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Area de Conocimiento de Empresas, Finanzas e Innovación Mtro.

Celso Garrido
Seminario de Desarrollo Económico I

UNIVERSIDAD AUTONOMA METROPOLITANA


AZCAPOTZALCO
Departamento de Economía
Area de Conocimiento de Empresas, Finanzas e Innovación
Seminario de Desarrollo Económico I
Mtro. Celso Garrido

¿Qué es el dinero?
Por A. Mitchell Innes
The Banking Law Journal, Mayo 1913

Traducción del original: Rogelio Grados Z.


Revisión: Erika Peña

Las teorías fundamentales sobre las que se basa la moderna ciencia de la política económica son las
siguientes:

ƒ Bajo condiciones primitivas los hombres vivieron y viven mediante el trueque.


ƒ En tanto la vida del hombre se hace más compleja, el truque deja de funcionar como medio
de intercambio de mercancías y, por común consentimiento, se establece determinada
mercancía como la generalmente aceptada. En consecuencia, todos intercambiarán aquello
que producen o los servicios que proveen por dicha mercancía, y a cambio de ésta obtendrán
lo que deseen.
ƒ Por lo anterior, esta mercancía se convierte en un “medio de intercambio y medida del
valor”.
ƒ Una venta es el intercambio de una mercancía por esta mercancía intermedia a la que se le
llama “dinero”.
ƒ Una diversidad de mercancías ha servido como medio de intercambio en distintos tiempos y
lugares, como el ganado, el acero, la sal, conchas de mar, bacalao seco, tabaco, azúcar, etc.
ƒ Gradualmente los metales como el oro, la plata y el cobre - pero, especialmente los dos
primeros-, se consideraron como los más adecuados para cumplir con la función de medio
de intercambio gracias a sus cualidades inherentes. Así, por común consentimiento, estos
metales se convirtieron en el único medio de intercambio.
ƒ Una cantidad fija en el peso de uno de estos metales de una pureza conocida se convirtió en
la norma de valor y, para garantizar su peso y calidad los gobiernos emitieron piezas de
metal estampado con un signo peculiar. La forjadura de este signo por otro que no fuese el
gobierno era severamente penalizada.
ƒ En la Edad Media, los emperadores, reyes, príncipes y sus consejeros compitieron entre sí
por estafar a la gente al adulterar las monedas que acuñaban. Así, aquellos que pensaban
estar recibiendo cierto peso en oro o en plata, en realidad estaba recibiendo menos. Esta
situación dio origen a varios males entre los que se encuentran la depreciación del valor del
dinero y, como consecuencia de ello, un aumento en los precios en proporción con la
adulteración de la moneda.

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ƒ Para economizar el uso de los metales y evitar su constante transportación se desarrolló en la


modernidad una maquinaria llamada “crédito”. A través del crédito, en vez de manipular
cierto peso de metal para cada transacción se ofrece una promesa de entregar dicho peso, la
cual, bajo circunstancias favorables, tiene el mismo valor que el metal. El crédito es
considerado como un sustituto del oro.

Entre los economistas la creencia en estas teorías es tan universal que éstas son consideradas
casi como axiomas cuya veracidad difícilmente requiere de ser probada. Nada es más digno de
atención en los estudios económicos que la insuficiente evidencia histórica de estas teorías así
como la ausencia de una examinación crítica de su valor.

Puede decirse que, siguiendo lo dicho por Adam Smith, estas doctrinas están basadas en unos
cuantos pasajes de Homero y Aristóteles y en los escritos de viajeros en tierras primitivas. Pero la
investigación moderna en la Historia del Comercio y la Numismática y descubrimientos recientes
en Babilonia han traído a la luz una gran cantidad de evidencia que no estuvo disponible para los
primeros economistas. Con esta evidencia puede ser positivamente establecido que ninguna de estas
teorías descansa sobre pruebas históricas sólidas y que, de hecho, son falsas.

Para comenzar, el error de Adam Smith en los dos casos más citados para demostrar el empleo de
mercancías como dinero (el de los clavos en una aldea escocesa y el del bacalao seco en
Newfoundland) a pesar de haber sido expuestos, el primero en la edición de Playfair de la Riqueza
de las Naciones en 1805 y el segundo en Ensayo sobre la Moneda y la Banca por Thomas Smith en
1832, se ha perpetuado. En la villa escocesa, los mercaderes les vendían materiales y comida a los
fabricantes de clavos a quienes les compraban los clavos ya terminados, cuyo valor era descontado
de la deuda del fabricante.

El uso del dinero era bien conocido por los pescadores quienes frecuentaban las costas y los bancos
de Newfoundland. Pero no se empleaba ninguna moneda metálica, pues ésta no era solicitada. En
los comienzos de la industria pesquera de Newfoundland, no existía una población europea
permanente; los pescadores iban a esa localidad únicamente en la temporada de pesca y aquellos
que no eran pescadores eran comerciantes que compraban el pescado seco y le vendían a los
pescadores las provisiones diarias. Los pescadores vendían el producto de la pesca a precios de
mercado denominados en libras, shillings y pences, obteniendo a cambio un crédito en sus libros
contables con lo que pagaban por sus provisiones diarias. Los balances contables en los que los
comerciantes quedaban como deudores eran pagados con órdenes de pago en Inglaterra o en
Francia. Un momento de reflexión muestra que una materia prima no puede ser usada como dinero
pues, ex hipothesi, el medio de intercambio debe ser igualmente aceptado por todos los miembros
de la comunidad. Por lo tanto, si los pescadores pagaran por sus provisiones diarias con bacalao, los
comerciantes tendrían que pagar por su bacalao con bacalao, lo que resulta absurdo.

En estos dos casos en los que Adam Smith creyó haber descubierto una moneda tangible lo que
encontró, de hecho, fue al crédito.

En lo que respecta a las distintas leyes coloniales, el maíz, el tabaco, etc. se aceptaban en el pago de
deudas e impuestos, más nunca fueron un medio de intercambio en el sentido económico de una
mercancía, en términos de ser el referente de valor para medir todas las demás cosas. A estas
mercancías se les tomaba en cuenta de acuerdo a su precio de mercado en dinero. No existe, hasta

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donde yo sé, sustento alguno para la suposición comúnmente hecha de que las mercancías así
aceptadas eran, por lo tanto, un medio general de intercambio. Las leyes mencionadas únicamente
pusieron en las manos de los deudores un método para liberarse de sus compromisos en caso de
necesidad y en la ausencia de otros métodos más usuales. Pero ello no permite el suponer que esta
necesidad ocurriera frecuentemente excepto, posiblemente, en distritos provinciales alejados de la
ciudad y carentes de medios de comunicación accesibles.

La confusión que ha surgido en este asunto se debe a la dificultad de darse cuenta que el uso del
dinero no implica necesariamente la presencia física de una moneda metálica, ni siquiera la
existencia de un patrón metálico de valor. Estamos tan acostumbrados a un sistema en que un peso
determinado de oro corresponde a un dólar que no podemos creer fácilmente que pueda existir un
dólar sin su correspondiente dólar de cierto peso en oro o en plata. A través de la historia, no solo
no hay evidencia de la existencia de un patrón metálico de valor al cual la denominación monetaria
comercial, la llamada “moneda de cuenta”, corresponda, sino que hay evidencia contundente de que
nunca existió, hasta nuestros días, una unidad monetaria cuyo valor dependiera del valor acuñado o
en el peso de cierto metal. La evidencia muestra que nunca existió una relación fija entre la unidad
monetaria y cualquier metal; muestra que, de hecho, nunca existió algo como el denominado patrón
metálico de valor. A este artículo le resulta imposible presentar toda la voluminosa evidencia en que
las afirmaciones anteriores se sustentan.

Las monedas más antiguas que se conocen en el mundo occidental son las de la Antigua Grecia, de
las cuales la más viejas pertenecen a los asentamientos en las costas de Asia Menor en los siglos
que van del VI al VII a. C. Algunas son de oro, otras de plata, otras más de bronce, mientras que las
más antiguas de todas son de una aleación de oro y plata conocida como electrum. Las variaciones
en el peso y tamaño de las monedas son tan numerosas entre estas monedas que difícilmente dos
pueden ser iguales, además de que en ninguna de ellas existe algún indicio de su valor. Muchos
escritores versados en este tema como Barclay Head, Lenormant, Vazquez Queipo, Babelon, han
tratado de clasificar a estas monedas de manera tal que sea posible hallar el patrón de valor de los
distintos Estados Griegos; mas el sistema adoptado por cada uno de ellos es diferente entre sí. Los
pesos dados por los autores son el peso medio calculado a partir de cierto número de monedas cuyo
peso más o menos se aproxima a la media. Además existen muchas monedas que no pueden
incluirse en ninguno de estos sistemas y los pesos de las supuestas monedas fraccionales no
corresponden a aquellos de las unidades del sistema a las que se supone pertenece. En las monedas
de electrum la composición varía en las maneras más extraordinarias. Mientras que algunas
contienen más del 60% de oro, otras, de las que se sabe que su origen es el mismo al de las
anteriores, contienen más del 60% de plata y el resto se mueve entre ambos extremos de grado de
aleación. De esta forma, no puede existir un valor intrínseco fijo en esta moneda. Todos los autores
han llegado al acuerdo de que a estas monedas de la Antigua Grecia se les debe de considerar como
monedas-signo (token), cuyo valor no depende de su peso en cierto metal.

Lo que se sabe es que, mientras los distintos Estados Griegos utilizaban las mismas denominaciones
entre sus monedas (stater, dracma, etc.) el valor de estas unidades difería entre los distintos Estados
y su valor relativo no era constante - en términos actuales, lo anterior se refiere a que el intercambio
entre los diferentes Estados Griegos varió en los diferentes períodos. Entonces, no existe evidencia
histórica en la Antigua Grecia que sustente la teoría de la existencia de un patrón metálico de valor.

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Las monedas de la Antigua Roma, al contrario que las de Grecia, tenían marcas distintivas de valor
y el hecho más sorprendente en ellas es la extrema irregularidad de su peso. Las más antiguas son el
As y sus fracciones y la tradición señala que el As (al que se le dividía en 12 onzas) originalmente
estaba conformado por una libra de cobre. Pero la libra romana era de aproximadamente 3271
gramos y Mommsen, el gran historiador de la acuñación romana, señaló que ninguna de las
monedas existentes (que eran muchas) se aproximaba a este peso y que éstas contenían una pesada
mezcla de plomo. Así, aún las monedas más pesadas, que también eran las más antiguas, no poseían
más de dos tercios de una libra de cobre. Las monedas fraccionales basadas en un As eran aún más
ligeras. Para el siglo III a.C. el As cayó a no más de cuatro onzas y para el final del II a.C. pesaba no
más de media onza sino es que menos.

En los últimos años una nueva teoría ha sido desarrollada por el Dr. Haeberlin, la cual establece que
el peso original del As no estaba basado en la libra romana sino en lo que él llama la libra “Oscan”,
la cual es de aproximadamente 273 gramos. El Dr. Haeberlin busca comprobar su teoría tomando el
promedio de un vasto número de monedas de diferentes denominaciones y, ciertamente llegó a un
peso medio lo suficientemente aproximado al patrón que supuso (el Oscan) pero observemos a las
monedas que él tomó como base para obtener sus promedios. El Asses que debería pesar una libra
varía en su peso entre los 208 y los 312 gramos; el medio-asses cuyo peso debiera ser de 136.5
gramos varía, de hecho, entre los 94 y los 173 gramos; el tercio-de-As que debería ser de 91
gramos, está entre los 66 y los 113 gramos; mientras que, el Sexto-de-As se halla entre los 32 y los
62 gramos, y así para el resto de las fracciones. Lo anterior, sin embargo, no es la única dificultad
para aceptar la teoría de Haeberlin, la cual es inherentemente muy improbable y descansa sobre
evidencias históricas insuficientes como para ser creíble. Un patrón promedio basado en monedas
con variaciones tan amplias resulta inconcebible, a pesar de que las monedas puedan circular, y así
de hecho lo hagan, a una tasa nominal mayor que su valor intrínseco en metálico no pueden hacerlo
a una tasa por debajo de su valor intrínseco. De ser este el caso y como la historia lo demuestra
abundantemente, estas monedas podrían fundirse y convertirse en metal en barras. Y, ¿cuál podría
ser la utilidad de un patrón de pesos en las monedas que muestre variaciones tan extraordinarias?
¿Cuál podría ser el uso de una yarda que en ocasiones podría ser de dos pies y seis pulgadas y en
otras de tres pies y seis pulgadas?, ¿una yarda al capricho del hacedor?

Aquí no tengo el espacio suficiente para continuar con la ingeniosa hipótesis del Dr. Haeberlin en la
que él explica la subsecuente reducción del As, de media libra Oscan a posteriores reducciones
conforme pasaba el tiempo. Nuestros dos historiadores concuerdan en que para el 268 a.C. las
monedas de cobre se volvieron signos y que tanto monedas ligeras como pesadas circularon de
manera indiscriminada.

Hasta ese tiempo, el As había sido la unidad monetaria fija, a pesar de que muchas monedas podían
haber variado. Pero a partir de ese momento, la situación es complicada por la introducción de
varias unidades o “monedas de cuenta” que son usadas al mismo tiempo, [1] el Sesterce o Numus,
representados por una moneda de plata idéntica en valor al viejo As Aeris Gravis o Libral As como
en ocasiones se le llamaba. Un nuevo As valía dos quintos del viejo As y el Denario valía diez de
los nuevos Ases y, por lo tanto, cuatro Libral Ases, y representados como Sestercios, por una
moneda de plata.

La acuñación del Sestercio se abandonó prontamente y reapareció más adelante como una moneda-
signo de bronce o de plomo. Pero como unidad oficial de cuenta permaneció hasta el reinado del

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Emperador Diocleciano en el siglo III de nuestra era. Resulta destacable para nosotros el hecho de
que por muchos cientos de años la unidad de cuenta se mantuviera inalterada independientemente
de la acuñación de la moneda.

Como una regla general, a pesar de que existieron excepciones, el Denario de plata estuvo
constituido por este metal hasta los tiempos de Nerón, quien introdujo cerca de un 10% de aleación
en ellos. Bajo los reinados de los siguientes emperadores el porcentaje de aleación que se introducía
a las monedas aumentaba hasta que éstas eran de cobre con pequeñas cantidades de plata o con un
centro de cobre cubierto por dos delgadas capas de plata o simplemente monedas de cobre
distinguibles entre sí por la cifra estampada en ellas, pero aún así se les continuaba llamando
Denarios de plata.
Que el Denario de plata valiera o no lo que su valor nominal establecía es materia de especulación,
pero cincuenta años después, de acuerdo a Mommeen, el valor legal de la moneda era un tercio
mayor a su valor real y por primera vez se introdujo una moneda de oro tasada muy por encima de
su valor intrínseco.

A pesar de la degradación de la moneda, el Denario como moneda de cuenta mantuvo su antigua


relación con el Sestercio y permaneció como la unidad bastante tiempo después una vez que el
Sestercio desapareció. Las monedas de oro se utilizaron muy poco hasta los tiempos del Imperio y a
pesar de que, por regla general, la buena calidad del metal se mantuvo el peso promedio de éste
decayó con el tiempo y las variaciones en éste eran marcadas aún en la misma región. por ejemplo,
en el reinado de Aurelio las monedas de oro pesaban entre los tres gramos y medio y los nueve
gramos, mientras que en el de Gallienus el rango estaba entre los cuatro quintos de gramo hasta los
seis gramos y tres cuartos, sin ninguna diferencia mayor a medio gramo entre cualquier moneda y
su más cercana en peso.

Difícilmente puede encontrarse evidencia más fuerte que la que aquí se presenta para mostrar que el
patrón monetario era una cosa completamente aparte del peso de las monedas o del material que las
constituía. Ambas variaban constantemente, mientras que la unidad monetaria siguió siendo la
misma por siglos.

Un aspecto importante para recordar en lo que toca al dinero romano es que, mientras las monedas
adulteradas eran indudablemente monedas-signo (tokens) no hay duda de su representatividad de
cierto peso de oro o de plata. El público no tenía derecho de obtener a cambio de ellas oro o plata,
pero todas eran legalmente iguales para ofrecerse como medio de pago y era una ofensa el no
aceptarlas como tal. Existe evidencia histórica que muestra que a pesar de que el gobierno hizo lo
posible por fijarle al oro un valor oficial, este metal sólo se podía obtener pagando una prima.

Las monedas de la antigua Galia y Bretaña son muy variadas tanto en tipos como en composición y,
dado que fueron modeladas con base en las monedas en circulación en Grecia, Sicilia y España se
puede presumir que éstas fueron emitidas por extranjeros, probablemente judíos y mercantes,
aunque algunas parecen ser emitidas por jefes tribales. Como sea que fuere, no había un patrón
metálico y a pesar de que muchas de estas monedas eran clasificadas por los coleccionistas como de
oro o de plata, gracias a su parecido a las monedas de oro y plata extranjeras. Las así llamadas
monedas de oro generalmente contenían una proporción muy pequeña de ese metal, lo mismo
ocurría con las llamadas monedas de plata. Tanto el oro como la plata, el plomo y el estaño
entraban en la composición de las monedas. Ninguna de ellas portaba marca alguna de valor, de

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manera tal que su clasificación se realizaba a partir de conjeturas. Por ello, no pueden haber dudas
razonables que no permitan suponer que dichas monedas eran sólo signos. Lo que importaba en
estas monedas era el nombre o la marca distintiva del emisor, los cuales nunca estaban ausentes.

He realizado esta rápida examinación de la acuñación antigua para mostrar que desde los comienzos
del arte de acuñar el metal para la fabricación de monedas, no existe evidencia alguna de un patrón
metálico de valor, más la historia reciente, en especial la de la Francia posrevolucionaria, demuestra
con singular claridad que dicho patrón jamás ha existido y permite afirmar sin exageraciones que
esta teoría se ha establecido con una absoluta carencia de fundamentos. Si en este artículo me centro
casi exclusivamente en la historia francesa no es porque otras historias contengan algo que pudiera
contradecirme, - sin duda, lo que me es conocido de la historia inglesa, alemana, italiana,
mahometana y china soportan mis tesis ampliamente,- sino porque los fenómenos característicos de
la situación monetaria son muy marcados en Francia y sus registros antiguos contienen una
evidencia más abundante que los respectivos de otros países. Más aún, los historiadores franceses
parecen haberle prestado mayor atención a esta rama de la historia que sus colegas de otros países.
De esta manera obtenemos de la historia francesa una descripción peculiarmente clara y conectada
de la unidad monetaria y sus nexos con el comercio, por un lado, y con la acuñación, por el otro.
Pero los principios del dinero y los métodos del comercio son idénticos alrededor del mundo y sea
cual fuere la historia que hubiésemos elegido para nuestro estudio, debiéramos llegar a las mismas
conclusiones.

La historia monetaria moderna de Francia puede situarse a partir de la ascensión de la dinastía


Carolingia a finales del siglo VIII. El Sou y los Denarios o Denier (su doceava parte) se siguieron
usando para hacer cálculos monetarios y se le añadió una denominación más grande, el Livre
dividido en veinte Sous, y que se constituyó como en la unidad más alta. Estas denominaciones
permanecieron hasta después de la Revolución en 1779. La libra inglesa, dividida en 20 shillings y
240 pences corresponde al Livre y sus divisiones, en el que parece haberse basado el sistema
británico.

Le Blanc, el historiador del siglo XVII de la acuñación francesa, afirma que el livre fue
originalmente una libra de plata, tal y como los historiadores ingleses sostienen que su libra era
originalmente una libra de plata. Este historiador sostiene su afirmación con unas cuantas
cotizaciones, de las cuales no se desprende necesariamente el significado que él da de ellas, además
de que no existe evidencia directa a favor de su afirmación. En primer lugar, nunca hubo una
moneda equivalente al Livre, hasta mucho tiempo después de la era Carolingia hubo una
equivalente a un Sou. [2] La única moneda Real en ese tiempo, hasta donde sabemos, era el denier y
su valor, si es que tenía un valor fijo, es desconocido. La palabra denier, cuando se aplica a una
moneda, así como la penny inglesa, frecuentemente hace referencia a una moneda en general sin
referencia alguna a su valor y las monedas de distintos valores pueden ser llamadas así, más aún, los
deniers de áquel tiempo variaban en el peso y, en cierta medida, en su aleación. Además, sabemos
por un documento contemporáneo que el término Livre como se aplica al peso comercial no se
identificaba con algún peso en particular sino que simplemente era el nombre de una unidad que
variaba en diferentes comunidades. El hecho es que el deseo de probar la identidad entre un livre de
dinero y un livre de peso es father to the thought. No sabemos nada acerca del tema y cuando
tiempo después obtenemos un conocimiento cierto, el livre y la libra de dinero no eran por ningún
medio el equivalente a una livre o libra de plata. Pero lo que sí sabemos con certeza es que el Sol y
el Denier en Francia y el shilling y el penny en Inglaterra eran unidades de cuenta mucho tiempo

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antes que el livre y la libra se usaran, y puede que estas dos últimas no hayan estado relacionadas
con alguna medida de peso de la plata.

Sólo existen dos cosas que conocemos con certeza acerca de las monedas carolingias. La primera es
que su acuñación le otorgaba a su emisor una ganancia. Cuando un rey le concedía el privilegio
exclusivo a uno de sus vasallos para acuñar monedas, se establecía expresamente que el vasallo era
privilegiado con las ganancias y emolumentos que se desprendían de aquella actividad. La segunda
es que existía una considerable dificultad en hacer que el público aceptase las monedas y que en
ocasiones los reyes establecían penas para el crimen de rehusar alguna de sus monedas. Aquella
moneda que fuese rechazada era calentada al rojo vivo y presionada en la frente del criminal, “las
venas se lastimaban de manera tal que el hombre no pereciera pero que el castigo fuese evidente
para todos aquellos que lo miraran”. No puede existir beneficio alguno en la acuñación de monedas
cuyo valor en metal es el mismo que el expresado en su denominación en peso, al contrario, en
estos casos hay pérdidas. También, es imposible pensar en la necesidad de aplicar castigos tan
severos para forzar a la gente a aceptar tales monedas. Por lo anterior, prácticamente resulta cierto
el hecho de que estas monedas debieron estar por debajo de su valor nominal y por lo tanto, eran
meros signos, tal y como lo eran aquellas monedas de la antigüedad. Debe señalarse, sin embargo,
que existe evidencia que muestra que los reyes de esta dinastía eran cuidadosos tanto del peso como
de la pureza de sus monedas, y que este hecho le ha dado color a la teoría de que el valor de estas
monedas dependía de su peso y su pureza. Encontramos, sin embargo, el mismo cuidado por la
precisión en la acuñación romana, y también en fechas más recientes cuando ésta eran en base de
metal las instrucciones a los maestros de la acuñación eran igualmente cuidadosas en lo que toca al
peso, la aleación y el diseño a pesar de que el valor de la moneda no pudiese ser afectado por eso.
La precisión era importante para permitirle al público distinguir entre una moneda verdadera de una
falsa que por cualquier otra razón.

Desde los tiempos de la llegada al poder de la dinastía de los Capetos en 987 d.C., nuestro
conocimiento de la acuñación y otros métodos empleados para realizar pagos se ha clarificado
constantemente. Las investigaciones de los historiadores modernos franceses han puesto en nuestras
manos una riqueza de información, cuyo conocimiento es absolutamente esencial para un
entendimiento adecuado de los problemas monetarios. Pero esta riqueza desafortunadamente ha
sido ignorada por los economistas, con el resultado de que sus afirmaciones están basadas en una
visión falsa de los hechos históricos y es, únicamente por la distorsión de estos hechos que la
existencia de un patrón metálico ha sido posible.

Durante el período feudal, el derecho de acuñación no pertenecía únicamente al rey. Por ejemplo,
en Francia existían aparte del dinero Real, dieciocho distintas acuñaciones, emitidas por barones y
eclesiásticos. Cada una completamente independientes de las demás y diferentes tanto en las clases,
denominaciones y aleaciones. Habían, al mismo tiempo, más de veinte sistemas monetarios
distintos. Cada sistema tenía como su unidad al livre con sus subdivisiones, el sol y el denier, pero
el valor del livre variaba en las distintas partes del país y cada uno de ellos tenía su título distintivo
como el livre parisis, el livre tournois, el livre estevenante, etc. No solamente los valores de cada
uno de estos veinte o más de veinte livres distintos diferían entre sí, sino que la relación entre ellos
también cambiaba de vez en cuando. Así, el livre detern valía en la primera mitad del siglo XIII
aproximadamente lo mismo que el livre tournois; pero para 1265 valía 1.4 tournois, en 1409 1.5 y
de 1531 hasta su desaparición valía dos tournois. Al comienzo del siglo XIII el tournois valía 0.68
livre parisis, cincuenta años después valía solamente 0.8 parisis, i.e. cinco tournois equivalían a 4

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parisis tasa a la cual parecen haberse mantenido fijas. Ambas unidades eran las de uso más común
en las cuentas oficiales.

Para el tiempo de la caída de Hugo Capeto hasta la de Luis XIV (1638) casi toda la acuñación era
en base de metal que contenía en su mayor parte menos de un medio de plata, y por al menos dos
siglos previos al ascenso de San Luis en 1226 d.C. no existió una moneda de plata en todo el reino.

Hemos llegado ahora al rasgo más característico de las finanzas de la Francia feudal y aquella que
parece haber dado origen a las acusaciones infundadas de los historiadores en lo que se refiere a la
adulteración de la acuñación de las monedas. Las monedas no eran marcadas con un valor nominal
y eran conocidas bajo distintos nombres como Gros Toumois, Blanc A. la Couronne, Petit Parisis,
etc. éstas eran emitidas en valores arbitrarios y cuando el rey estaba necesitado de dinero, él “mua
sa monnaie”, como era la frase, esto es, el rey decretaba una reducción del valor nominal de las
monedas. Este era un método perfectamente reconocido de gravar al público, el cual sólo se quejaba
cuando el procedimiento era repetido con demasiada frecuencia, tal y como se quejarían de
cualquier otro sistema impositivo del que el rey abusara. La manera en como este sistema
impositivo funcionaba será explicado más adelante. Lo importante de este asunto es tener presente
este hecho - comprobado abundantemente por las investigaciones modernas- que las alteraciones en
el valor de las monedas no afectan los precios.

Algunos reyes, especialmente Philippe le Bel y Jean le Bon, cuyas constantes guerras mantenían sus
tesorerías permanentemente vaciadas, estaban perpetuamente crying down la acuñación y emitían
monedas nuevas monedas de distintos tipos, las cuales en su momento eran cried down hasta que el
sistema fue seriamente abusado. Bajo estas circunstancias las monedas no tenían un valor estable y
fueron vendidas y compradas a precios de mercado que en ocasiones fluctuaban diariamente y
generalmente con gran frecuencia. Las monedas siempre se emitieron a un valor nominal que
excedía su valor intrínseco y el monto de este exceso constantemente variaba. El valor nominal de
las monedas de oro no guardaba una proporción fija con el valor nominal de las monedas de plata,
lo que ha llevado a los historiadores que han tratado de calcular esta proporción sustituyendo el oro
y la plata a resultados sorprendentes; en ocasiones esta proporción es de 14 o 15 a 1 o más, y en
otras el valor del oro no llega a ser superior al de la plata.

El hecho es que los valores oficiales eran puramente arbitrarios y no tenían nada que ver con el
valor intrínseco de las monedas. Sin duda, cuando los reyes deseaban reducir sus monedas al menor
valor nominal posible en sus edictos establecían que estas monedas sólo podían ser consideradas
por su valor en barra. En ocasiones, habían tantos edictos en vigencia referentes a cambios en el
valor de las monedas que sólo un experto podía establecer el valor de las distintas emisiones de las
diferentes clases de moneda en circulación. Así, las monedas se convirtieron en una mercancía
altamente especulativa. Las unidades monetarias livre, sol y denier son perfectamente distintas de
las monedas y las variaciones en el valor de estas últimas no afectaban a las primeras, a pesar de
que, como se verá, las circunstancias que condujeron al abuso del sistema de “mutaciones” causó la
depreciación de la unidad monetaria.

El reinado de San Luis (1226-1270), un sabio y prudente financiero, había sido una época de gran
prosperidad y en medio de los problemas que rodearon a los sucesivos reinos, el poder adquisitivo
de la moneda decreció con extraordinaria rapidez. Como la gente decía, la moneda se había vuelto
“faible” y se clamaba, entonces, por la “forte monnaie” de San Luis. El precio de la plata que

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pagaban las casas de moneda se elevó en gran medida y, con cada emisión nueva de dinero las
monedas tenían que ser tasadas a un nivel mayor que el anterior. Los Consejeros del Rey
influenciados, sin duda alguna por las enseñanzas de Oresme, creían que en el aumento del precio
de la plata descansaba el secreto del aumento de los precios en general. Cuando, por esta razón, los
apuros prevalecientes no podían ser ignorados por más tiempo se intentó regresar a una “forte
monnaie” reduciendo oficialmente el precio de la plata y emitiendo nuevas monedas a una tasación
menor que el anterior comparada con la cantidad de plata que contenían las monedas. Los intentos
también incluyeron una disminución en el valor nominal de las monedas existentes en proporciones
equivalentes. Pero aún así, los precios continuaron moviéndose en dirección ascendente y, un
“cours volontaire”, una tasación voluntaria del público a las monedas, la cual estaba por encima de
los valores oficiales. En vano los reyes expresaron su real descontento mediante edictos en los que
ellos declaraban haber reintroducido la “forte monnaie” y en los que dictatorialmente ordenaban
que los precios en los mercados debían reducirse y que las monedas debían circular únicamente a su
valor oficial. Los mercaderes que osaran desobedecer estos mandatos eran amenazados con severas
penalidades; pero entre mayores eran las amenazas de los reyes peor era la confusión. En
consecuencia, los mercados fueron abandonados. Impotentes para llevar adelante sus bien
intencionadas aunque equivocadas medidas, los reyes tuvieron que cancelar sus edictos o consentir
el que estos no fuesen mas que letra muerta.

***El más famosos de los intentos por retornar a una “forte monnaie” a través de la reducción de
los precios de la plata fue aquel introducido por Carlos V, pupilo en las cuestiones financieras de
Nicole Oresme. Con una obstinación digna de alabanza Carlos V se mantuvo en su posición de
regresar a la fuerza los precios de los metales a sus niveles pasados. En tanto las monedas
desaparecían de la circulación, dado a que su valor en metálico era mayor que su valor nominal,

El sistema de “mutaciones” intencionadas del dinero por razones impositivas no estaba confinado a
Francia únicamente. También fue de uso común en Alemania. Los otros fenómenos que
encontramos en la moneda francesa estaban también presentes en todas las grandes ciudades y
países comerciales. La emisión de monedas a un valor arbitrario por encima de su valor intrínseco,
el deseo de que estas fueran estables en su valor, los esfuerzos de los gobiernos por prevenir
mediante el empleo de la ley el aumento de los precios de los metales preciosos y no permitirle a la
gente asignarle valor a las monedas por encima o por debajo del valor que estas tenían oficialmente,
el fracaso de estos intentos, el empeño por prevenir la circulación de monedas extranjeras más
ligeras en su valor que las monedas locales, la creencia en la existencia de alguna agencia maligna
secreta que buscaba arruinar las buenas intenciones del gobierno y causar la misteriosa desaparición
de las buenas monedas emitidas por el gobierno, de manera tal que siempre existiera una escasez de
dinero, la búsqueda fútil por esos agentes malignos y la igualmente fútil vigilancia en los puertos
para prevenir la exportación de monedas o metal en barra. La historia no sólo de Francia está llena
de incidentes de este tipo, sino también la de Inglaterra, los Principados Germanos, Hamburgo,
Ámsterdam y Venecia. En todos estos países y ciudades, la unidad monetaria era distinta de las
monedas (aún y cuando ambas compartían el mismo nombre), y las últimas variaban en términos de
las primeras de manera independiente a cualquier legislación, aunque de acuerdo, posiblemente, a
las incesantes fluctuaciones en el precio de los metales preciosos. En el siglo XVIII, en Ámsterdam
y Hamburgo una lista de intercambio se publicó y se colocó en el Bourse, dando el valor corriente
de las monedas en circulación en la ciudad (extranjeras y locales) en términos de la unidad
monetaria, que en Ámsterdam era el Florín y el Thaler en Hamburgo. Ambas unidades eran
puramente imaginarias. El valor de estas monedas fluctuaba casi diariamente y su valor no dependía

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únicamente ni de su peso ni de su fineza. Monedas de peso y fineza similares circulaban a


diferentes precios de acuerdo al país al que pertenecían.

Debe recordarse que, hasta años recientes ni en Francia ni en Inglaterra existía la idea de una
moneda única que actuara como patrón, siendo el resto de ellas signo subsidiarias representantes de
una cierta parte de la moneda patrón. Al contrario, todas las monedas eran consideradas igualmente
buenas o malas y todas ellas eran igualmente aceptables para ofrecerse como pago, de acuerdo a la
ley. Así como en los tiempos de Roma, no existía la obligación de dar oro o plata a cambio de las
monedas sobrevaluadas y en ninguna ocasión ello sucedió. La única razón por la que el valor
intrínseco de algunas monedas podía igualar o exceder su valor nominal era por el constante
aumento del precio de los metales preciosos o por la continua caída en el valor de la unidad
monetaria.

Aunque es difícil de imaginar un mayor contraste que aquel entre las condiciones de la Francia
feudal y la de la Norteamérica del siglo XVIII, resulta interesante observar las estrechas analogías
que en algunos aspectos mantuvieron la situación monetaria en la vieja Francia y aquella de la
época colonial de los E.U. en esta última, la libra se comportaba tal y como el livre lo había hecho
en Francia. Era la unidad monetaria en todas las colonias y por un tiempo también lo fue en todos
los Estados, pero su valor no era el mismo en todos ellos. Así, en 1782 el dólar de plata valía cinco
shillings en Georgia, ocho en Nueva York, seis en Nueva Inglaterra y 32 shillings y seis peniques
en Carolina del Sur.

Pero no existían monedas que mantuvieran una relación fija con cualquiera de estas distintas libras
y, en consecuencia, cuando Alexander Hamilton escribió su reporte sobre el establecimiento de una
casa de moneda, declaró que aunque no era fácil el establecer cuál era la unidad de cuenta, “no era
igualmente fácil el pronunciar la que era considerada como unidad en las monedas”. Al no haber
ninguna regulación formal respecto a ese punto lo único que podía hacer era recurrir a los usos, y
así llegó a la conclusión de que la mejor moneda para establecerse como unidad era el dólar
español. Pero los argumentos que dio a favor del dólar perdieron mucho de su peso, como él mismo
lo menciona, debido al hecho de que “ese tipo de moneda jamás ha tenido un valor establecido o
patrón de valor de acuerdo al valor de su peso o a su fineza; pero le ha sido permitida la circulación
con engaños sin consideraciones a cualquiera de las dos cualidades anteriores [peso y fineza del
metal contenido en la moneda]”. Desconcertado por esta circunstancia y hallando que, de hecho, el
oro es el metal con menores fluctuaciones, Hamilton tuvo dificultades para decidirse por cuál de los
metales preciosos la unidad monetaria de los Estados Unidos debía en el futuro anexarse.
Finalmente no se decidió por ninguno pero manifestó su preferencia por un sistema bimetálico, que
en la práctica fracasó.

Una de las falacias más populares que tienen que ver con el comercio es que, en la modernidad se
introdujo un mecanismo de ahorro de dinero llamado crédito y que, una vez conocido, todas las
compras eran pagadas en efectivo, esto es, con monedas. Una investigación cuidadosa muestra que
lo inverso es precisamente lo verdadero. Anteriormente las monedas jugaban un papel muy pequeño
en el comercio que el que juegan hoy en día. Sin duda, era tan pequeña la cantidad de monedas que
no eran capaces de satisfacer las necesidades de la Familia y Hacienda Reales por lo que
usualmente se usaban monedas signo de varias clases con el propósito de hacer pequeños pagos.
Tan carente de importancia era la acuñación que en ocasiones al rey no dudaba en traer para sí todas
las monedas para reacuñar y reemitir nuevas monedas y aún así el comercio se mantenía inalterado.

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La práctica moderna de venderle monedas al público parece haber sido bastante desconocida en el
pasado. El metal era comprado por la Casa de Moneda y las monedas eran emitidas por el rey como
pago por los gastos del Gobierno, los cuales, como consta en un gran número de documentos de la
época que reuní, eran producto del pago a los soldados del Rey. Una de las cuestiones más difíciles
de comprender son las extraordinarias diferencias en el precio que se pagaba por los metales
preciosos por parte de la Casa de Moneda Francesa, aún en un mismo día. El hecho de que el
precio, con frecuencia aunque no siempre, no guardaba relación alguna con el valor de mercado de
metal ha sido remarcado por escritores, pero no existe ningún registro que muestre en qué estaba
basado. Una explicación probable es que la compra y venta del oro y plata estaba en las manos de
un pequeño número de grandes banqueros quienes eran los principales prestamistas de la Tesorería
y la compra de estos metales involucraba una transacción financiera en la que parte del pago de la
deuda era hecha a través de un precio exorbitante del metal.

Mucho tiempo antes del siglo XIV en Francia e Inglaterra (y creo yo en todos los países) estaban de
uso generalizado grandes cantidades de signos metálicos privados a los que los gobiernos
combatían con muy poco éxito. No fue sino hasta bien entrado el siglo XIX que lograron
suprimirlos en Inglaterra y los Estados Unidos. Estamos tan acostumbrados a nuestro sistema de
monopolio gubernamental en la acuñación de la moneda que la hemos llegado a considerar como
una de las principales funciones del gobierno y sostenemos con firmeza la doctrina de que ocurrirá
una catástrofe de no mantenerse este monopolio. La historia no permite este debate, y las razones
que condujeron a los gobiernos medievales a establecer su monopolio en parte fueron para poder
suprimir estos signos privados que parecían disfrutar de la confianza del público. Al suprimirlos, se
buscaba que la gente se viera forzada, por su necesidad de mantener algún instrumento para el
comercio minorista, de hacer un uso más generalizado de las monedas gubernamentales las cuales
gracias a sus frecuentes “mutaciones” no eran muy populares. El establecimiento del monopolio
gubernamental en la acuñación de la moneda puede explicarse también por la creencia de que la
circulación de una gran cantidad de signos de alguna manera tendía a elevar el precio de los metales
preciosos o, a disminuir, probablemente, el valor de la acuñación. Tal y como los economistas
actuales indican que el valor de nuestras monedas-signo se mantiene únicamente mediante la
restricción estricta de su oferta.

La razón por la que en nuestros días el uso de monedas-signo privadas ha desaparecido obedece
más a razones naturales que a una eficiente aplicación de la ley. Debido a que las mejoradas
monedas financieras han adquirido una estabilidad que no solían tener el público ha comenzado a
tener confianza en ellas. Gracias al enorme crecimiento de la iniciativa gubernamental estas
monedas-signo han llegado a tener una circulación que las monedas-signo privadas jamás tuvieron,
suplantando con ello las primeras a las últimas en la estimación pública y, para aquellos que desean
monedas-signo en pequeñas cantidades se muestran contentos de comprarlas al gobierno.

Ahora, si es cierto que las monedas no tienen un valor estable, que por siglos hasta nuestros días no
ha habido un sistema monetario de oro o de plata sino sólo de monedas con una base de metal de
distintas aleaciones, que los cambios en la acuñación no afectan a los precios, que la acuñación de
monedas jamás ha jugado un papel considerable en el comercio, que la unidad monetaria es distinta
de la acuñación y que los precios del oro y la plata variaban constantemente en términos de dicha
unidad (y que estas preposiciones están abundantemente comprobadas por la evidencia histórica de
manera tal que no existe duda sobre su validez) entonces queda claro que los metales preciosos no

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pudieron constituirse como patrón monetario o como medio de intercambio. Ello equivale a decir
que la teoría de que una venta es el intercambio de una mercancía por un peso definido de un metal
universalmente aceptado no soportará una investigación y que deberá buscarse otra explicación para
la naturaleza de una venta y compra y la del dinero, el cual indudablemente es el objeto por el cual
las mercancías se intercambian.

Si asumimos que en la era prehistórica el hombre vivió a través del trueque, ¿cuál habrá sido el
desarrollo que naturalmente habrá tenido lugar para que haya llegado hasta el conocimiento actual
que tiene de los métodos de comercio? La situación es explicada por Adam Smith:

“Cuando la división del trabajo comenzó a tomar parte, este poder de intercambio con mucha
frecuencia debió haber sido entorpecido y turbado en sus operaciones. Un hombre, supongamos,
tiene más de cierta mercancía que la que él mismo ha tenido ocasión de poseer, mientras que otro
tiene menos. El primero, consecuentemente estará gozoso de disponer de él, en tanto que el último
lo estará de comprar una parte de esa redundancia. Pero si el último no tuviese nada que el primero
necesitare, ningún intercambio podría efectuarse entre ellos. El carnicero tiene más carne en su
tienda que la que él mismo puede consumir, y el cervecero y panadero estarán deseosos de comprar
parte de esa carne. Pero ambos no tienen nada que ofrecer a cambio, a excepción de las distintas
producciones de sus respectivos intercambios, y el carnicero ya está provisto de todo el pan y toda
la cerveza que tiene ocasión de poseer. Ningún intercambio puede efectuarse entre ellos en este
caso. Él no puede ofrecerse a ser su mercader ni ellos sus consumidores, y todos ellos están, por lo
tanto, menos aprovechables los unos para el otro. Para poder evitar la inconveniencia de tales
situaciones, cada hombre prudente en cada período de la sociedad, después del establecimiento de
la división del trabajo, debe naturalmente hacer lo posible por administrar sus asuntos de tal manera
que, en todo momento tenga consigo, aparte del producto peculiar de su propia industria, cierta
cantidad de alguna mercancía u otra, tales que, él considere poca gente sea capaz de rechazar a
cambio del producto de su industria”.

“Es probable que muchas mercancías distintas hayan sido pensadas y empleadas para este
propósito... En todos los países, sin embargo, los hombres parecen por fin haberse determinado por
las irresistibles razones que les dan preferencia a los metales sobre cualquier otra mercancía”.

La posición de Adam Smith depende de la verdad en la proposición de que, si el panadero o el


cervecero quieren carne del carnicero, pero no tienen nada que dar a cambio (y el último estando
suficientemente provisto de pan y cerveza), ningún intercambio puede llevarse a cabo entre ellos. Si
lo anterior fuese cierto, la doctrina del medio de intercambio podría ser correcta. Pero, ¿en verdad lo
es?

Asumiendo que el panadero y el cervecero son hombres honestos, y la honestidad no es una virtud
moderna, el carnicero podría obtener de ellos un acuse de recibo en el que se establezca que ellos
han comprado carne, y todo lo que tenemos que asumir es que la comunidad podría reconocer la
obligación del panadero y del cervecero de cumplir con ese compromiso adquirido con pan y con
cerveza a los valores relativos corrientes en el mercado del pueblo, el día que se les presente dicho
acuse. Así, de una sola vez se tiene al bien y una moneda suficiente. De acuerdo con esta teoría, una
venta no es el intercambio de una mercancía por una mercancía intermedia denominada “medio de
intercambio” sino el intercambio de una mercancía por crédito.

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No existe razón, en lo absoluto, para asumir la existencia de un instrumento tan tonto como un
medio de intercambio cuando un sistema tan simple como el anterior puede llevar a cabo lo que se
requiere. Lo que tenemos que probar no es un extraño acuerdo general de aceptar oro y plata, sino
un sentido general de cumplimiento de las obligaciones. En otras palabras, la presente teoría está
basada en la antigüedad de la ley de la deuda.

Afortunadamente, aquí nos encontramos en una base histórica sólida. Desde los primeros días de
los que se tiene registro, estamos en la presencia de la ley de la deuda y, cuando hallamos
encontrado, como así seguramente lo haremos, registros más antiguos que los del rey Hamurabi,
quién compiló su código de leyes 2000 años a. C. encontraremos, sin duda, rastros de la misma ley.
La obligatoriedad del cumplimiento de un compromiso es sin duda, la base de todas las sociedades
en todos los tiempos y en todas las etapas de la civilización, y la idea de que aquellos a los que
llamamos salvajes les era desconocido el crédito y, por lo tanto, empleaban el trueque, carece de
fundamentos. Desde los mercaderes de China hasta los Pieles Rojas de Norteamérica, pasando por
los árabes del desierto de Hottentot en Sudáfrica o los maoríes de Nueva Zelanda, las deudas y los
créditos son igualmente familiares para todos y el rompimiento de la palabra empeñada o el rehusar
una obligación contraída se consideraba igualmente deshonrosa.

Aquí resulta necesario explicar el antiguo y verdadero significado económico o comercial de la


palabra “crédito”, que es simplemente es el correlativo de deuda. Lo que A debe a B es la deuda de
A para con B y el crédito de B a A. A es el deudor de B y B es el acreedor de A. las palabras
“crédito” y “deuda” expresan una relación legal entre dos partes y expresan la misma relación legal
sólo que vista desde los dos lados opuestos. A hablará de a relación como deuda, mientras que B
hablará de ella como crédito. Como tendré que emplear frecuentemente ambas palabras resulta
necesario que el lector se familiarice con estos conceptos, los que a pesar de ser muy simples para el
banquero o el experto financiero, son capaces de crear confusión a los lectores ordinarios, dado la
variedad de significados derivados que tiene la palabra “crédito”. Por esta razón, en las páginas
siguientes, cuando la palabra crédito o deuda se use de lo que se hablará será de lo mismo en ambos
casos; sólo se distinguirá entre una y otra de acuerdo a como se mire la situación, desde el punto de
vista del acreedor o del deudor.

Un crédito de primera clase es la clase de propiedad más valiosa. Al no tener una existencia
corporal, carece de peso y no ocupa espacio. Puede ser fácilmente trasladado, generalmente sin
formalidad alguna. Es capaz de moverse a voluntad de un lugar a otro mediante una simple orden
sin otro costo que el de la carta o el telegrama. Puede ser empleado para abastecerse de cualquier
material que se requiera y puede ser protegido contra cualquier cosa que atente destruirlo o
sustraerle a bajo costo. Es la forma de propiedad más fácilmente manejable y una de las de mayor
permanencia. Permanece con el deudor y comparte sus fortunas y, cuando éste muere, pasa a sus
herederos o a su patrimonio. En tanto este último exista, la obligación continua, [4] y bajo
circunstancias favorables y en un estado saludable del comercio parece no haber razón para que
sufra algún deterioro.

El crédito es el poder de compra tan mencionado en los artículos económicos al ser uno de los
principales atributos del dinero y, como lo intentaré mostrar, el crédito por sí solo es dinero. Es el
crédito y no el oro o la plata la única propiedad que los hombres buscan y cuya adquisición es el
propósito y objeto de todo el comercio.

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La palabra crédito generalmente se define técnicamente como el derecho de demandar y entablar


juicio para solicitar el pago de una deuda, y no hay duda de que ese es el aspecto legal del crédito
en nuestros días. Estamos tan acostumbrados a pagar con monedas una multitud de pequeñas
compras que hemos adoptado la idea, alentados por las leyes de la moneda corriente, que el derecho
de recibir el pago de una deuda es igual al derecho de recibir el pago en moneda o sus equivalentes.
Y, más aún, gracias a nuestro moderno sistema monetario, hemos llegado a la noción de que el pago
en monedas equivale al pago en cierto peso de oro.

Antes de que podamos comprender los principios del comercio, debemos despojar de nuestras
mentes esta falsa idea. La raíz del significado del verbo “pagar” es “apaciguar”, “pacificar”,
“satisfacer” y, mientras un deudor debe satisfacer a su acreedor, la verdaderamente importante
característica del crédito no es el derecho que éste otorga para recibir el pago de una deuda, sino el
derecho que le confiere al que lo posee a liberarse de su deuda por sus propios medios - un derecho
que es reconocido en todas las sociedades. Al comprar nos convertimos en deudores y al vender en
acreedores y, siendo todos compradores y vendedores somos todos a la vez deudores y acreedores.
Como deudores podemos forzar a nuestros acreedores a cancelar nuestra obligación para con él al
extenderle un recibo en el que se le reconoce por un monto equivalente una deuda en la que él ha
incurrido. Por ejemplo, A al comprarle bienes a B por un valor de $100 es el deudor de B por ese
monto. A puede deshacerse de esta obligación para con B vendiéndole a C bienes por un valor
equivalente y recibiendo como pago un reconocimiento de la deuda que él (esto es, C) ha recibido
de B. Al presentarle este reconocimiento a B, A puede forzarlo a cancelar la deuda que tiene con él.
Así, A ha empleado el crédito que había obtenido para liberarse de su deuda. Ése es su privilegio.

Esta es la primitiva ley del comercio. La constante creación de créditos y deudas, y su extinción
mediante la cancelación de unas con otras, forma un mecanismo de comercio de tal simpleza que no
hay quien no lo pueda entender.

El crédito y la duda no tienen y jamás han tenido algo que ver con el oro y la plata. No hay y no ha
habido, hasta donde yo sé, una ley que obligue a un deudor a pagar su deuda con oro o con plata, o
con cualquier otra mercancía. A su vez, tampoco ha existido alguna ley que compela a los
acreedores a recibir como pago de una deuda oro o plata en barra, y las instancias en la época
colonial que obligaban a los acreedores a aceptar como pago tabaco u otras mercancías es una
excepción y se deben a la presión de circunstancias peculiares. Las legislaturas pueden, y así lo
hacen, usar su poder soberano para prescribir un método particular por el que las deudas sean
pagadas, pero debemos ser cautelosos en aceptar a las leyes estatutarias sobre la moneda, su
acuñación o su obligatoriedad legal como ilustraciones de los principios de comercio.

El valor del crédito no depende de la existencia del oro, la plata o cualquier otra propiedad que le
respalde sino de la “solvencia” del deudor, la cual depende únicamente de que para cuando la deuda
llega a su vencimiento el deudor posea suficientes créditos con las que eliminar su deuda. Si el
deudor ni posee ni puede adquirir otros créditos con los que hacer frente al vencimiento de su
deudas, la posesión de estas últimas carecen de valor para sus propietarios. Es mediante la venta, y
repito, únicamente con la venta - ya sea de la propiedad o del uso de nuestros talentos o de nuestra
tierra- que podemos adquirir los créditos con los que podemos liberarnos de nuestras deudas. Es
mediante este poder de venta que un banquero prudente estima el valor de sus clientes como
deudores.

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Las deudas que vencen en determinado momento sólo pueden ser canceladas con los créditos que
estén disponibles en ese momento; esto es, un acreedor no puede ser forzado a aceptar como pago
de una deuda que ha vencido un adeudo que él mismo ha dado y que vence tiempo después. De ahí
se sigue que un hombre es solvente solamente si tiene a su inmediata disposición créditos al menos
equivalentes al monto de las deudas que vencen y que son presentadas para ser pagadas. Si, por esta
razón, la suma de sus deudas inmediatas excede a la suma de sus créditos inmediatos, para los
acreedores el valor real de esas deudas disminuirá en un monto que será equivalente al monto de los
créditos. Este es uno de los principios más importantes del comercio.

Otro punto importante que se debe recordar es que cuando un vendedor ha entregado la mercancía
comprada y ha aceptado del comprador un reconocimiento de la deuda, la transacción está
completa, el pago de la compra es lo último. La nueva relación que surge entre el vendedor y el
comprador, el acreedor y el deudor es distinta de aquella proveniente de la venta y la compra.

Por muchos siglos, el instrumento principal para el comercio no era ni la moneda ni la moneda-
signo privada sino la tarja [5] (Lat. Talea, Fr. Taille, Ale. Kerbholz), que es una vara del árbol, de
avellanas a la que se le hacían hendiduras para indicar el monto de la compra o deuda. El nombre
del deudor y la fecha de la transacción eran escritos en los dos lados opuestos de la vara, la cual se
partía a la mitad de cierta forma que las hendiduras eran partidas a la mitad y e nombre y la fecha
aparecían en ambas piezas de la tarja. La cuarteadura era detenida por un corte cruzado
aproximadamente a una pulgada de la base de la vara, de tal manera que una de las piezas era más
corta que la otra. Una pieza, llamada el “stock” [6] era expedida a vendedor o acreedor, mientras
que la otra, denominada “stub” o “contra stock” era mantenida por el comprador o deudor. Ambas
mitades eran, por lo tanto, un registro completo del crédito y la deuda. El deudor estaba protegido
con su stub de las imitaciones fraudulentas de su tarja.

La labor de los modernos arqueólogos han traído a la luz numerosos objetos de gran antigüedad, los
que, con cierta certeza, podrían ser declarados como tarjas antiguas o instrumentos de una
naturaleza similar. De esta forma, difícilmente podemos dudar que el comercio en los tiempos más
primitivos fuese conducido por medios crediticios y no por algún “medio de intercambio”.

En los tesoros escondidos de Italia se han encontrado muchas piezas de cobre, varias de las cuales
están mezcladas con acero. Las más antiguas de éstas, que datan de entre 1000 y 2000 años a. C.
(mil años antes de la introducción de las monedas), son llamadas aes rude y tienen la forma de
lingotes deformes o están fundidos dentro de discos circulares o pastillas oblongas. Las últimas de
ellas, llamadas aes signatum, están todas fundidas dentro de pastillas o tabletas y portan varios
lemas. Se sabe que estas piezas de metal han sido usadas como dinero y que su uso continuó
bastante tiempo después de la introducción de las monedas.

Lo característico de loa aes rude y las aes signatum es que, con raras excepciones, todas las piezas
fueron rotas a propósito en el tiempo en que se fabricaron y mientras el metal todavía estaba
caliente y frágil o “corto” como técnicamente se dice. Además, un cincel estaba colocado en el
metal y golpeando una ligera burbuja. El cincel era removido y el metal se rompía por la mitad con
facilidad, quedando una pieza más pequeña que la otra. No puede haber una duda razonable de que
estas piezas eran antiguas tarjas y que el metal roto le brindaba al deudor la misma protección que
la mitad de la vara de tarja lo hacía años antes.

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La condición de las antiguas acuñaciones romanas muestran que la práctica de desprender una pieza
de las monedas -con lo que se amplía el carácter de signo de estas monedas- era común para los
tiempos en los que la fundición de las monedas era suplantada por el método de acuñarlas.

En Taranto, la antigua colonia griega de Tarentum, se ha encontrado recientemente un tesoro


escondido en el que un número de pastillas de plata (aunque no se ha establecido si la plata es pura
o sobre la base de algún otro metal) tienen estampada una marca similar a las que tenían las
antiguas monedas griegas. Todas ellas tienen a propósito una pieza desprendida. También se han
encontrado discos delgados con piezas cortadas o arrancadas de tal manera que dejan un borde
irregular aserrado.

En los tesoros escondidos de Alemania, se han encontrado unas cuantas barras de una aleación de
plata y que pertenecen al mismo período de tiempo que las pastillas de cobre italianas. Mientras
algunas de estas barras están completas, otras tienen un extremo con indicios de desprendimientos.

Entre los descubrimientos recientes de la Antigua Babilonia están los documentos comerciales más
antiguos que se conozcan y que son llamadas “tablas contractuales” o “tablas shuhati” - la palabra
shuhati, que está presente en todas ellas, significa “recibido”. Estas tablas, de las cuales las más
antiguas datan de 2000 a 3000 a. C., estaban hechas de barro cocido y con una forma y tamaño que
recuerdan a la pastilla de jabón de tocador. Su forma también es muy similar a la de las pastillas de
cobre italianas. Los números más grandes son registros simples de transacciones en términos de
“she”, que los arqueólogos suponen es un grano de cierto tipo.

Estas tablas contienen las siguientes indicaciones:


La cantidad de grano.
La palabra “shubati” o “recibido”.
El nombre de la persona de la cual se recibió.
El nombre de la persona que recibió.
La fecha.
El sello del receptor o, cuando el Rey es el receptor, el de su “escriba” o “sirviente”.

De la frecuencia con que se han encontrado estas tablas, de la durabilidad del material del que están
hechas, del cuidado con que eran preservadas en templos que se sabe servían como bancos y,
especialmente de la naturaleza de las inscripciones se puede juzgar que estas tablas corresponden a
las tarjas medievales y al pagaré moderno. Vale decir, que estas tablas son reconocimientos de
adeudos otorgados al vendedor por el comprador como pago por una compra y que éstas eran un
instrumento de comercio común.

Pero tal vez una prueba más convincente de su naturaleza se encuentra en el hecho de que algunas
de estas tablas estaban completamente guardadas en sobres de barro muy estrechos o “estuches”,
como se les llamó, y que tenían que ser rotos antes de que la tabla pudiese ser revisada. En estas
“tablas con estuche” la inscripción se encontró en el estuche y se repetía en la tabla dentro del
estuche pero con dos notables omisiones. El nombre y sello del receptor no se encontraban dentro.
Es evidente que la repetición de las características especiales de la transacción en la tabla interior
sólo podían ser obtenidas mediante la destrucción del estuche, lo que permitía proteger al deudor de
que su tabla fuese falsificada o que cayera en manos deshonestas. El significado particular de estas
tabletas recae en el hecho de que la intención de estas tablas no era la de actuar como simples

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registros que permanecieran en poder del deudor sino que eran documentos sellados y firmados y
que se expedían a favor del acreedor. Sin duda alguna, estas tablas pasaban de mano en mano como
las tarjas y los pagarés. Una vez que la deuda era pagada, se nos ha dicho que se acostumbraba a
romper la tabla.

Difícilmente sabemos algo del comercio en esos tiempos, pero lo que sí sabemos es que el comercio
de mayor volumen se conducía con el crédito y que la transferencia de este último de mano en
mano y de lugar en lugar era tan conocido por los babilonios como lo es para nosotros. Ahí tenemos
los registros de los grandes mercaderes o de las firmas bancarias tomando parte en las finanzas del
gobierno y en la recaudación tributaria tal y como los banqueros genoveses y florentinos lo hicieron
en la Edad Media, y como nuestros bancos lo hacen hoy en día.

En China, en tiempos tan remotos como los del Imperio Babilónico, hallamos bancos e
instrumentos de crédito mucho antes de la existencia de las monedas. Además, hasta donde he sido
capaz de estudiar, a lo largo de toda la historia de China las monedas siempre han sido meros
signos.

No cabe duda que el crédito es mucho más antiguo que las monedas.

A partir de esta excursión en la historia de los tiempos remotos, ahora regreso a considerar los
métodos de hacer negocios en nuestros días, remontándome hacia otros tiempos si lo considero
necesario para así convencer a los más escépticos de la antigüedad del crédito.

Las tarjas eran transferibles, eran instrumentos negociables como los pagarés, las notas bancarias o
las monedas. Las monedas-signo privadas (por lo menos en Inglaterra y las colonias americanas)
eran usadas principalmente en pequeñas sumas - un penny o medio penny- y las emitían los
mercaderes y comerciantes de todo tipo. Como afirmación general es cierto que todo el comercio
por muchos siglos fue llevado a cabo enteramente a través del empleo de las tarjas. Mediante ellas,
todas las compras de bienes y todos los préstamos de dinero se realizaban y todas las deudas se
liquidaban.

Los bancos de liquidación del pasado eran grandes ferias periódicas hasta donde los grandes y
pequeños mercaderes llevaban sus tarjas para liquidar sus deudas y créditos mutuos. A lo largo de
todas las ferias se establecían “Justicieros” para conducir y determinar todas las disputas
comerciales, así como para “comprobar las tarjas de acuerdo a la ley comercial, si así lo deseaba el
demandante”. La más grande de estas ferias en Inglaterra era la de Saint Giles en Winchester,
mientras que probablemente la más famosa de toda Europa eran las de Champagne y Brie en
Francia, a las cuales llegaban mercaderes y banqueros de todos los países. Se establecían puestos de
intercambio en donde grandes montos de deudas y créditos eran liquidados sin el empleo de una
sola moneda.

El origen de las ferias a las que he hecho referencia se ha perdido en la obscuridad de la


Antigüedad. La mayoría de los títulos que concedían a los señores feudales el derecho de albergar
una feria estipulaban que las viejas costumbres de dichas ferias debían mantenerse. Ello muestra
que éstas datan de mucho tiempo antes de la existencia de dichos títulos, los cuales únicamente
legalizaban la posición del señor feudal o le concedían el monopolio de albergar estas ferias en sus
territorios. Tan importantes eran estas ferias que los mercaderes que acudían a ellas junto con sus

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propiedades se consideraban sagrados. Durante una guerra, las princesas les concedían caminos
seguros por los que se trasladaban y se infringían severos castigos a aquellos que se atrevieran a
atacarlos. La redacción de contratos con los cuales se acordaba pagar las deudas en una u otra feria
eran una práctica muy generalizada. El recibo con el que las deudas eran pagadas se llamaba
pagamentum. La celebración de estas ferias no estaba confinada a la Europa medieval. En la
Antigua Grecia también se celebraban bajo el nombre de panegyris, mientras que en Roma se les
conocía con el nombre de nundinae, nombre que se continuó usando en la Edad Media. Se sabe que
en Mresopotamia y la India también se celebraban. En el caso de México, los historiadores de la
Conquista tienen registros al respecto, y no muchos años atrás, en las ferias de Egipto, esta
costumbre fue del conocimiento de Herodoto.

En algunas ferias no se llevaban a cabo otros negocios más que la liquidación de deudas y créditos,
aunque en la mayoría estaba presente un comercio minorista muy activo. Poco a poco los gobiernos
desarrollaron sus sistemas postales y las poderosas corporaciones bancarias crecieron, lo que
mermó el valor que tenían las ferias como bancos de liquidación. Así, dejaron de ser frecuentadas
con ese propósito y permanecieron por un tiempo más pero sólo como reuniones festivas.

La relación entre la religión y las finanzas es significativa. Es en los templos de Babilonia donde se
han hallado la mayoría, si no es que todos, los documentos comerciales. El templo de Apolo en
Delfos y el de Jerusalén eran en parte instituciones financieras o bancarias. Por su parte, las ferias
de Europa se celebraban en frente de las iglesias y tomaban el nombre de los Santos que se
celebraban en los días próximos a la realización de la feria. En Ámsterdam, el Bourse se establecía
en frente de la iglesia o, si había mal tiempo, al interior de alguna de las iglesias.

En esas viejas ferias había una extraña mezcla de finanzas, comercio, religión y orgías. La última de
las cuales confusamente se mezclaba con las ceremonias parroquiales, lo que provocaba el
escándalo entre los más devotos curas, quiénes se alarmaban por miedo a que la ira del Santo
pudiera visitar a la comunidad gracias a la profanación que se hacía de su santo nombre.

Prevalecen muy pocas dudas en mi mente respecto al origen de todas las ferias como producto de
los festivales religiosos y la liquidación de las deudas, y del comercio que en esos lugares iniciaba
como una consecuencia posterior. Si ello fuese cierto, la conexión entre la religión y el pago de las
deudas es un indicio adicional de la extrema antigüedad del crédito.

El método por el cual el gobierno llevaba las finanzas de sus deudas y sus créditos es
particularmente interesante. Tal y como cualquier individuo particular, el gobierno pagaba mediante
la entrega de reconocimientos de adeudos - órdenes de pago cobrables en la Tesorería Real, o en
cualquier otra dependencia del gobierno o en el banco del gobierno. Esta situación se observa
claramente en la Inglaterra medieval, donde el método usual con el que el gobierno pagaba a sus
acreedores era el de “la recaudación de tarjas” en la Aduana o en otro departamento del gobierno
que fuese generador de ingresos; esto es, se le entregaba al acreedor como reconocimiento del
adeudo contraído con él una tarja de madera. Así, los registros de la Tesorería estaban repletos de
anotaciones como las siguientes: para Thomas de Bello Campo, Conde de Warwick, por varias
tarjas recaudadas este día, conteniendo 500 marcas entregadas al mismo Conde.” “Para ... por una
tarja recaudada este día en el nombre de los Colectores de las pequeñas aduanas en el Puerto de
Londres conteniendo 40 libras esterlinas.” Este sistema no fue abandonado sino hasta comienzos
del siglo XIX.

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Hasta ahora he explicado como estos reconocimientos de adeudo adquirían valor en el caso de las
personas privadas. Ocupados en la compra y venta de mercancías, producimos para vender,
cultivamos la tierra y vendemos sus productos, vendemos nuestro trabajo físico o el trabajo de
nuestra inteligencia o el uso de nuestras propiedades y la única manera en que se nos puede pagar
por los servicios que prestamos es recibiendo de nuestros compradores las tarjas que nosotros
mismos hemos dado en pago de los servicios que hemos recibido de otros.

Pero un gobierno no produce nada que pueda vender y posee muy poca o ninguna propiedad; luego,
¿qué valor tienen las tarjas de los acreedores del gobierno? Ellas adquieren su valor del siguiente
modo. Por ley, el gobierno obliga a cierto número de personas a convertirse en sus acreedores.
Quienes importan bienes del exterior estarán endeudados con el gobierno por cierto monto de lo que
importe, quien sea propietario de tierras le deberá al gobierno cierto monto por acre. Con este
procedimiento, llamado recaudación de impuestos, el gobierno obliga a estas personas a asumir la
posición de deudores del gobierno y, en teoría, deberán buscar a los tenedores de las tarjas u otros
instrumentos que reconozcan un adeudo del gobierno. Una vez que los encuentren deberán obtener
estas tarjas mediante la venta de alguna mercancía o la prestación de un servicio. Cuando estas
tarjas hayan regresado a la Tesorería del gobierno, los impuestos se habrán pagado. Para ver que tan
cierto puede ser lo anterior basta con examinar los registros de los alguaciles de Inglaterra del
pasado. Ellos actuaban como recolectores de los impuestos internos y tenía que traer sus ingresos
periódicamente a Londres. La mayoría de sus recaudaciones siempre consistían en tarjas de la
Tesorería, y aunque, por supuesto, se encontraban con frecuencia algunas monedas, la mayor parte
de la recaudación estaba conformada por tarjas.

La creencia general de que la Tesorería era el lugar en el que el oro y la plata se recibían,
almacenaban y se pagaba es absolutamente falso. Prácticamente el negocio de la Tesorería consistía
en expedir y recibir las tarjas, comparar las tarjas y las contra-tarjas (el stock y el stub como las dos
partes eran llamadas), en llevar la contabilidad de los deudores y los acreedores del gobierno y en
cancelar las tarjas una vez que estas retornaban a la Tesorería. Esta institución era, de hecho, el gran
banco de liquidación de los créditos y las deudas del gobierno.

Ahora podemos entender el efecto de las mutaciones de la “monnaie”, que mencioné como uno de
los expedientes financieros de los reyes de la Francia medieval. Las monedas que ellos emitían eran
signos de adeudos con las que ellos efectuaban pequeños pagos, como los salarios diarios de los
soldados y navegantes. Cuando arbitrariamente reducían el valor oficial de sus monedas-signo ellos
reducían en el mismo el valor de los créditos que sobre el gobierno mantenían los tenedores de
dichas monedas. El anterior era simplemente un método de tributación duro y presto, el cual al
extenderse a un mayor número de personas no era injusto, suponiendo que no se abusara de él.

Los contribuyentes de aquellos tiempos no tenían que buscar, de hecho, a los poseedores de las
tarjas que representaban adeudos del gobierno. Solamente tenían que buscar a aquellos que
mantenían las órdenes de pago cobrables en el Banco de Inglaterra. Ello se realizaba a través de los
banqueros, quienes desde los tiempos más antiguos han sido siempre los agentes financieros de los
gobiernos. En Babilonia eran los Hijos de Egibi y los Hijos de Marashu, en la Europa medieval eran
los judíos y los banqueros genoveses y florentinos.

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Hay muy pocas dudas respecto a si la banca fue llevada a Europa por los judíos de Babilonia,
quienes se diseminaron por las colonias griegas de la costa Asiática, para después establecerse en la
Grecia continental y en los pueblos de la costa del norte de África mucho tiempo antes de la era
Cristiana. Posteriormente viajaron hacia el Oeste y se establecieron en las ciudades de Italia, Galia y
España antes o poco tiempo después de la era Cristiana. A pesar de que los historiadores no creen
que hayan podido llegar a Bretaña hasta los tiempos de la conquista romana, a mí me parece muy
probable que los judíos de la Galia hayan tenido sus agentes en los pueblos de las costas inglesas y
que las primeras monedas británicas hayan sido principalmente producto suyo.

La unidad monetaria es una denominación arbitraria con la cual las mercancías son medidas en
términos de crédito y que sirve como una medida más o menos precisa del valor de todas las
mercancías. Las libras, los shillings y los pences son solamente el a, b, c del álgebra; donde a=20,
b=240c. el origen de los términos que usamos es conocido. Puede ser que en algún momento se
hayan empleado para hacer referencia a alguna cantidad o peso de cierta mercancía. Si así fue, ello
no marca ninguna diferencia para el hecho de que en la actualidad y para un sinnúmero de
generaciones atrás, ellas no representaron a mercancía alguna. Pero asumamos que la unidad
monetaria alguna vez representó a cierta mercancía. Supongamos, por ejemplo, que al comienzo
algún mercader pensó en mantener las cuentas de sus clientes en términos de cierto peso de la plata,
llamada shekel, término muy usado en la antigüedad. La plata era, por supuesto, una mercancía
como las demás; no existía una ley para las monedas corrientes y nadie estaba obligado a pagar sus
deudas con plata ni a recibir como pago de sus créditos a este metal. Las deudas y los créditos eran
descontados entre sí como lo son ahora. Supongamos que un ciento de bushels de maíz y un shekel
de plata tenían el mismo valor. Luego, en tanto el precio de los dos no variara todo estaría bien. Un
hombre que le llevara al mercader un shekel de plata o un ciento de bushels de maíz obtendría a
cambio de cualquiera de las dos, un crédito equivalente a un shekel. Pero si por alguna razón el
valor de la plata disminuyera, de manera tal que el ciento de bushels de maíz se intercambiarían
ahora no por un shekel de plata sino por 1 1/10, ¿qué es lo que sucedería? Acaso todos los
acreedores del mercader de repente perderían una parte de sus créditos en shekels de plata y los
deudores del mercader ganarían en la misma proporción aún y cuando muchas de sus transacciones
no tengan nada que ver con la plata. Obviamente no; luce complicado que los acreedores quieran
aceptar una pérdida del 10% en su dinero sólo porque el mercader se le haya hecho fácil llevar su
contabilidad en términos de shekels. Esto es lo que ocurriría: el propietario de un shekel de plata, la
mercancía cuyo precio ha bajado, sería informado por el mercader de que la plata se ha ido a
descuento y que sólo recibirá en el futuro 9/10 de shekel de crédito por cada shekel de plata. El
shekel de crédito y el shekel que es una medida de peso de la plata dejarían de ser iguales. Así, una
unidad monetaria llamada shekel habrá surgido sin guardar una relación fija con el peso del metal
cuyo nombre lleva, con lo que las deudas y los créditos de los mercaderes y sus clientes se verán
inalterados por los cambios en el valor de la plata. Un autor reciente da un ejemplo de lo anterior
cuando menciona un caso en el que la contabilidad era llevada con pieles de castor. La piel de
castor empleada para la contabilidad permanecía fija y era equivalente a dos shillings; mientras que
la piel de castor real variaba en su valor y valía el equivalente a varias pieles de castor “de cuenta”.

Nuestra moderna legislación que fija el precio del oro no es más que un remanente de aquella teoría
de finales de la Edad Media en la que la desastrosa variabilidad de la unidad monetaria tenía una
misteriosa conexión con el precio de los metales preciosos. De lo anterior se desprendía que si el
precio se podía controlar y hacerlo invariable, la unidad monetaria también se mantendría fija.
Resulta complicado para nosotros el imaginarnos la situación prevaleciente en aquellos tiempos. La

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gente observaba con frecuencia como los precios de las mercancías que cubrían las necesidades
diarias aumentaban con gran rapidez; con lo que día a día no se sabía con certeza si los ingresos que
se percibían alcanzarían para comprar dichas mercancías. Al mismo tiempo, la gente veía como los
precios de los metales preciosos también se elevaban y las monedas hechas con un alto grado de oro
o plata se adquirían pagando una prima, mientras aquellas que circulaban a su valor anterior eran
reducidas en su peso mediante un recorte. Para ellos, la conexión entre estos fenómenos era
evidente y la caída en el valor del dinero era atribuida, naturalmente, al aumento en el valor de los
metales y en la consecuente deplorable situación de la acuñación. Confundieron el efecto con la
causa y nosotros hemos heredado esa equivocación. Se han efectuado muchos intentos por regular
el precio de los metales preciosos, pero hasta el siglo XIX, todos han fracasado.

La principal causa de las perturbaciones monetarias de la Edad Media no eran los aumentos en el
precio de los metales preciosos sino la caída del valor de la unidad de crédito, gracias a los estragos
causados por la guerra, la peste y las hambrunas. Difícilmente podemos imaginarnos hoy las
aterradoras condiciones en las que quedó Europa por estas tres calamidades. Un historiador describe
las condiciones en Francia en los siglos XIV y XV de la siguiente manera:

“La destrucción que los ejércitos ingleses causaban en tierras hostiles eran terribles, los
saqueos de las tropas francesas en su propio país no eran menos terribles y la desolación que
las bandas errantes de soldados medio disciplinados y ladrones por instinto eran aún más
terribles. Pero entre las más terribles de todas estaban las bandas de criminales que eran
liberados de las prisiones para hacer toda clase de perversidades y las bandas de campesinos
enfurecidos tras ser despojados de sus hogares y que salían de las cuevas o de los bosques
que les habían servido de refugio para quemar todo aquello que las tropas no habían
terminado de destruir. No hacían distinciones de sexo, edad o posición social - no había
diferencia alguna entre amigo o enemigo. En ningún otro tiempo, la historia de Francia la
miseria era tan universal y vasta ... desde el Somme hasta las fronteras con Alemania, una
distancia de 300 millas, la nación entera estaba en un laberinto de espinas y matorrales. La
gente había perecido o había huido en busca de refugio y protección hacia las villas para así
escapar de los crueles ultrajes que cometían los hombres armados. Difícilmente encontraron
la protección que buscaban; las villas sufrieron así como lo hicieron los distritos
provinciales. Las hordas de lobos, conducidos por la falta de alimento en los bosques,
buscaban a sus presas en las calles ... La guerra detrás de los muros estimulaba la ferocidad
de la guerra que se vivía al interior de dichos muros, la hambruna seguía de cerca los pasos
de la guerra, extraños males y enfermedades, que los cronistas de esos tiempos han agrupado
bajo los nombres de “muerte negra” o “plaga”, nacieron del hambre que se vivía y
traspasaron las más altas barreras, penetraron en los muros más fuertes y corrieron
desenfrenadamente por las sobre pobladas ciudades. Dos tercios de la población de Francia,
se ha calculado, ante el terrible castigo de la guerra, la peste y el hambre”.

Los sufrimientos padecidos en el siglo XV difícilmente fueron menos terribles que aquellos que se
padecieron en el siglo XVI. Una muestra de lo ocurrido en Inglaterra difiere muy poco de lo
ocurrido en Francia.

“Mientras que las provincias del norte, más allá de los muros de Lancaster y las riberas de
Mersey en un lado de Inglaterra, y por los puentes de York y la boca del Humber por el otro,
estaban siendo saqueadas por los escoceses, a la vez que los franceses, los flamencos, los

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escoceses y otros piratas quemaban los pueblos y mataban a los habitantes del Este, en las
costas Oeste y Sur de Inglaterra dos enemigos estaban sueltos. El hambre y la peste, frutos
de la guerra, destruyeron aquello que los hombres no alcanzaron a hacer.”

Una y otra vez el país era barrido por hambrunas y plagas, y la morriña terminó por desaparecer los
ganados. No sólo era en estos tiempos antiguos que tan terribles calamidades sucedían. Las
condiciones de Alemania al final de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) era poco menos
detestable que aquella que habían sufrido Inglaterra y Francia en el siglo XIV. Las compras se
pagaban con las ventas o, en otras palabras, las deudas eran pagadas con créditos y, como lo
mencioné anteriormente, el valor de un crédito depende de que el deudor sea también un acreedor.
En una situación como la que acabo de describir (aunque no debe pensarse que no hubo intervalos
de prosperidad), el comercio estaba prácticamente estancado y los créditos tenían muy poco valor.
Al mismo tiempo, los gobiernos habían acumulado grandes deudas para mantener a sus ejércitos y
continuar con sus operaciones bélicas y eran incapaces de recaudar los impuestos que les debían ser
pagados. Resultaba imposible que bajo tales condiciones el valor del crédito (en otras palabras, el
valor de la unidad monetaria) no descendiera. Resulta innecesario buscar en depreciaciones
arbitrarias e imaginarias de la acuñación la explicación de este fenómeno.

El lector objetará que cualesquiera que hayan sido las prácticas y las teorías científicas en el pasado,
actualmente usamos el oro para efectuar pagos aparte del uso de instrumentos de crédito. Un dólar o
una libra esterlina de oro (sovereign), dirá el lector, son de cierto peso en oro y nosotros estamos
legalmente autorizados para pagar nuestras deudas con ellos.

Pero, ¿cuáles son los hechos? Examinemos la situación aquí en los Estados Unidos. El gobierno
acepta todo el oro de una fineza clásica y da a cambio monedas de oro peso por peso, o certificados
de papel representando a dichas monedas. Ahora, la impresión general es que el único efecto de
transformar el oro en monedas es el de dividirlo en piezas de cierto peso y estampar en ellas la
marca del gobierno garantizando su peso y su fineza. Pero, ¿en realidad es esto todo lo que se ha
hecho? De ningún modo. Lo que realmente ha sucedido es que el gobierno ha puesto en las piezas
de oro una marca que lleva la promesa de que dichas piezas serán recibidas por el gobierno para el
pago de impuestos o el de otras deudas que se tengan con él. Al emitir una moneda, el gobierno ha
incurrido en una obligación para con el poseedor de ésta, tal y como hubiese ocurrido si el primero
hubiese realizado una compra - ha incurrido en la obligación de otorgar un crédito a través de la
tributación o, de otra manera, para la amortización de la moneda y, así, permitirle a su poseedor
obtener valor por su dinero.

En virtud de la marca que porta, el oro ha cambiado su carácter de ser una simple mercancía a ser
un signo de endeudamiento. En Inglaterra, el Banco de Inglaterra compra el oro y da a cambio
monedas o notas bancarias o un crédito en sus libros. En los E.U., el oro es depositado en la Casa de
Moneda y el depositante recibe a cambio, ya sea monedas o certificados de papel. El vendedor y el
depositante reciben por igual un crédito, el primero en el banco oficial y el otro directamente en la
tesorería del gobierno. el efecto es precisamente el mismo en ambos casos. La moneda, el
certificado de papel, las notas bancarias y el crédito en los libros del banco son todos idénticos en su
naturaleza, cualesquiera que sea la diferencia en la forma o en el valor intrínseco. Una gema
inapreciable o un pedazo de papel carente de valor pueden ambos ser igualmente signos de deuda,
en tanto el receptor sepa lo que éstos representan y el donador reconozca su obligación de
retomarlos en pago de una deuda que venza.

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El dinero es, entonces, crédito y nada más que crédito. El dinero de A es la deuda que B tiene con
él, y cuando B paga su deuda, el dinero de A desaparece. Lo anterior es la totalidad de la teoría del
dinero.

Las deudas y los créditos están perpetuamente tratando de entrar en contacto unas con los otros,
para así poderse descontar entre ellos, y es el negocio del banquero el juntar a ambos. Ello lo realiza
de dos maneras: descontando letras u otorgando préstamos. El primero es el método más viejo y en
Europa la mayor parte del negocio bancario consiste en descuentos, mientras que en los E.U. el
procedimiento más común es el otorgamiento de préstamos.

El proceso del descuento de letras es como sigue: A le vende bienes a B, C y D, quienes, por lo
tanto, se convierten en deudores de A y le otorgan su reconocimiento de adeudo, que técnicamente
se llama letra de cambio o letra. Ello quiere decir que A adquiere un crédito sobre B, C y D. A
compra bienes de E, F y G y les da su letra a cada uno en pago por dicha compra. Ello equivale a
decir que E, F y G han adquirido créditos sobre A. si B, C y D pudiesen venderle bienes a E, F y G
y recibir en pago las letras otorgadas por A, entonces podrían presentarle estas letras a A y así
liberarse de su deuda. En tanto el comercio tenga lugar en un pequeño círculo, digamos en una villa
o un pequeño grupo de villas cercanas, B, C y D serán capaces de obtener las letras en posesión de
E, F y G. Pero tan pronto como el comercio se expande y distintos deudores y acreedores viven
apartados y se mantienen desconocidos entre ellos, resulta obvio que sin un sistema centralizador de
deudas y créditos el comercio no podría continuar. Luego, surge el mercader o banquero, siendo
este último una variedad más especializada del primero. El banquero compra de A las letras que ella
mantiene de B, C y D, con lo que ahora A se convierte en acreedor del banquero y éste último se
convierte en el acreedor de B, C y D. El crédito de A sobre el banquero es llamado depósito y A es
llamado depositante. E, F y G también le vendieron al banquero las letras que mantenían sobre A y,
cuando éstas se acercan a su vencimiento, el banquero le carga a A por el monto de dichas letras,
cancelando así el crédito que ésta tenía con el banquero. Las deudas y créditos de A han sido
“liquidadas” y su nombre se retira de los libros del banquero, dejando a B, C y D como deudores
del banco y a E, F y G como los correspondientes acreedores. Mientras tanto, B, C y D continúan
haciendo negocios y como pago por sus ventas reciben letras sobre H, I y K. Cuando sus letras
originales, mantenidas por el banquero, llegan a su vencimiento le venden al banquero las letras que
H, I y K les han dado. Así, sus créditos y deudas son “liquidados”y sus nombres retirados, dejando
a H, I y K como deudores y a E, F y G como acreedores del banco. La letra moderna es el
descendiente lineal de la tara medieval y la más antigua tabla de barro babilónica.

Ahora veamos como el mismo resultado se obtiene mediante un préstamo en lugar de tomar la letra
del comprador y venderla al banquero. En este caso, la operación bancaria en lugar de ser la
continuación de la venta y la compra, se anticipa a éstas. B, C y D antes de comprar los bienes que
necesitan llegan a un acuerdo con el banquero en el que éste se encarga de convertirse en el deudor
de A, mientras que los demás acuerdan convertirse en los deudores del banquero. Una vez llegados
a este acuerdo, B, C y D le compran a A y, en lugar de darle sus letras que después ella vendería al
banquero, le dan una letra directa del banquero. Estas letras de cambio sobre el banquero son
llamadas cheques u órdenes de pago.

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Es evidente que la situación así creada es precisamente la misma cualquiera que sea el
procedimiento adoptado. Las deudas y los créditos son liquidados de la misma manera en ambos
casos. Lo único distinto son las pequeñas diferencias existentes en el mecanismo, eso es todo.

Existe, por lo tanto, una circulación constante de deudas y créditos por medio del banquero, quien
los apareja y los liquida en tanto las deudas llegan a su vencimiento. Esta es toda la ciencia que
encierra la banca, tal y como era 3000 años antes de Cristo y tal y como es actualmente. Entre los
economistas está presente un error muy común, que es el suponer que el banco fue originalmente un
lugar seguro para depositar en ellos el oro y la plata, y cuyo propietario podía retirar a su voluntad.
La idea es totalmente errónea y puede comprobarse remitiéndose al estudio de los bancos antiguos.

Cualquiera que sea el tipo de transacción que examinemos, comercial o financiera, ya sea la compra
de vegetales en el mercado o la concesión de un préstamo por un gobierno por un monto de un
billón de dólares, encontramos en ellas el mismo principio: ya sea que un viejo crédito se transfiera,
o se creen nuevos y un Estado o un banquero o un campesino es próspero o esté en bancarrota, en la
medida en que este principio se observe o no, las deudas llegadas a su vencimiento deberán hacerse
frente con créditos disponibles en el mismo momento.

El propósito de todo buen banquero es el ver que al final de cada día de operaciones, sus deudas con
otros banqueros no excedan a sus créditos con esos mismos y en suma con el monto de “dinero
lícito” o créditos sobre el gobierno en posesión suya. Este requerimiento limita el monto de dinero
que tiene que “prestar”. El banquero sabe de manera muy precisa, por experiencia, el monto de
cheques que tendrá que presentar como pago a otros banqueros y el monto de éstos que le
presentaran para pagarle. Él se negará a comprar letras o prestar dinero - esto es, se negará a incurrir
en obligaciones presentes a cambio de recibir pagos en el futuro- si, al hacerlo, va a arriesgarse a
que en un mismo día tenga más deudas que créditos disponibles para pagarlas. Debe recordarse que
un crédito con vencimiento en un tiempo futuro no puede ser liquidado inmediatamente con una
deuda de otro banquero. Las deudas y los créditos a descontarse deben vencer al mismo tiempo.

Popularmente se le presta demasiada atención a lo que en Inglaterra se le llama el efectivo en mano


y en los Estados Unidos las reservas, esto es, el monto de dinero lícito en posesión del banco. Y
generalmente es supuesto que en el orden natural de las cosas, el poder de préstamo y la solvencia
del banco dependen del monto de dichas reservas. De hecho, y ello no puede ser establecido de
manera muy clara y enfática, estas reservas de dinero lícito no tienen, desde el punto de vista
científico, mayor importancia que cualquier otro activo de los bancos. Son créditos como cualquiera
otros y, ya sean el 25%, o el 10%, o el 1%, o el 0.25% del monto de los depósitos, en el extremo,
ello no alterará la solvencia del banco y, resulta desafortunado que la legislación de los E. U. le de
tanta importancia a las reservas, misma que nunca debe haber tenido. Una legislación de ese tipo
era, sin duda, debida a la apreciación equivocada que ha crecido en nuestros días y que señala que
un depositante tiene el derecho de obtener su depósito pagado en dinero o en “dinero lícito”. No
estoy enterado de la existencia de alguna ley que expresamente les de a los depositantes tal derecho
y, bajo condiciones normales, no deberían tenerlo. Un depositante vende a su banquero su derecho
sobre alguien más [7] y, propiamente hablando, su único derecho en tanto el banquero es solvente
es el de transferir su crédito a alguien más, debiendo este último aceptar. Pero las leyes dela moneda
corriente que en la mayoría de los países [8] se han adoptado, han producido consecuencias
indirectas, las cuales no se habían previsto. El propósito de tales leyes no era el hacer del oro o de la
plata un patrón de pagos sino simplemente para hacer que los acreedores no se rehusaran a recibir

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en pago de sus créditos las monedas emitidas por el gobierno al valor oficial puesto en ellas, sin
importar el metal del que estuviesen fabricadas. De ninguna manera, la razón de estas leyes fue la
de proporcionar medios legales de pago de deudas, sino mantener el valor de las monedas, las
cuales, como ya he explicado, estaban sujetas a una constante fluctuación ya fuese porque los
gobiernos las emitían a un valor y las aceptaban a otro, o por razones de insolvencia de parte del
gobierno, dadas sus excesivas deudas.

La discusión sobre cuál puede ser el efecto legal de tales leyes se la dejaremos a los abogados. El
efecto práctico en la mente del público es lo que nos concierne. Es natural que en países como
Inglaterra y los E. U. la moneda patrón sea cierto peso en oro. Una ley que estipule que los
acreedores deban aceptar estas monedas o su equivalente en notas para la completa satisfacción de
sus deudas y sin mencionar ningún otro método para liquidar una deuda debe de engendrar en la
mente del público la idea de que ésa es la única vía legal de liquidar deudas y que, en consecuencia,
el acreedor está autorizado para demandar monedas de oro.

El efecto de esta impresión es particularmente desafortunada. Cuando la sospecha surge en la mente


de los depositantes, éstos inmediatamente demandan el pago de sus créditos en monedas o su
equivalente, llamémosle el crédito sobre el banco del Estado, o en “dinero lícito” - una demanda
que no puede ser satisfecha y cuyo resultado es el aumento del pánico al diseminarse la idea de que
el banco es insolvente. Consecuentemente, al comienzo de una estrechez, cada banco intenta forzar
a sus deudores a pagar sus deudas en monedas o en créditos sobre el gobierno, y estos deudores, a
su vez, hacen lo mismo con sus deudores y para protegerse se ven obligados a reducir su gasto lo
más que se pueda. Cuando esta situación se generaliza, la compra y venta se restringe dentro de
parámetros muy limitados y, al ser únicamente mediante la compra que los créditos pueden
reducirse y mediante la venta que las deudas pueden pagarse, resulta que todos claman por el pago
de sus deudas y nadie puede pagar las propias pues nadie puede vender. Por lo tanto, el pánico se
mueve dentro de un círculo vicioso.

La abolición de la ley de la moneda corriente podría ayudar a mitigar tales situaciones al hacer que
todos se dieran cuenta que, una vez que uno se ha convertido en depositante en un banco, lo que
uno ha hecho ha sido vender nuestro crédito al banco y que no estamos autorizados a demandar el
pago de éste en monedas u obligaciones del gobierno. bajo condiciones normales, un banquero
podría mantener solamente las monedas o créditos sobre el gobierno suficientes para satisfacer
aquellos que sus clientes deseen, tal y como un hacedor de botas mantiene un acervo de botas de
diferentes variedades suficiente para las condiciones normales de su negocio; y el banquero no
podrá pagarle a todos sus depositantes en efectivo así como el hacedor de botas no podría abastecer
de botas de una variedad a todos sus clientes si una demanda de este tipo se presentara. Si los
banqueros mantienen un suministro de efectivo mayor al que normalmente se requiere, se puede
deber a que existe una ley que así los obligue, como en los E. U., o porque un gran suministro de
efectivo le da confianza al público respecto al grado de solvencia del banco, dada la idea que
considera la necesidad del mantenimiento de una “base metálica” para los préstamos o por la idea
de que podría presentarse repentinamente una demanda anormal de pago de depósitos en esta
forma.

Probablemente sería difícil decir hasta que grado las leyes de la moneda corriente pueden resultar
exitosas en mantener el valor real o aparente de las monedas o notas. No parecen haberlo hecho en
los días de la Colonia y, sin duda Chief Justice Chase en su disidente opinión en los famosos casos

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de la moneda corriente de 1872, expresaba su punto de vista en cuanto a que el efecto de dichas
leyes sería el contrario del que se pretendía obtener; es decir, que en vez de mantener el valor de las
notas gubernamentales la ley tendería a disminuirlo. Como quiera que ello sea, y no concuerdo con
lo expresado por el Sr. Chase, me parece que tales leyes eran innecesarias para el mantenimiento de
una unidad monetaria en un país con unas finanzas conducidas de manera adecuada. “La
aceptabilidad de las deudas pagaderas del gobierno “, para usar la expresión del Sr. Chase, en
relación con las notas inconvertibles es el verdadero soporte de la moneda y no las leyes de la
moneda corriente. Pero de argumentarse que resulta por lo menos necesario que el gobierno provea
de cierto “dinero” estándar al cual los acreedores estén obligados a aceptar en pago de las deudas y
así evitar disputas sobre la naturaleza de la satisfacción que recibirá por la deuda. Mas en la práctica
ninguna dificultad se ha experimentado por ese motivo. Cuando un acreedor quiere su deuda
pagada, lo que usualmente quiere decir es que quiere cambiar de deudor, esto es, que quiere un
crédito sobre un banquero para usarlo con facilidad o mantenerlo sin uso pero seguro. El acreedor,
por lo tanto, insiste en que cada deudor privado deberá, cuando la deuda llegue a su vencimiento,
transferirle un crédito sobre un banquero respetable; y cada deudor solvente puede satisfacer a su
acreedor de esta manera. Ninguna ley es requerida para ello, el negocio se regula por sí mismo de
manera automática.

Durante la suspensión de los pagos en especie en Inglaterra por más de veinte años, de 1797 a 1820,
no hubieron monedas de oro en circulación. su lugar fue tomado por notas del Banco de Inglaterra
que no eran monedas legales y cuyo valor constantemente variaba en términos del oro. Con todo,
ninguna dificultad se observó y el comercio continuó como siempre. China (y creo yo que otros
países asiáticos)difícilmente podría haber continuado con su comercio sin tal ley, si esta hubiese
sido de importancia material.

En ninguna cuestión bancaria existe mas confusión de ideas que en la determinación de la


naturaleza de una nota bancaria. Generalmente se supone que es un sustituto del oro y, en
consiguiente, se considera que, para la seguridad de dichas notas, su emisión debe ser estrictamente
controlada. En los E. U. se dice que la emisión de notas bancarias está “basada en” la deuda del
gobierno y en Inglaterra se dice que están “basadas en” el oro. Se cree que su valor depende en
helecho de que son convertibles en oro, pero aquí nuevamente la historia desaprueba a la teoría.
Cuando, durante el período apenas mencionado, el pago en oro de las notas del Banco de Inglaterra
fue suspendido y el famoso Comité de Cambios se vio forzado a reconocer que el patrón de oro
dejaba de existir, el valor de la nota en el país no se vio afectado como lo corroboran varios testigos
de gran experiencia en los negocios. Si el oro se vendía a una prima y el valor de intercambio de la
nota bancaria inglesa junto con todo el dinero inglés se desplomó, ello se debió, como lo prueba
ampliamente Thomas Tooke en su famosa “Historia de los Precios”, al hecho de que los enormes
gastos militares de Gran Bretaña en el exterior así como las subvenciones hacia países extranjeros
habían acumulado una carga de deuda que excedía por mucho a sus créditos en aquellos países, y
una caída en la libra inglesa en términos del dinero de otros países era el resultado obligado.
Cuando la deuda se liquidó gradualmente, el precio del oro cayó en términos de la libra esterlina.

De nueva cuenta, cuando por muchos años el dinero griego estaba a descuento en el extranjero, ello
se debía al excesivo endeudamiento de Grecia con dichos países. Lo que hizo más que cualquier
otra cosa por gradualmente restablecer la paridad fueron los depósitos pagados en bancos griegos
provenientes de los ahorros de los inmigrantes griegos en E. U., y que constantemente se
incrementaban. Estos depósitos constituían una deuda que los E. U. debían pagar a Grecia y que se

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descontaban de los pagos periódicos que Grecia tenía que hacerle a los E. U. por concepto de su
deuda externa.

Por el contrario, en los Estados Unidos, en los tiempos de la depreciación de los billetes del
gobierno (greenbacks), el dinero se depreciaba en el propio país gracias al excesivo endeudamiento
del gobierno con los habitantes del país. Una nota bancaria no difiere de manera esencial de la
anotación que se hace cuando se registra un depósito en el banco. Como cualquier otra anotación, es
el reconocimiento de un adeudo del banco y como cualquier reconocimiento de este tipo, es una
“promesa de pago”. La única diferencia entre la anotación de un depósito y la nota bancaria es que
una está escrita en un libro de contabilidad y la otra en una hoja suelta, la primera contiene el
nombre del depositante y la segunda está a nombre “del portador”. Ambos métodos de registro de
deudas del banco tienen su uso particular. En el primero, el depósito en su totalidad o una porción
de éste puede ser transferido mediante una orden de pago, mientras que en el segundo sólo una
porción fija de él puede transferirse simplemente pasando el recibo de una mano a otra.

La teoría cuantitativa del dinero ha incitado a todos los gobiernos a regular la emisión de notas para
prevenir una sobre emisión de dinero. Pero esta idea de que algún peligro acecha con las notas
bancarias carece de fundamentos. El tenedor de una nota bancaria es simplemente un depositante en
un banco, y la emisión de notas es simplemente una conveniencia para los depositantes. Las leyes
que regulan la emisión de notas bancarias pueden hacer tan elásticas las limitaciones como para no
producir efecto alguno, en cuyo caso son inservibles. O simplemente se pueden limitar a ser una
verdadera inconveniencia para el comercio, en cuyo caso son una molestia. El intentar la regulación
de la banca a través de limitar la emisión de notas es confundir por completo la problemática de la
banca. El peligro reside no en las notas bancarias sino en la banca imprudente o deshonesta. Una
vez que se asegure que la banca será conducida por gente honesta y con un entendimiento adecuado
de los principios del crédito y las deudas, la cuestión de la emisión de notas se resolverá por sí sola.
El comercio, repito, nunca ha tenido que ver con los metales preciosos y si fueran a desaparecer
todas las piezas de oro y plata en el mundo, éste seguiría su curso sin ningún otro efecto que
lamentar la pérdida de tan valiosas propiedades. El mito del oro, apareado con la ley de la moneda
corriente, ha alentado el sentimiento de que existe una virtud peculiar en el banco central. Se
supone que este debe cumplir con una importante función al proteger el acervo de oro de un país.
Este es, tal vez, un buen lugar para explicar lo que realmente se ha logrado cuando, después de
siglos de esfuerzos intelectuales para fijar el precio de los dos metales preciosos, los gobiernos de
Europa tuvieron éxito en fijar el precio del oro, o al menos mantenerlo dentro de estrechos límites
de fluctuación.

Fue en el año de 1717 cuando el precio del oro se fijó por ley a su valor presente en Inglaterra, un
poco por encima de su valor de mercado. Pero no fue sino hasta e fin de las Guerras Napoleónicas
que el metal obedeció el mandato real por cierto lapso de tiempo, y cuando lo hizo ello fue por dos
razones: la gran estabilidad en el valor del crédito y el asombroso aumento en la producción de oro
durante el siglo XIX. La primera de estas causa fue resultado de la desaparición de las plagas y las
hambrunas, así como de la mitigación de los saqueos que acompañaban a las guerras y la mejor
organización de los gobiernos, en particular en lo que toca a sus finanzas. Estos cambios produjeron
una prosperidad y una estabilidad en el valor del crédito - especialmente el del gobierno-
desconocido en tiempos anteriores. La segunda causa impidió cualquier apreciación en el valor de
mercado del oro y la obligación contraída por el Gobierno y el Banco de Inglaterra de comprar oro
en cualquier cantidad a un precio fijo y venderlo de nuevo a, prácticamente, el mismo precio

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impidió su depreciación. De no haber hecho lo anterior, seguramente el precio de mercado del oro
no habría sido, como lo es ahora, de £3.17.10 1/2 por onza. Por algunos años, sin duda, tras la
reasunción en Inglaterra de los pagos en efectivo, el oro cayó a £3.17.6 por onza.

Los gobiernos del mundo han, de hecho, conspirado de manera conjunta para acaparar el oro y
mantenerlo a un precio prohibitivo que ha redundado en grandes ganancias para los propietarios de
minas y en grandes pérdidas para el resto de la humanidad. El resultado de esta política es que
billones de dólares valederos en oro están almacenados en las bóvedas de los bancos y las
tesorerías, en esos nichos de donde nunca emergerán hasta que una política más racional sea
adoptada. Las limitaciones de espacio me obligan a terminar este artículo y guiar mis reflexiones
hacia otras cuestiones interesantes y a las que la teoría crediticia del dinero da origen. Tal vez las
más importantes de ellas se refieren a la relación íntima que existe entre los sistemas monetarios y
el aumento de los precios.

En épocas futuras se reirán de aquellos que actualmente aprisionaron al oro en calabozos bajo la
creencia de que estaban actuando conforme a una elevada ley económica y que estaban
incrementando la riqueza y la prosperidad del mundo. Lo anterior constituye una extraña decepción
para una generación que se ufana de sus conocimientos en Economía y las Finanzas, los cuales
esperemos, no sobrevivan. Una vez que los metales preciosos sean liberados de sus ataduras legales
que carecen de valor en la época en que vivimos, quién sabe qué usos estarán reservados para ellos
y que sean en beneficio del mundo entero.

NOTAS

1. El mismo fenómeno de más de una unidad monetaria al mismo tiempo es común en épocas
anteriores.
2. El Gras Tournois del siglo XIII. Sin embargo, no permaneció por mucho tiempo con el valor
de un sou.
3. Curioso para aquellos que mantuvieron la teoría metálica del dinero. de hecho es muy
simple, a pesar de que aquí no tengo espacio para explicarlo.
4. En la modernidad, los estatutos de limitación han pasado sometiendo la permanencia de los
créditos a ciertas limitaciones. Pero ellos no han afectado al principio, al contrario, lo han
confirmado.
5. Su uso no fue completamente abandonado sino hasta el comienzo del siglo XIX:
6. De aquí que el término “stock” signifique “capital”.
7. Este contrato en la ley romana se llamaba “mutuum”.
8. China, un gran país comercial, no tiene tales leyes. Estas parecen ser una invención europea.

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