, entre la razón y la fe, o entre la tecnología y la ecología.
La tercera característica es la necesidad de distanciarse de las discusiones y conflictos entre dos puntos de
vista estrechos y llevar a ambos interlocutores a una perspectiva nueva y más elevada.

En estos tres temas puede centrarse la lectura de la encíclica.

Paisaje verde

Veamos la primera característica mencionada: alimentar con agua las raíces de la ética, en vez de limitarse a
podar sus ramas con prohibiciones y mandatos
Contra la opinión que prevaleció en los medios informativos cuando apareció esta encíclica, el tema central de
EV no se reduce a un mero rechazo de determinados comportamientos amenazadores de la vida, sino que gira en
torno a la promoción positiva de un cambio cultural a favor de la vida humana: el tránsito de la cultura de la
muerte a la cultura de la vida.
A mis alumnos de teología les hice subrayar con iluminador verde todos los párrafos positivos sobre el sí a la
vida; y después les hice subrayar en marrón oscuro los párrafos que contenían expresiones negativas de
prohibición. La conclusión fue un documento con más del 80% iluminado en verde. Que me disculpen quienes
prefieran el seco paisaje castellano. Pero, con tanto verde, la encíclica parece más gallega. En cualquier caso,
bromas aparte, es cierto que Juan Pablo n daba más importancia, como dije antes, a regar con agua fresca las raí-
ces de la ética, es decir, lo positivo, las motivaciones, los valores, en vez de limitarse a podar y arrancar, es
decir, a las prohibiciones. Lo dijo claramente en otra carta suya bien conocida: El resplandor de la verdad (cf. n.
13), en la que dice que las normas morales formuladas en términos de prohibición están al servicio de valores
positivos que queremos tutelar. Antes que el precepto «no matarás» está la «exigencia indeclinable de proteger
la vida humana». Es decir, la llamada positiva de los valores pesa más que el freno negativo de las normas.
En la encíclica que estamos comentando, el Papa dedica casi la mitad del texto a estas motivaciones
positivas. Por ejemplo, para hablar del valor de la vida se centra en el texto de la primera carta de san Juan: «La
Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto» (1 in 1,2). Explica por qué ha elegido el título «Evangelio de la
vida» para su encíclica: la Buena Noticia sobre la vida es la persona misma de Jesús. ¿Dónde descubrimos esta
persona?, se pregunta el Papa. La encontramos en los Evangelios. Pero no solamente ahí. Anticipado su mensaje
ya en la Biblia desde antiguo, hay otro lugar donde escucharlo. «Escrito de algún modo en el corazón mismo de
ca-da hombre y mujer, resuena en cada conciencia». Una Iglesia que hable así superará las crisis de pesimismo y
concebirá su misión más como proclamadora de la esperanza que como gendarme de la moralidad.
Se podrían citar especialmente algunos de esos párrafos de paisaje verde. (Aquí abreviamos, porque se van a
reproducir en el capítulo 33, que se solapa con el presente).

Jardines japoneses

La segunda característica mencionada es: superar los enfrentamientos extremistas entre la ciencia y la sabiduría,
entre la razón y la fe, o entre la tecnología y la ecología
Para referirme a esta segunda característica referí al principio el episodio de los jardines japoneses. (Está
referido también más arriba, en el capítulo 24; se repite aquí abreviado, por exigencia del contexto)
Hablaba allí del filósofo japonés Watsuji, que reflexionaba sobre lo natural y lo artificial y sobre las
intervenciones de la mano humana para modificar lo natural. Algunos años después, volví a pensar sobre ello
con ocasión de un diálogo con bioeticistas japoneses sobre la aplicación a la ecoética de los criterios propuestos
por Watsuji. En ese contexto me resultaban extrañas las discusiones occidentales, tanto en el caso delas
reacciones exageradas de la teología romana a propósito de los anticonceptivos como en el caso de las primeras
reacciones, igualmente exageradas, ante la fecundación in vitro. En los debates europeos o norteamericanos era
frecuente encontrar dos extremismos enfrentados: el de quienes se oponían a ultranza a las intervenciones
calificadas de «artificiales», con-fundiendo lo artificial con lo antinatural, y, por otro lado, el de quienes se
limitaban a ver en cada nueva solución tecnológica una panacea que eximía de atender a los aspectos humanos,
psicológicos, culturales, socio-económicos o socio-políticos de los problemas.
Frente a esos extremismos, el pensador japonés me sugería un enfoque alternativo: su concepción de lo
artificialmente natural. Tetsuró WATSUn (1889-1960), en su Antropología del paisaje (Fúdo, 1929) habla de la
intervención de la mano humana para mejorar lo natural sin destruirlo. La jardinería japonesa conjuga lo natural
y lo artificial.
Aplicando este criterio al debate de los anticonceptivos, resulta obvio que lo artificial no equivale a lo
antinatural. Aplicado al debate sobre la procreación humana asistida, se evitan dos extremos: ni oponerse a ella,
como si fuera antinatural, ni limitarse a aplicar técnicas sin tener en cuenta a las personas.
En el contexto de su comentario al libro del Génesis (EV, 22ss), hace el papa un juego de palabras entre
«madre» (en latín, mater) y «materia» (en inglés, matter); señala la encíclica dos posturas extremas: el
tecnologismo y el naturalismo a ultranza. La primera olvida que la naturaleza es madre, y la re-duce a material
manipulable, causando destrozos en el medio ambiente. La segunda descuida el encargo hecho por el Creador al
ser humano de cuidar, administrar y modificar responsablemente la naturaleza y la vida, por creer
equivocadamente que la reverencia hacia la naturaleza consiste en no intervenir en ella artificialmente. Ambas
posturas se pasan por exceso y por defecto, respectivamente.

Amplitud de miras

La tercera característica mencionada es: distanciarse de las discusiones y conflictos entre dos puntos de vista
estrechos y llevar a ambos interlocutores a una perspectiva nueva y más elevada. Para explicarla conté al
principio el episodio del monte Fuji visto desde el avión.
En contextos culturales más propensos a la conciliación y el consenso, no es tan apremiante la necesidad de
apelar al diálogo. Pero en culturas donde la inclinación a absolutizar la propia opinión está muy arraigada y
donde, tanto en los debates intelectuales como en los políticos, está muy extendido el hábito de no intercambiar
argumentos, sino descalificaciones mutuas, se siente más la necesidad de apelar a la necesidad de dejarse de
estrecheces y optar por la amplitud de miras.
Un ejemplo de los primeros días del pontificado de Juan Pablo II. En su primer viaje a Latinoamérica para
asistir a la Asamblea de Puebla (1979), dos tendencias presionaban sobre los redactores del discurso papal: los
enemigos de la teología de la liberación querían hacerle decir que la promoción de la justicia no es más que un
«elemento componente»: un aspecto más, entre otros, de la evangelización. Los favorables a la teología de la
liberación, en cambio, se oponían e insistían en que apareciese en el discurso la afirmación de que la liberación
y el compromiso por la justicia son «elementos esenciales». Juan Pablo II desconcertó a unos y a otros y,
eludiendo la terminología escolástica, no quiso caer en la trampa de quienes debatían cuestiones de lenguaje
sobre si era preferible decir «componente» o «esencial». Dijo, en un castellano pronunciado con fuerte acento
polaco, que la promoción de la justicia es «indispensable» en la evangelización y que, por tanto, ambas son
inseparables. Esta anécdota retrata su estilo, esa búsqueda de un punto de vista más alto.
Juan Pablo II ha optado indudablemente por ese punto de vista, como ya se vio en los ejercicios espirituales
que predicó en la curia vaticana antes de ser elegido para el pontificado. Los tituló precisamente «Signo de
contradicción». Como la predicación de Jesús, muchas posturas adoptadas por Juan Pablo II durante su
pontificado han sido signo de contradicción; derechas e izquierdas lo han criticado y han tratado de usarlo a su
favor.
A la luz de estas anécdotas podemos comprender la amplitud de miras de la encíclica que estamos
comentando. En ella ha pretendido el Papa promover el cambio cultural que facilite «una gran estrategia a favor
de la vida». Subrayando en cursiva en el texto original, insiste en que «todos juntos debemos construir una
nueva cultura de la vida» (EV, 95).
Justamente en el contexto de la cita anterior sobre la construcción en común de una nueva cultura, el hecho
innegable del pluralismo cultural nos obliga a un esfuerzo aún mayor para que prevalezca el encuentro de las
culturas por encima del conflicto de las civilizaciones: una cultura de la vida tendrá que ser precisamente nueva
«para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos» (EV, 95; de nuevo, subrayo «todos»).

33 / ¿Inmovilismo
o cambio?

El origen de este capítulo es una conferencia en el Aula de Teología del Colegio Mayor «Chaminade», de
Madrid, en el marco de un ciclo de conferencias sobre la fe. Correspondía al autor tratar sobre la fe en el
contexto de una sociedad en evolución y una mentalidad evolutiva. De ahí el enfoque centrado en la polaridad
del inmovilismo y el cambio, de lo estático y lo dinámico.

***

El título suena un tanto difícil y abstracto. Aunque se haga más largo, quizá resulte más concreto si lo
reformulamos así: La fe como un camino en medio de un mundo y una sociedad que evolucionan sin cesar.
Dicho con otras palabras, vamos a considerar la fe como un proceso de ir creyendo, más que como eso que a
veces entienden algunos teólogos como «un acto de fe». ¿Vivimos nosotros la fe como un proceso de ir
creyendo, más que como un mero «hacer un acto de fe»?
Este camino o proceso de la fe no lo recorro yo solo, sino junto con otras personas que evolucionan, en
medio de un mundo y una sociedad que evolucionan continuamente. Creo que responde esta formulación a lo
que proyectaban los organizadores de este ciclo cuando me encargaron tratar sobre la fe en el marco de una
visión evolutiva de la realidad.
Sobre este tema voy a presentar un par de consideraciones nada más: una, sobre la realidad en evolución;
otra, sobre la fe en evolución.
Sobre la realidad en evolución voy a decir que el mundo no se parece a un mosaico, sino que se asemeja más
bien a una re-acción en cadena. El mundo no es un mosaico, un conjunto de piezas simples, puestas unas junto a
otras, meramente yuxtapuestas e inmóviles. En el universo, desde el Big-Bang hasta hoy, y en la sociedad, desde
los primeros homínidos hasta hoy, lo que hay no es un conjunto de cosas simples yuxtapuestas, aisladas e
inmóviles. Lo que hay es un conjunto de realidades muy complejas, estructuras complejas, relacionadas entre sí,
en continua interacción e interrelación, cambiando y evolucionando. Esto da lugar a la aparición imprevisible de
novedad; en el caso humano, de una creatividad insospechada. Como se dará cuenta el lector de Zubiri, acabo de
resumir con estas palabras un tema central de este filósofo español en su obra maestra, Estructura dinámica de
la realidad.
Esta es la primera consideración que quisiera hacer: sobre la realidad en evolución.
La segunda consideración es sobre la fe. Creer, en una pa-labra, no es simplemente hacer un acto de fe. Creer
es el infinitivo de un verbo que expresa una acción humana a lo largo de un proceso que dura un tiempo. Creer
es recorrer el camino de la fe y el camino hacia la fe. Es ir corriendo, corno decía san Pablo, tratando de alcanzar
a quien nos alcanzó primero (Flp 3,12-14).
Me sitúo, por ejemplo, ante tres libros: el devocionario de mi primera comunión, el catecismo de Ripalda y
los documentos del Concilio Vaticano n. Con el primero me enseñaron a recitar por las mañanas un acto de fe.
En el segundo se explicaba en qué ocasiones debemos hacer un acto de fe. Ambos son ejemplo de una
concepción estática de la realidad y de la fe: una manera de pensar que se fija más en los actos que en las
actitudes; más en lo puntual y momentáneo que en los procesos que duran; más en los hitos del camino que en el
camino mismo. En el Vaticano u, en cambio, encontramos una concepción dinámica de la realidad.
Un ejemplo de esta concepción dinámica de la realidad: abramos la Constitución Gaudium et Spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, por el n. 5. Dice así: «La historia está sometida a un proceso de aceleración tan
rápido que cada persona apenas puede seguirla... La humanidad pasa de una concepción más bien estática del
orden de las cosas a una noción más dinámica y evolutiva, de donde surge una nueva complejidad enorme de
problemas que exige nuevos análisis y síntesis». Este párrafo expresa un cambio de mentalidad que quizá no
hemos asimilado, aunque hayan pasado cuarenta años desde que se escribió.
Hasta aquí la introducción, que ha sido un poco larga; en realidad, he resumido ya las dos consideraciones
que me había propuesto presentar: la realidad en evolución y la fe como un camino, ambas inacabadas, ambas
en movimiento.
Comencemos, en la primera parte, por la evolución. Evolución no es solamente cambio, como cuando
decimos: «¡Cómo ha evolucionado esta planta del jardín o cómo ha cambiado es-ta ciudad en los últimos cinco
años!». «Evolución» no es me-ro despliegue de lo que había desde el principio, ni cambio por añadiduras.
«Evolución» no es mero desarrollo modificador, como cuando tenemos una masa de pastel en el horno y con-
templamos a través de la mirilla su cambio de color al tostar-se. «Evolución» es algo más: es producción de
novedad por mutación. El resultado no es previsible a partir de los elementos originarios que teníamos antes. En
el mundo físico se llama «novedad». En el mundo humano, «creatividad». (En algunos casos, por desgracia,
«destructiv¡dad»; pero no entramos en este tema, que nos llevaría muy lejos...).
Todo esto parece difícil, suena a «filosofía» en el peor sentido entrecomillado de la palabra. Pero sin haber
estudiado filosofía, sin saber el nombre de Aristóteles y sin haber leído El origen de las especies de Darwin, me
planteaba este problema una anciana de 86 años en un pueblecito de menos de 1.000 habitantes. A la salida de
misa me dijo: «Por favor, acláreme, que está una hecha un lío con tantos cambios. Dígame qué es lo que ha
cambiado en la Iglesia y qué es lo que no cambia después de la junta esa que tuvieron en Roma, eso que llaman
el Concilio».
Esta señora, con un acento simpatiquísimo que yo no sabría imitar, no hablaba con términos abstractos, no
decía «sustancial», «accidental» ni cosas por el estilo. Pero en su manera de hablar estaba dando por supuesto
que hay una parte que cambia y otra parte que no cambia y que ambas pueden sepa-rarse con claridad. Es decir,
tenía una visión estática de la realidad. ¿Cómo ayudarle a pasar a una visión evolutiva de la realidad? Se me
ocurrió una comparación. «Mire, abuela, usted tendrá ahora 70 años, ¿verdad?», le dije. Halagada contestó:
«Gracias por el cumplido, pero échele 15 más...». Yo insistí en el piropo y le dije: «No, que no es cumplido, de
verdad que no los aparenta. Seguro que a los 16 se llevaba de calle a los mozos del pueblo». Se puso
contentísima y dijo: «¡Si viera usted la de pretendientes que tuve...». Le seguí preguntando: «¿Conserva alguna
foto de entonces?». «Mire —me dijo—, en el bolso llevo una, se me ve con mi Eusebio, que en gloria esté; es de
cuando nos arreglamos, que luego fuimos novios un año entero, pero sin arrimarse aún, no como los de ahora,
que en seguida pin, pan, pin, pan». Yo, mirando la foto, volví al cumplido una vez más: «Pues a pesar de los
años, el aire y el empaque es el mismo...». Y ella, tan satisfecha: «¡Toma, como que quien tuvo, retuvo...!».
«Pues mire, señora —le dije entonces—, con esta foto se entiende el Concilio y el cambio en la Iglesia. A ver,
¿qué parte de su cara ha cambiado y qué parte de su cara es la misma de entonces? Dicen los científicos esos
que estudian el cuerpo humano que, en cuanto pasan unos años, todas las celulitas esas de la piel, todo cambia,
no queda ni una. Y, sin embargo, ahí está su cara y su aire, y su duende. Usted sigue siendo la misma, tan
guapetona». Se echó a reír y dijo: «Anda, qué cosas dice este cura, que me a convencer que me pase al bando de
las modernas, sin velo y con minifalda; si mi Eusebio levantara la cabeza...».
Hay que disculparse por la simpleza del ejemplo, pero es muy importante subrayar la diferencia tan grande
que hay entre una visión estática de la realidad y una visión evolutiva de la realidad. Según tengamos una u otra,
será muy distinta la manera de vivir la fe, de hacer teología, de afrontar las cuestiones de moral o la manera de
acompañar y orientar a las personas en el camino de la fe y en el cultivo de la espiritualidad. Para la visión
estática, una parte cambia, y otra no; y ambas se distinguen claramente. Para la visión dinámica, todo cambia a
la vez que permanece.
Cuando se difundían, en la segunda mitad del sigloXIX, las ideas de Darwin sobre la evolución, tanto los
creyentes teólogos como los no creyentes-antiteólogos, tardaron mucho en darse cuenta de la importancia del
impacto evolucionista. Los creyentes se asustaban pensando que, si admitían la evolución, se venía abajo su fe
en la creación. Los no creyentes antiteólogos se alegraban de haber encontrado un sustitutivo científico para
oponerse a la narración mitológica de Adán y Eva. Ni unos ni otros habían acusado bien el impacto. Se tardó
casi un siglo en reconocer tres cosas: que la evolución y la fe en la creación no son incompatibles; que no hay
que leer la Biblia al pie de la letra, como los fundamentalistas; que la visión evolutiva de la realidad obliga tanto
a creyentes como a no creyentes a revisar sus paradigmas de pensar, tanto en biología como en psicología,
sociología, filosofía o teología.
Pasemos ahora a hablar del camino de la fe. Desde mi experiencia de haber acompañado en Japón a adultos
que, a lo largo de meses y a veces de años, recorrían un proceso hasta desembocar en el bautismo, es evidente
que el paso de no creer a creer no es algo instantáneo o mágico. No es un acto, sino un camino, a veces muy
largo. No se puede decir que unos meses antes de la decisión no haya fe, ni que la recepción del bautismo
garantice e inmunice contra las dudas y crisis de fe posteriormente. Es como el matrimonio: no se puede decir
que hasta el mismísimo momento de la promesa solemne no estén unidos; tampoco la boda asegura que no se
pueda deshacer esa unión más adelante.
Cada creyente puede evocar la trayectoria de su propia fe y verá los altibajos del camino. ¿Qué significó la fe
para mí a los 10, a los 20, a los 50 años? ¿Qué va a significar en adelante? Son preguntas que nos invitan a
reconciliamos con la edad que tenemos y a descubrir nuevas formas de vivir la fe. Podríamos trazar la curva de
la trayectoria de la fe a lo largo de nuestra biografía. Puede haber momentos en la vida en que se tambalee,
como por un terremoto, la manera de creer que teníamos en épocas anteriores, y uno se quede como en cueros y
a la intemperie. Y pueden ocurrir también acontecimientos o encuentros inesperados con algo o con alguien que
nos traiga una cercanía o redescubrimiento de la fe. En todo caso, proceso y camino, horno viator, en palabras
de Marcel.
Pero volvamos al texto del Concilio que citaba antes: uno de los pasajes más importantes para comprender la
Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual (la que conocemos como Gaudium et
Spes), es su número 5. En ese párrafo se afirma que «la humanidad está pasando ahora de una concepción más
bien estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva». Al constatar este giro tan decisivo, concluye el
texto conciliar reconociendo que «surge un nuevo conjunto de problemas que exige nuevos análisis y nuevas
síntesis». Ese es precisamente el tema que nos toca tratar aquí. ¿Cómo afecta al modo de vivir y de expresar la
fe cristiana el hecho de que hayamos pasado (o estemos pasando, o nos resistamos a pasar) de una concepción
estática de la realidad a otra más dinámica y evolutiva?
Pero, dicho así, en abstracto y en general, no es un buen prólogo. Corremos el peligro de invitar al público a
cambiar de canal y dormitar un rato. Mejor será descender a un ejemplo concreto. ¿Qué pensamos acerca de la
protección debida a un pre-embrión humano, es decir, un óvulo fecundado que se encuentra en el día quinto o
sexto después de iniciarse la fecundación, que se halla en la etapa llamada de blastocisto y aún no ha
completado el proceso de implantación en el útero materno?
Las respuestas a esta pregunta, aun por parte de personas creyentes, pueden ser muy divergentes, según se
presuponga una concepción estática o dinámica de la realidad. Si única-mente preguntáramos por criterios
generales y abstractos, no habría diferencia en las respuestas, sobre todo dentro de un grupo de personas de unas
determinadas creencias religiosas. A la pregunta sobre si estamos a favor de la vida, cualquier creyente
responderá afirmativamente. Y a la pregunta sobre si deseamos, debemos y pretendemos proteger toda vida
humana individual desde su comienzo hasta su final, también se puede esperar el acuerdo en las respuestas. En
cambio, ante la pregunta concreta sobre el estatuto del pre-embrión en sus etapas de cigoto, mórula, blastocisto
o embrión recién implantado en el útero materno, ya no es tan fácil obtener el mismo acuerdo en las respuestas,
aunque se plantee la cuestión a un grupo de personas creyentes.
El debate ético sigue hoy abierto, en medio de una diversidad de presupuestos científicos, filosóficos y
teológicos. Quienes presuponen una concepción estática de la realidad ven la fecundación como si fuera algo
que ocurre instantáneamente, en un momento, y la aparición de una nueva vida como si fuera un fenómeno de
prestidigitación. Así como de la chistera del mago salen los pañuelos multicolores porque estaban ya de
antemano contenidos en ella, igualmente estaría preformado el futuro feto incluso antes de la primera división
celular. Pero quienes tengan, biológica y filosóficamente, una visión dinámica y evolutiva de la realidad, más
que en el mero momento del inicio de la fecundación, se fijarán en el desarrollo del proceso de concebir, que
dura al menos dos semanas y, probablemente, más de ocho.
Pero quisiera insistir en que unos y otros comparten el mismo criterio de estar a favor de la vida y coinciden
también en defender el principio de proteger cada vida humana individual desde su comienzo hasta su final. Lo
que ocurre es que, al aplicar ese criterio al problema concreto del estatuto del pre-embrión o del embrión antes
de acabar de constituirse suficiente-mente como feto, se bloquea el debate. Si no se da el paso de la mentalidad
estática a la dinámica, nos quedaremos en un atolladero sin salida. De hecho, eso es lo que está ocurriendo hoy
día, cuando creyentes que comparten una misma fe y unos mismos criterios éticos a favor de la vida, la
convivencia y la justicia, no logran ponerse de acuerdo a la hora de discutir sobre las técnicas de reproducción
asistida, sobre el uso de técnicas de clonación para la obtención de células troncales (células-madre) y su
aplicación en medicina regenerativa, sobre la ti contracepción de urgencia mediante la llamada «píldora del
día siguiente», sobre la selección de embriones con finalidad terapéutica o sobre los recursos a utilizar tras una
violación o situación equivalente.
Así son –tan concretos, tan actuales y tan complejos– los ti problemas que surgen si nos tomamos en serio el
citado texto conciliar. No es de extrañar que en 1962, al comienzo del Concilio, los obispos reunidos estuvieran
dudando entre dos posiciones opuestas, que tardaron tres años en superarse. Una mitad era partidaria de decir
que la Iglesia tiene ya las respuestas y soluciones para los problemas actuales. La otra mitad pensaba que eso es
pasarse, que la Iglesia no tiene respuestas prefabricadas que aparezcan automáticamente con sólo apretar una
tecla y buscar en la Biblia. Lo que la Iglesia saca de la Palabra divina es luz y fuerza para seguir caminando y
buscando, junto con el resto de la sociedad, las respuestas que aún no tenemos.
Tardaron tres años en votar, por fin, por mayoría casi unánime, el texto de lo que ahora es el número 33 de
Gaudium et Spes, donde se dice que «la Iglesia custodia el depósito de la Palabra de Dios, del que brotan
criterios religiosos y morales; pero eso no significa que la Iglesia tenga siempre a mano la res-puesta adecuada
para cada cuestión» (GS, 33). Al hablar así, es-taba el Concilio animando a que tanto la ética laica como la ética
cristiana adoptaran un talante nuevo y caminaran hombro con hombro en su búsqueda, en lugar de creer que una
de ellas tiene solamente preguntas, mientras que la otra monopoliza las respuestas. Ambas caminan
preguntando. Por eso afirma el Concilio que desea «unir la luz reveladora y el saber humano». Notemos que una
cosa es recibir la luz reveladora, y otra muy distinta sería disponer de soluciones reveladas para todo.
A veces, con buena intención pero equivocadamente, algunos creyentes reclaman a los obispos soluciones
automáticas, como si ante cada nuevo problema científico o social fuera necesaria una declaración tajante por
parte de los correspondientes portavoces oficiales u oficiosos de la jerarquía eclesiástica. No ha de ser así, dice
el Concilio: »roo piensen los seglares que sus pastores están siempre en condiciones de poder darles
inmediatamente soluciones concretas en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión» (GS,
43).
He querido comenzar mi exposición con estos textos del Concilio y con el ejemplo concreto de algunos
debates bioéticos recientes sobre vida y sexualidad, con el fin de proponer así las dos preguntas que querría
sirvieran para recoger el fruto de estas reflexiones.

a) ¿Hemos dado el paso de la mentalidad estática a la dinámica, tanto en la vida cotidiana como en la ciencia y
en el pensamiento?

b) ¿Cómo afecta ese cambio de mentalidad a nuestra manera de vivir y expresar la fe cristiana?

Desearía que estas dos preguntas nos ayudaran a animarnos mutuamente para buscar juntos las respuestas en
medio de esta sociedad plural y en colaboración con las éticas laicas.
Para ayudar a esa reflexión vamos a ver algunos ejemplos concretos:

Primer ejemplo: la Eucaristía

Para quien reconoce lo dinámico en la Iglesia y en una visión evolutiva de la realidad, no hay necesidad de
cronometrar, reloj en mano, el instante en que terminan de pronunciarse las palabras de la consagración para
constatar la presencia real-mente transignificante y transignificadora del Espíritu, que transforma toda la
realidad; transforma —tal como se expresa en la frase «esto es mi cuerpo»— no sólo «este pan» o «este vino»,
sino todo lo que ese pan y ese vino representan: la vida cotidiana de quienes se reúnen en tomo al altar. Todo eso
es lo que consagra y convierte en cuerpo y vida de Cristo para la vida del mundo.
En cambio, para la mentalidad que congela estáticamente la realidad, o que analiza la fe disolviéndola en un
laboratorio de distinciones, o que disecciona a la persona separando en ella actos, facultades o intenciones, o que
desmenuza la realidad en sustancias y accidentes separados por líneas mágicas... para esa mentalidad pueden
plantearse preguntas tan ridículas como la que se preocupa de que uno de los concelebrantes concluya la
fórmula unos segundos antes que otro. Con esa mentalidad preguntan también algunas personas, cuando llegan
tarde a misa, a partir de qué minuto les vale o no les vale para cumplir con lo que equivocadamente perciben
como un precepto.

Segundo ejemplo: la concepción


de una nueva vida humana individual

Para la mentalidad estática, la concepción es un sustantivo que se refiere a un presunto momento, el llamado
inexactamente «instante de la concepción», con un antes y un después, y una separación mágica puntual de ese
antes y ese después de la penetración de un espermatozoide en un óvulo para fecundarlo.
En cambio, la mentalidad dinámica, con una visión evolutiva de la realidad, reconoce que ese presunto
instante dura cuando menos veinte horas y desencadena, con continuidad ininterrumpida, toda una serie de
procesos —no momentos, sino procesos—: el proceso de diferenciación celular —desde el cigoto, pasando por
la mórula, hasta el blastocisto—; el proceso de anidación o implantación en el endometrio uterino; el proceso de
gastrulación; el proceso de ir constituyéndose lo que llegará a ser una nueva vida humana individual y personal.
La concepción no es un instante, sino un proceso: el proceso de concebir, es decir, de acabar de acoger en el
seno materno, al final del proceso evolutivo de aproximadamente dos semanas, esa estructura que llamamos
«embrión», que en su complejo intercambio embrio-materno, durante las próximas se-manas, llegará a constituir
lo que los embriólogos denominan feto a partir de la octava.

Tercer ejemplo: La regulación de la fecundación


y la maternidad y paternidad responsables

A quien, después de dividir con mentalidad estática los métodos anticonceptivos en artificiales y naturales,
confunda lo artificial con lo antinatural, le parecerá que todo lo artificial es rechazable, y todo lo mal llamado
natural es admisible.
En cambio, para una mentalidad dinámica, tanto un preservativo o una píldora o un dispositivo intrauterino,
como también el recurso a los llamados ritmos naturales, tanto lo uno como lo otro, pueden ser admisibles o
rechazables, según se usen o no responsablemente y respetando a las personas.
El problema, al leer los documentos oficiales de la Iglesia (incluidos algunos párrafos del Catecismo y de
algunas encíclicas), es que ambas mentalidades, la estática y la dinámica, están representadas en ellos. Y a veces
se formulan los criterios o principios con una buena mentalidad dinámica, pero se cae en la mentalidad opuesta
al sacar las conclusiones. Por ejemplo, el documento Donum vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe
(1987), dice que no se rechazan unos determinados procedimientos tecnológicos por el hecho de ser artificiales,
sino que el criterio debe ser si respetan o no la dignidad humana. Si tomamos en serio este criterio, no podemos
sacar la conclusión negativa que saca dicho documento acerca de la reproducción asistida, incluso cuando se
realiza con gametos de los propios esposos. El mismo argumento vale para no rechazar el uso responsable de un
recurso anticonceptivo, no sólo para prevenir un contagio, sino para eludir un embarazo indeseado o evitar un
aborto.
Otro ejemplo: el número 90 de la encíclica Evangelium vitae, donde se dice que hay que «garantizar
condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad». Si lo tomamos en serio,
habrá que sacar otras conclusiones distintas de las que saca dicha encíclica.

Cuarto ejemplo: el lugar de la mujer en la Iglesia

Para la mentalidad estática y jerárquica, el presbiterio debería estar unos escalones más alto que la nave de la
iglesia; el altar, unos centímetros más alto que el presbiterio; los varones, en un rango de escalón superior a las
mujeres; las personas religiosas célibes, con un estatuto privilegiado, y las mujeres relegadas a la periferia y
excluidas del centro de la celebración.
En cambio, en una concepción dinámica y circular de los ministerios en la Iglesia, ni la cabeza está fuera del
cuerpo, ni hay razón alguna para excluir a la mujer de representar simbólicamente a la cabeza, o de presidir la
celebración eucarística.

Quinto ejemplo: El trato correcto de la diversidad


de orientaciones en el campo de la sexualidad

Para la mentalidad que todo lo divide en casilleros de dicotomías (lo innato y lo adquirido; lo natural y lo
ambiental; lo ordenado y lo desordenado; lo habitual y lo raro; lo normal y lo anormal...), en suma, para la
mentalidad estática discriminadora, es muy difícil debatir serenamente sobre las cuestiones relacionadas con la
diversidad de orientaciones en la sexualidad.
En cambio, para la mentalidad que respeta la complejidad dinámica de la realidad, que reconoce las
incógnitas científicas acerca de los límites entre lo genérico, lo ambiental y lo elegido, y que no se precipita a
juzgar la intimidad de las personas..., para esa mentalidad es más fácil cumplir la recomendación de la Iglesia
acerca de no discriminar en este tema a las personas.

Sexto ejemplo: las dificultades


del compromiso matrimonial

La mentalidad estática no es capaz de conjugar el ideal de la estabilidad con la realidad de las rupturas
inevitables. La mentalidad dinámica, sin renunciar al ideal, reconoce que hay que encontrar soluciones en el
fuero de la conciencia para aquello que, por desgracia, no sea solucionable en el nivel jurídico.

Séptimo ejemplo: las relaciones sexuales


en diversidad de contextos de pareja
La mentalidad que traza líneas de territorialidad y delimita ámbitos de lo permitido y lo prohibido, distinguiendo
un dentro y un fuera, un antes y un después, no es capaz de confrontar estas situaciones más que con un sí o un
no, blanco o negro.
Más auténtica parece la mentalidad reflejada en la moral de interrogaciones que proponían en 1983 los obispos
japoneses cuando decían: el criterio de cualquier relación interpersonal, que incluya la sexualidad, se expresa
respondiendo existencial-mente a tres preguntas: ¿Soy sincero y responsable conmigo mismo en el respeto a la
propia persona? ¿Soy sincero y responsable para con la persona de mi pareja? ¿Puedo responsabilizarme de la
posible gestación de una nueva vida humana o debo responsablemente evitar que se desencadene ese proceso?

***

Podríamos seguir multiplicando los ejemplos. Cada uno de los que he aducido conlleva muchos problemas. Soy
consciente de que el decirlo tan brevemente se presta a malentendidos. Pero cada vez me convenzo más de que
pecamos más por callamos y por miedo. Es necesario hablar sin miedo, aun a riesgo de que alguien lo
malinterprete o se escandalice. Hemos tratado durante demasiado tiempo a los cristianos como a niños, en vez
de como a adultos, con derecho a que no se les oculten los problemas con lenguajes ambivalentes. Si hablar de
este modo es peligroso, callarse es inmoral, sobre todo en la situación actual de estrechez de miras que se
percibe en algunos ámbitos, tanto de dentro como de fuera de las iglesias.
Para concluir, recordemos de nuevo el episodio que refería al comienzo. Preguntaba aquella anciana por lo
que cambia y lo que no cambia. «Dígame, por favor, ahora que tantas cosas están cambiando, ¿qué es lo que no
cambia?». Hay que responderle: lo que no cambia en la Iglesia y en la fe, lo único que no cambia, es el Espíritu
del Señor Jesús, que nos reúne en comunidad, nos lanza al mundo y nos hace cambiar continuamente. No
tengamos, por tanto, miedo al cambio ni a la evolución. Ése es el talante del Espíritu Santo.

34 / Leer críticamente
una encíclica

Este texto apareció como «Pliego» en el número de 12 de marzo de 2005 de la revista «Vida Nueva», como
conmemoración del décimo aniversario de la encíclica «Evangelium vitae». Se reproduce aquí casi completo,
tal como se publicó, aunque algunos párrafos se solapan con lo visto en capítulos anteriores.

***
Tres tentaciones ha confrontado la iglesia española durante el año 2005, y en no pocas ocasiones ha sucumbido
a ellas:

1) La tentación de sentirse perseguida y reaccionar crispadamente con condenaciones.

2) La tentación del fundamentalismo, que divide las cosas en blancas y negras, a las personas en buenas y
malas, y la moral en lo prohibido y lo permitido.
3) La tentación de la estrechez de miras, que se encierra en sí misma por miedo al pluralismo.

Contra estas tres tentaciones, propongo el antídoto de tres documentos cuyo aniversario coincide. Se cumple
este año el décimo aniversario de la encíclica de Juan Pablo u sobre la vi-da, el treinta aniversario de la
exhortación de Pablo vt sobre la evangelización, y cuatro décadas de la promulgación de la Constitución
pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, al final del Concilio Vaticano II
El décimo aniversario de Evangelium vitae es una buena oportunidad para releer esa carta desde un doble
punto de vista: retrospectivo —como recolección de las décadas anteriores—y proyectivo —como punto de
partida para cumplir con asignaturas pendientes para las próximas décadas.
No ha sido únicamente la coincidencia de tres aniversarios. Del mismo Juan Pablo II, que ya en su primera
encíclica se remitía al estilo dialogante de Pablo VI y a la postura esperanzadora del Vaticano II, me viene la
sugerencia de relacionar tres textos eclesiales del siglo XX, centrados en la triple clave que ha servido de título a
estas páginas: vida, paz y esperanza (Redemptor hominis, nn. 7-8; 11; 56; ver también Tertio millennio
adveniente, n. 56; Cruzando el umbral de la esperanza, e. 1 y c. 35).

Como es sabido, se suelen citar estos documentos, según sus títulos en latín, con las abreviaturas siguientes:

EV: Evangelium vitae (El Evangelio de la vida), Carta en-cíclica de Juan Pablo u sobre el valor y el
carácter inviolable de la vida humana (25-03-1995).

EN: Evangelii nuntiandi (Proclamar el Evangelio), Exhortación apostólica de Pablo vt acerca de la


evangelización en el mundo contemporáneo (08-12-1975).

GS: Gaudium et Spes (Los gozos y esperanzas), Constitución pastoral del Concilio Vaticano n sobre la
Iglesia en el mundo de hoy (07-12-1965).

La apuesta por el cambio cultural

Contra la opinión que prevaleció en los medios informativos cuando apareció la encíclica, el tema central de EV
no se limita a un mero rechazo de determinados comportamientos amenazadores de la vida, sino que gira en
tomo a la promoción positiva de un cambio cultural a favor de la vida humana: el tránsito de la cultura de la
muerte a la cultura de la vida. Juan Pablo II apela a este cambio desde una doble perspectiva: humana y
cristiana.
Desde una perspectiva humana —compartible por creyentes y no creyentes, como ocurre con la llamada
ética de mínimos—, nos recuerda que «lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio de amor,
para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando es más débil o está amenazada. Es una
exigencia no sólo personal, sino también social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional
de la vida humana como fundamento de una sociedad renovada» (EV, 77; subrayado mío).
Desde una perspectiva cristiana —que, como solía repetir Juan Pablo II, «se propone, no se impone»—, se
presenta una ética de máximos que nos invita a «anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida» (EV, 78-94).

Tarea común de creyentes y no creyentes

En esta encíclica no pretende el Papa, ni mucho menos, movilizar a los creyentes contra los no creyentes,
sino que pide una «movilización general de las conciencias» para que tanto creyentes como no creyentes seamos
capaces de unimos en un «común esfuerzo ético». Sólo así será posible, en el seno de unas sociedades
pluralistas y democráticas, promover el cambio cultural que facilite «una gran estrategia a favor de la vida».
Subrayando en cursivas en el texto original, insiste en que «todos juntos debemos construir una nueva cultura
de la vida» (EV, 95).
Al hablar así, se está prolongando la orientación propuesta por el Concilio: confrontar los problemas actuales
«a la luz del Evangelio y de la experiencia humana» (GS, 46), sin presumir la Iglesia de tener respuestas
prefabricadas, sino uniéndose a la búsqueda de las soluciones que lleva a cabo la comunidad humana y haciendo
por iluminarla desde el Evangelio (GS, 33). Y sin aguardar, cruzados de brazos, a que se nos resuelvan las
cuestiones ahorrándonos el pensar, el dialogar y el buscar: «De los sacerdotes, los laicos deben esperar luz y
fuerza espiritual. Pero no piensen que sus pastores son siempre tan competentes que puedan tener preparada una
solución concreta para cada cuestión que surja, aunque sea grave, o que es ésta su misión» (GS, 43).

De la uniformidad a la pluralidad
Justamente en el contexto de la cita anterior sobre la construcción en común de una nueva cultura, llama la
atención la alusión al pluralismo social. Al hablar de la necesidad de un cambio social para construir una nueva
cultura de la vida, ex-plica la encíclica por qué emplea el calificativo «nueva». Aduce tres razones, todas las
cuales tienen que ver con situaciones de pluralismo.
En primer lugar, es nueva la variedad de problemas que hay que afrontar hoy en este campo: no bastará, por
tanto, la homogeneidad de respuestas de ayer para las incógnitas de hoy.
En segundo lugar, hay más pluralidad de sensibilidades dentro del mismo mundo de los cristianos: hará falta,
por tanto, más esfuerzo común para que esa nueva cultura de la vida «sea asumida con una convicción más
firme y activa por todos los cristianos».
En tercer lugar, el hecho innegable del pluralismo cultural nos obliga a un esfuerzo aún mayor para que
prevalezca el encuentro de las culturas por encima del conflicto de las civilizaciones: una cultura de la vida
tendrá que ser precisamente nueva «para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos»
(EV, 95; de nuevo, subrayo «todos»). Se prolonga aquí la orientación de Pablo vt acerca de la necesidad de
presentar el mensaje en un lenguaje comprensible en cada cultura (EN, 63), que alcance hasta las «raíces de la
cultura y de las culturas» (EN, 20).
Juan Pablo II es bien consciente de «la urgencia de este cambio cultural», que él percibe «relacionada con la
situación histórica que estamos atravesando». Es precisamente en ese contexto donde cita las palabras de Pablo
vl en 1975 (EN 18) para recordar que «el Evangelio pretende transformar desde dentro la humanidad». Es muy
importante el énfasis puesto en decir que la transformación ha de llevarse a cabo «desde dentro», es decir, que
responde a un doble proceso: de encuentro de las culturas entre sí, a nivel humano, y de encuentro entre fe y
cultura, a nivel cristiano.

Del anatema al diálogo

Es también muy significativo que, heredando algún rasgo del talante de Pablo VI, insista aquí Juan Pablo II
la necesidad del diálogo. «Debemos promover, dice, un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no
creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del
pensamiento como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la
existencia de cada uno» (EV, 95; subrayado mío).
Cuando leí por primera vez EV, me resultó reconfortante su alta estima de la bioética como tarea
interdisciplinar, intercultural e interreligiosa, que la encíclica coloca entre los signos positivos de esperanza que
se dan en la situación actual de la humanidad. Subrayé admirado el texto siguiente: «Particularmente
significativo es el despertar de una reflexión ética sobre la vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más
ex-tendido de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo –entre creyentes y no creyentes, así como entre
creyentes de di-versas religiones– sobre problemas éticos, incluso fundamentales, que afectan a la vida humana»
(EV, 27).
Habría hecho falta recordar este texto para evitar la crispación que se producía recientemente en algunos
ambientes del mundo de habla hispana al discutir sobre bioética. Por una par-te, portavoces de «bioéticas
confesionales» lanzaban anatemas contra posturas presuntamente peligrosas y, con ese estilo que atinadamente
se califica de «más papista que el Papa», aducían listas de denuncias. Por otra parte, estas exageraciones
provocaban la reacción contraria a favor de «bioéticas laicas». Unos y otros hacían un flaco favor a las causas
que pretendían favorecer. Por eso me alegro de haberme negado a participar, ni siquiera por teléfono, en dicho
debate, a la vez que intentaba prolongar la postura abierta y equilibrada, que mantuvo con sensatez intelectual y
cordura cristiana el P. Javier Gafo durante tantos años.
La lectura, diez años después, de EV me confirma una vez más para apoyar la toma de posición de Juan
Pablo II ante el tema de bioética y laicidad, fe y secularidad: en lugar de oponer una «bioética laica o secular» a
una «bioética religiosa o confesional», se apuesta por integrar dos búsquedas éticas he-chas desde perspectivas y
en contextos diferentes. Pero hay que insistir –y esto sí que es importante– en que ambas tienen carácter de
búsqueda y ambas están en camino, abiertas a los nuevos datos, tanto de las ciencias biológicas como de las
ciencias humanas.

Del pesimismo a la esperanza

Basta con repasar el índice de la encíclica para comprobar su estructura básica, según un doble esquema de
realismo y esperanza. Un primer capítulo, muy realista, constata la situación de la vida amenazada en la
actualidad, pero concluye con «signos de esperanza y llamada al compromiso», un tema que introduce el paso al
capítulo segundo, centrado en la gratitud esperanzada por el don de la vida. El capítulo tercero vuelve al
realismo de la vida amenazada en su comienzo yen su fin, para recordar sin ambigüedades la exigencia humana
y cristiana del mínimo ético de todos los tiempos: no matarás. Pero lo concluye también, como el capítulo
primero, con el tono positivo de invitar a «promover la vida», tema que prepara el paso al capítulo cuarto, que
me parece el más decisivo de todo el documento: «Por una cultura de la vida».
Releyendo los capítulos segundo y cuarto, sobre todo el comienzo del segundo (EV, 29-30), he reflexionado
sobre ciertas desviaciones en que solemos caer –me incluyo a mí mismo– en nuestras homilías dominicales: el
dogmatismo teórico y el moralismo práctico. En estos párrafos que acabo de citar, el Papa se centra en el texto
de la primera Carta de san Juan: «La Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto» (1 Jn 1,2). Explica por qué
ha elegido el título de «Evangelio de la vida» para su encíclica. La Buena noticia sobre la vida es la persona
misma de
Jesús. ¿Dónde descubrimos a esta persona?, se pregunta el Papa. La encontramos en los Evangelios. Pero no
sólo ahí. Anticipado su mensaje ya en la Biblia desde antiguo, hay otro lugar donde escucharlo. «Escrito de
algún modo en el corazón mismo de cada hombre y cada mujer, resuena en cada conciencia».
Estamos aquí, indudablemente, ante un énfasis típico de la misma pluma de Juan Pablo II, que no quería
separar experiencia cristiana y experiencia humana, religiosidad y laicidad, fe y secularidad. También me parece
muy importante destacar que, antes de entrar en temas de exigencias éticas en tono imperativo, se haya puesto
así el énfasis en el indicativo de la fe. Así se garantiza que de la gratitud esperanzada brote la gratitud
responsable. Así habla una Iglesia que ha superado las crisis de pesimismo y concibe su misión más como
proclamadora de la esperanza que como gendarme de la moralidad.

La herencia del Concilio Vaticano II

A medida que avanzaba en edad Juan Pablo II, con las inevitables limitaciones, se ha observado en los últimos
años un incremento del peso específico de determinadas instancias de la curia romana que, a fuerza de publicar
documentos, orientaciones o declaraciones en una determinada línea, parecían estar sofocando el fuego de
vitalidad del Concilio. La preocupación por la unidad y la conciliación, ya presente en la redacción de los
mismos documentos conciliares, influyó en el tono de consenso de muchas formulaciones. Así ocurrió, sobre
todo, con el texto del Catecismo (1992) y con la encíclica Veritatis splendor (1993). En el caso de la encíclica
Evangelium vitae parece haber pesado mucho más la intención del mismo Juan Pablo II, como se ha hecho notar
en estudios sobre ella (K. WILDES, Choosing Life, 1997).
Leída la Evangelium vitae diez años después, sobre el telón de fondo de las cinco décadas postconciliares, se
ponen de relieve los párrafos siguientes.

• Anunciar, antes de denunciar. «Quiero meditar de nuevo y anunciar el Evangelio de la vida» (n. 6), dice, y
dedica casi la mitad del texto a esta reflexión y proclamación, sin lo cual carecería de fuerza la voz con que
«siente el deber de dar su voz a los sin voz» (n. 5) para apoyar sus derechos.

• Confirmar, en vez de condenar. En los párrafos que contienen las expresiones más fuertes de rechazo de
comportamientos que amenazan la vida (aborto, eutanasia: nn. 62 y 64) se utilizan los términos técnicos
«declaro que...» y «confirmo que...». Es decir, como se explica en el mismo prólogo (n. 5), no se fundamenta
el juicio moral en una prohibición condenatoria por parte de la Iglesia; ni se trata de que algo esté mal
porque la Iglesia lo diga (eso sería voluntarismo, preceptismo y autoritarismo); ni de que la autoridad
eclesial promulgue una norma vinculante única-mente para sus miembros. La voz del Papa «declara y con-
firma» lo que ya previamente se ha constatado en el sentir moral, no sólo de los creyentes, sino de «todas las
personas de buena voluntad, interesadas por el bien de cada hombre y cada mujer y por el destino de toda la
sociedad».

• Valorar a las personas antes de analizar sus actos. Aunque aquí lo abreviemos, por razones de espacio, este
punto requeriría por sí solo todo un pliego. Es evidente que Juan Pablo Ir apuesta por el personalismo
comunitario y no por el racionalismo individualista (nn. 2, 20, 23, 71 y un largo etcétera). La ética del
capítulo tercero va precedida por la conjunción de antropología y cristología en los dos prime-ros: «En la
vida misma de Jesús se da esta singular dialéctica entre la precariedad de la vida humana y la afirmación de
su valor» (n. 33). La exigencia de respeto radica en la persona, imagen de Dios (n. 34). El compromiso con
la defensa de la persona brota del anuncio esperanzador sobre el fundamento de su dignidad: «la buena
noticia de que Dios nos ama, la dignidad personal y el valor de la vida son un único e indivisible Evangelio»
(n. 2). Este personalismo nunca es individualista. «Dios ha confiado las personas a las personas» (n. 19). Lo
personal se afirma siempre en relación con otras personas. Ni la persona ni su dignidad y libertad se
conciben separadas de la interrelación personal
en una ética de la convivencia: «En el otro, hombre o mujer, se refleja Dios mismo, meta definitiva y
satisfactoria de toda persona» (n. 35).
• Responsabilidad como respuesta. «El Evangelio de la vida es un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una
tarea que compromete» (n. 52). Responder al don con gratitud y con dedicación responsable a la tarea de
transformar el mundo constituye el fundamento de la ética para la era biotecnológica (cf. G5, 23-45 y 53-62).
En el pecado pesa más el aspecto de insuficiencia en la respuesta a la llamada que el de infracción de la
norma; no es saltarse una legalidad heterónoma, sino la tragedia de la autonomía humana esclavizándose a sí
misma: el pecado es autotraición de la autonomía humana; lo expresa emblemáticamente la narración
arquetípica de Caín y Abel, elegida para expresar cómo el ser humano se autodestruye (EV, 36). Hay una
responsabilidad de cada persona para con sus semejantes (n. 8). La otra persona no es el enemigo de nuestra
libertad, sino quien nos ayuda a realizarla, mediante la mutua donación y acogida.

Las citas que menos se citan

En cierta Conferencia episcopal, el obispo responsable de te-mas de bioética encargó a los miembros del comité
la redacción de dos listas. La primera era una lista de «cosas que la Iglesia ha dicho, pero que no se conocen».
La segunda debía enumerar las «cosas que la Iglesia no ha dicho, pero que se le atribuyen». El origen del
encargo fue que algunas personas, con buena intención pero con inexactitud, enarbolaban la bandera de «La
Iglesia dice...» para decir cosas que no dice la Iglesia. Una cosa es lo que la Iglesia dice, y otra cosa es lo que se
dice en la Iglesia.
Me he acordado de este episodio -ocurrido en un país lejano- al presenciar en mi país algunos debates
televisivos, ejemplo típico de unilateralidades. Gritaba un presunto porta-voz de la ortodoxia: «La Iglesia dice,
con razón, que...». Le interrumpía un presunto paladín de la imparcialidad: «¿Por qué comete la Iglesia la
sinrazón de decir que...?». No se daba cuenta ninguno de los dos, ni tampoco el moderador del pro-grama, de
que la Iglesia no había dicho lo que el primero le atribuía y el segundo le criticaba. Habría hecho falta un tercero
que lo dijera. Pero su presencia habría restado morbo al pro-grama, que no habría sido rentable para los
patrocinadores.
Estos episodios me invitan a coleccionar algunas «citas que menos se citan». Mostraré aquí algunas «perlas
perdidas del Magisterio» engarzadas en la encíclica.

1) «Entre los signos de esperanza se da... el incremento, en muchos estratos de la opinión pública, de una
nueva sensibilidad cada vez más contraria a la guerra... la aversión, cada vez más difundida en la opinión
pública a la pena de muerte» (EV, 27). Aunque la encíclica podría aducir argumentos teológicos con los que
reforzar esta postura, es significativo que se apoye repetidamente en la importancia del sano consenso de la
opinión pública mundial. En vez de enfrentar dos éticas, una laica y otra religiosa, asume los contenidos de
la ética civil y los coloca en el marco de la perspectiva cristiana, que refuerza las motivaciones.

2) «Si es cierto que la vida humana está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas
como las de una madre» (n. 40). Como vemos, no se ha perdido la herencia de Juan XXIII. Este lenguaje no
es el de estilo legalista y condenatorio de algunas instancias eclesiásticas, sino el de una Iglesia que es madre
antes que maestra y que, cuando ha de ser maestra, se comporta como una madre.

3) «La Navidad pone de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano» (n. 1). Si algunos
teólogos que temen que la Cristología se haga demasiado «desde abajo» cayesen en la cuenta de la bomba de
relojería que hay en este texto, enarcarían las cejas sorprendidos. ¿Nos damos cuenta de lo que supone este
giro de ciento ochenta grados en el enfoque de las homilías navideñas yen la cristología que las sustenta? No
se aleja de nosotros el misterio del nacimiento de Jesús, envuelto en las categorías de lo excepcional y lo
extraordinario, con peligro de convertirlo en algo raro e inasequible. Aquí, más bien, se pone el enfoque del
revés: se nos hace ver, bajo la luz del nacimiento de Jesús, lo que hay de extraordinario en todo nacimiento
ordinario y lo que hay de divino en toda la vida cotidiana humana. En vez de medir el nacimiento de Jesús
con el patrón de los demás nacimientos, reduciéndolo al carácter de nacimiento extraordinario, con peligro
de ser considerado anormal, aquí se hace la operación inversa: se da la vuelta a la frase por completo y se
consideran los demás nacimientos a la luz de éste. En el nacimiento de Jesús se pone de manifiesto, por
tanto, el misterio de todo nacimiento humano. Con razón sigue diciéndose en el mismo párrafo que «la
alegría mesiánica constituye así el fundamento y la realización de la alegría por cada criatura que nace» (n.
1). Si se ignoran textos como éste, no se comprende en toda su amplitud la ética del comienzo de la vida
humana que brota de ellos.

4) «La vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto» (n. 47). Se puede, por tanto, dar la
vida por los demás. Y se puede también renunciar al empleo de re-cursos exagerados para prolongarla.
5) «No rara vez, la mujer está sometida a presiones tan fuer-tes que se siente psicológicamente obligada a
ceder al aborto: no hay duda de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes
directa o indirectamente la han forzado a abortar» (n. 59). Para quienes se limiten a leer el título general del
epígrafe, pasarán inadvertidos los largos párrafos que dedica a constatar que la víctima del aborto no es
únicamente el feto, sino también la madre. Si leyesen atentamente estas páginas, no harían algunos grupos
«pro vida» el flaco favor que hacen a la vi-da al atacar agresivamente a las madres que confrontaron el
trauma de abortar sin desearlo.

6) «La renuncia a medios extraordinarios o desproporciona-dos no equivale al suicidio o a la eutanasia;


expresa más bien la aceptación de la condición humana ante la muerte» (n. 65). Si esta enseñanza
tradicional se conociera, se ahorrarían exageraciones, inexactitudes y malentendidos en los debates sobre la
eutanasia.

7) «El servicio de la caridad a la vida debe ser profunda-mente unitario... Se trata de "hacerse cargo" de toda
la vida y de la vida de todos» (n. 87). Resuena aquí la voz del Cardenal Bemardin, con su propuesta de una
«ética coherente de la vida» ( el «no al aborto» ha de ir unido al «no a la guerra» y el «no a la pena de
muerte»), y de los pensadores Zubiri y Ellacuría, con su énfasis en que el ser humano, «animal de
realidades», tiene que «hacerse cargo» de la realidad y «cargar con ella» responsablemente.

8) «Es necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica
libertad en la decisión sobre la paternidad y la maternidad» (n. 90). Tomar en serio esta tarea hasta las
últimas consecuencias llevaría a sacar conclusiones opuestas a las de la misma encíclica sobre temas como,
por ejemplo, la procreación asistida.

9) «Anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente distintos» (n. 13).
«Específicamente» es un término técnico, subrayado en cursiva en el original. En el texto latino se dice, aún
con mayor claridad, que «aliae sunt res», es decir, que aborto y contracepción son realidades que se sitúan en
planos completamente distintos. Por contraste con algunos teólogos asesores suyos, Juan Pablo tt ha tenido
mucho cuidado de no incluir el tema de la contracepción en el quinto mandamiento. Coherente con su
personalismo, se ha esforzado por justificar su apreciación negativa de la contracepción diciendo que,
mientras el aborto se opone a la justicia, la contracepción vulnera, en su opinión, la expresión del amor
conyugal. Queda abierta la puerta a dos interpretaciones: unas lecturas recibirán esta enseñanza como una
prohibición; y otras, como una expresión condicional: se rechaza un procedimiento en la medida en que, si y
cuando vulnere la expresión de amor; queda al criterio responsable de la conciencia decidir si es o no es así.

La opción contra los extremismos

En contextos culturales más propensos a la conciliación y al consenso, no es tan apremiante la necesidad de


apelar al diálogo que evita los extremismos. Pero en culturas donde la inclinación a absolutizar la propia opinión
está muy arraigada y donde, tanto en los debates intelectuales como en los políticos, está muy extendido el
hábito de no intercambiar argumentos, sino descalificaciones mutuas, se siente más la necesidad de apelar a la
vía media.
Juan Pablo II ha optado indudablemente por ella, como ya se vio en los ejercicios espirituales que predicó en
la curia vaticana antes de ser elegido para el pontificado. Los tituló precisamente «Signo de contradicción».
Como la predicación de Jesús, muchas de las posturas adoptadas por Juan Pablo u duran-te su pontificado han
sido signo de contradicción; derechas e izquierdas lo han criticado y han tratado de utilizarlo a su favor.
Es interesante analizar un texto emblemático de su opción por evitar los extremismos. Se encuentra en la
encíclica Evangelium vitae, en el contexto de su comentario al libro del Génesis (EV, 22ss), y lo citábamos en el
epígrafe «Jardines japoneses» del capítulo 31.
La denuncia que hace este texto de las «ideologías que contestan la legitimidad de cualquier intervención
sobre la naturaleza» se podría colocar junto a unas palabras muy significativas del comienzo de la instrucción
Donum vitae (22-02-1987, Introducción, n. 3). Refiriéndose al criterio utilizado para cuestionar algunas
intervenciones sobre el cuerpo humano como las tecnologías reproductivas, se afirmaba allí que «tales
procedimientos no deben rechazarse por el hecho de ser artificiales... deben ser valorados moralmente por su
relación con la dignidad de la persona...». Basándose en el criterio de ambos textos, puede la teología moral
sacar conclusiones opuestas a las de esos documentos, es decir, positivamente favorables acerca de la
procreación responsable y del uso de técnicas de reproducción asistida.
Asignaturas pendientes,
cuestiones controvertidas

En los epígrafes anteriores he privilegiado la perspectiva integradora, acentuando lo que me parece más valioso
de la aportación de Evangelium vitae, en continuidad con la apertura de Evangelii nuntiandi y Gaudium et Spes.
Pero el «sentirse Iglesia» exige no sólo «sentir con la Iglesia», sino ser capaces de hacer propuestas para
«disentir dentro de la Iglesia» modesta y responsablemente. Por eso, a los diez años de la encíclica, hay que
seguir planteando interrogantes como los que, a modo de ejemplo, enumero a continuación.

1) Comienzo de la vida. Compartiendo la preocupación de la encíclica por evitar los abusos en la práctica del
diagnóstico prenatal y la experimentación con embriones (EV, 63), hay que reconocer, sin embargo, la necesidad
de tener en cuenta datos científicos y reflexiones filosóficas al debatir sobre las cuestiones éticas en tomo al
comienzo de la vida humana. Está pendiente la reformulación del modo de hablar en teología moral sobre el
embrión humano en sus primeras fases, especialmente en el estadio preimplantatorio o anterior a la anidación en
el seno materno.

2) Sexualidad humana. Compartiendo la preocupación de la encíclica por salvaguardar el sentido humano de la


procreación y de la transmisión de la vida en el seno de la familia (n. 43), hay que reconocer, sin embargo, la
necesidad de revisar el enfoque sobre la educación sexual. Se dice en la encíclica que «la sexualidad es una
riqueza de toda la persona» (n. 97), que «la vida halla sentido en el amor» y que «en ese horizonte hallan su
plena verdad la sexualidad y la procreación humana>) (n. 81). ¿Cómo prolongaríamos estas reflexiones en una
revisión radical de la moral sexual cristiana? Se dice también que hay que «crear condiciones económico-
sociales, médico-sanitarias y culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena
libertad» (n. 91). ¿Cómo tomaríamos en serio estas orientaciones a la hora de dar una educación sexual integral
que evitase los dos extremismos: el de banalizar los recursos anticonceptivos o profilácticos y el de excluir-los a
ultranza?

3) Cambio cultural. Se dice que en el fondo de los problemas actuales «hay una profunda crisis de cultura» (n.
11) y se considera importante la «aportación de las Universidades», a las que se pide apoyen «la libertad de
información, el respeto a cada persona y el sentido profundo de humanidad» (n. 98). ¿Qué consecuencias se
derivarían de tomar en serio estas indicaciones a la hora de emitir opiniones sobre cuestiones científicas,
jurídicas o filosóficas que están siendo debatidas en el seno de la sociedad plural y democrática?

4) Cuidados paliativos. Aun compartiendo la preocupación de la encíclica por proteger la dignidad de cada
persona hasta el último momento de su vida (n. 65), hay que reconocer la necesidad de recuperar una tradición,
a veces olvidada, que se remonta a la teología moral del siglo xvt: «no estamos obligados —decía Vitoria— a
prolongar nuestra vida». Se di-ce que la decisión de renunciar al «encarnizamiento terapéutico» es distinta de la
eutanasia y no se debe confundir con ella (n. 65). ¿Cómo ayudaría esta orientación para no fomentar confusiones
cuando se debatan en la sociedad civil cuestiones legislativas en tomo a estos temas?

5) Magisterio eclesiástico. Se dice que no sofoquemos «la voz del Señor que resuena en la conciencia de cada
persona» (n. 24). Se dice también que la unanimidad en la Iglesia es fruto del sentido de fe, que, «suscitado y
sostenido por el Espíritu Santo, preserva de error al pueblo de Dios» (n. 57). ¿Cómo aplicaríamos esto para
evitar autoritarismos exagerados o dogmatismos poco respetuosos para con la con-ciencia? Por fidelidad a la
Iglesia, por sentimos Iglesia y sentimos en la Iglesia, nos vemos obligados, no sólo a sentir con la Iglesia, sino,
en algunas ocasiones, a disentir en la Iglesia, a disentir razonable y responsablemente dentro de la Iglesia.
(Nótese de nuevo que no he dicho disentir «de» la iglesia. El que está fuera disiente «de» la Iglesia; quienes
estamos dentro disentimos «en» la Iglesia, sintiendo la responsabilidad de hacerlo y la responsabilidad de
hablar, modesta, razonable y responsablemente). Y no olvidemos que la Iglesia no es como esos partidos
políticos en los que, «si te mueves, no sales en la foto».

6) Ética de la vida y ética social. Se dice que «el aborto va más allá de la responsabilidad de las personas
concretas» (n. 59). ¿Cómo tomar en serio lo que tiene de problema social y cultural el aborto? ¿Cómo superar el
hiato entre las orientaciones eclesiales en cuestiones sociales y en cuestiones bioéticas?

7) Autonomía moral. Se dice que el tema de la vida «no es prerrogativa de los cristianos» (n. 101) y se
recomienda a los educadores que pongan de relieve «las razones antropológicas que fundamentan el respeto por
la vida» (n. 82). ¿Cómo evitar que la moralidad cristiana parezca una moralidad heterónoma, impuesta «desde
fuera» y «desde arriba»? ¿Cómo tomar en serio la autonomía de la moral y la necesidad de diálogo entre las
respectivas búsquedas éticas hechas en contexto laico y las llevadas a cabo desde perspectivas religiosas?
8) Políticos cristianos, Iglesia y sociedad. Aun compartiendo la preocupación de la encíclica por la
responsabilidad de las personas creyentes dedicadas a la política (n. 73), hay que reconocer, sin embargo, la
necesidad de revisar, sobre todo en países como España, la manera de entender la tolerancia y las relaciones
entre las iglesias y el Estado en el seno de una sociedad plural y democrática.

Malentendidos sobre procreación

La encíclica de Pablo VI Humanae vitae desencadenó una doble crisis: hacia fuera, de credibilidad de la Iglesia;
hacia dentro, de recepción de sus enseñanzas por los fieles. Casi cuatro décadas después se siguen padeciendo
en diversos ámbitos católicos las «réplicas» de aquel terremoto. Aunque son problemas que deberían haber sido
superados y, de hecho, lo han si-do por una buena parte de los católicos, en la práctica pastoral nos encontramos
con que siguen preguntándonos sobre ello bastantes personas, con muy buena voluntad, pero con muchos
malentendidos.
En una conferencia en que expuse la distinción, citada más arriba, entre contracepción y aborto, me comentó
uno de los oyentes: «He oído opiniones diversas sobre este punto en la predicación de dos parroquias vecinas.
¿Es que no se ponen ustedes de acuerdo antes de decirlo a los fieles?». Le respondí: «No es extraño que haya
opiniones diversas en puntos que son secundarios y en los que se puede disentir. Además, no debemos tratar
como niños a los fieles, sino favorecer su acceso a esa pluralidad de opiniones en la Iglesia. Pero, como hay
muchos malentendidos, no vendrá mal recordar que, en este punto, hay un consenso en lo principal y una
diversidad de opiniones en lo secundario».

Con motivo de esa pregunta y comentario, presenté en aquella ocasión a los asistentes un esquema de esos
puntos de consenso y de disenso que creo merece la pena reproducir aquí.
Tanto los teólogos más avanzados como los más conserva-dores coinciden en el consenso básico sobre los
seis puntos siguientes:

1) La sexualidad es una realidad buena, don de la creación divina. El matrimonio es comunidad de vida y amor
(GS, 48). El ejercicio responsable de la sexualidad no está orientado exclusivamente a la procreación, sino al
cultivo, expresión y fomento del amor mutuo en la pareja (cf. GS, 49).

2) Los hijos deben venir al mundo como fruto del amor de sus progenitores (Donum vitae, II, 1; Humanae
vitae, 8; EV, 23).

3) Para ejercitar esa responsabilidad habrá que limitar el número de hijos y regular la natalidad, poniendo los
medios para ello. La misión procreativa ha de ser de maternidad y paternidad responsables (GS, 50-51). La
Iglesia no dice que «cuantos más hijos, mejor» (mentalidad exageradamente procreativa); tampoco dice que
sea mejor no procrear (mentalidad exageradamente anticonceptiva; EV, 13 y 23).

4) Son los progenitores quienes deben tomar la decisión acerca del número de hijos que van a tener y cómo
deben espaciarlos (Carta de los derechos de la familia, 1983, art. 3; EV, 91). No debe tomar esa decisión, en
lugar de ellos, ni el Estado, ni el médico, ni el sacerdote con quien eventualmente consulten. «Es necesario
promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar condiciones de auténtica libertad en la
decisión sobre la paternidad y la maternidad» (EV, 90).

5) Al tomar esta decisión deberán tener en cuenta consideraciones desde vatios puntos de vista: médico,
psicológico, personal (la relación entre los esposos), familiar y educativo (el resto de la prole ya nacida),
económico (sus posibilidades), demográfico (responsabilidad ante el problema mundial de población), moral
(que no sea por egoísmo), religioso (qué nos pide Dios aquí y ahora), etc. (Carta de los derechos de la
familia, art. 3).

6) A la hora de elegir un método para efectuar esa regulación, deberá tenerse en cuenta que respete
debidamente a la persona; el criterio será la persona de los cónyuges y su vida conyugal tomada en su
conjunto y totalidad (GS, 51). Es decir, que las motivaciones no sean egoístas ni centradas en el varón sin
contar con la mujer. No se deberá recurrir al aborto como si fuera un método de regular la natalidad
(Humanae vitae, 14).

Hasta aquí los seis puntos centrales, importantes y de consenso. Hay un séptimo punto más secundario, que
sigue sien-do objeto de disentimiento dentro de la Iglesia. Se trata de la cuestión de los métodos anticonceptivos.
Hay que deshacer un malentendido muy común, que consiste en confundir lo artificial con lo antinatural. Por
ejemplo, una operación cesárea, por ser una intervención quirúrgica, utiliza los medios artificiales de la
tecnología; pero no por ello dirá nadie que va contra la naturaleza. Al contrario, es una gran ayuda para salvar
las vidas de la madre y de la criatura que nace. Realizar esa operación está muy de acuerdo con la naturaleza de
la medicina y de la vida humana. El que una intervención se haga con medios artificiales no significa que el
realizarla vaya en contra de lo natural. Otra cosa sería si la realizáramos sin necesidad o por un motivo
injustificable. En tal caso sería irresponsable. Como decía santo Tomás, para el ser humano es natural modificar
artificialmente la naturaleza. Es natural ponerse gafas.
Aplicando este razonamiento al tema de los métodos anticonceptivos, se puede decir que tanto los llamados
métodos naturales como los artificiales pueden ser usados responsable o irresponsablemente. El criterio, en cada
caso, deberá ser la responsabilidad, no la artificialidad.
En tiempos del Papa León XIII debido a insuficientes conocimientos biológicos y al asesoramiento sesgado
de algunos moralistas, se llegó a decir por la Santa Sede que la vacuna contra la viruela era antinatural. Hoy no
nos cabe en la cabeza semejante afirmación. Pero no sería extraño que en el año 2050 se sonrían igualmente al
leer algunas cosas que se están diciendo en el 2005.

35 / La institución,
entre dos fuegos

Este texto sirvió para plantear la problemática bioética en el marco de las instituciones de la FERS
(Federación Española de Religiosos Sociosanitarios), en las Jornadas organizadas en febrero de 2005. Por su
relación con el tema de esta novena parte, lo incluimos aquí.

***
Quien se ha dedicado a la bioética en un contexto cultural tan distinto y lejano -en mi caso, Japón— no está
cualificado para hablar sobre los problemas concretos que confrontan en nuestro país las instituciones de la
FERS. Pero si el narrar algún caso paradigmático, ocurrido en otras latitudes, ayuda a pensar sobre posibles
situaciones semejantes, merecerá la pena intentarlo.
Para comenzar desde un terreno común, me parece pertinente la siguiente pregunta: ¿qué puede y debe hacer
una institución de identidad confesional que desea obrar de acuerdo con las exigencias de una conciencia
responsablemente humana y cristianamente configurada, pero que se encuentra entre dos fuegos: frente a las
exigencias de las respectivas administraciones, la estatal y la eclesiástica?
Esta clase de instituciones se halla, como digo, entre dos fuegos. A menudo tienen que afrontar conflictos de
conciencia por ambos lados. Hay conflictos con la administración estatal, y también con la eclesiástica.
Supongamos que la responsabilidad humana y cristiana lleva a una institución a la conclusión de que debe
administrar la contracepción de emergencia, o «píldora del día siguiente», en el marco de unas determinadas
condiciones sanitarias, jurídicas y sociales, acompañando su administración del debido cuidado y consejo
personal a quien la solicita. Supongamos que desde la administración eclesiástica en que está incardinada esa
institución presionan para que de ningún modo se proporcione este recurso en centros de identidad católica.
Supon-gamos, por otra parte, que la administración de la comunidad autonómica a que pertenece la institución
insta a que se proporcione este recurso incondicionalmente.
La institución, que, después de una deliberación ética, había llegado a la conclusión de que podía y debía
proporcionar ese recurso dentro de un marco conveniente y con las debidas condiciones, entraría en conflicto
tanto con quienes se opusieran en nombre de la identidad confesional como con quienes, en el otro extremo, no
respetasen las condiciones.
¿Qué hace la institución? Su conciencia y responsabilidad ética la urgirá a insistir ante la sociedad civil en la
necesidad de cumplir las debidas condiciones. Y su identidad católica la obligará, precisamente por fidelidad a
la Iglesia, a disentir dentro de la Iglesia, ya que de lo contrario haría un flaco favor a la misma Iglesia.
Pero no será nada fácil este estilo de cooperación crítica con ambas administraciones, la eclesiástica y la
civil. Cooperar con una o con otra renunciando a la propia conciencia sería fácil. También lo sería el oponerse
sin más a una u otra instancia. Mantenerse entre dos fuegos, siendo fiel a la propia conciencia, no es nada fácil.
Por eso he formulado en forma interrogativa el tema: ¿Qué hacer entre dos fuegos? Desde la experiencia en la
práctica de estas instituciones, es de suponer que hay muchas aportaciones para responder a esta pregunta.
Por mi parte, me permito sugerir que una parte de esa res-puesta es precisamente el tema de estas Jornadas,
los Comités de Bioética. Si los organizamos bien, los usamos, los potenciamos y aprovechamos los resultados
de sus consultas, pueden servirnos de una gran ayuda para cuando tengamos quedefendernos en los dos frentes a
que me he referido antes: el frente de los conflictos con la administración eclesiástico y el frente de los
conflictos con la administración civil. Hay que recomendar muy encarecidamente la necesidad de organizar y
hacer que funcionen bien estos comités, precisamente para hacer frente a ese doble conflicto entre dos fuegos en
que a menudo se ven nuestras instituciones.
Permítaseme referir, en plan anecdótico, cuándo me planteé por primera vez esta pregunta. Fue en 1988, en
Japón, muy poco después de la aparición del documento de la Congregación para la Doctrina de le Fe, Donum
vitae, en el que, como es sabido, se rechaza la reproducción artificialmente asistida, incluso si se lleva a cabo
con gametos de los propios esposos, sin intervención de donaciones de terceros y sin desechar óvulos
fecundados. Aun así, la opinión del dicasterio romano era negativa. Unos meses después, aquel verano, me
llamaron para una consulta al comité de bioética de un hospital católico. Dicho hospital tenía una buena sección
de ginecología. Por parte de la administración civil les recomendaban que iniciasen en su hospital el programa
de reproducción asistida. Los médicos del hospital también lo deseaban. He de precisar que, en el caso de Japón,
el que la institución sea de identidad católica no obsta para que buena parte del personal sanitario no sea
católico, ni siquiera creyente, aunque están de acuerdo con el ideario del hospital en que están empleados. En el
consejo de dirección de la institución las opiniones estaban divididas: una parte decía que no se podía ofrecer
ese servicio en una institución católica, porque iría contra las directrices venidas de Roma. Otra parte decía que,
si no se ofrecía ese servicio, además de defraudar las expectativas, tanto de pacientes como de la administración
civil, por quienes hasta ahora dicho hospital estaba muy bien considerado, se corría el peligro de que algunos de
los mejores profesionales se marchasen a otro centro. Mi recomendación fue que no se sintiesen atados por el
documento del dicasterio romano y que buscasen una fórmula para iniciar el programa sin necesidad de entrar
en abierto conflicto con la curia romana (noten que digo «curia romana» y no «la iglesia»; no hay que identificar
a la Iglesia ni con la curia romana ni con otras curias portavoces de ortodoxias).
Transcurrió algún tiempo, y yo pasé un año en España. Al verano siguiente, estando en Tokyo para unos
cursillos, me encontré en el tren con un médico de aquel hospital. «¡Cuánto tiempo sin verle! ¿Qué fue del
programa de reproducción asistida?», le pregunté. Y me explicó la situación curiosamente ridícula en que se
encontraba: la dirección del hospital había decidido no introducir el programa. Algunos profesionales se habían
ido a otro hospital. El médico que me lo contaba no era católico, pero se había quedado por aprecio a la
institución. Me decía: «Es una situación muy chocante. La dirección del hospital me permite que atienda en mi
sección de ginecología a estas parejas con problemas de esterilidad. Pero las tengo que enviar con mi
recomendación a otro hospital público para la fecundación in vitro y, una vez realizada ésta, de nuevo regresan
ami clínica para que las atienda durante el embarazo y en el parto». «¡Pero eso es muy complicado —le comenté
— y no tiene sentido...!». Me contestó. «No, eso más bien es ridículo y hasta hipócrita; pero yo aprecio mucho
esta institución y la abnegación de las religiosas que trabajan en ella; por eso no he querido marcharme».
He referido el caso tal como fue, aunque desfigurando algunos rasgos, por respeto a la intimidad. Ésta fue
para mí la ocasión de plantearme por primera vez la pregunta: ¿qué hacer cuando una institución de identidad
católica se ve, como dije al principio, «entre dos fuegos»?
He dicho «entre dos fuegos», aunque no me gusta usar comparaciones bélicas. Pero la verdad es que, si hay
que defenderse entre dos fuegos, habrá que poner parapetos de defensa por ambos lados. Por una parte,
necesitaremos manejar bien las armas jurídicas y éticas para poder defendemos cuando una administración civil
se exceda en sus competencias; pero, eso sí, con las armas del derecho y de la ética civil, no esgrimiendo
argumentos religiosos ni enarbolando encíclicas papales.
Por otra parte, cuando una administración eclesiástica se exceda en sus competencias (y puede excederse un
obispo, una conferencia episcopal, un dicasterio romano, o incluso el mismo Papa), tendremos que tener bien
claro qué es lo principal y qué es lo secundario en las enseñanzas de la Iglesia para no ser más papistas que el
Papa. Y tendremos a veces que defendernos de excesos y abusos del magisterio usando precisamente las armas
del mismo magisterio bien entendido.
El ejemplo que acabo de poner es de hace más de quince años. Tengo un ejemplo más reciente del año
pasado: el revuelo que ha provocado entre bioeticistas católicos el discurso del Papa, en marzo de 2005, dirigido
al Congreso sobre tratamientos de mantenimiento vital y estado vegetativo. En el número de julio del Hastings
Center Report se puede leer un comentario crítico por parte de un conocido teólogo moral norteamericano,
Shannon, que expone la situación entre dos fuegos en que se verían las instituciones sanitarias católicas de aquel
país si un obispo decidiese aplicar al pie de la letra las orientaciones dadas en ese discurso. «Entre dos fuegos»
significa que, si no las cumplen, entran en conflicto con las directrices eclesiales; y si las cumplen, se exponen a
tener que afrontar pleitos civiles por estar actuando contra la legislación vigente.
Me parece que con los dos ejemplos que he puesto y con la exposición de este caso queda concretada la
pregunta que formulé al principio. Sobre la posible aplicación a situaciones en España, prefiero que reflexionen
sobre ello quienes conocen la situación mejor. En algunas regiones autonómicas puede que sean mayores los
problemas con la administración civil que con la eclesiástica; en otras, al revés. Ignoro si en alguna diócesis, por
la mentalidad de su obispo o de otras instancias, se hace más delicada, tensa o conflictiva la relación con la
administración eclesiástica. Quizás en algunos sitios estas instituciones no se hallan entre dos fuegos, uno de
fuera y otro de dentro, sino entre dos fuegos dentro de la misma Iglesia, lo cual hace que el asunto sea aún más
difícil. Si tal fuera el caso, no nos vendría mal ejercitamos en practicar de vez en cuando con las armas del
magisterio eclesial, para defendernos de los abusos del mismo magisterio.

36 / Pensar la vida,
para protegerla

Este texto apareció en el número especial de «Vida Nueva» dedicado al nuevo pontificado. Por recoger los
retos de la ciencia y la biotecnología a la moral católica, parece oportuno como colofón de estas páginas.

***
Una cosa es la buena voluntad de proteger la vida, y otra muy distinta es tener en cuenta la biología. Hay
movimientos y grupos pro-vida que, por descuido de la ciencia, hacen un flaco favor a la vida que desean
amparar. Una cosa es la buena intención de defender la vida humana, y otra muy distinta tomarse en serio la
ciencia para pensar sobre ella. Ante el reto de las ciencias biológicas y las biotecnologías, es urgente la
cooperación entre investigación científica y pensamiento ético. Las religiones, sin imponer ni monopolizar,
pueden apoyar esta ta-rea, aportando esperanzadoramente horizontes de sentido.
Tuvieron gran eco las palabras de Juan Pablo II rehabilitando a Galileo en su discurso ante la Academia
Vaticana de las Ciencias (31-10-1992); o su acogida de la hermenéutica en el discurso ante la Comisión Bíblica
Pontificia (23-04-1993); o su reconocimiento de la teoría de la evolución, al referirse a Darwin en un discurso
ante la Academia Pontificia de las Ciencias (25-10-1996). Sin embargo, esta mentalidad no se reflejó en el
Catecismo de la Iglesia Católica ni en la encíclica Veritatis splendor, como tampoco evitó el dualismo
antropológico en el modo de interpretar la citada apropiación del darwinismo.
En el tricentenario de Newton (01-06-1988), escribe el Papa al director del Observatorio Vaticano, George V.
Coyne: «Los avances contemporáneos de la ciencia constituyen un desafío a la teología mucho más profundo
que el que constituyó la introducción de Aristóteles en la Europa occidental del siglo xm». ¿Cómo se conjuga
esta convicción con la actitud de los dicasterios vaticanos ante las universidades católicas o con los
procedimientos inquisitoriales de la Congregación para la Doctrina de la Fe hacia el diálogo entre teología y
ciencias, sobre todo en el ámbito de la ética de la vida?
La encíclica Evangelium vitae alaba la bioética como signo positivo en la situación actual de la humanidad:
«Con el nacimiento de la bioética se favorece la reflexión y el diálogo -entre creyentes y no creyentes, así como
entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas éticos». Pero la puesta en práctica de este programa es
asignatura pendiente para el próximo pontificado.
Recordemos algunas cuestiones que esperan del magisterio eclesiástico un enfoque más abierto, positivo y
esperanzador; sobre todo, que tome en serio la investigación científica y la cosmovisión que ésta conlleva. Entre
otras, como meros ejemplos: las incertidumbres planteadas por la prolongación de situaciones terminales de la
vida humana mediante recursos tecnológicos exagerados; las repercusiones familiares, positivas o negativas, de
los métodos de procreación médicamente asistida; la necesidad de medios profilácticos en la relación sexual
para prevenir un contagio; el uso de la contracepción de emergencia para evitar el recurso al aborto ante un
embarazo imprevisto o irresponsable; la manipulación genética aplicada a la alimentación y la dificultad de
compaginar responsabilidad hacia el medio ambiente y urgencia de solucionar situaciones de hambre; las
aportaciones y perplejidades de genética, sociología o psicoanálisis a la hora de analizar las variedades de
orientación sexual y sus comportamientos; etcétera.
Cuando la teología moral, en diálogo con las ciencias biológicas y sociales, piense a fondo esta
problemática. ¿será apoyada y animada por el magisterio eclesiástico o frenada por instancias inquisitoriales que
repitan la equivocación del caso Galileo? La respuesta tendría que ser positiva, según el Concilio Vaticano II,
que optó por la «legítima autonomía de la ciencia» (Gaudium et Spes, n. 36) y constató la emergencia de «un
nuevo humanismo, en el que el ser humano queda definido principalmente por su responsabilidad hacia sus
hermanos y ante la historia» (n. 55). Por eso recomendó a la jerarquía eclesiástica un talante bastante menos
cultivado por ésta últimamente: «Reconocer a los fieles, clérigos o laicos, la debida libertad de investigación, de
pensamiento y de hacer conocer, humilde y valerosamente, su manera de ver en el campo de su competencia»
(n. 62).
Se dice, con humor vaticano, que un Papa puede diferir de lo dicho o hecho por los anteriores, a condición
de poner un prólogo que rece así: «Como muy atinadamente decía mi ilustre predecesor..». En el caso de luan
Pablo u, se ha hablado mucho de su coherencia y fidelidad a sus convicciones más profundas. No la pondrá en
duda quien le haya escuchado y leído durante casi tres décadas. Más aún, Karol Woyjtila, que dudaba del
enfoque optimista de Gaudium et Spes, como se muestra en sus intervenciones durante el Concilio, fue
consistente con ese recelo desde su primera encíclica, Redemptor hominis, hasta sus comentarios sobre la
historia europea en Memoria e identidad, al final de sus días. Pero, al poner en práctica la restauración de
muchos aspectos de la teología preconciliar, lo ha hecho citando el Concilio. Con cientos de páginas llenas de
citas del Concilio, se han desactivado y relega-do al olvido frutos importantes del Concilio; por ejemplo, la
autonomía de la ciencia, de la secularidad y de la cultura. Ahí ha aparecido una incoherencia entre criterios y
conclusiones en documentos oficiales de la Iglesia.
Tal contraste entre principios admirables y conclusiones insuficientes se ha notado también en instancias
como la Academia Vaticana de la Vida, de las que se esperaría mayor neutralidad. El documento de su décimo
aniversario manifestaba, como analicé en otro lugar, una desproporción entre criterios y aplicaciones, por falta
de atención a los datos científicos, a los paradigmas de pensar para interpretarlos y a las circunstancias sociales
de la institución emisora de tales documentos o de sus destinatarios (cf. Pruebas genéticas, U.P. Comillas,
Madrid 2004, p. 147).
No faltan ejemplos parecidos en nuestro entorno cercano; por ejemplo, el mensaje La vida, don precioso de
Dios, publicado por la Subcomisión Episcopal para la Familia (04-04-2005). En él, junto a criterios como el
valor y dignidad de la vida humana, su carácter de don, la misión de la ciencia al ser-vicio de la vida y la
persona o la importancia de la acogida en amor de la vida naciente en el seno de la familia, hallamos, sin
embargo, expresiones que originarán malentendidos y alejarán a la mentalidad científica. Por ejemplo, se
enarbola emblemáticamente el lema «todos fuimos embriones». El filósofo de la biología dirá: «Yo vengo de ese
embrión; pero ese embrión todavía no era yo. El todo biológico es más que la suma de sus partes». El teólogo
moral añadirá: «Las cuestiones éticas no se resuelven solamente con la biología, pero tampoco sin ella». Y el
resto de los creyentes comentaremos: ¿superará la Iglesia estos escollos con el asesoramiento de profesionales
competentes?; ¿nos animarán los Papas del siglo xxi a pensar bien la vida humana, precisamente para protegerla
y responder al reto de la era biotecnológica?

Epílogo

VOLVIENDO al título de estas páginas –vida, paz y esperanza–, el mensaje de Evangelium vitae resuena con
ecos especiales diez años después.
Concluía el año 2004 con la pesadumbre de atentados que segaron vidas, guerras que impidieron la paz y
calamidades naturales que tentaron al desaliento. Sobre ese telón de fondo, en el mensaje papal de Año Nuevo
escuchamos estas palabras: «Con la certeza de que el mal no prevalecerá, el cristiano cultiva una esperanza
indómita que le ayuda a promover la justicia y la paz. A pesar de los pecados personales y sociales que
condicionan la actuación humana, la esperanza da siempre nuevo impulso al compromiso por la justicia y la paz,
junto con una firme confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor».
Recordando, para concluir, las tres palabras que han servido de marco a este pliego —vida, paz y esperanza
—, quisiera subrayar unas citas de los tres documentos cuyos aniversarios han dado ocasión para escribirlo.
Leemos en el pórtico de la Evangelium vitae estas palabras: «El Evangelio del amor de Dios al hombre, el
Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio» (n. 2). No
se separa aquí lo que los manuales escolares dividen en tratados diversos con los nombres respectivos de «moral
de la persona y la convivencia» y «moral de la justicia y la paz». No va por un lado la moral de la vida, por otro
la de la persona, y por otro la moral social. Superadas esas separaciones artificiosas entre disciplinas, se habla de
una única moral. Además, esa moral no brota de unpreceptismo autoritario, sino como consecuencia de la
gratitud responsable por haber recibido el don del amor de Dios, que fundamenta la autonomía humana.
Ésta era la línea del Concilio Vaticano n, que decía, en uno de los textos más a menudo citados por Juan
Pablo II: «Cristo manifiesta plenamente el ser humano al ser humano y le des-cubre la grandeza de su vocación»
(GS, 22).
Ética de la vida y ética de la paz son inseparables. A ambas les da fundamento y marco la esperanza
evangélica robustecedora de la esperanza humana. También Pablo VI, en la exhortación Evangelii nuntiandi,
pone la moral de la fraternidad y la liberación como consecuencia de la «predicación de la esperanza» (cf. EV,
28).
Creyentes y no creyentes nos animamos mutuamente a construir la sociedad plural y democrática ; construir
una humanidad y una Iglesia que sean comunidad de comunidades; a sustituir el choque de culturas por la
alianza de civilizaciones, la paranoia por la comunicación, y el miedo por la esperanza.

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