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Presenta

Cine B

De bajo presupuesto, de mal gusto,

escandaloso o simplemente malo


Ediciones El Lado Oscuro, 2015
ladooscuroblog@hotmail.com
esthervampire.blogspot.com.es
Editado por El Lado Oscuro

© El Lado Oscuro, todos los derechos reservados.


© De los relatos: Sus respectivos autores.
© Fotografía: Witterstaetter Writes
© Portada: Esther Galán Recuero
Primera edición: Abril de 2015
Corrección: Andrea Fernández, M.A. Álvarez, Maria Crochet, Sandra Álvarez Garrido
Maquetación por Esther Galán Recuero

Nº de Registro: 1601116223698

Licencia Creative Commons


Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual (by-nc-sa)
No se permite un uso comercial de la obra original ni de las posibles obras derivadas, la distribución de
las cuales se debe hacer bajo licencia igual a la que regula la obra original.
Índice

Prólogo ................................................................................................................................................. 7

Un puñado de zombies hambrientos os devorarán el cerebro ............................................................. 8

To Ricky with love ............................................................................................................................ 16

Mamá, no mates a Henry ................................................................................................................... 28

El ataque de las criaturas ................................................................................................................... 39

Frankental .......................................................................................................................................... 47

Killer Frogs (El ataque de las Ranas Mutantes) ................................................................................ 57

Equipo Justicia ................................................................................................................................... 66

Primera Necesidad ............................................................................................................................. 76

La noche de la calabaza ..................................................................................................................... 84

Un tipo con estrella ............................................................................................................................ 94

La oscuridad primigenia .................................................................................................................. 101

El ataque de las coles del espacio .................................................................................................... 112

Trotaescamas ................................................................................................................................... 129

El Cráter en la Luna ......................................................................................................................... 139

La cabeza del inodoro ...................................................................................................................... 146

Los guerreros de Turalón y la profecía de los resucitados .............................................................. 153

Ya estamos aquí ............................................................................................................................... 165

Horizonte 6 El último viaje de La Dama ......................................................................................... 175

Caos Fecal ........................................................................................................................................ 183

Asteroide 9 ....................................................................................................................................... 191

La venganza de los vampiros miopes .............................................................................................. 202

Trend Hunter .................................................................................................................................... 209


Oráculo............................................................................................................................................. 222

Rentokil............................................................................................................................................ 230

Los colores de Alfa Centauri ........................................................................................................... 239

Los Monos Reptil del Doctor Kerome ............................................................................................. 248

Inmortal............................................................................................................................................ 259

La melancólica muerte de Bobby, el chico mutante ........................................................................ 271

Los seres .......................................................................................................................................... 279

El desierto perpetuo ......................................................................................................................... 286

El Extraño Insecto............................................................................................................................ 293

Agradecimientos .............................................................................................................................. 301

Lista de relatos y autores ................................................................................................................. 302


Prólogo
"La ciencia ficción trata de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas
circunstancias. Esto es, en esencia, un juicio arriesgado, puesto que no es posible saber objetivamente
lo que es posible y lo que no lo es, creencias subjetivas por parte del autor y del lector"

Phillip K. Dick

Entre uno de los géneros más amados se encuentra la Ciencia Ficción. Tan alabado y a la vez temido,
pues es considerado uno de los géneros más complejos a la hora de escribirlos; ya no sólo por la
inventiva que tienen muchas de las historias que lo forman, sino por la amplitud de temas y de
posibilidades que presenta. A mi forma de ver es ese abanico lo que hace del género uno de los más
fascinantes que existen. De entre sus muchas vertientes esta antología que estáis a punto de comenzar se
centra en uno de los más ocurrentes e hilarantes.

Inspirados por el cine catalogado de clase B en la década de los 50, las historias que recoge son un
claro homenaje a las películas de aquella época. Los guiños, tanto a los filmes de esos años como
posteriores, plagan las hojas de estos originales relatos; de ese modo no es raro encontrar invasiones
alienígenas de lo más curiosas, zombies hambrientos, monstruos y mutaciones, experimentos fallidos,
alimentos que son más de lo que parecen, vampiros con ansias de conquista y un montón de historias
apasionantes y variopintas que mantendrán entretenido a los lectores. Las situaciones que recogen los
relatos de Cine B pueden ser en ocasiones explícitas y macabras aunque del mismo modo, y ya que la
temática se presta a ello, son tan excéntricas que esperamos que les saquen más de una sonrisa. Las
posibilidades eran infinitas por lo que nuestros autores han intentado cubrirlas con sus relatos, los cuales
fueron presentados a la II Convocatoria de relatos «Cine B» organizada por El Lado Oscuro.

Será mejor que cerréis las puertas, bajéis las persianas y os sentéis en la mecedora de la abuela junto
a un vaso de leche caliente y un arma; porque lo que estáis a punto de presenciar transfigura la realidad
hasta límites insospechados. De la mano de nuestros escritores locos, El Lado Oscuro tiene el inmenso
placer de presentaros sus criaturas. Esperamos que os divierta y entretenga a partes iguales.

Esther Galán Recuero


Un puñado de zombies
hambrientos os
devorarán el cerebro
de Alfredo Moreno Vozmediano
Un puñado de zombies hambrientos os devorarán el cerebro
Alfredo Moreno Vozmediano

Sí, sí, ya lo sé. Tenía que haberles advertido de lo que iba a ocurrir. De algo tenía que servir haber visto
todas las temporadas de The Twiling Zone. Pero, ¿qué podía decirles a mis viejos? ¿No salgáis que un
puñado de zombies hambrientos os devorarán el cerebro? Se hubieran reído en mi cara y luego hubieran
utilizado el último libro de Richard Matheson para encender la chimenea.
Así que salieron. Al centro comercial o al banco o a comer con unos amigos en el club de tenis, yo
qué sé. Y pasó lo que tenía que pasar, que esos bastardos se los cargaron. Al menos sucedió lejos de
aquí y no tuve que ver cómo les licuaban los ojos y les sorbían los fluidos ni nada de eso. No es que yo
les tuviera mucho aprecio. A ver, que eran mis padres, pero no teníamos una relación lo que se dice
buena.
A mis colegas de la urbanización sí los avisé. Bueno, a Johnny no, y ya no volvimos a verlo. Pero
Ernie, Frank y Paul están aquí conmigo, durmiendo en la esquina de la habitación. También están las
chicas, Susie, Kathy y esa pava de Jada, que es idiota pero tiene el nombre y las tetas de una actriz
porno.
Empecé a notar que el apocalipsis zombie se nos venía encima la otra mañana, de camino a la
universidad. Era mi segundo día en un curso de no sé qué que mi padre se había empeñado en que
hiciera. El caso es que salí con el Corvette y casi no lo cuento. Las calles de Hill Valley parecían
tranquilas, pero en cuanto bajé la colina arbolada y llegué al cruce con la avenida Lexington, empecé a
ver cosas raras, como aquel tipo trajeado que corría perseguido por una mujer con pinta de verdulera,
que tenía los ojos vueltos hacia atrás y jirones de carne muerta colgándole de la mejilla. La mujer
parecía desplazarse sobre patines con motor, porque lo alcanzó antes de que yo pudiera parpadear y se
lanzó sobre él como un jugador de fútbol americano.
Me hubiera gustado quedarme unos minutos para ver el resto del espectáculo, pero la verdulera
zombie clavó en mí los ojillos blanquecinos y decidí que era más prudente poner tierra de por medio.
Sabía lo que ocurriría a continuación porque lo había visto y leído muchas veces. La mujer mordería al
tipo trajeado que yacía en el suelo, probablemente en la cara y en el cuello. El tipo se desangraría y
moriría, y unos minutos después despertaría y se habría convertido en otro de ellos.
Me alejé de allí haciendo rechinar los neumáticos en el asfalto y enseñando el dedo corazón a la vieja
zombie, que me miró con expresión desilusionada, y conduje a toda pastilla hasta la universidad. Por el
camino, vi de refilón alguna otra escena semejante que me hizo confirmarme en mi idea de que la
ficción de las historias de muertos vivientes se estaba convirtiendo en realidad; como aquel tipo de pinta
patibularia que asaltaba la ventanilla de un Ford Mustang parado en un semáforo, o el vagabundo
venido a menos que perseguía tambaleándose los pasos de una mujer endomingada que ojeaba un
folleto de publicidad del supermercado ajena a lo que se le venía encima.
Llegué a la universidad, aparqué y me metí furtivamente en el aula. No sabía bien qué hacer. A ver,
que yo había leído todos esos libros y visto todas esas películas, y tenía claro lo que iba a ocurrir a
continuación, y que los zombies siempre están ávidos de carne fresca, a ser posible humana, y que la
epidemia se extendería muy rápido porque unos infectarían a otros al morderles, y que habría un grupo
de supervivientes que resistirían los ataques de los monstruos y serían el germen de una nueva
civilización, o algo por el estilo. Pero necesitaba un poco de tiempo para asimilarlo, así que me senté en
el aula y respiré hondo varias veces. Luego me fijé en que el edificio estaba vacío, y reconozco que
aquello sí me dio miedo, porque faltaban cinco minutos para que empezase la primera clase del día.
Dos chicas entraron por la puerta del otro extremo en ese momento. Eran las típicas quiero-y-no-
puedo que piden una beca para poder sacarse el máster en una universidad privada mientras compran
ropa en el Wallmart. Entraron en el aula sin libros ni carpetas de apuntes, con prisa, como para
confirmar que allí no había nadie, y cuando me vieron sentado al fondo me lanzaron una mirada turbia.
Luego empezaron a avanzar hacia mí, cada una por un pasillo, cerrándome la huida.
Solo eran dos chicas, pero de esas con aspecto proletario y manazas grandes, al menos tan grandes
como las mías. Al instante comprendí que ellas también estaban infectadas, pálidas como el pergamino
a la luz de los fluorescentes, los ojos velados por una capa blanquecina, las bocas fláccidas y
descolgadas, y el andar torpe pero decidido de los no-muertos.
Así que me levanté como si un roedor me hubiera mordido el culo y corrí por encima de los pupitres
para esquivarlas. Gritaron algo ininteligible a mi espalda pero alcancé la salida antes que ellas y corrí
como un loco por el pasillo desierto y luego por la calle hasta el aparcamiento. Después conduje a toda
velocidad de regreso a Hill Valley. Me detuve un instante en la gasolinera para tratar de telefonear a
Johnny, Paul, Frank y los demás, pero el teléfono estaba más muerto que las dos chicas proletarias de
manos grandes, por lo que deduje que la epidemia se estaba extendiendo a velocidad endiablada.
Al huir sano y salvo de la universidad me entró una especie de euforia que no me ha abandonado
hasta hoy, y supe de repente lo que tenía que hacer. Hill Valley se convertiría en un bastión de la lucha
anti-zombie, y yo dirigiría aquel grupo de supervivientes. Era mi deber. Era, además, un plan perfecto:
Hill Valley estaba situada en lo alto de una montaña que dominaba toda la ciudad, rodeada de una alta
muralla alambrada que la convertía en una versión moderna de un castillo medieval inexpugnable.
Cuando llegué, el vigilante no estaba en su puesto. Había dejado la garita abierta y en la radio sonaba
la K-BHR o alguna horterada semejante. Me ocupé de cerrar a cal y canto la gran puerta de acero
forjado que constituía el único acceso al recinto. Lo sentía mucho por los que se quedasen fuera, pero
era imprescindible que ninguna de aquellas cosas entrase allí o la infección nos alcanzaría a todos.
Luego busqué a mis colegas casa por casa. Localicé a Ernie, Frank y Paul, pero no al pobre Johnny,
que no estaba en casa. Ernie se lo dijo a Kathy, y ella avisó a Susie y a Jada. Pesqué a mis padres a
punto de salir hacia el centro, y estuve tentado de decirles algo, pero no lo hice. ¿Qué podía decirles?
Habrían pensado que estaba borracho o algo peor a esas horas de la mañana. El viejo me miró con ese
aire de suficiencia que me ponía enfermo y creo que sonreí débilmente al imaginar lo que le iba a
suceder al llegar a la ciudad. Los acompañé hasta la puerta de acceso a la urbanización para ayudarles a
abrir el portón y, sobre todo, para cerrarlo a sus espaldas. Se alejaron rezongando acerca de tomar
medidas contra el vigilante.
Por lo demás, no parecía haber nadie más en Hill Valley aquella mañana, lo cual era lógico, porque
todo el mundo había salido a sus trabajos, sus consejos de administración, sus gimnasios o sus martinis,
y los más peques hacía horas que estaban en la escuela.
Bien, nuestro grupo de supervivientes no era muy numeroso, pero sí suficiente. Podríamos refundar
la especie humana entre aquellos muros, y mientras tanto confiar en que alguien encontrase una vacuna
para acabar con aquellos monstruos, o que la energía que los animaba se terminase en algún momento
de forma tan repentina como había comenzado. En los grupos de supervivientes de las películas siempre
había un médico, o una bióloga, o algo por el estilo. También alguien con buena mano para la mecánica
o tal vez la electrónica. Y por supuesto un líder. Nosotros no teníamos médicos, ni biólogas ni
mecánicos, pero sí un líder. Que era yo.
Conectamos la alarma perimetral para asegurar la urbanización. Después, dispuse que hiciéramos
acopio de comida y bebida en el sótano de mi casa, que convertimos en base de operaciones. Por el
camino recogimos algunas armas. Por fortuna había unos cuantos grillados obsesionados con la guerra
fría en el barrio, y mi padre era uno de ellos. Sabía dónde guardaba las llaves del armario blindado
donde estaban sus rifles y las municiones. A tiro limpio abrimos los armarios de las casas vecinas y
encontramos otra docena de escopetas y varios Smith & Wesson. Uno de ellos acabó en el bolsillo de
mi pantalón.
Luego nos corrimos una buena juerga. Entre los víveres requisados había un buen puñado de botellas
de bourbon, una edición limitada de ron Zacapa y hasta una botella de una rara ginebra llamada
Voortrekker que supuse que era carísima. Pusimos la música a todo volumen y celebramos el fin de la
civilización como se merecía. No sé en qué hubiera acabado la cosa de no ser porque empezó a sonar la
alarma.
Un poco mareados, salimos a trompicones a la calle. Estaba atardeciendo. Nos dirigimos hacia la
verja de entrada, que supuse que sería el punto más débil de todo el perímetro. No me equivocaba. Ya
desde lejos, y a pesar de que quedaba poca luz, pude distinguirlos. Venían a cientos calle arriba como
un río de pestilencia. Sus lamentos apagados se mezclaban con el arrastrar de sus pies tumefactos
atrapados en zapatos baratos. Se agolpaban contra la verja y la zarandeaban con la fuerza sobrehumana
de sus miembros muertos. No tardarían en echarla abajo.
A mi señal, todos empezaron a disparar. Bueno, todos menos la pava de Jada, que se limitaba a dar
un gritito cada vez que oía una detonación. Brazos, piernas y vísceras volaron por los aires. Un rumor
sordo cundió entre las filas de muertos vivientes y empezaron a moverse con mayor rapidez. Se
apartaron de la verja y se dirigieron hacia los muros laterales, como si conservasen algún vestigio de
inteligencia. Yo había oído hablar de zombies que corrían, de zombies con un elevado grado de
motricidad fina o incluso de zombies que recordaban cosas de su pasado humano. Pero, ¿zombies
inteligentes? ¿Que se apartaban de los disparos y buscaban otra vía de acceso al recinto? No, eso no lo
había oído nunca.
Grité a mis compañeros, o súbditos, que disparasen a la cabeza. A la cabeza, idiotas. Todo el mundo
lo sabe. Para acabar con un zombie hay que volarle la tapa de los sesos. También sirve decapitarlo y
hacerlo saltar en mil pedazos mediante algún mecanismo de implosión, pero esto es mucho más
complicado de llevar a cabo. Así que disparad a la puta cabeza.
Me obedecieron, pero su puntería no era gran cosa. La mía tampoco, la verdad. En nuestro descargo
puedo decir que nunca habíamos manejado armas, y eso que mi viejo hubiera soltado lágrimas de
alegría si algún día yo hubiera manifestado interés por el asunto.
Nuevos monstruos, una auténtica marea, seguían subiendo por la carretera. No resistiríamos mucho
tiempo antes de que consiguieran entrar. Se me ocurrió entonces una idea. Envié a Paul y a Susie a
buscar gasolina. Me esperaba la pregunta estúpida, claro: ¿y de dónde sacamos gasolina? Tuve que
explicarles lo del tubito de goma y que, si no, llevaban encima escopetas con las que agujerear los
depósitos.
Volvieron al cabo de unos minutos con varias garrafas de agua llenas de líquido amarillento.
Rociamos la verja, donde decenas de manos supurantes intentaban agarrarnos la ropa a través de los
barrotes. Intenté no mirarles a la cara. Ahora que los veía tan cerca, empezaba a notar un cierto temor
nacer dentro de mi cabeza. A lo mejor, después de todo, no lo conseguiríamos. Sacudí la cabeza y me
dije que éramos humanos y ellos solo unos putos zombies. Rocié también a los que ocupaban las
primeras filas. Árboles frondosos rodeaban la urbanización y la calle de acceso. El fuego se extendería
con rapidez y muy pronto todo sería una enorme tea ardiente en la que aquellos engendros se
carbonizarían. Las llamas del infierno y todo eso. Sonreí ante lo apropiado de la imagen.
Entonces uno de ellos habló. Sí, sí, como lo leéis. Habló. Me miró a la cara, aferrado a los barrotes y
con la gasolina chorreando por su pelo, y me dijo:
—¿Pero qué vais a hacer, animales?
Reconozco que lo que siguió fue un instante de estupor. Pero pasó pronto. ¿Zombies que hablaban?
Bien, por qué no. Seguí rociándolos con gasolina. Casi había terminado la garrafa cuando el zombie
repitió:
—¿Pero qué vais a hacer?
Por toda respuesta saqué el Zippo del bolsillo y lo encendí delante de él. No pude evitar cierta
sonrisa sardónica.
—¡No! —gritó el monstruo, y luego, a los demás—. ¡Corred! ¡Corred!
No tuvieron tiempo. Las llamas se extendieron voraces entre las filas de zombies. La piel podrida y
la carne reseca ardieron como papel de periódico y el incendio se propagó enseguida hacia la
vegetación. No había ningún lugar en el que ocultarse de las llamas, excepto volver por donde habían
venido. Algunos de ellos, con el pelo o las ropas incendiados, retrocedieron hacia la ciudad contagiando
las llamas a los otros que venían, y pronto la calle fue una gigantesca y solemne pira de cadáveres
ardientes.
Le pedí a Ernie que me trajera una botella de Jim Beam y él obedeció sin rechistar. Todos bebimos a
morro sentados frente a la verja de entrada, contemplando los últimos vestigios del incendio que se
extendía hacia la ciudad, allá abajo. Sabía que volverían, pero ya pensaríamos en eso al día siguiente.
Ahora tocaba celebrar nuestra victoria. Me sentía el rey del mundo.
Nos atraparon aquella misma noche, claro, mientras dormíamos borrachos bajo las estrellas. Debí
haber pensado en ello, pero solo era mi primer día como monarca absoluto y uno no puede estar en
todo. Nos rodearon y, para mi sorpresa, no nos devoraron inmediatamente, sino que nos trajeron a esta
especie de sótano maloliente en las entrañas de la ciudad, donde nos retienen desde hace días. Mi teoría
es que los muertos, por increíble que parezca, han desarrollado algún tipo de organización social.
Bueno, están muertos y caminan, corren, piensan y hablan. ¿Por qué no iban a tener reyes y súbditos,
señores y vasallos? Creo que nos están engordando para ofrecernos como sacrificio a algún pez gordo.
Por lo que hicimos en Hill Valley. Eso nos ha convertido en tipos importantes. Casi me siento halagado.
He comprendido que no hay escapatoria. No sé cuánto tiempo nos retendrán aquí, pero acabaremos
siendo devorados vivos por estos muertos de hambre. Por eso estoy escribiendo esta historia en el
reverso de mi camisa, utilizando sangre como tinta. Ernie se ha ofrecido a acuchillarse en diferentes
partes del brazo para proporcionármela. Lanzaré la camisa por la ventana cuando haya terminado el
relato, con la esperanza de que el viento la arrastre hasta algún lugar donde se oculten otros como
nosotros, y puedan conocer nuestro destino y aprender de nuestros errores. Y tal vez venir a sacarnos de
este agujero, qué demonios.
La única pequeña cosa que me preocupa, el único detalle minúsculo, insignificante, tan, tan pequeño
que casi no existe, es lo último que dijo aquel zombie parlanchín justo antes de que le prendiera fuego.
Cuando acerqué el Zippo a la gasolina, no pude resistirme a lanzar una de esas frases lapidarias:
—Arded en las llamas del infierno, malditos zombies.
El muerto me miró con ojos desorbitados y dijo:
—¿Pero qué dices, tío? ¡Los zombies sois vosotros! ¿Es que no lo ves? ¡Sois vosotros, los jodidos
ricachones de Hill Valley! ¡Vosotros!
Luego le pegué fuego y ya sabéis lo que pasó. No hice mucho caso de esas palabras, la verdad, hasta
que al día siguiente, cuando ya estábamos en esta celda, se me cayó al suelo el ojo izquierdo. No sentí
dolor, ni ninguna alarma en particular, pero recordé con un escalofrío las palabras de aquel muerto
viviente. ¿Y si tuviera razón? Eso explicaría por qué cada vez brota menos sangre del brazo de Ernie
aunque le raje más y más profundo para encontrar el líquido negruzco. Y por qué el pecho de Jada se
quebró bajo mi presión como un pergamino viejo cuando intenté magrearlo ayer. Por qué mi piel se está
volviendo azulada y se está llenando de pústulas. Por qué hace días que no como y casi no siento
necesidad de dormir. Por qué siento esta fuerza sobrehumana crecer en mi interior, esta seguridad de
que, si me lo propusiera, podría destrozar los barrotes de esta celda con mis propias manos y escapar
con mis compañeros.
Quizá aquel zombie tenía razón. Quizá los zombies somos nosotros.
Qué importa. Acabo de decidirlo. En cuanto acabe de escribir esto nos escaparemos. Nos
escaparemos y abriremos en canal a quien se interponga en nuestro camino. Le morderemos en la
garganta y nos beberemos su sangre y lo convertiremos en uno de los nuestros. Estos muertos de
hambre creyeron que podían cambiar el orden de las cosas y se equivocaron. Sí, ahora lo veo claro.
Saldremos y recuperaremos lo que siempre nos ha pertenecido y reinaré sobre los muertos vivientes o
sobre los vivos murientes, eso no importa, pero reinaré. Reinaré porque somos, siempre hemos sido, los
putos amos del mundo.
Alfredo Moreno Vozmediano

Nacido en 1974 en Puertollano (Ciudad Real) e inmigrante en tierras andaluzas. Dibujante frustrado,
informático por error, profesor de enseñanza secundaria por accidente. Ahora, papá vocacional a tiempo
completo.

Aficionado a los libros, los cómics, el cine y las bicicletas desde pequeñito, con gustos omnívoros.
Fui ganador precoz de algunos premios literarios (Unión de Consumidores El Molino de Ciudad Real,
1987 y 1988) y colaborador en algún texto técnico (como Informática Educativa: realidad y futuro. El
software IEE, Universidad de Castilla - La Mancha, 1995). Escribo con regularidad en el blog «En
segunda persona» (iesceliaciclos.org/alfredo). Hace poco seleccionaron un relato mío para la antología
«Bajo la piel, Vol. 1», Ed. Carpa de Sueños, 2015.
To Ricky with love
de Alycia Alba
To Ricky with love
Alycia Alba

―Hola… Hola. Probando. Uno… dos… ¡Bien! Soy el doctor Ephraim Gardner. Hoy es día 25 de mayo
de 1984 y estoy en el psiquiátrico Madison de Roxbury, Connecticut. Por favor señor, diga su nombre
alto y claro para que la grabadora pueda captar su voz.
―Me… me llamo Richard Montgomery.
―Hábleme sobre usted, señor Montgomery y, por favor, siéntese bien. Mantenga la espalda recta
sobre el respaldo. Encorvándose sólo conseguirá destrozarse la columna. ¿No se lo enseñó su madre?
―Mi madre era una alcohólica que estaba más pendiente de la postura de sus ligues de carretera que
de la mía.
―¿Tuvo una infancia dura?
―Ni siquiera sé si tuve infancia.
―Hábleme de eso.
―No tenía amigos, pero tampoco los necesitaba; estaba más cómodo escondido con mis cómics de
superhéroes que luchaban contra los enemigos nazis y el sándwich de crema de cacahuete que la vecina
me guardaba en la fiambrera junto al brick de leche.
―Y ahora, ¿cómo es su relación con los demás? Por cierto, si quiere un poco de agua, aquí tiene un
vaso, puede servirse, quiero que se sienta cómodo, a pesar de estar esposado... Continúe, por favor.
―Gracias. Pues…prácticamente no tengo vida social. Prefiero distraerme con estos cómics nuevos
que han sacado. Sí, hombre, los de terror; The Creep Show, ¿los conoce? ¡Ja! ¡Cómo me gustan esas
historietas! Siento… siento un regocijo perverso cuando las leo. Me divierten y me asustan a la vez, son
tan… ¡Macabramente divertidas!
―Entiendo, ¿a qué se dedica, señor Montgomery?
―Soy agente de seguros pero, hace casi tres meses que no vendo nada; seguramente todavía no me
han despedido por lástima.
―¿Se considera un inútil?
―¿Por qué dice eso? ¿Se lo ha dicho mi mujer? ¡Ha sido ella, sin duda!
―Señor Montgomery, nadie me ha dicho que usted sea un inútil, ha sido una simple pregunta de
evaluación.
―¡Pues me extraña que mi mujer no le haya dicho nada! Odile siempre me estaba reprochando todo
tipo de tonterías: mi falta de personalidad, mi poca positividad y ni nulo esfuerzo ante la vida; no tener
un trabajo mejor, no tener una casa mejor, no haberle dado hijos… ¿Sabe qué era lo peor, doctor
Gardner? Cuando me comparaba con su cuñado. Tom esto… Tom lo otro… ¿Has visto qué coche se ha
comprado Tom? Tom está haciendo reformas en casa… Mi hermana sí que supo buscarse un buen
partido… Bla, bla, bla.
―¿Se siente bien ridiculizando a su mujer?
―No la ridiculizo. Simplemente, imito su chirriante timbre de voz.
―Hábleme de Odile.
―Me casé casi obligado. Supuse que era mi única oportunidad de formar una familia, así que… La
verdad es que fui un infeliz durante todo mi matrimonio. Era… era insoportable. Engordó tanto que era
mejor saltarla que rodearla ¡Ja! Se lo aseguro.
Cuando llegó la década de los ochenta... fue el colmo. Se contoneaba por las calles embutida en unos
pantalones ajustados y subida a unos zapatos altísimos. No dejaba de llamar la atención, no sólo por su
indumentaria inapropiada sino también por aquel maquillaje abundante y exagerado. Era como una
prostituta barata. Por no hablar de ese pelo cardado hasta su límite. Parecía que se peinaba a base de
descargas eléctricas.
―Señor Montgomery. Cuando los agentes le arrestaron, no dejaba de pronunciar una frase. ¿Cuál
era?
―To Ricky with love.
―Hábleme de eso.
―Hace un par de semanas, después del trabajo, vi que delante de la puerta de casa había un paquete.
Me acerqué. No tenía ni sello ni remitente. Sólo mi nombre. Estaba envuelto meticulosamente con el
papel del periódico local donde la noticia del asesinato de mi mujer ocupaba un lugar destacado:
23/05/1984 «Hallan el cuerpo sin cabeza de una vecina de nuestro humilde pueblo Roxbury. Tras la
identificación del cadáver podemos afirmar que se trata de Odile Montgomery. Su marido, Richard
Montgomery había denunciado su desaparición dos días antes del hallazgo del cuerpo. La cabeza aún
no ha sido encontrada».
―Y jamás la encontrarían, ¿verdad señor Montgomery? La tenía bien escondida…
―Me descartaron como sospechoso a los dos minutos. Supongo que mi parsimonia vital y mi pinta
de pelele me libraban de toda culpabilidad. Soy tan bueno, que parezco tonto. Incapaz de matar a una
mosca, ¿cómo iba a asesinar a sangre fría a mi mujer? Imposible.
―Pero lo hizo.
―No.
No la maté. Hice justicia.
―Ya… Continúe con la caja.
―La inspeccioné desde una distancia prudencial y descubrí que en un lateral tenía una inscripción
manuscrita: ―To Ricky with love‖.
Era su letra. La letra de Odile. La forma de las oes alargadas, esa Y con barriga… Y aquella peculiar
manera de escribir mi nombre… Odio que me llamen así. ¡Ella lo sabía y lo hacía para chincharme! En
cuanto a la palabra ―love‖, admito que no logro explicármelo. Jamás había visto a Odile expresar ese
sentimiento, y mucho menos conmigo. Sin embargo, había demasiadas coincidencias para no ser la letra
de Odile. Traté de convencerme de lo imposible que resultaba aquello… Miré a mi alrededor para
buscar al remitente de aquella broma macabra. Nadie.
―¿Qué hizo con la caja?
―Abrí la puerta y la arrastré al interior del salón. Corrí a mirar entre las cosas de Odile. Las guardé
en una caja vieja con la intención de deshacerme de esos trastos inútiles y lo fui dejando… En fin, saqué
ropa, zapatos escandalosos y complementos aún más escandalosos… hasta que lo encontré. Un
maltrecho álbum de fotografías; amarillentas y viejas. Odile tenía la costumbre de escribir una
descripción detrás de cada una; fecha, lugar, el nombre de las personas retratadas… Comparé la letra y
se me disparó el corazón como movido por la furia de mil caballos desbocados ¡Era la misma! ¿Cómo
podía ser? Después de casi un año del asesinato…
―¿Qué pasó después?
―Dejé la caja sobre la mesa y estuve mirándola durante horas. La curiosidad por descubrir el
contenido me tenía embelesado. Me…
―Continúe.
―Me tentaba cada vez más. Entonces, la caja comenzó a temblar como… como si dentro hubiera un
animal agonizando por la falta de aire y luchando por escapar. Temblaba cada vez más. Se movía de un
lado a otro de la mesa.
Incontrolada.
Salvaje.
Y de repente, se quedó quieta.
―¿Y usted qué hizo?
―Respiré hondo para tranquilizarme y, justo cuando pensé que aquel meneo bestial había sido fruto
de mi imaginación, volvió a moverse.
Una mano rompió el papel desde su interior, rasgando la fotografía de Odile impresa en el periódico.
Era horripilante. Con cuatro dedos. Del color mortecino que adquiere la carne putrefacta. Tenía las uñas
largas y afiladas.
Se movía.
Parecía que saludaba; divertida y perversa.
Se escondió.
―¿Y ya está?
―¡No! El ser dueño de esa garra no dejaba de gemir. Hacía… Hacía unos ruiditos silenciosos, casi
imperceptibles, como si estuviera murmurando un ritual ancestral y milenario. Parecía que me susurrara
a mí.
Comencé a temblar y, después de unos minutos tomé la decisión de descubrir el interior de la caja.
Me aproximé a ella y sin vacilar miré dentro.
No fui capaz de reaccionar a tiempo. No pude esquivarla. ¡Esa criatura se me abalanzó a la cara!
Estaba furiosa. Intenté librarme de ella pero estaba pegada a mí como una lapa se pega a una roca de
mar. Notaba cómo me clavaba las uñas en la cabeza y…
―Espere. Tranquilícese y beba un poco de agua, tiene la boca sequísima.
Bien, descríbame a esa criatura.
―No pude verla. No tuve tiempo pero la toqué. Tenía… Tenía cuatro patas y el cuerpo… Era más
bien redondo. Viscoso. No tenía cabeza. Podía notar sus garras, cuatro en total. Me tenía totalmente
agarrado. Era muy fuerte. Sentía cómo me absorbía por dentro. Me vaciaba… Y, después de unos
minutos luchando contra esa cosa, caí desmayado.
Cuando desperté aquel monstruo succionador de almas ya no estaba. La caja seguía en su sitio, sobre
la mesa. Intacta.
―¿Qué pensó que había pasado?
―Creí que todo había sido fruto de alguna pesadilla. Tal vez me quedara dormido mientras
observaba aquel regalo misterioso. Decidí darme una ducha y después, me fui a la cama.
―¿No pasó nada más?
―Bueno, intenté conciliar el sueño, pero no dejaba de darle vueltas a aquella ilusión. Me incorporé y
entonces, noté un pinchazo agudo en la cabeza. Me toqué y… ¡Estaba lleno de sangre! Corrí al lavabo
para revisarme la nuca.
Cogí un espejo pequeño y me puse de espaldas al espejo de pared. ¡Tenía cuatro agujeros como
cuatro garras! Menos mal que había vendas y gasas en casa.
No me mire así doctor. Le juro que le digo la verdad.
―Continúe, señor Montgomery.
―Estaba terminando de envolverme la cabeza cuando un resplandor intenso llamó mi atención. Me
asomé al salón.
Ese brillo… La caja estaba abierta de nuevo y desprendía un brillo hipnótico. Mágico. Era una luz
verde como… Como una bruma perturbadora salía de su interior.
Y parecía… Parecía que estuviese viva. Palpitaba. Le juro que palpitaba como un corazón
moribundo. Pum pum, pum pum, pum pum… Y apestaba a muerte.
―¿Qué pasó después?
―Aquella luz adquirió de pronto un color violáceo… Me acerqué a ella. Estaba asustado, lo admito.
La luz, fantasmagórica y latente, envolvía toda la sala: el papel pintado de las paredes, los muebles, las
baldosas del suelo… ¡Todo estaba manchado por aquella luz pestilente! Comencé a notar un cosquilleo
en la punta de los dedos, la sensación creía conforme me iba acerando al foco luminoso. El calambre me
cubrió todo el brazo y me sobrepasó los hombros hasta que llegó al mismísimo núcleo del cerebro. Me
quemaba tanto la cabeza, que temí que me ardiera. Era como si el infierno se hubiera instalado en mi
cerebro y el diablo estuviera de fiesta.
―¿Qué hizo entonces?
―Intenté ahogar un grito de puro sufrimiento, pero no pude. Caí de rodillas ante la caja y, con las
manos en la cabeza, intenté inútilmente apaciguar el dolor. Solté un alarido tras otro hasta que me dolió
la garganta. Conseguí incorporarme lo suficiente para ver el interior de la caja, pero un destello de luz
incontrolado surgió del interior y me cegó. Caí al suelo totalmente aturdido, al abrir los ojos no vi más
que puntitos brillantes que danzaban como luciérnagas en la oscuridad. Cuando desperté ya era de día y
la caja continuaba sobre la mesa.
Cerrada.
¿Cómo lo explica, doctor Gardner? Le he dicho que no me mirara así… Me hace sentir como un
demente y no lo soy ¡no, señor! No lo soy.
―Eso ya lo decidiré yo. Continúe con la historia, por favor.
―Pasé todo el día en casa. Llamé al trabajo y les dije que estaba indispuesto. Pensaron que estaría
afectado por el aniversario de lo de Odile así que, no pusieron pegas y me dieron el resto de la semana
libre.
―¿Qué hizo después?
―Pensé en deshacerme de la maldita caja, pero… Le di muchas vueltas a esa idea y comprendí que
sería inútil. La caja era mía. Era mi destino. Y sé de sobra, doctor Gardner, que cuando algo tan
extraordinario y, a la vez, terrorífico te elije, ya no puedes desprenderte de ello. Es un poder, pero
también una maldición.
―¿Qué hizo entonces?
―Abrirla. Sin pensarlo, arranqué el papel. Hice una bola y la lancé lejos. Abrí el cartón y me llevé
una gran sorpresa al ver que su interior estaba plagado de bolitas que parecían uvas. Las conté.
―¿Y cuántas había, señor Montgomery?
―48.
48 bolitas colocadas minuciosamente sobre un lecho de algodón.
―¿Qué hizo con esas bolitas?
―Cogí una y me la puse en palma de la mano. Parecía un huevo de color lila. ¿Ha visto alguna vez
un huevo lila, doctor Gardner? Yo sí. 48, para ser exactos.
―¿Eran huevos de verdad?
―¡Sí! ¡Ya lo creo que lo eran! Sin esperarlo, aquella bola comenzó a temblar sobre mi mano y, de
pronto, una pequeña criaturilla salió del interior. Primero una pata… Luego otra… ¡Cuatro patas!
―¿Qué clase de criatura era?
―Era… Era diminuta y un tanto viscosa. Blandita y de color rosáceo. Observé aquella criatura
recién salida del cascarón; se movía torpemente por la palma de mi mano y producía un cosquilleo que
llegó a parecerme ciertamente agradable. Pero…
―¿Pero qué, señor Montgomery? Siga, beba agua si lo prefiere y continúe.
―Gracias.
Pues… Tuve un escalofrío porque descubrí que aquel bichejo viscoso era igual que la criatura que
me atacó la noche anterior. Igual, pero más pequeño. Me quedé totalmente paralizado y el monstruito
viscoso aprovechó mi desconcierto para meterse en mi piel.
―¿A qué se refiere exactamente, señor Montgomery?
―¡Pues a que se introdujo en mi cuerpo! Vi cómo corría hacia… hacia las venas de la muñeca y… Y
entonces, ¡se introdujo en ellas!
―¿Qué hizo usted?
―Estaba muy nervioso y asustado. Corrí a la cocina en busca de un cuchillo. Noté el acero sobre mi
piel, estaba frío.
Quise gritar.
Lo hice. Igual que un cerdo conducido al sacrificio. ¿Ha oído alguna vez los chillidos de un cerdo al
ser sacrificado? Es un ruido que jamás se olvida.
―Pero no utilizó el cuchillo, ¿por qué?
―A punto estuve, doctor. El bicho estaba dentro. ¡Podía verlo! Deambulaba por mis venas como un
alma atrapada en el laberinto del Minotauro. No lo hice porque un ruido me detuvo.
―¿Un ruido?
―Sí, doctor. Un ruido en la sala. Corrí a ver qué era. Me acerqué temeroso a la caja y…
―¿Y qué?
―¡Los demás huevos habían eclosionado! 48 criaturas iguales a mi parásito;
»Diminutas.
»Viscosas.
»Rosáceas.
»Las 48 se abalanzaron sobre mí. Me mordían y yo… Yo intenté quitármelas de encima, pero fue
inútil. Se introdujeron todas en mí. Con todos los sentidos alterados al máximo, me vi obligado a
derrumbarme sobre el sofá.
―Detalle eso, señor Montgomery, lo de los sentidos.
―Era capaz de ver más allá de los muros de mi casa, sentía el gélido tacto de la muerte en mi piel,
podía oír el triste lamento de los espíritus, olía mi propio miedo y degustaba el amargo sabor del veneno
alucinógeno de aquellos monstruitos en mi boca.
―¿Cómo se sentía?
―Mareado.
»Aturdido.
»Me miré las manos y los brazos. Aquellas criaturillas perversas me habían oscurecido las venas.
Parecían ríos de alquitrán. Sentía un millón de hormigas vagabundeando por mi piel. ¡Pero no! No
estaban sobre mi piel, sino dentro de mi piel.
―¿Qué hizo después?
―Cerré los ojos, apreté los dientes y ahogué un aullido desesperado. Contuve el aliento tanto tiempo
que caí desmayado.
―¿Qué vio al abrir los ojos?
―No se lo va a creer, doctor Gardner. Si se lo cuento, pensará que estoy loco, ¡y no es así!
―Déjeme adivinar. La caja estaba sobre la mesa, intacta.
―Eso es… doctor. Usted me entiende, ¿verdad? Sabe por lo que estoy pasando… Tal vez usted haya
recibido un regalo tan especial como el mío, o lo reciba algún día. Es digno de él, por supuesto.
―Continúe con su historia, por favor.
―Habían pasado tres días desde que aquel paquete apareció en mi puerta; ―To Ricky with love‖. ¡Ja!
Esa frase no dejaba de rodar por mi cabeza. Las palabras bailaban las unas con las otras en una siniestra
danza.
―¿Qué hizo?
―Decidí tirarlo. Me daba igual el destino. Me daba igual ser el elegido.
―Pero, finalmente, no la tiró. ¿Cambió de idea?
―No…es que… cuando cogí la caja, comenzó a moverse.
―¿Otra vez?
―Sí. Y otra vez olía mal; a humedad y huevos podridos.
Putrefacción. Carne muerta.
Dejé la caja de nuevo sobre la mesa. Incluso tuve la sensación de que pesaba más que antes y
entonces… la oí.
―¿Oyó qué?
―Una voz que me llamaba en un susurro; ―Ricky… Ricky…‖. ¡Odio que me llamen así! Pero esa
vocecilla no dejaba de hacerlo; ―Ricky… Ricky…‖ era como una canción ―Ricky… Ricky…‖ sonaba
divertida y traviesa.
―¿Provenía de la caja o de su cabeza?
―¡De la caja, doctor Gardner!
―¿Habló con ella?
―Sólo le dije varias veces que se callara, pero no me hizo caso y lo que antes era un leve susurro, se
convirtió de repente en un grito ―¡Ricky! ¡Ricky!‖ Era una orden. La voz sonaba claustrofóbica,
ahogada por el cartón de la caja.
―¡Ricky, sácame de aquí!‖, me suplicó. ―¡Ricky! ¡Sácame de aquí, maldito inútil!‖, me amenazó.
―¿Qué hizo usted?
―Obedecer. Destrocé el papel y, sin reparos, abrí la caja. Casi vomito. El hedor era insoportable,
¿sabe cómo huele la muerte, doctor Gardner? Yo sí. Ahora sí. Miré dentro.
―¿Qué había?
―Yo… No sé si…
―Dígame qué había en la caja, señor Montgomery.
―¡La cabeza! ¡La cabeza de Odile! Tenía un montón de gusanos que le mordisqueaban la cara.
Agujereaban la carne y salían por la nariz, los ojos, la boca… ¡Se alimentaban de ella!
―¿Cuál fue su reacción?
―¿La mía o la de Odile?
―La suya, señor Montgomery.
―La cogí del pelo, ese pelo cardado y eléctrico que no había perdido ni una pizca de su volumen
artificial. Todavía le quedaban restos de aquel maquillaje… pero ya no parecía una prostituta barata,
sino un payaso loco fugado del circo de los horrores.
―¿Qué pensó en ese momento?
―¿Qué voy a pensar? ―¿To Ricky with love?‖ ¡Y un cuerno! Alguien había descubierto mi secreto.
Tenía que comprobarlo.
―¿Qué pasó después?
―Tiré la cabeza descompuesta de Odile a la caja y la cerré. Pero de pronto comenzó a hablar de
nuevo. Otra vez esa voz chirriante. Otra vez sus reproches. ―No sabes hacer nada bien‖, ―no eres capaz
de guardar tu propio secreto‖, ―siempre has sido un hombre mediocre y ahora eres un asesino
mediocre‖, ―seguro que Tom lo hubiera hecho mejor‖. Otra vez Odile.
―Y entonces fue a comprobarlo.
―Salí corriendo de casa y me dirigí al jardín de la plaza. Cavé con mis propias manos, ¡mire!
¡Tengo las uñas llenas de tierra!
―Enterró la cabeza de su mujer en el jardín de la plaza… Frente al ayuntamiento, ¿quién iba a mirar
allí? Si no hubiese sido por usted, señor Montgomery, el asesinato de Odile seguiría sin esclarecerse.
Tal vez para siempre.
Me temo, Richard Montgomery, que va a pasar mucho tiempo a la sombra. Por cierto, tenga, su caja.
¿No quiere ver lo que hay dentro?
―Ya sé lo que hay. La he abierto varias veces, se lo he contado; un bicho alienígena, una nube
tóxica, verde y apestosa, un montón de huevos… y Odile. No, Odile no…
―Cuando la policía la encontró, la caja estaba envuelta y sin abrir.
―No. Eso no puede ser… Tengo… Tengo las heridas del monstruo viscoso y los picotazos de las
criaturillas. Es posible que aún las lleve dentro. Seguro. Fue real. ¡Se lo juro!
―Señor Montgomery, mis colegas le han hecho una revisión completa, ¿se acuerda? Antes de que
usted y yo nos conociéramos. Está perfectamente. No tiene nada en la sangre ni tampoco marcas de
ninguna clase.
―¡Eso es imposible! Le digo que fue real.
―Señor Montgomery, la policía ha estado investigando y ha descubierto que hace varias semanas
compró una colección de cómics de The creep show y películas de terror en la tienda del señor Gurspan.
Está de liquidación total por su próxima jubilación y usted aprovechó para llevarse un gran número de
ejemplares a buen precio.
―No…
―Pagó la compra pero pesaba demasiado y el bueno de Gurspan se comprometió a llevársela a su
casa al terminar la jornada. Fue él quien dejó el paquete ante su puerta y quien escribió la nota.
Simplemente ―To Ricky‖
―Quiere confundirme… ¿Y el papel de periódico con la noticia de Odile?
―Es papel de periódico, sí, pero con anuncios clasificados, ¿lo ve?
―No puede ser…
―Mire el interior de la caja, señor Montgomery, ¡mire! No son más que cómics y películas de serie
B.
―Es imposible… ¡Yo lo vi!
―Si quiere mi opinión, creo que está demasiado influenciado por estas cosas. Todos nos dejamos
llevar alguna vez por nuestras fantasías, pero debemos saber volver a la realidad. Yo le ayudaré a
conseguirlo, señor Montgomery. ¡Ja! ¿Sabe qué es lo más gracioso? Que este caso saldrá a la luz y,
quién sabe, podría inspirar alguna de estas historietas de la cripta.
―Sí… ¡Es cierto!
―Era broma.
―¿Se imagina? ¡Sería genial!
―Señor Montgomery…
―Y ya tienen un título perfecto; ―To Ricky with love‖.
Alycia Alba

Nací en Mallorca en 1989 y tras estudiar el bachillerato de humanidades decidí sumergirme en la


carrera de periodismo, trabajé como colaboradora de sucesos en el periódico Última Hora, me licencié
en 2011 y, después, cursé un máster en Estudios sobre terrorismo en la Universidad Internacional de la
Rioja. Tengo, además, formación como actriz y actriz de doblaje.

Mi asignatura favorita siempre fue la literatura, incluso durante mis estudios universitarios cursé
varias materias relacionadas con ella (no sólo obligatorias, sino también optativas) Movimientos
literarios, periodismo literario, literatura moderna y contemporánea, etc.

Hasta hace poco, escribía únicamente para mí, pero de un tiempo a esta parte decidí compartir mi
fantasía con más gente y enviar relatos a concursos y convocatorias. De momento no me va mal… En
unos meses, varios de mis escritos han sido finalistas y seleccionados en diferentes certámenes y
premios, entre ellos To Ricky with love, espero que disfrutéis leyéndolo igual que yo creándolo. Gracias.

Twitter: @alyciaalba

Pd: Probablemente el infierno fuera semejante a la manera como te sentías al despertar de un sueño largo y
profundo en una tarde calurosa. ―Ventana secreta, secreto jardín. Stephen King
Mamá, no mates a Henry
de Alex Brais
Mamá, no mates a Henry
Alex Brais

Roger Thompson intuía que su papá preparaba pócimas mágicas en el laboratorio del sótano, por eso
aprovechó el día que sus padres iban a visitar a su abuela enferma para investigar al otro lado de
aquella puerta que siempre tenían bajo llave. Había espiado a hurtadillas cómo guardaban la llave en
la caja del piano, que siempre estaba cerrada porque nadie lo había vuelto a tocar después de la
muerte del abuelo. Estaba envuelta en un paño de terciopelo rojo.
Matraces, morteros, pipetas, decantadores, mecheros de alcohol, todos ellos brillaban callados y en
meticuloso orden bajo una bombilla incandescente, mientras el niño de diez años paseaba de un lado a
otro embobado con tantos recipientes de extrañas formas, y sustancias de olores penetrantes.
Había dispuestos ocho frascos con el mismo líquido ambarino, parecían refulgir entre todos los
elementos del laboratorio. Roger cogió uno de ellos y leyó la etiqueta “Superrendimiento v. A.3.04
Comprobado”, lo abrió y lo olió. Aunque la primera impresión fue demasiado aceitosa, en el fondo
tenía aromas de bergamota y canela. Lo dejó exactamente en la misma posición y pasó la mano por los
demás. El último no tenía etiqueta, lo estaba cogiendo cuando sonó el timbre de la casa. La
precipitación con la que pretendió colocar el frasco en su sitio hizo que golpease el que estaba abierto,
vertiendo la mitad de su contenido sobre la impoluta mesa. Salió corriendo con la llave y el paño de
terciopelo. Mientras la colocaba en el interior del piano escuchaba el chasquido de la cerradura al
girar. Volvió al laboratorio y se encerró dentro. Allí estuvo aguantando la respiración con el oído
pegado a la puerta. Ella entró apresurada para llevarse algo que habían dejado olvidado, eso le
pareció al reconocer unos pasos rápidos y las llaves entrechocando despabiladas. Oyó como abría los
cajones del aparador mientras le llamaba. “Roger, ¿estás arriba?” El no respondió. “Escucha cariño,
llegaremos a la noche. Pórtate bien, ¿eh?”. Al cabo de unos dos o tres minutos oyó cómo se cerraba la
puerta de la casa.

EL JUEGO DE LAS PELÍCULAS


La casa de campo de los Thompson se encontraba a más de dos horas en coche desde la British
International School, pero los cinco chicos decidieron celebrar allí su fiesta de graduación cuando
supieron que Roger Thompson había copiado las llaves a escondidas de su padre. El reputado
farmacéutico, dueño de la cadena THealth, pensaba que su hijo pasaría la velada en la fastuosa fiesta
que había organizado la propia British para los internados.
Fueron en el Impala de Henry, que además de ser un año mayor que el resto, era de los pocos con
coche propio. Al anochecer ya estaban metiendo el coche por una pista de grava en la imponente
propiedad; una vetusta casa de piedra tapizada con Dompedro, parecía del siglo XIX y estaba rodeada
por un tupido bosque de enebros, pinos y sauces negros. La arboleda impedía que la casa fuese vista
desde la carretera rural y su espesura era tal que mitigaría los ruidos que pudiesen hacer durante la
fiesta, así que Roger se sintió tranquilo al pensar que nadie les interrumpiría.
―Por tu bien que no aparezca nadie de tu familia por aquí, Roger ―amenazó Henry con una sonrisa
malvada que mostraba sus dientes blancos y perfectamente distribuidos.
―Te habrás asegurado de ello, ¿no? Quiero que esta fiesta de graduación sea inolvidable ―añadió
Claire. Al decir esto había enviado una mirada provocadora a Henry. Era una perfecta Barbie; alta,
delgada, buen pecho y con una preciosa melena rubia. Todos los estudiantes de último curso se habrían
vuelto locos por una mirada como aquella.
―Tranquilos. Mi padre no sabe nada y mi casa está a una hora en coche ―contestó Roger buscando
la aprobación general, pero ni Henry ni Claire, ni mucho menos Luke u Olivia intercambiaron una
mirada con él pues estaban sacando la cerveza del maletero del coche.
La puerta principal daba acceso a un enorme salón con paredes de piedra con numerosos retratos,
pesados cortinajes y apliques que producían lánguidas sombras en la pared rugosa. Los muebles eran de
estilo colonial en madera cruda, en el centro de la pared del fondo y protegida por una reja de forja
había una chimenea y a uno de los lados descansaba un antiquísimo piano espineta.
―Pedazo piano que tenéis aquí tirado ―exclamó Olivia―. Luke, tú sabes tocar. Anímate.
―Tened cuidado, es muy valioso ―protestó tímidamente Roger―. ¿Qué tal si nos tomamos una
birras y jugamos a algo?
Luke ya se había sentado ante el piano y pulsaba un Do repetidamente.
―Está desafinado, ¿no? ―preguntó Olivia―. ¿Qué tal si jugamos a adivinar pelis?
Al cabo de un rato ya habían adivinado Psicosis, que había gesticulado Claire bajando el brazo
repetidamente mientras pronunciaba el famoso ―Shin, shin, shin‖ (―No valen ruidos‖, había protestado
Henry guiñándole el ojo); Olivia había hecho El exorcista y Henry Avatar. Era el turno de Roger que
había elegido Titanic y estaba imitando la postura de los protagonistas en la proa del barco; llevaba un
par de minutos con los brazos extendidos y el mentón elevado como si le estuviese dando la brisa
marina en la cara. Todos habían adivinado ya la película pero fingían lo contrario.
―¡Ya sé!, ¡ya sé!, ¡cisne negro! ―gritó Olivia maliciosamente, y todos estallaron en risas.
―Tíos, no tengo ni puta idea ―decía Henry―. ¡Luke! Di algo.
Roger, que empezaba a ponerse rojo de vergüenza se cuadró y miró fijamente a Henry.
―Ya sé que no se pueden hacer ruidos, ¿pero puedo cantar?
―Bueno, podemos hacer una excepción. A ver si de esta va ―respondió Henry con el alborozo de
los demás.
―Sí, Roger, canta ―animó Claire.
Roger cerró los ojos y entonó con su mejor voz ―My heart will go on‖ mientras los demás fingían
concentración a indicación de Henry, aunque en realidad hacían enormes esfuerzos por no romper a reír
y prolongar así la diversión.
―Ya lo tengo ―interrumpió Olivia.
Roger la miró con una estúpida expresión de esperanza y alivio.
―No. Me pareció, pero no. Lo siento.
Entonces la carcajada fue general y muy sonora. Las risas retumbaban por el salón, rebotaban en las
paredes de piedra y en la caja del viejo piano, viajaban por la casa y llegaban hasta los enfermos oídos
de quien les escuchaba hacía rato abajo, en el sótano.
Luke se levantó del salón para ir a buscar más cerveza a la cocina pero Olivia lo detuvo con el pie.
―¿A dónde vas? Que vaya el friki, por no saber imitar una peli ―Henry interrumpió a Olivia
propinándole un codazo con falso reproche, y mirando con ternura a Roger, pidió que trajese más
cerveza.
―Venga Roger. Así le das tiempo al tonto de Luke para que piense una.
Roger agradeció el tono amable, aquellas palabras resonaron como una dulce melodía en su
incomprendido corazón solitario y no dudó un segundo en satisfacer su petición. Bajo el umbral, antes
de salir por la puerta, tuvo tiempo de apuntar:
―Era Titanic.

EL REENCUENTRO
Las risitas quedaban en el salón royéndole el orgullo a Roger. Estaba muy acostumbrado a las burlas
porque en la escuela de Houston eran casi diarias pero últimamente se había sentido importante; Henry,
el admirado quarterback del equipo, el chico más popular y deseado de la escuela había aceptado su
invitación y ahora estaban compartiendo su fiesta de graduación. Esperaba al menos que le diese una
oportunidad de ser aceptado tal y como era.
Iba tan absorto en sus pensamientos que no identificó su nombre en los ruidos que llegaban
procedentes del sótano. En cuanto se detuvo, al encender la luz de la cocina, pensó que se había tratado
de uno de esos sonidos inherentes a las casas viejas e imposibles de identificar. Cogió una caja de
barritas de chocolate encima de la mesa, abrió la puerta de la nevera y palpó los packs de Budweiser
para escoger unas que estuviesen bien frías.
―Roger ―era un susurro muy débil. La r sonaba como la g, como si quien hablase tuviese la boca
llena de crema de cacahuete.
Algo inconcreto despertó súbitos recuerdos de su infancia, su nombre había sonado desde la puerta
que bajaba al sótano, al final del pasillo. Sus ojos, acostumbrados a la clara luminosidad de la cocina, no
acertaban a discernir si realmente aquella puerta estaba entreabierta y asomaba algo o si era un engaño
de la penumbra. Salió de la cocina. El interruptor del pasillo no hizo encender la lámpara, por algún
motivo que desconocía su padre le había quitado todas las bombillas. Su vista se fue acostumbrando a
medida que se acercaba. Ahora la sombra se perfilaba como una mano cuyos dedos no acababan en
uñas sino en muñones oscuros. El olor que despedía el sótano era nauseabundo. Cuando llegó a la
puerta la mano lo agarró y las barritas y las cervezas cayeron al suelo.
Delante de él se erguía una forma humana, sus proporciones permanecían casi ocultas bajo un
albornoz blanco con capucha, lo que no alcanzaba a ocultar la prenda se mostraba en toda su cruel
fealdad como una superficie carnosa plagada de llagas y costras. Pudo comprobar que el aliento era la
fuente del olor que había detectado desde la puerta. Aquel ser ocultaba ahora sus manos entre los
pliegues que formaba el ancho albornoz. Roger, sin embargo, no tuvo miedo.
―¿Mamá? ―lo dijo, casi lo suplicó, volviendo de golpe al niño de diez años que había visto a su
madre por última vez.
Aquello retrocedió un par de pasos para mirarlo de arriba abajo y repentinamente empezó a temblar y
gemir.
―¿Qué te pasó, madre? Papá me contó que nos habías abandonado cuando... ―añadió pidiendo una
explicación y cerrando tras de sí la puerta que lo separaba del mundo. Los comentarios burlescos de
Henry y los demás, perfectamente audibles, quedaron atrapados al otro lado.
Ella se alejó escaleras abajo, eran unos diez o doce escalones pero Roger enseguida la vio plantada
sobre la tierra prensada y entre las sombras que dejaba la miserable bombilla incandescente que
iluminaba la estancia desde el centro. La capucha del albornoz apenas lograba ocultar su deformada
cara.
―¿Por qué permites eso, Roger? ―murmuró señalando el techo sobre sus cabezas. Su respiración
sonaba alterada por una mezcla de ira y compasión.
―¿Fue una de las pócimas de papá?
―No lo entiendes ―añadió al ver la mirada confusa de Roger―. Ellos no son tus amigos, no están
aquí por ti, Roger.
―…me contó que nos habías dejado, pero nunca le creí ―Roger se frotaba las manos
inconscientemente mientras hablaba y bajaba los escalones a pequeños pasos―. Se ausentaba de casa
con la excusa del trabajo pero enseguida averigüé que no era cierto. Sé que me estuvo mintiendo
durante todos estos años. ¿Adónde iba, mamá? ¿Iba a verte? ¿A cuidarte?
―Son unas zorras, Roger. No son buenas para ti…
No pudo terminar la frase, porque Roger había bajado las escaleras y la agitaba por los hombros.
―¡Escúchame, mamá! ―salpicó algunas gotas de saliva cuando una espita liberó de golpe su
frustración acumulada. Tenía ante sí la respuesta a todas las preguntas que se había hecho durante ocho
años y ahora perdía la paciencia por averiguar hasta el último detalle―. Tiene algo que ver con aquellas
pócimas, te intoxicó con sus experimentos ―la madre callaba, y como quien calla otorga, Roger la
agitaba con fuerza cual piñata para sacarle todos los secretos rumiados por él cada noche―, luego te
ocultó en algún lugar y una vez que dejamos esta casa te recluyó aquí, ¿verdad?
Una mano enferma emergió rápida de entre las sombras y golpeó la cara de Roger, que trastabilló y a
punto estuvo de caer sobre los peldaños.
―¡Me intoxicaste tú, hijo! ―dejó caer la capucha que la cubría. Su cara apenas era un amasijo de
carne, sin pelo, con dos hinchados globos oculares, grises y amarillentos, no había restos de dientes ni
labios en la boca y la lengua era una masa gorda y espesa―. Esos preparados me ayudaron durante
años… No tenías derecho a hurgar en ellos.
A Roger le temblaron las rodillas al recordar la incursión en el laboratorio de su padre y la tremenda
torpeza con la que había manipulado el contenido de aquellos frascos. Nunca hubiera encontrado las
palabras precisas para expresar su sentimiento de culpa, ni aunque la voz de Henry hubiese
interrumpido una generación más tarde.
―¿Dónde estás? Llevamos un año esperando por las birras.
Roger se estremeció y antes de que lograse separarse de su madre, ésta le había cogido por el codo.
―¿Por qué te dejas hacer eso? Ellos solo han venido aquí para fornicar, Roger. Y tú acabarás
escuchándolo desde tu cama, tu solo Roger. Ahora compórtate como un hombre, sal ahí arriba y pon las
cosas en orden.
Pretendió desengancharse de aquella mano que lo aferraba, como si con ello alejase también los
crecientes sentimientos de culpa y vergüenza, que se añadían a la frustración que llevaba sintiendo toda
la noche. Pero no era fácil deshacerse de ella y tiró de su brazo aún con más fuerza para separarse por
fin con un gesto de negación.
―Seguro que se está masturbando en el baño ―gritó Olivia desde el salón. Luke la acompañó con
una sonora risa boba.
Roger agachó la cabeza valorando la posibilidad de poner fin a todo aquello, pero no se sentía capaz,
aún tenía alguna esperanza de que acabase por lo menos regular. Estaba levantando la mirada hacia su
madre para farfullar alguna vaga disculpa, cuando se dio cuenta de que ella ya le había pasado y abría la
puerta del sótano.

VENGANZA
―¿Qué co…?
No alcanzó a terminar la frase, porque aquella masa fugaz había arremetido contra él y golpeado su
cabeza con un martillo. La madre pasó por encima del cuerpo inerte de Henry, y avanzaba como un
disparo por el pasillo mientras Roger quedaba paralizado por sus tormentos en el umbral del sótano.
Luke fue el primero en reaccionar cuando un albornoz blanco apareció cortando el espacio al otro
lado de los recuadros acristalados de la puerta. Llegó a tiempo para protegerse con el brazo del primer
golpe, pero éste le partió la muñeca con un sonoro chasquido. Su mano quedó colgando hacia atrás en
un imposible ángulo agudo mientras él se arrodillaba bramando de dolor como un toro.
Las chicas gritaban abrazadas en el sofá, buscando protección la una en la otra. La madre de Roger
no reparó en aquel abrazo ridículo y agarró la muñeca rota y tiró con un golpe seco, el chico intentó
levantarse a tiempo pero todo había sucedido demasiado rápido y ahora se miraba el muñón de su brazo
derecho mientras pataleaba sentado de dolor en el suelo. La sangre salía a chorros y le salpicaba la cara
y el pecho mientras la madre lanzaba su mano al suelo.
―¿Cuál iba a ser tu película, chico?
Luke intentaba pronunciar palabra pero parte del geiser de sangre había acertado en su boca y solo
escupía babas espumosas. Ellas, silenciadas ya de puro espanto, seguían abrazadas y con los pies
recogidos bajo el cuerpo, como si por esconder ese pequeña parte de ellas mismas diesen comienzo a su
completa desaparición. Luke estaba perdiendo la consciencia, su brazo ya no perdía sangre tan
visiblemente y cayó cuan largo era al suelo. La madre de Roger lo agarró de un pie y lo acercó al piano,
abrió su boca y colocó su cabeza cerca de una de las patas.
― Voy a elegirla yo, chico. ¿Qué te parece ―El piano‖? ―levantó el piano y lo dejó caer. La punta
de madera de una pata penetró en su boca con un húmedo crujido, y su cuerpo se agitó entre espasmos
inconscientes. Los gritos de las aterrorizadas espectadoras se fundían con los golpes que propinaba
Luke al entarimado, por unos segundos el conjunto formó una macabra melodía con él ejecutando la
base rítmica. La bestia se agachó y susurró a Luke su tenebrosa felicitación justo cuando éste se
despedía del público―. Perfecta ejecución, chico.
Se dirigió entonces a las dos chicas, por cómo temblaban recordaban dos gatitos abandonados en
plena calle un día de invierno. Sus pupilas estaban dilatadas y no podían apartar la vista de aquel
albornoz manchado de sangre. Por la abertura frontal de la prenda se ofrecía una vista dantesca; un
pecho con gruesos surcos blancuzcos como desgarros; un sexo o lo que quedaba de aquél, sin vello
púbico, del que goteaba algo viscoso. Ante ellas se formaba un charquito, observaron casi sin querer
cómo esas gotas se repetían por diversos lugares del entarimado.
―Por favor, no nos haga daño ―suplicó Olivia adelantando las manos en un gesto de protección―.
Se lo pido de mujer a mujer.
La monstrua percibió la mirada indiscreta a sus partes más íntimas y cerró el albornoz ejecutando
parsimoniosamente una doble lazada del cinto. Se colocó la capucha ocultando su rostro deformado.
―Disculpad guapas, no he tenido tiempo de arreglarme.
Aprovechando el momento Olivia se había levantado del sofá y alargaba la mano a Claire.
―Nosotras tenemos que irnos a casa. Ya es tarde, ¿verdad Claire?
―Por favor, no tengáis prisa. Podemos seguir jugando un rato ―la voz sonaba muy lejana desde el
interior de la capucha. De pronto Claire sintió su brazo aferrado por unos dedos inacabados, a algunos
les faltaba la última falange―. Querida, ¿cuál fue la tuya?
Claire ahogó un grito, apenas lograba balbucear nada.
―Oh, déjame adivinar… ―el otro brazo de la madre de Roger se levantó en el aire con el puño
cerrado, como si estuviese sosteniendo un cuchillo. Antes de que Olivia, que observaba con las manos
hechas un ovillo, hubiese adivinado lo que iba a suceder lo había lanzado con fuerza hacia el pecho de
su amiga. Claire se arqueó hacia delante exhalando un grito de sorpresa y dolor―. ¡Shin! ¡Shin! ¡Shin!
―El puño con el cuchillo imaginario subía y bajaba sin cesar mientras Claire se agitaba como una
muñeca con resortes descontrolados.
―¡Socorro! ―Olivia echó a correr hacia la puerta del salón.
―¡Shin! ¡Shin! ¡Shin! ―a su espalda se oían chapoteos y crujidos.
Las manos le temblaban y el sudor hizo que resbalasen en el primer intento de girar la manilla de la
pesada puerta.
―¡Shin! ¡Shin! ¡Shin!
Por fin aferró el frío metal y lo giró. El aire fresco acarició su cara, ya veía el brillo metálico del
Impala de Henry y se preguntaba si habría dejado las llaves en el contacto cuando notó que dos manos
agarraban su cabeza. Respiró hondo, ahora ya había adivinado lo que iba a suceder antes de que un
rápido giro de ciento ochenta grados la pusiese mirando aquellos enormes globos oculares. Sus piernas
aún se movieron dos pasos antes de que se desplomase inerte el cuerpo entero.
MAMÁ, NO MATES A HENRY
Lo primero que vio Roger cuando por fin le alcanzó el valor para entrar en el salón fue a un Henry
inconsciente que pendía del brazo en alto de su madre, dispuesta a ejecutarlo como a los demás en
medio de un galimatías de sangre y restos humanos. Al principio habían sido sus propios tormentos,
luego fue el más puro miedo lo que le impidió interceder por sus compañeros.
―Mamá, no mates a Henry.
Una mirada gris y acuosa se fijó en Roger, por cuyas mejillas empezaron a rodar lágrimas de
arrepentimiento. Se acercaba apaciguador al centro del salón levantando los pies para no pisar los restos
humanos cuando su madre lo retuvo.
―Para, Roger ―gruñó la masa humana―. No eran tus amigos. Eran malos para ti.
―Él es distinto madre, perdónale ―la madre empezó a entender que el corazón de su hijo palpitaba
por el rubio musculoso. La forma de comportarse, de soportar todos los insultos y humillaciones era la
de un enamorado―. Ya sé que no está aquí por mí, está por Claire, pero… Escucha, se llama Henry y
llevo mucho tiempo intentando tener un momento para hablar con él, quería verlo más que de refilón en
el pasillo de la escuela, quería que me mirase… Hoy cumplía un sueño.
Henry había empezado a despertar de su inconsciencia mientras Roger hablaba y, para su posterior
desgracia, captó esas últimas palabras. Roger lo supo en el instante y calló nervioso y expectante, su
madre acabó bajando el brazo y Henry quedó de pie entre madre e hijo. Aún estaba un poco grogui y
desorientado, y parpadeó un poco sin poder ocultar su miedo, pero su cuerpo sano y atlético encontró
enseguida su equilibrio y después de plancharse la camiseta con las palmas de las manos, adoptó su
habitual postura chulesca que tan buenos resultados le daba cuando se sentía inseguro.
―Estáis locos. ¿Es esto tu madre, friki?
―Henry… ―empezó a decir Roger.
―Me das asco, rarito.
Un súbito arranque de furia, que cogió por sorpresa al propio Roger, le hizo abalanzarse sobre él y
lanzarle un directo en plena boca. Henry retrocedió y se llevó las manos a los labios machacados, al
apartarlas vio en una palma ensangrentada un par de dientes.
―Deja que mi madre adivine tu película, Henry.
―Escucha... ―pero no pudo terminar la frase porque la madre de Roger ya lo había agarrado del
cuello y antes de que éste pudiese forcejear ya había lanzado su puño contra el pecho. Escarbó en él con
aquellos muñones que se introdujeron con asombrosa facilidad, como entra una cucharilla en un bloque
de mantequilla, y con la misma facilidad con la que se extrae una cucharadita, giró y extrajo su órgano
palpitante para levantarlo como un trofeo ante el rubio.
Cuando a uno le arrancan el corazón siempre tiene tiempo para unas breves palabras mientras la
sangre hace sus últimos viajes a cerebro y pulmones. Henry, como chico deportista, no iba a ser menos.
―¡Aaaaagh! Joder, qué tiene que ver esto con Avatar.
Alex Brais

ALEX BRAIS, 1974. Vigo.

Lector asiduo de novelas del siglo XIX, entre mis escritores favoritos se encuentran Dostoievski y
Stefan Zweig por su contenido psicológico, humanista, por su sensibilidad… Procuro alternar con
novelas contemporáneas y disfruto mucho con autores tan dispares como Houellebecq o el mismo
Stephen King.

Aunque la inquietud por escribir ha estado siempre presente en mi vida con algún experimento
fallido en el pasado, mi actividad literaria es más bien reciente, desde marzo de 2015 muestro mis
pequeños ensayos literarios en un blog personal donde se pueden encontrar todo tipo de sensaciones;
nostalgia, decepción, euforia o simples descripciones. Mi intención es ejecutar estilos narrativos
distintos y entretener así al lector.

http://elblogdealexbrais.blogspot.com.es/

Podría decir que crezco con esa inoportuna inquietud de buscarme a mí mismo cada día; elegir
nuestro camino es difícil, sin embargo creo que la literatura es un vehículo muy adecuado para hacerlo.
El ataque de las
criaturas
de Ann Joan Berenguer
El ataque de las criaturas
Ann Joan Berenguer

Era una noche de tormenta impetuosa con sus estruendosos truenos y relámpagos centelleantes que
aparecían y desaparecían a través de los ventanales de aquel pasillo oscuro.
El doctor Brooks había trabajado incansablemente con aquel ansiado experimento. Estaba loco y lo
sabía. Sólo tenía que demostrar al mundo que lo odiaba y que él tenía la culpa de su locura. Tan sólo
quedaba una última mezcla antes de lanzar su gran pócima al mar y así vengarse de todos ser vivo.
Huyendo de la policía que le pisaba los talones había llegado con dificultad al acantilado de
Rockport, apenas había mezclado, en la huida, los dos componentes de su experimento cuando lo
alcanzaron, y de repente se vio rodeado por un montón de policías que le apuntaban sin piedad con sus
pistolas. Brooks mantuvo en alto su pócima dispuesto a lanzarla por el acantilado cuando uno de los
policías se abalanzó sobre él intentando impedir que así lo hiciera. Los dos pelearon como si su vida
dependiera de ello. La pócima saltó por los aires. Todos quisieron cogerla pero esa vez la suerte le vino
dada al doctor ya que un torpe policía al intentar alcanzarla terminó arrojando el frasco por el
acantilado.
El inspector de policía se abrió paso entre todos asomándose por el acantilado con cara horrorizada,
viendo cómo el frasco se había roto al impactar con una roca, esparciendo así el líquido que contenía.
―¡Nooooo! ―gritó aterrado.
Aquella espesa masa, en contacto con el agua, estaba aumentando de tamaño a una velocidad
escalofriante, dando lugar a una capa negra que avanzaba con lentitud y parecía surgir de las
profundidades del mar.

Jake estaba jugando con River en la playa cuando se dio cuenta de que algo había atraído la atención
del perro.
―¡Venga, chico! ―lo llamó sin que éste le hiciera caso alguno.
Al insistir y ver que no le atendía se acercó para encontrar al perro olisqueando algo baboso que se
encontraba medio enterrado en la arena. Al principio le pareció una medusa pero no tardó en apreciar
que era algo bien distinto. Sí, tenía aspecto de medusa, era blando y transparente aunque parecía estar
sucio por su color negruzco pero lo que le hizo horrorizarse fue que le pareció que respiraba, que estaba
vivo y el apestado hedor que desprendía.
―¡Deja eso! ―le ordenó al perro y acto seguido con el pie y un poco asqueado enterró la extraña
masa en la arena.
Se marchó a casa sin darle mayor importancia pero lo que Jake desconocía era que River había
entrado en contacto con aquella masa extraña y que pronto empezaría a notar cambios en él, unos
cambios terribles que harían que dejara de ser el perro fiel que conocía.
Esa noche tuvo una horrible pesadilla. Algo monstruoso le perseguía en sueños. Se despertó
sobresaltado por la pesadilla y por los continuos gimoteos de River que dormía al pie de la cama y
parecía que algo también le estaba perturbando.
―Chico…
Jake se acercó para calmarlo e intentó acariciarlo pero lo que apreció en él en ese momento le
sobresalto soberanamente apartando su mano del animal en el acto.
Aquello parecía su perro pero una gran baba pringosa envolvía todo su cuerpo y éste se revolvía
convulsionando en el suelo.
―¿Qué te pasa, River? ―preguntó Jake asustado.
Quiso acercarse a comprobarlo aún el sentimiento repulsivo que le provocaba ver a su perro así pero
su cara se había desfigurado y unos ojos amenazadores, fuera de su órbita, le hicieron replanteárselo.
Algo malvado estaba apoderándose de River.
La baba que rodeaba a River lo estaba consumiendo, lo estaba matando Todo envuelto en aquel
moco espeso con olor desagradable. El perro se levantó torpemente y dio unos pasos hacia Jake que
hizo que retrocediera. Algo en el interior del chico le decía que se largara, que saliera pitando de allí
pero en el fondo no quería dejar a su amigo, su compañero de aventuras aunque pronto cambió de idea.
En cuestión de segundos River saltó encima de él con una rabia y un odio incontrolado. Sus ojos
amenazantes y fieros, su rostro desfigurado y su boca más grande que nunca dejaba ver unos largos
colmillos afilados que parecía querer desgarrarle la carne con una fiereza despiadada.
Salió de allí a todo correr perseguido por River que le rozaba los talones. En la persecución tropezó
con su vecina, la sexy Leah, y cayó al suelo.
―¿Qué te pasa? ―le preguntó ésta empujándolo―. ¡Quítate de encima, imbécil!
Temblando la intentó ayudar, algo que ella rechazó.
―Es River…―le dijo sin poder casi hablar mirando detrás de él con el temor de que apareciera en
cualquier momento.
―¿River? ―preguntó Leah arreglándose la ropa sin prestarle demasiada atención―¿Qué le pasa a
River?
El chico la empujó insistiendo para que caminara sin escucharla. Ella se apartó enfadada.
―¡Quieres estarte quieto! ―gritó enfadada―. ¡Déjame en paz!
En ese momento la cara de agobio que tenía molesta por el comportamiento de Jake desapareció
dando lugar a una cara horrorizada.
―¿Qué es eso? ―preguntó con la cara desencajada del miedo señalando un punto en la oscuridad.
El miedo le había paralizado todos los músculos a Jake y no se atrevía a mirar detrás de él. El grito
ahogado de su vecina hizo que reaccionara.
Se dio media vuelta y ante ellos pudo ver la criatura más repugnante que podría imaginar. Allí
estaba, River, pero ya no era River, había dejado de existir, aquella baba mocosa se lo había tragado.
River había metamorfoseado a un ser indescriptible. Había crecido, tenía la altura de un humano y
arrastraba los pies al andar como si le pesaran las piernas. Todo él era una gran masa que parecía
fundirse y que de un momento a otro iba a esparcirse por el suelo.
Su cara desfigurada mostraba una mirada sin vida, sus ojos había desaparecido y en su lugar había
dos cuencas vacías pero su boca era terrorífica con esos colmillos afilados amenazantes con una lengua
chorreante que parecían decir que estaba ansiosa de carne.
Esta vez no necesitaron discutir. Los dos sin mirarse arrancaron a correr desesperadamente
perseguidos por aquella criatura horripilante que emitía un sonido desgarrador.
En su encarecida huida perseguidos por aquella feroz criatura ávida de carne que anteriormente había
sido su perro fiel, Jake pensaba que qué iba a ser de ellos.
En su huida se percató que no había nadie por las calles y eso le extrañó ya que era una de esas
noches de verano donde todo el mundo salía a divierte. En especial las calles de Rockport siempre
estaban transitadas, ¿dónde estaba todo el mundo?
No lo pensó mucho, solo tenía en la cabeza alcanzar lo antes posible la comisaria para poder avisar a
la policía y al menos, sentirse a salvo allí, pero parecía que por mucho que corrieran cada vez estaba
más lejos.
Pasaron dos, tres, cuatro calles abajo y por fin la divisaron. Estaba a oscura, no se escuchaba ruido
alguno y eso le hizo dudar si debían entrar o no, pero un ruido ahogado como un sonido mecánico y un
gruñido como una especie de llanto infantil que helaba la sangre detrás de ellos les hizo entrar sin
contemplaciones al interior de la comisaria.
Allí todo estaba oscuro y Leah intentó buscar el interruptor desesperadamente para poder ver el
interior de la comisaria. No tardó en encontrarlo, situado al lado de la puerta de entrada pero se dio
cuenta de que no funcionaba y que estaba untado de una sustancia pringosa. Quitó la mano enseguida
asqueada, ahogando un grito que Jake neutralizó al instante tapándole la mano con la suya.
―¡Shhhh! ―le dijo como un murmullo―. No estamos solos.
Señaló un punto frente a ellos, en un rincón y allí apreció con dificultad unas sombras casi
irreconocibles de alguien o algo que se agrupaba a montones. La luz de la luna al entrar por la ventana
les ayudó ver con precisión que se trataba de cuatro extrañas criaturas deformes parecidas a la criatura
en que se había convertido River pero mucho más grandes y horripilantes.
Estaba claro que debían de ser algunos de los policía de la comisaría porque entre su espantosa
transformación todavía podía divisarse sus uniformes que la masa babosa se estaba engullendo.
―¡Ahhhhhh! ―gritó Leah―. ¡Tenemos que salir de aquí! ¿Qué está ocurriendo?
Apartó a Jake de un empujón y abrió la puerta de la comisaria de golpe topándose de frente con la
criatura que era River que alzó su brazo para cogerla. Jake le atisbó en toda la cara con una silla que
tenía cerca haciéndolo por un momento tambalearse y desorientándolo durante un momento.
Cogió a Leah de la mano y se la acercó hacia él.
―No te separes de mí ―le ordenó―. No sé qué está pasando pero es mejor que permanezcamos
juntos.
Leah esta vez no discutió, le pareció buena idea eso de estar juntos. Así se ayudarían en caso de
necesitarlo. Además el chico le empezaba a agradar, nunca se había fijado en él y eso que siempre
habían sido vecinos pero la cosa era que parecía valiente e incluso algo atractivo.
Sujeto su mano con fuerza, con la seguridad de quien deposita toda la confianza en alguien y
aprovecharon el momento en que el monstruo estaba desorientado para huir de allí.
―¡Espera! ―exclamó Jake que advirtió que una de las motos de la policía tenía las llaves puestas.
Intentó ponerla en marcha.
―Date prisa, Jake ―le dijo la chica nerviosa―. Están cerca.
Una de las criaturas se acercaba a gran velocidad.
«¿Qué le pasa a ese?»,pensó Leah extrañada y hasta casi divertida, «¿Qué se ha tomado?»
La moto arrancó.
―Venga Leah, sube.
Leah hizo lo que Jake le dijo y subió de un salto a la moto y éste se marchó de allí a gran velocidad
en el momento en que la criatura los alcanzaba seguido por unos cuantos más como ella que emitían
sollozos desgarradores.
Por el camino Leah abrazaba a Jake con fuerza, sentía un miedo terrible y aunque era verano
empezaba a sentir mucho frío. Empezó a temblar. El miedo era muy poderoso y no podía controlarlo
pero aquellos escalofríos no podían ser provocados por el miedo. Tanto temblaba que Jake tuvo que
parar la moto asegurándose de que nadie les seguía preocupado por Leah.
―¿Te encuentras bien? ―le pregunto intranquilo―. Estás temblando.
Leah se vio a sí misma incapaz de controlar los temblores.
―No sé… ―contestó―. Tengo frío, mucho frío.
―Hace algo de fresco.
―No esa clase de frío ―lo cortó ella―. Es un frío extraño y… siento la necesidad de ir a la playa.
Necesito bañarme.
―¿Bañarte? ―preguntó extrañado Jake―. ¿Perdona?, ¿estarás de broma? Unos seres monstruosos
nada amigables nos persiguen…
La ironía se le borro de golpe cuando vio que el estado de Leah era grave , con una mirada lejana y
los continuos temblores.
―Ya lo sé pero creo que me sentiré mejor ―se defendió ella―. Jake me encuentro fatal y no sé si
podré continuar huyendo. Creo que me sentiré mejor si me doy un baño. Lejos de esas criaturas.
Imposible que nos alcancen.
Al principio pareció no estar muy de acuerdo en ello pero la mirada de la chica de desesperación y de
esperanza a la vez le hizo cambiar de opinión. Tal vez sería mejor así, que se bañara y quizá el agua la
reconfortara.
―Está bien ―dijo―. Sube.
Leah se froto con vehemencia los brazos para así darse un poco de calor y subió a la moto.
Al llegar a la playa todo estaba en silencio. Todo tan jodidamente silencioso y sospechoso que le
hizo estar alerta al segundo.
Aparcaron en el parking de motos y bajaron hasta la playa.
La luz de la única farola que se encontraba en el parking parpadeaba. La playa estaba iluminada por
el resplandor de una gran esfera de plata que esa noche hacía que pudiera verse con claridad toda la
playa.
―Espera ―la avisó Jake pero ya era tarde. Leah camina hacia el agua del mar como hechizada.
―No pasa nada ―oía que le decía como embobada―. Es solo un momento. Me baño y nos vamos.
De pronto a Jake le pareció ver como un montón de siluetas que iban apareciendo de la nada y
acercándose a ellos en todas las direcciones.
―¡Leah! ―llamó a la chica―. ¡Vuelve!
Pero Leah no lo escuchaba. Continuaba andando dirección al mar. Entonces pudo ver con dificultad
como la cara de la chica se iba desfigurando, como sus pies cada vez eran más pesados y como su piel
se iba cubriendo de una espesa baba. Las siluetas oscuras se iban acercando, dándole paso a ella para
que penetrara en el mar. Un mar desconocido, negro y burbujeante que parecía tener vida, una gran
masa que parecía palpitar.
Entonces Jake recordó el momento en que Leah había entrado en contacto con la baba al intentar
buscar el interruptor de la comisaria.
En un acto involuntario se miró la mano. La mano que había cogido a Leah para escapar.
――La mano que había cogido la mano de Leah para escapar‖ ―se repetía en su cabeza.
Él también había entrado en contacto con aquella baba al coger a Leah.
Miro su mano y lo que vio le repugno. La mano se estaba cubriendo de una baba espesa que surgía
de unas ampollas provocadas por el roce de aquella sustancia.
Empezaba a hacer frío, un frio extraño que estaba apoderándose de Jake y que crecía en su interior.
La baba de su mano le subía por el brazo cubriéndolo todo hasta llegar al cuello. Intentaba moverse
pero era inútil sus piernas le pesaban y sus pies no respondían.
Las figuras oscuras se acercaban, lo acechaban.
Jake intentó gritar pero le salió un sonido mecánico y ahogado como un gruñido. Aquella masa le
estaba subiendo por el cuello, le estaba alcanzando la cara y empezaba a quemar. Notaba que estaba
cambiando, notaba que se lo estaba comiendo por dentro. Aquello dolía, se estaba desgarrando su
interior y cuando la baba alcanzó sus ojos todo se volvió oscuro. Todo desapareció.
Ann Joan Berenguer

Ann Joan Berenguer es el seudónimo de una escritora española que le encanta el género fantástico y
recientemente ha autopublicado su primera novela ―La Esfera Viviente‖, un libro de fantasía para niños
a partir de once años que se puede encontrar en amazon en formato ebook o en formato libro en el
siguiente enlace:

http://lalecturaderamon.com/tienda/la-esfera-viviente/

Le encantan los niños y de ahí su profesión de Técnico Superior en Educación Infantil.


Colabora con la revista digital Pandora Magazine en la sección de terror y fantasía con relatos y
reseñas. También colabora reseñando libros en la web del novelista Ramón Cerdá (Mi libro en papel by
La lectura de Ramón)
Actualmente está metida de lleno en una novela juvenil de género romántico paranormal que espera
terminar en breve así como en varios concursos de relatos.
Frankental
de Sebastián José Molina Palacios
Frankental
Sebastián José Molina Palacios

John Frankental avanzaba a grandes zancadas por toda la habitación. Sus rápidos y erráticos
movimientos de manos indicaban que su nerviosismo era cada vez mayor. Aunque apenas había
rebasado los cincuenta años de edad, el hombre aparentaba, para cualquiera que nunca hubiese tratado
con él, más de setenta, empezando por su encrespado y revuelto cabello totalmente blanco y acabando
por las profundas arrugas que surcaban la piel de su rostro, fruto, sin duda, de la enorme tensión
emocional a la que estaba sometido a lo largo del día y durante varios años, debido, en gran parte, a los
trabajos de investigación que realizaba y a las relaciones con sus colegas de la Universidad.
En su mano izquierda el hombre agarraba una carta a la que echaba frenéticos vistazos de tanto en
tanto. De repente, John se detuvo en medio de la sala. Señaló la carta con el dedo índice de su mano
derecha y lo agitó violentamente.
―¡No pueden hacerme esto! ―exclamó―. ¡No pueden! Con todo lo que le he dado a la
Universidad, ¿cómo se atreven ahora a despedirme y dejarme sin fondos? ¡¿Cómo?!
Con Universidad, John se refería a la Universidad de Grandford (Minnesota), y, en concreto, a su
Facultad de Biología, en la que había ingresado quince años atrás como investigador en genética y había
conseguido, con sus estudios, varias patentes para la mejora del cultivo del cereal y en la lucha contra el
cáncer, lo que había reportado una ingente cantidad de dinero a la institución. Sin embargo, con el paso
del tiempo, los experimentos de John se habían vuelto cada vez más excéntricos y arriesgados, pues el
investigador aseguraba que el futuro de la investigación genética para resolver los problemas de la
Humanidad estaba en la hibridación de seres vivos, y ahí topó con el conservadurismo del estamento
académico, que veía ese tema en concreto como algo específico de locos que jamás llegaría a ningún
resultado viable. Todo fue bien hasta que, ocho años antes, fue descubierto haciendo experimentos
secretos de hibridación con animales de diferentes especies, y entonces fue amonestado severamente
por la Junta Directiva de la Universidad, aunque se le permitió seguir desarrollando su investigación
más ortodoxa, como decían ellos.
Pero eso acabó dos años después, cuando barruntó, y expuso ante sus compañeros, que era posible
crear un híbrido ―inter―reino‖, es decir, crear un ser vivo mitad animal y mitad vegetal, argumentando
para ello el hecho de que millones de años atrás tanto animales como plantas habían tenido ancestros
comunes. Sólo había que encontrar esos genes comunes a ambos seres vivos y unirlos para crear una
vida totalmente nueva, diferente, y, según creía, capaz de solucionar todos los problemas de
enfermedades en el planeta. La Universidad había puesto el grito en el cielo y le apartó de su trabajo de
investigación hasta que entrase en razón y se olvidase de todas esas estupideces. John se negó
tozudamente a renegar de sus ideas y, tras acalorados discursos, pudo, al menos, conseguir que le
mantuviesen su paga mensual.
Como ya no tenía la obligación de aparecer por las instalaciones, John decidió montar en casa su
propio laboratorio y usó la pequeña fortuna adquirida a través de sus patentes para conseguir todo lo
necesario para llevar a cabo su trabajo.
Día tras día, durante dos años, Frankental utilizó genes de diversos animales y plantas para
recombinarlos. Perros, gatos, insectos, lagartijas, plantas y árboles de todas clases... Todo lo había
intentado y todo infructuoso. Cada intento era un fracaso.
El problema era doble. Por un lado, animales y plantas podían tener un antepasado común, pero se
habían separado tanto que sus genomas eran casi totalmente dispares. Y, por otro, el gasto en tiempo y
dinero para encontrar y mantener animales para los experimentos era demasiado alto, y sus fondos
menguaban a ojos vista.
Por un tiempo casi se había dado por vencido, hasta que, un año atrás, encontró la respuesta al
problema casi por intuición. Y se despreció por no haber sido capaz de conseguir antes la solución.
Aquella mañana, mientras desayunaba, pensaba con extremada concentración sobre cómo continuar
adelante con la investigación y, de repente, sin saber cómo, una frase se le instaló en la cabeza.
NECESITO SOLUCIONAR LAS ENFERMEDADES DE LA HUMANIDAD. Y la palabra
―Humanidad‖ se le repitió varias veces en su cerebro. Entonces lo comprendió todo. En sus
experimentos anteriores se había equivocado de animales y plantas.
Era cierto que los laboratorios, a la hora de encontrar medicinas para combatir las enfermedades,
usaban como cobayas a diversas clases de animales (ratones, conejos, perros,...) pero también, en
algunos casos, a voluntarios humanos. Ahí estaba la solución a su primer problema. A partir de
entonces los únicos animales con los que trabajaría serían humanos, y a la hora de encontrar
voluntarios... qué mejor voluntario que él mismo.
Solucionado el primer problema, entró de lleno en el segundo. Plantas y animales habían
evolucionado tan separadamente, que hasta sus respectivas alimentaciones eran completamente
distintas. Los animales se alimentaban de plantas y de otros animales mientras que las plantas obtenían
su alimento del suelo a través de las raíces. Pero resultaba que en algunos lugares existían suelos poco
fértiles, poco dados a mantener grandes plantas y árboles, y en esos suelos poco fértiles prosperaban...
las plantas carnívoras. Plantas que aumentaban la escasa alimentación obtenida del suelo a través de los
pequeños animales que atrapaban.
John Frankental rió a carcajadas cuando encontró la solución a su segundo problema. Con toda la
diferencia existente entre animales y plantas, eran las carnívoras, pensó, las plantas más parecidas a los
animales.
Frankental sopesó las diversas posibilidades que se le presentaban. En un principio pensó en utilizar
a la ―venus atrapamoscas‖, la cual crecía allí mismo, en los Estados Unidos, pero desechó la idea por el
pequeño tamaño de la planta. Si quería similitudes entre el animal y la planta necesitaba una planta
grande, y la más grande de todas era la ―Nepenthes Villosa‖.
Ésta era originaria de Borneo y alcanzaba alrededor de sesenta centímetros de altura y su tallo
llegaba hasta los ocho metros de longitud y un centímetro de diámetro. Sus entrenudos solían tener más
de diez centímetros de largo.
La trampa, John solía pensar en ella como boca, tenía forma de jarra ovada y alcanzaba los
veinticinco centímetros de algo por nueve de ancho, con un peristoma cilíndrico de unos dos
centímetros de ancho con dientes y costillas. John sonrió al imaginarse este peristoma como labios
duros cubiertos de dientes.
Además, al ser una planta que vivía a más de tres mil metros de altitud, toda ella estaba cubierta por
una densa vellosidad marrón que, en definitiva, era lo que le daba a esta Nepenthes su nombre
diferenciador.
Cuatro semanas más tarde, John recibía en casa tres ejemplares para ser cultivados. Segundo
problema resuelto, pensó.
Así, durante los últimos once meses, John había visto fracasar cinco intentos de recombinar su ADN
con el de la Nepenthes. Todos los híbridos habían comenzado bien el proceso de crecimiento pero,
finalmente, al cabo de un mes, los pequeños homúnculos acababan falleciendo.
Hasta ahora. Por fin, seis semanas atrás, había conseguido dar con la ―tecla‖ justa para que el
espécimen prosperara. Y vaya si lo hizo. Durante ese mes y medio, el híbrido había crecido hasta una
altura de un metro y veinte centímetros, el doble de la altura normal de la planta original. Y su tallo de
ocho metros se había ido enrollando y ensanchando hasta formar un tronco, dos brazos, dos piernas y lo
que parecía una cabeza rudimentaria. Aparte de su cara y las palmas de las manos, el resto del cuerpo
del ser estaba cubierto por una abundante vellosidad marrón clara, lo que le daba, según imaginaba
John, un aspecto vagamente similar a un orangután.
Ahora que sabía cómo crear vida, el científico llegó a la conclusión de que tenía que saber cómo era
por dentro ese ente. Como no tenía aparato de rayos X ni nada con lo que hacer una exploración interna
indolora, la única solución posible era la autopsia, lo que implicaba matar a su creación y, por ende,
traer a la vida nuevos ―hijos‖, pues por tales los tenía ya.
Pero tres días después de haber creado a cuatro nuevas criaturas, John Frankental recibía la carta en
la que se le informaba de su cese definitivo como miembro de la Facultad de Biología de la Universidad
de Grandford y de la rescisión del salario mensual que le era abonado.
No sabía qué había ocurrido. ¿Se habían enterado de sus investigaciones? ¿Era casualidad? No lo
sabía y tendría que indagar en ello al día siguiente.
―No ―continuó diciendo e hombre mientras recorría la habitación―. No pueden echarme ahora
que casi he acabado mi investigación. Ahora más que nunca es cuando me necesitan. Ellos y el mundo
entero. Todos dependen de mí y de mis estudios. Sí señor. Así es.
Sulfurado, continuaba recorriendo a grandes pasos la habitación. Sudando copiosamente y sin
conseguir calmarse, John Frankental decidió no esperar al día siguiente y acudir esa misma tarde a la
Universidad para pedir... ¡No!... Para exigir explicaciones y, si fuese necesario, dar a conocer los
avances que estaba realizando en casa. Sí, eso es lo que haría y...
¿Qué había sido eso?
El científico se detuvo de golpe al oír un ruido de cristales que se rompían. Su alterado estado de
ánimo no le había permitido determinar el lugar de procedencia del estruendo, pero sí estaba
convencido de que se trataba de cristales que se rompían.
―No puede ser ―dijo quedamente―. ¿Será posible que alguien esté intentando forzar mi casa
para... robarme?
Su estado de paranoia se incrementó. ¿A eso había llegado la Universidad?, se preguntó. ¿Sería
posible que de alguna manera hubiesen tenido conocimiento de sus investigaciones y ahora estuviesen
intentando robarle y dejarle a él con dos palmos de narices?
―¡Ah, no! ―casi gritó―. Eso sí que no. Este éxito será mío y sólo mío. Jamás lo compartiré, ni
mucho menos veré a otro llevarse los laureles de mis investigaciones.
Corrió hacia la puerta para localizar en qué lugar de la casa se hallaba el asaltante, cuando un nuevo
ruido le hizo detenerse. Esta vez logró identificarlo como algo que se arrastraba sobre los cristales
anteriormente rotos pero ahora supo con seguridad que no procedían de ninguna ventana de la casa
como en un principio había creído. El ruido procedía del sótano, el lugar donde llevaba a cabo sus
experimentos.
Se preguntó si sería posible que el asaltante hubiese entrado en la casa sin ser oído y hubiese llegado
al sótano. En tal caso ahora estaría destrozando el trabajo que tantos años le había costado levantar. O
llevándoselo para obtener ellos la gloria.
Cogió un atizador de la chimenea y con un alarido de furia corrió veloz mente hacia el laboratorio
blandiendo el arma en su mano derecha.
Cuando llegó a la puerta del sótano paró unos segundos, respiró hondo y, contando hasta tres, agarró
el pomo, lo giró y entró en la habitación atropelladamente dando gritos y agitando el atizador por
encima de su cabeza. Unos momentos más tarde su histeria se había convertido en total confusión al no
encontrarse con asaltante alguno.
Lo primero que llamó su atención fue ver la luz encendida, y luego el destrozado tanque de cristal
que había contenido al primer espécimen vivo, con trozos de vidrio y líquido esparcidos por todo el
suelo. Por su distribución en el piso, John sospechó que el tanque había sido roto desde dentro.
―Roto desde dentro ―se repitió para sí en un susurro―. Entonces...
Un grave sonido gutural procedente de la pared le hizo girarse bruscamente hacia la derecha,
blandiendo de nuevo el arma. Lo que vio le hizo retroceder aterrorizado. Su mano derecha bajo, sin
fuerzas, y el atizador cayó al suelo.
Allí, de pie junto a la pared, casi invisible desde la entrada de la habitación, se hallaba su creación, y
ambos seres se miraron fijamente durante largos segundos.
John intentó entrever qué se escondía tras la profunda mirada de aquel ente, pero no supo distinguir
si era dolor, miedo o alguna otra cosa la que expresaban aquellos diminutos ojos. Tal vez un poco de
todo.
Un nuevo gemido de la criatura rompió el eterno silencio que se había hecho en el sótano y John
contempló sin aliento cómo el ser abría la boca.

XXX

El ser ―inter-reino‖ se hallaba dentro de un espacio cerrado, transparente y rodeado completamente de


un líquido que, al parecer, le suministraba los nutrientes necesarios para sobrevivir.
De tanto en tanto, los escasos movimientos que realizaban sus brazos le permitían comprobar, al
chocar contra las paredes del tanque, lo reducido del lugar donde se encontraba confinado. Su confusa
mente no terminaba de entender por qué no podía ver las paredes de su cárcel que tocaba y, sin
embargo, sí que veía su propio cuerpo y, además tocarlo.
Fuera de su prisión podía ver una habitación en penumbra, repleta de cosas y aparatos cuyo
funcionamiento no comprendía, pero que sabía que estaban relacionados con su supervivencia porque,
cada cierto tiempo, veía entrar en el lugar a un ser que los manipulaba y tomaba notas en algo que cogía
entre las manos.
Por la pequeña ventana de la habitación, el ser podía ver algo de luz, aparte de la ya existente dentro
de su prisión. Una luz que, regularmente, disminuía y aumentaba. No sabía cómo, pero el ser intuía que
a través de esa ventana lo que veía era el ciclo día―noche. Así que el ser se asombraba cuando veía
cómo el extraño personaje que le ―atendía‖, por decirlo de alguna manera, iluminaba la habitación
cuando entraba y la oscurecía cuando se marchaba. ¿Qué clase de poder poseía ese extraño y delgado
individuo? Tal vez tuviese que ver con algo que presionaba en la pared junto a la puerta por la que
entraba y salía.
El lugar, desde luego, parecía mucho mayor en tamaño que el minúsculo habitáculo en el que él se
encontraba prisionero. Y día tras día el ser, el ―homúnculo‖ solía referirse a él, se sentía cada vez más
agobiado e inquieto dentro de aquella prisión invisible. Pero un día, cansado ya de su encierro, comenzó
a golpear con fuerza la pared que tenía delante de sí hasta que el cristal estalló en mil pedazos y cayó de
bruces contra el suelo.
Soltó un largo gemido de dolor al golpearse y herirse con los cristales. Lentamente se arrastró hacia
una pared, separándose del suelo húmedo que le dañaba la piel. Acostumbrado como estaba a respirar el
líquido del tanque, sus pulmones trataban a duras penas de acostumbrarse a conseguir el oxígeno del
aire que le rodeaba. Junto a la puerta vio algo que sobresalía de la pared, y supo que era el objeto que su
captor pulsaba para iluminar la sala. Se acercó a él y oprimió el botón. La luz se encendió y el ser
parpadeó ligeramente hasta acostumbrarse a la mayor claridad. Le molestaba algo tanta iluminación,
aunque podía soportarla.
Súbitamente, su fino oído captó un ruido en el exterior. Alguien gritaba y parecía estar acercándose.
A pesar de la distancia, reconoció la voz como la de su carcelero.
Sintió cómo alguien agarraba el pomo de la puerta al otro extremo de la misma y, segundos más
tarde, el hombre entraba dando gritos y blandiendo un objeto con su mano derecha. Tras el ímpetu
inicial, quedó en silencio mirando en derredor, estupefacto.
En ese momento, un gruñido salió desde el estómago del homúnculo y subió hasta sus fauces
provocando un gruñido aún mayor. El hombre se giró de inmediato y le miró fijamente, aterrorizado. El
objeto que agarraba cayó al suelo con estrépito.
La criatura, en esos momentos, era un torbellino de sentimientos, dolor, miedo, extrañeza... Pero en
ese momento supo que sentía otra cosa. Algo más fuerte de lo que jamás había sentido mientras estaba
dentro del tanque. Sentía hambre. Mucha hambre. Y el olor que emanaba del hombre no hacía más que
exacerbarla. Instintivamente supo lo que tenía que hacer. Abrió la boca.

XXX
La primera imagen que a John Frankental se le vino a la cabeza cuando la criatura abrió la boca fue la
de un pelícano que recogía peces en la enorme bolsa bajo su pico. La mitad superior de la cabeza, la que
contenía la nariz, ojos y orejas se movió hacia atrás dejando al descubierto una trampa de medio metro
de profundidad y casi veinte centímetros de diámetro, flanqueada por una placa ósea de duros y afilados
dientes. Un intenso y agradable aroma surgió de su interior y se extendió por toda la habitación.
En cuanto John aspiró la dulce fragancia, dejó de pensar con claridad y su cerebro se embotó. Nunca
había acariciado un olor tan extraordinario. Su mente se llenó con la imagen de un campo lleno de
olorosas flores. Casi sin darse cuenta, comenzó a moverse hacia la criatura. A un metro escaso del ser,
adelantó su brazo en un intento de agarrar aquellas flores que se proyectaban en su mente con la
intención de aspirar su aroma. Cuando ya estaba a unos escasos centímetros de la criatura, ésta se echó
velozmente hacia delante, introdujo la mano de John en su boca y se la seccionó por encima de la
muñeca.
John volvió cruelmente a la realidad y comenzó a dar alaridos de dolor mientras la sangre comenzaba
a salpicar el suelo. Corrió atropelladamente de un lado a otro, tropezó contra una mesa y cayó
pesadamente contra el piso. La criatura devoró la mano con avidez y disfrutó con el sabor de la carne.
Sin duda era mucho mejor que el compuesto que recibía con anterioridad, por muy nutritivo que fuese.
Se acercó lentamente hasta el hombre en busca de más alimento.
El aterrorizado John le vio venir y retrocedió lo más rápido que pudo hasta chocar contra la pared.
―¡No! ―gritó desesperado―. ¡Aléjate de mí, bestia inmunda!
El grito sonó falso a sus propios oídos. Realmente no era esto lo que pretendía con su experimento.
Quería crear una cura para los males de la Humanidad, pero, al parecer, sólo había creado un monstruo.
La criatura siguió acercándose, haciendo caso omiso a los alaridos de su víctima. Se colocó casi
encima de ésta y se lanzó velozmente contra su cuello. Segundos más tarde, John Frankental estaba
muerto.

XXX

Anochecía fuera de la casa. La criatura mitad humano mitad planta carnívora había tenido tiempo de
recorrer la casa. En el sótano había descubierto otros cuatro tanques con seres iguales a él en su interior.
Aún eran pequeños y no estaban bien formados, pero la criatura sabía que no tardarían mucho en
estarlo. Su boca se movió en algo parecido a una sonrisa.
También se había acercado a una de las ventanas cuyos postigos se hallaban abiertos. Aspiró
profundamente el aire del exterior. Sus pulmones se habían adaptado plenamente al nuevo medio. Y le
gustó lo que había olido. Fuera de la casa, a su alrededor, pudo sentir el olor de otros hombres y
animales. Un sabroso olor a alimento fresco. Y más allá, de las afueras de la ciudad, recibió el fragante
olor de los árboles del bosque que rodeaba Grandford. Un espeso bosque que bien podía servir de
refugio tanto a él como a sus hermanos que pronto nacerían. Sólo había que esperar.
Sebastián José Molina Palacios

Biografía literaria:

-Julio de 2011: Participación en el premio de literatura de terror Villa de Maracena.


-Marzo de 2014: Envío de relato de ciencia ficción a la revista online axxon.com.arg
Killer Frogs
(El ataque de las Ranas
Mutantes)
de Antonio López López
Killer Frogs (El ataque de las Ranas Mutantes)
Antonio López López

Danville, condado de Contra Costa (California)


El joven Mike de 15 años y gran amante de los animales visita a diario la granja de Bob "El Sapo", un
viejo herpetólogo que ha dedicado su vida al estudio de los anfibios, en especial cualquier tipo de rana.
Bob vive en una pequeña casa que hay junto a la Granja Anfibia, pero no vive solo, su nieta
Christine quien cursaba su primer año de Universidad estudiando la carrera de Herpetología, con la idea
de poder ayudar a su abuelo en las investigaciones en la granja. Vive junto a él desde que sus padres
murieran en un accidente de tráfico. Bob, viudo de su esposa Carol que desgraciadamente no pudo
superar un cáncer, ha criado a Christine llegando a ser casi un padre para ella.
Todo comenzó el 1 de Julio de 1986, cuando Mike regresaba de casa del viejo Bob en su flamante
bici nueva, decorada de serpentinas con los colores de la bandera nacional, se palpaba en el ambiente
que el gran día estaba por llegar, el 4 de Julio.
Bob, había regalado a Mike, unos 20 renacuajos de un anfibio muy extendido por Norteamérica, la
rana toro. Tenía preparado en casa un pequeño acuario casero. Era una caja de plástico que había
encontrado en el vertedero y como era transparente, era perfecta. También llevaba unas plantas
acuáticas que Bob le había dado para acondicionar el pequeño y artificial hábitat para los renacuajos.
Mike llegó a casa, dejó la bicicleta en el jardín y se dirigió a la cocina donde estaba su hermano Billy
preparando un emparedado de crema de cacahuete. Billy era un fornido adolescente y capitán del
equipo de baseball del instituto, ya en su último curso y con la mente puesta en ese paso tan importante
para los jóvenes, la universidad.
—Hola Billy, ya estoy en casa, mira lo que me ha regalado Bob.
Mike mostró a Cris el tarro de cristal con las pequeñas larvas de rana.
—¡Aghhh, que asco! No entiendo cómo te pueden gustar esas cosas. Guarda eso y tomate el
emparedado que te acabo de preparar.
Mike devoró en segundos la merienda y subió a su dormitorio para dejar los bichos en el acuario.
Como no tenía comida para ellos, les dio un poco de comida para los peces, cuya dueña era la tía Agnes
que murió años atrás y quien fue la que hizo a Mike gran admirador de animales de este tipo.
Y así pasó la noche, decorando la pecera improvisada con la flora y fauna que el viejo Bob le regaló.
Los padres de Mike estaban de viaje asistiendo a una convención en Massachusetts, así que Billy
velaba por la seguridad e integridad del pequeño.
Esa noche algo sin precedentes ocurrió, una lluvia de meteoritos iluminó la estrellada noche dejando
tras de sí una avalancha de cráteres en la zona y pequeños fuegos detrás de la granja de Bob.
Curiosamente, un fragmento de estos meteoritos atravesó el cristal de la ventana de Mike y fue a parar
al pequeño estanque casero, evaporando el agua casi en su totalidad.
Mike despertó por el impacto, pero no se cercioró de que el artífice de la rotura estaba en su pecera.
Billy entró en la estancia para ver si su hermano se encontraba bien y entre los dos debatieron lo
sucedido.
—Venga enano, mañana lo miramos, ahora vamos a dormir.
Y así fue, los dos fueron a dormir.
Y mientras dormían, los renacuajos comenzaron a irradiar una espeluznante luz verde que unida al
vapor brumoso de la pecera creó una mini atmosfera aterradora.
A la mañana siguiente, cuando Mike despertó, observó la perdida de agua del acuario y comprobó
cómo sus inquilinos habían triplicado el tamaño. ¡Era increíble! No podía ser que la comida de los peces
influyera de tal manera en el tamaño de los pequeños anfibios, que ya no tan pequeños.
Terminado el desayuno. Montó en su bici y se dirigió a la granja de Bob, para enseñarle en lo que se
habían convertido sus pequeñas mascotas.
Una vez allí, Bob lo recibió algo sobresaltado y estupefacto, y lo invitó a pasar dentro, pues quería
enseñarle algo.
—No te vas a creer lo que ha pasado en el estanque número 3.
El estanque número 3 es el que Bob mantiene el estudio de la Rana Toro y de donde salieron los
renacuajos que regaló a Mike.
—¡Repámpanos Bob! ¡Están más grandes aun que los míos! —exclamó mientras enseñaba el tarro
de cristal.
El viejo Bob observó el envase algo sorprendido, intentando dar respuesta a tal hecho.
—Bob, ¿cómo ha podido pasar tal cosa? —preguntó Mike.
Bob, invitó a Mike a seguirle y mostrarle un gran pedrusco del tamaño de una calabaza mediana
mientras señalaba el enorme agujero que había en el techo del edificio, que al ser completamente de
madera no opuso resistencia al meteorito, incluso pudo ser peor.
Los renacuajos que Bob estudiaba y que se encontraban en el mencionado estanque numero 3 eran
del tamaño de un gato, con las ancas bien formadas y musculosas, pero aun con cola.
—Bob, he de irme, mi hermano estará preocupado...
—¿Sigue tan guapo tu hermano? —se escuchó detrás desde lo alto de la estancia.
Mike alzó la mirada y pudo ver la exuberante figura de Christine, la nieta de Bob.
— ¡Hola Christine! ¡Qué gustoso verte! Está en casa esperándome, le diré que has vuelto.
Christine sonrió ante la mirada condescendiente de su abuelo.
—Dile a tu hermano que luego me pasaré a saludarle —concluyó Christine.
Mike se despidió y marchó fuera para coger la bicicleta.
Antes de llegar a casa paró un instante en la "Charca Monroe" atraído por un extraño olor. Dejó la
bicicleta tumbada en la cuneta de la carretera y se deslizó en el pequeño terraplene.
Mientras iba avanzando fue encontrando esparcidas por la orilla de la charca plumas de todos los
colores y tamaños. En ese momento vio en la charca como paseaba un Zampullín de pico grueso, una
especie de pato muy extendida en la mayoría de los humedales de la zona y principal enemigo de las
ranas del lugar.
De repente, una enorme boca salió de la profundidad de la charca y atrapó al indefenso pato hasta
que éste desapareció en el interior de unas fauces grandiosas. Después, lo que parecía una especie de
reptil de gran tamaño, resultó ser una cría de rana del tamaño de un gato y que, al salir a la orilla,
comenzó a mutar y a crecer. Perdió la cola típica de la fase larvaria de estos anfibios, las ancas traseras
parecían las de un canguro, ¡eran enormes!
Mike retrocedió asustado y tropezó con una rama caída quedando a merced de la bestia mutante.
Desde el suelo Mike advirtió un mapache que estaba en la zona, pero no fue el único, la rana se
abalanzó hasta él para luego devorarlo. El siguiente sería Mike.
Pero mientras la rana seguía deleitándose con su merienda, Mike se levantó y corrió despavorido en
busca de su bicicleta. Montó en ella y pedaleó con fuerza en dirección a su casa.
Mientras tanto, en la "Granja Anfibia", el viejo Bob que estaba solo, pues Christine había salido poco
tiempo después de que Mike se fuese, no daba crédito a lo que sus cansados y viejos ojos estaban
contemplando. Era el estanque número 3 del que provenía una serie de ráfagas de un color verde intenso
y cuya superficie fue cubierta por una extraña bruma y que parecía nociva. En ese momento el corazón
de Bob se resintió al ver la criatura que salió del estanque, lentamente, como si lo estuviese acechando,
éste agarró su corazón, síntoma del inminente infarto al que el miedo de tal visión había inducido. Justo
en el momento en el que el viejo Bob clavaba sus rodillas en el suelo, la bestia mutante salió del agua
con la agilidad de un puma comiéndose a Bob de una tacada. Dejando como única prueba un pañuelo de
"Los Ángeles Dodgers" que tenía como amuleto.
Mike entretanto llegó a casa y al entrar sorprendió a su hermano hablando con Christine.
— ¿De dónde demonios vienes enano? Christine me ha dicho que salió momentos después que tú y
no te ha visto por el camino.
—¡No hay tiempo para eso! ¡Estamos en peligro! ¡He visto como una rana crecía casi tanto como yo
y ha devorado un mapache! ¡Tenemos que llamar al Sheriff! —exclamó Mike apenas sin aliento.
—Calma enano no tengas tanta prisa, ¿Qué clase de invento es este? Christine me ha contado lo de
las ranas de su abuelo, pero... de ahí a que se coman un mapache... ¿Eso puede ser? —preguntó Billy a
su amiga.
—Bueno, una rana toro se come todo lo que le entra en la boca... pero comerse un ma...
Los ladridos incesantes de Wolfy interrumpieron a Christine antes de que pudiese terminar la frase.
—¿Que es ese escándalo? ¡Wolfy!
Salieron al jardín para ver que estaba inquietando al perro y justo al abrir la puerta y dar unos pasos
sobre la madera del cobertizo de la entrada vieron aterrorizados como decenas de ranas gigantes
invadían la parcela mientras una de ellas abrió la boca y como si de un látigo enorme y viscoso se
tratase lanzó la lengua para atacar a Wolfy, que nada pudo hacer para escapar.
—¡¡Nooooooooo!! —gritó desesperado Mike al ver como la enorme rana engullía sin esfuerzo a su
perro.
—¡Mike, no! —vociferó Billy mientras prendía a su hermano por el cuello de la cazadora.
Las voces incontroladas de los hermanos hicieron que los monstruosos batracios se fijaran en los tres
amigos, que aterrados entraron dentro y cerrando la puerta tras sus pasos.
El croar de las ranas era tan intenso que las vibraciones retumbaban en la cristalera de la pared.
Atónitos por lo sucedido y tristes por la pérdida de un gran amigo como era Wolfy, intentaron deducir
como era posible que una treintena de ranas capaces de comerse a una vaca estaban en el jardín de su
casa montando una fiesta.
Entonces, Christine contuvo la respiración por un momento y propuso:
—Vamos a la granja de mi abuelo... ¡Vamos a la granja de mi abuelo! ¡Él sabrá que hacer!
Los tres se dirigieron a la parte trasera de la casa, en la cocina que daba al porche trasero.
Sigilosamente observaron los alrededores y comprobaron que la salida estaba libre de ranas.
—Vamos al garaje, cogeré el todoterreno —dijo Billy en voz susurrante.
Pero el mecanismo de la puerta de la cochera produjo demasiado ruido y atrajo a los anfibios
rápidamente.
Apenas montaron en el auto cuando una de las ranas hizo acto de presencia en la misma entrada, a lo
que Billy, valeroso, respondió pisando el acelerador mientras decía:
—¡¡Odio a las putas ranas!!
Y atropellando al anuro, consiguió salir de la finca, poniendo rumbo a la granja sin saber el trágico
final que al viejo Bob le deparó el destino.
Pero una visión dantesca era reflejada en sus pupilas, Todo el barrio, toda la vecindad y en breve
todo el pueblo, estaba siendo atacado por hordas de ranas gigantes, devorando a todo aquel que
estuviese en su visión. Cada vez eran más grandes, y más voraces.
Desorientados por la magnitud de la invasión, casi atropellan a Barnie, el dueño de la Armería del
pueblo, quien llevaba a su espalda una mochila para fusiles.
—¡Espera Billy, déjame subir!
Cuando Mike abrió la puerta para dejar subir a Barnie, una enorme lengua pegajosa rodeó el cuello
de nuevo pasajero y le arrancó la cabeza sin esfuerzo.
Sin apenas dilación Billy pisó el acelerador a fondo mientras Mike veía como otras dos ranas se
peleaban mientras descuartizaban al decapitado Barnie.
—¡¿Cómo vamos a acabar con estos bichos, si cada vez están más grandes?! —se preguntó Billy en
voz alta.
—Creo que mi abuelo, puede ayudarnos. Mike, ¿recuerdas que, desde hace unos años, el número de
ranas menguó en la baja California hasta el punto de apenas quedar algún que otro espécimen?
Mike asintió en silencio. Christine siguió hablando.
—Creo que mi abuelo descubrió el origen de eso. Todo fue ocasionado por una enfermedad, la
quitridiomicosis. Una enfermedad infecciosa causada por un hongo, el Quitridio. Según los estudios de
mi abuelo, esta enfermedad podría ser capaz de erradicar el 30% de la población mundial de ranas en
los próximos 15 años, lo que sería nefasto para el reino animal.
—¿Y de que nos sirve saber eso? —preguntó Billy algo desconcertado mientras casi llegaban a la
granja.
—Pues muy sencillo, mi abuelo tiene muestras en el laboratorio suficientes como para matar a todas
las ranas de Norteamérica.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Billy.
—Con la vieja avioneta de mi padre. Llenamos el tanque de agua con el hongo y si no me fallan los
cálculos, el efecto debe ser nefasto para ellas, pues no solo crecen en tamaño y en voracidad, también la
harán en sus debilidades. Este hongo ataca secando la piel de la rana, impidiendo que pueda respirar,
matándola de asfixia.
—Pues pensad en como lo haremos porque no va a ser fácil, mirad.
Billy detuvo el coche a unos 100 metros de la granja, que desgraciadamente para ellos y en especial
para Christine, estaba custodiada por un grupo de ranas aún más grandes de las que habían visto.
—Bien, fui o no fui un maldito Boy Scout
Billy bajó del vehículo, tomo una escopeta del maletero y se dirigió a la puerta donde estaba
Christine, la abrió y extendió la mano a la chica.
—Conduce tú, yo me encargaré de esos anfibios. Hemos de llegar al laboratorio y solo tú sabes
dónde están, llegados a este punto no podemos pensar en encontrar a tu abuelo, hemos de ser nosotros
quienes lo hagamos. Aunque... ¡Yo no sé pilotar!
—No te preocupes encanto, eso lo hago yo —sugirió giñando un ojo—. Mike, tu vendrás conmigo
para llenar el tanque del agua.
Justo cuando se disponían a intercambiar los asientos del coche, ella agarró de la mano a Billy y
preguntó:
—¿No me vas a besar?
Billy no pudo resistirse y la besó bajo la mirada de Mike.
—Vamos tortolitos, es para hoy, o es que queréis ser la cena de los anfibios más grandes del
mundo... ¡Vamos!
La pareja miró al tercero en discordia y sonriendo comprendieron que el benjamín del grupo tenía
razón. Así que sin perder más el tiempo se dirigió a la entrada de la granja a toda velocidad. Las ranas
que custodiaban la entrada se percataron de que una enorme presa metálica y humeante se les acercaba.
Fue cuando Billy bajó la ventanilla y comenzó a disparar. La puntería de Billy era exquisita. Mató a los
guardianes de un disparo a cada uno justo antes de que Christine arremetiera contra la entrada de la
Granja, traspasando el portón y estrellándose con una plataforma cerca del estanque 1.
—Rápido, buscad el hongo, yo os cubriré.
Christine y Mike fueron a la estancia superior donde se encontraba el laboratorio. Tomaron las
muestras con el hongo y salieron. Al asomarse por la barandilla, pudo ver que en el estanque 3 flotaban
centenares de renacuajos de un tamaño considerable y un ejemplar adulto yaciendo cerca de la orilla.
Pero empalideció al ver que, a la espalda de Billy, en el estanque, se podía ver la silueta de una rana que
se acercaba cada vez más a él.
—¡¡¡Cuidado Billy!!!...
El estruendo de un disparo retumbó en todo el lugar, y la fiera cayó abatida por un malherido Billy,
que aduras penas podía tenerse en pie después de la embestida.
—Deprisa, no perdáis tiempo, están llegando más.
Christine subió a la vieja avioneta y mientras, Mike, agarró la manguera del depósito de la avioneta y
fue a conectarla desde la cuba del aparato al depósito de la granja.
—¡Espera Mike! —gritó Christine—. Sumérgela en el estanque número 3 y yo haré el resto.
Dicho y hecho. Christine pudo llenar la cuba de la avioneta con el agua del estanque número 3.
Una vez cargada la cuba y viendo como más ranas amenazaban nuevamente a Billy, no perdió más
tiempo y comenzó a tomar velocidad con la avioneta, poco a poco fue izándose hasta tomar una altura
considerable para dirigirse al pueblo.
Mientras, Billy seguía con su cruzada, pero no estaba muy sobrado de tiempo, si no buscaba una
solución iba a convertirse en comida de rana. Una rana enorme era la avanzadilla de lo que estaba a
punto de entrar. Efectivamente entraron tres más y por si la cosa no podía salir peor, estaba quedándose
sin munición.
De tres disparos certeros mató a las primeras, pero no le quedaban cartuchos para la última, todo
parecía perdido hasta que una explosión hizo reventar a la rana en mil pedazos.
Mike, que después de cargar el depósito para Christine, encontró en un almacén una mochila con
dinamita y fue él quien salvó la vida de su hermano.
—¿Quién es el enano ahora?
Mike lanzó la bolsa de la dinamita y un encendedor a Billy y este, con la misma puntería que con la
escopeta fue avasallando y acabando con todas las ranas a su paso.
Mientras, sobrevolando la colina, Christine regresaba de fumigar el pueblo con la mezcla de agua y
el hongo del laboratorio de su abuelo y aterrizó en la entrada de la granja. Mike y Billy salieron a su
encuentro.
—Chicos, creo que funciona, están cayendo como moscas. Ahora buscaré a mi abuelo.
Pero Billy la tomó de la mano, la besó y le mostró su condolencia mientras enseñaba el pañuelo de su
abuelo. Ella lo agarró y con lágrimas en los ojos y mirando al cielo creyó ver la imagen de su abuelo
sonriendo y dando la sensación de mostrar el orgullo por su nieta.
Y mientras Billy y Christine se besaban efusivamente, Mike sentenció diciendo:
—Pues no ha sido tan difícil....
Antonio López

Escritor y poeta.
Nacido en Úbeda, Jaén (España) el 18 de Mayo de 1979. Primogénito de 4 hermanos en el seno de una
familia humilde. Sus pasiones han sido el dibujo, la música y la lectura. Comenzó a decantarse por la
poesía a los 16 años.

Tiene publicados los dos primeros volúmenes de su trilogía poética ―Trovadores de lo Místico‖: El
Trovador de la Luna y El Trovador de las Tinieblas. El tercer volumen, La Trobairitz del Placer, tiene
prevista su publicación para febrero de 2016.

Desde Octubre de 2015 presenta el programa ―Sophantasy Radio‖ en la emisora de Argentina ―Alma
en Radio‖, un espacio para la poesía en forma de audio y con momentos musicales.

Pertenece al grupo literario Círculo de las Tres Lunas, siendo co-escritor de la novela Domingo
Triste, pendiente de publicación.

Su material está disponible en Amazon. Sus reseñas y actividades pueden encontrarse en:
http://sophantasyap.blogspot.com.es Blog
http://circulodelas3lunas.wix.com/circulodelas3lunas Web
@TrovadorLuna En Twitter.
Facebook como El Trovador de la Luna.
También en Facebook gestiona las páginas de: Sophantasy, Sophantasy Radio y Sophantasy Graphic.
Equipo Justicia
de Edurne Lápida
Equipo Justicia
Edurne Lápida

—¿Ves al señor Cadolini, Jennifer?


—Ssshhh —la mujer le hizo callar con un mal gesto—. No me distraigas, Jack. Sigue pedaleando.
Su compañero dejó escapar un gruñido, pero acabó obedeciendo. Jennifer aferró mejor el visor del
periscopio y lo giró lentamente para recorrer toda la costa de Santa Mónica. Los bañistas disfrutaban del
sol o nadaban cerca de la orilla, sin ser conscientes de que estaban siendo observados.
—¿Le has visto ya?
Jennifer esbozó una sonrisa taimada, todavía mirando por el periscopio.
—Oh, sí —las comisuras de sus labios se estiraron de forma grotesca—. El Jefe se pondrá muy
contento cuando le atrapemos.
Jack paró de pedalear y se inclinó hacia ella sin bajarse del asiento.
—¿Dónde está? —preguntó, con los nervios a flor de piel—. Déjame ver, anda.
—Toma —Jennifer le acercó el visor—. Está junto al Pier, en la playa. ¿Lo ves en la arena? Es el
que lleva el sombrero de flores.
Jack rio entre dientes.
—¿Esos son sus guardaespaldas? —inquirió, refiriéndose a los dos hombres corpulentos que le
sujetaban la sombrilla y vestían traje en pleno agosto—. Qué ingenuo.
La mujer le quitó el visor y lo situó frente a ella.
—Si el plan funciona, el Jefe nos hará muy ricos —dijo, girándose hacia él.
Jack, sentado justo detrás de ella, perfiló una sonrisa lobuna.
—Funcionará, Jennifer —sus ojos glaciales centellearon, desprendiendo un brillo malicioso—.
Funcionará.
Y como movidos por una descarga eléctrica, ambos estallaron en una aguda carcajada que resonó por
todo el submarino.
—Y ahora sigue pedaleando, Jack —ordenó Jennifer, con voz estridente—. ¡Pedalea!

~~~

Biagio Cadolini se había tumbado en la arena, sobre una toalla roja donde podía verse perfectamente el
logo de su negocio. Cadolini’s Pasta era una de las cadenas de restaurantes italianos más famosas del
mundo y su imperio había logrado crecer vertiginosamente gracias a la salsa especial que solía
acompañar a cada uno de sus platos.
El señor Cadolini comenzó trabajando en establecimientos de comida rápida cuando era joven,
siempre en puestos mal pagados que anulaban su creatividad. Sin embargo, un buen día consiguió un
empleo de pinche de cocina que le permitió dar rienda suelta a su imaginación. En escasos meses
sustituyó al cocinero jefe, pues el dueño del restaurante se había maravillado con sus aptitudes
culinarias. Esa fue la primera vez que creyeron en él. El primer peldaño de una larga escalera hacia el
éxito gastronómico.
En pocos años consiguió ahorrar dinero suficiente como para montar su propia empresa, que despegó
a la velocidad de la luz gracias a los ingredientes secretos de sus salsas. Los paladares mundanos no
estaban hechos para semejante manjar, pero eran muchos —muchísimos—, los que querían probar sus
platos.
Biagio Cadolini llenaba el restaurante todos los días y a todas horas, por lo que pronto tuvo que
expandirse y formar una cadena que pudiera abastecer la demanda de sus clientes.
Varias décadas más tarde, el éxito de Cadolini’s Pasta no había hecho más que aumentar. Los
números de su cuenta bancaria sobrepasaban la estratosfera, pero Biagio seguía trabajando igual de duro
que el primer día. Por ese motivo decidió que se merecía unas buenas vacaciones, así que cogió un par
de semanas libres en agosto y voló hasta Los Ángeles en su avión privado.
—Orazio, aleja un poco la sombrilla —ordenó el magnate en un perfecto italiano—. Me estás
tapando el sol.
Uno de los guardaespaldas obedeció con movimientos rígidos. El traje le oprimía los músculos y se
le adhería al cuerpo debido al bochorno. Biagio se acomodó mejor el sombrero de flores antes de
estirarse en la toalla igual que un lagarto bajo el sol. Cerró los ojos para disfrutar de la brisa marina, que
traía consigo un fuerte olor a salitre. Escuchaba las voces de la gente y el ruido de las olas al romper
contra la playa. Qué paz. Lo único que le faltaba era un gin-tonic bien frío y una mulata entre las
piernas, pero hasta un hombre como él era consciente de que no se podía tener todo en el momento que
se deseaba.
Dejó escapar un suspiro mientras se ponía las gafas de sol. Empezaba a entrarle cierta somnolencia y
no quería que nadie le descubriera durmiendo. Inspiró hondo, con la dulce melodía del mar como banda
sonora. Estaba en una especie de paraíso mundano. Estaba en… Estab-… Est-…
Unos gritos le arrebataron de los brazos de Morfeo con una rapidez cruel y despiadada. Pensó que le
habían hecho una fechoría a alguien, pero los alaridos se repitieron y se contagiaron a modo de histeria
colectiva, acompañados por un fuerte ruido de chapoteo que resonó por toda Santa Mónica.
El señor Cadolini se incorporó sobre sus antebrazos para descubrir qué demonios ocurría. Sin
embargo, lo que vio le aceleró el corazón. Tuvo que quitarse las gafas para asegurarse de que no estaba
soñando.
—¿Qué cojones es eso? —logró mascullar en un hilo de voz.
La gente salía del agua a toda prisa para dirigirse tierra adentro, alejándose de un enorme besugo
anaranjado que había emergido de las profundidades del mar. Parecía ser una especie de estructura
metálica en forma de pez, algo semejante a un submarino.
—Pietro, trae el helicóptero al Pier —Carlo se comunicaba con otro de sus guardaespaldas a través
del teléfono móvil—. Hay que evacuar al señor Cadolini de la playa.
Orazio se inclinó y tiró de su jefe para ayudarlo a levantarse en un rápido movimiento.
—¿P-Pero…? —balbució el italiano, sin apartar la vista de aquel pez descomunal—. ¿¡Qué es eso!?
¿¡Qué está ocurriendo!?
La gente seguía huyendo despavorida entre gritos de pánico. Vio a una mujer tropezar con sus
propios pies y caer de bruces contra la arena, donde se hizo la muerta para pasar desapercibida.
—Tenemos que irnos, señor —gruñó Orazio, tirando de su jefe hacia el paseo de las bicicletas—.
Ahora.
Biagio obedeció y se dejó guiar por sus hombres. Sin embargo, el besugo gigante había alcanzado la
orilla, elevándose sobre unas patas metálicas que habían sustituido a las aletas del pez.
—¿Adónde cree que va, señor Cadolini? —preguntó una voz de mujer, que sonó magnificada debido
a algún tipo de megáfono.
El italiano se detuvo en seco al escuchar que se estaban dirigiendo a él. Se volvió hacia el besugo,
apoyándose en el hombro de Orazio.
—Señor, tenemos que alejarnos de la orilla —Carlo había dejado de hablar por teléfono—. El
helicóptero estará aquí en pocos minutos.
Pero la voz del guardaespaldas se vio eclipsada por un ruido metálico atronador. Al parecer, una
escotilla se había abierto en lo alto del submarino. Orazio llevó una de sus manos al interior de la
chaqueta y sacó una pistola con la que apuntó hacia la salida.
—Jennifer, tiene un arma —dijo otra voz de hombre.
—¡Cállate, Jack! —se escuchó un golpe sordo, seguido de un quejido magnificado—. Señor
Cadolini, será mejor que nos acompañe por las buenas —pidió la mujer, de forma aguda y chirriante.
Nadie salió por la escotilla—. No querrá que usemos la violencia, ¿verdad?
—¿¡Quién coño sois!? —gritó el millonario, intentando hacerse oír.
Se escucharon unas risas entre dientes a través de los altavoces, seguidas de una musiquilla
enigmática. Otro ruido metálico salió del besugo y, de pronto… De la escotilla emergieron dos cabezas,
seguidas de sus respectivos torsos, y sus piernas. Una base resistente había elevado a esas dos personas
por la salida. Iban ataviadas con uniformes de color cobalto que poseían una especie de logo plateado
bordado en el pecho. Ambos se aclararon la garganta:
—Para robarle a los ricos sin dilación —recitó la mujer pelirroja, acariciando algo que sostenía
contra su pecho.
Biagio entornó los ojos. Parecía una bola de pelo negro, tal vez un gato.
—Para reunir a todos los pobres en un comedor —siguió el hombre, mientras la música iba in
crescendo.
—Para denunciar a los gobernantes por malversación —respondió ella, sin dejar de acariciar al gato.
—Para repartir nuestros hurtos por toda la región —continuó él, con voz solemne.
—Jennifer —se presentó la mujer.
—Jack.
—¡El Equipo Justicia aterriza como un meteorito! —gritó la joven alzando el puño en el momento
más álgido de la música.
—¡Ríndete ahora o prepárate para un cortocircuito! —aulló él, igual de emocionado que su
compañera.
El gato negro soltó un bufido mientras les enseñaba los dientes, que produjeron un destello peligroso.
Cuando el recital concluyó y la música llegó a su fin, Biagio y sus hombres se miraron las caras.
—¿¡Qué es esto!? —exigió saber el magnate—. ¿¡Una cámara oculta!?
Jennifer y Jack se observaron mutuamente, un tanto confusos. Al parecer, el italiano no había oído
hablar de ellos.
—¡Nada de eso! —protestó la pelirroja, malhumorada—. ¡El Equipo Justicia es una organización
que defiende a los débiles de ricachones como usted!
El desconcierto del italiano aumentó. No tenía paciencia ni ganas para aquella función de teatro
barata. Miró a Orazio, que seguía apuntándoles con la pistola.
—Carlo, llama a la policía —ordenó cansinamente—. Di que dos tarados han alquilado un
submarino y lo han encallado en la playa.
—¡No hemos encallado nada! —gritó Jack, indignado—. Vayamos dentro, Jennifer —le pidió a su
compañera—. Demostrémosle quién manda.
La mujer asintió y la plataforma sobre la que se hallaban comenzó a descender lentamente. Cuando
desaparecieron, la escotilla se cerró con un ruido sordo.
~~~

—¡Será posible! —gruñó la mujer, depositando a Bigotitos en un sillón. El gato se hizo un ovillo contra
el cojín y les observó a través de sus ojos perlados—. ¿¡Quién se ha creído que es ese patán!?

Jack se acomodó en su asiento y puso los pies en los pedales. Jennifer, por su parte, ocupó el lugar
principal frente al cuadro de mandos.
—¡Démosle una lección! —le animó el hombre, que empezó a pedalear con brío—. ¡Vamos,
Jennifer!
La mujer se frotó las manos y dejó escapar una carcajada chillona.
—¡Se va a enterar de lo que vale un peine!
Y sin previo aviso comenzó a apretar diferentes botones, casi de forma aleatoria.

~~~

El besugo emitió un restallido metálico parecido a un lamento y dejó escapar un chisporroteo para
finalmente erguirse sobre sus patas mecanizadas con la boca abierta. Biagio logró ver una cristalera en
el interior, donde dos personitas diminutas trajinaban con entusiasmo.
Miró en torno a él, descubriendo una playa solitaria. No obstante, pronto escuchó las sirenas de los
coches de policía.
—Vámonos —ordenó, reculando lentamente.
No eran más que dos chalados aburridos, pero aun así no se atrevía a darles la espalda. Orazio y
Carlo apuntaron al submarino con sus respectivas pistolas y dispararon cuando el besugo echó a andar
hacia ellos a grandes zancadas, que producían chirridos por un mal engranaje. Las balas rebotaron
contra la superficie metálica. Ni siquiera lograron agrietar el cristal del interior.
—¡Corred! —gritó el millonario, dando media vuelta para salir escopetado hacia los coches de
policía. Algunos agentes de la ley se acercaban al submarino armados hasta los dientes, pero aquello no
le consoló—. ¡Corred, maldita sea!
Sus hombres le siguieron de espaldas mientras seguían vertiendo plomo contra el trasto mecánico.
No obstante, una risa estridente llegó hasta ellos a través de los altavoces.
—¡Huir no le servirá de nada, señor Cadolini! —la mujer parecía divertirse.
La sombra del besugo les cubrió por completo al recortar la distancia que les separaba. Después, el
submarino se abalanzó sobre ellos con un nuevo chirrido. Carlo gritó cuando los labios del pez lo
engulleron sin remedio.
—¡Te has equivocado, zoquete! —rugió la mujer—. ¡Has cogido al que no era!
El besugo volvió a atacar. Y en esa ocasión no falló.

~~~

—¡Le tenemos! —Jennifer estalló en un grito de júbilo—. Da media vuelta, Jack. ¡Vamos, deprisa! —
empezó a apretar otra tanda de botones y la compuerta se cerró, sellando la boca del pez—. ¡Tenemos
que sumergirnos!

Jack pedaleaba a toda pastilla, obedeciendo las órdenes sin rechistar. Tenía la frente perlada de
sudor, pero no importaba. El plan había funcionado. Vio cómo su compañera accionaba una palanca que
hizo que el señor Cadolini y su guardaespaldas aparecieran deslizándose por un tobogán, inconscientes.
—¿Qué vamos a hacer con ése? —preguntó, refiriéndose al hombre trajeado.
Jennifer se levantó para observar a sus rehenes desde una posición superior, acariciándose la barbilla
con las yemas de los dedos.
~~~

Se agitó de pronto cuando le vertieron un cubo de agua encima.


—¿¡Qué…!?
—Bienvenido a nuestro Besugorino, señor Cadolini —la mujer tenía una voz dulce que le puso la
piel de gallina—. ¿Está usted cómodo?
Se inclinó hacia él mientras sonreía de forma burlona y fue entonces cuando descubrió que le habían
inmovilizado contra una silla. No podía ser. ¡Le habían atrapado!
—¡Soltadme ahora mismo! —exigió, intentando librarse de sus sin éxito—. ¡Os pienso denunciar!
¡Esto no tiene gracia!
—Es que no es una broma —explicó Jack, apuntándole con el dedo—. Tiene algo que nos interesa.
Algo que nos dará si no quiere que lo echemos a los tiburones como hemos hecho con su gorila.
Biagio abrió los ojos de par en par, aterrado.
—¡Cabrones! —gritó—. ¡Lo pagaréis muy caro! ¡Socorro! ¡Auxilio!
—Ssshhh —Jennifer le puso un dedo en los labios—. Aquí nadie le puede escuchar. Estamos bajo el
agua, ¿sabe? Muy lejos de la costa, así que será mejor que colabore.
—¿¡Colaborar!? —se agitó de nuevo, pero sólo consiguió que las cuerdas se apretasen aún más en
torno a él—. ¡Os pienso joder vivos!
Jack negó con la cabeza.
—Muy mal —fingió estar decepcionado—. Teníamos la esperanza de hacer esto por las buenas, de
que nos diera la Receta Secreta voluntariamente.
Biagio parpadeó.
—¿La… Receta Secreta?
—Sí —afirmó ella—. Queremos la receta de su salsa especial. Ésa que pide todo el mundo. ¿Sabía
usted que los precios de sus platos son tan altos que los ciudadanos de a pie no pueden permitírselos? —
se cruzó de brazos—. Nuestro Jefe quiere que en los comedores sociales prueben su pasta italiana, pero
no podemos llevar a cabo la tarea si no tenemos la receta de su salsa especial.
Aquello le desconcertó.
—¿¡Me habéis secuestrado para pedirme una maldita receta!?
—Así es —Jack parecía orgulloso—. ¿Nos la va a dar?
—¡Ni hablar!
Los secuestradores se miraron las caras antes de dejar escapar un suspiro.
—Entonces no tendremos más remedio que torturarle —la pelirroja se encogió de hombros—. ¡Jack,
sujétale bien los pies!
Su compañero obedeció mientras la mujer se alejaba de ellos. Cuando regresó, la vio aparecer con…
Biagio abrió mucho los ojos.
—¡No! —protestó—. ¡No hagas eso!
Jennifer se inclinó hacia él y comenzó a hacerle cosquillas con una pluma. El italiano se retorcía
sobre la silla entre carcajadas mientras Jack le sujetaba los tobillos.
—¡Hable! —chilló la mujer—. ¡Cuéntenos qué lleva la Receta Secreta y esto acabará pronto!
—¡Jamás!
Jennifer se detuvo, con el ceño fruncido. Cuando se incorporó, sus ojos destilaron un brillo
espeluznante.
—Estupendo —habló despacio—. Entonces no me quedará más remedio que pasar al siguiente nivel.
Jack se volvió hacia ella con cierta preocupación poblando su rostro.
—¿No será demasiado?
La pelirroja negó antes de marcharse. Cuando regresó portaba entre los dedos un pequeño utensilio
metálico, que brilló de forma peligrosa.
—¿Q-Qué demonios es e-eso? —el horror podía percibirse en la expresión del magnate.
Cuando la luz lo desveló, sintió que su fin estaba cerca.
—¡No! —suplicó—. ¡Eso no, por favor!
Jennifer rio a mandíbula batiente, con una carcajada tan aguda que casi le reventó los tímpanos.
Después se inclinó hacia él y aferró con las pinzas uno de los pelos negros y rizados que poblaban su
pecho. Estiró, arrancándolo sin contemplaciones. Biagio chilló de dolor, pero se negó a hablar. La mujer
repitió la operación tantas veces como le fue posible, haciendo que su compañero Jack se estremeciera.
—¡Está bien! —cedió el italiano—. ¡Está bien, hablaré! ¡La Receta Secreta de la salsa especial lleva
carne!
Jennifer se detuvo.
—Ya sabemos que lleva carne, idiota —se quejó—. Necesitamos conocer los detalles.
Le acercó de nuevo las pinzas de forma amenazadora.
—¡¡Es carne de gato!!
El Equipo Justicia se miró las caras al tiempo que Bigotitos bufaba desde el sillón con el pelo
erizado.
—¡Qué asco! —protestó la pelirroja, haciendo una mueca de disgusto que acompañó a sus palabras.
La sirena del submarino se disparó de pronto, ahogando su voz. Cuando todos se giraron,
descubrieron al guardaespaldas toqueteando los botones aleatoriamente. Había conseguido librarse de
sus ataduras y salir del cuarto de baño. Por fortuna, le habían escondido la pistola en un lugar seguro,
por lo que su única oportunidad era la distracción.
—¡Carlo!
—¡Estate quieto! —ordenó Jack—. ¡¡NO TOQUES ESE BOTÓN!! ¡¡N-…!!

~~~
Una enorme explosión agitó las aguas del océano Pacífico, expulsando tras de sí los escombros
metálicos del Besugorino. Horas más tarde, una barca pesquera descubrió algo flotando en la superficie,
sobre un pedazo enorme de gomaespuma.
—¡Mira eso, Mike!
El aludido entornó los ojos en la dirección indicada. No muy lejos de allí, un gato negro se mecía
sobre las olas.
Edurne Lápida

Edurne Lápida, 1993. Valencia. Amante de la escritura y la ilustración digital. Desde pequeña ya
escribía sus propios cuentos, aunque no fue hasta la adolescencia cuando empezó a tomarse su afición
como algo más serio. Siente predilección por la fantasía (en general) y su subgénero; la fantasía épica.
Entre sus escritores favoritos se encuentran Laura Gallego y George R. R. Martin.

A pesar de lo mucho que le gusta leer, lo que de verdad le llena y apasiona es la escritura. Publica
sus relatos en Internet desde 2009, en un blog literario bajo el seudónimo «Sun Burdock». Los géneros
que más trata son la fantasía, el horror y lo paranormal. Sin embargo, en sus textos también tiene cabida
el amor y el drama.

Ha participado en varios concursos literarios, con sus consiguientes publicaciones y/o premios:

 VII Concurs Literari Escolar de L’Eliana, “SO i PARAULES”. 2009. (VII Concurso Literario
Escolar de L’Eliana, “SONIDO y PALABRAS”. 2009), donde quedó segunda con su relato Aire
gélido.
 I Concurso de Microrrelatos de 50-100 palabras, organizado por sEdita en 2011. Dos de los tres
textos que envió fueron seleccionados para la antología. Estos fueron Dulces sueños y Buen viaje.
 I Concurso de Microrrelatos Nocturnos “Inspiraciones Nocturnas”, organizado por Diversidad
Literaria. 2015. Su relato La lista está incluido en la antología.
 I Convocatoria de relatos de terror “Mi San Valentín sangriento”, organizada por El Lado
Oscuro. 2015. Clémence se encuentra dentro de la antología.
 Concurso Erótica, organizado por Talento Comunicación. 2015. La luciérnaga fue su relato
seleccionado.
 IV Concurso de Microrrelatos “Fuego, aire, agua, tierra”, organizado por Letras Connarte.
2015. Su relato A la deriva está incluido en la antología.
 I Concurso de Microrrelatos “A la luz de la luna”, organizado por Carpa de Sueños. 2015. Los
detalles nimios son siempre los más dulces fue su relato seleccionado.
 I Concurso internacional de Microcuentos, organizado por Talento Comunicación. 2015. En la
antología aparecen sus tres relatos: Colisión, Cazado y Rebeldía.
 I Concurso de Microrrelatos Ojos Verdes Ediciones, organizado por Ojos Verdes Ediciones.
2015. Lo más hermoso fue su relato seleccionado.
 Convocatoria: Deseo eres tú, organizada por Kelonia Editorial. 2015. A ti, fue su relato
seleccionado.

Blog literario: http://ataquesexplosivosalcorazon.blogspot.com.es/


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Primera Necesidad
de C. M. Federici
Primera Necesidad
C. M. Federici

Cuando entró el Flaco, yo había llegado ya al límite de mi resistencia y estaba pensando en tomar
medidas drásticas. Incluso tenía en la mano la tenaza de mecánico que me había prestado Willogh, y
estaba sopesando los pros y los contras. Ignoro lo que hubiera ocurrido entonces; pero,
afortunadamente, fue en ese preciso momento que el Flaco llegó con noticias.
Casi me abalancé sobre él.
—¿Y?
Sonrió, confortador.
—Hecho, patrón —dijo—. Ya está localizado el A. P. N. Puede estar tranquilo.
Lo invité a sentarse en un cajón y me ubiqué frente a él.
—¿Son muchos? —le pregunté.
—Bueno... —repuso, tras meditarlo unos instantes—. Son bastantes, pero tienen tres tullidos y un
ciego. Creo que podremos arreglárnoslas, sobre todo si les caemos de sorpresa. Se ve a la legua que son
novatos; no conocen esto.
—Podremos —afirmé. Teníamos que poder, me dije—. Y una cosa, Flaco: ¿qué hay del A. P. N.?
¿Es hombre o mujer?
Se rascó un sobaco bajo la piel de perro que lo cubría y luego contestó:
—Eso no se lo puedo decir. La información me la pasó Sammy, y no me habló nada de ese asunto.
—Pues espero que sea hombre —dije—. Si no, la cosa se va a complicar el doble... Bueno, llama a
los otros, Flaco —ordené.
En un minuto estuvo reunido todo el elemento masculino del grupo. Se ubicaron como pudieron
entre los escombros y me miraron como el perro al amo. Ya sabían de qué se trataba, y había tres o
cuatro que estaban tan desesperados como yo mismo. Mejor, pensé; de ese modo, van a pelear con
todo.
—Bueno, chicos —comencé—, el A. P. N. ha sido localizado. El Flaco, aquí presente, les va a dar
toda la información. Adelante, Flaco.
Avanzó él un tanto aparatosamente —no puede olvidarse de sus buenos tiempos de orador
gremialista, supongo—, y se apoyó sobre el garrote, asumiendo una actitud que le debió haber parecido
sumamente digna, y que en verdad tenía algo de eso; pero hubiese resultado mejor si la cabeza pelada y
las cicatrices no hubiesen atentado contra el efecto general.
—Son unos treinta, según me transmitió Sammy —manifestó—. Están en el Metropolitan Museum.
Bastante protegidos, claro; hay escombros obstruyendo casi todas las avenidas que los rodean... ¡Pero
nosotros iremos abriendo un camino —levantó un índice audaz y declamante—, con nuestro esfuerzo
común y nuestro espíritu de grupo, y —todos juntos— sabremos llegar al pináculo de...!
—Basta, Flaco —le interrumpí—. No estamos en una asamblea. Haríamos mejor en empezar a
preparar el ataque.
Y nos pusimos manos a la obra. Somos un grupo ducho en esas lides, aunque como jefe me
comprendan las generales de la ley, y en contados minutos teníamos esbozado un plan de ataque.
—No esperaremos a la noche —indiqué—. Eso es lo que hace todo el mundo, y ya no hay forma de
sorprender a nadie de tal modo. Nosotros les caeremos encima en pleno mediodía —ignoré el
murmullo que se levantó de inmediato y proseguí—: Cuando el calor apriete bien, la mayoría estará
sesteando, y los centinelas no esperarán nada más peligroso que la picadura de un mosquito. Será el
momento justo para darles con todo.
—Un minuto—objetó ―Doc‖, mirándome desde atrás de los aros sin cristales que se ha empeñado en
conservar sobre los ojos, contra viento y marea, si bien no hacen juego con el tapado de visón que usa
sobre sus destrozados paños menores—. Si vamos tan a la descubierta nos verán en seguida y les será
fácil emboscarnos. ¡Estás loco, Matt! ¡Tenemos que ir de noche, como es lo más lógico!...
—Cállate, ―Doc‖… No demuestres tu inteligencia atrofiada de esa manera. ¿Quién habló de ir a la
descubierta? ¡Nos iremos ocultando tras las ruinas, idiota! Los rodeamos, después uno o dos se hacen
ver y, cuando ellos intenten apresarlos, los demás les caemos desde todos lados. ¡Es el mejor modo, te
digo!
—¡Matt tiene razón! —gritó Bull. Bull me apoya eternamente. Fue semipesado, como yo, y unos
buenos puños son las únicas credenciales que reconoce. Cuando me hice jefe, entre él y yo acabamos
con la poca oposición que se nos presentó..., y ahora lo veía dispuesto a emplear análogos métodos
contra los que no se mostrasen de acuerdo. Pero no era el momento. Necesitábamos a todos en perfecta
forma. Se lo hice entender a Bull y procedí a emplear el raciocinio.
—Todas las defensas se preparan teniendo en vista ataques nocturnos —expliqué pacientemente—;
una arremetida en pleno día los dejará pasmados.
—¿Cómo sabes que habrá donde esconderse? —volvió a entremeterse ―Doc‖ a destiempo.
—No te preocupes. El Flaco y yo exploramos las inmediaciones del Central Park hace unos días...,
con Durkey. Hay montañas de escombros por todos lados. Árboles caídos, follaje..., ¡de todo! En
cuanto al Metropolitan, tiene un boquete grande como un elefante en la pared de atrás. Por ahí nos
podríamos colar, si fuera preciso..., ¿no es cierto, Flaco? ¡Si los agarramos en el salón principal, están
fritos!
Hubo algunos testarudos todavía, pero finalmente los pudimos convencer. Entonces pasamos a
preparar en forma el armamento. Pulimos los garrotes y les colocamos nuevas tiras de cinta adhesiva en
las puntas; nos calzamos lo mejor posible —yo tenía unas botas de charol que había desenterrado de las
ruinas de una tienda, Macy's, creo —y quien podía se protegió la cabeza. A mí me hubiese gustado
resguardármela, especialmente la mitad calva, pero había perdido el casco de bombero días atrás, al in-
tentar cruzar el Puente de Brooklyn colgado de los cables menos destrozados. Ordenamos además a las
mujeres ponerse a preparar agua caliente y trapos, porque había que estar prontos para curar a quienes
lo necesitasen… No esperábamos salir intactos, claro.
Yo me reservé a dos de ellas para otro trabajo. Se me había ocurrido algo que daría el toque maestro
a nuestro plan de combate. Por último, quedaba lo más importante: había que revisar a conciencia a
cada uno de los del grupo, por si alguno tenía armas encima. Sin ir más lejos, un mes antes se había
colado un puñal en una pelea y había resultado un tipo muerto. Esas son cosas que es preciso evitar a
toda costa. Quedamos muy pocos en Manhattan, como para darnos el lujo de liquidarnos así.
Liarse a garrotazos está bien; es la ley de los grupos y, por desgracia, la única manera de entenderse.
¡Pero nada de tiros ni cuchilladas! Al que rompe esa ley cardinal, se le condena al ostracismo riguroso.
Es el peor castigo. Un hombre solo no dura mucho en estos días. Si no muere de hambre lo terminan los
perros salvajes o las ratas, o lo aplasta algún derrumbe atrasado... Es una ley muy dura; pero no cabe
duda de que es la única forma de evitar la suciedad en las luchas de grupos.
Por fin estuvimos listos para marchar. ¡Una gallarda tropa!..., me dije amargamente, pensando en el
Golfo y mirando las fachas de mis hombres, adornados con cicatrices y moretones, y engalanados como
para un Carnaval. Pero sabían dar fuerte, y eso era lo principal.
Nos pusimos en marcha, avanzando agachados por detrás de las colinas de ladrillo, argamasa,
cemento y vigas retorcidas que alguna vez —¿cuánto hacía ya de eso?— habían recibido el elegante
nombre de Rockefeller Center.
Imposible avanzar por la Quinta Avenida. Ni con una grúa nos hubiésemos abierto paso. Madison,
por el contrario, estaba demasiado llana. No nos convenía tampoco. Siempre hay algún vigía rodando
por ahí. Tomamos la de las Américas, cortando por callejones laterales cada vez que los obstáculos se
hacían demasiado grandes como para superarlos. A la altura de la calle Cincuenta y Siete, nos frenó el
agujero más grande que había visto hasta entonces.
—¡Alto! —ordené, levantando una mano—. Una ―mastodontera‖.
Así le llamamos a los hoyos de bomba. El nombre clásico de ―zorreras‖ resultaría inadecuado...:
¿quién ha oído hablar jamás de zorros de noventa y ocho metros?
La ―mastodontera‖ estaba inundada. Podríamos haberla cruzado sobre los tablones que flotaban
dentro de la lodosa agua, pero aquello era ponerse demasiado en evidencia. Preferí dar un rodeo por
detrás de los escombros hasta Columbus. Esto nos alejó bastante, pero era mejor ser prudentes.
Entramos al parque por la Sesenta y Seis. A golpe de garrote nos fuimos abriendo camino a través
de la verdadera selva que era todo aquello. Ya era casi mediodía y el calor empezaba a hacerse sentir.
La transpiración nos pegaba las pieles al cuerpo.
Un «perfume» no muy floral comenzó a invadir nuestras inmediaciones.
—¡Maldita sea! —gruñó Curls, rascándose el protuberante abdomen peludo—. Nos van a descubrir
por el olor... ¡Tendríamos que bañarnos una vez al año, por lo menos!
Algunos se rieron. Yo no pude. Me acaricié la mejilla.
—Tenemos que arrebatarles al A. P. N. —y mis dedos aferraron el garrote.
—¡Cállense, animales! —masculló Bull, colérico—. ¡Nos van a oír!...

Atravesamos lo que había sido el zoológico, ahora un bosque de barrotes hechos pasta dentífrica, y
cuerpos de bestias en descomposición. Dos gatos, que banqueteaban sobre los restos de un
inidentificable cuadrúpedo, salieron disparados, todos huesos, erizada piel y amarillos ojos enloque-
cidos. No pude evitar estremecerme ante la vista pesadillesca de los felinos... Me pregunté qué aspecto
tendría yo mismo, con barba de seis semanas —de un solo lado de la cara—, una mejilla hinchada y
media cabeza lisa como un flan; para colmo, iba con unos pantalones de mujer y empuñaba un garrote.
Salimos del Zoo y nos fuimos escurriendo por debajo de un gigantesco tronco. La suerte parecía
sonreímos: las ramas y las hojas formaban un verdadero telón delante de nosotros. Podríamos
acercarnos bastante sin ser vistos.
Por fin avistamos la aguja del Obelisco de Cleopatra. Irónicamente, se mantenía en pie, en tanto que
el Empire, El Chrisley y la Catedral de San Patricio, siglos más jóvenes, mordían el asfalto… Al lado
del obelisco, el viejo Metropolitan Museum exhibía sus heridas, sangrantes de mampostería.
—Bueno —anuncié—. Es el turno de los voluntarios.
Hubo un silencio. Todos parecían interesados en mirar a otra parte.
Bull ofreció:
—¡Yo te convenzo a unos cuantos, Matt! —y cerró los enormes puños; pero yo sacudí la cabeza.
—Contigo y conmigo bastará, Bull. Los demás, quedan a las órdenes del Flaco. Rodeen el sitio, y
cuando vean que yo señalo hacia el obelisco, ataquen.
Alguno protestó todavía, pero al fin quedó convenido.
Bull y yo cargamos con unos cueros de vaca rellenos de papeles —este era el trabajo que había
encomendado antes a las mujeres—, y caminamos sin vacilar hacia el ruinoso museo.
No pasó mucho tiempo sin que nos gritaran que nos detuviéramos.

―¡Queremos unirnos a su grupo! —vociferé—. ¡Traemos comida!


Abracadabra. Los cueros de vaca rellenos parecían, de lejos, un animal muerto, y los individuos
estaban tan hambrientos que ni desconfiaron, Vacilaron un poco, pero al cabo fueron emergiendo uno
por uno de la madriguera. Nos rodearon, relamiéndose por anticipado.
—¿De dónde vienen? —preguntó un gigante de espesa barba rubia, que sin duda era el jefe. Llevaba
un cuello alto y unos estrafalarios shorts de Bermuda.
—Del campo —repuse.
—¿Cómo no les vimos acercarse?
—Es que vinimos atravesando el parque. Por aquel lado —dije, y señalé hacia el obelisco.
La mía era una tropa disciplinada. En pocos segundos estuvieron sobre nosotros. La sorpresa fue
total. El ruido de los cráneos sacudidos era una gloria. Entre el maremágnum de los garrotazos, busqué
con los ojos al A. P. N. No me costó ubicarlo. Era hombre, por fortuna. Su actitud era la acostumbrada.
Miraba la lucha con aire un poco ausente, como si sólo en forma indirecta le concerniese. Había algo
de dilettante en su porte, algo de espectador de un partido de rugby. El condenado sabía que, cualquiera
que fuese el resultado, él seguiría pasándosela bien. No le importaba gran cosa qué grupo lo adoptase.
Se notaba incluso que estaba habituado a pasar con frecuencia de mano en mano. Acodado en una de
las ventanas, sus ojuelos astutos nos observaban condescendientes.
Por fin el rubio alzó la mano.
—Es... tá bien… —jadeó, restañándose la sangre que le fluía de la aplastada nariz, otrora
prominente—. Ganaron ustedes... ¿Qué... cuernos... quieren?
—La sacan barata —contesté—. Nos quedamos con el A. P. N. Pueden llevarse todo lo demás.
Hubo un mirar de súplica en sus ojos grises; pero no me ablandó. Primero está el grupo de uno, y
además... Con un temblor, recordé las tenazas de mecánico.
Se fueron. El individuo de la ventana, comprendiendo, descendió lentamente a nuestro encuentro.
Era bajito y calvo, y había en sus maneras un insultante aire de superioridad. Vestía un traje bastante
discreto, si bien lucía un remiendo de color bermellón precisamente en el trasero. Bajo el brazo, noté
con tremendo alivio, un portafolio negro.
—Me gusta el pescado —dijo a bocajarro.
—Está bien —repliqué.
—Y dormir en colchón blando, si no tienen inconveniente.
—Está bien..., lo tendrá.
—Habrá un buen techo, claro —insinuó.
—Y fuego, y mujeres, y todo lo que quiera —aseguré.
Se pasó la lengua por los finos labios.
—Mujeres... ¿con pelo?
—Nos quedan nueve. Dos rubias… —y me mordí la lengua pensando en Lydia.
—Perfectamente. Me quedo con ustedes.
En un instante lo rodearon, pero yo me abrí paso a empujón limpio,
—¡Atrás, marranos! —grité.
Arrastré al hombrecito por un brazo, ignorando el gutural coro de protestas que provoqué. Penetré
con el Artículo de Primera Necesidad en el museo y me desplomé en el primer asiento que encontré.
Lo miré anhelante.
—¡Yo primero, doctor! —pedí—. ¡Esta maldita muela me está matando!
Y abrí la boca tan grande como pude.
C. M. Federici

Carlos María Federici. Nació el 3 de diciembre de 1941 en la ciudad de Montevideo (Uruguay), lugar
en el que (como alguien anotara) ―se ha obstinado en residir hasta el día de hoy, aun cuando las tramas
de sus narraciones transcurran en exóticos parajes e incluso en remotas galaxias‖.

Géneros cultivados: Policial, ciencia ficción, terror y misterio, varios. Apéndice: cómic.

Obras editadas: La Orilla Roja (Acme, Bs. As., 1972); Mi Trabajo es el Crimen (Girón, Mvdeo.,
1974); Avoir du Chien et être au Parfum (Ides... et Autres, Bruselas, 1976, antología de relatos
ilustrados; incluye el comic Dinkenstein); Dos Caras para un Crimen (Universo, México, 1982,
firmada como el ―heterónimo‖ Charles Fedson); Goddeu$ (Los Ejecutivos de Dios) (Yoea, Mvdeo.,
1989); Umbral de las Tinieblas (La República, Mvdeo., 1990); La Orilla Roja (La República,
Mvdeo, 1991, reedición revisada); El Asesino no las quiere Rubias (La República, Mvdeo., 1991); Mi
Trabajo es el Crimen (Yoea, Mvdeo., 1992, reedición revisada); Dos Caras para un Crimen
(S.E.U.S.A., Mvdeo., 1993, reedición); Cuentos Policiales (S.E.U.S.A., Mvdeo.,1993); El Nexo de
Maeterlinck (S.E.U.S.A., Mvdeo., 1993); Llegar a Khordoora (Arca, Mvdeo., 1994); Umbral de las
Tinieblas (Yoea, Mvdeo., 1995, reedición revisada).

Otras publicaciones: La Orilla Roja, adaptación para folletín ilustrado con dibujos propios (El
Diario, Mvdeo.); Umbral de las Tinieblas, ídem (El Diario, Mvdeo.); Solo en Punta del Este, ídem
(El Diario, Mvdeo.). Relatos y artículos varios en las revistas Mundo Uruguayo (Mvdeo.); Nueva
Dimensión (Barcelona); Para Ti y Chabela (Bs. As.); El Cuento (México); Ides... et Autres (Bru-
selas); Jules Verne Magasinet (Estocolmo); Portti (Helsinki); Teverama (Guatemala); antologías
Nova SF (Bologna).

Comics: Barry Coal (Mvdeo.); Dinkenstein (Bs. As.; Bruselas, Mvdeo.); “Jet” Gálvez (Mvdeo.);
Disparo Virtual (Mvdeo., solo guión, con dibujos de Eduardo Barreto); Tribunal Militar (Mvdeo.).

Premios Literarios: 1970: Final de Película (cuento) Primer Premio; 1971: ¿Juan, decís? (novela,
en coautoría con Alberto Miller), Primer Premio; 1974: Goddeu$ (Los Ejecutivos de Dios) (novela),
Primer Premio ―ex aequo‖; 1986: Christine, Segunda Opción (cuento), Primer Premio; 1987: Perla
Rosa del Reino de las Sombras (cuento), Hucha de Plata en el Certamen “Hucha de Oro” (Madrid);
1997: Aquel viejo perfume que hoy no está (cuento), Primer Premio.
La noche de la calabaza
de Esther Carrasco
La noche de la calabaza
Esther Carrasco

―¡Demonios! ―gritó el viejo Jack―. ¡Esos malditos Crawford!


Las marcas de rueda de carro serpenteaban entre las plantas de Sandía. Aquellos estúpidos
muchachos no respetaban nada ni a nadie, seguramente sería por eso por lo que el anciano pensaba a
menudo que sería buena idea subir al desván en busca de su vieja escopeta para darles un buen
escarmiento.
Habían esparcido pipas de calabaza por todo el terreno y esas obstinadas plantas terminaban
creciendo en cualquier sitio. Jack intentó recogerlas los mejor que pudo, pero sus huesos entumecidos
por la humedad que transportaba el mar de Montara y unas incipientes cataratas, hicieron que se
rindiese rápidamente.
Nadie hubiese dicho que aquel hombre mal encarado, antaño fue un próspero pescador, vecino
ejemplar y temeroso de Dios, pero desde que durante una noche negra, su esposa Margaret, abrumada
por la tristeza de no haber podido concebir hijos, se adentró en el mar bajo la luna llena para no
emerger nunca más, su alma se marchitó como una flor en invierno y ahora la rabia era el único motor
de su vida.
Se preguntó durante muchos días por qué no había arrancado aquella plantita que se había abierto
paso entre las enormes sandías, se lo siguió preguntando mientras recogía la cosecha bajo el sol de
aquel eterno verano en el que había elegido vivir, hasta que, finalmente, dejó de preguntárselo.

Durante una de esas tardes en las que las nubes negras ocultaban el cielo y los relámpagos hacían
temblar la tierra, se sorprendió mirando a aquella bolita naranja y sonriendo hasta dejar asomar el par de
dientes que le quedaban. ¿Quién lo iba a decir?, una ternura oculta y olvidada emergía desde su
corazón ajado, sin sentido ni razón.
Una extraña relación empezó a nacer aquella misma noche. Jack trató de mitigar su soledad volcando
el poco amor que le quedaba en su calabacita. Su mente confusa le atribuyó cualidades humanas
imposibles. Le hablaba durante horas repitiendo las mismas anécdotas una y otra vez, sentado en el
suelo, junto a ella, bajo el sol, y las noches de luna llena, la regaba con sus lágrimas mientras pensaba
en Margaret.
Fuera como fuera, aquella hortaliza creció y creció de una forma desproporcionada hasta alcanzar
unas dimensiones gigantescas. El viejo Jack solía colocarse frente a ella con los puños apoyados en la
cintura y dejando caer la cabeza hacia atrás mientras soltaba una sonora carcajada.
―Esos malditos Crawford ―repetía―. Si te viesen se quedarían boquiabiertos. Llevan más de diez
años intentando ganar ese ridículo festival de Half Moon Bay. Los muy idiotas sueñan con inscribir la
calabaza más enorme presentada nunca, pero son tan inútiles que ni siquiera han estado cerca del
premio. No saben nada de la tierra y no lo lograrán jamás. Tal vez yo mismo coja mi carro y te lleve
hasta allí solo por el placer de verles la cara, si es que sus ruedas oxidadas puedes moverte, claro está.
Lo que Jack desconocía es que Dan Crawford, el menor de los hermanos, rubio y alto como un
mástil, lo espiaba de forma malintencionada desde una esquina de su propio cobertizo, maquinando un
perverso plan de robo y evasión.

Fue tan solo un mes después, durante una de esas mágicas noches de luna llena, la primera, a tan solo
un día del festival, que mientras Jack derramaba sus lágrimas regando a la calabaza, una enorme tabla
de madera le golpeó la cabeza. Sus huesos, ya débiles no pudieron soportar la violenta embestida y una
explosión de gotas de sangre voló por el aire alcanzando a cuanto ser viviente se encontrase a su
alrededor. La rugosa piel naranja ahora estaba teñida de carmín igual que antes lo había estado de
llanto. La fusión de los dos fluidos vitales empapó la tierra en la que crecía la planta hasta llegar a sus
raíces y colarse en su savia, mientras tanto, el anciano quedó tendido en el suelo en medio de un charco
rojo y viscoso.
―Lo has matado idiota ―susurró Randy, el hijo del alcalde, amigo de los hermanos desde que era
un niño.
Aunque lo cierto es que a aquel muchacho vago y mentiroso, poco lo importaba la suerte de la
víctima, púes bien sabía que su padre lo sacaría del atolladero si los descubrían, igual que sus
pendencieros compañeros de correrías lo defendían de las consecuencias de sus tropelías. Oportunista y
malintencionado, así era él.
―Mejor así ―contestó Robby, el mayor de los Crawford―. A dos metros bajo tierra por fin cerrará
la boca.
… y su expresión se llenó de rencor, por los tirones de orejas a la salida de la iglesia cuando apenas
era un niño, pero sobre todo, por el recuerdo del cuero del cinturón de su padre en su espalda después de
que Jack se quejara de sus trastadas… Después miró de forma cómplice al resto de sus hermanos, los
gemelos Brad y Aaron, y al pequeño Dan. Y aquella noche, bajo la atenta mirada de las estrellas, cinco
chicos cavaron con insistencia junto a una calabaza para ocultar un cadáver.

El festival de Half Moon Bay abría sus puertas bajo un sol abrasador. La preciosa Peggy, lamía con
interés su helado de cucurucho de fresa intentando que no se deshiciese y acabase manchando su ceñida
camisa rosa. Cuando pasó el camión de los Crawford cargando la gigantesca hortaliza, abrió los ojos de
par en par. En todos los años en que su padre había sido jurado del concurso, jamás vio nada igual.
―¡Eh, preciosa! gritó Robby mientras le hacía un gesto con la mano―. Te buscaré para celebrar la
victoria.
No había duda, Sam Maloy rascaba su incipiente calva mientras volvía a comprobar el peso, 1296
kg.
―¡Cáspita! ―grito el juez―. ¡Parece que tenemos un ganador!
El mayor de los Crawford subió a recoger su premio y levantó sus musculosos brazos para celebrar
el ansiado momento mientras guiñaba un ojo a la rubia y preciosa Peggy que le devolvió una sonrisa
desvergonzada.
La tarde pasó entre cervezas y murmullos. Todos hablaban del fenómeno que cambiaría el festival,
tal vez para siempre. Sam Maloy, seguía rascándose la cabeza, perplejo ante aquella monstruosa
calabaza. Daba vueltas a su alrededor y deslizaba la mano por su piel áspera… fue entonces cuando lo
notó… justo cuando asomaba en el cielo la luz blanca de la segunda luna llena… un sonido leve… un
tic, tac… un latido…

La plaza se vestía de color, salpicada de farolillos, luces y guirnaldas. La estridente música incitaba a
consumir licor y a bailar. Dan había sacado a la pista a Betty Sue, la sobrina del párroco local, y la
hacía girar enérgicamente al compás de los agudos grititos que profería la joven henchida de
entusiasmo, por su parte, sus hermanos, Brad y Aaron, brindaban compulsivamente por una victoria que
no se olvidaría con facilidad, eufóricos ante la idea de formar parte de la historia de la región, pero,
¿dónde estaba Randy?, nadie parecía reparar en que el muchacho, ebrio y desorientado, en busca de un
lugar donde orinar con intimidad y después de algunos pasos erráticos, había terminado tumbado e
inconsciente sobre la arena de la playa.
Alguien abrió una botella de vino enorme y empezó a servir aquel sospechoso brebaje de origen
desconocido en decenas de vasos de plástico, haciendo gala del mal gusto del evento.
Robby brindó con Peggy Maloy mientras se miraban a los ojos, después la cogió con firmeza por la
cintura y la besó ardientemente provocando una ovación general más etílica que sincera. En tan solo
unos minutos, la pareja buscaba un lugar donde esconder sus devaneos amorosos de ojos curiosos.
Sam aún daba vueltas alrededor de la calabaza tratando de entender los extraños síntomas que
detectaba en aquella hortaliza sin parangón, hasta que finalmente decidió pegar una de sus grandes
orejas contra ella para intentar escuchar mejor el sonido que emanaba desde dentro.
… De repente, un crujido metálico, un grito, un rugido…
En contra de toda razón, de la calabaza brotaban dos brazos y dos piernas vegetales y robustas con
las que se ayudó a levantarse del suelo mientras el mismo centro de su irregular circunferencia se
quebraba para dibujar unas fauces feroces y demoniacas que se deshicieron en un alarido desgarrador.
Sam se quedó paralizado por la sorpresa y el pánico. Su lengua se trabó en un testarudo balbuceo
hasta detenerse por completo al compás en que se dilataban sus pupilas. De lo único de lo que se sintió
capaz fue de rezar mentalmente para que el engendro no le hiciese daño.
De nuevo, sobre las fauces se abría un nuevo orificio donde apareció lo que podría ser un ojo,
amarillo e inquietante, con un iris rojo como el infierno que miraba a Sam insistentemente,
analizándolo, estudiándolo…. Cualquiera podría haber pensado que aquel monstruo estaba decidiendo
que debía hacer.

Finalmente, y tras otro grito atronador con matices metálicos, pasó sobre Sam que no había podido
reprimir el llanto ni el temblor, y se alejó sin prestarle mayor atención. El pobre hombre, contempló
inquieto como se perdía del alcance de su vista, lo que podría haber sido la amenaza más espeluznante a
la que se había enfrentado nunca, se palpó los brazos y las piernas para corroborar que seguía de una
pieza, y después, producto de la angustia y la tensión, se desmayó quedando tendido en la oscuridad.

Pam Sarneki, menuda y poco agraciada, buscaba desesperadamente atención masculina moviendo las
caderas frente a los gemelos y lanzándoles miradas hambrientas y desinhibidas, pero ellos, dos chicos
fornidos, a pesar de tener unos grandes ojos negros y hundidos que le otorgaba a sus facciones cierto
matiz de demencia, ni siquiera se planteaban tomársela en serio, aún así, animados por un par de vasos
de whisky destilado en algún mugriento alambique de la región, comenzaron a echársela a suertes
lanzando una moneda al aire.
Ernest Picadilli, maestro local y algo corto de vista, se colocó varias veces las lentes sobre su
escurridiza nariz para distinguir con claridad el contorno incierto de una extraña mancha anaranjada que
se acercaba poco a poco.
―¡¿Qué demonios es eso?! ―preguntó al fin.
Al principio, todos se agolparon con la mirada fija en la oscuridad intentando descubrir que era aquel
extraño aparato que se acercaba, ¿tal vez la carroza de alguna fiesta local?
Sara Stenton profirió el tremendo grito que dio la voz de alarma, pero ya era tarde, la calabaza había
alcanzado los festejos. Con un potente golpe derribó un poste de luz del que saltaron cientos de chispas
que hicieron arder los farolillos. El papel llameante se desprendió para aterrizar sobre los vasos de
plástico y la barra inundada de alcohol que se convirtió en un camino de fuego que se propagaba
rápidamente.
Aaron y Brad miraban con incredulidad a la que parecía ser su calabaza, ganadora del concurso hacía
tan solo unas horas, colosal y anaranjada. No era posible, la verdura no se convierte de repente en un
arma de destrucción como la que tenían ante sí, así que con las facultades mermadas por la continuada
ingestión de alcohol, concluyeron que se debía tratar de una broma de mal gusto, seguramente
orquestado por Randy, que como siempre, se le había ido de las manos.
Mientras divagaban, terminaron expuestos ante otro alarido desesperado y atronador que provocó la
huida de los últimos incautos que permanecían aún en la plaza pugnando por apagar el fuego.
De una manera sorprendentemente rápida, el engendro, dobló sus rodillas vegetales, se inclinó sobre
Aaron y atrapó su cabeza entre las fauces antes los aterrados ojos de Brad que intentaba liberar a su
hermano tirando con energía de sus pies que no dejaban de moverse violentamente, entre jadeos y
maldiciones. El muchacho, desesperado, hizo acopio de las fuerzas que le quedaban para hacer un
último intento de salvamento, pero aquellos dientes feroces ya se habían cerrado dejando un macabro
rastro de sangre, y ahora, tan solo quedaba entre sus manos el cuerpo decapitado de su gemelo.
―¡Nooooo!, ¡maldita sea! ―repetía el joven que había entrado en shock.
Ya nada podía hacer, solo quedaba la rabia y la sed de venganza, así que se lanzó contra la barra en
llamas para arrancar una tabla ardiente de las desvencijadas instalaciones, y armado con ella, atacó con
contundencia al monstruo.
Un nuevo rugido metálico retumbó despertando un eco dormido en la noche, el ojo amarillento
estaba fijo en su presa.
La primera mordida desgajó la tabla cuyas llamas sucumbieron a la viscosidad de la sangre, el
segundo, inapropiadamente ágil y felino, atrapó su brazo derecho. Una vez indefenso, una sucesión de
devastadoras sacudidas dislocó sus extremidades entre gritos ahogados, hasta que finalmente, lanzó el
cuerpo malherido que terminó ardiendo sobre la barra.
… Ahora que conocía el sabor de los Crawford, solo era necesario dejar que la brisa marina la
condujese hacia ellos…
Dan, había alcanzado el camión y agotado y jadeante, buscaba en la guantera la pistola que su padre
le había regalado en su último cumpleaños.
Había sido un inútil espectador durante el asesinato, incapaz de aceptar lo que estaba ocurriendo.
Cuando fue consciente del peligro que corrían sus hermanos ya era demasiado tarde y había tenido que
conformarse con presenciar sus violentas muertes. Ahora la culpa lo atormentaba, pero también el
miedo y el dolor.
Pensó sin poder evitarlo en la muerte de Jack y enseguida ató cabos. Sin duda él estaba en la lista de
la criatura y debía defenderse, y de todos es sabido que la mejor defensa es el ataque.

Robby, en un oculto rincón del frondoso campo de maíz de los Sullivan, besaba insistentemente a
Peggy tratando de librarse de su ceñida camisa rosa mientras ella fingía resistirse
―¿Te casarás conmigo? ―preguntaba la chica medio en serio, medio en broma.
―Claro, preciosa ―contestaba él, complaciente―. Haré lo que tú quieras si dejas que te desabroche
otro botón.
Jim Doherty, el policía local, un hombre de cincuenta años, corpulento y de mirada fría, había
recibido un extraño aviso a través de su radio mientras patrullaba en las cercanías de la granja
abandonada que hacía años perteneció a los O´Hara, en busca de conflictos y gamberradas. Los malos
chicos siempre terminaban allí para poner en práctica sus destructivas y descabelladas ideas, tal vez
porque decían que había fantasmas, tal vez… Hacía años un grupo de perturbados de un pueblo vecino
había organizado un aquelarre donde sacrificaron a una gallina negra en honor al diablo, desde
entonces, el suelo seguía decorado con unos símbolos grotescos a los que nadie se quería acercar, sobre
todo, porque un preso fugado que decidió esconderse allí durante la noche, había amanecido muerto.
Aunque el médico dijo que había sido un infarto, las leyendas habían proliferado en torno al suceso.
A pesar de todo, los descerebrados chicos de las cercanías usaban el lugar para sus ceremonias de
admisión a grupos de vez en cuando.
Se atusó el bigote mientras trataba de comprender la descripción que le llegaba de lo acontecido,
repitió varias veces para sí mismo la palabra ―calabaza‖ en busca de una explicación lógica que nunca
llegó, sin embargo siempre diligente, el defensor de la ley sacó del maletero su escopeta de cañones
recortados y se dispuso a acudir al lugar del incidente en busca de la amenaza, después, arrancó su
coche bajo la atenta mirada de la traslucida dama que lo observaba desde la ventana más alta de la
granja.
Robby ya había desabrochado el tercer botón de la camisa de Peggy cuando escuchó un ruido
estridente a su espalda. El sonido de las plantas al quebrarse le indicó que algo se acercaba rápidamente,
sin embargo, al darse la vuelta, no pudo creer lo que tenía ante sus ojos.
El engendro naranja rugía repetidamente abriendo sus fauces y lanzándole a la cara un aliento
dulzón, la chica pedía ayuda desesperadamente mientras caminaba hacia atrás con lentitud.
El muchacho sacó su navaja automática del bolsillo de atrás, un arma terrible contra un hombre pero
ridícula en aquellas circunstancias. Intentó defenderse blandiendo el brillo plateado ante el ojo
amarillento del monstruo.
―¡Aléjate maldita bestia! ―le gritó mientras una gota de sudor escapaba de su frente.
Pero su olor ya había hecho salivar aquella boca desproporcionada y una dentellada letal cercenó el
brazo armado con precisión, iniciando un torbellino sangriento incontenible.
Un certero y potente disparo retumbó en la noche. Jim había seguido el rastro de destrucción hasta
dar con su objetivo, y aunque no podía creer lo que veían sus ojos, su dedo no tembló al apretar el
gatillo y un tiro preciso alcanzó a la demoniaca criatura.
Un quejido agudo y desgarrado hizo retumbar la tierra cuando a través del orificio de bala, comenzó
a escapar un líquido anaranjado por el que se deslizaban cientos de pipas.
El siguiente disparo, poco afortunado esta vez, hizo huir a la calabaza que se alejó rápidamente
mientras Jim y Peggy atendían a Robby tratando de salvar su vida.
La luz de la enorme luna alumbraba el mar regalándole un aspecto idílico. Randy abría los ojos con
dificultad alertado por el frío que subía desde sus pies cuando una ola furtiva consiguió alcanzar sus
extremidades. Primero se tocó la frente incapaz de levantar la cabeza, después resopló al comprobar que
todo le daba vueltas. Sin duda seguía borracho. A duras penas logró incorporarse y empezar a sacudirse
la arena.
…. De nuevo el alarido aterrador, el sonido metálico tras él, los pesados pasos de la hortaliza
monstruosa, y al final de todo, la inquietante mirada del ojo amarillento cargado de malas intenciones…
―¡Maldita sea!... ¿pero qué…?

Después un frenazo en la arena. Dan había llegado a la playa con su camioneta después de seguir un
rastro naranja que había aparecido de repente en la carretera de la costa. Buscaba al monstruo con
hambre de venganza, si no acababa con él, no tendría valor para despedir a sus hermanos.
El silbido de tres disparos cruzó la noche, pero al llegar a su destino, no pudieron más que caer al
suelo expulsados por la dureza de la piel de la hortaliza. El arma resultaba inútil contra el engendro.
Atrás, el último Crawford, delante, el patético olor de Randy, perplejo y desorientado, a sus pies, un
caudal de pipas que le arrancaba las fuerzas, y en el cielo, la blanca imagen que la llenaba de tristeza.
Solo unos segundos para la duda, después un golpe devastador que hundió las costillas del hijo del
alcalde, aplastando sus pulmones. La masacre debía continuar.
―¡Noooo! ―gritó Dan cayendo de rodillas.
Por un momento sintió que todo estaba perdido.
La calabaza dedicó su siguiente alarido al cielo, y después, dirigió su atención y su sed de sangre al
último de los Crawford, al ladino Dan.
El chico se levantó como alma que lleva el diablo para meterse en su camioneta, trató de arrancarla
con manos temblorosas mientras el engendró se abalanzaba contra él, el motor rugió con un tono bronco
cuando clavó el pié en el acelerador con todas sus fuerzas para embestirlo. Una nube de humo y un
golpe del volante en su frente fueron la primera pista de que el resultado del atentado no había sido el
esperado.
El ojo amarillo, envuelto en cortes, lo observaba con furia desde la ventanilla. Dan cogió la pistola
del asiento de su lado y la levantó con poca esperanza. Ahora sabía que iba a morir.
… Dos cañonazos teñidos de providencia alcanzaron de lleno al monstruo, uno más, voló una de sus
brazos vegetales. Jim también había seguido el rastro anaranjado.
―Muere de una maldita vez ―murmuró el policía.
La calabaza, guiada por el espíritu errante del viejo Jack, consciente de su derrota, abatida y
destrozada, abandonó sus propósitos para arrastrarse hasta el mar y cerrando su ojo, se hundió para
siempre en sus aguas bajo la luna llena, en busca de la paz junto a Margaret.
Ahora, en medio del silencio y la muerte, Dan salió de su camioneta y se dejó caer sobre la arena,
mientras tanto, las pequeñas pipas de calabaza derramadas en el campo de maíz, empezaban a aferrarse
a la tierra…
Esther Carrasco

Nacida en Barcelona en 1976 y enamorada de la literatura, publiqué el libro ―Historia de una mujer con
una sonrisa‖ en 2011 a través de Editorial El Páramo tras ser agraciada con el segundo premio del
certamen ―Contar nuestras propias historias‖ convocado por el Ayuntamiento de Córdoba con la
intención de recoger los testimonio de primera mano de varias personas que habían vivido la Guerra
Civil y la Postguerra.

Posteriormente, se publicó mi relato de terror ―La Mesa de Roble‖ en el libro ―Saborea la Locura‖
con Chiado Editorial después de ser seleccionado entre los participantes de una convocatoria del ―Mad
Terror Fest‖. Con esta misma editorial quedé finalista en el concurso ―Madrid, historias breves‖ con el
relato ―Algunos metros de esperanza‖.

Después de publicar varios microrrelatos con ―Diversidad Literaria‖, ―Letras con Arte‖ y ―Acen‖,
con la intención de colaborar en la recaudación de fondos para obras sociales sobre todo, participé con
el relato ―Seis‖ en el libro de La Pulga Editorial ―99 Crímenes cotidianos‖ .

En la actualidad, colaboro en la gestión de la página web ―De vocación escritor‖


http://devocacionescritor.wix.com/devocacionescritor donde se pretende estimular la creatividad de
todo aquel muestre interés por escribir. (En Facebook, De Vocación Escritor).
Un tipo con estrella
de Carlos Ortega Pardo
Un tipo con estrella
Carlos Ortega Pardo

Se abrió la puerta del ascensor y los cañones de cuatro pistolas exhalaron su fétido aliento de muerte y
plomo. Unos segundos después, disipada la neblina sulfurosa del tiroteo, tres verdes se convulsionaban,
acribillados, a mis pies. Lorna siempre me lo decía, que era un tipo con estrella. Arrojé un níquel al
tembloroso ascensorista negro, la almidonada casaca y el rostro adolescente salpicados de sangre —si
puede llamársele sangre al repugnante grumo que corre por las venas de esas cosas— y los pantalones
del uniforme meados camal abajo hasta el tobillo. Me largué con un brinco, procurando que las entrañas
infectas de aquellas cucarachas del espacio no manchasen mis botines recién lustrados.

Aquellos tres matones interestelares de tres al cuarto eran sin duda hombres de Frank. Pero ¿A qué
tantas molestias por un irrelevante Huelebraguetas como yo? De regreso en la dudosa seguridad de mi
despacho, reflexionaba frente al vaso mediado de whisky barato. Me devanaba los sesos tratando de
explicarme el súbito interés de Frank por mi persona, o más bien por mi cadáver. La visita con que la
Rubia me había obsequiado un par de días antes tendría que haberme puesto en guardia. Su aviso, al
menos. Me hacía mayor. Me estaba ablandando. Y eso, tarde o temprano, acabaría por costarme una
generosa ración de plomo alojada en el cuerpo.

—Creo recordar que antes tenías secretaria


—Antes tenía muchas cosas que ya no tengo, muñeca. No corren buenos tiempos para tipos como yo
Cruzó las piernas ceñidas por delicadas medias de seda negra que coronaban ligueros de historiado
encaje. Sacó un cigarrillo de una pitillera cromada, las iniciales F. M grabadas en el ángulo inferior
derecho. Inclinó el busto hacia mi cerilla titubeante, el mismo escote opulento que todos mis sentidos
tan bien recordaban.
—¿Cómo está tu mujer?
—Con un poli
—Pudiera ser peor —repuso tras exhalar una generosa bocanada de humo.
—Claro —suscribí, y con evidente laconismo añadí que podría estar con un verde. Literalmente, con
un puto verde de mierda. Cuesta creer que haya mujeres con el estómago para encamarse con ellos,
pero las hay. Algunas incluso por placer. Dios.
Abrí el primer cajón del escritorio. La botella de bourbon canadiense yacía al fondo junto a una
pequeña 1903 Pocket Hammerless. Cargada. Tomé el vaso menos sucio y derramé un doble en su
interior. Se lo ofrecí.
—Antes también tenía hielo
—Ya sabes que nunca me gustó aguar la bebida. En eso nos parecemos, Huelebraguetas.
Me serví un triple y escudriñé en aquellos ojos grises a la sombra de frondosas pestañas postizas. ¿A
qué debía el honor de su visita tantos años después?

Conduje hasta las oficinas de Worrall & Reid Inc. Ubicadas en los pisos superiores de un imponente
rascacielos, prodigio de hormigón, acero y cristal. Un edificio más céntrico y, definitivamente,
respetable que la inmunda colmena donde moraba mi despacho.
La visita de la Rubia tenía el leal propósito de advertirme que obraba en mi poder algo que Frank
consideraba de su propiedad. Algo que, siempre según Frank, yo había robado al marido de la Rubia
cuando, contratado por ésta, anduve husmeando al acecho de pruebas que le granjeasen un divorcio
ventajoso. La realidad del detective privado dista mucho, en efecto, de la recreada por tanta basura pulp.
Evidentemente, no tenía la más remota idea acerca de qué fuese aquel algo que Frank me acusaba de
haberme agenciado.
Decidí acudir directamente a las fuentes y hacer una visita al ex marido de la Rubia. Tal vez él
arrojase un poco de luz sobre mi confusión. Si no me pegaba un tiro antes. Porque —off the record— en
su día también había husmeado entre las piernas de su exuberante esposa. La verdad, había dedicado a
la Rubia toda una exhaustiva serie de prácticas amatorias que excedían de largo el mero husmear. Así
que, al final, sí medió un adulterio demostrable, sólo que no el que más hubiera interesado a mi cliente.
La Rubia se quedó tiritando y nuestra relación contractual se extinguió. Ni que decir tiene que lo mismo
sucedió con la que se había estado desarrollando en paralelo a esta última.

—Tienes muchos huevos presentándote aquí, Huelebraguetas


—No es la primera vez que me lo dicen. Espero que tampoco la última
Miré de reojo al gorila que fingía leer un almanaque deportivo, incómodamente sentado en un
taburete manifiestamente exiguo. Don se había vuelto desconfiado con los años. Eso, o que aquel
primate le proporcionaba una conversación inopinadamente amena.
Me dirigí al bar y colgué el sombrero en el cuello de una carísima botella de coñac francés.
—¿Qué bebes, Don? —pregunté alegremente
—A estas horas, café
Siempre fue un hombre de orden, no me extraña que toda su aburrida fortuna hubiera resultado
insuficiente para retener a la Rubia cerca. Y las bragas de ésta a una altura honorable. Me serví una
medida generosa de whisky escocés en un bonito vaso de cristal de bohemia. Crucé la estancia sin
perder de vista al bigardo del fondo, que había dejado sus enjundiosas lecturas a un lado y me
observaba con atención profesional mientras se tentaba los avezados nudillos. Pasé junto al ex marido
de la Rubia, en pie y rígido como una estaca al lado de la alta estantería nutrida de gruesos volúmenes
contables. Me apoltroné en su sillón y coloqué los pies sobre el escritorio de nobilísimas maderas. Una
reseca gotita de grumo verde manchaba la punta de mi botín derecho.

Esa zorra no se llevó ni una caja de cerillas fue la respuesta más elaborada que pude extraer de mi
entrevista con Donald Reid Jr. El resto de la misma quedó circunscrita a un par de monosílabos a
regañadientes y el fragante habano que me tomé la libertad de sacar de su cigarrera y guardar en un
bolsillo de la chaqueta para ocasión y compañía menos hostiles. A continuación, el gorila Joe
―consideré de escaso gusto no ser presentados, dadas las circunstancias— me acompañó hasta una
salida algo más secundaria que la destellante puerta giratoria por la que había entrado al colosal
edificio. Ésta daba a un callejón trasero, donde Joe me despidió con un eficaz puñetazo en la boca del
estómago. Diez minutos retorciéndome sobre un charco pestilente bastaron para recuperar el aliento y
decidir cuál sería mi siguiente paso.

—Corrígeme si me equivoco, muñeca. Ahora estás con Frank


Levantó la vista de la carta y sorbió su té helado mirándome con displicencia.
—¿Qué vas a pedir? —preguntó, obviada mi suposición.
—Whisky
Apartó la carta. Sacó un cigarrillo de mi arrugada cajetilla de Lucky Strike y lo prendió con uno de
esos nuevos encendedores zippo, las diminutas iniciales F. M grabadas en la esquina inferior izquierda.
— En este restaurante tienen la mala costumbre de cumplir escrupulosamente la ley. No te servirían
alcohol ni aunque fueras el mismísimo candidato demócrata.
—Ese verde asqueroso…
—¿No tienes hambre? —insistió
—El encuentro con un viejo amigo de ambos me la ha quitado
Pedí una ensalada sin aliñar para ella y nada para mí. Cuando el irritado camarero se largó, me quedé
observándola a través del plomizo telón de nuestros cigarrillos.
—Trabajo para él. Canto en uno de sus locales
Deslizó una cajita de cerillas sobre la mesa. Al cogerla aproveché para acariciar su mano un tanto
regordeta.
Montini´s.
Definitivamente, a Frank Montini se le da mejor hacer desaparecer cadáveres que bautizar
establecimientos para el consumo franco de sustancias de contrabando.

—¿Se te ha perdido algo, amigo?


Un asqueroso spaghetti recién salido de Ellis Island. Su entallada chaqueta de tinte imposible, más
que insinuar, evidenciaba la abultada sobaquera.
—El gato de mi abuelita
Aproximé la mano derecha a mi sombrero, que reposaba en el asiento del copiloto y ocultaba la
Pocket Hamerless. El muy estúpido inclinaba su orgulloso rostro moreno, impecablemente afeitado,
sobre la ventanilla a medio bajar. A esa distancia hubiera podido dejarlo frito en un abrir y cerrar de
ojos. Pero no consideré que ello hubiese sido muy del agrado de la docena de colegas suyos —verdes
hasta el culo de bencedrina la mitad de ellos— repartidos estratégicamente por los alrededores de
aquella vasta nave industrial en la que Frank tenía, entre otras cosas, sus oficinas.
—No importa, le compraré otro. De todos modos la pobre vieja ni notará la diferencia.
Arranqué con estruendo y me largué como alma que lleva el diablo, el chirrido de las ruedas
abrasadas desgarrando el pacífico silencio de aquella perezosa hora de la tarde. Tendría que encontrar
un espacio más neutral donde poder reunirme con Frank y hacerle entender que nada suyo había nunca
entrado a formar parte de mi insignificante patrimonio. Precisamente ese hacerle entender era lo que se
antojaba particularmente difícil. Su tozudez era proverbial, y acostumbraba a tener consecuencias
fatales para el desgraciado que se le hubiera puesto entre ceja y ceja. No obstante, una necesidad más
perentoria me asaltaba desde hacía ya varios días. Y había llegado el momento de satisfacerla.

La Rubia se contoneaba tras el micrófono. Silabeaba volutas roncas, culebreando bajo la seda granate
ajustada como un guante a su rotundo cuerpo. Decenas de verdes babeaban alrededor del desvencijado
escenario. Acabó su número y se meció camino de mi whisky solo. Le dio un breve trago. Aproximó la
punta de un cigarrillo a la llama que le ofrecía, clavados sus ojos de hielo en mi sombrero, sobre la
barra, junto a mi codo derecho.
—No entiendo tu insistencia, Huelebraguetas. Sabiendo, como sabes, que tarde o temprano será él
quien acabe encontrándote a ti
—Dicen que Frank siempre encuentra lo que busca
—Están en lo cierto
—No me cabe la menor duda. De todos modos no es a Frank a quien he venido a buscar esta noche,
muñeca.
Las pesadas pestañas removieron la densa atmósfera del local. Y una fugaz sonrisa, triste y derrotada
como tantas noches consagradas a aquellas tablas nefandas, cruzó su rostro.

El estruendo astillado de la patada en la puerta me trajo de regreso. Las exigencias de la inabarcable


anatomía de la Rubia me habían sepultado en un abismo de sueño. Aturdido, el instinto me dictó buscar
el arma que siempre ocultaba bajo la almohada. Una fiable Government 1911. La misma cuyo cargador
vaciaba entonces la Rubia, con pausa no exenta de delectación. Cruzadas las bonitas piernas desnudas.
Sacaba las balas una a una, con cuidado de no estropear la perfecta manicure francesa que pocas horas
antes rasgaba mi espalda. De pie, a su lado, acariciándole la nuca, Frank. Le acompañaban un par de
Thompsons, supuse mejor municionadas que mi pistola, a las que escoltaban dos armarios roperos con
cara de muy pocos amigos. Dedicaban a sus gatillos fruición similar a la empleada por Frank con el
lindo cogote de la Rubia.

Dicen que los verdes son expertos consumados en el noble arte de la obtención de información. Mejores
incluso que los chinos y su ancestral gota de agua. Cuestión de eones de práctica a lo largo y ancho de
la galaxia. No en vano han acabado por copar los puestos de interrogador, tanto en la policía estatal
como entre los federales. Los sindicatos están que trinan, claro. En cualquier caso, no tardaré en
comprobar de primera mano cuánto de cierto hay en tales especulaciones. Minutos apenas. Porque me
consta que el viejo Frank tiene a alguno que otro dedicado a ello a tiempo completo. En fin, puede que
Lorna se equivocara cuando afirmaba, medio reprochándomelo, que era un tipo con estrella.

Mierda.

Al menos me han permitido ponerme los pantalones y coger el sombrero.


Carlos Ortega Pardo

Carlos Ortega Pardo nace en Albacete en 1983. Siendo niño su familia se traslada a Valencia, ciudad en
la que actualmente reside.

Licenciado en Ciencias Políticas, entra a trabajar en el gabinete de comunicación de un partido con


representación parlamentaria. Sin embargo, su escaso entusiasmo, tanto por las labores que se le
asignan como por la propia política, no tarda en conducirlo por muy diferentes derroteros profesionales.

A día de hoy se desempeña como profesor y traductor. No obstante, son el cine y, sobre todo, la
literatura, sus dos grandes pasiones. Lector empedernido, escritor hasta donde su memoria alcanza y
esforzado cinéfilo, conjuga ambas aficiones en la frecuente publicación de críticas cinematográficas.

Giacomo, su primera novela, fue publicada en 2014. Ha cultivado también el relato de género, el
microrrelato y la poesía, viendo incluidos bastantes de sus escritos en variadas antologías y revistas
literarias.
La oscuridad primigenia
de Pablo José Terol Orozco
La oscuridad primigenia
Pablo José Terol Orozco

Quizá una de las mayores vanidades del ser humano sea considerarse dueño de un mundo en el que,
desde la más amplia perspectiva de las edades y eones interminables, apenas ha residido unos pocos y
breves instantes, poco más que un inquilino fatuo y fugaz. No estamos en esta Tierra más que en calidad
de arrendatarios; y no somos, ni nunca fuimos, los primeros en caminar por los continentes. Y en la
oscuridad de los tiempos se ocultan misterios y horrores sin nombre, que harían a la mente más estable
enloquecer de terror al enfrentarla brutalmente con la insignificante nimiedad de la existencia humana.
Quizá por eso nuestros ancestros eligieron desterrar estos espantos de la memoria, si es que alguna vez
los conocieron. Y puede que nuestro mayor error fuera precisamente dejarlos caer en el olvido.
Para el profesor Hans Murdock, antiguo docente en la Universidad de Boston, semejantes ideas sobre
terrores ancestrales de una Tierra primaria sin duda habrían parecido poco más que los delirios literarios
de algún escritor de poca monta de una revista pulp. En aquel momento, su única preocupación era
mantener el control del volante mientras recorría las sinuosas y traicioneras carreteras de montaña.
―¡Mira qué lagos, Hans! ―oyó exclamar a su lado a su mujer, Margaret―. Este lugar es tan
bonito... qué bien hemos hecho en venir aquí.
Hans escupió un bajo gruñido por toda respuesta. La conducción era una tarea que agriaba su humor
y encrespaba sus nervios, y las últimas semanas no habían sido precisamente las más alegres. Con todo,
no podía negar que el paisaje era hermoso: ríos brillantes y caudalosos se desplomaban por las laderas
de las montañas entre bosques verdes y frondosos, para derramarse sobre lagos de aguas calmadas y
cristalinas. Resonaba por todo el valle el cantar de los pájaros, y si se observaba con atención podía
verse ocasionalmente algún animal del bosque, quizá un venado, acercándose a la orilla para calmar su
sed. A su pesar, Hans tuvo que admitir que resultaba un cambio agradable en comparación con las
bulliciosas calles de Boston.
―Sé que no ha sido fácil para ti dejar la universidad, mi amor ―le dijo su mujer, apretándole
cariñosamente la pierna―, pero ya verás cómo tras unos meses con tu hermano te olvidas de todo.
Hans suspiró y esbozó la mejor sonrisa de la que fue capaz. Ciertamente, después de las largas
disensiones con el Rector, que habían supuesto su abandono de la docencia, no le desagradaba la
perspectiva de una temporada de paz y relajación, lejos de los estímulos constantes de la ciudad. Tan
pronto como le había hablado por teléfono de su intención de marcharse de Boston, su hermano
Michael le había aconsejado fervientemente instalarse junto a él en el pequeño pueblo rural de
Blackrigde, al noroeste del Estado de Wyoming. Situado en una de las zonas más pintorescas de las
Rocosas, no muy lejos del Parque Nacional de Yellowstone, se trataba de una típica aldea de montaña,
cuyos habitantes llevaban una vida simple y tranquila en una comunidad donde cualquiera podría decir
sin un instante de vacilación qué había cenado el vecino la noche anterior. Michael le había prometido
un alquiler a muy buen precio y una vacante como profesor de ciencias en el instituto local. A Hans no
le alentaba la idea de cambiar a sus alumnos de Boston por un tropel de adolescentes groseros y
escandalosos, pero la idea de volver a ver a su hermano le agradaba, y Margaret había insistido tanto
que no le había quedado más remedio que ceder. A diferencia de Hans, un hombre adusto y conservador
que rara vez abandonaba sus cuidadosamente hilvanados hábitos, Margaret era una mujer jovial con una
gran capacidad de adaptación, y Hans no dudaba que a las pocas semanas se desenvolvería como si
hubiera llevado en Blackrigde toda la vida.
Michael los recibió a la entrada del pueblo, tal y como habían acordado por teléfono. Después de un
efusivo saludo, tomó el asiento del copiloto para dirigirlos hacia su casa, donde Hans y Margaret se
alojarían hasta encontrar una residencia definitiva en Blackrigde.
―Te encantará este sitio, ya lo verás ―le aseguraba Michael a Hans mientras le ayudaba con las
maletas―. Y ya he hablado con el director; estarán encantados de tenerte. Conozco a varios de los
chavales y son una delicia de jóvenes, te lo aseguro.
―Me daré por satisfecho si al menos uno de ellos tiene más cabeza para la física que para el fútbol
―rezongó Hans con sarcasmo.
Michael rió ante las pobres perspectivas de su hermano. Él también conocía bien los pesares de la
docencia. En realidad, Hans nunca había terminado de entender cómo su hermano, un erudito que a
menudo se encontraba más cómodo entre libros que entre personas, había abandonado su puesto de
profesor de arqueología en la prestigiosa Universidad de Miskatonic para dar clases de historia en el
instituto de Blackrigde. Los motivos que esgrimía giraban principalmente en torno a la delicada salud
de su mujer, Joanna, oriunda del pueblo montañés a quien los doctores habían recomendado abandonar
los humos y poluciones de la ciudad de Arkham y buscar aires más limpios. Pero Hans conocía muy
bien a Michael, y sabía que su hermano, al igual que él mismo, no concebía la felicidad salvo en la
constante persecución del conocimiento que le proporcionaba la vida del doctor universitario. Sin duda
podría haber elegido cualquier otro asentamiento más cercano al epicentro de todos los trabajos e
investigaciones de su vida. ¿Por qué recluirse un lugar tan apartado como Blackrigde, en el otro
extremo del continente?
Hans desechó aquellos pensamientos. Tendría muchas oportunidades de inquirir sobre aquello en los
próximos días. Por el momento, decidió simplemente disfrutar de la compañía de su hermano, y aceptó
su oferta de realizar una rápida visita al pueblo. Los dos hombres partieron en solitario: Joanna se
encontraba encinta de varios meses ya, y Margaret se había ofrecido a permanecer en la casa,
cuidándola. Hans sintió una punzada de angustia al comprender el auténtico motivo tras la
aparentemente altruista bondad de su mujer; el lánguido anhelo en los ojos de Margaret cuando se
posaban sobre el vientre de Joanna delataban sus verdaderos sentimientos. Sintió el deseo de
permanecer a su lado, pero comprendió, impotente, que no podía hacer nada por aliviar su pesar.
―Me alegro mucho por ti ―felicitó Hans a su hermano mientras caminaban―. ¿Será niño o niña?
―Niño, al parecer ―sonrió Michael―. Joanna está muy contenta, y venir a Blackrigde le ha
ayudado a llevar mejor el embarazo. ¿Y tú? ¿No sientes ya el gusanillo de la paternidad?
―Michael, ya te dije que Margaret es... que ella no puede...
―Es verdad. Lo siento, lo había olvidado.
Ante la expresión abatida de su hermano, Michael se apresuró a llevar la conversación por derroteros
más agradables. Estaban discutiendo la posibilidad de realizar una excursión a Yellowstone, cuando
Hans sintió unos dedos esqueléticos aferrándole la muñeca y un brusco tirón. Al girarse vio tras el una
mujer, de largos y desordenados cabellos y profundas ojeras.
―Mi niño... mi pequeño... ¿Dónde está? ¿Qué le han hecho a mi hijo? ―susurraba con un hilo de
voz agudo y casi inaudible.
Hans se quedó paralizado, sin saber cómo actuar. A primera vista, la mujer le había parecido una
anciana, pero un examen más detenido le permitió comprobar que las arrugas de su rostro, las grises
canas y el brillo demente en su mirada parecían más bien el fruto de varias semanas sin poder conciliar
un sueño tranquilo, perseguida por una implacable y desquiciada obsesión, más que los estragos de la
edad y el tiempo. La mano de la mujer le apretaba cada vez con más fuerza, y sus ruegos se volvían más
y más desesperados.
―¡Dígamelo! ―chillaba―. ¡Dígame dónde se lo llevaron!
―Señora, no sé de qué está hablando...
―¡No lo niegue! ¡Yo lo vi! Lo vi con mis propios ojos. Me arrastraron, me llevaron con ellos, a sus
cuevas y túneles bajo la tierra. ¡Me arrebataron a mi bebé nada más salir del vientre, y lo ataron a esa
horrible máquina!
Hans temblaba y notaba el sudor deslizarse por su frente. Apenas pudo reaccionar cuando Michael
intervino, rompiendo el agarre de la mujer y conduciéndolo lejos de ella. La pobre perturbada
permaneció en el sitio, deambulando sin rumbo y profiriendo escalofriantes aullidos.
―No le prestes atención ―le aconsejó Michael―. Su marido la abandonó con el niño en el vientre,
y para colmo el bebé nació ya sin vida. Nunca se recuperó.
Pero el evidente nerviosismo de Michael le hizo pensar que no le estaba contando toda la historia.
Aquella noche Hans se despertó al escuchar un ruido en la casa. Aún bostezando, se deslizó hacia el
pasillo y comprobó que la luz del despacho de Michael continuaba encendida: allí encontró a su
hermano, examinando sus libros con tanto ahínco que ni siquiera le oyó entrar. El desorden era
verdaderamente impresionante, con grandes pilas de libros, documentos y anotaciones amontonadas en
mesas, sillas y hasta en el suelo. Hans recogió un volumen que continuaba abierto. El lenguaje le
resultaba incomprensible, aunque sin duda no sería así para el estudioso Michael, experto en
civilizaciones antiguas. Con todo, aquellas páginas contenían unas ilustraciones realmente
extravagantes, incluso aterradoras: en una hoja podía verse dibujado lo que parecía un bebé recién
nacido enrollado en unas extrañas cuerdas; y las figuras posteriores mostraban al que parecía ser el
mismo niño en distintas etapas de su vida, siempre atado por aquellos misteriosos cables y, por algún
motivo, con un aspecto cada vez más famélico. Hans continuó ojeando el ejemplar, y pudo observar
bocetos que representaban criaturas escuálidas de aspecto humanoide, pero con sólo cuatro falanges
alargadas en sus manos, piel oscura con textura como la de un sapo y ojos de iris rojizos y pequeñas
pupilas en cabezas casi demasiado grandes para sus delgados cuerpos, con diminutas bocas y finos
cabellos negros cayéndoles desde la coronilla.
―¿Qué es esto? ―preguntó Hans.
Michael levantó la cabeza y lo observó con asombro; probablemente no había reparado hasta
entonces en su presencia. Tras un instante, le dedicó a Hans una larga y siniestra sonrisa, provocándole
involuntariamente que un escalofrío le recogiera la espalda.
―Ven conmigo ―dijo.
Michael no quiso responder preguntas mientras arrastraba a Hans a través de las calles de
Blackrigde. El pueblo parecía desierto, como era normal a esas horas de la noche, pero pronto
comenzaron a ver luces a medida que se alejaban hacia las afueras de la localidad. Allí se había reunido
una congregación, que caminaban lentamente portando altas velas y murmurando cánticos
indescifrables, lideradas por tres figuras encapuchadas y envueltas en largas capas negras.
―¿Qué hacemos aquí? ―preguntó Hans―. ¿Qué está pasando?
Pero Michael le indicó con un gesto que mantuviera silencio y permaneciera a su lado. Sin entender
todavía la situación en la que se encontraba, Hans acompañó a su hermano mientras seguían a la
muchedumbre, ocultos en la oscuridad. Sus pasos los alejaron de los límites de Blackridge y los
adentraron por extraños y tortuosos caminos de montaña, carentes por completo de cualquier clase de
pavimento o señalización.
Finalmente llegaron a lo que parecía la boca de una amplia caverna. Hans estaba a punto de decirle a
su hermano que no pensaba adentrarse ahí, cuando un fuerte golpe en la nuca lo sumió en las tinieblas.
Cuando despertó estaba tumbado con el rostro hacia el techo, sobre alguna clase de camilla a la que
estaba atado de pies y manos. Rodeado de sombras, era incapaz de ver nada, pero podía oír voces no
muy lejos de él, resonando en las paredes de una amplia estancia.
―¿Qué hacemos con ellos? ―gruñía una.
―Dejarlos marchar, por el momento ―respondió otra, cavernosa y autoritaria.
―¡Pero ya han encontrado el santuario! ―replicó una tercera voz.
―Los mantendremos vigilados ―insistió la segunda―. Basta con asegurarnos de que no abandonen
Blackrigde.
―La mujer de ése está a punto de dar a luz ―rió la primera voz―. Podemos entregarles al niño; los
Maestros están hambrientos.
―Y éste es un forastero ―dijo la segunda voz, la única de las tres con un tono femenino, que ahora
sonaba justamente junto a Hans―. Es precisamente lo que necesitamos.
Hans sacudió la cabeza, aún dolorida. Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la oscuridad. Podía
ver a su hermano, tumbado a su lado y también inmovilizado. A su cabeza se encontraban las tres
figuras encapuchadas que había visto liderando la multitud. El aspecto pétreo y rugoso de las paredes le
indicaba que se encontraba dentro de aquella cueva; pero hacia el fondo del habitáculo parecía como si
los muros se volvieran de metal pulido, iluminados por una luz tenue que brotaba de lo que aparentaba
ser una puerta en el otro extremo de la cámara. Agudizando la vista, Hans pudo comprobar que en
efecto se trataba de extrañas estructuras cilíndricas de metal, de las que brotaban tubos retorcidos, y
conectados a éstos se extendían un sinfín de cables.
Siguió los cables con la mirada: se extendían en diversas direcciones, y en sus extremos se
enroscaban e introducían en algo palpitante. Algo vivo. Cualesquiera que fueran esas cosas, unas
parecían ser más grandes que otras. Observando con mayor detenimiento, Hans comprendió, con horror,
que se trataba de seres humanos. Algunos eran apenas bebés recién nacidos; otros podrían haber sido
niños o adolescentes, todos de aspecto famélico y escuálido. Justamente a sus pies había uno que tenía
el tamaño de un adulto. Hans profirió un grito de terror al ver cómo se inclinaba ante él un cuerpo
esquelético de rostro cadavérico, con ojos hundidos y vacíos y una boca sin dientes que inspiraba y
expiraba con gemidos de ultratumba.
Hans despertó en su cama, empapado en sudor. Miró en todas direcciones hasta entender que
continuaba en su habitación en casa de Michael. A su lado, Margaret dormía plácidamente. Una
pesadilla, pensó.
Michael, sin embargo, no volvió a ser el mismo después de aquella noche. Aseguraba haber tenido
sueños muy similares a los de Hans, algo a lo que éste no le dio mayor importancia. Pero Michael
insistió y le mostró, con obsesión casi enfermiza, los resultados de las últimas investigaciones que había
comenzado cuando aún enseñaba en Miskatonic.
―Los humanos creemos ser la primera raza inteligente de la Tierra, pero oh, hermano, no sabes
cuánto nos equivocamos ―aseguraba―. Hay infinidad de historias... mitos... extrañas ruinas en
rincones olvidados, cultos arcaicos a dioses extraños. Multitud de textos apócrifos hacen referencia a
estos misterios; yo mismo pude consultar varios de ellos cuando vivía en Arkham.
Michael acompañaba todas sus explicaciones con ejemplares de estos libros de los que hablaba,
traduciendo su significado e interpretando sus ilustraciones atribuyéndoles los más disparatados y
fantásticos sentidos.
―Hay tantas similitudes... ―tartamudeaba― concurrencias, sincronías entre los diversos registros
para ser mera coincidencia. Construcciones de arquitecturas clónicas en puntos totalmente alejados del
mundo, religiones que adoran a seres divinos de características físicas prácticamente equivalentes. No,
no puede ser aleatorio, demasiadas casualidades.
»Hubo... hubo otros, ¿sabes? Antes que todo esto. Antes que nosotros. Y había más... allí, a lo lejos,
entre las estrellas. Ellos vinieron. Intentaron colonizar a nuestros antepasados. Hubo una guerra... un
conflicto como no se ha visto nunca. Armas destructivas de poder incomparable fueron empleadas, un
fuego que cambió la misma faz de la Tierra. Y ellos... los que venían de fuera, no estaban solos,
¿entiendes? Trajeron algo más... una especie de dios, un ente primordial nacido de lo más profundo del
caos cósmico, un horror estelar de dimensiones inconmensurables, traído de planos ancestrales en las
profundidades insondables del universo. No podían vencerlo... así que lo sellaron. Lo encerraron. ¿No te
das cuenta? La Edad de Hielo, el período glacial, ¡lo provocaron ellos! ¡Para contener a la bestia, para
proteger la Tierra!
»Pero no acabaron con todos, no... no los vencieron por completo. Algunos siguen aquí, entre
nosotros. Ocultos en los lugares más remotos. Nos utilizan, intentan recuperar el poder perdido. Están
aquí, en Blackridge. Hace siglos ya convirtieron a los nativos en sus esclavos. Necesitan nuestra
energía, ¿comprendes? Nuestra fuerza vital. Se llevaban a los niños, y los... los... "conectaban" a sus
máquinas. No los mataban, no; los necesitaban con vida. Así podían consumirlos, lentamente, hasta
reducirlos a polvo y cenizas.
Hans no podía sino compadecerse del estado de enajenación mental en que se encontraba su
hermano. Con todo, no quería abandonarlo a su suerte, y Joanna podía dar a luz en cualquier momento.
Tras discutirlo con Margaret, decidieron quedarse en Blackridge hasta que el niño hubiera nacido, y
entonces ponerse en contacto con las autoridades para solicitar ayuda profesional. Hans no tenía
ninguna intención de permanecer en Blackridge; tendría que llevarse a Michael y su familia a una
ciudad más grande, donde su hermano pudiera recibir las atenciones de médicos especializados.
Además, tanto él mismo como Margaret necesitarían encontrar nuevos trabajos para poder pagar el
tratamiento de Michael y ayudar a Joanna con el bebé, y en un pueblo pequeño como Blackridge nunca
ganarían el dinero suficiente. Y, aunque no sabría decir bien por qué, Hans sentía la imperiosa
necesidad de alejarse de aquel lugar lo antes posible.
Pero las ruedas de la fortuna no giraban a su favor.
Joanna comenzó a sentir las primeras contracciones mucho antes de lo previsto. Hans había planeado
llevarla al hospital en secreto, sin que Michael lo supiera, pero no había encontrado la ocasión y ahora
ya era demasiado tarde.
―¡Aguanta, Joanna! ―le intentaba apoyar Margaret a su lado―. Vamos, respira conmigo, así...
―¿Qué demonios le pasa a este teléfono? ――gritaba Hans―. ¡Michael, maldita sea, haz algo!
―Ellos vendrán ―repetía Michael, encogido en una esquina―. Ellos vendrán a llevárselo.
―¡Michael, qué estás...!
No llegó a terminar. La puerta se abrió con un golpe sordo. Una veintena de hombres entraron en la
casa, ante la estupefacción de los residentes.
―¿Quién demonios...?
Hans apenas pudo levantarse antes de que uno de los intrusos le golpeara con violencia, arrojándolo
contra una silla. Varios golpes más lo dejaron apenas consciente; pudo ver cómo los extraños apresaban
a Margaret y Joanna y las arrastraban entre gritos y patadas fuera de la casa. También se llevaron a
Michael, quien ni siquiera intentó oponer resistencia. Hans ni siquiera podía reunir las fuerzas para
gritar.
A caballo entre la lucidez y la negrura, Hans creyó percibir cómo los llevaban lejos de Blackrigde, y
no tardó en reconocer los caminos de montaña y la caverna que había visto en sus sueños. Reconoció,
con un escalofrío, a las tres figuras encapuchadas, observándolos impasibles desde la entrada. Hans
creía que la más alta de ellas debía ser la mujer, quien parecía ser la líder, aunque no podía ver sus
rostros.
Los cuatro fueron atados en sendas camillas. Margaret gritaba y luchaba contra sus ataduras, Joanna
lloraba, y Michael continuaba en su estado catatónico, sin pronunciar palabra. Hans tan sólo se afanaba
en preservar la consciencia. Las figuras encapuchadas rodearon a Joanna, y Hans solamente pudo oír
cómo aullaba y gemía entre los dolores del parto. Finalmente, el más bajo de los tres se alejó de Joanna
con un bebé sangriento y lloroso en los brazos, mientras otro realizaba la sección del cordón umbilical,
ante la atenta mirada de la alta mujer que los dirigía.
―Alimento para los maestros ―susurró el hombre bajo, que Hans identificó con la primera de las
voces, siniestra y siseante como una serpiente, mientras llevaba al niño hacia las estructuras metálicas al
fondo del habitáculo.
Hans deseó haber apartado la mirada, no haber visto lo que sucedió a continuación, pero su cuerpo
no le obedecía. Tuvo que contemplar, en el más abyecto horror, cómo el hombre agarraba un manojo de
aquellos extraños cables, y cómo éstos se introducían, con un espantoso sonido, en la carne del
pequeño. La luz de la puerta en la estructura de metal pareció brillar con más intensidad, como
complacida por aquel brutal e impío sacrificio. Joanna no reaccionó; Hans dudaba que siguiera con
vida.
Pero el ritual no había terminado, y Hans pudo comprobar, con terror helado, cómo las figuras
encapuchadas se dirigían ahora hacia Margaret.
―Ha de ser ella ―dijo la mujer―, la chica forastera.
―Que una extraña pueda recibir tal honor... ―bufó el más alto de los hombres.
―Los Maestros así lo han decretado ―respondió la mujer con un tono que no admitía réplica―.
Ella debe regresar a su mundo, y ser su portadora hasta el día augurado.
―El día en que él regresará ―susurró el hombre bajo, con devoción.
―El que cayó bajo el frío y el hielo ―murmuró el segundo hombre―, a través de ella, regresará a
nosotros.
Hans no entendía ni una sóla palabra, pero sabía que no podía permitirles llevarse a su mujer. Trató
de revolverse, de romper sus ataduras, pero fue un intento fútil. Margaret ya había dejado de luchar, y
tan sólo sollozaba, suplicando ayuda.
―¡No! ¡Soltadla! ―gritó Hans.
Pero los encapuchados hicieron caso omiso, y arrastraron la camilla de Margaret hacia la luz. Hans
trató de gritar, de llamarles, pero no parecían escuchar su voz. Y entonces los vio: recortados contra el
resplandor, altos y terribles, alargando sus delgados y extensos dedos hacia Margaret, emitiendo un
sonido que no era de este mundo.
Uno de ellos clavó sus ojos sangrientos en Hans. El hombre se sintió caer en un vórtice de imágenes
y sensaciones superpuestas, como una confusa pesadilla de la que era imposible escapar. Vio a más de
aquellos seres, miles de ellos, descendiendo del firmamento en extrañas aeronaves. Contempló su
avance inexorable por la Tierra, cómo frente a ellos se alzaban otras criaturas de tonos marrones y
verdosos, de aspecto reptiliano y corpulento; y ambas especies chocaban en un conflicto colosal
blandiendo armas terribles, causando implacable devastación. Y entre los invasores se levantó una
sombra, un espanto informe, compuesto de un caos voluble y cambiante, como una masa de alquitrán
negro y humeante que se elevaba hasta cubrir el sol, de la que brotaban extremidades tentaculares que
quebraban las montañas ancestrales y arrasaban las junglas primigenias de una Tierra primaria, y se
abría en fauces infernales que rugían en un aullido devastador que resonaba en las profundidades del
espacio.

Pero Hans no recordaba nada de esto mientras conducía por las montañas, de vuelta a Boston. Se
encontraba de un excelente humor; sin duda alguna pasar unos días a solas con su mujer en mitad de la
naturaleza había sido una excelente idea.
―Te dije que te readmitirían ―le dijo Margaret con una sonrisa―. Sabía que en Boston no
aguantarían mucho tiempo sin ti.
Hans le dedicó una cálida sonrisa. Recibir la llamada y las disculpas del Rector había sido la guinda
para un viaje perfecto. Solamente lamentaba que su hermano Michael no hubiera podido acompañarlos.
―¿Sabes ya cómo vamos a llamarlo? ―le preguntó su esposa.
La sonrisa de Hans se hizo más amplia, y extendió una mano para acariciar suavemente el vientre
encinto de Margaret.
Pablo José Terol Orozco

Pablo José Terol Orozco nació en Cádiz, el 27 de marzo de 1993. Estudia Derecho en la Universidad
Pablo de Olavide, en Sevilla. Bibliófilo amante de la la fantasía y la ciencia ficción, con especial gusto
por los clásicos de caballerías de William Morris, las sagas heroicas modernas de Tolkien, Martin,
Moorcock, Jordan, Sapkowski, Negrete… y la épica y mitología céltica y oriental, el presente trabajo es
un homenaje al terror pulp de las primeras décadas de las Weird Tales, al horror cósmico de Lovecraft y
su círculo epistolar. También publicado por este mismo autor se encuentra el relato corto El corazón de
la máquina en el segundo volumen de la colección Bajo la piel.
El ataque de las coles
del espacio
de Esther Galán Recuero
El ataque de las coles del espacio
Esther Galán Recuero

Jake Dench estaba viviendo el mejor momento de su vida. Encerrado en la vieja furgoneta roja de su
padre besuqueaba a Dina, la hija del sheriff. Llevaba tras ella más de un año y cuando la muchacha
accedió a dar una vuelta con él para ver la puesta de sol, Jake supo que esa era su oportunidad. Tras un
largo rato bañados en besos y colmándose de caricias oyeron un horrible estruendo que interrumpió
aquel maravilloso instante. Acto seguido, en el horizonte, una luz blanquecina muy intensa les cegó.
Ambos protegieron los ojos con sus manos para intentar ver lo que allí sucedía. Fue Jake el primero en
decidir acercarse a ojear lo ocurrido.
―No, por favor ―suplicó Dina. Un profundo terror la había invadido ante aquel espectral
resplandor.
―Quédate aquí ―le dijo―. Me acercaré y veré qué ocurre. No tardaré. Te lo prometo.
Y dicho esto cerró la puerta de la furgoneta y echó a caminar campo a través en dirección a aquella
luz casi cegadora. Cuando había andado durante cinco minutos el foco se fragmentó en unos puntos
luminosos de menor intensidad que formaban un aro. Jake no daba crédito a lo que veía. Ante sí un
objeto volador con forma discoidal se elevaba en la noche azulada de Dyer. Usó su mano como visera
para ver con mayor claridad lo que ocurría. Parecía que aquel objeto estaba perdiendo piezas. Algo caía
hacia la tierra. Intrigado, Jake volvió a la furgoneta. Corrió lo más rápido que pudo notando como el
corazón bombeaba con fuerza la sangre al resto de su cuerpo. Al llegar, Dina le esperaba asustada, sin
apartar los ojos del cristal delantero del vehículo.
―¿Qué has visto? ―le preguntó.
Jake tomó el control del volante, arrancó el motor y se dirigió hacia donde creía que podía haber
caído lo que fuera que se había desprendido de aquel extraño objeto volador. Tan similar a los
encuentros misteriosos de los que estaban escuchando hablar últimamente en la radio.
―¡Jake! ―gritó ella nerviosa―. Dime lo que has visto.
―No te lo vas a creer ―dijo él mientras se limpiaba el sudor de la frente con el antebrazo―. Había
un platillo volante.
―No me tomes por tonta ―dijo ella haciendo un mohín.
―En serio. Creo que estaba averiado, iba perdiendo piezas.
―¿A dónde vamos?
―Pues a ver qué es lo que se le ha caído.
―¿Y por qué no vamos a contárselo a mi padre? ―propuso ella, cada vez más histérica.
―Primero quiero ver lo que es y después te prometo que iremos a tu casa y se lo contaremos todo al
sheriff.
Se acercaron al lugar donde en un primer momento no vieron nada. Una leve capa de polvo flotaba
por el campo árido. Jake alargó la mano y cogió de la guantera una linterna. Pulsó el pequeño botón
rojo para encenderla pero la bombilla no se iluminó. Jake la golpeó hasta que por fin un destello
alumbró el interior de la furgoneta. Salió del vehículo y enfocó las estelas de partículas arenosas. Al
principio no vio nada. Avanzó lentamente, entrecerrando los ojos para evitar que el polvo se le metiera
en ellos. Entonces, algo lo agarró del brazo y tiró de él. Asustado intentó apartarse y correr pero al
hacerlo la voz de Dina lo paralizó.
―Volvamos a la furgoneta.
―Espera ―dijo Jake mirando tras ella, donde los faros del coche iluminaban unas sombras en el
suelo.
Paso tras paso se acercaron hasta las extrañas figuras. Entre la polvareda se encontraban unos trozos
de láminas metálicas gruesas y curvas, una especie de remaches esféricos del tamaño de canicas y unas
redondeadas siluetas que cubrían el campo.
―Jake… ―dijo Dina abriendo mucho los ojos―, eso son…

Y mientras, en la casa de los Woods, la pequeña Sally tiró el tenedor hacia su plato. Su madre, Wendy
la reprendió con una severa mirada.
―Las coles son un asco ―sentenció la niña cruzándose de brazos.
―Las coles son muy buenas y nutritivas ―dijo su padre mientras se llevaba un buen trozo de cena a
la boca.
―Además, no es fácil encontrarlas ―respondió su madre―. En el mercado no las tienen todas las
semanas e ir hasta allí para volver con la mitad de la compra…
―Huelen mal, saben mal y son verdes ―protestó Sally.
―Cómetelas o te quedarás sin postre durante dos semanas ―amenazó Wendy a su hija.
La niña, empujó el plato hacia el interior de la mesa, bajó de la silla y se marchó a su habitación.
Wendy y su marido dieron fin a la comida y tras un rato hablando ella se levantó a recoger.
―Siempre la misma lucha con las coles ―dijo su madre retirando los platos de la mesa.

La puerta de la casa de los Harper se abrió con violencia mientras el sheriff estaba tumbado viendo en la
televisión su programa favorito, Hour Glass. Justo cuando la bellísima actriz Helen Parrish estaba
presentando el siguiente número, su hija Dina apareció ante él, seguida del hijo del mecánico, Jake.
Estaban visiblemente alterados.
―Papá, tienes que venir. Ha sucedido algo ―dijo atropelladamente la chica.
―¿Qué ha ocurrido? ―preguntó Harper sentándose en el sofá.
―Hemos visto un platillo volante ―dijo Jake.
El sheriff los miró sin dar demasiado crédito a lo que decían.
―En serio, papá. Lo hemos visto ―dijo Dina acercándose a su padre con los ojos muy abiertos.
―Había una luz muy fuerte y luego me he acercado. Se le caían cosas de la nave y cuando hemos
ido para ver qué era nos hemos encontrado con que había mucho polvo.
―Y trozos de metal ―añadió Dina.
―Sí, y coles.
―¿Coles? ―preguntó el sheriff, riéndose―. Está bien, chico. Creo que es hora de que vuelvas a
casa y te tranquilices.
―¡Papá! ―gritó Dina agarrando a su padre del brazo.
―Señor Harper tiene que ir a verlo. Es cierto, lo que le hemos dicho es cierto.
―Está bien ―dijo el sheriff mientras acompañaba a Jake hacia la puerta de su casa―. Mañana
mandaré a Neil a que inspeccione la zona y…
―¡No! ―gritó Jake―. Tiene que ir esta noche. Tiene que verlo cuanto antes.
Harper lanzó un profundo suspiro. Lo cierto era que conocía muy bien a su hija, la había criado él
tras la muerte de Lucy y verla en ese estado le hacía dudar de la falsedad de lo narrado.
―Si vamos allí y ojeamos la zona, ¿os quedaréis más tranquilos, iréis a casa a descansar y dejaréis
esto en manos de la autoridad? ―ambos asintieron―. Vale, subid al coche.
Cuando llegaron al lugar de lo sucedido, siguiendo las indicaciones de Jake, el sheriff descubrió con
asombro lo que le habían contado los jóvenes. Ante él se encontraban unas láminas metálicas curvas de
un grosor considerable, pequeños trozos metálicos repartidos por doquier y los remaches esféricos.
Harper no salía de su sorpresa, allí estaba todo. Lo que significaba que su hija y aquel chico habían
presenciado algo extraordinario.
―Espere, ¿dónde están las coles? ―preguntó Jake a su lado.

Larry volvía contento. Había sido un día muy duro, recogiendo las alimañas y demás animales
atropellados en la carretera. Le pagaban por eso una miseria pero era necesario si quería conseguir algún
día salir de la desastrosa casa de madera en la que vivía, que se caía a pedazos y mudarse a alguna
ciudad para intentar cumplir el sueño americano. Nevada no era el mejor sitio para vivir; o al menos eso
le había parecido a él siempre. Pero su suerte estaba cambiando. Encontró esparcidas cerca de la
carretera unas coles en perfecto estado. Como mucho habría que darles un lavado con la manguera para
quitarles el polvo que pudieran tener. Se quedaría unas pocas, las más grandes y el resto las llevaría al
mercado y las vendería a un buen precio. No era fácil encontrar verduras frescas allí, eso aseguraba que
no se negarían a pagar por esas preciosas y abundantes coles que llevaba en la parte trasera de la
camioneta, junto a los restos de animales muertos. Aparcó el vehículo frente a la casa, entró en ella, se
descalzó y se quedó dormido en el destartalado sillón. Cuando despertó, al día siguiente, se bebió los
restos de un café añadiéndoles agua para que hubiera mayor cantidad de líquido que llenase su
estómago, y se comió una magdalena rancia. Después salió al patio, descargó las coles en cestas y las
regó con la manguera. Para que el intenso sol de Dyer no las estropeara, las metió a la sombra en el
porche. Larry se adecentaría un poco y las llevaría al mercado Esmeralda para venderlas, siguiendo su
plan.
Empezó a guardar las cestas rebosantes de coles en la parte trasera de su camioneta pero se quedó
con una caja para el consumo propio. La escondió en su cocina, bajo el fregadero y tras cerrar la puerta
con la mosquitera rota, se montó en el vehículo y puso rumbo al mercado. Durante todo el camino fue
escuchando la radio, pero tuvo que cambiar de emisora varias veces porque las noticias cortaban las
canciones que le gustaban cantar. Al parecer alguien había llamado a la radio para comunicar un
avistamiento en Nevada, un platillo volante decían. Larry no creía en esas cosas. Sólo en lo que pudiera
recogerse y venderse, nada más.
El mercado de Dyer estaba a unas cuantas millas de su casa, estuvo conduciendo ajeno a lo que
estaba ocurriendo en la parte trasera de la camioneta. Al llegar aparcó en la parte trasera del mercado,
por donde venían los grandes camiones repletos de suministros; y tocó la bocina para que alguien
saliera a su encuentro.
―Larry, aquí está prohibido estacionar ―dijo Sophie, la joven encargada del comercio.
―No vengo a comprar, sino más bien a vender.
Sophie lo miró reticente, no estaba segura de qué es lo que tramaba Larry, pero seguro que no
acabaría bien, como siempre.
―¿Qué traes? ―dijo finalmente la chica acercándose a la camioneta.
―Verás, he conseguido unas cuantas cajas de coles. Están lustrosas y frescas ―Larry abrió la puerta
trasera del vehículo y unas coles bastante más grandes de lo normal cayeron rodando al suelo. Al alzar
la vista ninguno de los dos daba crédito a lo que tenían delante de ellos. Las coles que él mismo había
lavado y metido en cajas ahora rebosaban de estas, ocultándolas entre las curvas de los vegetales.
―¿De dónde has sacado unas coles tan grandes? ―preguntó Sophie asombrada a la vez que
maravillada.
―Las encontré cerca de mi casa. Yo no podría dar abasto con tantas y se pondrían malas antes de
que pudiera comérmelas todas. Así que he pensado que…
―Ya sé lo que has pensado ―contestó la muchacha acariciando la superficie de una de las coles―.
Están calientes ―contestó frunciendo el ceño.
―Es por el sol. Las traigo desde casa ―contestó el hombre sonriente, mostrando los huecos de los
dientes que le faltaban―. Bueno, ¿me las compráis?
―Entra conmigo ―le dijo mientras se apartaban de la camioneta―. Hablemos de negocios.
Cuando Sophie colgó el cartel que anunciaba la venta de las coles más grandes de toda Nevada, la
gente no tardó en a agolparse alrededor de ellas. Hizo falta la ayuda de más de dos mozos para
descargarlas de la camioneta de Larry y montarlas en un stand aparte dentro del mercado, donde solían
estar las escasas coles que recibían. La muchacha puso en principio el precio que solían tener estas
hortalizas en el establecimiento, a treinta centavos por cabeza; pero dado que una de esas coles que
había traído Larry equivalía a tres o cuatro de las normales, se decantó por subir el precio hasta un dólar
por col. Pensó que si la gente no se animaba a comprarlas, porque las vieran caras, les bajaría el precio
de nuevo. En cambio los pocos clientes que había comenzaron a meterlas en sus carros, añadiéndolas a
la compra.

El sheriff Harper mandó a su ayudante Neil en busca de las coles que habían dicho ver su hija y Jake
Dench la noche pasada. Lo cierto era que no esperaba encontrar nada nuevo. En parte le costaba creer
que un platillo volante hubiera soltado un cargamento de coles cerca de una de las carreteras del
desértico Dyer. Era más fácil que la virgen se le apareciera a uno de los paletos de la zona a que los
marcianitos del espacio quisieran atacarnos con vegetales. Pasada media hora de la salida de su
ayudante, este contactó por radio:
―Sheriff Harper, al habla Neil.
―Le recibo Neil, ¿qué ha encontrado?
―Aquí no hay nada señor. He recogido los trozos de metal que había, pero ni rastro de coles ni de
ninguna otra planta.
―Está bien, vuelva aquí y traiga las piezas metálicas; quiero echarles un ojo.
―Recibido y corto.
Mientras su ayudante volvía con lo que serían los desperdicios que vio la otra noche, el sheriff
Harper no podía dejar de pensar en la expresión de terror que tenía Dina al entrar en casa. Era obvio que
algo había ocurrido pero se escapaba al control del sheriff, y eso no le gustaba nada. En ese momento la
radio, con su sonido rasposo, volvió a hablarle:
―Sheriff Harper, al habla Neil de nuevo.
―Dígame Neil, ¿qué ocurre?
―Verá, acabo de percatarme de que hay restos de aceite o grasa esparcidos cerca de la zona; hay
huellas y lo que parecen ser marcas de ruedas.
―Pueden ser de Jake Dench y mi hija cuando estuvieron anoche ―Harper esperó, conteniendo el
aliento.
―No señor, las suyas están claramente identificadas. Estas pertenecen a un tercer vehículo ―el
sheriff se llevó la mano a la boca, pensativo―. Señor, las marcas de aceite continúan por la carretera.
―Neil, sígalas hasta que encuentre el foco de emisión.
―Claro señor.
―Y Neil, tenga cuidado.
―Recibido, corto.
Harper se quedó cavilando sobre lo que su ayudante le acababa de decir. Puede que el aceite o la
grasa fueran de un coche. No quería pensar que pudieran ser de un objeto volador no identificado. Eso
era demasiado absurdo y en Dyer no había habido antes ningún avistamiento. Mientras intentaba
ordenar sus pensamientos para hacer encajar las extrañas piezas de aquel puzle, el teléfono repiqueteó
con insistencia. Su agudo timbre lo sacó de sus cavilaciones. Harper levantó el auricular y contestó.
―Oficina del sheriff de Dyer. Al habla Harper, ¿en qué puedo ayudarle?
―¿Papá? ―la voz de Dina al otro lado de la línea relajó un poco los nervios del hombre.
―Hola cielo, ¿va todo bien?
―Sí, Jake y yo vamos a pasarnos por allí a verte. ¿Sabes algo sobre la luz de anoche?
―No cariño, no hemos descubierto nada importante aún.
―En la radio no paran de decir que en Nevada se avistó anoche un platillo volante.
―Dicen muchas cosas en la radio ―comentó el hombre sin querer dar crédito a las habladurías. Un
molesto silencio se hizo entre ambos, solo un ligero zumbido les hacía saber que seguían conectados el
uno al otro a través del teléfono―. Entonces ―dijo el sheriff para romper aquel momento―, ¿vais a
venir?
―Sí, en cuanto Jake me recoja nos pasaremos por tu oficina.
―Vale, cariño.
Y la línea se cortó, emitiendo un pitido discontinuo que daba por acabada la conversación.
Larry se había embolsado cincuenta dólares por toda la mercancía y volvía a su casa feliz. Nunca había
ganado tanto dinero en un día, ni siquiera recogiendo los animales atropellados en la carretera. Estaba
escuchando al gran Jerry Lee Lewis tocando su piano cuando, llegando a casa, se dio cuenta de que
había alguien allí. Aparcó su camioneta tras el coche del sheriff, pero no vio a Harper allí. Se bajó,
dando un buen portazo, para que la puerta, rota desde hacía meses, cerrara por completo y se acercó al
coche patrulla. En seguida vio aparecer a Neil, el ayudante del sheriff, de detrás de su casa.
―Hola Larry ―saludó el hombrecillo delgado con el gorro marrón.
―¿Qué pasa jefe? ―contestó a modo de saludo el hombre. Se estrecharon las manos y este
prosiguió―. ¿Qué le trae por mi humilde casa?
―Verás, he estado siguiendo unas manchas de aceite por la ruta 265. A unas 9 millas de aquí y estas
me han conducido hasta tu casa.
―Debe de ser mi camioneta, la pobre está hecha polvo ―Larry se pasó la mano por la cara,
quitándose el sudor que la cubría. Se preguntaba por qué habría de importarle al sheriff el estado de un
vehículo―. ¿Es un delito ir perdiendo aceite?
―No ―dijo Neil para tranquilizarle―, el problema es que estamos investigando un suceso ocurrido
anoche, en el lugar dónde encontramos las manchas. Al parecer, hubo un avistamiento y Dina Harper y
Jake Dench han denunciado la aparición de objetos extraños en la zona.
―¿Se refiere a las coles?
Neil le miró sorprendido.
―¿Sabe algo acerca del incidente?
―No, yo no vi nada, pero al pasar por ahí me llamó la atención algo que había en el arcén, junto a la
carretera. Paré y ahí estaban, un montón de coles verdes y frescas.
―¿Qué hizo con ellas? ―le preguntó Neil sintiendo que un fuerte pánico crecía en su interior.
―Las he llevado esta mañana al mercado Esmeralda.

Al pasar junto a las maravillosas e inmensas coles que le había comprado a Larry, se percató de que se
estaban resecando, sus hojas parecían estar algo marrones. Si después de pagarle a ese paleto
hambriento se echaba a perder su compra, no se lo perdonaría. En un intento de que las coles siguieran
manteniéndose frescas y verdes, Sophie conectó el agua en polvo que salía desde las tuberías del techo
y caía sobre los vegetales, haciendo que no se resecaran con las altas temperaturas. Tras eso, siguió con
su trabajo, comprobando que todo marchaba bien. El mercado Esmeralda era el único que había en esa
zona, los pocos habitantes de Dyer compraban en él y eso significaba que tenían que dar un buen
servicio a los clientes.
Todo marchaba bien, Sophie controló que los mozos estuvieran reponiendo los productos que se iban
agotando en las estanterías, pasó a echar un ojo a las cajeras, fregó un pequeño charco de zumo que
había en uno de los pasillos y se fumó un cigarro en la zona de carga y descarga. Al volver, tenía
intención de pasarse por la oficina y telefonear a una de las empleadas; que había faltado porque se
encontraba mal y Sophie estaba algo preocupada por ella. Pero cuando se dirigía allí un estruendo llamó
su atención. En el pasillo de las verduras y las frutas uno de los stands se había roto. Las maderas que lo
componían se partieron bajo el peso. Al acercarse descubrió con asombro, y algo de miedo, que las
coles habían aumentado su tamaño diez veces; y ahora rodaban desperdigadas por el suelo, chocando
con las estanterías y derribándolas. En unos minutos el caos se apoderó del mercado. La gente chillaba,
histérica, mientras intentaban escapar de los descontrolados vegetales. Las coles parecían percibir dónde
estaban las personas y se dirigían hacia ellos sin reparos. Sus movimientos no parecían aleatorios, sino
más bien coordinados.
De no haber sido una locura, Sophie habría pensado que estaba planificado.

Wendy Wood descargó las bolsas con la compra del coche. La pequeña Sally bajó del vehículo
corriendo, sus trenzas rubias se movían al compás de sus saltitos. Su madre la contemplaba sonriente
mientras subía los tres peldaños que daban a su porche. Su marido, Lason Wood, estaba en la cocina
refrescándose el gaznate.
―Podrías echar una mano ―le recriminó Wendy. Venía tan cargada que una gran col se cayó de una
de las bolsas de papel y rodó por el suelo. Lason al ver que su mujer no podía recogerla, se agachó él
mismo a por ella.
―¡Vaya! ―exclamó sorprendido―. Menudo tamaño tiene esta col.
―Sí, han sido la novedad de hoy.
―¿Y cuánto nos ha costado el capricho?
―Sólo un dólar ―dijo ella feliz―. Teniendo en cuenta que es casi tres veces más grande que las
coles normales….
Sally se asomó a la puerta y al ver en las manos de su padre la verde col, se estiró de las trenzas hacia
abajo y puso cara de mártir.
―Las coles son asquerosas ―protestó la niña.
―Pero son nutritivas y tienen muchas propiedades ―sentenció su madre antes de que la pequeña
echara a correr a su habitación.
―Será mejor que la lave antes de guardarla ―dijo Lason mirando la col―. Ha estado por el suelo.
Dina y Jake todavía no habían llegado. El sheriff Harper comenzó a ponerse nervioso. Desde el suceso
de la otra noche estaba empezando a cuestionarse muchas cosas.
―Señor, al habla Neil ―dijo la voz rasposa del ayudante por radio.
―Le recibo.
―El rastro me ha llevado hasta la casa de Larry Fliech. Me ha contado que él cogió las coles.
―Neil, vuelva inmediatamente y traiga a Larry consigo.
―Pero señor ―la voz de Neil parecía asustada―, las coles están en el mercado.
Harper golpeó la mesa con el puño. ¿Qué clase de estúpido llevaría unas coles extrañas a un
mercado? Sólo uno.
―Tráigalo aquí ―dijo el sheriff―. Corto.
El miedo iba en aumento. Si de verdad esas coles, o lo que fueran, habían salido de un platillo
volante puede que estuvieran contaminadas de radiación exterior. O de algo mucho peor. Miró el reloj.
Si Neil llegaba antes que su hija, tendrían que ir al mercado Esmeralda de inmediato, para evitar que las
buenas gentes de Dyer compraran esas cosas. Si bien puede que no pasara nada, también podrían ser
venenosas, incluso mortales.

Jake conducía tranquilo. Las ruedas levantaban el polvo depositado en la carretera, creando una estela
tras el vehículo. Dina estaba a su lado, observándole. No fue hasta que pasaron frente a la casa de los
Woods que no vieron el alcance de lo que habían presenciado la noche anterior. Los gritos de mujer les
hicieron parar el coche. Ambos jóvenes se miraron, dudando. Finalmente Jake dio marcha atrás y
aparcó junto al coche de Wendy Wood. No esperó invitación. El muchacho corrió hacia la entrada,
empujó la puerta y desapareció por el pasillo. Dina se quedó paralizada de miedo. Los gritos todavía
continuaban y no sabía muy bien qué debía hacer. Sacando valor de donde no creía tener, bajó del
vehículo y siguió a Jake.
En el interior, el chico no daba crédito a lo que veían sus ojos. Una enorme col extendía sus hojas
intentando alcanzar a la pequeña Sally, que se escondía bajo la mesa. En otras de las amplias hojas,
sujetaba como muñecos a Lason y Wendy Wood. Las extremidades de aquella cosa estrujaban con
fuerza los cuerpos de los fallecidos y los agitaba con violencia. Jake miró a la niña. Su cara estaba roja y
empapada en lágrimas. No sabía cómo hacerlo, pero tenía que sacarla de allí. Se adentró en la cocina en
la que apenas había espacio y evitando las violentas sacudidas de las hojas gigantes, alcanzó el lugar
donde se encontraba Sally.
―¿Estás bien? ―le preguntó mirándola a los ojos. La pequeña no respondía, su mirada estaba
clavada en aquel monstruo.
―¡Jake! ―gritó Dina desde la puerta de la cocina.
La col pareció percatarse de la llegada de la muchacha y extendió hacia ella una hoja. Dina gritó
asustada, el miedo la había paralizado. Jake miró alrededor, buscando algo para defenderse de la
criatura. Lo vio, tirado en el suelo, un cuchillo de cortar carne. El chico alargó la mano para alcanzarlo.
La planta casi había llegado hasta Dina y cuando comenzó a rodearla con sus frías y verdes hojas, Jake
hincó el cuchillo en ella; una vez, y otra, y otra más hasta que la hoja se replegó sobre sí misma y liberó
a Dina, que cayó al suelo, aterrada. Aquel ser profirió un grito estremecedor. Sally volvió a gritar y Jake
comprendió que tenía que sacarlas de la casa en ese momento, antes de que la col gigante acabara con
todos. No fue hasta ese momento cuando se dio cuenta de lo cargado que estaba el ambiente. La cabeza
le dolía y entonces reparó en que, en una de las sacudidas dada por el monstruo, había abierto la llave
del gas. Volvió a por Sally pero un fino tallo se enredó en su pie, haciéndole caer. La pequeña estiró su
manita para ayudarle pero la col lo arrastraba más y más hacia sus enormes hojas. Jake estaba perdido.
Sentía que había fracasado, que no las había podido salvar. Pensó en Dina, en lo cerca que había estado
de tener junto a ella la vida que siempre quiso. Y entonces el ser gritó de nuevo y algo empapó la pierna
de Jake. Ante él se encontraba la muchacha, con el cuchillo en mano y manchada de una sustancia
verde. El tallo que apresaba a Jake se soltó mientras el ser comenzó a volverse más y más violento.
―Coge a Sally y corred ―gritó Jake para hacerse oír entre los gritos del monstruo.
Dina estiró los brazos, Sally corrió hasta ella fundiéndose en un abrazo con la muchacha que corrió
hacia la salida, pero algo la retuvo. Se giró y miró a Jake. Estaba sacando su mechero del bolsillo del
pantalón. Lo encendió y contemplando a la horrible criatura que se encontraba ante él dijo:
―Arde en el infierno, monstruo.
Y lanzó el mechero hacia la planta. Dina corrió al exterior llevando en brazos a la pequeña niña, que
aún temblaba del miedo. Jake intentó alcanzar la puerta al exterior pero en aquel momento la llama
entró en contacto con el gas y una enorme explosión se produjo en la cocina. Las lenguas de fuego
arrasaron el pasillo y los cristales de la casa saltaron hacia las chicas. Dina no podía pensar en nada que
no fuera Jake; pero el muchacho no había salido.

Neil frenó para no llevarse por delante a una mujer que corría presa de la histeria. Cuando los tres
hombres bajaron del coche no podían creer lo que estaban viendo. La fachada del mercado se había
venido abajo y de ella salían rodando unas inmensas coles que perseguían a la multitud. Atropellaban a
las gentes, dejando los cadáveres aplastados en el asfalto, pasaban por encima de los coches,
hundiéndolos y haciendo que los cristales y espejos reventaran en miles de pedazos. El sheriff Harper
estaba boquiabierto. Dirigió una mirada severa a Larry y se encaró con él:
―Esto es por tu culpa ―dijo el sheriff―. Toda esta gente está muriendo por tu insensatez.
Larry se zafó de las férreas manos de Harper y corrió entre la multitud. En aquel momento una de las
coles cortó su paso y lo aplastó como si de un diminuto insecto se tratara.
―¿Qué hacemos? ―preguntó Neil asustado. Una de las coles rodaba hacia ellos a toda velocidad.
―Sube al coche ―ordenó Harper a su ayudante pero este no lo escuchaba. Aterrado sacó de la funda
su pistola y comenzó a disparar a la inmensa masa vegetal que avanzaba hacia él―. ¡Neil! ―gritó el
sheriff pero nada se podía hacer por él. Cayó bajo la criatura como lo estaban haciendo muchas otras
personas. Buenas personas, conocidos y amigos. Y Harper recordó a su hija, Dina, y temió no poder
protegerla de aquellas cosas.
Movido por un impulso, arrancó el motor del coche y pisando a fondo puso rumbo hacia su oficina,
donde había quedado en verse con su hija y Jake. Las coles, al sentir la vibración del coche fijaron su
atención en él. Comenzaron a desplazarse a través del aparcamiento del mercado, dejando veintenas de
cadáveres tras de sí. Harper dio un volantazo y se incorporó a la carretera, intentando que aquellos seres
no alcanzaran su vehículo. El polvo que se iba levantando tras el coche nublaba la visión de esos seres
a través del espejo retrovisor. El sheriff estaba sudando como nunca lo había hecho. Sus manos
resbalaban del volante y su camisa estaba empapada en sudor. El vehículo pareció sacar ventaja a las
criaturas, justo antes de llegar a la oficina del sheriff vio en la lejanía otro coche. Una furgoneta roja que
conocía bien. Cambió de marcha y el coche aceleró todavía más su huida. Para avisar a Dina tocó el
claxon con insistencia y el coche de Jake salió de la carretera y se metió campo a través. Hacia las
montañas rojas. Harper lo siguió y al girar pudo ver en el horizonte que las coles seguían su
persecución. Condujeron hasta ocultarse tras las montañas de arena caliente. Al ver a su hija con aquel
aspecto horrible, Harper sintió que se le encogía el corazón dentro del pecho.
―¡Papá! ―gritó la muchacha bajando del coche y abrazándole. La pequeña Sally saltó del asiento
del copiloto y se acercó a Dina, aferrándose a su pierna.
―¿Dónde está Jake? ―preguntó el sheriff al no ver a nadie más en el vehículo.
Un silencio recorrió las llanuras.
―Señor Harper ―murmuró un hilo de voz desde la parte posterior de la furgoneta. El sheriff avanzó
y se asomó a la ventanilla. Tendido en el interior se encontraba Jake Dench, con terribles quemaduras y
un moco verde recubriéndole en algunas partes. Harper se acercó al muchacho y chocaron sus manos
con fuerza, dejándolas unidas un rato.
―Papá, Jake ha matado a una col gigante ―dijo ella nerviosa y sonriente―. A una de las coles del
espacio.
―Señor Harper ―murmuró el muchacho―, hay que llevarlas a las minas de carbón abandonadas.
Sólo se las puede destruir quemándolas.
El sheriff asintió con vehemencia.
―Yo lo haré.
―No, papá ―gritó Dina―. Lo haremos juntos.
―Es demasiado peligroso. Vosotros, quedaros en la salida oeste de la mina, la que está clausurada
por maderas. Yo conduciré a las coles hasta allí ―agarró la mano de su hija y la miró intensamente―.
Quiero que cuando te de la señal, prendas fuego a la mina ―Harper le dio su mechero dorado a Dina.
―No puedo ―murmuró la muchacha, sintiendo que se le anegaban de lágrimas los ojos.
―Tienes que hacerlo. El futuro de esta nación depende de que terminemos con ellas. No sabemos el
alcance que pueden tener, ni cómo se reproducen, ni si vendrán más. Por eso hay que terminar con esto;
y eres tu quien debe hacerlo.
Dina se abrazó con fuerza a su padre. Podía ser la última vez que lo hiciera.
―Ya vienen ―gritó la pequeña montando en la furgoneta roja de Jake y cerrando la puerta tras de
sí. Estaba horrorizada. Al ver como la pequeña se cubría la cabeza con los brazos, Dina supo que tenía
que hacerlo.
―Te quiero, hija ―dijo el sheriff montándose en su coche.
La muchacha lo imitó y, siguiendo las indicaciones, condujo hasta la salida oeste de las minas a la
espera de que el plan saliera bien.

Harper se acercó a una distancia prudente de las coles. Rodaban con violencia haciendo vibrar las
piedras del suelo, que saltaban por la tierra. El sheriff apretó el volante entre sus manos. Tenía que
hacerlo bien. Esta vez no habría dos oportunidades. Apretó el claxon del coche para llamar la atención
de los inmensos vegetales extraterrestres. Para su sorpresa unos látigos verdes y gruesos golpearon el
coche. Los tallos de esos seres se extendían hacia él. No podía esperar más. Pisó el acelerador y
emprendió su marcha hasta las minas abandonadas. Las coles acortaban distancia entre ambos y con
uno de los tallos aferraron el parachoques trasero del coche. Ante la velocidad a la que se desplazaba y
la fuerza con la que la col tiraba de él, se terminó desprendiendo, dejando atrás el metal y la extremidad
enredada. Harper encendió las luces del vehículo, para que no le perdieran el rastro y se preparó para
adentrarse en el túnel de la mina. Las coles cada vez estaban más cerca. Durante un momento pensó que
no lograría meter a tales criaturas dentro, pero los túneles eran lo suficientemente grandes como para
contenerlas. Condujo con cuidado, intentando adentrarse lo más posible con el coche, pero, al final
Harper tuvo que abandonar su vehículo y seguir a pie. Sacó una garrafa de reserva llena de gasolina y
encendió su linterna. Las criaturas rodaron hasta el interior del túnel, en busca del sheriff. Las paredes
del túnel vibraban ante las sacudidas producidas por el rodamiento de los seres. Arena caía del techo,
nublando la vista de Harper que seguía su camino hasta encontrar la otra salida. Las luces ancladas al
techo se descolgaban al paso de las coles. La linterna con la que alumbraba la oscuridad, se resbaló de
su mano y cayó al suelo, apagándose. El corazón le iba a mil, su respiración, ahogada por la carrera y
por el polvo inhalado, le provocaba escozor en el pecho y garganta. La tierra que se desprendía del
techo se pegaba a su piel gracias al sudor. Harper supo que iba a morir. Miró a su alrededor, sintiendo
cada vez más intensa la sacudida por el avance de las coles. Aquellos seres aplastaron el vehículo de
Harper, hundiendo el metal en la arena dura y haciéndolo reventar. Las luces de los faros se apagaron
gradualmente mientras las coles seguían en su intento por cazar a Harper.
Entre el polvo y los temblores entrevió una claridad proveniente del fondo del túnel. La siguió, sin
apenas fuerzas para seguir. Tosía y el aire que respiraba estaba cada vez más cargado. De pronto la
claridad se hizo más intensa y unos destellos del sol incidieron en él.
―Dina ―gimió metiendo las manos entre las tablas que clausuraban la salida de la mina.
―Aquí estoy, papá ―ella sujetó su mano con fuerza.
―Es el momento. Quiero que prendas fuego a la mina, que vayas hasta la entrada e intentes
taponarla.
―¿Cómo? ―preguntó ella nerviosa.
―Los túneles se están viniendo abajo, no te costará mucho pensar en la forma de cerrar la mina para
siempre.
―Te quiero, papá.
―Es la hora ―desenroscó el tapón de la garrafa y comenzó a empapar el túnel―. Préndele fuego
cariño.
Dina, llorando, encendió el mechero de su padre, se agachó, metió la mano en el túnel oscuro y,
cerrando los ojos para no verlo, movió el mechero cerca de la superficie. La pequeña llama lamió el
suelo impregnado de gasolina y empezó a quemar todo a su paso. La muchacha se guardó el mechero en
el bolsillo y volvió al coche para cumplir la misión encomendada por su padre.
El sheriff siguió corriendo, notando el cambio en el ambiente cuando su hija prendió la gasolina. No
dejó de correr mientras rociaba el túnel, intentando guardar algo para cuando se encontrara con las
coles. Todo seguía moviéndose, la arena continuaba desprendiéndose cada vez en trozos más grandes.
De seguir así acabarían enterrados en la mina. Entonces unas tenues sombras avanzaron frente a él.
―Tomad, monstruos del espacio ―dijo Harper al encontrarse cara a cara con las coles.
Las roció con lo que le quedaba de gasolina y después esperó, sintiendo el calor del fuego a su
espalda. Una de las coles empezó a abrir sus hojas, dos tallos salieron directos hacia Harper,
inmovilizándole de los brazos. La col, al ir apartándose sus hojas dejó ver su verdadero ser. En el
corazón propio del monstruo había una cabeza verde, sin ojos ni nariz pero con boca. Una gran boca
llena de dientes. Harper intentó zafarse de las ligaduras de los tallos pero no pudo. La criatura comenzó
a arrastrarle hacia ella. Los pies del sheriff dibujaban líneas curvas en la arena al intentar frenar su
avance, en vano. Cuando tenía la boca inmensa a dos palmos de su cara, las hojas se replegaron,
tapándoles a ambos y volviendo a su forma inicial. Los gritos del sheriff se perdieron en las
profundidades del túnel. El fuego no había parado su avance. Las coles, al sentir el calor demasiado
cerca de ellas comenzaron a moverse con urgencia, chocando contra las paredes y provocando que los
túneles se empezaran a derrumbar. El fuego alcanzó a las coles que profirieron gritos de dolor.

Dina condujo hasta la entrada, donde todo estaba cubierto por una espesa nube de polvo. Quiso salir
fuera pero no tenía muy claro como cerrar la mina; y el temor de que el plan hubiera fracasado y las
coles salieran para acabar con ellos la paralizó durante un rato.
―Lo haremos juntos ―murmuró Jake incorporándose lentamente en el asiento trasero.
―Sally ―dijo la muchacha mirando a la niña―, no te muevas de aquí. Si ocurre algo espera hasta
que todo esté en calma y después ve a buscar ayuda.
La pequeña asintió y Dina salió del coche. Se pasó el brazo del chico por encima y anduvieron con
lentitud entre el polvo hasta la entrada de la mina. Al llegar apenas podían respirar. Un fuerte calor salía
de su interior y los sofocados gritos de las coles se escuchaban en la profundidad del túnel. El suelo
comenzó a temblar y sin que los chicos lo esperaran, la vieja mina se vino abajo, sepultando a las coles
en su propio infierno. Dina al verlo dejó correr las lágrimas contenidas. Había albergado esperanzas de
ver aparecer a su padre de la oscuridad pero ahora, entre la arena y las rocas, sus ilusiones quedaban
enterradas.
―Lo siento mucho ―murmuró Jake entre la nube de polvo que los rodeaba. Dina tosió, notando
como el polvo y la arenilla se pegaba al surco de sus lágrimas, ensuciando su cara aún más―. Será
mejor que volvamos al coche.
―¿Crees que habrán muerto? ―preguntó la muchacha.
―No lo sé ―contestó él―. Esperemos un rato a ver si se asienta la nube de polvo.
Ella asintió y juntos volvieron al coche. La pequeña Sally los esperaba nerviosa.
―¿Se han muerto? ―preguntó con los ojos muy abiertos.
―Espero que sí ―dijo Jake.
―Odio las coles ―murmuró la niña mirando fijamente a la entrada de la mina sepultada.

En la cocina el grifo roto dejaba escapar una gota tras otra. Creaban un ritmo continuo que terminaba al
estrellarse contra el metal del fregadero. Al juntarse varias de ellas formaban una lágrima que acababa
escurriéndose por la tubería, en la que el viejo codo unía sus dos piezas gracias a un trapo atado en su
exterior. Estaba empapado y solía tener pérdidas de agua cuando Larry lo abría para llenarse un vaso de
agua. Pero hacía horas que nadie lo utilizaba. Sin embargo el paño estaba cada vez más mojado hasta el
punto en el que una diminuta gota empezaba a formarse en uno de los extremos del nudo. Cada minuto
esa pequeña gota crecía y en breve caería como habían caído del grifo al fregadero. Pero esta vez lo
haría sobre una caja que Larry había escondido ahí abajo, una caja llena de coles.
Esther Galán Recuero

Actriz teatral, guionista, directora de cortometrajes, booktuber y escritora española. Fan de los
clásicos, . Gran admiradora de E.A. Poe y H.P. Lovecraft dedicó sus ratos libres a perderse entre sus
historias. Tal vez por ello destaca en el género terror aunque escribe sobre cualquier tema.

Ha encarnado a Lisístrata, Bárbola (La Rabia), Doña María de Lara (Escrache a Góngora) o la
mismísima Venus de Milo (Una cena monumental), participando tanto en obras dramáticas clásicas
como contemporáneas. Formó parte de dos musicales tanto interpretando como en el cuerpo de baile y
el coro; y ha buceado ante las cámaras en algunos cortos y videoclips, algunos de ellos bajo su propia
dirección y guión.

Varios de sus relatos han quedado finalistas y ganadores de varios certámenes y convocatorias, entre
los que se encuentran Esta noche (finalista del III Certamen de relatos de terror de la editorial Círculo
Rojo), Espectros (finalista en Yo sobreviví al fin del mundo de Otros Mundos), El estudio de arte (sexta
posición en I Certamen de relatos Trilce Isla Literaria), La caja (segundo finalista en el Concurso II
Aniversario Pandora Magazine), Los duelistas (ganador de la Convocatoria de relato Steampunk y
Retrofuturista Ácronos III: Steampunk Multicultural de Tyrannosaurus Books), Corazón de hielo
(ganador del I Certamen de la Fábrica de Sueños Moon), Cambiando la historia (ganador de la
Convocatoria Alambre de Letras II de NeoNauta Ediciones) y Deseos de cosas imposibles (finalista de I
Concurso de relato de Ciencia Ficción, Bajo la Piel).

Entre otras publicaciones no premiadas están su relato Belleza interior (antología Calabacines en el
ático. Grand Guignol por Saco de Huesos Ediciones), Luces fuera (Antología Mi San Valentín
Sangriento del Lado Oscuro), Truco o trato (especial de Vuelo de Cuervos titulado Evil Children. Los
hijos del mal), los relatos La granja Silverfield y El día (números 28 y 29 de la revista Penumbria,
siendo el último un homenaje a los 125 años de Lovecraft), Joliet (antología Muñecos Malditos de
Vuelo de Cuervos), Tramo Peligroso (antología Que tengas horribles fiestas. Oda a la ironía)

Tanto su blog como su canal de Youtube cuentan con más de mil seguidores y seiscientos
respectivamente. Desde ambos sitios promueve la lectura y el amor por las letras.

 Blog El Lado Oscuro: http://esthervampire.blogspot.com.es/


 El Lado Oscuro en Youtube: https://www.youtube.com/Esthervampire12
Trotaescamas
de Christian Merlo Ruiz
Trotaescamas
Christian Merlo Ruiz

~Pueblo de Sedona; Arizona - año 1999 ~

Uno de los hombres que se habían prestado voluntarios para buscarlo se quedó contemplando el horizonte.
Una vasta expansión de tierra yerma y desértica de color rojizo se extendía ante él. Se quitó la gorra. Echó
mano a la botella de agua que llevaba consigo y lejos de beber, vertió todo el contenido sobre su cabeza. Las
refrescantes gotitas de agua le ayudaron a despejar la mente. Continuó andando lentamente en la misma línea
que sus compañeros. Tras dar el quinto paso y apoyar todo su peso en el pie derecho, escuchó como el suelo
crujía. Miró hacia abajo y descubrió un profundo hoyo medio tapado por unos tablones muy antiguos. Se
agachó para mirar a través de ellos y comprobó que dos de los tablones estaban partidos por la mitad y
astillados, formando un agujero en el terreno.
—¡¡Lo he encontrado!! —gritó atrayendo la atención de los demás.
Los otros voluntarios se acercaron y empezaron a cuchichear entre ellos mirando horrorizados hacia el
hueco que había en el suelo.
—¿Alguien sabe a dónde lleva? —preguntó el hombre que llevaba la chapita de jefe del grupo de búsqueda
C.
—Parece un antiguo pozo —contestó uno—. ¿Qué demonios hará aquí?
Apenas se habían desplazado varios kilómetros al oeste del pueblo. Pero dar con aquel pozo no les había
resultado nada fácil. La única pista que tenían era la historia de una niñita de siete años, que les había dicho
que a su amigo se lo había tragado el suelo. Establecieron un perímetro a la mañana siguiente pero aquello era
como buscar con una venda en los ojos.
Tras un largo silencio incomodo otro hombre volvió a hablar.
—Bueno… ¿quién es el valiente que va a bajar? —el pozo desprendía olor a putrefacción.
Cuando sacaron al voluntario de aquel pozo estaba completamente empapado, manchado de sangre y
arrastraba con él el cuerpo de un niño de no más de diez años. El cadáver estaba excesivamente blando e
hinchado debido que había pasado al menos dos días en el agua. Pero la muerte no era causa del ahogamiento.
Tenía la cara prácticamente destrozada, mordiscos descomunales por el torso y las piernas y le faltaba un
brazo.
El pueblo entero asistió al funeral y al entierro. Para cuando los periódicos nacionales hicieron público el
caso y se desveló que una especie de criatura acuática habitaba en los pozos de Sedona, el pueblo ya estaba
tan poco poblado como el desierto que lo rodeaba.
~ Pueblo de Sedona; Arizona — en la actualidad ~

El jeep militar se detuvo justo delante de un pequeño puesto de contrachapado en la entrada del pueblo, donde
les esperaba un guardia. Nada más bajarse del coche, una ola de calor les abofeteó en la cara. Ya cuando
estaban viajando a través del desierto, la doctora Mara Coleman había bajado la ventanilla del copiloto de
aquel todoterreno mohoso y se había tragado la mitad del desierto en forma de polvo. La bromita le provocó
un ataque de tos que casi la dejó sin aire, pero después de unas palmaditas en la espalda se había recuperado.
—Ejem, ejem —carraspeó Mara para expulsar la arenilla que le quedaba en la boca—, ¿cómo decías que
se llamaba el pueblo? —le preguntó a su compañero que iba al volante.
—Creo que se llamaba Sedano… S-Se… Sedona… si, eso era, Sedona —le contestó—. Al parecer está en
medio de este desierto, resumiendo: en el culo del mundo.
El comentario le arrancó a Mara una larga carcajada pero de todos modos no se sentía muy cómoda con
aquel trabajito. Y estaba en lo cierto. La visión de un antiguo pueblo abandonado en medio de la nada no le
transmitía buenas vibraciones.
El guardia les saludó amablemente dándoles la mano. El poco viento que hacía, le revolvía el pelo a Mara.
Entraron en la garita y enseguida descubrieron que por dentro todo estaba revestido con malla metálica crio-
térmica y vidrio de aluminio fotosensible, además de paneles táctiles. Desde luego, todo estaba muy bien
camuflado ―pensó Mara. El guardia sacó una llave de plástico y la encajó en una hendidura en la pared.
Inmediatamente una puerta corredera se deslizó hacia la derecha revelando tras ella un ascensor. Entraron
siguiendo las indicaciones del guardia y este pulsó un botón que se ilumino en verde y momentos después ya
se encontraban cuatro plantas bajo tierra.
—Pueden esperar en esta sala —el guardia empujó suavemente una pared y de nuevo una puerta corredera
se desplazó hacia la derecha.
Después de que hubieran entrado, el guardia desapareció para volver a subir a su puesto de vigilancia. La
habitación era una especie de despacho convencional americano. Se sentaron en un pequeño banco revestido
de cuero gris.
—Ethan, este sitio no me gusta —comentó Mara—. Recuérdame por qué hemos venido.
Su compañero sonrió levemente. Estaba de pie, pero se sentó junto a ella para charlar.
—¿Recuerdas el caso del cuerpo en el pozo? —Mara asintió—. Después de hacerse público, el pueblo
quedó abandonado. Nadie iba a pasar por aquí accidentalmente, así que la CIA construyó bajo Sedona una
nueva base subterránea destinada a las investigaciones. Hasta aquí todo normal, pero hace unos días
encontraron el cadáver de un científico. Y ahí es donde entramos nosotros. El médico forense que hace la
autopsia, o sea tú, y el inspector de las oficinas centrales que pone a los de arriba en contexto, o sea yo.
—¿Por qué nos llamaron por un simple científico muerto? Trabajan en un laboratorio, seguramente la
causa de la muerte será una infección —argumentó Mara.
Ethan miró al suelo con expresión pensativa.
—El caso es que piensan que es una infección pero…
—¿Pero? —preguntó Mara.
La puerta se volvió a abrir. Ambos se sobresaltaron debido a que estaban absortos en la conversación. Un
hombre canoso y algo regordete entró a trompicones. Llevaba una bata de laboratorio que tenía una mancha
de café. Empezó a buscarlos con la mirada hasta que los encontró.
—Oh —se sorprendió el hombre—. Soy el encargado Hickmam, Alaric Hickman. Superviso todas las
investigaciones que se llevan en estos laboratorios. Encantado de conocerles.
Ethan y Mara se apresuraron a saludarlo estrechándole la mano.
—Yo soy el inspector Ethan McDowell y esta es mi compañera, la doctora forense Mara Coleman —
informó él.
A Ethan no le gustaba hablar mucho de su pasado, lo único que Mara sabía acerca de él, era que se había
topado con la CIA sin querer cuando era muy joven y no tuvieron más remedio que reclutarlo debido a su
currículum como detective privado. Ahora tendría unos treinta y seis años, ella era más joven.
—Siéntese aquí por favor —indicó Alaric señalando las sillas junto a una mesa que ocupaba el centro de la
habitación. Él se sentó también.
Intercambiaron una serie de miradas incomodas e interrogativas a la espera de que alguien dijera algo.
—¿Y bien? —preguntó Mara.
Alaric la miró algo angustiado.
—Verán… pensé la que agencia central ya les habría informado de los sucedido —logró decir por fin.
—Si bueno —masculló Ethan—. Nos han comentado por encima los aspectos más importantes del caso
(como siempre hacen), pero nos gustaría que usted nos explicara exactamente lo sucedido —Ethan fue
bastante conciso, pero el viejo se ponía cada vez más nervioso.
Alaric se enjugó la frente con la manga de la bata. Había empezado a sudar y se frotaba las manos
continuamente.
—Será mejor que lo vean con sus propios ojos —dijo firmemente levantándose de su asiento.
Salieron del despacho. Y caminaron a través de grises pasillos con paredes de metal. Algunas zonas tenían
pintados símbolos que Mara no lograba entender, ya que sobre todo eran líneas rojas, amarillas y moradas.
Algunas veces pasaban junto a cristalera enormes tras las cuales se situaban los laboratorios. Los conductos
de ventilación emitían fuertes ruidos y las aspas de los ventiladores rotaban de manera incansable. La
temperatura en un cuarto sótano debería ser más elevada que en la superficie, sin embargo en ese sitio hacía
tanto frio que Mara no paraba de tiritar.
Llegaron al final de un corredor y Alaric dio un empujoncito a la puerta. Ahora se encontraban en un
laboratorio, pero parecía una morgue improvisada. Habían desplazado todos los equipos hacia las paredes de
la sala y en el centro habían colocado una camilla. Encima de ella se intuía la forma de un cadáver, pero
estaba tapado con una sábana verde.
—Les estaba esperando señores —dijo sonriendo un hombre que estaba junto a la camilla.
Era calvo, llevaba unas gafas antiguas y la bata desabrochada. Se mostraba excitado.
—Este es el doctor Charles Smith —dijo Alaric—. Es la persona que encontró el cuerpo.
Ethan y Mara le estrecharon de nuevo la mano y volvieron a presentarse.
—No le demos más vueltas y destapémoslo —dijo el doctor Smith sin más rodeos.
Al destapar el cadáver lo que encontraron no fue un humano. Era una masa gelatinosa con forma
humanoide. Alaric buscó rápidamente una papelera y empezó a vomitar. Mientras tanto la doctora Mara se
acercó algo curiosa y empezó a ojear.
—¿Por qué piensan que esto pudo ser un humano? —preguntó Ethan.
—Ahora está en peor estado —confirmó el doctor Smith—, pero cuando lo encontré solo tenía la piel
verdosa y además llevaba encima la tarjeta de identificación —se la entregó a Ethan.
—¿Encontraron el cuerpo aquí? —preguntó Ethan de nuevo.
—No —negó el doctor Smith—. Lo encontramos en su laboratorio de trabajo. Está en esta misma planta
pero en un corredor paralelo. ¿Quieren ver el lugar?
—Si, por favor —comentó Ethan—. Le agradecería que nos llevara hasta allí.
—Guantes y bisturí —interrumpió Mara que seguía concentrada en el cadáver.
El doctor Smith le proporcionó las herramientas necesarias para hacer una autopsia.
—Si averiguas cualquier cosa házmelo saber Mara —le dijo Ethan entregándole un walkie―talkie.
La mujer asintió y se puso manos a la obra. Mara Coleman se había licenciado en medicina forense hacía
cuatro años en la universidad estatal del condado de Texas. Había conseguido acabar primera de su
promoción y al entrar de lleno en el mundo laboral, la CIA le había hecho una oferta de trabajo que no podía
rechazar. Había entrado a trabajar en un laboratorio como forense de casos ―peculiares‖ pero nada se le
parecía a lo que ahora tenía entre manos. Su infinita curiosidad y su intuición la guiaban.
Hendió el bisturí en el pecho del hombre-gelatina. En vez de piel ahora tenía una capa de tejido aceitoso y
muy verde. El cuerpo no presentaba rigor mortis, sino todo lo contrario ya que estaba blando y escurridizo.
Retiró toda la masa gelatinosa superficial y metió un poco de muestra en un portaobjetos para analizarlo al
microscopio. Lavó el cadáver con una pequeña ducha extensible. El rostro era irreconocible y presentaba un
profundo corte en el abdomen realizado con un objeto punzante de unos 10 centímetros. Además las cuencas
de los ojos estaban vacías. Lo más preocupante para la doctora Coleman eran dos marcas circulares y
simétricas en el brazo derecho que tenían aspecto de mordisco y rodeadas de carne medio chamuscada.
—Mara…Mara —musitó el walkie con la voz de Ethan— tienes que ver esto.
Al entrar en el laboratorio de operaciones número 17, la doctora Mara todavía llevaba puestos los guantes.
Ethan estaba de pie charlando con el doctor Smith pero según lo que le contaron a Mara, no habían llegado a
ninguna conclusión sobre aquella caótica escena.
—Nadie ha entrado aquí hasta hoy mismo —dijo el doctor Smith con una sonrisita.
Mara observó todo con ojo de halcón. Había marcas de arañazos por todas partes, algunos taburetes de
trabajo estaban literalmente cortados por la mitad, las mesas destrozadas y además había manchas oscuras por
suelo y paredes provocadas por sustancias inflamables. Incluso el conducto del sistema de ventilación estaba
abollado y descolgado del techo.
—¿Imaginas que es lo que ha podido pasar? —preguntó Ethan.
Mara negó con la cabeza todavía perpleja. Parecía tan horrorizada que Ethan le pasó una pistola recortada
cuando nadie los miraba para intentar tranquilizarla.
La cena se servía en la cafetería del quinto sótano. Ethan y Mara se sentaron en una mesa para dos apartada
del gentío. La sala era grande y alrededor de las diez de la noche estaba abarrotada, pero poco a poco se había
ido yendo todo el personal. De todos modos ellos dos hablaban a susurros.
—Todavía no tengo nada —dijo ella—. Esa maldita gelatina me tiene desconcertada —gruñó.
—Lo único que yo sé es… que no murió por una simple infección —elucubró Ethan—. Lo que mató a ese
hombre… —se mostró algo sombrío—. No era humano.
—¿Insinúas que la criatura subterránea ha vuelto para saciar su sed de sangre? —se rió Mara.
—¿Se te ocurre algo mejor? —preguntó Ethan incómodo y sonrojado.
Mara negó con la cabeza.
—En su laboratorio había arañazos como los de un animal… y en el cuerpo había unas marcas de
mordedura —dijo Mara—. De hecho, la carne que las rodeaba estaba quemada.
—Entonces ambos estamos de acuerdo —Ethan se mostró satisfecho—. De nuevo la CIA nos mete en un
caso con factor sobrenatural.
Las noches eran tremendamente frías y era imposible dormir del tirón. Ethan y Mara investigaban a la par
pero sin avanzar ni un ápice en sus análisis. La tercera madrugada un temblor acompañado de un ruido
metálico despertó a Mara. Una voz de ultratumba susurraba: «Corre». Pero Mara no corrió, sino que se
acurrucó bajo las mantas de su cama. Cuando sonaron las alarmas de buena mañana, ella ya sabía lo que iban
a encontrar. El segundo cadáver impedía que una puerta corredera se cerrara al final de uno de los pasillos de
la cuarta planta. La escena del crimen era parecida a la anterior. Trasladaron el cadáver a la morgue. Las
mismas marcas, las mismas quemaduras y conforme avanzaban las horas, la misma gelatina. Una semana
después el cadáver del encargado Alaric se sumó al club de las víctimas. Ethan le decía a Mara alguna que
otra vez ―Esto es preocupante… ¿Quién será el siguiente?‖. Y en eso se centró Mara. ¿Qué tenían las
víctimas en común? Solo le hizo falta echar un vistazo a sus fichas para saberlo: su edad. Si la información no
era falsa, todos eran hombres que superaban los 50 años.
—Ethan —susurró Mara al walkie una noche—, no es una coincidencia. Alguien está acabando con los
viejos, y no les concede un final digno precisamente.
—Ya —susurró Ethan—. Hemos pensado en lo mismo. El más viejo de aquí es… el doctor Charles Smith.
¿Piensas que puede ser el siguiente?
—Ese hombre me provoca arcadas —sentenció Mara contundente.
—Lo he estado observando —contó Ethan con tono travieso―. Su dormitorio no está en la última planta,
como los del resto. Está en el ala oeste del primer sótano.
—Oeste —susurró Mara con cierto atisbo de sorpresa en su voz.
—Según mis fuentes esa zona se construyó incluso antes de que la CIA autorizará el proyecto de la base al
completo —informó Ethan.
—¿Qué propones? —susurró Mara burlona
—Te veo allí en diez minutos —dijo por fin Ethan tras una breve pausa.
Mara se quitó el pijama rápidamente y se puso el uniforme de trabajo. Cogió la pistola que le había dado
Ethan y la apretó entre sus manos respirando hondo. Enganchó la funda del arma en el cinturón y se puso por
encima la bata para disimular que iba armada. Salió a hurtadillas de cuarto. Las bombillas del pasillo se
encendían a su paso delatando sensores de movimiento. La habitación de Mara estaba en el cuarto sótano y la
de Ethan estaba en el segundo, ya que no solo se separaban a los trabajadores por sexo, sino también por
ocupación. La doctora llegó al ascensor y se introdujo en él, apretó el botón del primer sótano y esperó. Una
vez en la primera planta se detuvo delante de un pequeño mapa colgado en la pared y se dirigió hasta el ala
oeste. Lo que encontró al final del corredor no fue una puerta corredera, sino una puerta normal que indicaba
que aquella zona era mucho más antigua que el resto de las instalaciones. En el suelo había un precinto roto.
Mara cruzó la puerta y enseguida notó un olor a humedad y a moho. Palpó en las paredes en busca de un
interruptor, lo encontró y lo presionó. Una habitación llena de suciedad y polvo asombró a la doctora. Lo
único que parecía estar limpio eran la cama y el armario.
«Ethan ya debería haber llegado —pensó ella mordiéndose el labio». Mara esperó cinco minutos más e
instintivamente se llevó el walkie a la boca y presionó el botón de llamada. Si todo hubiera sido normal,
Ethan le habría contestado, pero lo que pasó fue más inesperado. El walkie de Ethan se oía en la misma
habitación donde estaba ella. Mara volvió a presionar el botón y empezó a buscarlo. Lo encontró tirado en el
suelo junto al armario. Al agacharse para recogerlo sintió una corriente de aire frio. Se guardó el aparato
extrañada en el bolsillo y se acercó al interruptor de la luz para apagarla. En total oscuridad consiguió ver una
pequeña luz que provenía de detrás del armario. Sacó la pistola y la escondió en la manga de la bata. Se apoyó
en el mueble y lo movió hacia la izquierda revelando una puerta secreta.
Ethan estaba sentado en el suelo, inconsciente y magullado. Arrodillado junto a él se encontraba el doctor
Smith. Un crujido hizo que Mara mirase en otra dirección y justo en frente encontró a alguien que se acercaba
a ellos. Más bien a algo —pensó Mara. Tenía una figura humanoide. Parecía un hombre adulto pero en vez de
piel tenía una amalgama de escamas reptilianas y carne ensangrentada. Unos intensos ojos verdes le
devolvieron a Mara la mirada. La criatura esbozó una sonrisa con su enorme mandíbula dejando al
descubierto una lengua bífida y unos colmillos larguísimos. No poseía manos, eran garras afiladas como
cuchillos.
La criatura se lanzó hacía a Ethan y el doctor. Abrió la boca para lanzar un chorro de ácido pero Mara
apretó el gatillo y le acertó al monstruo en una de sus escamosas piernas. El sonido que salió de la garganta de
aquel ser no sonó humano ni por asomo. Mara había conseguido desviar la trayectoria del chorro que había
acabado por dar a unos centímetros de Ethan. El trotaescamas se giró hacia Mara desafiante y empezó a
acercarse a ella realizando una especie de contoneo.
—¿Fuisssste tú? —silbó el monstruo—. ¿Me creassssste tú? —su voz sonaba infantil.
Mara estaba asustada. Miró al doctor Smith y una sonrisa fugaz le cruzó el rostro. Fue entonces cuando la
doctora lo comprendió. Aquella criatura solo había atacado a hombres mayores y debía de haber una razón.
¿Y si…?
—¡¡Fue él!! —gritó Mara señalando al doctor Smith—. ¡¡Él te hizo esto!! ¡¡Él te creó!!
La voz le temblaba. No sabía porque había dicho eso pero lo más importante en ese momento era salvar su
vida y la de Ethan. El trotaescamas dilató sus pupilas y miró directamente al doctor Smith. Este saco un
cuchillo de su manga y se lo puso a Ethan en el cuello.
—Veo que no eres tan tonta como aparentas Coleman —dijo el doctor Smith—. Pero ahora me veo
obligado a pedirte que mates a la bestia… a no ser que prefieras ver morir a tu amiguito.
Lo que sucedió a continuación ocurrió muy rápido. El trotaescamas saltó hacía el doctor desencajando la
mandíbula mientras Mara le disparaba atrapada en una espiral de gritos y miedo. Pero no fue suficiente. El
hombre-reptil clavó sus colmillos reptilianos en el cuello del doctor Smith provocando que la habitación se
llenara de un olor a quemado. Mara cayó de rodillas al suelo algo mareada, esperando al siguiente
movimiento del reptil. El trotaescamas soltó el cadáver del doctor y se incorporó. Empezó a mirarse las
heridas que le habían hecho las balas al perforarle el cuerpo y silbó algo ininteligible. Mara solo consiguió
distinguir las palabras ―arrancó‖ y ―dolor‖. Después el trotaescamas dio unos temblorosos pasos y se
desmayó.
Mara trató de asimilar la escena. Cuando se sintió con fuerza se arrastró hasta Ethan y lo agarró por los
hombros. Lo agitó esperando que despertara. Ethan abrió los ojos y observó a Mara. Le acarició la mejilla con
la mano ensangrentada y le arranco una sonrisa a la doctora.
—Ahora… sé que es posible —dijo débilmente.
—¿Qué es posible? —preguntó Mara algo confundida.
Ethan sostenía en su mano el cuchillo que antes había tenido el doctor Smith. Hizo un rápido movimiento
lo clavó en el cuello de Mara. Minutos después un cuerpo de mujer yacía en el suelo sobre un charco de
sangre.
—Que para crear un monstruo… hace falta otro —sonrió.

~ Pueblo de Sedona; Arizona — 1999 ~

Un agujero en el suelo había engullido al niño. Pero gracias al cielo había aterrizado en una especie de pozo.
Cuando salió a la superficie para respirar se dio cuenta de que aquello distaba mucho de ser un pozo de agua
natural. Las paredes eran cristales y estaba lleno de algas y de pequeños peces que nunca antes había visto.
Unas manos lo sacaron del agua y lo tendieron sobre una superficie metálica fría.
—Ethan —dijo la voz de un hombre—, mira lo que se ha colado por nuestro conducto de ventilación
―sonrió. La luz se reflejaba en sus gafas e impedía que el chico le viera los ojos.
Un muchacho más joven se acercó.
—Justo cuando estábamos faltos de material para experimentar —dijo el chico joven.
Ambos rieron. Pero el niño no entendía por qué.
—Debemos darnos prisa Charles —dijo el joven—. Simula que nuestro tanque de agua era un viejo pozo.
¿Recuerdas el muñeco sintético que diseñé? —sonrío maliciosamente—. Puede pasar por real pero… le
faltaría la piel… En cuanto le arranque la piel a este podremos experimentar con los que sugeriste de las
escamas… de reptil.
—No tenemos mucho tiempo —dijo el mayor—. Empezarán a buscarlo pronto.
—De acuerdo. No usaré anestesia —sonrió.
Christian Merlo Ruiz

La literatura es algo que me apasiona desde que tengo uso de razón. Ya desde pequeño me encantaba leer
historias de terror y de misterio. En mis primeros años como lector mis preferidos eran Agatha Christie y
Arthur Conan Doyle. Más recientemente empecé con la ciencia ficción y eso me dio razones lanzarme de
lleno al mundo de la escritura.

Recientemente he conseguido hacerme un hueco en este mundillo y publicar un relato animalista el


cual espero que no sea el último.

Estas son mis redes, donde también publico algunas de creaciones:

Facebook: Christian Merlo Ruiz

Twitter: @Cech_nii

Instagram: mellarck
El Cráter en la Luna
de Alejandro Lamela
El Cráter en la Luna
Alejandro Lamela

Aquella noche comenzó exactamente igual a tantas otras para el profesor Thompson. Inició su turno
de trabajo en el observatorio con la misma tranquilidad de siempre, producto de años de rutinaria tarea.
Aún así, podía decirse que todas las noches había en él un renovado optimismo sobre lo que podía
llegar a realizar en una solitaria jornada de observación y relevamiento de datos.
Comenzó con su ritual habitual: servirse una gran taza de café; apilar unos cuantos cuadernos llenos
de anotaciones a un costado del enorme telescopio de la sala central; chequear minuciosamente las
últimas coordenadas de observación; planificar y acotar el campo de estudio de la jornada; limpiar sus
lentes; y finalmente empezar con la tarea.
Y acercándose al visor, comenzó con su labor nocturna habitual.
Aunque pareciera un trabajo repetitivo, el profesor Thompson era extraordinariamente feliz en aquel
lugar. Toda su vida había soñado con poder dedicarse a la astronomía, y luego de muchos años de
esfuerzo y estudio finalmente había podido encontrar su lugar en el mundo, aunque fuera uno muy
remoto y solitario.
Hacía más de veinte años desde que llegara por primera vez al observatorio de Stonevalley, cargado
de emociones, de descubrimientos por hacer, de ideas revolucionarias y posibilidades científicas
ilimitadas. Poco le importó la ubicación tan remota de aquel sitio, prácticamente aislado de toda
civilización. En aquel páramo del noroeste, el poblado más cercano se encontraba a más de cincuenta
kilómetros, algo que de seguro influyó en que durante dos décadas Thompson fuera el único que
trabajara por las noches en aquel sitio.
Pero se sentía privilegiado. Aunque la observación de la Luna fuera algo casi obsoleto para muchos,
luego de tantos años de estudios repetidos hasta el hartazgo, en aquel lugar todo era diferente. La gran
ventaja del observatorio de Stonevalley era justamente la geografía en la que se hallaba: la más similar a
la superficie lunar que pudiera encontrarse en todo el planeta.
Stonevalley era casi una réplica de la corteza lunar, sólo que con las obvias variaciones que la
atmósfera y la presencia de vida podían producir en ella. Mesetas áridas, picos montañosos con escasa
vegetación, cientos de cuevas de roca, senderos erosionados contra las laderas, polvo y más polvo
acumulándose por doquier.
Pero Thompson, sabía que no había en todo el mundo mejor lugar para poder estudiar
comparativamente la geología lunar con la terrestre más que allí.
No por nada, los aborígenes originales de aquel sitio lo habían llamado en su lengua ―Tierra de la
Luna‖, por lo que tenía perfectamente sentido haber colocado allí tantas décadas atrás uno de los
telescopios más potentes y precisos de observación lunar que pudiera hallarse.
Mientras tomaba las primeras anotaciones de la noche, estableciendo los puntos de referencia y
observación de aquella jornada, notó a medida que iba aproximándose al cuadrante específico, que algo
fuera de lo común había sucedido.
―Cuarto cuadrante, en las cercanías del cráter de Tycho, en la parte sur de las zonas elevadas de
la Luna―.
El espacio delimitado sobre el que había relevado datos la noche anterior se veía claramente
diferente, modificado estructuralmente, con una fuerte presencia de acumulación de polvo y rocas en
zonas donde no las había encontrado antes. Comenzó a modificar levemente la orientación del
telescopio, y halló aún más señales de que algo muy grande había ocurrido.
Fracturas, desprendimientos, hundimientos.
Hasta que ubicó la muestra definitiva: un enorme cráter penetraba la superficie, uno nuevo, uno que
no estaba allí la noche anterior. Seguramente, el producto del impacto de un meteorito de importantes
dimensiones.
Frenéticamente, comenzó a tomar nota de su hallazgo.
No se tratara de algo único: la Luna tenía millones de cráteres, ya que al no tener una atmósfera, los
meteoritos y asteroides que viajaban por la espacio chocaban contra ella con la naturalidad con la que
las olas del mar rompen sobre la costa.
Pero había algo que generaba una especial expectativa en el profesor Thompson: cada nuevo cráter
descubierto en la superficie lunar pasaba a llevar el nombre de su descubridor.
Tantas veces Thompson había estado cerca de lograrlo, que casi había abandonado toda esperanza de
pasar a la inmortalidad. En cuanto se reportaba con el Centro Continental de Observaciones, siempre se
encontraba con la misma respuesta: otro ya lo había descubierto.
Semanas antes; días antes; hasta horas antes.
Era algo desesperante.
Pero esta vez estaba completamente seguro que aquel fenómeno no podía haber sido registrado por
nadie más que él. Era su zona de observación, su responsabilidad, su descubrimiento. La mayoría de los
grandes telescopios ya no le dedicaban tanta importancia a la contemplación exhaustiva de la Luna, por
lo que el de Stonevalley tenía todas las de ganar ante una situación como esa.
Decidió realizar un relevamiento en detalle de los resultados del impacto sobre la superficie, ya que
de otra manera el informe estaría incompleto. Preparó las coordenadas de aproximación, moduló el
telescopio hacia una de las paredes del cráter, y realizó el acercamiento.
Su vista viajó a través del espacio, cruzando kilómetros y kilómetros en un segundo, el milagro de la
ciencia en su máxima expresión.
Y finalmente comenzó a observar su tan ansiado fenómeno. Vio las cumbres circulares del cráter, el
desplazamiento de las cortezas, la fragmentación de las rocas, las nuevas terrazas que se habían
formado, el lecho rocoso fracturado, y no pudo evitar sentirse atraído a examinar dentro de una de esas
fracturas.
Se aproximó lentamente; los cálculos matemáticos debían ser muy precisos para no perder la
referencia exacta, los hacía en su mente y volcaba de inmediato en sus cuadernos de notas. Entró con su
vista a través de la hendidura, vio las paredes laterales rajadas, la fuerza del impacto. Notó que el cráter
había literalmente rebanado una enorme elevación de terreno lunar, como si una zarpa gigantesca
hubiera cortado un trozo de montaña.
Vio los restos de rocas acumulados a un lado, las cuevas que se habían formado contra las paredes
laterales del cráter, el polvo que había desplazado, y cómo éste aún no se había asentado en la
superficie.
Pero de repente y como un haz de luz que viajara a través de millones de kilómetros en un instante,
vio algo que congeló su sangre y entumeció sus miembros.
Algo se había movido.
Apartó los ojos un segundo, limpio sus gafas, y pensó que tal vez la emoción lo había traicionado.
Trató de calmarse y volvió la vista sobre la mirilla.
Y lo que encontraron sus ojos pareció una verdadera alucinación.
Allí, entre los restos de roca fragmentada, habitando las hendiduras que se habían generado por el
golpe del meteorito sobre la ladera de la enorme montaña lunar, en el lado interno de las terrazas de lo
que ahora era un enorme cráter, su enorme cráter, había una decena de criaturas moviéndose lentamente
al unísono.
Thompson sintió que su corazón se detenía.
Sudaba a mares, sus lentes se empañaban, su pulso parecía haberse vuelto loco hacía ya varios
minutos. Pero esos seres seguían allí con su laboriosa tarea.
Apenas ajustó el curso de aproximación del telescopio, pudo verlas con mayor claridad.
Eran seres extraños, muy lejanamente humanoides. Eran altos y bastante grotescos. Su figura robusta
demostraba una enorme espalda encorvada. Tenían piernas torcidas y brazos extremadamente grandes y
gruesos, con manos que no dejaban de levantar restos de enormes rocas lunares, trabajando en conjunto
para depositarlas en otro sitio. No tenían cabello alguno, ni vestimenta de ningún tipo.
Pero lo que más llamó la atención de Thompson fue la rugosidad de su piel (si aquello podía llamarse
piel): era una mezcla de roca y polvo, solo que en movimiento, como si en lugar de músculos, tuvieran
piedras entrelazadas una con otra, y en vez de una elástica piel, un polvo blanco caliza cubriera su
superficie, y le diera a todo su ser una tonalidad marmólea como nada que hubiera visto en su vida.
Trató de pensar científicamente, pero descubrió que realmente era algo imposible en ese momento.
Toda su experiencia le decía que aquello era irreal, que no había vida en la luna, que las condiciones de
subsistencia sin una atmósfera eran imposibles para casi cualquier organismo, que era irracional
considerar que luego de tantos años de estudio, de misiones tripuladas enviadas a la Luna, nadie hubiera
hallado rastros de aquellos seres.
Pero allí estaban.
Seguían con su laboriosa tarea de remoción de escombros, y Thompson pensó que tal vez esa fuera la
explicación. Tal vez aquellos seres vivieran bajo la superficie lunar, en las gigantescas cuevas de
aquellas montañas descomunales, manteniéndose ocultos, lejos de todo lo que pudiera observar o visitar
la superficie, hasta que ese meteorito rebanara su hogar y los dejara al descubierto.
Sí, tal vez lo que aquellos seres habían sufrido fuera una especie de cataclismo espacial, y lo que
ahora hacían era reconstruir su hogar, reorganizar su hábitat luego del desastre para poder hundirse
nuevamente en las catacumbas lunares en las que vivieran por cientos, miles... ¡millones de años!.
Su mente volaba, construía hipótesis, relevaba datos, pero al mismo tiempo pensaba en que ese era el
descubrimiento astronómico más grande de la historia humana, que su nombre sería reconocido por
todos, que cambiaría el curso de los hechos de allí en más.
Pero debía volver a mirar, tenía que contemplarlos nuevamente, antes de comunicarse con el Centro
Continental de Observaciones, y revelar a otros su descubrimiento.
Necesitaba un último momento de privacidad entre él y aquellos seres; aquellas criaturas quienes,
por el simple hecho de existir, cambiarían su vida y la de todos los seres humanos.
Y cuando volvió a contemplarlos a través de la mirilla del telescopio sintió que el terror se colaba por
sus pupilas hasta el fondo de su alma.
Todos y cada uno de aquellos seres habían detenido sus tareas, quedando en completa inmovilidad,
con su rostro elevado, y su mirada dirigida exactamente a los ojos de Thompson.
No podía ser cierto. Su mente debía estar fallando. No había forma física de que esas criaturas lo
hubieran detectado. No a través de semejante distancia. No cruzando el espacio.
Era imposible.
Pero allí estaban, con sus cabezas elevadas, y esos extraños ojos hundidos en las rocas de sus
pómulos, mirando hacia él y su telescopio.
Y de repente un golpe fuerte y seco se oyó en el observatorio.
Thompson giró de su sitio, con el rostro completamente desencajado, su corazón latiendo a mil
revoluciones por minuto, su vista dirigiéndose hacia la puerta principal del observatorio que estaba a sus
espaldas.
Varios golpes volvieron a tronar en la soledad de la noche.
Los lentes resbalaron por el rostro del profesor Thompson, haciéndose añicos contra el suelo,
mientras sus manos y piernas no paraban de temblar, en un convulsivo ataque de pánico.
Un último gran golpe sonó, y la puerta que estaba contemplando, voló por los aires.
A través del umbral, una, dos, tres, diez figuras atravesaron la noche y entraron en el recinto.
Thompson no podía reaccionar ante lo que estaba viendo.
¡Ellos... ellos estaban allí!
Seres como aquellos a los que había estaba contemplando, con sus músculos de roca, sus cabezas sin
cabellos, sus pieles como polvo, estaban frente a él, salidos de aquel paraje tan similar al de la luna en el
que se hallaba el observatorio, aproximándose, amenazadores, imparables, rodeándolo, elevando sus
enormes y robustos brazos rocosos hacia él, desgarrando sus ropas, comprimiendo sus miembros,
triturando sus huesos.
Y entre los irracionales gritos del profesor Thompson, unas voces ahogadas, pastosas, guturales,
hablaron al unísono, exclamando en un sonido similar a la lengua humana algo así como: “Nuestros
hermanos nos pidieron que ya no te dejáramos espiarlos”.
Alejandro Lamela

Alejandro Damián Lamela nació el 9 de abril de 1981, en el barrio porteño de Flores. Hijo de Ana
Liguori y Ruben Lamela. Es Licenciado en Periodismo de la Universidad Nacional de Lomas de
Zamora, docente y escritor. Sus obras se han publicado en diversos sellos editoriales. Ha recibido
numerosas distinciones literarias, las cuales incluyen el 1º Premio del Certamen Nacional de Narrativa
2005 de EdicionesTelmo, el 1º Premio en el I Concurso Internacional de relatos cortos de terror de
Editorial Marlex, de Barcelona - España, y el 1º Premio del Certamen Nacional de Jóvenes Escritores
(años 2011 y 2012) de Ediciones Mis Escritos. Es también autor de los libros ―A las Puertas del
Anochecer, cuentos fúnebres" (EdicionesTelmo 2006); "Bajo los Abismos de la Locura, cuentos
ausentes" (Ediciones Mis Escritos 2012); y "Pasajero en Trance, crónicas de un viajero sufrido"
(Ediciones Mis Escritos 2013).
La cabeza del inodoro
de Curro Esteves
La cabeza del inodoro
Curro Esteves

Topic: Que es lo mas terrorífico que te ha pasado???


De: Filósofo_Errante
Escrito el 12/07/2015

Gandalf365 escribió:
Así fue como me sucedió,¡¡ lo juro!! Estoy seguro de que a ninguno de vosotros le ha pasado
nunca algo tan terrorífico......

En un principio, no iba a responder. Mi participación en estos foros, como saben quienes me conocen y
leen, es moderada y comedida, y aunque me gusta comentar algunas de las historias que se cuentan y
escribir de vez en cuando, nunca hago alarde de sabiduría o ingenio ni trato de quedar por encima de
nadie. Esta no va a ser una excepción.
Puedo asegurar, amigo Gandalf, que la situación en que me vi envuelto es igualmente cierta y mucho
más terrorífica. Todavía no alcanzó a comprender por qué estoy hablando sobre ello, mientras mis
dedos tiemblan debido al pavor y un escalofrío retuerce mi espinazo como si unas tétricas baquetas
fantasmales lo estuvieran usando de xilófono. Creo que deseo contarlo, simple y llanamente. He
mantenido el recuerdo aislado en profundos rincones de mi cerebro, descartado pero no olvidado, como
si fuera un cadáver momificado y seco de cuya existencia, aunque no desprende hedor alguno, tengo
siempre espantosa certeza. ¿Podré ahora relataros lo sucedido, desde el anonimato que ofrece el frío
Internet, a salvo tras la infinita maraña de cable y fibra óptica que nos comunica y a la vez nos separa?
En fin, a ello voy. Aquí cuento lo que sucedió aquella vez que encontré una cabeza humana en el
inodoro de mi oficina.
Ya está, no ha sido tan complicado. Lo he soltado. Ya tenéis una idea aproximada, muy aproximada
en realidad, porque fue así, tal cual. Pero descuidad, que añadiré detalles que sirvan para alimentar
vuestros macabros y viciosos apetitos (los que tiene toda nuestra raza; no os sintáis (particularmente)
ofendidos) y también para intentar liberar a mi atormentada conciencia de las reminiscencias que
guardo de esta pesadilla.
Era una jornada como otra cualquiera en la oficina, y me encontraba sumido en el tedio y la desidia.
Poco importa cuál es mi profesión, no quiero revelarla para que no sirva para deteriorar la credibilidad
de mi relato, me limitaré a anotar que, cuando me levanté para ir al servicio, no me encontraba
especialmente estresado, ni tenía una carga imposible de trabajo, ni estaba preocupado por nada
importante: sólo era un oficinista con ganas de ir al baño. El edificio en el que por aquel entonces estaba
destinado no era como los que se estilan ahora, de los de una única sala por planta, repleta de empleados
hacinados en largas mesas funcionales y despersonificadas; no, allí teníamos pequeños despachos para
seis o siete personas, con amplios ventanales, luz natural la mayor parte del día y espacio más que
suficiente. Detallo esto para que veáis que tampoco el entorno de trabajo era hostil o agobiante, no era
motivo para que me sintiera acorralado, atrapado…, susceptible de ―ver cosas‖, en definitiva.
Caminé por los pasillos, recuerdo que… Sí, me encontré con una secretaria y le di los buenos días.
Todavía no había almorzado, ni lo haría aquel día.
No encontré a nadie en el lavabo. Había tres urinarios y dos letrinas. Para los menesteres que tenía
que realizar, quedaban descartados los primeros; en esos tiempos, mi sistema digestivo funcionaba con
total precisión para hacer de mayores en horario de oficina. Me sentaba allí no más de diez minutos, en
la taza de pensar, ese eufemístico nombre que le damos al retrete que tan apropiado resulta resultaba al
menos en mi caso. Entré en la letrina más lejana de la puerta, mi predilecta, un pequeño espacio de poco
más de un metro cuadrado tranquilo y normalmente limpio. Una vez me hube asegurado de que había
papel, me desabroché el cinturón, me bajé los pantalones, levanté la tapa…
…y allí estaba. Una cabeza humana. Del sobresalto que me llevé, me golpeé fuertemente en la
espalda con el picaporte, el corazón se quedó parado dentro de mi pecho y los pulmones casi estallaron
cuando los inflé de aire y luego no pude soltarlo. Pese al impacto de la horrorosa imagen, no era capaz
de apartar la vista de ella, parecía un grotesco trofeo de caza, tal y como estaba, enmarcado en el blanco
aro de porcelana Roca.
Apenas cabía en el hueco que hay dentro del inodoro, supuse que la tapa le golpeaba la frente cuando
se cerraba. Sus ojos vidriosos y muertos miraban hacia arriba, su piel eran tan pálida que no contrastaba
en absoluto con las paredes del váter, su boca estaba entreabierta, dejando al descubierto una lengua
demasiado morada asomando entre los rígidos labios. Sorprendentemente, había poca sangre y el tajo
desigual que se abría en la escasa porción de cuello que había quedado en esa parte del cuerpo tenía la
consistencia de carne picada, esponjosa pero no chorreante. Era pues, lo repetiré de nuevo, el pedazo de
cadáver que uno siempre echa en falta en los cuerpos decapitados.
Por fin, un rato después (unos segundos, unos minutos, unas horas; cómo saberlo), logré recuperar el
control. Sin dejar de vigilar el endiablado despojo, tanteé la superficie de la puerta con la mano hasta
dar con el pestillo y el picaporte. Se abría hacia dentro y había que hacer un poco el contorsionista para
poder salir, y aquellas maniobras me acercaron al retrete mucho más de lo deseado, permitiéndome
(más bien, forzándome) a tomar nota de los pómulos prominentes, el cabello despeinado y húmedo, los
restos resecos de saliva que manchaban las comisuras de su boca. Libre por fin, huí del cuarto de baño
entre gemidos y temblores, y una vez en el pasillo me froté los brazos, el pecho y las piernas como si
quisiera limpiar porquería que en realidad no era física ni se encontraba ahí, sino en mi mente. Después,
me vencí contra la pared, intentando retener mi víscera cardiaca en su sitio, y me pregunté qué debía
hacer. ¿Sería sensato bajar a informar al personal de seguridad? ¡Ni pensarlo!, ¿y si sospechaban de mí?
Planeé alejarme a toda prisa, regresar a mi escritorio y esconderme tras el monitor de mi ordenador,
pero ¿cómo iba a afectar a mi moral, a mi cordura, seguir trabajando como si nada, como si no hubiera
una cabeza humana dentro del retrete? Quizás empiece a ser cargante, pero es que ¡realmente había una
cabeza dentro del retrete!
Me encontraba deliberando conmigo mismo cuando vi a un compañero que se acercaba por el
pasillo; no conocía su nombre pero me sonaba su cara. Simulé estar esperando a alguien delante de una
sala de reuniones mientras observaba horrorizado cómo entraba en los servicios. Aguardé, expectante,
el inevitable grito de pavor, suplicando que llegara para poder repartir (o incluso traspasar por
completo) la responsabilidad que había caído sobre mí, pero el hombre volvió a salir sin saludar
siquiera; una cascada de agua limpiaba uno de los urinarios, no había entrado en las letrinas. Como un
desesperado títere, pasé la mañana vagando por los pasillos, siguiendo furtivamente a cuantos entraban
en los lavabos, y aunque llegaron a juntarse dentro dos e incluso tres personas a la vez, ninguno, al
parecer, usó el retrete del fondo. En mi mente, la cabeza seguiría ahí, a oscuras, mirando hacia los
azulejos de la pared y escuchando el ruido de las cisternas vecinas soltando agua… No era un
pensamiento sano, pero no pude evitarlo.
Finalmente, se me ocurrió valorar una posibilidad: ¿Y si todo había sido una visión? ¿Y si me lo
había imaginado? Al principio, descarté la idea, pues había sido demasiado real, pero, poco a poco, me
fui convenciendo de que era posible, y hasta empecé a tomarlo como lo más probable: no había tal
cabeza, me había quedado dormido sentado en la taza y lo había soñado. Me armé de valor y, cuando de
nuevo se quedó vacío el cuarto de baño, entré con ímpetu y fui hasta la letrina del fondo. Mi primera
reflexión fue ―¿no había dejado abierta la tapa?‖; sin embargo, ya con menos arrojo, terminé por
levantarla y…
…ahí seguía. El susto fue mayúsculo, superior incluso al primero. ¡¡Estaba ahí, ahora no había
duda!! Solté un grito agudo y breve, ¡lo conocía! ¡Se trataba (al menos en parte) de L. [nombre real
omitido para respetar su privacidad], el de Contabilidad! ¡Era él, estaba seguro!
Fue demasiado para mí. Una vez más, escapé corriendo, pero cuando llegué al pasillo me fallaron las
fuerzas y caí al suelo, sollozando. En ese lamentable estado me encontró el primer compañero, y el
segundo, y al poco había allí un pequeño comité de cuatro personas que trataban de sonsacarme la causa
de mi derrumbe. La razón se abrió paso en mi mente: no había motivo para monopolizar el espantoso
secreto. Ahora nadie sospecharía de mí. Extendí mi dedo índice hacia la puerta del lavabo y dije:
—Ahí… En la segunda letrina…
Las miradas de mis compañeros, interrogantes, se alternaban entre la puerta cerrada de los lavabos y
mi quejumbrosa persona.
—¿Qué pasa?, ¿qué es? ¿Una araña? ¿Una rata, quizás? ―Mas no fui capaz de responderles.
Por fin, dos de ellos encabezaron la valerosa expedición y se adentraron en las terroríficas
profundidades de los aseos de caballeros de la quinta planta. Yo los observé, entre horrorizado y
dichoso, y cuando abrieron la puerta de mi retrete favorito…
…nada.
—¿Qué se supone que habías visto? ―me preguntaron, y yo nada decía salvo un apremiante ―ahí,
ahí‖—. ¡No hay nada raro!
Terminé por levantarme e ir tras ellos. La truculenta imagen ya estaba grabada a fuego en mi
cerebro, mayor mal no podría hacerme. Me hice paso entre el corrillo de personas, asomé dentro de la
taza y…
… la encontré vacía. La superficie líquida del desagüe era transparente y estaba en calma. No había
ni rastro de la cabeza.
Entonces fue demasiado para mí. Lancé un prolongado alarido y me habría desplomado si los otros
no me hubieran sujetado a tiempo, inmovilizándome cuando empezaron a darme violentas
convulsiones. Recuerdo poco más de aquel día: el ATS del edificio administrándome calmantes; la
camilla, una ambulancia; una habitación en el hospital…; pesadillas sobre un despiadado asesino que
tiraba de la cadena para eliminar la prueba de su delito; sobre garras verdes y afiladas o tentáculos
húmedos que asomaban por el desagüe y arrastraban dentro el cráneo humano con carnívora
precipitación; sobre el demacrado y putrefacto rostro del señor L., del departamento de Contabilidad,
burbujeando y evaporándose hasta convertirse en un acre humo que ascendía hacia el techo y
desaparecía por el conducto de ventilación…
Desperté en el hospital. Según la enfermera, llevaba doce horas sumido en un estado de letargo a
causa de los calmantes. Diagnóstico: ansiedad aguda, una peligrosa taquicardia y un amago de infarto
que podría haberme mandado, según las científicas palabras de la mujer, ―al otro barrio‖. El doctor que
actualizó la información algo más tarde me confirmó que permanecería en observación las siguientes
cuarenta y ocho horas y después podría tomarme una baja laboral de al menos veinte días.
Durante mi estancia, me visitó el jefe, visiblemente preocupado, creo que sintiéndose sinceramente
culpable de lo sucedido. Le aseguré que el ataque no tenía que ver con el trabajo, que había sido algo
ajeno a mi vida laboral, y me parece que quedó satisfecho. Más tarde, a la novia que tenía en aquella
época (ahora ya ex novia), le dije que anduviera tranquila, que no era nada de mi vida personal, que
tenía que ver con algo sucedido en el trabajo, y seguramente me creyó. A nadie mentí ni a nadie conté
toda la verdad. Cuando les tocó el turno de visita a mis dos mejores amigos de la oficina, trataron de
animarme contándome algunas anécdotas sobre el trabajo que me estaba perdiendo.
—Últimamente no doy abasto, ¡no tenía yo bastantes cosas que hacer como para encima tener que
comerme los marrones de otras personas! ―me decía uno.
—¿Y eso? ―le pregunté, sin demasiado interés real, simplemente por cortesía.
—¿Conoces a L., el de Contabilidad? Pues bien, lleva dos días sin aparecer por la oficina, el muy
caradura. Le hemos llamado a su casa, y al busca, pero nada, ilocalizable. Y el jefe ha pensado que yo
era el más indicado para quedarme con su… ¿Te encuentras bien? Te estás poniendo muy pálido. ¿Me
oyes? Maldita sea… ¡Enfermera! ¡¡Enfermera!!
Fue lo último que oí. Tras eso, otro amago de infarto, otra semana en observación y el doble de
tiempo de baja de lo que antes me habían mencionado.
No volví a aquella oficina. Cuando me dieron por fin el alta, busqué un trabajo nuevo, en una
empresa parecida; cobraba menos que antes pero estaba lejos de aquel terrible cuarto de baño. Por el
escaso contacto que mantuve con mis antiguos compañeros, supe que nunca más nadie volvió a ver a L.,
y que su familia y la Policía lo estaban buscando. Todavía lo están buscando. Me siento culpable por no
poder prestar ayuda ni consuelo, pero ¿qué puedo a hacer? ¿Confesar que, durante unos minutos, vi su
cabeza incrustada en una taza de váter? ¿Qué solucionaría eso?
He tratado de olvidar lo sucedido, de llevar una nueva vida. Nunca más volví a usar un retrete en las
oficinas, y en mi casa no puedo hacerlo sin estremecerme de puro pánico. Y desde luego, hasta hoy,
nunca me había planteado siquiera contárselo a nadie. Hasta hoy.
Esta historia es totalmente cierta. El 99%, puede que el 100% de vosotros no la creerá, pero no me
importa. Lo he contado tal y como sucedió y me gustaría pensar que, por fin, puedo sentirme en paz
conmigo mismo. Ahora que lo he liberado, quizás pueda olvidar…

[Nota final del investigador: Este espeluznante relato ha sido trascrito tal y como lo escribieron en
un foro público de Internet. El administrador de dicho foro lo denunció y fue retirado de la red.
Gracias a la dirección IP del escritor, pudimos rastrearlo y dar con su identidad. Nadie respondido
cuando llamamos a la puerta. Tres días después, un cuerpo decapitado fue hallado en un descampado
cercano al domicilio, y pudo ser identificado como el cadáver del autor del relato. La cabeza nunca
apareció.]
Curro Esteves

Hay ciertos documentos que afirman que Curro Esteves nació en Madrid en febrero de 1982, algo que al
autor le parece bastante extraño puesto que no recuerda nada de eso pese a su excelente memoria.
Algunos textos profanos demuestran que la enloquecida mente de este hombre a veces es capaz de
hilvanar ideas medianamente coherentes y crear narraciones de cierto interés morboso:
 Comenzó sus andaduras en una de sus vidas anteriores escribiendo el maléfico
Necronomicón allá por el siglo VIII, usando el pseudónimo de Adbul Alhazred. Por
desgracia, en aquella época no existían los derechos de autor y ahora resulta muy
complicado reclamarlos.
 La Biblioteca Fosca ha publicado tres de sus relatos en las antologías Calabazas en el
Trastero: Arañas (2009), Calabazas en el Trastero: Especial Barker (2012) y Calabazas en
el Trastero: Que viene el coco (2016).
 Ganador del XXV Certamen nacional de literatura ―Villa de Mancha Real 2010‖, con el
relato Basilisco.
 Otro de sus breves cuentos, Abominable, se puede leer en la antología Los mejores terrores
en relatos, publicada en 2012 por M.A.R. Editor.

Sigue viviendo en Madrid con su esposa y su gato negro, trabajando como analista de sistemas para
una consultora informática, pero es algo temporal hasta que escriba el best seller definitivo que lo saque
de pobre o logre conquistar el mundo; lo que antes suceda.
Los guerreros de Turalón
y la profecía de los
resucitados
de Gorelia Bernad
Los guerreros de Turalón y la profecía de los resucitados
Gorelia Bernad

En la casa de los Watson, la rutina comenzaba al despuntar el amanecer. La cocina se inundaba con el
delicioso olor del café recién hecho, tostadas doradas y mermelada casera. El hombre de la casa
disfrutaba el desayuno mientras leía las principales noticias en el periódico.
—¡Esto es una broma! Ese tal Kennedy de Massachusetts nunca va a llegar a presidente.
—A mí me parece un buen hombre —comentó su esposa con tono risueño.
—Eso es porque las mujeres no entienden nada de política. —Iba a seguir protestando, pero un
sonido estridente, proveniente de la sala de estar, interrumpió su perorata—. ¿Quién diantres ha
encendido ese aparato a estas horas de la mañana?
El hombre se levantó de su lugar en la cabecera de la mesa, fue a paso firme hasta la sala de estar y
se encontró que allí no había nadie. Sin embargo, el televisor mostraba una lluvia granizada en blanco y
negro y emitía un sonido agudo, molesto, que parecía venir de todos lados a la vez.
—La maldita cosa se descompuso —farfulló.
Apretó los botones y nada sucedió, así que tiró del cable y lo desconectó. El televisor continuó
encendido. No supo cómo explicarlo.
Cruzando la calle, el Señor Taylor preparaba huevos revueltos con tocino crujiente. Desayuno para
uno, como siempre. Nadie más que sus amiguitos disecados le hacían compañía. Unos cuantos trofeos
de caza, aves de rapiña y una jauría completa de difuntas mascotas, adornaban su casa y le ofrecían la
ilusión de alguien con quién conversar. Se acomodó frente al televisor para ver sus programas
matutinos, pero no encontraba más que estática
—¡Cinco canales y nada para ver! —se quejó. Intentó apagar el aparato pero no pudo. Parecía que se
había descompuesto.
Oyó un gruñido detrás de él y se volteó para ver a sus antiguos sabuesos gruñéndole mientras le
mostraban los amarillentos y puntiagudos colmillos.
—¿Pluto, Marvin, Mojo? ¿Son ustedes? ¿Realmente son ustedes? —preguntó el hombre confundido,
con una mezcla de temor y emoción en la voz.
En medio de la jauría, se alzaba un ovejero alemán que alguna vez se llamó Hunter. De un salto
atrapó el cuello de su antiguo dueño y clavó los afilados caninos justo en la yugular, provocando una
catarata de sangre. Mientras, los otros animales disecados gruñían y aullaban a una nueva vida que no
les pertenecía.
Bob Tovosky, guardia de seguridad del Museo de Historia Natural de San Francisco, se hallaba
terriblemente aburrido. No había señal televisiva, solo un granulado en blanco y negro con ese sonido
extraño que le daba jaqueca. Todavía le faltaban tres horas hasta su relevo. Resignado, tomó su linterna
para hacer una ronda de rutina. Se dirigía hacia el ala norte cuando oyó un estruendo de cristales rotos
en el ala sur. Corrió tan rápido como su pesado vientre le permitía. Sus rodillas se lo recriminaron.
Nuevos estallidos de cristales precedieron a extraños rugidos, lo que le hizo ser más precavido y asomar
despacio la cabeza en una esquina. Se sorprendió al ver destrucción y vitrinas vacías. Corrió en busca
de refuerzos —casi se queda sin aire—, y aceleró el paso impulsado por el temor y un rugido
perturbador que hacía vibrar los cristales de las ventanas. Como en una trampa bien calculada, al doblar
la esquina fue directo a las fauces del esqueleto de un T-Rex. Casi toda su dentadura estaba restaurada a
su estado original —el orgullo de los becarios de paleontología—. El animal prehistórico tomó a Bob
por el torso y lo levantó en el aire. Clavó sus milenarios dientes en él, quebrándole la espina en tres
partes…
En el estudio de edición del Canal 5, los empleados corrían de un lado a otro tratando de restablecer
la programación. Todos los televisores de la estación emitían una inevitable llovizna en blanco y negro.
—Jefe, estamos recibiendo reportes de sucesos extraños en toda la ciudad.
—¿Qué tan extraños, John? —preguntó un sujeto calvo, con un abultado vientre que saltaba de los
tiradores de su pantalón.
—No lo sé, jefe. En la estación de policía no contestan.
El Jefe se puso rojo de ira y le dio un mordisco al puro que sostenía entre los dedos.
—¡Traigan a Harington! ¡Quiero ser el primero en cubrir la noticia! —gritó a los pobres empleados
nerviosos, con sus camisas arremangadas, las corbatas flojas y cigarros a medio apagar colgando de la
comisura de la boca.
—Aquí estoy Jefe, y ya tengo todo resuelto —dijo un hombre joven, de unos veintitantos. Caminaba
con desenfado, una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo su chaqueta colgada del hombro. Todavía
traía puesto su sombrero—. Le presento al Dr. David Von Stutnennhouse, reconocido científico, quien
amablemente ha accedido a hablar con nosotros para explicarnos lo que sucede en esta loca ciudad.
Un hombre cincuentón, con escasa cabellera entrecana, anteojos gruesos y que vestía una larga bata
blanca, se adelantó y estrechó la mano del Jefe del canal. Detrás de ellos, en una actitud atenta, una
joven con impecable peinado y estilizadas gafas rojas sostenía una gran cantidad de libros, carpetas,
planos y papeles varios contra su traje sastre color pastel.
—Lo que sucede —inicia el Dr. David Von Stutnennhouse—, es todo culpa de mi némesis, el Dr.
Charles Couted Regminton. Una vergüenza para la profesión. Una mente brillante, no lo niego. Pero
cegado por la ambición y con una retorcida visión de la moral. Mi colega ha pasado gran parte de su
vida estudiando las injerencias de las extrapolaciones micromoleculares en los cuerpos orgánicos y la
combinación de campos electromagnéticos y frecuencias de onda Épsilon de larga distancia. Debo
admitir, que pese a lo absurdo de su idea, el resultado ha sido brillante.
El periodista interrumpió la diatriba científica.
—Disculpe, Doc., pero ¿podría ponerlo en términos que pueda entender un ciudadano común, como
yo? —le dijo con su sonrisa inocente y una ceja levantada.
El científico, no se molestó en ocultar su rechazo a la ignorancia ajena.
—Son ondas que viajan por el aire y resucitan a los organismos que ya no tienen vida.
—¿Es que acaso es eso posible? —preguntó el Jefe con sorna.
—Solo tiene que verlo por usted mismo. Salga a la calle y comprobará que el maléfico experimento
ha tenido resultado.
Se aventuraron a salir a la puerta del edificio, y quedaron pasmados ante la escena que se
desarrollaba en el centro de la ciudad.
Un león de melena reseca, perseguía a un hombre de traje gris que corría despavorido por la acera. El
animal de ojos de vidrio dio un salto y lo atrapó apoyando sus patas en la espalda del hombre para luego
desgarrarle la garganta en una mordida.
Una mujer gritó muy agudo y corrió hasta chocar con los brazos de Stutnennhouse.
—Ayúdeme por favor —le rogó la extraña.
No alcanzó a pronunciar otras palabras cuando la imponente y esquelética figura de un tiranosaurio
apareció por la esquina y de un coletazo destrozó las vidrieras circundantes. La mujer gritó eufórica,
señalando al monstruo prehistórico, antes de caer desvanecida en los brazos del científico.
El gigante óseo aplastó un automóvil completo con solo uno de sus pasos. Frente a él se hallaba otra
mujer aterrorizada, que se había congelado ante el espectáculo incomprensible. Sus manos temblaban
descontroladas apoyadas sobre la manija de una carriola. Dentro, un pequeño niño lloraba a todo
pulmón.
Justo cuando la enorme pata del dinosaurio iba a aplastarla, un hombre se arrojó sobre ella
salvándola del peligro junto con su bebé.
Miró sorprendida a su salvador, quien la rodeaba con sus brazos musculosos. Piel bronceada, rostro
anguloso, pómulos altos y cejas pobladas. Pelo largo y oscuro que se movía con soltura al viento. No
llevaba camisa, solo unas correas gruesas de cuero le atravesaban el torso, resaltando un extraño
emblema allí donde se cruzaban sobre su pecho. Las cintas de cuero se unían a la espalda para sostener
una funda desde la que se asomaba el mango de una espada.
Tampoco llevaba pantalones… solo un primitivo taparrabo de piel, a juego con las rudimentarias
botas que le llegaba a mitad de la pantorrilla, prendidas con cinchas de cuero trenzadas.
No era el único, un ejército de musculosos hombres bronceados —vistiendo apenas unos pedazos de
piel— estaba invadiendo la calle.
En la puerta del Canal 5, el Jefe aún estaba apostado con las manos en su abultada cadera y el ceño
fruncido. Mascaba su puro con furia. Quizá fue por su expresión y su aura de autoridad, que uno de los
recién llegados se adelantó hacia él.
Destacaba por llevar una capa roja, de aspecto antiguo, recargada sobre uno de sus hombros para
dejar al descubierto el mango de una pesada espada.
—Somos los Guerreros de Turalón. Mi nombre es Hek T‘arat, soy el líder de esta legión.
—¿De dónde rayos han salido? —le preguntó el Jefe con marcado desprecio mientras observaba a su
antítesis musculosa y de cabello largo.
—Nuestro soberano Turalón III ―El Alquimista‖, predijo que llegaría el día en que los muertos
resucitarían y que solo un verdadero guerrero detendría el Apocalipsis. ¡La resurrección de todos los
muertos, marcará el día del juicio final! Nuestros guerreros son entrenados desde temprana edad para
servir a la profecía. Cuando su entrenamiento está completo, son embalsamados y sumados a las filas de
mi ejército. Hemos esperado miles de años a que la magia nefasta nos reviva para cumplir nuestra
misión.
—¡Esto no es magia! —se quejó el científico con tanta indignación que dejó caer de sus brazos a la
mujer que estaba recobrando el sentido—. ¡Esto es ciencia! Existe una explicación perfectamente
razonable y no es necesaria la intervención de un grupo de bárbaros semidesnudos.
Hek T‘arat lo miró con desprecio y volvió su atención al Jefe de la televisora.
—Según las órdenes que nos dejara el gran Turalón III, la ―magia‖ —remarcó esa palabra—
necesaria para resucitar a los muertos, requiere de una gran fuente de energía. Debemos encontrarla y
destruirla para hacer que cese la vida falsa que anima a estos monstruos, antes de que todo empeore.
—La planta de energía geotérmica… —susurró la asistente del científico. No había pronunciado
palabra y su dulce voz llamó la atención de los hombres que la rodeaban.
Ella se sonrojó y bajó la mirada. A Harington eso se le antojó sumamente atractivo…
—Mi nombre es Mike Harington y usted ¿señorita…? —le instó a dar su nombre mientras le
extendía galante su mano.
—Johnson. Brigitte Johnson —contestó a su saludo.
Mientras Harington y la joven Brigitte se perdían en un pequeño idilio de miradas, una estampida de
animales prehistóricos —y otros no tanto— se dirigía a ellos.
Hek T‘arat y sus subordinados desenvainaron sus espadas al momento en que las criaturas
colisionaban con cuanta persona u objeto se pusiera en su camino. Harington envolvió a la joven
Johnson en sus brazos y alcanzó a empujarla hacia el interior del edificio del Canal 5. Un animal
raquítico pero veloz, encontró al Jefe en su camino, pero el voluminoso hombre repelió con un panzazo
al esqueleto resucitado.
El Dr. Von Stutnennhouse no tuvo tanta suerte. Fue empujado, arrojado al suelo y pisoteado por
decenas de patas huesudas, acartonadas o con injertos de plástico y metal. Cuando la estampida pasó,
quedó tirado en un charco creciente de sangre. La Srta. Johnson corrió a socorrerlo, pero no había nada
que pudiera hacer. El hombre miró al cielo… abrió la boca y tosió. Sus labios temblaron y por fin su
voz salió rasposa.
—Deben… —intentó continuar pero las fuerzas lo abandonaban. Tosió un par de veces más—.
Deben detenerlo… —Así exhaló sus palabras finales.
La joven asistente cayó sobre el pecho del científico y rompió en llanto.
—¡Era como un padre para mí…! —sollozó cuando el reportero la tomó de los hombros para alejarla
del cadáver.
—Debes ser fuerte. Es lo que él querría. —Le tendió un pañuelo que ella aceptó para secarse los ojos
delicadamente.
No hacía falta hablar más, solo bastaba ver la destrucción y muerte a su alrededor para comprender
que no había tiempo que perder.
La señorita Johnson, Mike Harington y Hek T‘arat, estuvieron de acuerdo en que tenían que ponerse
en marcha cuanto antes. El complejo geotérmico The Geysers, estaba a unos ciento veinte kilómetros de
San Francisco, debían llegar allí lo antes posible.
Intentaron usar el automóvil del reportero, pero estaba deshecho, con una enorme huella de saurio
sobre los metales retorcidos. Encontraron un autobús, que había sido abandonado por su chofer y se
encaramaron todos en él —una vez vencida la desconfianza de los misteriosos y musculosos guerreros
en taparrabo—.
Casi habían llegado a su destino, cuando una multitud les cerró el paso. Cientos de personas estaban
obstruyendo la entrada a la planta geotérmica. Harington dudó al verlas de cerca. Tenían la piel cetrina,
los labios partidos, la mirada en blanco. Algunos apenas tenían cabello, a otros solo les quedaba un
manojo de pelos resecos. Faltaban pedazos de sus rostros y la ropa estaba desgarrada dejando ver la piel
amarillenta de abajo. Pero lo peor de todo es que no hacían movimiento alguno, parecían estatuas.
—¡Pasa sobre ellas! —le ordenó Hek T‘arat.
—¿Qué? ¡No! Son personas. No puedo atropellarlas. Ni siquiera nos están atacando.
—Son resucitados, ya no son las personas que solían ser. —Miró a uno de sus hombres y con solo un
gesto lo envió a hacer un reconocimiento entre la multitud.
El guerrero desenvainó su espada y en actitud de ataque se internó entre la gente, empujando con sus
hombros anchos mientras avanzaba.
Una luz con un enfermizo tono verdoso se extendió desde el edificio principal de la planta
geotérmica. El vapor que salía de las chimeneas no era blanco, sino de ese mismo color verde
antinatural, y ya no se esparcía por el cielo, sino que se derramaba por las paredes de hormigón y
reptaba sobre el suelo como bruma tóxica. Los ojos de los resucitados que se amontonaban en la calle,
brillaron con el mismo color mórbido. Se tomaron la cabeza con sus esqueléticas manos en
putrefacción, aullaron, gruñeron y gimieron de dolor en un coro escalofriante que fue subiendo de tono
hasta tornarse un grito de batalla. El guerrero de Turalón atrapado en medio de la multitud, no tuvo
tiempo a reaccionar antes de que las garras de los resucitados rasgaran su carne. Lo aferraron entre diez
y tiraron de sus extremidades hasta quebrarle el cuello y descuartizarlo.
Ante tan escalofriante escena, Harington se petrificó frente al volante. No comprendía lo que sus ojos
veían. Los resucitados advirtieron el bus lleno de gente y se abalanzaron sobre la puerta y las ventanas.
—¡Adelante, ahora! —le ordenó el líder de los guerreros.
Pero el joven seguía absorto en el escenario apocalíptico que lo rodeaba.
—Mike, por favor —sollozó Brigitte Johnson—. Ya están muertos, no hay nada que puedas hacer
por ellos, pero si no llegamos a la planta, mucha gente inocente sufrirá.
Harington pareció despertar de su estupor y con un leve asentimiento de cabeza, apretó el pedal del
acelerador y enfiló hacia la entrada sin vacilar ante los tumbos y sacudidas del vehículo. Sabía que no
eran baches o rocas lo que le entorpecían el camino: eran cuerpos. Seres inhumados resucitados.
Zombis.
Cuando ya no pudo avanzar, los Guerreros de Turalón bajaron en formación dispuestos a luchar. A
corte de espada abrieron camino para que el periodista y la asistente del científico pudieran llegar al
edificio principal.
Era una lucha encarnizada, llena de gritos furibundos, crujir de huesos, aullidos de agonía y el
asqueroso sonido de la carne podrida al ser cortada por las espadas.
Harington y Johnson corrieron entre los luchadores esquivando cuerpos despedazados, estocadas y
garras hambrientas. Él la llevaba de la mano para evitar separarse en la batalla. Apenas si alcanzaron a
traspasar la entrada principal y cerrar la puerta, entre manos pútridas que intentaban alcanzarlos. Se
sumergieron en el laberinto de pasillos y oficinas, hasta dar con un gran cartel que en letras rojas
advertía ―peligro, sala de turbinas‖ y se aventuraron a toda velocidad tras la pesada puerta.
Un grito se les escapó cuando cayeron al vacío y golpearon contra el metal del piso de una jaula,
varios metros más abajo. La escalera y la baranda de entrada habían sido arrancadas para plantar la
trampa contra intrusos.
La enorme cámara, del tamaño de un hangar para aviones, estaba iluminada por el resplandor
verdoso que emitían dos grandes bobinas electromagnéticas de ocho metros de alto cada una, colocadas
a ambos lados de la turbina.
—Pero miren lo que tenemos aquí… —Un hombre de mediana edad, con bata de laboratorio surgió
de entre las sombras, lo reconocieron como el Dr. Charles Couted Remington. Cabello negro peinado
hacia atrás con tirantez; un bigote fino y firme, rizado apenas en las puntas, bien afeitado y un
monóculo en su ojo derecho.
—No te saldrás con la tuya —le gritó Brigitte Johnson.
El científico la miró detenidamente y sonrió al reconocerla.
—Sinceramente, no sé si estar ofendido o sentirme halagado —continuó—. Esperaba al Ejército, al
Servicio Secreto, la CIA, el FBI, pero no a un par de jovenzuelos entrometidos. Veo que mi plan ha sido
demasiado brillante como para que alguno de los zoquetes del gobierno lo descubra, solo la mente de mi
archirrival ha podido desentrañarlo. Dime querida… ¿dónde está ahora el estimado David?
A la joven se le llenaron los ojos de lágrimas y esquivó la mirada.
—¡Está muerto! —acusó Harington— ¡y es por su culpa! ¿A qué mente desquiciada se le ocurriría
resucitar a los muertos?
—¡No estoy desquiciado! Estás equivocado si crees que soy insensible al trágico final que se ha
llevado a mi antiguo compañero. Supongo que era previsible que eso sucediera, pero lo hacía más
inteligente. Pensé que se ocultaría para evitar la devastación. Pero no. Él siempre llevándome la
contraria. ¿Intentó detenerme? ¿Fue así como murió? Hasta el último suspiro intentando superarme.
Fuimos muy compañeros, trabajamos codo a codo en el proyecto ―Resurrector‖. Vio que daba
resultado, que nuestro sujeto estaba ―vivo‖ ¡Vivo! David se echó hacia atrás. Dijo que ―era demasiado‖,
que ―los hombres no deberían tener el poder de devolver la vida‖. ¡Es absurdo! Damos vida cada día.
Nacen millones de niños, sembramos futuras plantas, hacemos que los animales se reproduzcan y sobre
todo: matamos. Le pese a quien le pese, el ser humano tiene la facultad de crear o quitar vida. Los
límites, en ambos casos, han levantado discusiones filosóficas por miles de años. ¿Acaso he de esperar a
que se pongan de acuerdo? Si dar vida está bien ¿por qué ha de estar mal devolverla una vez que te la
han arrebatado? Estoy haciendo un acto de bien. Estoy dando una segunda oportunidad a los seres que
han perecido. ¡Soy el bueno aquí! ¡Soy magnánimo! Pero siempre terminan tachándome de loco, solo
porque no comparten mi punto de vista. Son egoístas. No les importan las vidas ajenas. Gracias a mí
nunca nadie volverá a morir. Cuando mi máquina potenciadora de rayos Épsilon esté a su máxima
potencia… ¡todos los muertos del mundo se levantarán!
Un estruendo hizo vibrar las paredes y Brigitte dejó escapar un grito. Quizá fueron las palabras
finales del monólogo aterrador las que la hicieron chillar.
—Usted está loco. ¡Loco! Sumergirá al mundo en un caos.
—Eso ya lo había pensado… Siempre voy un paso adelante —soltó con total naturalidad—. Mi
máquina será capaz de controlar a todos los resucitados. Ahora ya puedo hacerlo, en grupos pequeños y
cercanos. Debieron haberlo comprobado afuera… pero cuando logre absorber la energía del centro de la
tierra para alimentar mi máquina, ¡será millones de veces más poderosa!
—¿Por qué hace esto? ¿Qué pretende lograr?
—Estoy harto de ser despreciado… Soy el hombre más inteligente del planeta, voy a tomar el
respeto y el poder que mi intelecto merece.
La estructura del edificio se sacudió una vez más y el científico no disimuló su disgusto. Corrió al
amplio tablero que ocupaba toda la extensión de la pared, lleno de luces relampagueantes, botones,
palancas, manivelas y monitores con códigos indescifrables. Cientos de cables de distintos colores y
grosores salían de los paneles para unirse a las dos grandes bobinas electromagnéticas. Finos rayos de
estática verde recorrían cada torre y saltaban de una a otra con un zumbido metálico.
Un nuevo temblor en las paredes y el suelo los hizo sostenerse para evitar caer. Se oyó un estruendo
no muy lejano. Sin duda una zona de la planta se había derrumbado.
Gritos de batalla retumbaban en los pasillos, cada vez más cerca, hasta que la puerta se abrió. Los
Guerreros de Turalón saltaron desde la entrada, volando por el aire y cayendo varios metros más abajo,
con la gracia de grandes felinos.
Algunos fueron a ayudar a Brigitte y Mike a salir de la jaula, otros desenvainaron su espada y
atacaron con fiereza a la turbina, las bobinas, los cables y la consola.
—¡Alto! ¡No saben lo que están haciendo! ¡Deténganse! —gritaba desesperado el científico—.
¡Están cometiendo un grave error!
Algunos de los guerreros asestaron sus armas contra la fuente de alimentación y sufrieron de
electrocución antes de caer muertos, otra vez.
El Dr. Charles Couted Remington, no daba crédito a toda la destrucción que veía. Los resucitados
invadieron la cámara y la lucha cuerpo a cuerpo recrudeció. Los temblores se hicieron más fuertes y
grandes pedazos del techo y paredes empezaron a desprenderse. Un gran bloque cayó sobre un grupo de
zombis y otro aplastó a un guerrero que intentaba tirar abajo una de las bobinas. Una pesada viga de
acero se desprendió del techo y aterrizó sobre la consola que Remington usaba para controlar la
máquina. Saltaron chispas, algo explotó y pronto las llamas se hicieron con los cables.
Los rayos verdosos se tornaron de un brillante color rojo, al igual que la luminosidad en los ojos de
los resucitados. La luz carmesí bañaba toda la estancia con un resplandor sangriento que se mezclaba
con las llamas, el fuego y el humo.
Hek T‘arat asestó un golpe de su espada al último panel que se hallaba en pie y los monitores
estallaron en una lluvia de cristales.
—¡Nos has condenado a todos, maldito bárbaro! ¡No puedes detener las transmisiones, ya es muy
tarde! ¡Solo lo has empeorado! ¡Ahora el poder del Resurrector quedará fuera de control! ¡El trabajo de
mi vida, mi gloria, todo se ha terminado!
El estallido de un disparo remató la furia de sus palabras. Un arma humeante temblaba en sus manos
descontroladas por la ira.
El líder de la Legión de Guerreros de Turalón, cayó sobre sus rodillas, con un orificio de bala en el
pecho.
—He fallado en mi misión… —se lamentó el hombre justo antes de caer de bruces contra el suelo,
inmóvil.
Un grupo de resucitados con los ojos inyectados en sangre, advirtió el disparo y dirigió su atención al
científico que empuñaba el arma. Se abalanzaron a él, que disparó todas las balas que le quedaban, pero
eran tantos… demasiados.
Los gritos de sufrimiento del Dr. Remington, se apagaron cuando un zombi le arrancó la cabeza y el
grupo de muertos asesinos irrumpió en festejos.
Mike Harington y Brigitte Johnson corrieron de la mano, trepando por los escombros hasta salir de la
planta.
Afuera todo era caos, gritos, fuego y muertos embravecidos caminando sin rumbo.
Una explosión los sacudió y la onda expansiva los empujó con fuerza hasta quedar con el estómago
pegado al suelo, cubriendo su cabeza con las manos en un vano intento de evitar que los escombros los
golpeen.
Cuando la nube de polvo se hubo asentado, los jóvenes pudieron comprobar que los muertos a su
alrededor ya no se movían. Parecía que estaban muertos otra vez.
La alegría los invadió.
—¡Lo hicimos, lo logramos! Hemos destruido el Resurrector… ¡salvamos al mundo!
En un efusivo acto de alegría, Mike tomó a Brigitte en sus brazos y la besó con pasión sin importarle
que estuvieran cubiertos de polvo.
Un terrible bramido brotó desde las entrañas de la tierra. El suelo tembló y se separó. Una enorme
grieta se abrió engullendo la planta completa y a todos los que estaban a su alrededor. Lava ardiente
brotó en una brutal explosión. Toda la falla de San Andrés se quebró y extendió por miles de
kilómetros.
La catástrofe tomó dimensiones insospechadas.
Toda la placa del Pacífico se separó, chocando con la Euroasiática y activando una reacción en
cadena a nivel mundial, con terremotos, tsunamis y volcanes que desintegraron por completo la
superficie de la tierra tal como la conocíamos.
Gorelia Bernad

Gorelia Bernad, argentina, proyecto de escritora y lectora voraz.

Aficionada a la ciencia ficción, la fantasía y el terror, publico mis relatos en el blog ―Soñé que
volaba‖(www.soniequevolaba.blogspot.com) que es como mi pequeño hogar literario.

Soy redactora de la revista on-line de literatura juvenil ―Huellas de tinta‖.

He participado de Antologías de dos foros:

● En el Foro Purple Rose participé de la convocatoria Amores de media noche, presentando el


cuento ―Séptimo hijo‖.
● En el Foro Addictive Lily, trabajé como coordinadora, editora y escritora de la Antología ―El
ladrón de recuerdos.
Mi relato ―Por su sonrisa‖ fue seleccionado como finalista en un concurso organizado por V&R
Editoras, lo que me permitió participar de un taller literario dictado por Dan Wells y la Embajada de
Estados Unidos en Argentina.
Ya estamos aquí
de David Gutiérrez Díaz
Ya estamos aquí
David Gutiérrez Díaz

Se despertó con un sobresalto. Había oído un ruido en sueños, una especie de zumbido, aunque nunca
hubiera sabido explicarlo. Se tapó con las mantas hasta que sólo fue visible la parte superior de su
cabeza. Sus ojos, que asomaba a intervalos para mirar hacia la oscuridad, parecían dos simples rendijas
cubiertas de pavor. ¿Y si el monstruo del armario había vuelto para atacarlo? Pensó en gritar para avisar
a papá y mamá de que se encontraba en grave peligro, pero se lo pensó mejor y desistió al tener en
cuenta la bronca que se había llevado la última vez que se había comportado como un niño asustadizo.
En esta ocasión no le quedaba más remedio que ser valiente y afrontar solo los peligros que le
acechasen entre las sombras.
Parecía que la superficie de madera de la puerta del armario, más oscura que la propia oscuridad
circundante, se movía a veces, abriendo un pequeño hueco por el que salía al exterior un zumbido
extraño, que nunca antes había oído. Siempre estaba la sonrisa siniestra, refulgían los ojos impregnados
en fuego asomándose, trituraban las tinieblas los dientes blancos y puntiagudos como sables... Pero esta
vez era diferente. Sólo se podía escuchar un ruido, cada vez más intenso, como si algo se estuviera
aproximando. De pronto volvió la cabeza hacia la ventana; lo hizo porque se dio cuenta de que en el
exterior había demasiada luz para ser de noche. Empezó a ver todo el mobiliario de su habitación con
mucha más precisión y nitidez, como si hubiera amanecido de repente. Comprobó que el armario estaba
cerrado, quieto, sin la presencia aterradora abriendo la puerta y mostrando sus asesinas fauces
dispuestas a triturarlo sin piedad. Entonces volvió su atención a la ventana. Sin darse cuenta, abandonó
su actitud defensiva y bajó las mantas y sábana quedando expuesto a posibles ataques. El ruido (como
lo llamaba él en su infantil mente) sonaba ahora con mucha fuerza, y la luz afuera era tan intensa que
parecía que alguien hubiese pulsado un interruptor y una bombilla de potencia desmesurada bañara de
un blanco casi perfecto el mundo. El pequeño, sin poderse contener, apartó toda la ropa de cama, fue
incorporándose lentamente, posó un pie descalzo sobre la alfombra, luego el otro, e impulsándose con
las rodillas se puso por último en pie. Se acercó con pasos breves hacia la ventana, con el resplandor
níveo bañando su asombrado rostro. Ya junto al vidrio, miró hacia afuera poniéndose de puntillas para
poder tener una mejor panorámica del patio. Sólo podía vislumbrar la copa del árbol cuyas ramas más
osadas rasgaban la superficie de su ventana desintegrándose en el blanco irreal que dañaba la vista. El
resto del paisaje parecía desaparecer en la nada. Miró apenas unos segundos los despojos de vacío en
los que se había transformado el mundo hasta que le ardieron los ojos y tuvo que apartar la vista.
Entonces su cabeza, por la propia inercia del movimiento, se volvió en dirección a la pared enfrentada a
la ventana. Un póster de su serie de dibujos animados favoritos lo calmó durante unos instantes. No
obstante, pudo ver, justo sobre la cara del héroe protagonista, cómo el resplandor de otra dimensión se
iba rompiendo en una forma oblonga, de gran tamaño, que se fue desarrollando a lo ancho de la pared
hasta producir un juego de luces y sombras que abarcaba toda la anchura de la habitación. A la sazón,
justo en el centro de la inmensa mole oblonga se fue abriendo lo que podría entenderse como una
puerta, desde abajo hasta la zona superior. El rectángulo resultante volvía a ser de un blanco cegador. El
pobre Billy, a sus seis años de edad, no era capaz de entender nada de lo que estaba ocurriendo, pero se
sentía hipnotizado, a la vez que asustado, por la serie de extraños acontecimientos de los que estaba
siendo testigo. Así, fija su mirada en la pared, vio cómo se producía cierto movimiento en el interior del
rectángulo de luz. Pudo comprobar cómo una silueta, de la que no pudo distinguir sus facciones pues
parecía hecha de negrura, se cuadró ante el resplandor, alta, imponente, con las estrechísimas y
larguísimas extremidades ligeramente abiertas, el torso recto y espigado y la cabeza grande con cierta
forma cónica. Entonces, sin volverse para mirar de frente al inusitado ser, paralizado con un terror que
ni tan siquiera había sido capaz de inspirarle el siniestro monstruo del armario, no pudo aguantar por
más tiempo y se hizo encima sus necesidades. Solo después, cuando oyó a su espalda girar la manilla de
la ventana, chirriar los goznes con una estridencia lúgubre y sintió el impacto de un calor inconcebible
golpear su nuca, gritó con todas las fuerzas que le permitieron sus pulmones pidiendo auxilio...

Ray recogió el sedal, apoyó la caña sobre el césped, a su lado, y extrajo del bolsillo de su chaleco la
pequeña petaca plateada. Echó un buen trago y se secó los restos húmedos del bourbon de sus labios al
terminar. Como por costumbre, extendió el brazo de la petaca hacia su izquierda y ésta desapareció de
su mano. O tal vez sería mejor decir que le fue arrebatada, concretamente por Jim, que se llevó al coleto
una buena cantidad del delicioso licor.
Ray y Jim eran compañeros desde hacía años. Se habían conocido en prisión, donde ambos habían
ido a parar por delitos menores. Ray medía casi dos metros de estatura, era de raza negra, de
complexión delgada pero fuerte y nervuda, llevaba la cabeza rasurada y un gran aro dorado decoraba su
oreja izquierda. Jim, por su parte, era de raza blanca, ancho, grueso, frisando la cincuentena, con
amplios mofletes, una incipiente barba manchando sus mejillas y tenía el pelo revuelto de color ceniza
habitualmente cubierto con una gorra de visera. Ambos, tras su amistad forjada siendo compañeros de
celda, solían quedar con cierta frecuencia para tomar unas copas o, como era el caso de aquella noche,
salir de pesca.
Los malditos peces no acababan de picar, y llevaban ya un rato más enfrascados en dar cuenta de sus
respectivas petacas y de trasegar el contenido cervecero de la pequeña nevera portátil que habían
llevado consigo que de tratar de capturar alguna pieza. No hablaban mucho; solo de vez en cuando
alguno de ellos recordaba alguna anécdota carcelaria y se la contaba a su compañero.
—Eh, Ray, ¿te acuerdas de Bob el mellado? Era un tío, desde luego. Le han dado la condicional y
anda por ahí otra vez con lo suyo. Si quieres comprar alguna vez algo de la mierda que vende dímelo y
ya hablamos. Sigo en contacto con él.
Ray simplemente asintió con la cabeza y volvió a sumergirse en su meditación etílica.
—¿Sabes, Ray? —comenzó de nuevo Jim—. Empiezo a estar harto de esta mierda. Llevamos más de
una hora aquí y no hemos pescado ni un maldito pez. Me parece que no es nuestra noche.
—Paciencia, amigo. Sin paciencia no hay nada que hacer en el mundo de la pesca —observó Ray—.
Tengo la sensación de que hoy va a pasar algo extraordinario.
—Pues como siga así la cosa nos vamos a ir con las manos vacías y una curda fina. Me parece... Eh,
Ray, ¿no acabas de oír algo?
Ray se mantuvo alerta durante algunos segundos. Aguzó el oído, se giró y se incorporó levemente.
—Sí, Jim. Parece una especie de zumbido, como si un millón de moscas volaran en grupo hacia aquí.
—Eso me parecía. ¿Qué podrá ser, Ray?
—No lo sé, pero se está acercando. Date la vuelta y mira al horizonte, ¿no ves una claridad, como un
foco de luz blanca?
—¡Joder, es cierto! ¿No serán los helicópteros de los maderos que vienen a aguarnos la fiesta?
—¿Cómo van a ser ellos? Ni saben que estamos aquí ni hemos hecho nada para que nos trinquen.
Además, esa luz es demasiado fuerte; no puede ser de un helicóptero.
—Tienes razón, Ray. Todavía sigo un poco paranoico con la trena. Me imagino cada dos por tres que
me están siguiendo, por todas partes, que hay maderos escondidos en cualquier esquina intentando
echarme el guante por algo. Estoy obsesionado con el tema...
—¿Quieres callarte un minuto? Mira el cielo, parece que se esté haciendo de día. Y el ruido es cada
vez más fuerte.
—Coño, Ray, ¿pero qué está pasando? ¿Qué es toda esa blancura? ¿De dónde viene esa puñetera
luz? No puedo ver nada... Pero espera, ¿qué demonios es esa cosa enorme ahí en medio?
—Amigo, te dije que hoy iba a pasar algo grande...
Los dos hombres se quedaron mirando con asombro el fenómeno. Los ojos de Ray brillaban con un
destello casi malévolo, pero los de Jim dejaban entrever un horror apenas encubierto. El ruido
circundante era ensordecedor, y el gran objeto, que ganaba definición a medida que se aproximaba a
ellos, fue descendiendo de forma paulatina hasta que tocó tierra a unos cincuenta metros de donde se
encontraban. La intensa luz se desvaneció, y entre una oscuridad casi absoluta pudieron oír la extensión
de un brazo mecánico. Unos segundos después, ante ellos parecían adivinarse un par de siluetas muy
altas, incluso más de lo que era el propio Ray. En medio de las tinieblas se distinguían a duras penas
unos brazos y piernas famélicos y anormalmente largos saliendo de un tronco enhiesto coronado por un
gran orbe con tendencia triangular que debía corresponder a la cabeza. Las siluetas permanecían
quietas, como evaluando la situación.
Los ojos de Ray echaban chispas. Jim, por el contrario, reculaba sin apenas ser consciente de ello,
con su rostro convertido en una máscara de horror.
—¿Te quejabas de que esta noche no pescábamos nada? —sonrió Ray—. Pues si eso de ahí delante
es lo que creo, vamos a pescar dos buenas piezas.
Se adelantó a grandes zancadas. Mientras, siguiéndolo en la retaguardia y con el semblante
demudado, Jim no paraba de balbucir: ¿pero Ray, hablas en serio?

La carretera de doble sentido se desplegaba entre dos hileras irregulares de árboles pertenecientes a un
frondoso bosque. Por la brecha de cemento que partía éste en dos, circulaba un Ford Mustang con los
faros encendidos para alumbrar el pavimento sumido en tinieblas. Dentro, tres jóvenes: dos chicas, una
al volante y otra en el asiento trasero y un chico, de copiloto. Ninguno de ellos llegaba a la veintena. La
música procedente del equipo estéreo del coche amortiguaba cualquier sonido exterior.
—Ey, Mike, pásame esa botella.
Mike pegó un trago largo y tendió hacia el asiento de atrás la botella de dos tercios de litro medio
llena de cerveza. Susan se la aplicó a los labios y bebió. Sus facciones se contrajeron en una mueca de
disgusto.
—¿Pero cómo os puede gustar esta mierda?
—Si no te gusta, deja de beber y pásamela otra vez —respondió Mike.
—Eso, tú dedícate a tu maría y déjanos privar a los demás en paz —añadió Kate al volante.
—Le daré otra oportunidad —dijo Susan y dio un sorbo más ligero.
A su cara volvió a asomarse el asco y pasó la botella hacia delante. Mike la cogió y la puso sobre la
boca de Kate obedeciendo a un gesto de ésta. Parte del líquido cayó sobre sus pantalones al apartarla,
despertando la ira de la chica.
—¡Ten más cuidado, imbécil! Mira lo que has hecho. Mi pantalón nuevo...
Estuvo a punto de perder el control del coche, pero dio un volantazo y encauzó el rumbo. Los
neumáticos chirriaron sobre el asfalto rompiendo la quietud del bosque. Superada la dificultad,
volvieron a circular con calma por el solitario paraje.
—Tenemos que tener cuidado, chicos. Imaginaos que pasa algo o algún policía nos para. Somos
menores de edad y nos puede caer una buena —intervino Susan.
—¿Pero qué dices? ¿Ves a algún policía por alguna parte? ¿Crees que puede haber la más mínima
posibilidad de que nos paren en este sitio desierto? —respondió Mike a punto de perder la paciencia con
su asustadiza amiga.
—Relájate, Susie —intervino Kate—. Por aquí no hay nadie. Además, soy un hacha al volante,
parece mentira que no me conozcas.
Justo en ese momento, una fosforescencia surgió desde el cielo y bañó con un potentísimo
resplandor tanto carretera como bosque, logrando que todo el paisaje se fundiera en un blanco cegador.
Con un estridente grito, Kate perdió el control del automóvil. El volante giró de forma enloquecida, las
ruedas patinaron sobre el asfalto, el coche cruzó la carretera sin control y acabó estrellándose contra el
grueso y nudoso tronco de una secuoya.
Kate estaba inconsciente. Tenía la cabeza apoyada sobre el volante y lucía una sangrante brecha en el
flanco derecho de su frente. Mike tampoco respondía. La botella de cerveza que sujetaba en la mano
antes del accidente se había hecho añicos, y varios de los trozos se habían clavado en la carne de su
rostro. Gruesos chorretones de pegajoso cinabrio resbalaban por su piel. Susan parecía encontrarse bien,
únicamente un poco mareada y confusa. Tan solo la música rock del estéreo llenaba el silencio del
bosque y del dejado por el motor muerto del coche. Trató de despertar a sus amigos. Ante la futilidad de
sus intentos, empezó a perder el control de sus nervios. Buscó la manecilla de la puerta trasera y
comprobó que aún funcionaba. La puerta se abrió, y al moverse para salir se dio cuenta de que ella
también estaba herida. Un lacerante dolor le brotó de su rodilla izquierda. Miró; el hueso sobresalía a
través del músculo, la piel y el pantalón roto. Sangraba, pero no se había dado cuenta debido a la
tensión, la adrenalina y el color negro de sus vaqueros. Se arrastró, aullando de dolor, hacia el exterior.
Tal vez fuera hallase ayuda. Cayó en el pavimento y se dañó las palmas de las manos. Maldijo en voz
baja. Levantó la cabeza. A unos metros por detrás de donde se había producido la colisión, parecía
haber alguien... En concreto tres sombras muy altas y delgadas, quietas, oscuras, observando. No podía
diferenciar sus rostros. Les gritó pidiendo auxilio, pero no se movieron de donde estaban. Despedían un
aura siniestra. Oyó cómo uno de ellos emitía un extraño sonido crujiente, como si se comunicase con
los otros dos. El mismo ser levantó un brazo y la señaló con un dedo de una longitud inconcebible.
Susan sintió pánico. No podían ser seres humanos. Comenzó a arrastrarse con toda la velocidad que le
permitían sus miembros atorados por el terror y el dolor mientras oía cómo a su espalda los tres seres se
ponían en marcha y la perseguían produciendo chapoteos con sus deformes pies descalzos...
La detonación reverberó produciendo ecos por doquier. Buck maldijo su error de puntería; años atrás
habría sido capaz de acertar a una botella a más de cien metros de distancia, pero ni su vista ni su pulso
eran los mismos de entonces. La recortada del calibre 12 cayó a un lado de su cuerpo por un segundo,
pero en seguida volvió a izarla hasta la posición de apuntado. Se asomó al granero parapetado por la
fachada del edificio. Todo parecía en calma. Pasó de largo por delante del portón abierto. Rodeó el
granero y miró hacia el infinito: campos de maíz interminables, mecidos por la brisa nocturna. Las luces
que habían convertido la noche en día se habían esfumado, y los seres deformes parecían haberse
volatilizado engullidos por la nada.
Buck entró de nuevo en su vivienda. Mary salió a recibirlo echándose a sus brazos y con lágrimas en
los ojos. Buck no recordaba cuándo ella lo había abrazado por última vez. Se separaron, él soltó la
escopeta y la dejó apoyada contra la pared junto a la puerta de entrada. Detrás de su mujer, en el
recibidor, John y Penelope lo observaban con la mirada cargada de terror y preguntas. Su cuñada se
adelantó y posó la mano derecha sobre su hombro. A la sazón habló:
—Buck, ¿qué era eso que ha iluminado el cielo? ¿Has visto de cerca a esos… monstruos? ¿Qué
quieren de nosotros?
—No tengo ni idea de qué era ni dónde están. No sé nada, maldita sea. Solo he visto cuatro siluetas
enormes, he disparado pero he fallado el tiro. Creo que han escapado. Afuera no he visto nada fuera de
lo común.
Hizo una pausa y miró a todos los presentes. Era consciente de que era el más osado de todos ellos y
tenía que llevar la voz cantante. Su esposa apenas podía articular palabra y no paraba de temblar, su
cuñada estaba histérica y su cuñado se hallaba paralizado por el miedo. A sus setenta años debía ser la
última prueba, y la más dura, que Dios había puesto en su camino.
—Pero debemos estar alerta. Es posible que todavía estén por aquí cerca. No debemos descuidarnos
y estar preparados por si vuelven a aparecer. Esperad aquí mientras voy a por unas cosas...
—De eso nada —intervino Mary—. Yo no me separo de ti.
Los otros dos asintieron, dispuestos a no abandonar los pasos de Buck bajo ningún concepto.
—Está bien —respondió Buck—. Venid conmigo. Estad atentos y no os separéis.
Volvió a coger la recortada y enfiló el pasillo. Comprobó que no había peligro e hizo una señal a los
demás para que lo siguieran.
—Esperad aquí un segundo. Solo será un segundo —añadió antes de recibir quejas por parte de
alguno de los suyos.
Se separó del grupo y se acercó al arranque de la escalera. Aguzó el oído. Parecía que no llegaba
ningún sonido desde la planta superior. Satisfecho, se adelantó y echó un vistazo somero a la planta
baja. Todo estaba sumido en una quietud absoluta. Volvió con el resto.
—Vamos a bajar al sótano —anunció a sovoz—. Ahí abajo tengo algunas cosas que nos pueden
servir en caso de enfrentamiento y, además, puede ser un buen lugar para refugiarnos.
Abrió la pequeña puerta bajo la escalera. Pasaron. Una vez todos dentro, aseguró la hoja con pestillo.
Descendió la angosta escalera de madera. El sótano estaba lleno de estanterías que ocupaban tres de sus
cuatro muros, y cada anaquel contenía numerosos objetos de toda índole. Rebuscó ante la atenta mirada
de sus familiares y encontró un martillo, una caja de clavos y un par de tablones de madera. Con la
ayuda de John, fijó los tablones a la puerta; no era una solución definitiva, pero al menos les daría algo
de tiempo. Después fue hasta un armario metálico, medio comido por la herrumbre, y sacó un rifle de
caza, una beretta 9mm. y sus correspondientes municiones. Entregó un arma a John y otra a Mary;
Penelope se negó con horror a tocar siquiera la pistola que finalmente se quedó Mary. Como último
recurso, aceptó a regañadientes el bate de béisbol que le ofreció más tarde Buck. Inopinadamente, del
piso superior les llegó un fuerte golpetazo. Se quedaron en silencio, mirándose entre sí. Penelope
comenzó a sollozar. De arriba les llegaba una especie de ruidos extraños, mezcla de susurros con cierta
cualidad de cloqueo; ruidos o palabras de un idioma ininteligible. Todos miraban hacia el techo del
sótano mientras las pisadas tenues resonaban tanto sobre el cemento como en el interior de sus mentes.
Buck se echó de nuevo la recortada a la cintura. Cargó, esperando una pronta irrupción en el sótano.
Penelope no aguantó más la tensión y gritó; la mano de Mary tapando su boca llegó tarde. Arriba
cesaron los pasos. Buck escrutó el silencio y John se puso a su lado a la espera. El crujido de la madera
de la puerta les advirtió de la inminencia del peligro. Ambos hombres apuntaron. Mary remedó a su
marido y su cuñado. Penelope se dejó caer al suelo y cubrió su rostro con ambas manos. Un golpe brutal
astilló la madera de la puerta, y la superficie y los tablones se hicieron añicos. La bandera de los
Estados Unidos de América, colgando de la única pared sin anaqueles del sótano, se dispuso a ser
testigo de la dura batalla.

Esta madrugada, se han producido varios ataques extraños en diferentes puntos del país… (ruido
parasitario)… Diez personas han desaparecido en extrañas circunstancias… (ruido parasitario)…
Algunos testigos externos dicen haber visto un gran resplandor que tiñó el cielo de blanco… (ruido
parasitario)… Una especie de artefacto volador no identificado de grandes dimensiones y forma
ovalada… (ruido parasitario)… Aparecieron dibujos de formas geométricas en los campos… (ruido
parasitario)… Las plantaciones de maíz quedaron devastadas… (ruido parasitario)… Los padres del
menor confesaron entre lágrimas no haber oído ni visto nada extraño durante la madrugada de la
desaparición del pequeño… (ruido parasitario)… Solo se ha encontrado una gorra ensangrentada en
medio del descampado… (ruido parasitario)… El automóvil colisionado contra un árbol, pero en su
interior no había rastro de sus ocupantes, salvo algunos restos de sangre en el volante y en el asiento del
copiloto… (ruido parasitario)… Había agujeros de bala y cartuchos de escopeta en las paredes del
sótano… (ruido parasitario)… Un niño de seis años, un hombre de cuarenta y uno y otro de cincuenta,
una chica de dieciocho, otra de diecinueve y un chico de la misma edad y dos ancianos de setenta y
sesenta y ocho con sus respectivas esposas de sesenta y siete y sesenta y tres... (ruido parasitario)...
Phoenix, Seattle, Arkansas, Austin... (ruido parasitario)... Han venido aquí para salvarnos... (ruido
parasitario)... Estamos aquí para salvaros... (ruido parasitario)... YA ESTAMOS AQUÍ.
David Gutiérrez Díaz

Me llamo David Gutiérrez Díaz y nací un 13 de mayo de 1978 en Santander, capital de Cantabria. Llevo
escribiendo relatos y microrrelatos desde hace muchos años, concretamente desde la época de la
adolescencia, enfocados a diversas temáticas, entre las que destaca, sobre todo por cantidad, las
relacionadas con el mundo del terror, la pesadilla, las almas torturadas…

En un principio escribía para mí mismo, pero en los últimos tiempos he decidido tratar de sacar a la
luz mis historias y que así el público conozca todo lo que llevo dentro. Como resultado, he sido
publicado en la antología de relatos breves de terror relacionados con las redes sociales titulada ―Esta
noche conectaremos con el infierno‖ en marzo de este mismo año. Dicha antología se vende en formato
físico en la tienda de Amazon, y mi aportación tiene como título ―El remitente desconocido‖.

Mi bibliografía (producción literaria hasta la fecha) consta de más de 50 relatos breves, multitud de
microrrelatos y una novela corta llamada ―Osveta‖, la cual supuso un importante desafío al suponer la
salida de los estrechos márgenes que conforman las narraciones breves para experimentar la incursión
en un terreno nuevo, ignoto y, la verdad sea dicha, asaz complejo. No obstante, la experiencia ha
supuesto un espaldarazo para mí como autor, al menos a nivel anímico, ya que la consecución del reto
me ha hecho ver que hay cosas que creía imposible llevar a cabo que a la postre no lo son.

Espero que disfrutéis de mi relato ―Ya estamos aquí‖; es un orgullo mandároslo y que me podáis
leer. Y cuidado con las luces brillantes: no siempre la oscuridad encierra la esencia del verdadero terror.

PUBLICACIONES:
-Esta noche conectaremos con el infierno – El remitente desconocido (2015)
-Amores de verano – El soplo efímero (finalista de certamen) (2015)
-Bocados sabrosos V – Morfología de un crimen (2015)
-El reloj de sol – Una vida (finalista de certamen) (2015)
-IV Concurso Literario de Terror ArtGerust. Homenaje a Edgar Allan Poe – La última obra del
maestro (finalista de certamen) (2015)
-Microterrores – El mal sin forma (finalista de certamen) (2015)
Horizonte 6
El último viaje de La
Dama
de Caryanna Reuven
Horizonte 6 - El último viaje de La dama
Caryanna Reuven

El zumbido de las máquinas que reciclaban el aire apenas era perceptible en el pasillo de éxtasis, pero el
frío era intenso. Alastar se detuvo ante otro de los paneles y comprobó que todas las luces estuvieran en
verde. Verde era bueno, verde indicaba que todos los colonos que dormían en el interior de aquella
cámara estaban vivos y en buen estado de salud, que todo iría bien cuando llegara el momento de
despertar. Y ya no quedaba mucho para eso.
«Puede que una semana, puede que dos, pero desde luego menos de un mes.»
Miró la placa que llevaba en la mano con una sonrisa y marcó que todo estaba bien allí, luego se
volvió hacia el pasillo que casi había dejado atrás y asintió. Las diferentes cámaras que lo jalonaban,
cada una con su pequeño panel luminoso en la puerta, parecían aguardar expectantes en el casi total
silencio de la nave. Como bien sabía, la mayoría de las luces estaban en verde y no había ninguna
amarilla. Aunque sí alguna roja. Pero podía sentirse satisfecho; toda la tripulación que había estado
despierta durante aquel último turno, podía hacerlo. No habían perdido a nadie en los últimos dos meses
y, tras mucho esfuerzo, habían conseguido estabilizar a los que el mes pasado habían entrado en el
estado amarillo de alerta. El promedio de supervivientes al éxtasis con que llegarían a su destino no
sería nada malo, después de todo: más del 85% de los colonos habían logrado aguantar el largo viaje
desde la Tierra y estarían listos para comenzar a trabajar en cuanto los sacaran del éxtasis y pasaran por
la enfermería. Alastar volvió a sonreír sintiendo cómo los nervios aleteaban en lo más profundo de sus
entrañas.
Un nuevo planeta para la humanidad, una nueva colonia. La primera más allá del sistema solar. Si
todo salía tal y como estaba planeado durante el acercamiento y el aterrizaje, muy pronto podrían enviar
un mensaje a la Tierra dándoles las buenas noticias. Lo habrían logrado. La Dama Estelar habría
llevado a una diminuta fracción de la humanidad a casi 40 años luz de distancia y fundado un pequeño
asentamiento.
«Será pequeño al inicio, pero ya creceremos. Fundaremos ciudades, nos expandiremos. No caeremos
en los errores que se cometieron en la Tierra. Seremos como Marte… No, mejor que Marte. Tendremos
más agua y un clima más benigno; más vegetación, si las sondas que enviamos decían la verdad.»
Alastar sacudió la placa que llevaba en la mano y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta antes de
abandonar la sección de éxtasis. Descendió un par de cubiertas y encaminó sus pasos hacia el almacén
de semillas, bacterias y embriones. También allí parecía todo en orden: lo congelado seguía congelado y
lo almacenado al vacío no lo había perdido. Hasta los gusanos y los contenedores de tierra estaban en
perfecto estado. Todo parecía listo para la nueva colonia. Los animales vivos y las hembras en éxtasis,
listas para ser impregnadas con aquella preciosa carga de embriones congelados, estaban en otra sección
de la nave, pero ya había pasado por allí esa mañana y había hecho las comprobaciones oportunas. Todo
iría bien, estaba seguro.
Habría problemas, por supuesto que habría problemas. Aún no sabían cómo reaccionaría la tierra
natal del planeta HD 85512 b a sus bacterias y gusanos, o si la vegetación que encontrarían sería
comestible para los herbívoros de la Tierra. O si la fauna, bacterias y virus locales serían peligrosos
siquiera. Tenían muchas incógnitas, pero juntos lo superarían. Lucharían por ello. No podían estar más
preparados. Tenían provisiones para los cuatro primeros años, hasta que las primeras cosechas pudieran
sostenerlos, y suministros médicos para cinco. Aunque eso no sería tan crítico como la comida. El
sintetizador portátil que llevaban era fácil de montar y ensamblar, y estaría operativo en menos de una
semana tras el aterrizaje. Además, no sacarían del éxtasis a todos los colonos a la vez, sería algo
gradual. Sólo reanimarían al grueso de la futura colonia cuando pudieran mantenerla alimentada y
hubieran construido todos los edificios necesarios.
«Los primeros años serán duros. Pero nos las apañaremos bien.»
Apagó las luces del almacén y volvió a subir.
—Ahora al puente. A ver cómo va ese acercamiento —susurró a la nada—. Ojalá tuviéramos
ventanas de verdad, y no cámaras y paneles. Lo que daría por ver el planeta desde el espacio. Verlo de
verdad, no a través de una grabación.
Suspiró frustrado, aunque era consciente de que lamentarlo no cambiaría los hechos. Verlo en vivo
sería privilegio exclusivo de los tripulantes de la lanzadera que descendería una vez se colocaran en
órbita geoestacionaria en torno al planeta. Aquel pequeño grupo de astronautas, militares y científicos
sería el primero en pisar su nuevo hogar y en respirar su atmósfera. Si es que era tan respirable como las
sondas que habían lanzado sobre el planeta habían dicho, y si estaba libre de patógenos potencialmente
peligrosos para la vida humana, por supuesto. Los patógenos ambientales podían ser un problema, pero
para eso enviaban a los científicos. Analizarían el aire en su pequeño laboratorio portátil y se
asegurarían de que todo fuera seguro antes de que ninguno de ellos cruzara la atmósfera siquiera.
Solo les quedaba esperar que todo fuera tan seguro e inocuo como creían. Si no lo era…
Alastar se estremeció. No quería ni pensar en ello. Si no lo era, no podrían descender y tampoco
podrían volver a la Tierra; se quedarían allí varados y todo el programa de colonización habría
fracasado. Morirían en el espacio, sumidos seguramente en éxtasis hasta que la energía de la nave se
agotara. Antes de abandonarlo todo, enviarían un mensaje de vuelta a la Tierra, pero no llevaría consigo
las noticias que esperaban recibir en casa, sino desesperación y muerte.
Era una imagen horrible —aquella nave flotando en el espacio, llena de cadáveres en sus pequeños
nichos; fría, desierta…—, de modo que Alastar sacudió la cabeza para alejar aquellas agoreras ideas y
abrió la puerta del puente.
«Todo irá bien. Todo irá bien. Sin duda todo irá bien —se repitió a sí mismo, como si con aquel
mantra pudiera conjurar a la buena suerte.»

Olan enarcó una ceja en cuanto le vio entrar y se recostó más aún en el asiento de aceleración hasta casi
desaparecer entre sus pliegues. Había profundos cercos oscuros bajo sus ojos, y no parecía la persona
más feliz del mundo. Claro que, Olan nunca parecía la persona más feliz del mundo.
—¿Todo bien? ¿Me puedo ir a dormir? —le espetó en su habitual tono seco y malhumorado—. Aquí
no hay nada nuevo. Seguimos decelerando, Gliese brilla en el horizonte y HD-b viene a nuestro
encuentro. La trayectoria hacia su órbita no necesitará ninguna corrección hasta dentro de una semana, y
puede que ni siquiera entonces. Esos cabrones de la Tierra no lo hicieron nada mal para haberlo
planificado a cuarenta y cinco años vista, ¿verdad?
Alastar contuvo una carcajada.
—No, no lo hicieron mal, capitán. Todo está en orden en éxtasis, en cultivos, en la sección de carnes
y en las bodegas de suministros. No hay amarillos, solo verdes —añadió, sacando la tarjeta de recuento
de colonos del bolsillo de la chaqueta y tendiéndosela al otro hombre.
Olan la cogió con el ceño fruncido y la examinó detenidamente, luego enarcó sus tupidas cejas grises
y esbozó una sonrisa de medio lado.
—Al final tendremos buenos números y todo, chaval.
—Sí, capitán.
—Bien, bien, bien —murmuró, devolviéndole la tarjeta—. A dormir entonces. No me despiertes
salvo que ocurra algo grave. Que la nave explote es algo grave, que nos salgamos de órbita no —le
guiñó un ojo con un gruñido y se levantó de la silla rascándose una oreja.
―¡Maldita sea, qué sueño tengo! —añadió, ahogando un bostezo—. Quedas al mando, Al, y
recuerda: solo si la nave explota.
Olan presionó la placa de apertura de la puerta y abandonó el puente dejando a Alastar solo con sus
pensamientos. El hombre miró el reloj del panel de mandos y suspiró hastiado; tenía ocho horas de
guardia por delante. Iba a ser muy entretenido.

Un insistente pitido despertó a Alastar en medio del ciclo nocturno. Parpadeó, se frotó los ojos y se
humedeció los labios para luego tragar saliva con la cabeza todavía espesa por el sueño. Gimió y
contuvo una maldición entre dientes; le dolía el cuello de la mala postura en que se había quedado
dormido en la silla del puente de mando. No había pretendido dormirse, pero la guardia de acercamiento
a HD 85512 b había resultado más tediosa de lo habitual. De hecho, no tenía nada que hacer; todo había
sido programado hacía ya años en los ordenadores de a bordo. Él solo tenía que quedarse mirando las
pantallas de trayectoria y despertar al resto de la tripulación en caso de que ocurriera algo realmente
grave. Y el capitán le había dejado muy claro qué debía ser considerado grave y qué no: solo si la nave
explota, había dicho; lo mismo de siempre. Así que el sopor y el aburrimiento habían acabado por
vencerle.
—¿Pero qué… demonios…? —masculló, mientras el pitido aumentaba de volumen, amenazando
con despertar hasta a los colonos en éxtasis.
Alastar volvió a frotarse los ojos y miró los datos proyectados en el aire ante él. Una alarma de
acercamiento por campo de asteroides. Múltiples objetos detectados cerca de la órbita de HD 85512 b.
Trayectoria de colisión.
Aquello terminó de despejarle de golpe. Colisión.
—Que la nave explote… Maldita mierda. ¡Pues igual sí explotamos!
Con el corazón latiéndole desbocado en el pecho, Alastar activó las comunicaciones de emergencia
de La Dama y pulsó la alarma. El infernal ulular de alerta máxima inundó los pasillos, ahogando casi
por completo sus palabras.
—¡Estamos en trayectoria de colisión! Repito, ¡trayectoria de colisión! ¡La Dama Estelar ha entrado
en trayectoria de colisión! ¡Que todo el personal cualificado acuda al puente de mando! ¡Que todo el
personal autorizado acuda al control de motores de emergencia! Repito, ¡personal autorizado al puente
de mando y a control de motores de emergencia!
Alastar cerró las comunicaciones y se recostó en el asiento con los ojos desorbitados y la espalda
empapada en sudor. La alarma seguía atronando en los pasillos, bloqueando casi por completo sus
pensamientos. ¿Cómo era posible que estuvieran en trayectoria de colisión? ¿Cómo era posible que allí
hubiera un campo de asteroides que nunca habían detectado? ¡Ni siquiera las pequeñas sondas que
habían liberado hacía dos meses en dirección a Gliese habían visto nada peligroso orbitando la estrella
naranja a la distancia a la que se encontraban ahora! No tenía ningún sentido. No era posible. ¿De dónde
había salido ese campo de asteroides?
Se pasó una mano por la frente, y apretó los dientes antes de reclinarse de nuevo sobre el panel de
mandos y solicitar visual de las cámaras exteriores. Quería tener al menos algo que enseñar al capitán y
al resto de la tripulación cuando llegaran.
Las cámaras tardaron un rato en orientarse y enfocar la porción del espacio donde los sistemas de La
Dama ubicaban el extraño campo de asteroides, pero cuando lo hicieron las imágenes que le mostraron
sobre el panel de control le dejaron helado. Una miríada de objetos puntuaba el espacio. Una miríada de
objetos que destellaba de modo mortecino bajo la luz de Gliese 370. Tardó unos segundos en
comprender que lo que veía eran miles de motores encendidos orientados hacia La Dama, frenando en
el espacio, igual que ellos. Justo en trayectoria de colisión, tal y como el ordenador había anunciado.
Alastar se quedó paralizado, incapaz de reaccionar, incapaz de asimilar lo que estaba viendo. El
constante ulular de la alarma quedó de pronto amortiguado tras la conmoción que se apoderó de sus
pensamientos.
«Naves… Son… naves…»
No podía verlas con claridad porque estaban demasiado lejos todavía. Aún no podía hacerse idea ni
de la forma ni del aspecto que podían tener. Tampoco del tamaño. Pero lo que sí podía afirmar, era que
no venían de la Tierra. No con aquella trayectoria de aproximación. Venían de otro lado.
La puerta del puente se abrió a su espalda y Olan entró blasfemando entre dientes, acompañado por
el resto de la tripulación.
—¡¿Pero qué mierdas está pasando, Alastar?! ¿Qué mierda es esa de que vamos a estrellarnos?
¡¿Contra qué, si puede saberse?!
Alastar ni siquiera respondió. Se limitó a señalar la proyección que contemplaba con una mano
temblorosa. Darien, el piloto, se acercó a él con el ceño fruncido y se quedó también muy quieto en
cuanto comprendió lo que estaba viendo.
—Oh… mierda. Contra un montón… de mierda, capitán —farfulló sin apartar los ojos de las naves
que se aproximaban lentamente a ellos—. ¿Qué es… eso?
Olan escupió una nueva retahíla de maldiciones, apartó de un empujón a Darien y luego ocupó la
silla de al lado de Alastar.
—Dejad de mirar esa mierda como si fuerais idiotas. Darien, aparta a Alastar de ahí y calcúlame la
trayectoria de esas cosas. Halvor, habla con los de mecánica y avísales de que vamos a necesitar los
propulsores laterales y aumentar la velocidad de frenado en cuanto sepamos algo de la trayectoria.
Veamos si podemos esquivar esa mierda sin perder la ventana de acercamiento. Brielle, prepáralo todo
para emisión de haz de nuetrinos modulados. La Tierra tiene que saber esto. Además… además… mira
a ver si puedes establecer contacto con lo que sea se nos acerca. Busca y saca del éxtasis a cualquier
exobiólogo que encuentres. O a un lingüista matemático, ya puestos. Edda, ¿qué tipo de mierda de
motor es ese y de dónde han salido esas naves? Activa los detectores de La Dama y dame algo, lo que
sea. Alastar, haz algo útil y apaga esa maldita alarma antes de que me ponga de mal humor.
Con un gemido, Alastar se apartó del puente, antes de que Darien le diera de codazos, y apagó la
alarma para luego retroceder hasta casi la pared del fondo, donde se quedó mirando sin habla la
efervescente actividad que el descubrimiento de aquella extraña flota había desencadenado.
—Primer contacto —susurró, pero nadie prestó atención a sus palabras—. ¿Cómo era? ¿Encuentros
de segundo tipo? ¿De tercero?
Alastar bajó la vista y entrecerró los ojos, intentando recordar. Les habían dado formación al
respecto antes de embarcar, por si en HD 85512 b se encontraban con entidades biológicas que ninguna
sonda había detectado. Sin embargo, él apenas había prestado atención a aquellas clases porque nunca
había pensado que le sería de utilidad saber cómo se llamaban los diferentes estadios de un primer
contacto. Siempre había pensado que era el primer contacto en sí lo que importaba, no el nombre que se
le pudiera dar. Ahora…
—¡Oh… mierda…!
Alastar alzó los ojos cuando el terror que rezumaba la voz de Edda le sacó de su ensimismamiento.
De uno de aquellos objetos proyectados sobre el panel de control había brotado algo similar a un haz de
luz candente.
Nadie tuvo tiempo de reaccionar siquiera antes de que impactara de lleno sobre La Dama Estelar
desintegrándola y haciéndola colapsar en una masa de neutrones superdensos que se expandió por el
espacio.
El mensaje que Olan y su tripulación se disponían a enviar a la Tierra nunca fue emitido.
La extraña flota corrigió su trayectoria en torno a Gliese 370, aprovechando su campo de gravedad, y
siguió su camino hacia la Tierra.
Caryanna Reuven

Escritora novel de ciencia ficción y fantasía. Actualmente he autoeditado uno de mis relatos cortos y
cuelgo el resto de los relatos o libros que escribo en el siguiente blog.

http://guerrasdebakan.blogspot.com/

Relatos y novelas:
1. ―Elysis‖ (2015) – Relato de próxima aparición en la revista Inari.
2. ―Horizonte 6 - El último viaje de La Dama‖ (2015) - Relato.
3. ―Horizonte 6 -Encélado‖ (2015) - Relato.
4. ―Sueños Rotos‖ (2015) - Relato autoeditado.
5. ―En la oscuridad (2015) - Microrrelato.
6. ―Consciencia viva‖ (2015) - Microrrelato.
7. ―Algún día‖ (2015) - Microrrelato.
8. ―Vida y muerte‖ (2015) - Microrrelato.
9. ―Dos miradas‖ (2015) - Microrrelato.
10. ―Solo‖ (2015) - Microrrelato.
11. ―Una nueva vida‖ (2015) - Microrrelato.
12. ―Sueños de Dragón‖ (2013―2015) - Novela.

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Caos Fecal
de Narciso Piñero
Caos Fecal
Narciso Piñero

Braxton observaba la mansión de los McDermott desde su coche, aparcado a una distancia prudencial,
mientras enroscaba el grueso silenciador en su pistola y se calaba el sombrero hasta las orejas. Era más
de medianoche, de modo que las calles estaban desiertas y silenciosas, pudiéndose escuchar incluso el
sonido del viento recorriendo las calles iluminadas con tristeza por las farolas. Ese sonido, ese aullar,
relajaban a Braxton tanto como a un bebé los latidos de su madre, y lo necesitaba, puesto que en pocos
minutos estaría disparando.

Joseph McDermott, el cabeza de familia de los McDermott, había entrado en una espiral de deudas
por culpa de su ludopatía, algo muy común entre la gente adinerada, es decir: los putos vicios. El
problema era que de entre toda la gente a la que le debía dinero, había algunos muy peligrosos, de ésos
que usan armas de fuego con la misma facilidad con la que se encienden un puro después de cenarse un
filete.

Braxton estaba allí por una de aquellas personas peligrosas: el capo Emilio Sodano, su jefe, a quien
Joseph le debía una importante cantidad de dinero.

Tras muchas advertencias sin resultado positivo, Sodano decidió enviar a su matón más eficaz, el
único de sus hombres que sabía regular la fuerza bruta a usar. Los otros sicarios no controlaban la
violencia que tenían que emplear para cada trabajo, y era por eso que si Sodano ordenaba un par de
piernas rotas, sus matones terminaban por decapitar a la víctima; si ordenaba una paliza, los matones
arrojaban al río un cadáver con un tiro en la nuca, y si ordenaba unas palabras amenazantes, el
amenazado aparecía a la mañana siguiente ahorcado en la fachada de su casa con una nota de
advertencia clavada en el pecho. Eran bárbaros descerebrados, pero Braxton era diferente. Él sabía
dosificar la violencia y la agresividad al milímetro, lo cual equivale a ser un profesional. Sodano le
había encargado a Braxton que le pegase un tiro en cada rodilla a Joseph, y así sería. Nada de violencia
adicional ni ensañamiento, porque a fin de cuentas aquello debía ser una advertencia, no una ejecución.

McDermott sabía que las cosas se le estaban poniendo muy feas, así que ordenó a uno de sus
hombres que hiciera guardia toda la noche en la puerta de la cancela que rodeaba la mansión y el jardín,
de modo que aquello suponía el primer obstáculo para el matón. Braxton sacó los prismáticos para
comprobar si el vigilante seguía dentro del coche. Efectivamente, allí estaba, bien despierto, devorando
lo que parecía ser una pizza. Mientras espiaba a aquel gordinflón, no paraba de preguntarse cómo era
posible que un tipo con una mansión como aquella y podrido de dinero terminase arruinando su
existencia por culpa de los vicios. A Braxton le importaba muy poco lo que McDermott hiciese con su
vida, puesto que él estaba allí para realizar un trabajo y cobrar al día siguiente, pero le era imposible no
sentir curiosidad por las razones que habían llevado a aquel hombre de vida acomodada y bolsillos
rebosantes a hacer semejante alarde de estupidez, tirándolo todo por la borda y dinamitando lo que
podría haber sido una existencia despreocupada.

Miró su reloj. Pasaban diez minutos de las dos de la madrugada. Los McDermott ya debían estar
dormidos, así que era hora de empezar la faena. Braxton revisó su arma y, tras asegurarse de que todo
estaba en orden, salió de su coche y se acercó al del matón que vigilaba la mansión. El gordo seguía
absorto en su grasienta cena cuando Braxton dio un par de toques en la ventanilla con el silenciador
para llamar la atención del tipo, quien, sobresaltado al ver el arma apuntándole a la cabeza desde el otro
lado del cristal, dejó caer la porción de pizza que tenía entre manos. Braxton hizo un gesto para que el
vigilante se bajara del coche. Éste obedeció sin dudar lo más mínimo, sudoroso y nervioso, con las
manos en alto. Pura valentía y pelotas de acero.

—No me mate, por favor, ¿qué quiere? ―preguntó entre temblores, a punto de echarse a llorar.
Teniendo en cuenta a lo que se dedicaba, sus niveles de aguante y rudeza estaban por los suelos, siendo
solamente un gordo asustado con el que lidiar resultaba pan comido. Si Braxton le hubiese amenazado
con un palo, era más que probable que hubiese reaccionado de la misma forma.

—Ábreme la puerta de la cancela ―ordenó Braxton.

El matón sacó un puñado de llaves del bolsillo y se apresuró a abrir la enorme puerta metálica
mientras trataba de evitar que el sudor que chorreaba por su frente se le metiese en los ojos.

—¿Los va a matar? ―preguntó con la voz rota, pues temía la respuesta. Al fin y al cabo él era el
responsable de la seguridad de los McDermott, y era obvio que aquella noche no se estaba ganando el
sueldo.

—Limítate a abrir la puerta ―respondió Braxton.


La puerta se abrió con un sonido chirriante que Braxton se apresuró a detener agarrando uno de los
barrotes. Si los McDermott escuchaban abrirse la puerta a esas horas sospecharían o, como mínimo, se
asomarían para ver qué pasaba.

—Supongo que tienes la llave de la casa, ¿verdad? ―preguntó Braxton.

Cuando la llave estuvo en su poder, metió al matón en el maletero del coche tras advertirle que si
gritaba o daba golpes para que alguien le abriese, lo mataría a él y a su familia. Braxton era así de
radical a la hora de intimidar, aunque nunca cumplía ese tipo de amenazas tan rastreras e inhumanas.

Después de cruzar el jardín a paso ligero y llegar al porche, abrió la puerta con muchísimo cuidado
de no hacer ruido y entró. El interior, tal y como sospechaba, estaba oscuro, pero en la parte superior de
las escaleras que daban al segundo piso había luz, por lo que Braxton supuso que alguien estaba
despierto, y entonces subió las escaleras despacio, con el arma en la mano, colocando los pies con
cautela sobre cada escalón y deseando que no sonase alguna baldosa suelta. La casa era enorme y
cualquier sonido retumbaría como una bomba en mitad del silencio nocturno. Entonces a Braxton le
sobrevino un fuerte olor nauseabundo a agua estancada y podrida. No tenía ni idea de la procedencia de
aquel hedor, pero sospechó que era muy posible que ese fuera el motivo por el que alguien estaba
levantado. Quizá el váter se había atascado y todo el cuarto de baño estaba inundado de aguas fecales e
inmundicia, mientras algún miembro de la familia estaría tratando de limpiar aquel desastre antes de
que fuese a más.

Cuando por fin llegó al segundo piso caminó aún con más cautela, calculando milimétricamente
dónde ponía cada pie. Era necesario pillarlos a todos por sorpresa, o de lo contrario Joseph McDermott
le daría la bienvenida con una escopeta apuntándole a los huevos. El pasillo estaba totalmente
iluminado y en silencio, y el hedor era más fuerte en esa zona de la casa, pero Braxton tenía los cinco
sentidos puestos en su trabajo, así que casi no percibía el olor. El cuarto de baño fue precisamente la
primera habitación con la que se topó, pero su luz estaba apagada. Este hecho tiraba por tierra la teoría
del váter atascado que alguien trataba de arreglar, pero Braxton sentía curiosidad puesto que el
repulsivo olor parecía emanar de aquella habitación en penumbra, así que tanteó la pared con la mano
hasta dar con el interruptor de la luz. Cuando el cuarto de baño estuvo iluminado, Braxton dio un salto y
apuntó con su arma hacia todas partes, igual que un acto reflejo, sorprendido, asqueado y asustado.
Todo a la vez. El váter estaba destrozado y sus pedazos repartidos por toda la habitación. De hecho,
Braxton descubrió que estaba pisando algunos de ellos. Tal y como sospechaba, el suelo estaba
encharcado de agua sucia, llena de heces, orina y otros elementos irreconocibles pero igualmente
asquerosos. Extrañamente, las paredes y el techo estaban manchados con la misma porquería que
inundaba el suelo, dando la sensación de que el váter no sólo estaba roto, sino que algo lo había hecho
explotar, salpicando en todas direcciones. Braxton no soportó más aquella repulsiva imagen que,
acompañada del intenso hedor, casi le hace vomitar, de modo que dio unos pasos atrás y se alejó del
cuarto de baño pensando en lo raro que resultaba que no hubiese nadie levantado limpiando aquel caos
fecal. ¿Era posible que no hubiesen escuchado el estruendo del váter volando en pedazos? Sí, puede que
aquella familia no poseyera un gran oído, pero, ¿y el hedor? Eso sí debería haberlos despertado, pero
todo apuntaba a que no había sido así.

El sicario abrió con delicadeza la puerta de la siguiente habitación con la que se topó en el pasillo. Se
trataba del cuarto de los niños, sin embargo allí no había nadie, ni niños ni adultos; la estancia estaba
vacía y desordenada, con las dos camas deshechas y ¿manchadas? A Braxton le pareció ver unos
extraños brillos en las sábanas y colchas, así que entró y encendió la luz estando bien seguro de que allí
ocurría algo fuera de lo normal. Las dos pequeñas camas estaban empapadas con una especie de baba
espesa y pegajosa que goteaba con pereza hasta el suelo, formando pequeños y compactos charcos
alrededor de las camas.

Para cuando Braxton quiso salir de allí como alma que lleva el Diablo, algo se había parado frente a la
puerta, bloqueando la salida, y fuera lo que fuese le estaba observando. Aquello era una especie de
montículo rosado, similar a un cerebro, de casi dos metros de altura. Daba la impresión de ser un
palpitante montón de miles de lombrices encerradas en una fina membrana viscosa, sostenido por un
puñado de tentáculos cuyo aspecto brillante y húmedo recordaba a los intestinos.

Braxton lo contempló anonadado, casi hipnotizado, sin poder reaccionar ante semejante visión.
Escudriñó la grotesca anatomía de la criatura, que carecía de ojos, boca o cualquier tipo de orificio por
el que ver, comer o escuchar, y nada apuntaba a que aquella cosa pudiese resultar peligrosa, pero
Braxton cambió de opinión cuando el ser, en un abrir y cerrar de ojos, lanzó dos de sus tentáculos con
un sonido cortante y los pegó en el suelo, a pocos centímetros de sus pies. Después, esos tentáculos
arrastraron el cuerpo del monstruo y lo situaron justo frente a Braxton, que hizo ademán de retroceder
pero no pudo; uno de los tentáculos se había enrollado con fuerza en su brazo y tiraba de él hacía el
viscoso montículo rosado que cada vez palpitaba con más ansiedad y furia, incluso parecía emitir una
especie de tenue y ahogado gemido. El cargador de la pistola que Braxton empuñaba en su mano libre
se vació dentro de la criatura. En pocos segundos ésta estuvo llena de agujeros y de una especie de
sangre amarillenta y semitransparente, pero no se derrumbó.

—¡Socorro! ―gritó Braxton con desesperación, esperando que alguien acudiese a ayudarle, pero
nadie respondió.

Entonces, antes de que las demás extremidades del monstruo le inmovilizaran por completo, agarró
el tentáculo que se aferraba a su brazo y le dio un tirón fuerte y seco, consiguiendo arrancarlo de raíz.

Entre chorros de sangre amarilla, Braxton se alejó del monstruo y corrió hacia la puerta, aunque por
el rabillo del ojo vio cómo el ser se giraba para no perderle la pista a su presa.

Volvió a pasar junto al caótico cuarto de baño, fijándose en que del agujero en que se había
convertido el lugar donde estuvo el váter asomaban unos tentáculos similares a los del engendro que le
seguía. Las repugnantes y brillantes extremidades se agitaban violentamente de un lado a otro como
serpientes decapitadas, palpando el suelo y buscando algo a lo que asirse para sacar el resto del cuerpo
de aquel agujero inmundo. Aquello abría la peligrosa posibilidad de que en breve hubiese más seres
pululando por la casa.

La atención de Braxton se desvió cuando escuchó las pisadas húmedas y pegajosas del monstruo que
le había atacado en el cuarto de los niños. Se acercaba por el pasillo con torpeza, manteniendo el
equilibrio a duras penas. Algunos de sus tentáculos tenían que apoyarse en las paredes para no caerse,
pero seguía avanzando impasible, goteando sangre y palpitando.

Braxton pensó en recargar su arma y volver a dispararle, pero era una idea absurda. Lo más
inteligente era correr, bajar las escaleras hasta el gran recibidor y salir por donde había entrado, y
teniendo en cuenta la poca velocidad a la que se movía el monstruo, iba a resultar difícil no conseguir
escapar de aquella pesadilla.

Bajó las escaleras mientras recargaba el arma, por si acaso, y una vez estuvo en el recibidor volvió la
vista atrás y vio al monstruo en lo alto de las escaleras, tanteando cuidadosamente con los tentáculos el
borde de los escalones, buscando la forma de bajar; parecía que no sabía cómo hacerlo. En otro
momento, Braxton se habría reído ante aquella patética escena, pero lo cierto era que estaba aterrado, y
lo único que deseaba era salir de allí lo antes posible, montar en su coche e irse.
Sin embargo, algo había fallado; un error de cálculo y lógica nefasto en el que el matón no pensó
hasta que salió de la mansión y se topó cara a cara con Joseph McDermott, quien le estaba apuntado a la
cabeza con un revólver. El cañón del arma frenó la huida de Braxton en seco y, por qué no decirlo, le
dejó con cara de imbécil.

McDermott no estaba en casa cuando Braxton entró, sino que acababa de llegar de Dios sabía dónde;
¿un casino? ¿Una timba de póker? Era un ludópata y aquellas eran las horas adecuadas, así que
cualquier opción era válida.

¿Cómo no había pensado Braxton en la posibilidad de que Joseph, en vez de estar en casa con su
familia, estuviese en algún antro malgastando el dinero?

Un simple desliz, nada más. Un detalle que se pasa por alto y termina desencadenando la muerte de
alguien… o la propia.

Braxton sabía cuál iba a ser la reacción de McDermott al ver a un extraño salir de su casa en mitad
de la madrugada y con un arma humeante en las manos, así que se preparó. Ambos hombres se miraron
durante un instante. Uno de ellos tenía dibujada la resignación en la cara; el otro, la ira.

—Que disfrutes de tu familia, hijo de puta ―dijo Braxton, intentando tener la última palabra.
Lanzando un ataque que le permitiese morir como un cabrón y no como un patoso despistado.

McDermott le disparó dos veces en la cara. Las balas atravesaron el cráneo e impactaron en la
puerta, dejando allí una mancha de sangre y un par de agujeros. Se guardó el arma y entró corriendo en
la casa llamando a gritos a su mujer e hijos.

Por la mañana temprano, a eso de las siete, alguien denunció la presencia de un cadáver en el jardín de
la mansión. Además del cuerpo de Braxton, la policía encontró al guardaespaldas de los McDermott
encerrado en el maletero de su coche, medio asfixiado. Pero ni rastro de la familia. Todos habían
desaparecido de la noche a la mañana. Sin embargo, lo que más inquietaba a la policía era el líquido
viscoso y las manchas amarillas que podían encontrarse por toda la casa; en la pared, el techo y el suelo,
por no hablar del deplorable estado del cuarto de baño.

Varios días después, las pistas llevaron a la policía a continuar la investigación en las cloacas de la
ciudad, pero esa es otra historia.
Narciso Piñero

Mi biografía literaria es pobre pero entusiasta. Llevo desde los trece años escribiendo relatos de corte
terrorífico o con argumentos creados alrededor de una chorrada (me niego por orgullo a desvelar la
trama del primer relato que escribí en mi vida), y ya son varios blogs los que cargo a mis espaldas,
aunque sólo he mantenido a flote el que actualmente tengo, Motivos para Levantarse, cuya temática
se centra en el cine, el cómic, la literatura y algunas divagaciones que de vez en cuando se me pasan por
la cabeza.
Hace un año aproximadamente recopilé los relatos más dignos que había escrito y realicé mi primer
libro, la antología Sangre en la pared. Uno de los relatos incluidos en el libro fue adaptado a
cortometraje por el director malagueño Ángel Gómez Hernández allá por el lejano 2007.
Actualmente me encuentro escribiendo lo que quiero que sea mi primera novela, La destrucción de
Claudia, una historia detectivesca sobre snuff movies, remordimientos y venganza.

Blog Motivos para Levantarse


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Sangre en la pared (descarga gratuita)


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Asteroide 9
de David Sanz Requena
Asteroide 9
David Sanz Requena

El mayor H. G. Andrews se aferraba con fuerza a los mandos de la nave, sentado a su lado el teniente
J.J. Smith acababa de perder el conocimiento por el efecto de la fuerza de aceleración en la reentrada. El
mayor sabía que el ángulo de descenso no era el adecuado y ello podría hacerles arder por la fricción
contra la atmósfera. Los desperfectos sufridos en la nave días antes les impidieron reprogramar el
computador con los cálculos correctos para efectuar la reentrada de forma automática, y ahora, al
intentar hacerlo de forma manual, las pocas horas de entrenamiento que había pasado frente al
simulador no parecían suficientes para afrontar la dificultad que suponía aquel tipo de reentrada. El
entrenamiento de los astronautas incluía ejercicios para que todos pudieran hacer las funciones de los
demás en caso de emergencia.
En estos momentos el asustado mayor intentaba recordar aquellos ejercicios con el simulador
mientras echaba rápidos vistazos a uno de los pequeños monitores en blanco y negro de su consola de
navegación. Una imagen llena de interferencias le ofrecía la visión de una cámara de vigilancia situada
frente a una cápsula de hibernación, a través de un pequeño cristal, a la altura de la cabeza, se podía
adivinar el rostro inmóvil y con los ojos cerrados de un hombre. Debajo, otro pequeño monitor
mostraba unos gráficos serpenteantes con las constantes vitales del hombre de la cápsula, era su
compañero, elcapitán F. Thompson, piloto de la nave en esta misión.
Desde la base, situada al este del estado de Arizona, en una zona montañosa y aislada cerca de la
frontera con el estado de Nuevo México, le estaban dando al mayor las últimas instrucciones para que
pudiera efectuar la reentrada de forma manual cuando de repente se cortó la comunicación. La
velocidad que estaba alcanzando la nave habría arrancado la antena e interrumpido la señal. Ahora, sin
la ayuda de sus compañeros y sin comunicación con la base, tendría que ocuparse él solo del aterrizaje.
Las luces y los botones de la consola no paraban de parpadear, a cada sacudida una nueva luz de
emergencia se encendía, los relojes de navegación parecían haber enloquecido dando vueltas sin parar,
y varías alarmas acústicas se mezclaban con el atronador sonido de la fricción de la atmósfera contra el
casco de la nave. Andrews tenía los brazos doloridos por las fuertes vibraciones de los mandos que de
ninguna manera se podía permitir soltar. Estaba empapado en sudor por el esfuerzo, aunque cuando
miró el indicador de temperatura se dio cuenta de que el interior de la cabina se estaba convirtiendo en
un horno. A través de las pequeñas ventanillas que daban al exterior vio un resplandor anaranjado y
poco a poco aparecieron oscilantes llamas que fueron envolviendo la nave desde la parte delantera. La
excesiva fricción hacía que la nave se estuviera convirtiendo en una estrella fugaz atravesando el cielo
nocturno de la Tierra.
Luchando por no perder el conocimiento, su mente empezó a divagar recordando cómo habían
llegado hasta aquella situación, todos los extraños acontecimientos vividos durante los últimos meses
afloraban ahora en su cabeza. Se recordó a sí mismo sentado en el sofá de su casa revisando el correo
del día, su esposa preparaba la comida en la cocina, el aroma a pastel de carne inundaba la casa, de
fondo se escuchaba el sonido del televisor emitiendo el programa ―The Twilight Zone‖. Habiendo
separado la publicidad de las facturas, quedó en sus manos un último sobre, al ver el logotipo impreso
en uno de los lados notó un calambre en el estómago, la respuesta de la NASA había llegado. Con
manos temblorosas rasgó el sobre, sacó la carta y empezó a leer, luego la dejó caer al suelo entre sus
piernas, se levantó y se dirigió hacia el porche de la entrada, lo habían rechazado. Encendió un cigarrillo
y apoyado contra la barandilla se quedó mirando la bandera que oscilaba con la suave brisa de la tarde
con la mirada perdida entre las barras y las estrellas. De repente el ruido de la puerta de un automóvil al
cerrarse le hizo bajar la mirada, del Cadillac Sedan negro del 59 aparcado en la acera de enfrente se
habían bajado dos hombres. Cruzaron la calle con paso firme hacia su casa, uno de ellos vestía traje
negro, sombrero y llevaba gafas redondas de fina montura metálica, el otro, más joven, vestía uniforme
militar; teniente del ejército del aire, adivinó Andrews cuando lo tuvo más cerca. Se detuvieron en el
césped delante del porche sin subir los tres escalones que los separaban del mayor, entonces el joven del
uniforme empezó a hablar:
―Mayor Andrews, permítame que me presente, soy el teniente J.J. Smith ―dijo mientras hacía el
saludo militar. El mayor le devolvió el saludo de mala gana―. Y este es el profesor Hans W.
Branderburg de la universidad de Tucson, Arizona.
―Encantado mayor Andrews ―dijo el profesor con un marcado acento extranjero. El mayor le
saludó con un simple movimiento de cabeza.
―Hemos oído rumores de que su tercer intento de entrar en la NASA ha sido, digamos, desestimado
―dijo el teniente.
―Vaya, al parecer las noticias vuelan ―respondió Andrews.
―Nuestras fuentes de información son muy eficaces en ese aspecto, mayor ―prosiguió el
teniente―. Hemos estudiado su historial y seguido su carrera durante los últimos años y créame, es
usted uno de los mejores oficiales científicos de este país y sus estudios en el campo de la biología son
dignos de admirar. En la NASA han cometido un gran error usted, en cambio en nuestra agencia
tenemos otros valores en cuenta en nuestro proceso de selección…
―¿Su agencia? Aparte de sus nombres y sus bonitos halagos, aún no he tenido el placer de conocer
la agencia para la que trabajan ―interrumpió Andrews.
―Digamos que trabajamos para una agencia vinculada con el gobierno de manera extraoficial, no
tenemos nombre ni nadie debe conocernos, eso es todo lo que necesita saber por el momento ―Smith
sonrió―. Pero esto no debe preocuparle, cuando se encuentre en nuestras instalaciones le iremos
informado de todo a su debido tiempo.
―¿En sus instalaciones? Aún no he aceptado trabajar para ustedes, ni creo que lo haga, tanto
misterio me da muy mala espina ―dijo el mayor.
―Si quiere darle un empujón a su carrera debe confiar en nosotros. En este sobre encontrará
información más detallada ―el teniente extrajo un gran sobre marrón de un maletín―. Además
contiene algo que puede ayudarle a cambiar de opinión, nuestras fuentes de financiación no escatiman
en gastos cuando ven una buena inversión. Piense en su familia, en los gastos del hogar, ¿cuál es el
sueldo de un mayor del ejército?―con otra de sus interminables sonrisas el teniente le tendió el sobre.
El mayor Andrews dudó un instante pero finalmente alargó la mano y lo cogió. El teniente se cuadró,
hizo el saludo militar y se volvió hacia el coche. El profesor, que había permanecido en silencio durante
la conversación, hizo una pequeña reverencia cogiéndose el sombrero a modo de saludo:
―Que tenga usted un buen día mayor Andrews ―dijo arrastrando las erres con su marcado acento
extranjero.
Ocho meses después el mayor Andrews se encontraba sentado boca arriba y amarrado con gruesos
cinturones de seguridad al asiento del oficial científico de la nave X-Wing IV situada en la plataforma
de lanzamiento. Las instalaciones, situadas en un lugar secreto de una zona montañosa de Arizona,
contaban con los mayores avances científicos y tecnológicos que la humanidad hubiera conocido hasta
el momento, todo ello ideado y dirigido por el profesor Hans W. Branderburg, artífice del ingenioso
motor de propulsión híbrido de fusión fría. Ese motor equipaba a la más moderna nave espacial
construida hasta la fecha, en ella se encontraban junto al mayor, el teniente J.J. Smith sentado en el
asiento del copiloto y a su lado el capitán F. Thompson, piloto de la misión. El rugido del motor
quedaba amortiguado por las escafandras de metacrilato que llevaban puestos los astronautas, dentro de
las cuáles tenían acoplada una radio para poder comunicarse entre ellos y con el centro de control. En
ese mismo instante los tres ocupantes de la nave permanecían en silencio escuchando por el micrófono
de sus escafandras la cuenta atrás para el lanzamiento. Cuando el técnico del puesto de control llegó a
cero el motor rugió con todas sus fuerzas y la nave empezó a elevarse, los hombres notaron una gran
presión que los aplastaba contra sus asientos mientras todo temblaba a su alrededor, fue entonces
cuando el mayor perdió el conocimiento.
Cuando abrió los ojos vio que sus compañeros ya no ocupaban sus asientos y la nave había dejado de
temblar, se desabrochó el cinturón de seguridad y su cuerpo empezó a elevarse en el aire. Aunque se
había entrenado para esto, la situación era de lo más extraña, empezó a flotar sin control por la cabina
golpeándose con su escafandra contra el techo y las paredes hasta que por fin consiguió aferrarse a un
lado. Entonces entraron sus compañeros, empezaron a hablarle haciendo gestos con los brazos, pero él
no podía oírlos, se dirigieron hacia él y entre los dos le quitaron la escafandra.
―Ahora no la va a necesitar ―le dijo el teniente poniendo la escafandra dentro de un armario―.
Pero necesitará las botas magnéticas si no quiere pasarse el resto del viaje flotando por aquí dentro ―le
tendió un par de pesadas botas que sacó de otro armario.
El mayor, más aliviado, le dio las gracias y mientras sus compañeros lo sujetaban, se puso las botas
magnéticas. El suelo de la nave estaba fabricado con un material plástico con incrustaciones de metal
para que las botas quedaran adheridas, simulando así una falsa sensación de gravedad para que los
hombres pudieran moverse con comodidad.
El objetivo de la misión era alcanzar el ―Asteroide 9‖, un gigantesco bloque de roca que estaba
atravesando el sistema solar. Tendrían que estudiarlo con detalle y recoger algunas muestras para
llevarlas de vuelta a la Tierra. Con una duración de dos semanas, tardarían seis días en alcanzar el
asteroide, permanecerían dos días posados sobre su superficie para estudiarlo y emplearían otros seis
días en la vuelta a casa.
La primera semana pasó con normalidad, los astronautas tenían unos horarios de trabajo y descanso
parecidos a los que pudieran tener en la Tierra, levantarse, desayunar, ejercicios en el simulador de
gimnasio y luego trabajar en el gran computador. Este computador ocupaba un habitáculo entero de la
nave y tenía un sistema especial de refrigeración para evitar su sobrecalentamiento puesto que consumía
una ingente cantidad de energía. El nuevo motor híbrido de fusión fría del profesor suministraba toda la
energía necesaria para que pudiera realizar miles de cálculos por segundo. El computador disponía de
decenas de cintas magnéticas rodando sin descanso y de cientos de clavijas y botones retro―iluminados
en una moderna consola de programación. Los resultados eran codificados en unas tarjetas perforadas
de plástico que se clasificaban y archivaban en contenedores especiales. Además, el mayor Andrews,
como científico, disponía de un laboratorio para analizar las muestras que recogerían del asteroide,
buscar nuevos materiales e incluso posibles restos orgánicos.
Los hombres se acostumbraron a esta especie de rutina hasta que al llegar al séptimo día una alarma
los puso en estado de alerta. Era la señal de aproximación al asteroide, en una hora deberían tomar los
controles manuales y realizar la maniobra de descenso y aterrizaje. El capitán y el teniente ocuparon sus
puestos de piloto y copiloto, contaban con tres pequeñas ventanillas para ver el exterior y la ayuda de un
sonar que les mostraba el perfil rocoso del asteroide. El mayor Andrews, sentado en la parte de atrás, no
disponía de ninguna ventanilla en su ángulo de visión, tendría que contentarse con el monitor de siete
pulgadas de su consola que le devolvía la imagen llena de interferencias de una de las cámaras de vídeo
situadas junto a la puerta de salida, al lado de los trenes de aterrizaje.
La maniobra comenzó, los astronautas se ataron a sus asientos y se pusieron las escafandras. La nave
comenzó a temblar y el mayor notó como descendían, el monitor solo mostraba interferencias, cerró los
ojos y confío en la habilidad de sus compañeros a los mandos de la nave. Al cabo de unos minutos los
temblores fueron disminuyendo hasta que notó una fuerte sacudida, los anclajes se habían fijado en el
suelo del asteroide, luego el silencio. Todavía con los ojos cerrados, el mayor oyó un zumbido dentro de
su escafandra y luego la voz del capitán por el micrófono:
―Señores, pueden desabrocharse los cinturones, hemos llegado.
Estuvieron unas horas haciendo comprobaciones y asegurándose de que la nave no había sufrido
ningún daño en el aterrizaje, luego se prepararon para la primera salida. Según el protocolo, al menos
uno de ellos debería permanecer siempre en el interior de la nave controlando a sus compañeros con las
imágenes que les ofrecían las cámaras exteriores, así como los niveles de oxígeno de sus trajes, que
estaban unidos a la nave por unos largos tubos para su suministro. Estos tubos limitaban los paseos a
unos sesenta metros alrededor de la nave, pero eran más que suficientes para realizar los experimentos y
recoger las muestras que necesitaban.
Los dos días en el asteroide transcurrieron según lo previsto, recogidas todas las muestras,
recopilados los datos y hechas todas las mediciones, estaban realizando la última salida para recoger
unas últimas muestras y herramientas el teniente Smith y el capitán Thompson. El mayor se encontraba
frente a las pantallas vigilando sus movimientos cuando vio como al teniente Smith se le cayó un
cilindro que contenía muestras por una cuesta, empezó a rodar y acabó cayendo por una grieta.
―¡Diablos! ―exclamó―. Venga Thompson ayúdeme a recogerlo.
―Creo que tendrán suficientes metros de tubo para llegar, pero vayan con cuidado ―dijo Andrews
por el micrófono―. Los estaré observando por la cámara tres.
―Parece que la grieta es demasiado profunda, no llegaremos hasta el cilindro ―dijo Thompson
cuando se asomaron.
―Creo que lo veo allí en el fondo ―dijo Smith―. Pero esperen, me encuentro un poco mareado,
debe ser el oxígeno. Andrews, ¿puede ir al compartimento de salida y comprobar mi bomba de oxígeno,
por favor?
―Aquí los controles me indican que los niveles son normales ―dijo Andrews―. Iré a comprobarlo
de todas formas. Les voy a perder de vista unos minutos pero les estaré escuchando por el interfono de
la nave.
El mayor salió de la cabina de control y se dirigió al compartimento de salida donde estaban las
bombas de presión del oxígeno, mientras, escuchaba la conversación de sus compañeros por los
altavoces.
―Teniente, deberíamos dejarlo, tenemos suficientes muestras―dijo Thompson.
―Un momento… ¡Rayos! ¿Lo ha visto? ¡Allí, en el fondo! ―exclamó el teniente.
―No veo nada ―dijo Thompson.
―Acérquese más, algo se ha movido en el fondo de la grieta, mire… ―dijo Smith.
El mayor Andrews estaba llegando al compartimento de salida escuchando asombrado la
conversación de sus compañeros cuando de pronto oyó un grito y ruido de golpes y confusión. Llegó al
compartimento, echó un rápido vistazo a las bombas y volvió corriendo a la cabina de control para
averiguar qué pasaba, entonces escuchó:
―¡Ha caído! ¡El capitán Thompson ha caído por la grieta! ―dijo Smith―. Ha quedado colgando
por el tubo de oxígeno. Tengo que subirlo.
Cuando el mayor llegó hasta los monitores vio como el teniente tiraba del tubo para subir a su
compañero. Cogió entonces el micrófono:
―¡Smith, necesita ayuda, voy a ponerme el traje y salgo hacia usted!
―¡No! ―exclamó el teniente―. Recuerde el protocolo, debe permanecer en la nave. Ya casi lo
tengo, aquí hay poca gravedad y podré llevarlo yo solo.
―¿Cómo se encuentra? ―preguntó Andrews.
―Está inconsciente, pero… ¡Dios mío, creo que tiene rasgado el traje!
―Dese prisa, prepararé el botiquín y la máscara de oxígeno.
El capitán Thompson estaba ahora tumbado sobre una camilla en la pequeña enfermería de la nave,
le habían colocado la máscara de oxígeno y los electrodos para conocer sus constantes vitales. Estaba
vivo pero su pulso y respiración eran muy débiles. Tenía una gran mancha negra y viscosa en el traje, a
la altura del abdomen, justo en mitad de la mancha era por donde se había rasgado el traje.
―Es muy extraño ―dijo el mayor tomando una muestra de la materia viscosa con unas pinzas―.
Tendremos que quitarle el traje por si ha penetrado, ayúdeme teniente.
Entre los dos hombres le quitaron el traje y vieron como el abdomen del capitán había adquirido una
tonalidad grisácea, además, parecía que a simple vista se estaba haciendo cada vez más oscura y se iba
extendiendo por todo el cuerpo.
―Nunca he visto nada igual ―dijo el mayor asustado―, no se me ocurre nada para ayudarle, desde
luego no con los medios con los que aquí contamos.
―Tengo una idea ―dijo el teniente―. En la bodega de carga llevamos una cápsula de hibernación,
es un prototipo diseñado por Branderburg para futuros viajes interestelares. Podemos conservar a
Thompson allí dentro durante el viaje de vuelta y en la base sabrán qué hacer con él.
―¿Cómo es que yo no conocía la existencia de esa cápsula? ―preguntó Andrews un tanto
enfadado―. De todas formas no creo que sea una buena idea llevarlo a la Tierra, no sabemos a qué tipo
de contaminación nos enfrentamos. Deberíamos comunicarnos primero con la base para que nos digan
cómo actuar.
―Voy a establecer contacto―dijo el teniente Smith dirigiéndose a la cabina.
El mayor Andrews puso la muestra que había recogido dentro de una probeta y la cerró para
estudiarla más tarde. Volvió al lado de Thompson para comprobar como seguía, empezó a comprobar
su pulso cuando oyó por el interfono de la nave una voz con un acento muy familiar, era el profesor
Branderburg desde la Tierra:
―Señores, después escuchar la explicación del teniente Smith sobre los hechos acontecidos deberán
proceder de la siguiente forma: meterán al capitán dentro de la cápsula de hibernación, es la única forma
de que sobreviva, les aseguro que es completamente segura. Luego abandonaran el ―Asteroide 9‖
inmediatamente y regresaran a la Tierra. Además, como el teniente conoce mejor el funcionamiento de
la nave y tiene más experiencia, lo pongo al mando de la misión. Suerte.
Los dos hombres metieron al capitán en la cápsula y emprendieron el viaje de regreso. Sentado
Smith en el puesto del piloto y Andrews a su lado, iniciaron las maniobras para abandonar el asteroide.
Todo marchaba según lo previsto hasta que en el momento del despegue, cuando empezaron a elevarse,
la nave se precipitó hacia uno de los lados chocando contra unas rocas, quedando casi tumbada y con el
motor a toda potencia pero sin moverse. Las alarmas empezaron a sonar, el teniente Smith no sabía
cómo actuar, y fue entonces cuando el mayor se dio cuenta de lo que pasaba, era uno de los anclajes de
la nave, el teniente se había olvidado de soltarlo y todavía permanecían enganchados al suelo. El mayor
alargó el brazo y logró pulsar el botón de desenganche, la nave se soltó y pudieron salir por fin del
―Asteroide 9‖.
―Sin comentarios Andrews, esto no ha pasado, recuerde quien está al mando ahora ―dijo Smith
frustrado por haber actuado mal―. Vaya a evaluar los daños.
―No se preocupe, señor ―dijo Andrews conteniéndose.
El mayor pudo comprobar que el casco de nave estaba bien pero el computador había resultado
seriamente dañado, podrían volver a casa pero la reentrada a la atmósfera la tendrían que hacer de forma
manual.
Durante el regreso los dos hombres apenas se dirigieron la palabra. El mayor pasó la mayor parte del
tiempo analizando la extraña muestra de material viscoso y realizó descubrimientos asombrosos. Al
parecer aquella sustancia estaba viva, sin duda se trataba de un ser extraterrestre compuesto por miles
de microorganismos que se comportaban como un único individuo. Se comunicaban entre ellos incluso
separándolos con un bisturí. ¿Cómo se comportarían entonces dentro de un cuerpo humano? Prefirió no
comentar nada con el teniente ni con la base, estos últimos días había reflexionado atando algunos
cabos y algo parecía no encajar en la misión.
Ahora, en la reentrada, sentado a los mandos del asiento del copiloto, una sacudida lo devolvió a la
realidad, Smith continuaba inconsciente y la radio seguía sin funcionar. La nave se había convertido
prácticamente en una bola en llamas, pero el casco aguantaba. Cuando llegó a la altitud adecuada, el
mayor pulsó los botones de encendido de los motores auxiliares de frenado y empezó a notar la
desaceleración, las llamas cesaron y pudo ver el cielo azul por las ventanillas. Al cabo de unos minutos
y ayudado por enormes paracaídas para amortiguar el descenso, pudo por fin aterrizar la nave.Camiones
de bomberos y ambulancias rodearon la nave, también un Cadillac Sedan negro del 59. Cuando a través
de la ventanilla vio al profesor Branderburg bajarse del coche, el mayor se desabrochó el cinturón y
salió disparado hacia la salida de la nave sin pararse siquiera a ver como estaba el teniente.
Cuando estuvo fuera, la sensación de gravedad real lo desestabilizó y se sintió mareado, tuvo que
detenerse para no caer, entonces el profesor llegó a su lado.
―¡Mi querido mayor Andrews! ¡Le felicito por su exitoso aunque brusco aterrizaje! Veo que mi
nave ha quedado muy dañada pero creo que el viaje habrá valido la pena ―dijo esto arrastrando las
erres incluso más de lo habitual―. Tal como acordamos en su contrato, a partir de ahora prescindiremos
de sus servicios, mi secretario le hará entrega de sus honorarios, adiós mayor Andrews ―dijo dejando
al mayor a un lado y dirigiéndose hacia la nave―. Vamos a ver cómo está el capitán Thompson,
procedan ya a descargar la cápsula de hibernación.
―¡Espere un momento, profesor! ―el mayor se había recuperado―. Ahora sé cuál ha sido el
verdadero propósito de esta misión, ustedes sabían desde el principio lo que se escondía en el asteroide
y creían que la única forma de conseguirlo era trayéndolo a la Tierra dentro del cuerpo de uno nosotros.
―Mayor, no deja usted de asombrarme, ¿puede decirme cómo ha llegado a esa conclusión? ―dijo
volviéndose el profesor.
―Cuando el teniente estaba fuera de la nave con el capitán, intentando recuperar un cilindro de
muestras que seguramente dejó caer él mismo, me pidió que comprobara su tubo de oxígeno, para ello
tenía que abandonar mi puesto en los monitores y dejar de verles durante un par de minutos, fue
entonces cuando el capitán cayó por la grieta, o cuando el teniente lo empujó. No puedo probarlo y
tampoco el capitán nos podrá dar la respuesta, pero la bomba de oxígeno del teniente funcionaba a la
perfección, sé que fue una excusa para quitarme del campo de visión. Lo tenían todo previsto, incluso la
cápsula de hibernación ¡Necesitaban un cuerpo humano para transportar la sustancia y utilizaron a
Thompson! He investigado esa sustancia, no sabemos a lo que nos enfrentamos, ¡no sabemos cómo se
comportará el capitán fuera de la hibernación!
―Muy bien mayor, es usted más listo de lo que pensaba, pero nunca podrá probar nada. Piense que
oficialmente todo esto no existe, y piense en su familia, ¿no querrá que les pase nada, verdad? Adiós
mayor Andrews, ¡llévenselo!
Dos guardias armados bajaron de un todoterreno, lo empujaron al asiento de atrás y se lo llevaron de
allí. Mientras dejaban atrás las instalaciones, el mayor palpó distraídamente uno de los bolsillos
interiores de su traje y notó el tacto de una probeta hermética, en su interior guardaba escondida una
pequeña muestra de aquel extraño ser.
David Sanz Requena

La afición a la lectura y escritura me viene desde pequeño, cuando leía todo lo que se ponía a mi
alcance, todo, incluso los ingredientes escritos en los laterales de las cajas y botes de comida cuando
estaba en la mesa. Mis obras literarias de aquella época se basaban principalmente en redacciones
escolares y algún diario. Luego sufrí una larga época de escasez creativa que mantuve ocupada en el
placer de la lectura, pero fue cuando descubrí mi otra gran pasión cuando volví a coger el lápiz.
Mi otra gran pasión, muy ligada también a la literatura, son el cine y las series, ¿géneros?, pues los
mismos que disfruto con la lectura, todos en general y ninguno en particular, aunque reconozco que no
me atrevo con la novela romántica, no me siento todavía preparado. Pues bien, el origen de la
recuperación creativa tuvo lugar cuando un buen día, con mi hermano y unos amigos, decidimos rodar
un corto. Para hacerlo necesitábamos un guión y también a alguien que lo escribiera, y así fue como
empecé de nuevo en la escritura.
De entre varios guiones escritos llegamos a rodar dos, el primero titulado ―Un día al parc‖ y otro de
animación llamado ―Cipriano el marciano‖. ―Un día al parc‖ fue presentado y seleccionado en dos
concursos hace varios años.
Después de aquello empecé a escribir relatos cortos y microrrelatos, la mayoría para concursos
literarios en internet convocados por editoriales o blogs, algunos de ellos han sido publicados en dichos
blogs e incluso en alguna edición digital. Llevo varios años con esta afición y de momento no he decido
todavía dar el paso a la novela, aunque es una de mis metas para un futuro próximo y espero que no
demasiado apocalíptico.
Algunos relatos finalistas en concursos que han sido publicados en papel:

―Un nuevo rumbo‖ en una antología de narrativa, editorial: Letras con Arte

―Criminal o policía‖ en el libro ―150 relatos de novela negra‖, editorial: ArtGerust

―Frío‖, en el libro ―Bocados sabrosos‖, editorial ACEN.

―Delicioso bocado‖, en el libro ―Vidas en silencio‖, editorial DONBUK.

―El manuscrito‖ en el libro ―Noviembre oscuro‖, editorial ArtGerust.

―Emigrante‖ en la ―Antología de hipermicroficción narrativa‖, editorial COMOARTES (pendiente


de publicar).
La venganza de los
vampiros miopes
de Yersey Owen
La venganza de los vampiros miopes
Yersey Owen

Transilvania, una región localizada en el centro de la actual Rumanía y rodeada por los montes Cárpatos
como una pared, fue testigo del origen de una de las mayores leyendas que se recuerdan. Él había
protegido Transilvania de cualquier amenaza. Obligó a prisioneros turcos a construir el Castillo de
Poenari, su verdadero hogar, y no el Castillo de Bran como se creía. Poenari era una imponente
fortaleza que guardaba la entrada desde la ciudad al Valle de Arges, y que en la actualidad había
quedado como mero punto turístico.
Él, aquel por el que muchos habían temblado solo con escuchar su nombre; aquel que hizo historia
con sus acciones… había sido espectador, bajo las sombras, de cómo los humanos reducían su leyenda a
simples cuentos y fábulas con los que asustar a los niños; con los que divertirse a través de diversos
medios como la literatura, el cine o la televisión. Él, tuvo que esconderse durante cientos de años de los
humanos. Hasta ahora.
—Mañana es el día. Nuestro día, hijos míos. Cuando recuperaremos lo que es nuestro —les dijo a
sus vasallos.
Accidentada por los profundos valles, se encontraba la entrada principal a los túneles donde Él se
había estado ocultando. Centenares de pares de ojos lo miraban. O no. Allí, bajo la superficie, el ejército
que había creado esperaba con ansia la orden de atacar. La tenue luz que desprendían las antorchas
colgadas en la pared iluminaban pobremente las pieles arrugadas, secas y grisáceas de más de un
centenar de vampiros sedientos de sangre. Por fin había llegado su momento.
Todos los vampiros que habitaban en Rumanía bajo las sombras, habían planeado recuperar el país
dentro de dos noches. Sin embargo, no contaban con una rebelión entre sus filas. Él, el primero de
todos, los había seleccionado cuidadosamente. Desde que comenzó a ver la caída de su propio mito, la
decadencia de su imagen provocada no solo por los humanos, sino también por los de su especie, inició
el proceso de olvidar el pasado y empezó a trazar un nuevo camino hacia un futuro prometedor para su
raza; Una nueva era en La Tierra encabezada por una nueva generación de vampiros, liderados por Él.
Ellos.
Por fin dejarían de ser los bufones del resto de clanes vampíricos, quienes los habían apartado por su
especial condición. Incluso a él; Al mito; A la leyenda; soportando burlas de que ya no era quién solía
ser. Pero se equivocaban… e iba a hacérselo pagar.
—Aguardad, hijos míos. Os traeré la cena. Tenéis que reponer fuerzas —dijo y se levantó de su
asiento.
Todo el ejército se echó a un lado para que Él pudiera atravesar la estancia, solemne, orgulloso de lo
que había conseguido. Caminó entre las sombras de la cueva, solo, como había hecho cada semana
desde que comenzó a formar su ejército y cada tres días a medida que éste crecía. Al llegar a una de las
salidas (o entradas) del túnel, se despojó de la túnica negra que le cubría el cuerpo y parte del rostro,
dejándola caer al suelo de forma majestuosa. A diferencia de sus semejantes, Él, como el primero de
todos, entre otras cosas podía transformar su aspecto. La luz del sol bañó su rostro y su piel arrugada
como una pasa se alisó y adoptó un color carne no tan pálido como acostumbraba a ser. Sus uñas
encogieron y su cabello dejó de parecer andrajoso. La combinación de esos dos dones, el de la
transformación y el de la ausencia de fotosensibilidad, le habían facilitado el estudio tanto de sus
enemigos como de sí mismo, permitiéndole perdurar a lo largo de los siglos, algo que el resto de
vampiros había obviado.

Ahora de aspecto más que atractivo, más joven que los centenares de años que soportaba sobre su
espalda y con un porte galán, llamaba la atención allá donde iba. Sobre todo a las féminas. Recorría las
calles de Transilvania en busca de grupos de turistas, fingiendo ser un guía; No le importaba su
procedencia, pues había tenido casi una eternidad para aprender idiomas. Con una soltura que muchos
envidiarían, engatusaba a pequeños grupos y pasaba el día con ellos mostrándoles las maravillas de una
región llena de historia, gastronomía y cultura.
—Cortado de un trangle de gules, de azur, un águila naciente de sable, picada de oro y lampasada
de gules, el águila acompañada, en su diestra de un sol de oro, en su siniestra de un creciente de plata;
de oro, siete castillos de gules, mazonados y aclarados de sable y aclarados de gules, de sable en
ocasiones —les recitaba de carrerilla la descripción heráldica del escudo tradicional de Transilvania, a
quién él haría una ligera modificación tras su inminente conquista.
Los turistas quedaban embriagados por sus palabras; por su hipnotizante tono; por su forma de
relatar; por él. Tras conseguir su propósito, convencía al grupo de culminar la visita en una fiesta
privada que jamás olvidarían. Éstos, movidos por una mezcla de curiosidad y encantamiento, aceptaban
como borregos obedeciendo a lobos disfrazados de perros pastores.

La entrada a los túneles siempre generaba dudas, mas pronto éstas eran disipadas al escuchar las risas y
la música de fondo, que hacían eco en las paredes de piedra. Las antorchas de la pared titilaban al son
de una suave brisa y proyectaban a lo lejos las sombras de aquellos que ya se encontraban allí,
esperando la llegada del resto de invitados.
—¡Justo a tiempo para cenar! —repetía la misma frase cada vez que llevaba humanos a los túneles,
dando luz verde a su ejército para alimentarse.
Los turistas gritaron al ver a los presentes: La mayoría de ellos, los más ancianos, tenía una postura
encorvada. Sus cabezas, debido a la ausencia de la mayor parte del pelo, parecían de un tamaño gigante
y deforme. Las orejas se veían claramente puntiagudas y sus dientes, aunque de aspecto podrido,
estaban bien afilados.
Ninguno de los turistas tenía jamás tiempo de escapar. Los vampiros, aunque de aspecto desgastado,
eran demasiado rápidos para cualquiera. Él, el padre de todos ellos, caminaba de forma majestuosa
hasta la elevación rocosa donde se situaba su trono, mientras la particular fiesta se desarrollaba a su
alrededor, y se sentaba allí para observar cómo sus creaciones se llenaban de sangre y vísceras.
La peculiaridad de su ejército, y lo que los diferenciaba a su vez del resto de vampiros, era su
particular visión. Él, el mito vivo, tras años y años de pruebas y experimentos, los había seleccionado
especialmente. Todos los miembros de su ejército, antes de ser convertidos, padecían una miopía
patológica en la cual la graduación sobrepasa las seis dioptrías. Él, descubrió que la miopía era causada
por una alteración en el desarrollo del segmento posterior del ojo, pudiendo desembocar en atrofias
coriorretinianas, maculopatías miópicas o desprendimientos de retina, por lo que la luz no les afectaba
como podía esperarse en un vampiro convencional.
Él, el padre de las criaturas de la noche, iba a recuperar su reino. Y lo iba a recuperar al alba.

Los primeros rayos de sol iban a comenzar a bañar el valle de Arges en unos minutos. La primera parte
del plan era atacar al amanecer, cuando nadie se lo esperara. Si las fábulas que los humanos habían
creado alrededor de la figura de los vampiros aseguraban que éstos, de existir, morían al ver la luz del
sol, Él iba a demostrarles que se equivocaban por partida doble.
—Ha llegado la hora. Este es nuestro momento. Es tiempo de sembrar nuestra cosecha del terror —
les alentó—. Hemos sido el hazmerreír demasiado tiempo. Ni los humanos ni aquellos que no son como
nosotros merecen nuestra piedad. Es tiempo de salir. De conquistar… De vengarse.
Centenares de voces rugieron al unísono, aclamando las palabras del líder. Habían pasado meses
desde que Él fijara una fecha y determinara el modo de actuar. Puede que fuesen vampiros, que
llevarían a cabo una masacre y sembrarían el caos allá por donde pasasen, pero todo estaba
perfectamente planificado.
Utilizando las cuatro salidas de los túneles que Él había arreglado, dividió al ejército en cuatro
grupos. De esta forma, la región de Arges quedaría rodeada por los cuatro puntos cardinales, reduciendo
así los tiempos de respuesta de los ciudadanos y de actuación de los servicios de emergencias. Una vez
conquistado el distrito de Arges, se extenderían por el de Valcea, colindante con este último, y seguirían
avanzando hasta llegar a Braşov y Sibiu, situados al pie de los Cárpatos. Por último, llegarían a Alba
Iulia, la capital tradicional de Transilvania.

Los primeros ataques se dieron justo al despuntar el alba: comisarías de policía, hospitales y parques
de bomberos fueron los primeros en caer. Nadie sabía lo que sucedía. Sin embargo, centenares de seres
con la vista desviada atacaban a diestro y siniestro sin hacer distinción: mujeres, hombres, niños,
ancianos… La región estaba sumida en el caos y los cuerpos heridos o desmembrados de los ciudadanos
creaban una gran alfombra roja en las calles.
Aunque el ataque había sido bastante preciso, Rumanía era un país muy grande y las cadenas de
televisión no tardaron en hacerse eco de la noticia. Atribuyeron los ataques a la rabia y se distribuyeron
imágenes grabadas desde teléfonos móviles. Los humanos seguían ciegos ante una realidad que se
presentaba ante sus ojos, pero ya no importaba. Su ejército era tan poderoso que a mediodía toda la
región transilvana había sido masacrada y conquistada.

Estaba previsto que al anochecer, cuando estaba planeado que iba a llevarse a cabo el verdadero ataque
de los vampiros, no quedase ni un cuerpo del que alimentarse. De este modo, debilitados por el hambre,
se enfrentarían a la nueva generación, los miopes, en una guerra a muerte por la región. Sin embargo a
Él no le interesaba un enfrentamiento directo, sino darles una lección mortal; mucho más satisfactoria.
Tras abandonar los túneles al alba, el ejército de miopes selló todas las salidas excepto una, que
trucaron para que solo pudiera abrirse desde fuera. Casi veinticuatro horas después de que se iniciara el
ataque, aquella puerta se abrió.
—¿Qué es esto? —preguntó Caín, líder actual de los vampiros, cuando se encontró de bruces a la
entrada de Transilvania con parte del ejército de Él.
—Nos hemos cansado de vuestras burlas. Transilvania es nuestra, y pronto lo será también Rumanía
entera —respondió.
—Por favor, Vlad, no me hagas reír. Solo sois unos bufones. Quedó demostrado que todo lo que
hiciste no fue real. Solo fruto de tu delirio por tu enfermedad. Admítelo.
—La miopía no es una enfermedad. Solo es una condición que…
—Bla, bla, bla —le interrumpió—. Hemos escuchado cientos de veces que esa miopía te concede un
poder especial, pero no es cierto.
—¿Si no lo es cómo explicas mi historia? —preguntó.
—Estás loco, Vlad. Eres un demente. Que te llames igual que aquel rey no te convierte en él. Ni
siquiera sé por qué te hemos permitido seguir viviendo.
—Esta región me pertenece —insistió—. He hecho mis deberes, Caín. He creado una nueva
generación de vampiros mucho más poderosa de lo que se ha visto jamás. Y ni siquiera tú podrás
vencernos.
Caín soltó aire por la boca en tono burlón. Aquel gesto era algo que había copiado de los humanos,
puesto que los vampiros ni siquiera respiraban. La noche acababa de comenzar y los vampiros tampoco
se caracterizaban por tener mucha paciencia. Estaban perdiendo demasiado tiempo en habladurías con
un grupo de vampiros que seguían a un patético líder que afirmaba ser quien no era.
—Está bien, Vlad. Los humanos aún duermen, puedo seguirte el juego unos minutos más —dijo en
tono cansado—. ¿Qué te hace pensar que nos venceríais si ordeno que os arranquen la cabeza a todos?
A medida que conversaron, la noche se fue disipando y el cielo aportó más claridad. La luna se
ocultó tras las montañas y el sol empezó a salir por el este, pero solo el ejército de Vlad, situado en la
posición opuesta se dio cuenta de ello.
—¿Es que no lo ves lo suficientemente claro? —se burló Vlad y su oponente torció el gesto—. Hace
solo unos minutos que habéis salido de los túneles pero, ¿seguro que era al anochecer? ¿Cuánto tiempo
habéis estado vagando ahí abajo buscando la salida?
De pronto los vampiros de Caín situados al final del grupo comenzaron a gritar. Una cortina de humo
se veía ascender y el olor a carne quemada se expandió por el aire. Caín se dio la vuelta para comprobar
a qué venía tanto alboroto y al fin lo comprendió: ahí estaba el sol, la mayor amenaza de los vampiros,
llevándoselos a todos por delante. La entrada a los túneles había vuelto a ser sellada por el ejército de
Vlad para que no pudiera retroceder, y dado que se encontraban en un valle, no había donde refugiarse.

Él. Vlad, el empalador. Drácula. El único. Había sido capaz de llevar a cabo las hazañas por las que se
le recordaba y había sobrevivido a su vez a lo largo de los siglos, debido a su dañada visión. Y así,
como un vampiro miope, el primero de todos, ascendió los 1.500 escalones del Castillo de Poenari,
cuando sus opositores se redujeron a cenizas y aún se derramaba la sangre de los humanos por la región.
Una vez dentro, llegó hasta la torre más elevada, se situó en el alfeizar de la ventana y escaló con
agilidad hasta el tejado, donde había un mástil vacío. Allí se desprendió de su larga capa y la anudó al
largo palo de hierro, dejando ver el blasón de la nueva Transilvania, que solo tenía una simple
modificación respecto al anterior: el murciélago.
Yersey Owen

Laura F. Zarza. (Madrid, 1987)

Licenciada en Ciencias Ambientales, Técnico Superior en Gestión del Medio Ambiente y Educadora
ambiental. La persona que más admira es a su madre, y su hermano, tres años mayor, es el culpable de
que se aventurase a escribir La Saga de los Guardianes, que trata de publicar.
Desde niña, siempre tuvo un gran interés por el arte, los deportes y la comunicación. Ganó varios
concursos de poesía en el colegio, donde además llevaba las riendas del periódico interno. Durante el
instituto, su relato corto titulado El resultado no importa, quedó en primer lugar tras ser elegido por el
profesorado y parte del alumnado; y quedó en segundo lugar en el concurso sobre comunicación a
través de la radio, con un especial de Bruce Springsteen. Tras unos años de parón, retomó la Saga de los
Guardianes (iniciada en el instituto con otro nombre) y eligió el pseudónimo Yersey Owen
(@yerseyowen) para darse a conocer a través de la red.
En 2013, publicó un relato corto llamado ―Diario de un enfermo de Alzheimer‖ dentro de la
antología benéfica ―Vidas Olvidadas‖ junto a otras autoras; y en 2015 su relato ―Bajo el mismo sol‖ fue
seleccionado para formar parte de la antología ―San Valentín Sangriento‖ organizada por el blog ―El
Lado Oscuro‖. Además, de vez en cuando escribe canciones, las cuales querría escuchar en voz de
otros.
Ha trabajado como redactora en varias webs de temática ambiental. En la actualidad, sigue
dedicándose a terminar la Saga de los Guardianes y tratar de publicarla, mientras encamina su carrera
profesional dentro del ámbito medioambiental.

http://guardianesdeldiaylanoche.blogspot.com.es/
Trend Hunter
de Francis Novoa
Trend Hunter
Francis Novoa

—¡Me cago en la puta de mi ex!


Manolo. Ochenta y cinco años. Se encuentra de pie en la cocina de su pequeño piso de Barrio del
Pilar. Está pálido y, mientras con una mano se apoya en su bastón, con la otra se sujeta el lado izquierdo
del pecho como si estuviera cantando el himno nacional. Pero Manolo dista mucho de estar cantando.
Sobretodo el himno nacional de España pues es sabido que no tiene letra qué cantar.
—No temas, Manuel —dice su interlocutor intentando calmarlo—. No te haré daño. Solo vine a
conversar contigo.
—¡Por las ladillas del coño de mi ex! —grita Manolo alzando su bastón y descargándolo con furia
sobre un electrodoméstico que reposa en la encimera. El bastón se rompe en dos.
Segundos después Manolo se desmaya y cae al suelo.
—Estás asustado, Manuel—dice la licuadora que no sufrió ningún rasguño, a pesar del feroz golpe—
. Como los incas peruanos cuando vieron por primera vez a los caballos españoles hace quinientos años.
Ellos también se asustaron mucho. Nunca antes habían visto un animal parecido. Pero me extraña que te
asuste mi aspecto. Se supone que debería serte familiar.

Manolo se despierta sentado en la banca del parque desde donde todas las tardes, sin falta, da de comer
a las palomas. Lleva su acostumbrada bolsa de arroz así como su, también, acostumbrada gorra Hatteras
Stetson de color gris. Este sería un día como cualquier otro, de no ser porque Manolo tiene veinte años
y no ochenta y cinco. Manolo se pone de pie sin necesidad del bastón, se levanta las bastas del pantalón
y mira sus piernas con estupor. Son las de alguien joven, fuerte y no las piernas flacas, reumáticas y
varicosas que recordaba hasta hace poco. ¿Qué clase de broma sádica es esta? Primero, pierde el juicio
con el banco por el que debe de entregar su piso. Después, justo el día del desahucio, se encuentra con
una licuadora parlante. Y ahora esto. ¿Acaso los dioses estaban jugando con él? ¿O era, por el contrario,
una nueva oportunidad que le daban para hacer borrón y cuenta nueva? Porque de ser así Manolo tenía
claro que lo haría todo diferente. Haría todo lo opuesto a como lo hizo hasta ese momento. Para
empezar no se enrollaría con la que luego fue su ex ni se endeudaría con ningún banco a base de
préstamos hipotecando la casa. En todo esto estaba pensando Manolo cuando de pronto se da cuenta
que al lado suyo, en la misma banca, se encuentran sentados su ex y un hombre de traje al que reconoce
de inmediato: el director de la sucursal bancaria que quería quitarle su casa. Ambos, a diferencia de
Manolo, aparentaban los sesenta y pico años que tenían. Razón inequívoca de que los dioses le habían
favorecido con justicia otorgándole no solo el don de la juventud, sino la capacidad de vengarse de ellos
como más quisiera. Cosa que hizo sin más dilación llevando sus ahora vigorosas manos alrededor del
pescuezo arrugado de su ex, la culpable de haberlo dejado en la ruina tras aquel divorcio del cual nunca
pudo recuperarse veinte años hace. Qué dicha tan inmensa siente Manolo al ver cómo el rostro de su ex
se hincha y adquiere un color rojizo, asemejándose a un riñón, cada vez que ajusta sus manos. Qué
felicidad más excelsa lo embarga cuando ve cómo los ojos de su ex se salen de sus órbitas colgando
como dos grandes pendientes de los cuencos vacíos de su rostro amoratado. Qué dicha infinita iba a
sentir cuando, una vez acabada la faena con su ex, posara sus manos alrededor del cuello del director
bancario. Manolo no recordaba haber sentido un placer tan grande desde hacía mucho, quizás desde el
día que descubrió —cuando adolescente y por pura casualidad— a hacerse la primera paja. De pronto,
el cielo se oscurece y cae una lluvia torrencial.

—Pero, ¿qué coño…? —Manolo se despierta y se retuerce en su asiento. Sus ropas están empapadas y
está sujeto al sofá de la sala mediante cuerdas. Frente a él, sobre el otro sofá, se encuentra una
licuadora.
Es un modelo clásico, de base cromada y vaso de vidrio. Si fuéramos más precisos diríamos que es
muy parecida a la licuadora Osterizer clásica modelo 4655. Y si fuéramos vendedores lo que diríamos
sería que tiene un potente motor de 600 vatios, control giratorio de tres velocidades, vaso de vidrio
refractario con capacidad para cinco tazas (1.25 litros), cubierta de motor en forma de campana con
faldón de metal y recubrimiento cromado brillante y, por último, una revolucionaria cuchilla picahielo
Ice Crusher Blade de acero inoxidable.
—Hola, Manuel —dice la licuadora. El tono de su voz es neutro, como esas voces impersonales de
los programas de ordenador—. ¿Te encuentras mejor? Perdón por el agua. Pero no tenía otra manera
más sutil de despertarte.
—¡Por el culo celulítico de mi ex! —grita Manolo intentando liberarse de sus amarres en vano—. No
eras un puto sueño. ¡Eres real! —Manolo se huele las ropas. Pone cara de asco—. Pero ¿qué coño me
has echado?
Al lado de su sofá, sobre el suelo, Manolo observa una palangana de metal.
—¡Me has echado mi propio pis, hijo de puta! ¡Te voy a matar!
—¿De verdad era pis? —dice la licuadora con ese tono desprovisto de emoción—. Carezco de
sentido olfativo. Es lógico que me haya equivocado. Ahora bien, Manuel ¿se puede saber qué hacías tú
con un recipiente lleno de tu pis? ¿Acaso los humanos no usáis el inodoro para vuestras micciones?
—¡Por las hemorroides trombosadas de mi ex! —grita Manolo sin dejar de revolverse en el sofá—.
¡Esta es mi puta casa y tú no tienes ningún derecho a hacer las preguntas aquí! ¡Soy yo el que las hago,
joder!
—Tienes razón, Manuel. Adelante. Pregunta lo que quieras.
Manolo se desconcierta. Acostumbrado a discutir durante toda su vida: primero con sus padres, luego
con su ex, después con el banco y finalmente con el mundo entero, la respuesta sosegada de la licuadora
otorgándole la razón era algo que no se esperaba. Manolo deja de revolverse en el sofá y se acerca un
poco a algo que podríamos llamar tranquilidad.
—¿Cómo coño has hecho para coger la palangana de pis si no tienes manos? —pregunta por fin,
Manolo.
—¿De veras es esa tu primera pregunta, Manuel? ¿No te interesa saber primero quién soy o de dónde
vengo?
Manolo lanza un bufido.
—¿Quién coño eres y de dónde vienes? —pregunta Manuel de mala gana. Siempre ha detestado a los
sabelotodo.
—Me llamo Troya y vengo de un planeta de una lejana galaxia que vosotros, los humanos, llamáis
Andrómeda.
—¿Y cómo coño has hecho para coger la palangana de pis si no tienes manos?
—¿De veras insistes en saber eso en lugar de saber primero para qué hemos venido a vuestro
planeta? Porque sí, Manuel. No he venido solo sino con muchos más.
Manolo lanza otro bufido.
—¿Para qué coño habéis venido a la tierra?
—Hemos venido —dice la licuadora cambiando su tono de voz al del ratón Cerebro de la serie
animada Pinky y Cerebro— ¡para conquistar el mundo!
Se sucede un silencio. Incómodo como el que sigue después de un pedo soltado dentro de un
ascensor lleno de monjas.
—Era una broma —dice por fin la licuadora con su acostumbrada voz de programa de ordenador—.
El objetivo era provocar risa para destensar el ambiente. Puede que me haya faltado reír al final para
hacerte entender con más precisión que lo que contaba no era de verdad sino un chiste. Cierto que
hemos estudiado a los humanos viendo vuestra televisión, pero lo que nos falta es la práctica a nivel de
socialización con vosotros.
—¿Y cómo coño has hecho para coger la palangana de pis si no tienes manos?
La licuadora hace un pequeño ruido. Si fuera Manolo lo más probable es que fuera un bufido.
—Con algo que vosotros llamáis telequinesis —responde la licuadora—. Una habilidad naturalmente
adquirida después de haber alcanzado un elevado desarrollo de nuestra mente.
Manolo no estaba seguro de lo que significaba telequinesis. Recordaba haber escuchado esa palabra
hace mucho tiempo, pero lo más probable era que no le hubiera dado mayor importancia. Lo que a
Manolo le gustaba era el fútbol y los programas del corazón. Cuánto costó el último fichaje del Real
Madrid o cuál fue la última frase lapidaria soltada por Belén Esteban. De eso sí que sabía mucho.
—Yo siempre pensé que los extraterrestres teníais otro aspecto —dice Manolo no tanto por interés
sino para ocultar su desconocimiento acerca del significado de la palabra telequinesis.
—Enanos de color verde o cabezones con ojos de mosca. ¿Verdad? Eso es pura mitología sembrada
por vuestro cine de ciencia ficción. Lo cierto es que hace mucho tiempo nosotros no distábamos de ser
como vosotros: bípedos lampiños. Pero nuestra mente evolucionó de tal manera que nuestros cuerpos ya
no nos servían como recipientes. Sabrás que tienen poca duración, cien años como mucho; tienen
engorrosas necesidades orgánicas como comer, dormir o defecar; además de ser blandos y susceptibles
de todo tipo de enfermedades y daños. En su lugar preferimos ―poseer‖ un cuerpo de mayor calidad y
duración. Como esta licuadora, por ejemplo. El acero inoxidable no se compara en nada a la basura
orgánica que llevas tú, Manuel. Sin ánimo de ofender.
—¿Y cómo hacéis para moveros de un lugar a otro si no tenéis piernas?
—Con algo que vosotros llamáis teletransportación, para las distancias largas, y levitación, para las
cortas. Obviamente.
Para Manolo lo único obvio era que, al igual que la telequinesis, no tenía ni puñetera idea de lo que
significaban teletransportación ni levitación. ¿Quizás algo relacionado a la televisión?
—¿Y dices que sois muchos? —pregunta Manolo intentado disimular su cara de estudiante
juerguista en medio de un examen de selectividad.
—Miles. En una gran nave que se encuentra detrás de vuestra luna esperando mi señal para aparecer
de inmediato.
—¿Y para qué habéis venido a la tierra? No, espera —Manolo frunce el entrecejo—. ¿Por qué coño
has elegido aparecer en España y no en un país más desarrollado como Alemania o Estados Unidos?
¿Sabías que estamos en crisis? Aquí no vais a encontrar muchas cosas que llevaros.
—¿Cómo que no? Por supuesto que tenéis algo que ningún otro país de vuestro planeta tiene. Y en
demasía.
—¿Qué cosa?
—Españoles.
Imaginaros chateando en vuestro móvil. Estáis en medio de una ―conversación‖ muy animada. De
pronto, leéis algo que os hace reír y queréis expresar dicha emoción. Como lo que hacéis, en realidad,
no es conversar sino intercambiar mensajes de texto tenéis tres opciones. Una, enviar un emoticono, una
carita feliz. Dos, escribir abreviaturas que indiquen dicho estado de ánimo: LOL, XD, etc. O tres,
escribir JA, JA, JA. Es decir, transcribir la risa a la manera de las onomatopeyas de los cómics. Sin
embargo, esto último que funciona muy bien leyéndose en silencio pues fue para lo que se creó,
haciéndolo en voz alta resulta frío y hasta perturbador. JA, JA, JA, fue lo que la licuadora, en ese tono
monocorde de programa de ordenador, dijo unos segundos después de decir la palabra españoles.
—Era una broma —dice la licuadora rompiendo el incómodo silencio que siguió a su respuesta.
—Sí, ya. Lo imaginé —dice Manolo con el entrecejo todavía fruncido—. ¿Por qué habéis elegido
España?
—Por la misma razón por la que vienen tantos ingleses, alemanes y europeos en general.
—¿Por el buen clima?
—Por las drogas y el alcohol. JA, JA, JA.
—¡Me cago en tu putamadre, licuadora de los cojones! —Manolo pierde los papeles—. Estoy
hablando en serio.
—Y yo intento destensar el ambiente, Manuel. Cierto que hemos estudiado a los humanos viendo
vuestra televisión, pero lo que nos falta es la práctica a nivel de socialización con vosotros.
—Entonces déjate de bromas y responde a la pregunta de una puta vez.
La licuadora hace un ruido que, si fuera un humano, sería el equivalente a un carraspeo. Manolo, sin
embargo, escucha un ruido que asocia al graznar de un pato.
—Venimos a por vuestras aceitunas —dice por fin, la licuadora.
—¿Cómo dices?
—Que venimos a por vuestras aceitunas.
—Que sí, que ya te oí —Manolo no da crédito a lo que escucha—. Lo que quiero decir es ¿por qué
cojones queréis nuestras aceitunas?
—Como te dije antes, Manuel, nuestra mente evolucionó de tal manera que nuestros cuerpos
orgánicos ya no nos servían como recipientes. En su lugar preferimos ―poseer‖ un cuerpo de mayor
calidad y duración, como una máquina hecha de metal, por ejemplo. Así duramos más, muchas veces
hasta la eternidad, cambiando de receptáculos cada vez que lo deseamos. Entre la apariencia de mis
congéneres, pues, no te extrañe ver desde licuadoras retro como yo, hasta lavadoras, frigoríficos, motos,
coches e incluso bolígrafos de gama alta. No tenemos sexo. Pero ni falta nos hace porque carecemos de
las engorrosas necesidades orgánicas inherentes a vuestros frágiles cuerpos de pollo, Manuel. Sin ánimo
de ofender.
Manolo tampoco tiene sexo desde que se divorció de su esposa veinte años hace. Pero en lugar de
estar contento por haber trascendido dicha necesidad orgánica como la licuadora, de ser una mente
evolucionada si el requisito básico para ello fuera la falta de sexo, se percibe de una forma muy distinta.
Manolo se siente como una mierda. Ni siquiera grande, sino pequeña como las que sueltan los chuchos
de los ancianos en los parques.
—El único inconveniente de nuestros organismos metálicos —prosigue la licuadora— es que
necesitamos mucho aceite para nuestra correcta lubricación y por ende funcionamiento.
—Y para eso necesitáis nuestras aceitunas —interrumpe Manolo—. Para fabricar aceite de oliva y
poder lubricaros y funcionar mejor.
—Por supuesto que no, Manuel. Si hacemos eso el aceite de oliva, con el tiempo, se endurecería y
colapsaría nuestros motores. Para eso utilizamos otro tipo de lubricantes especiales para máquinas. No.
Necesitamos vuestro aceite de oliva virgen extra para usos netamente cosméticos. Ponernos un poco de
dicho óleo sobre nuestras cubiertas cromadas será la próxima tendencia de la moda que causará furor
entre nuestra especie. Nuestra intención es llevarnos vuestras aceitunas para fabricar nuestro propio
aceite en nuestro planeta. Sin embargo, como entenderás, necesitamos una buena cantidad para
experimentar con ellas hasta que logremos crear un olivo capaz de prender en nuestras tierras.
Calculamos que la totalidad de aceitunas, olivos y aceite de oliva embotellada que tenéis en vuestro
país. Os dejaremos solo con aceite de girasol.
—¿Y por qué no vais a Portugal, Francia, Italia o Grecia? Ellos también son productores.
—Vuestro aceite no tiene comparación, Manuel. Puede que vuestro país esté en crisis y creáis que no
tenéis muchas cosas. Pero el mejor aceite de oliva virgen extra de toda la galaxia sí que tenéis. Y
mucho. Tanto como españoles. JA, JA, JA.
—Y gilipollas. También producimos muchos gilipollas.
La licuadora no responde.
—Es una broma —dice Manolo, aunque dista mucho de reír.
—JA, JA, JA —responde la licuadora—. Qué bueno que también hagas bromas intentando destensar
el ambiente, Manuel. Cierto que hemos estudiado a los humanos viendo vuestra televisión, pero lo que
nos falta es la práctica a nivel de socialización con vosotros.
—¿Y por qué habéis venido a mi casa? ¿No deberíais estar frente al presidente o a los productores de
aceite de oliva del país?
—Te elegimos porque necesitamos un líder humano que nos represente en los procesos de
negociación. Y tú eras el más indicado.
Manolo se queda sin habla. En su vida le habían dicho todo tipo de cosas y era consciente que podía
ser alguna de ellas: un gruñón, un fracasado, un impotente, un moroso… en fin. Pero líder, jamás.
—Óyeme… Polla… —dice por fin, Manolo.
—Mi nombre es Troya.
—Lo que sea. Creo que habéis venido en vano porque yo…
La licuadora interrumpe a Manolo haciendo un ruido que este último asocia, otra vez, al graznar de
un pato.
—Voy a contarte, Manuel, muy brevemente la vida de un personaje importante de la historia de tu
país. Al final me dirás de quién se trata. Nació en Trujillo, un pueblo atrasado de Extremadura en fecha
desconocida. De origen humilde, analfabeto e hijo bastardo de una criada, fue criador de cerdos hasta su
adolescencia, que fue cuando inició su vida militar. A los 24 años partió a lo que en aquel entonces
denominabais Nuevo Mundo, en busca de un porvenir mejor y sin un ducado en los bolsillos. Durante
treinta largos años combatió contra los nativos de aquel lugar en las peores condiciones que te podáis
imaginar. Y mientras vio como muchos de sus compañeros de aventuras retornaban a España
resignados y con las manos vacías, él nunca abandonó su sueño de conquistar nuevas tierras. Tenacidad
que tuvo su recompensa. De soldado raso pasó a ser nombrado gobernador, capitán general e
interlocutor del Rey Carlos V. En 1532 y con la sola compañía de 200 soldados españoles logró vencer
a 50.000 incas y tomar como rehén al líder de un imperio sin sufrir ninguna baja…
—Francisco Pizarro —interrumpe Manolo a la licuadora. Si bien es cierto que Manolo era a los
libros lo que el agua a los gatos, aún recordaba algunas clases de historia que dictaron sus profesores
durante la época del franquismo —. ¿Pero qué tiene que ver eso conmi…?
Manolo no termina la frase. Una idea descabellada cruza por su mente. No lo podía creer. ¿Será eso
posible?
—Así es —dice la licuadora creyendo leer sus pensamientos—. Tú eres su descendiente, Manuel
Pizarro.
Manolo se queda sin habla. Cierto que también era originario de Extremadura, pero como él también
podía asegurar que existían otros Pizarro repartidos por España además de Portugal. ¿Descendiente de
Francisco Pizarro? Puede ser. Como también lo podía ser la cantante Jennifer López de Francisco López
de Gómara, cronista de la conquista española de México. Lo único que Manolo reconocía como
singular en su apellido era que nadie más se llamaba así en toda la comunidad de vecinos de su edificio.
—Como descendiente de Francisco Pizarro —continúa la licuadora—, es más que seguro que tú,
Manuel, hayas heredado su tenacidad, arrojo, liderazgo y portentosa oratoria según cuentan los
informativos españoles. Es eso lo que necesitamos para que nos representes ante los humanos.
—¿Y qué te hace pensar que yo heredé dichas habilidades?
—Por la misma razón por la cual tenéis todavía rey. ¿Por qué sino prolongar una dinastía durante
siglos? Para perpetuar las habilidades únicas, extraordinarias y sobrenaturales de sus ascendientes, por
supuesto. Como los X-Men.
Manolo era consciente de que su única distracción era la televisión desde hacía mucho. La veía no
menos de ocho horas al día, aunque solía tenerla encendida desde la mañana hasta la noche. No la
apagaba ni cuando se iba por las tardes a dar de comer a las palomas dejando sola la casa por una hora.
De esa manera, cuando regresaba del parque, lo primero que percibía al abrir la puerta era el ruido del
televisor lo cual le hacía sentirse menos solo, en compañía. Manolo era consciente que veía mucha
televisión, sobretodo la llamada ―basura‖. Pero después de escuchar a la licuadora estaba seguro que
ella había visto más televisión que él durante toda su vida. ¿Tenacidad, arrojo, liderazgo y portentosa
oratoria? Manolo no había podido convencer al juez de paralizar el embargo de su piso, mucho menos
se veía capaz de interceder por una especie extraterrestre.
Suena el timbre de la puerta.
—¿Esperas visita, Manuel?
Por supuesto que Manolo esperaba visita. El desahucio estaba previsto para las diez de la mañana y
ya eran quince minutos pasados. Manolo había pensado en resistirse y que lo sacasen a la fuerza, no por
arrojo como lo había calificado la licuadora, sino porque no tenía ningún lugar a dónde ir. Ni siquiera
había empacado sus cosas, excepto el televisor, el único bien al que le tenía verdadero afecto. En caso
me saquen en volandas, pensó, al menos podré llevarme mi aparato.
De pronto, se le ocurre una idea.
—Sí. Deben ser los representantes del presidente y de los productores de aceite de oliva del país—
responde Manolo—. Los llamé para negociar las condiciones de la entrega de nuestras aceitunas. Han
venido pronto.
—¿En qué momento los llamaste, Manuel? Todo el rato has estado sentado en el sofá.
—Tan pronto me hiciste saber la necesidad vital que vuestro planeta requiere —Manolo sabe que se
está jugando los últimos cuartos y que ya no hay marcha atrás—. Los llamé a través de la mente.
—¿Mediante la telepatía?
—Así es —Manolo tampoco tenía idea de lo que significaba aquello—. Los llamé utilizando la
tele… la tele… eso mismo.
—Nuestra mente todavía no ha podido dominar la telepatía. No hemos llegado a tal grado de
evolución. Pero no me extraña que tú, Manuel, descendiente del gran Francisco Pizarro hayas logrado
tal proeza. Sabía que no nos equivocábamos al elegirte como nuestro intermediario.
La licuadora libera, mediante la telequinesis, las ataduras de Manolo. Manolo se acerca a la puerta a
duras penas sin ayuda de su bastón. El timbre sigue sonando cada vez con mayor insistencia.
—Imagínate que tú, Manuel, eres Francisco Pizarro —le dice la licuadora intentando animar a un
Manolo asustado que no se decide todavía a abrir la puerta—. Estamos en Cajamarca, en noviembre de
1532 y los que tienes tras la puerta son el inca Atahualpa y su ejército. Yo soy el rey Carlos V. Tú vas a
decirles, en representación mía, que quiero todas las existencias de aceitunas, olivos y aceite de oliva
del país y que, si colaboran, a cambio no les haremos nada.
Manolo abre la puerta. Frente a él se encuentran un miembro de la comisión judicial, el procurador
del banco, cuatro policías y un cerrajero. La maquinaria completa ejecutora de desahucios.
—¿Es usted Manuel Pizarro Sánchez? —pregunta el de la comisión judicial mirando una carpeta
abierta con varios folios impresos.
—¡Necesito saber vuestra respuesta acerca de la petición que os hice! —grita Manolo asegurándose
de que la licuadora, que reposa sobre el sofá de la sala desde donde lo ve todo, escuche sus palabras—
¿¡Necesito saber Sí o No!?
—¿De qué diablos está hablando? ¿Y por qué grita? —pregunta extrañado el miembro de la
comisión judicial.
—¡La petición que os hice en la cual os señalé que es justa y equitativa! ¿¡Sí o No!? ¡Necesito saber
vuestra última respuesta! ¿¡Sí o No!?
El miembro de la comisión judicial recuerda el vano intento de Manolo por paralizar el desahucio en
los juzgados, a pesar de conocerse el veredicto a favor del banco y de ser cosa juzgada. La respuesta era
obvia.
—La respuesta es no. Usted ya lo sabe —responde el miembro de la comisión judicial.
—¿Cómo dice? ¡No le escucho! ¿Puede repetirlo en voz más alta? —grita Manolo mirando de reojo
a la licuadora que permanece quieta en el sofá.
—¡Que no, coño! ¡Y ya deje de gritar que no estamos sordos! —dice el procurador del banco.
—¿Ha dicho que no? ¡Oh! ¿Cómo es posible que rechacéis una petición tan justa y equitativa para
todos! ¡Sois unos desalmados que no os interesa el dolor que pudierais causar con vuestros actos
egoístas! ¡No os imagináis las consecuencias nefastas que traeréis a nuestro país!
Pero, a pesar de los gritos de Manolo, la licuadora permanecía inmutable. Aquí terminaba su plan, si
es que se le podía llamar plan a aquello. Manolo contaba con que la licuadora picase el anzuelo y,
después de escuchar la negativa de los supuestos ―representantes del presidente y de los productores de
aceite de oliva del país‖, actuase de modo alguno a favor de él. Ahora dudaba que la licuadora tuviera
poderes o que, incluso, haya hablado con él tratándose todo de una terrible alucinación consecuencia de
la gran tensión acumulada por el desahucio inminente. Porque lo que siguió a continuación no era parte
de ningún plan. Solo fue producto de la más pura y absoluta desesperación.
—¡Chúpenme la polla, maricas! —les grita Manolo a los policías y les escupe. Pero en lugar de
saliva lo que sale despedido de la boca de Manolo es su dentadura postiza que rebota sobre uno de los
cascos de los agentes del orden.
Todo sucede muy rápido. Uno de los policías empuja a Manolo que cae de espaldas al suelo. Pero no
sin antes sujetándose bien, con una mano, de la corbata del miembro de la comisión judicial, y con la
otra, del procurador del banco. Los tres ruedan por el suelo. Manolo, al no tener dientes con qué
morder, opta por lamerles el rostro a los dos caídos con él, como si fuera un chucho pringoso. Los
policías intentan separarlos como solo saben hacerlo: tirando porrazos a diestro y siniestro. Manolo
aprovecha un segundo de confusión para intentar escapar gateando hasta la sala. A duras penas alcanza
el sofá de la licuadora, pero no logra tocarla porque las cuatro porras de los policías vuelven a caer
sobre él. Manolo se encoge y resiste la paliza. Nunca estuvo seguro si fue por uno de los golpes que le
cayeron en la cabeza y le abrieron una brecha que se acordó de algo que consideró importante. Lo cierto
es que tan pronto dicha idea se le cruzó por la mente se aferró a ella como pudo. En medio de la paliza
de la policía, Manolo divisa su dentadura postiza a escasos centímetros de él. La coge y se la vuelve a
poner como puede en su boca ensangrentada.
—¡Santiagooooooooo! —grita Manolo tan fuerte como sus pulmones se lo permiten.
Un segundo después los golpes cesan. Manolo aparta sus manos de su cabeza ensangrentada y otea a
su alrededor. No hay nadie en el piso. Todos han desaparecido. Desintegrados. Con corbatas, carpetas,
folios, cascos, porras y todo.
—La madre de lata que te parió. Así que lo que estabas esperando era que dijera nuestro viejo grito
de guerra durante la Reconquista sobre los moros. ¿Verdad? —dice Manolo arrastrándose hasta el sofá,
en donde antes estaba amarrado, y sentándose como puede. Está bañado en sangre de pies a cabeza.
—Por supuesto, Manuel —dice por fin la licuadora—. Lo dijo…
—Lo sé, lo sé —interrumpe Manolo acomodándose la dentadura postiza—. Lo dijo Francisco
Pizarro en Cajamarca antes de masacrar a miles de incas peruanos. No sé cómo pude haberlo olvidado
—se toca la cabeza. Siente una brecha de por lo menos cuatro centímetros—. ¿Y ahora qué va a pasar?
—Nos llevaremos todas vuestras aceitunas, olivos y aceite de oliva embotellada.
—¿Y a cambio nos daréis algo?
—Por supuesto, Manuel. A cambio os daremos libertad, igualdad, justicia, solidaridad, franqueza,
tolerancia, desprendimiento, salud…
—Es decir —interrumpe Manolo sonándose los mocos en un pañuelo rojo que antes era blanco—, lo
mismo que le dio mi ancestro Pizarro al inca Atahualpa.
—Exacto.
Segundos después, ambos, Manolo y la licuadora, dicen al unísono: JA, JA, JA.
Francis Novoa

(Lima, 1973) En Perú ganó varios concursos de cómics y publicó en distintos fanzines y revistas del
medio. Ha desempeñado todo tipo de oficios en Lima, Buenos Aires, Londres, Barcelona y Madrid que
le suelen servir de inspiración para sus ficciones. Ha publicado en las revistas Heavy Rock (Madrid),
Bar Sobia (Córdoba), El Sofá Rojo (Madrid), Es Hora de Embriagarse con Poesía (Madrid), Pro-
Vocación (Madrid), Feliz el Cerdo (Madrid), Groenlandia (Córdoba), Ohio (Salamanca), Kala Editorial
(México) entre otras. Así mismo, ha participado en las antologías Z-Sides: Preámbulo de la I Antología
Hispano-parlante del Apocalipsis Zombie (México), Trastos en la Jaula (Bilbao), Dejen Morir Antes de
Entrar (Andalucía), Frankenstein: Diseccionando el Mito (Valencia), Esta Noche Conectaremos con el
Infierno (Andalucía) y Visiones 2014 de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror.
Ha publicado el libro de microrrelatos Contrafábulas (Groenlandia, 2012) y el poemario España,
Aparta de Mí Este Cádiz (EpubLibre, 2015). Actualmente reside en Madrid.

Web: https://www.epublibre.org/autor/index/11228
Oráculo
de Marta A-Casariego
Oráculo
Marta A-Casariego

Consejo General de Seguridad del sistema Davane - Año 4235811 post escisión.
―Siguiendo con el repaso diario al estado de nuestras bases, la derrota sufrida el día de ayer nos deja
con el 60% de las colonias del borde exterior destruidas y solo un 10% de las bases militares operativas.
Aún se están contabilizando las bajas, pero se estima que superan las 800.000. Las unidades vitales
revelan 271.828 bajas de soldados.
Uno de los comandantes se miró el interior del brazo y el leve parpadeo rojizo de su unidad vital le
devolvió la mirada. Se trataba de un chip insertado bajo la piel que recogía sus constantes vitales y
guardaba su historial médico, visualizable bajo un sencillo escaneo. Esto había salvado muchas vidas de
soldados, pero también incluía un dispositivo de localización que emitía una señal constantemente
privándoles de cualquier derecho a la intimidad. Una de tantas cosas a lo que uno renunciaba al
alistarse.
―¿Qué hay de las bases que no han sido destruidas y no están bajo nuestro control? ―inquirió la
voz de la general Pikhar.
―Los informes no son precisos, pero deberían haber agotado todo el armamento antes de caer en
manos enemigas.
――Deberían‖ no es una certeza, general Mehire ―apuntó el capitán general Dairem, que había
estado en silencio en la reunión―. Y como todos sabemos, no podemos permitirnos que usen nuestro
armamento contra nosotros. Tenemos que ponernos en la peor situación y coordinar un contraataque a
gran escala con toda nuestra armada aérea. Debemos asumir que hemos perdido nuestro perímetro
exterior, puede que se entretengan unos días en acabar con lo que queda, pero lo siguiente será Davane.
Por ello, se ha autorizado el recurso 546965727261-3432. En unos días estará activo y a nuestra
disposición. Dispondremos de unas 6 semanas hasta que lleguen a nosotros. Quiero que todo se prepare
para salir a su encuentro y acabar con hasta el último de sus soldados. Si no lo hacemos nosotros, lo
harán ellos.
––––––––––––––––––––––––
Días más tarde, aquel comandante presente en el Consejo se reunía con sus capitanes para revisar el
estado de sus hombres y coordinar su parte de la defensa orbital de Davane Norte. Miró al cielo,
observando Davane Sur, que en aquella época del año se veía casi en su totalidad a plena luz del día.
Las guerras eran constantes en aquel sistema binario por sus abundantes minas naturales de prometio,
un escaso metal muy apreciado por su uso en la fabricación de baterías nucleares, que eran de vital
importancia en naves y grandes transbordadores espaciales, entre otras aplicaciones. Irónicamente, la
principal fuente de energía de Davane era la solar, obtenida de forma constante gracias a los dos astros
que gobernaban sus cielos, y no eran pocos los que anhelaban que se agotaran las minas de prometio,
creyendo que sería el único modo de conocer al fin una paz duradera. Otros creían que Davane acabaría
siendo destruido mucho antes de que las minas se agotasen.
Los dos soles, Aegatio y Talania, apenas dejaban espacio a la noche, la cual marcaba el inicio de
cada mes. La próxima vez que se oscureciera el cielo, la guerra caería sobre ellos.
―¡Eh, Markow! ¡Mira por dónde vas! ―oyó decir aquel comandante antes de recibir un deliberado
empujón que podría haberlo precipitado a una caída de 30 pisos desde la terraza del cuartel. Por suerte,
no era la primera vez que tenía que reaccionar ante bromitas de ese estilo y no pasó de ahí.
Desgraciadamente, sabía que no sería la última vez que sucediera aquello.
―Stills, desgraciado. Un día de éstos te arrancaré el brazo que te queda. Así irás con los dos a juego.
―Sigue soñando, Markow ―dijo Stills saludando burlón con su brazo biomecánico derecho.
De mal humor, llegó a la sala donde le esperaban sus capitanes. Todos ellos informaron
puntualmente del estado de sus tropas y los resultados de sus maniobras.
―Comandante, ¿es cierto lo que se rumorea? ―dijo el capitán Thiirs tras terminar la reunión, el
resto permaneció atento sabiendo a qué venía aquella pregunta―. ¿Van a activar de nuevo al Oráculo?
―Sí, es cierto. El anuncio oficial es inminente ―confirmó Markow―. Aunque, personalmente, no
me gusta que un soldado de hojalata venga a darnos órdenes. Podrán ponerlo al día de nuestra
tecnología, nuestras técnicas y lo que sabemos del enemigo, pero no nos conoce. Si queremos ganar esta
guerra, debemos hacerlo nosotros mismos.
―En ese caso, pediré que me vuelvan a meter en la nevera ―dijo una voz femenina desde la puerta.
Sorprendidos, los asistentes se giraron y observaron al recién llegado o, mejor dicho, recién llegada a
juzgar por la voz. Y lo que vieron no fue fácil de digerir. Con su tecnología actual, era común ver
implantes biomecánicos en la población de Davane, especialmente en sus soldados. No eran miembros
pensados para ser estéticos sino funcionales. Por eso la visión del Oráculo resultaba grotesca. Lejos de
unas pocas prótesis, todo su cuerpo era biomecánico a excepción de dos terceras partes de su cabeza,
entre las que se incluía aquel cerebro que se conservaba como oro en paño, criogenizado una y otra vez
para estirar su vida útil siendo activado solo en verdaderas situaciones de emergencia… como aquella.
―¡Pero si es una cría! ―exclamó Thiirs sin poder reprimirse. La media cara que le quedaba no
aparentaría más de ventipocos años.
―Según se mire capitán, tengo tantos años como tiempo hace de la primera gran guerra en este
sistema ―replicó el Oráculo con naturalidad y luego miró a Markow―. Estoy pasando revista a todas
las unidades, he empezado por la suya porque es una de las que mejores estadísticas tiene en combate.
―¿Viene a conocer a los mejores hombres? ¿No debería empezar por las unidades de menor nivel
para ponerlas al día? ―preguntó Markow, uno de los pocos que no había torcido el gesto al ver su
aspecto.
―Vengo a verificar que lo de ―mejores hombres‖ no se les haya subido a la cabeza ―replicó ella
con dureza―. Las guerras no se ganan necesariamente con los mejores recursos, sino con los que se
pueden aprovechar más eficientemente.
––––––––––––––––––––––––
Los días posteriores no fueron demasiado agradables, Pikhar había dado carta blanca al Oráculo para
que entrenara a los hombres a su antojo y para ellos resultaba un auténtico caos. Ella misma reprogramó
los simuladores de combate y cambió la mecánica de las maniobras de las naves más obsoletas,
destinadas para las prácticas. Pronto las estadísticas de todas las unidades bailaron caóticamente y ya
apenas había mejores o peores. Los que podían felicitarse tras una buena jornada, eran barridos sin
piedad al día siguiente. El Oráculo no solo había intervenido en más guerras que todos ellos juntos, sino
que, siempre que era activada, lo era en situaciones desesperadas y las había solventado todas. Unido a
que sus implantes biomecánicos habían mejorado su memoria y velocidad de pensamiento, pronto dejó
claro por qué su mente seguía siendo conservada como uno de los tesoros más preciados de Davane. No
así su carácter, que no era precisamente lo más adorable del mundo, y pronto el inicialmente
involuntario mote de Hojalata se extendió de forma despectiva cuando ella no estaba delante.
––––––––––––––––––––––––
Pasaron las semanas y pronto los días se fueron atenuando, anunciando la noche inminente en la que
las armadas partirían a encontrarse con el ejército enemigo. El Oráculo se encontraba en la azotea
tratando de vislumbrar alguna estrella en el cielo ligeramente oscurecido. Quedaba poca gente por allí,
la mayoría se irían pronto a dormir, algo que ella apenas necesitaba gracias a los implantes cerebrales de
aquel cuerpo. Entonces se echó bruscamente a un lado y un brazo biomecánico pasó de largo con la
inercia propia de esperar un hombro al que empujar y encontrarse el vacío en su lugar. Con la rapidez y
fuerza que le permitía su cuerpo artificial, sujetó aquel brazo y tiró aún más de él. El hombre perdió el
equilibrio y ella aprovechó para sujetar su cuello y dejarle suspendido en el aire con una sola mano.
―Stills, ¿cierto? ―dijo con una sonrisa burlona, mientras el hombre se aferraba a su brazo para no
ahogarse―. He oído hablar de sus bromitas.
―¿Qué demonios está haciendo? ―dijo un recién llegado Markow tras oír los gritos de Stills―.
¡Suelte a ese hombre!
―¿Está seguro? Es una buena caída, dudo que sobreviva a algo así…
―Obviamente, me refiero a que lo suelte en la azotea ―replicó él con tono de paciencia.
―Convénzame.
―¿Cómo dice?
―No estoy a sus órdenes, ¿recuerda? ―contestó el Oráculo―. Pero usted sí está a las mías. Si
quiere que su amigo salga de ésta con vida, convénzame de por qué debería dejarle sano y salvo en la
azotea.
―¡No es mi…! ¡No puede asesinarle a sangre fría! ¿Quién se cree que es?
―Oh venga, ¿qué iban a hacerme? Llevan cientos de años preservándome porque me necesitan y me
necesitarán en el futuro ―dijo ella con una risita―. Despierte, hombre. Yo soy intocable y ustedes
prescindibles, puedo hacer lo que me venga en gana.
Markow se quedó mudo por un momento, incapaz de rebatir aquel argumento. Stills agotado, dejó de
debatirse.
―Tic-tac ―observó ella.
Aquello fue un revulsivo para él. Era más alto que ella, por lo que agarró a Stills por la camisa con
un brazo y le propinó un puñetazo a la poca zona de carne que conservaba la cara del Oráculo. El
puñetazo fue de tal calibre que la tiró al suelo soltando a Stills, momento en el que Markow tiró
fuertemente de él y ambos cayeron sobre la azotea.
―G… Gracias… ―dijo Stills entre toses y antes de que Markow se levantara le sujetó por un
momento―. En serio, gracias.
―De nada, supongo… ―dijo Markow algo extrañado de verle así.
―No está mal… creo que me ha roto el único pómulo que me queda ―dijo el Oráculo palpándose la
cara.
Y como si nada, se largó de allí. Markow estaba preocupado por las consecuencias que podría
conllevar haberla atacado pero, sorprendentemente, nadie le mencionó nada.
––––––––––––––––––––––––
Al día siguiente, la noche marcó la partida de los hombres a la batalla. Durante tres semanas los
combates se fueron sucediendo uno tras otro. Muchos hombres se perdieron, pero el trabajo en equipo
de todos los escuadrones fue tan arrollador que no solo se salvaron muchas vidas, sino que por una vez
el enemigo se vio superado en la batalla y se vio obligado a retroceder. Fue entonces cuando se
encontraron con los pocos supervivientes de las colonias exteriores, una última maniobra del Oráculo
que no pasaba ociosa sus horas en vela mientras los demás dormían. Lo primero que hizo tras ser
activada no fue visitar a los escuadrones, sino solicitar de forma urgente e inmediata que se
restablecieran las comunicaciones con el borde exterior. Mientras entrenaba a los soldados de Davane
en las horas activas del día, durante sus horas en vela organizó a la gente que el arrogante enemigo
había dejado tras de sí, creyendo que ya no le supondrían un peligro. Sus maltrechas naves,
reconstruidas a toda velocidad, fueron suficientes para cortar la retirada al enemigo y los escuadrones de
Davane cayeron sobre ellos sin piedad. Y así, tras cuatro intensas semanas más de combate, la
aniquilación del enemigo fue total.
––––––––––––––––––––––––
Los soldados regresaron a Davane, donde fueron recibidos como héroes. Mientras nuevos
reemplazos partían a las colonias para reconstruir lo antes posible el borde exterior, se celebraron
festejos en todo el sistema.
―¡Cuidado por donde vas, Markow!
―¡Stills! ¡La madre que te…! ―dijo un sorprendido Markow a punto de perder el equilibrio.
―Compórtense coroneles ―dijo la general Pikhar―. O van a hacer que me arrepienta de haberles
ascendido.
A pesar de la reprimenda, el tono era jovial. Como el de toda aquella velada. O casi todos.
―General Pikhar, ¿dónde está el Oráculo? ―preguntó Markow―. No la hemos visto en la
celebración.
―En cuanto tuvimos certeza de que la victoria era total, se dio la orden de volver a criogenizarla de
nuevo ―contestó ella―. Aún no disponemos de tecnología para replicar su cerebro, por lo que
debemos evitar su desgaste orgánico todo el tiempo que nos sea posible para cuando volvamos a
necesitarla. Retrasarlo unas horas solo por una celebración es absolutamente impensable, no podemos
hacerle eso a las generaciones futuras.
Pikhar se marchó entonces, pero tanto a Markow como a Stills se les quedó mal sabor de boca al
entender lo sucedido. No es que el Oráculo se hiciera querer precisamente y los argumentos de Pikhar
parecían razonables, pero aquello de alguna forma no estaba bien.
––––––––––––––––––––––––
Por fin de vuelta en su cama, Markow podría descansar como no lo hacía desde un par de meses
atrás. Fue entonces cuando al pasar los brazos debajo de su almohada, encontró la carta. Al día siguiente
se enteraría de que todos los oficiales tenían una.
“Mi querido muchacho, si estás leyendo estas líneas, significará que mis pequeñas triquiñuelas han
vuelto a dar resultado. Me han tenido que instalar una prótesis nueva en la cara, ¿sabes? Pronto las
nuevas generaciones no tendrán nada orgánico que golpear, tendré que empezar a cambiar mis
métodos… Pero al menos ha servido para que aprendáis a dejar de competir entre vosotros. Estos días
llenos de prácticas en escenarios imposibles os han servido para ver no quién es mejor, sino qué
flaquezas tiene cada uno y quién puede suplirlas en cada situación. Hacedme el favor de no olvidarlo al
menos hasta dentro de otros 500 años. No volveremos a vernos, yo solo soy un recurso para tiempos de
guerra, no tengo cabida en tiempos de paz. Cuando leas esto, ya estaré de vuelta en mi nevera. Es
curioso como toda la gente de Davane solo desea tiempos de paz, mientras que yo solo deseo la vuelta
de los tiempos de guerra para poder sentirme viva una vez más… hasta que finalmente llegue una
última amenaza que acabe conmigo. O quizá por fin se agoten esas dichosas minas del demonio, y
pueda ser libre en mis últimos años. Una jubilación… no me lo creo ni yo. Pero qué diablos, soñar es
bonito. Ojalá el proceso de criogenización me dejara hacerlo de vez en cuando. No me queda mucho
más que aconsejar, salvo que alguna vez deberías cogerte una de esas borracheras de las que no
recuerdes lo que has hecho en tres días. Te hace falta, y algo me dice que ese descerebrado de Stills
sabe organizar juergas como Dios manda. No le pierdas mucho de vista, algo me dice que los dos os
complementaréis muy bien en el futuro. Pero, sobre todo, vivid. Vivid todo cuanto a mí no me es
posible. Y disfrutadlo demonios, que hay que explicároslo todo.

Un saludo,

Hojalata. (¿Qué? ¿Creíais que no me había enterado de eso?)”


Marta A-Casariego

Escritora aficionada: relatos cortos, fanfiction y rol interpretativo. Sin obras publicadas hasta la
fecha.

Relato corto “Oráculo”: se trata de una historia de género Sci-Fi, ambientado en un sistema planetario
binario que, por su riqueza en recursos naturales, es objeto de enfrentamientos militares entre la
civilización nativa y civilizaciones invasoras. La historia se desarrolla durante uno de los peores
enfrentamientos que tiene en jaque al ejército local.

Este relato fue creado originalmente en septiembre de 2014 y se presentó originalmente para el
concurso de relato corto de la librería Skalibur en Rubí, Barcelona. Ha sido revisado y adaptado al
formato del presente concurso.
Rentokil
de Manuel Moreno Bellosillo
Rentokil
Manuel Moreno Bellosillo

El 31 de junio de 2015 el silo nuclear de Kirtland, en Nuevo Méjico, el más grande de los Estados
Unidos, fue atacado por un rayo invisible que desintegró sus instalaciones, despareciendo la base de
forma instantánea y reapareciendo las blandas arenas del desierto sobre el que se asentaba.
De fora automática se aplicaron los protocolos DEF CON 1 y el resto de las bases apuntaron sus
misiles balísticos intercontinentales Minuteman III —de 335 kilotones cada uno— sobre la URSS, la
gran amenaza de los Estados Unidos. El Armagedón nuclear parecía inminente, pero sin solución de
continuidad fue también arrasada por la misma devastadora arma la base de misiles nucleares de Kansk
en Ucrania.
Una detrás de otra fueron destruidas las bases de misiles nucleares no sólo en Estados Unidos y la
URSS, sino también en China, Francia, Gran Bretaña, Israel y los otros países que se habían unido a la
suicida carrera nuclear. Después de las instalaciones nucleares militares se desintegraron las
instalaciones nucleares de uso civil. La destrucción continuó con los arsenales de armas convencionales
y los grandes centros industriales químicos, petroleros y siderúrgicos, afectando el ataque a todos los
países industrializados del orbe.
La Tierra se enfrentaba a una amenaza extraterrestre devastadora y cundió un pánico generalizado,
excepto en aquellos iluminados que vieron en esa destrucción selectiva la intervención divina, fundando
nuevas religiones por los cinco continentes con títulos apocalípticos como «La Iglesia de la Ira Divina»
o «La Iglesia del Dedo de Dios» o «La Iglesia de los 50 justos de Gomorra» y que interpretaban el
ataque como un castigo divino por la soberbia y los pecados de los hombres, convirtiéndose millones a
la nueva fe que predicaban esas nuevas iglesias. Sin embargo, cuando el ataque se dirigió contra las
grandes poblaciones, destruyéndose ciudades como Tokio, Sao Paulo, Ciudad de Méjico, Bombay,
Nueva York, Shanghái, Londres…, exterminando a todos sus habitantes, las nuevas Iglesias perdieron
ímpetu y desaparecieron tan rápido como habían proliferado.
Todos los países del mundo, atemorizados por los ataques, se coligaron para enfrentarse juntos a la
amenaza y constituyeron los Estados Confederados de la Tierra. El Gobierno de la Confederación, los
mandos militares, la comunidad científica y todos aquellos que se consideraron imprescindibles para la
defensa del Planeta fueron instalados en la base militar Area―51, pequeña ciudad―bunker a un
kilómetro de profundidad debajo del desierto de Nevada.
El Gobierno de la Confederación formó la «Comisión para la Defensa de la Tierra» con los militares
y científicos más brillantes del mundo y les encargó que analizaran la agresión y plantearan la forma de
repelerla. Se emitió un informe denominado «La Tierra bajo Amenaza» que de inicio reconocía la
insuficiencia de la Comisión para el propósito para el que se había constituido. El arma superaba
cualquier tecnología terrestre conocida y apenas podían vislumbrar la naturaleza de su poder
devastador. El rayo barría la superficie terrestre con una anchura de algo más de un kilómetro y
desintegraba a su paso con una precisión quirúrgica edificios, autopistas, cosechas, buques, personas...
Se trataba de un impulso desintegrador que anulaba los campos magnéticos de las moléculas en los
objetos sobre los que incidía, disgregando los átomos que las formaban y desvaneciendo la materia. A
través de complejas fórmulas físicas el informe conjeturaba que la fuente del rayo procedía de un objeto
en rotación alrededor de la luna Fobos de Marte.
Los observatorios de todo el mundo apuntaron sus telescopios hacia Fobos, capturando imágenes de
un cuerpo girando a gran velocidad alrededor del satélite. Se lanzó una sonda equipada para observar y
estudiar el letal cuerpo rotativo. Antes de que fuera destruida envió fotos de un objeto metálico esférico
de algo más de un kilómetro de diámetro y con una superficie perfectamente lisa.
Mientras, el rayo desintegrador seguía asolando el planeta implacablemente, arrasadas las grandes
metrópolis continuó su devastación con las ciudades más pequeñas. La destrucción que iba dejando a su
paso no era catastrófica, no se producían explosiones ni incendios ni dejaba escombros, simplemente los
objetos se desvanecían silenciosamente. El ataque duraba casi un año y se calculaba que, si no se
detenía, en otros tres se habría borrado de la faz del planeta a todos los humanos y cualquier vestigio de
su existencia. La gente abandonó las ciudades, la llama de la civilización que se había encendido hacía
6000 años se extinguió casi completamente, volviendo a la edad de piedra y a la barbarie.
Los integrantes de la «Comisión para la Defensa de la Tierra» estaban perplejos y confundidos,
ignoraban quienes eran los agresores y por qué atacaban, y desconocer al enemigo y sus motivos les
frustraba para proyectar un medio de defensa eficaz contra la agresión. Primero se planteó bombardear
la esfera con misiles nucleares o atacar con armas químicas o bacteriológicas, pero no existía tecnología
para acertar en un blanco tan pequeño y tan lejano y resultaba imposible desarrollarla a corto plazo.
Después se enviaron mensajes de paz en todos los idiomas conocidos que no tuvieron respuesta.
Finalmente se ofreció la «rendición incondicional» de la Tierra, pero fue igualmente ignorada. Y no se
les ocurrió nada más.
El desesperado Gobierno de la Confederación decidió entonces enviar una embajada para
parlamentar con los agresores. Se eligió formar una delegación de tres negociadores, un político, un
militar y un científico. Para esta delicada misión se escogieron tres hombres extraordinarios, quizá los
más extraordinarios de su tiempo:Akira Yashimi, el general Patterson y Moshe Spinoza.
Akira Yashimi, biólogo, geólogo, matemático, físico teórico, astrofísico, cosmólogo, astrobiólogo y
Premio Nobel japonés. Nació en Osaka en 1948, pero al cumplir los dos años su familia se marchó a
Inglaterra donde habían nombrado cónsul a su padre. En Inglaterra brilla muy pronto por su intelecto,
pero por su precocidad y su raza es ridiculizado y aislado por sus compañeros. Akira se refugia en los
estudios y destaca en todas las materias. Ingresa en Cambridge y se gradúa con honores en matemáticas,
biología, geología y física. Finalmente se doctora en biología y física. En sus trabajos se ocupa de las
leyes básicas que gobiernan el universo. En 1987 le conceden el Premio Nobel por su teoría sobre «el
origen y el fin del universo», publicada en 1982 y que tardó una década en ser asimilada por el resto de
la comunidad científica. En 1990 empieza a escribir trabajos sobre astrobiología donde especula sobre
la vida extraterrestre. La comunidad científica lo rechaza unánimemente cuando publica un artículo
afirmando la naturaleza extraterrestre de la vida en la Tierra. A partir de ahí se encierra en su laboratorio
y no vuelve a publicar nada más. Cuando estalla la crisis por el ataque extraterrestre le llaman para
liderar la «Comisión para la Defensa de la Tierra».
El general Patterson, un héroe militar norteamericano. Nació en Hannibal (Missouri) en 1943.Ingresa
en West Point 1965, pero antes de graduarse se alistó para luchar en la Guerra del Vietnam. En el curso
de esta guerra fue ascendido por la valentía y éxito de sus acciones hasta seis veces, alcanzando el rango
de Coronel. Fue herido gravemente durante la ofensiva del Tet y por ello se le otorgó el Corazón
Púrpura. Volvió al frente en cuanto se recobró de sus heridas y fue herido tres veces más antes de la
retirada de los Estados Unidos. Inició una campaña a favor de un ataque nuclear a Vietnam del Norte y
fue retirado del servicio activo en 1976. En 1980 se le reintegró al servicio cuando estalló la Segunda
Guerra de Corea y fue uno de los más destacados mandos hasta que se declaró un nuevo alto el fuego en
similares términos que el anterior, alcanzado Patterson el grado de Teniente General. Abogó por el uso
de bombas nucleares para ganar la guerra y al término de la misma fue nuevamente retirado del
servicio. No obstante, en1986 fue nombrado miembro del Estado Mayor y en 1990 ascendido a General
de Ejército. En el año 2002 se retiró voluntariamente del servicio activo, poniéndose al frente del
Movimiento de los derechos civiles para los afroamericanos. Cuando estalla la crisis por el ataque
extraterrestre le llaman para ocupar la jefatura de Estado Mayor de la Defensa de los Estados
Confederados de la Tierra.
Moshe Spinoza, diplomático, político, estadista y poeta israelí. Nacido en Jerusalén en 1948, pero
educado en Tel Aviv. A los 16 años participó en la fundación de un Kibutz cerca de Haifa. Estudió
derecho en la Universidad de Tel Aviv. Participó sucesivamente en la Guerra de los Seis Días, en la
Guerra de Yom Kipur y en la invasión del sur del Líbano. A los 35 años le nombran embajador en
Moscú. A los 40 años vuelve a Israel y le nombran Ministro de Exteriores y en 1990 fue elegido Primer
Ministro de Israel, liderando el proceso de paz con la OLP que condujo a la firma de los acuerdos de
Berna, poniendo fin al conflicto palestino―israelí. En 1995 fue elegido Presidente de Israel e impulsó
el proceso de paz con los árabes que terminó con medio siglo de conflictos en Oriente Medio. El año
2001 fue elegido Secretario de la ONU. Cuando estalla la crisis por el ataque extraterrestre le eligen
Presidente de los Estados Confederados de la Tierra.
Se proyectó la misión «ONE TICKET TO MARS» para viajar a Marte con todos los medios
tecnológicos disponibles, los más brillantes ingenieros se pusieron al servicio de la agencia espacial y se
escogió a la tripulación entre los mejores pilotos. La agencia espacial sólo podía preparar un viaje de
ida, sin retorno, la tripulación y los embajadoresasumían que la misión encomendada era suicida.
El cohete «Desperado» despegó de la base Area―51 el 8 de septiembre de 2017, aprovechando una
ventana de lanzamiento, y llegó a la órbita de Marte seis meses después. La aproximación al satélite
Fobos estuvo llena de funestos presagios y cuando tuvieron a la vista la rutilante esfera todos esperaban
que un inminente ataque les fulminara. Se mandaron los protocolarios mensajes de paz y súbitamente el
cohete fue atrapado por una fuerza irresistible que los atrajo hacia la esfera, abriéndose sobre su lisa
superficie una esclusa por la que se adentró el cohete.
El cohete, impulsado por una fuerza ajena, avanzó por un corredor hasta que se detuvo en enorme
hangar en el centro de la esfera. Los embajadores se enfundaron sus trajes espaciales y salieron del
cohete. Anduvieron por una pasarela mirando con recelo a su alrededor. De repente se hizo una potente
luz que los deslumbró.
—Bienvenidos, humanos —retumbó un coro de voces dentro de sus cabezas.
Los delegados alzaron la mirada pues no sabían de donde procedían aquellas voces y asustados
vislumbraron a tres criaturas colosales que los rodeaban sentados en tres tronos. Eran de tipo
humanoide, pero de una altura de un edifico de seis pisos, con la piel de color azul piscina, brazos
desproporcionadamente largos que colgaban casi hasta al suelo y las cabezas alargadas. Su único
atuendo lo constituía una especie de corona sobre sus apepinadas cabezas. Sus rostros casi sin rasgos se
mostraban hieráticos y sus cuerpos reposaban inertes sobre sus tronos.
—¿A qué venís? —volvió a retumbar el coro de voces en la cabeza de los delegados.
—Queremos la paz —contestó Moshe Spinoza, el Presidente de la Confederación.
—Inadmisible. Hemos firmado un contrato y tenemos que cumplirlo.
—¿Quiénes sois? ¿Por qué nos atacáis? —preguntó Spinoza, olvidándose del protocolo.
—Somos Jynx, una raza pacífica con vocación universal. Venimos de un planeta a miles de millones
de años luz del Sistema Solar. Viajamos por el universo más rápido que la luz por medio de nuestras
ondas cerebrales. Somos ectoplasma, lo que veis es una figuración recreada para vosotros partiendo de
vuestros estereotipos. En realidad, nuestra estatura es convencional, pero con esta altura os
impresionamos más.
Los delegados advirtieron que los Jynx utilizaban algún tipo de comunicación telepática pues los
extraños «reyes» en sus tronos no movían su aparato bucal.
—¿Por qué nos atacáis? —insistió el Presidente Spinoza.
—Los Jynx amamos el universo y cuidamos de él. La vida es una rareza del cosmos, existen muy
pocos planetas habitados en toda la galaxia. La especie humana es una plaga dañina para el planeta azul.
Si no os exterminamos destruiréis la Tierra y las criaturas que la habitan. Os pensáis la creación más
excelsa del universo porque vuestras desventajas evolutivas se han visto compensadas por el don de la
inteligencia, pero para nosotros los Jynx vuestra inteligencia es tan insignificante como la de una ladilla.
Somos una empresa exterminadora de plagas de gran prestigio en el mercado y nos han contratado para
acabar con la invasión humana del planeta Tierra. Nuestra misión es aniquilar a la especie humana sin
dañar al planeta ni al resto de las especies. Esperamos explicarnos bien porque algunos términos de
vuestro idioma nos resultan ambiguos.
Los delegados se miraron unos a otros perplejos sin saber qué decir. Se había conjeturado mucho
sobre la entidad agresora y se habían ensayado las negociaciones previendo cualquier eventualidad,
pero cuando los delegados descubrieron que estaban parlamentando con los empleados de una empresa
de desratización se quedaron súbitamente sin argumentos.
—¿Pla—pla—pla plaga…? —farfulló estúpidamente el Presidente Spinoza.
―Sí, plaga, de un tiempo a esta parte habéis incrementado vuestro número masivamente
amenazando a las demás especies y a la propia pervivencia de la Tierra, uno de los planetas más fértiles
del Universo. Vosotros, los humanos, habéis perturbado la armonía de la naturaleza, vuestra ambición
desmedida, vuestro capitalismo desenfrenado, vuestra sociedad consumista…, en resumen, vuestra
estupidez, es la peste del planeta.
—Pero los hombres han traído la civilización a la tierra, el arte, las ciencias, la tecnología… —
improvisó Akira Yoshimi, el delegado científico.
—Sois presuntuosos los hombres, vuestra civilización es destructiva, no sólo para vosotros, sino para
el resto de los habitantes de la Tierra. Amenazáis el planeta entero con vuestros gases invernadero, con
vuestros combustibles fósiles, con vuestros artefactos nucleares, con la polución del aire, la
contaminación del agua… la tierra se verá pronto abocada a una extinción masiva sino se pone remedio
de forma tajante. Vuestra vanidad antropocéntrica no os deja ver la insignificancia de lo que llamáis
civilización. Si en realidad fuerais sabios, como os denomináis, os daríais cuenta de vuestra pequeñez,
de vuestra mezquindad.
—Los hombres podemos destruir, pero también somos capaces de crear. La humanidad ha creado
cosas bellas, excelsas…
—No tan excelsas como las que ha creado la naturaleza, y no se envanece por ello.
—… La Mona Lisa, Las Meninas, La joven de la perla…
—No son más hermosos que un tigre.
—… La Piedad, la Venus de Milo, Laoconte y sus hijos…
—No son más bellas que una rosa.
—… Las Pirámides, Angkor Wat, la catedral de Notre Dame…
—No son más impresionantes que el Himalaya.
—… La Divina Comedia, El Quijote, las obras de Shakespeare…
—Nosotros los Jynx no tenemos literatura, no nos interesa las simulaciones de la realidad. Nunca
entendimos la necia afición de los humanos a inventarse vidas y situaciones que nunca sucedieron.
Consideramos la literatura un producto más de la vanidad humana.
Akira Yoshimi se quedó sin argumentos.
— Podemos cambiar.— Sugirió el Presidente de la Confederación.— Hemos aprendido la lección, si
nos dais una oportunidad comprobareis que podemos vivir en armonía con la naturaleza.
— No, es demasiado tarde, hemos firmado un contrato para exterminar a la especie humana y
tenemos que cumplirlo. Somos una empresa de prestigio, reconocidos en el mercado por la eficiencia de
nuestro trabajo. Esperamos estar explicándonos bien porque algunos términos de vuestro idioma nos
resultan ambiguos.
—¿Queréis dinero? Os daremos todo el que queráis…
—¡ESTUPIDO! ―rugieron las voces al unísono—. ¿CREES QUE NOS INTERESA VUESTRO
DINERO?!!!
Los delegados se apretaron la cabeza con las manos pues el grito les retumbó dentro del cráneo como
una explosión.
—¿Hay alguna oportunidad para la humanidad? – Intervino el General Patterson, el delegado militar.
—Ninguna ―contestaron—. La única solución es vuestro exterminio. Esperamos explicarnos
correctamente porque vuestro idioma es ambiguo.
—¿Por qué nos habéis dejado llegar hasta aquí si no existe ni una sola oportunidad para la
humanidad?
—Os hemos recibido para que conozcáis nuestros motivos. Somos una raza pacífica y no
exterminamos si no hay alguna buena razón para ello.
—Entiendo —prosiguió el General Patterson—. Como desprecias nuestra literatura desconoceréis a
Homero, ¿verdad?
—Lo desconocemos vagamente. No nos entretengáis más, tenemos trabajo que hacer…
—Será sólo un momento. Homero nació en Esmirna, en la antigua Grecia, una de las cunas de la
civilización que pretendéis destruir. Se considera a Homero el autor de La Ilíada y La Odisea, dos
largos poemas épicos sobre la guerra de Troya. La culpa de todo la tuvo una mujer, como siempre, pero
eso no viene a cuento. Después de 10 años sitiando Troya, los aqueos estaban fatigados y a punto de
darse por vencidos, pero se le ocurrió a Odiseo, el más astuto de los Héroes, una nueva treta.
Construyeron un gran caballo de madera hueco y se metieron dentro un puñado de soldados liderados
por el propio Odiseo.
—Nos distraéis de nuestra misión exterminadora, debemos seguir con nuestro trabajo...
—Ya termino. El resto del ejército fingió partir en sus cóncavas naves y un infiltrado de los aqueos
convenció a los troyanos de que el caballo era una dádiva de los dioses. Los incautos troyanos metieron
al caballo dentro de las murallas de la ciudad y se emborracharon celebrando la victoria. Al llegar la
noche, aprovechando que los centinelas de la ciudad dormían la borrachera, Odiseo y los suyos salieron
sigilosamente del caballo y abrieron las puertas de la ciudad para que entraran el resto de las tropas, que
saquearon Troya sin ninguna compasión, sembrando gran muerte y ruina.
Cuando el General Patterson terminó de relatar la historia de la caída de Troya gritó «banzai» y
apretó un dispositivo dentro del traje espacial que hizo detonar un artefacto escondido en el cohete
provocando una reacción nuclear en cadena y cumpliendo su íntimo sueño de detonar una bomba
atómica.

La explosión provocó temperaturas de 300 millones de grados centígrados en el centro de la


conflagración y la onda expansiva fue de tal magnitud que sacó al satélite Fobos de la órbita de Marte.
La esfera se desintegró en un nanosegundo y sus partículas se esparcieron por todo el universo,
haciendo desu recomposición un rompecabezas complicado hasta para la civilización más
tecnológicamente avanzada de la galaxia.

… y así se salvó la Tierra una vez más, pero... ¿Hasta cuándo? Y sobre todo ¿Para qué?

Kilgore Trout, Illium, 1985


Manuel Moreno Bellosillo

Manuel Moreno Bellosillo, nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad


Autónoma de Madrid. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del
género ciencia ficción ha publicado en internet bajo el pseudónimo de Horacio Hellpop una novela
titulada «El Hombre orquesta» sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De este mismo género
ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado ―La sonrisa de Mickey Mouse‖ y en la
antología distopía de Cryptshow un cuento titulado ―Moonwalkers‖, así como algunos microrrelatos.
Los colores de Alfa
Centauri
de Miriam Álvarez Elvira
Los colores de Alfa Centauri
Miriam Álvarez Elvira

Pese a que apenas superaba los treinta años de edad, Chloe Youngblood había sido premiada en
numerosas ocasiones por la Universidad de Las Vegas. Sus estudios de radioactividad aplicada sobre
seres vivos, habían llegado hasta los oídos de los más altos cargos de la Agencia Central de Inteligencia,
por lo que en ocasiones colaboraba en misiones que podrían clasificarse de Top Secret. Las malas
lenguas decían que esa no era la única razón de su rápida ascensión, pues su larga cabellera rubia, sus
ojos azules y su cuerpo bien proporcionado habían alegrado la vista a más de uno. Ella no daba
demasiada importancia ni a los envidiosos ni a las consecuencias de su trabajo. Lo único en lo que
consistían esas misiones secretas era en aplicar una pequeña dosis de radiación en el cultivo de unas
vacunas que la propia CIA hacía llegar a su casa. Ella lo hacía y listo, cómo las preparaban y a quién se
las dosificaban no le importaba en absoluto.
Jane Clearwater en cambio, no tenía grandes estudios ni un cargo importante. Trabajaba en una
empresa familiar de transportes, donde ella hacía trabajo de secretaria, anotando los pedidos. Los
encargados de llevar los camiones eran su padre y su hermano, aunque ella también había obtenido el
permiso para conducirlos. Su padre se había fracturado un brazo cuando una carga se había vencido
sobre él, incapacitándole para conducir, por lo que ella decidió sustituirle y conducir por él mientras se
recuperaba. Jane era una mujer bastante femenina, pero cuando conducía el camión prefería interpretar
otro papel. Se vestía con una camisa de cuadros y un peto vaquero, prendas que disimulaban sus curvas
femeninas. En la carretera prefería tomar el papel de una mujer más ruda y desvergonzada. De esta
manera se ahorraba la mayoría de silbidos, piropos y otras llamadas de atención vergonzosas que los
demás camioneros la dedicaban. Además, la ropa de hombre era la más cómoda a la hora de conducir.
La señorita Youngblood era algo especial en cuanto a la entrega de mercancía se refería. Nunca
pedía que se la transportasen los vehículos propios de la CIA, sino que pedía que se lo entregasen
mediante empresas particulares. La CIA no hizo más preguntas y cumplió su pequeño deseo. Chloe era
una gran pieza en un engranaje, aunque ella no lo supiese, y esa petición a cambio de todo el trabajo que
ella realizaba les resultó incluso ridículo.
Así pues, tras días de viaje cruzando el país por las clásicas rutas, Jane llevó su camión hasta el sur
del estado de Nevada, a una de las ciudades satélite de Las Vegas, llamada Spring Valley. Jane se
sorprendió al comprobar que la dirección que buscaba no era más que una casita, ya fuera de la ciudad,
situada en mitad de un yermo páramo. La casa tenía adosado un granero, más alto que la propia
vivienda, y también había un pequeño corral donde revoloteaban unas gallinas. Aparcó el camión justo
enfrente de la casita y llamó al timbre.
Chloe abrió la puerta y apoyó el brazo estirado en el marco, mirando hacia el frente con la cadera
formando una curva perfecta y con los labios entreabiertos. Vestía una bata blanca abierta, bajo la cual
únicamente había una malla de danza. Ambas mujeres se quedaron paralizadas unos segundos al ver a
la otra:Chloe porque era la primera vez que recibía un transportista mujer y no sabía cómo reaccionar, y
Jane porque no se esperaba ese recibimiento.
—¿Señorita… Youngblood? —dijo Jane intentando ocultarse tras la carpeta donde llevaba todos los
documentos de los pedidos.
—Sí… —dijo ésta incorporándose, sintiendo que algo había hecho mal.
—Voy a… descargar su pedido. —Jane volvió rápidamente a la parte trasera del camión,
descargando un barril amarillo que mostraba el símbolo de ―peligro biológico‖, que rodó hasta el
interior de la casita—. ¿Lo dejo por aquí? ¿Dónde lo quiere? —preguntó, mientras Chloe permanecía de
pie con las manos juntas bajo la cara, muy avergonzada—. Qué extraño. Pensé que usted era científica.
—dijo lanzando una mirada al recibidor, de madera antigua, muy desgastada. Había demasiada cantidad
de polvo flotando en el aire. Las típicas fotografías de familia que estaban colgadas por las paredes a
distintas alturas prácticamente no se veían por la capa de polvo que había sobre ellas.
—Y lo soy… Tengo el laboratorio en el sótano.
—Ah… ¿Quiere que le baje el barril?
—No, no, no hace falta…
—Oiga —gruñó Jane malhumorada—. Que sea una mujer no quiere decir nada. Soy perfectamente
capaz de bajar este barril al sótano, igual que lo haría un hombre. Estoy perfectamente capacitada. De lo
contrario tendrá que bajarlo usted y la veo aún menos capacitada que yo.
Chloe, enredó un dedo en uno de sus rizos rubios, nerviosa. Jane parpadeó sorprendida. Sabía que
vestirse de hombre le daba un aspecto más bruto, pero de ahí a intimidar a otra mujer… Abrió la boca
para disculparse cuando, de pronto, Chloe se le lanzó encima, besándola en la boca. Jane gritó.
—¿Pero qué hace? —bramó, mientras apartaba a Chloe de un empujón. Ella misma se apartó, dando
un paso hacia atrás—. ¡Estoy harta! ¿¡Por qué todo el mundo piensa que por vestir así soy lesbiana?! —
mientras hablaba, Chloe intentó besarla de nuevo. Jane se apartó hacia atrás, tropezando con el barril, y
cayendo de espaldas contra una puerta, que se abrió por el golpe. Tras ella, había unas escaleras que
conducían hacia abajo, por lo que Jane cayó rodando por ellas. El barril la persiguió, cayendo dando
botes, provocando fuertes ruidos metálicos, cada vez que tocaba las escaleras. Jane se cubrió la cabeza y
el barril pasó sobre ella. Perdió el conocimiento.
Cuando despertó, estaba en un laboratorio. Parpadeó, enfocando la vista. Tenía que ser el sótano, pues
veía las escaleras por las que había caído al fondo de la sala. Debía haberse hecho una herida encima de
la ceja, notaba la sangre caliente cayendo a un lado de su cara. Hacía un poco de frío. Fue a
incorporarse, pero algo se lo impidió. Aterrada, fue consciente de que estaba atada a una silla. Oía unos
ruidos débiles, como sollozos, en algún lado de la sala.
Jane no sabía qué pasaba, pero permanecer atada no era algo que la tranquilizara. Dio un saltito para
ponerse en pie, buscando mientras buscaba algo afilado con lo que cortar las cuerdas. Se encontró frente
a ella el barril amarillo de peligro biológico, abollado y destapado. Jane retrocedió asustada al verlo,
volvió a tropezarse con algo y volvió a caer.
Por suerte o por desgracia, no perdió el conocimiento esta vez. Cayó encima de algo que amortiguó
su caída, frío y blando, pero a la vez duro, como un colchón viejo. Cuando levantó la cabeza, se
horrorizó al comprobar que era un hombre. Muerto.
No sólo él, cuando levantó la cabeza vio una pila, de al menos otros cuatro, amontonados como si
fuesen documentos en una oficina. Jane no pudo evitarlo. Chilló, mientras intentaba incorporarse tan
rápido de allí como le permitían sus extremidades atadas.
Sus gritos atrajeron a Chloe. Tenía todo el maquillaje de los ojos se le había corrido de llorar y sus
mejillas estaban sonrojadas. Seguía vestida con la malla y la bata.
—¿Has despertado? —preguntó tímidamente.
—¡Suéltame puta psicópata! ¡Suéltame! —gritó Jane histérica intentando levantarse, o al menos
evitar el contacto con el hombre muerto, sin éxito—. ¡Jodida loca!
Chloe agarró la silla y la levantó con una sola mano como si sólo fueran cuatro palos. Jane se puso
pálida, y se derrumbó.
—Hija de puta. Me vas a matar. ¿Yo qué he hecho? —dijo Jane mientras lloraba—. No abrí el
cargamento del camión. No sé qué llevaba.
—¿Qué? ¿Por qué piensas eso? —dijo Chloe sentándose a su lado. Jane no entendió nada.
—¿Qué por qué pienso eso? ¿Por qué tienes cinco tíos muertos ahí, quizá?
—Pero no están muertos —dijo Chloe—. Tan sólo les acojo en su hibernación. Despertarán tarde o
temprano.
Jane se giró para mirar a los hombres. Sí, eran cadáveres, estaban muertos. Pálidos, con los labios
morados. El frío de aquel lugar les había ayudado a que se conservasen algo mejor, pero ya había un
leve tufo a descomposición.
—¡Están muertos! —gritó Jane—. ¿¡A quién pretendes engañar?!
—Están hibernando…
—¡Son humanos, no osos! ¡Los humanos no hibernamos! —chilló Jane pataleando—. ¿Pero qué
clase de loca eres tú?
—No lo sabía —dijo Chloe. Rompió a llorar de nuevo. Jane no sabía qué pensar. Estaba secuestrada
por una científica loca que manejaba material peligroso, tenía cinco hombres muertos, y sin embargo,
era ella la que lloraba.
—Suéltame. Déjame irme. Ya te hice la entrega, juro que no vi nada. No avisaré a la policía —dijo
Jane aprovechando aquella debilidad en su rival.
—Te soltare si me escuchas —dijo entre sollozos—. Y si me crees y me puedes ayudar.
Jane puso los ojos en blanco y asintió. Qué otra opción tenía.
—Yo… No soy humana —comenzó a relatar Chloe—. Soy… bueno eh… Estoy nerviosa. Es la
primera vez que le cuento esto a alguien… desde que me escapé. —según Chloe hablaba, Jane enarcaba
más las cejas—. Soy una ashanntheridewy. Del planeta Thehanderida… Lo sé, es un poco lioso,
nuestros sufijos y prefijos no funcionan como aquí. —aclaró al ver la mirada de Jane. Sus ojos
prácticamente habían quedado ocultos bajo sus cejas fruncidas—. Es un planeta que orbita dos
estrellas… Creo que no pasa nada si no digo los nombres. Vosotros lo llamáis el sistema de Alfa
Centauri. Sea como fuere, la nave donde viajaba se desvió, acabó aquí… es una historia bastante larga.
Vosotros los humanos me capturasteis…
—Los del Área 51 —dijo Jane poniendo los ojos en blanco. La famosa área se encontraba a poco
más de cien kilómetros de Las Vegas, por lo que por allí especialmente abundaban los chalados que
creían que allí había ―algo‖. A Chloe se le iluminó la mirada y asintió muy rápido al oírla—. ¡Ah, venga
que típico! ¡Cúrrate la historia la próxima vez! ¡Vaya loca, colega!
—Me prometiste que me creerías —dijo Chloe echándose a llorar de nuevo. Jane dio un suspiro.
—Venga, continúa. Cuando me sueltes decidiré si creérmelo o no.
—Conmigo traía un portal portátil… Jaja… Portal portátil —dijo entre sollozos, y continuó—. Pero
ellos me lo quitaron. Hicieron pruebas con él y conmigo. Hasta que un día escapé. Tuve que dejar atrás
mi cuerpo, sí, pero ya me haré otro cuando llegue a mi planeta. Me alojé dentro de él. —señaló uno de
los hombres muertos—. Recuperé mi portal y nadie se extrañó, al parecer era lo que tenía que hacer ese
hombre… Me dijeron que tenía que venir hacia aquí y eso hice. Me recibió esta señorita. Me pareció
mejor cuerpo, así que cambié y me alojé en ella. Durante poco tiempo, pensé, el necesario para que
activar el portal y regresar a mi planeta. Pero ellos habían experimentado con él… Cambiaron el código.
Y no sé activarlo ahora. —rompió a llorar. Jane la observó, frunciendo el cejo—. Llevo unas cuantas
rotaciones aquí y no sé qué hacer.
—¿Y bien? ¿Y los hombres muertos a qué vienen?
—Cuando me traspasé a la señorita, el hombre en el que había estado alojada recupero sus
pensamientos. Decidí saludarle para normalizar un poco la situación. Él también me saludó y a los
pocos segundos cayó al suelo. Yo pensé que estaba hibernando, recuperándose de mi hospedaje.
—Espera… Define ―saludar‖. Porque si les saludaste como has hecho conmigo… —Chloe asintió.
—No sabía cómo se actuaba con otras hembras aquí, así que ante la duda hice lo mismo.
—¿Qué? ¿En tu planeta recibís a los huéspedes semidesnudas y para saludar les dais un beso de
tornillo en la boca? —para su sorpresa, Chloe asintió, como si aquello fuese totalmente normal.
—Es un símbolo de hospitalidad el entregarse totalmente al huésped.
—¿Y dices que caían redondos nada más les besabas…? —Jane empezó a escupir a un lado todo lo
rápido que pudo. Pensó que la saliva de la extraterrestre debía tener algún componente venenoso que
había provocado la muerte de aquellos hombres.
—No te preocupes, caían al instante. Al principio temí que te hubiese pasado lo mismo, cuando te
caíste por las escaleras. A ti no te ha afectado.
—Sea como sea, estoy viva y te he escuchado. Ahora suéltame. Me lo prometiste.
—Antes de irte, por favor… Quiero enseñarte el portal. Puede que tú tengas una idea y puedas
activarlo. Por favor… —suplicó. Jane suspiró y asintió. Chloe, contenta, rompió las cuerdas con las
manos desnudas, con tanta facilidad como quien parte un regaliz.

Chloe ocultaba el portal en el granero. Era una estructura de un metal no terrícola, que formaba un arco
no demasiado alto, con extraños glifos inscritos. Jane calculó que tendría que agacharse un poco para
pasar bajo él. Junto al arco, había un mecanismo que debía ser el panel de control, necesario para
activarlo.
—¿Ves? Los eslabones están destrozados —dijo Chloe señalando unos relieves con formas extrañas
en un lado del mecanismo. Estaban negros, como si se hubiesen fundido—. Y en cambio colocaron
esto.
Era un panel con un gran número de cables. Estaban todos cortados y separados, pero Jane vio como
había dos haces claramente distinguibles. En cada haz, había una veintena de cables de distintos colores,
que casualmente coincidían con los colores del otro haz. Jane no se lo pensó mucho, tomó un cable rojo,
y lo unió con otro cable rojo.
El portal dio un chasquido, y uno de los glifos se iluminó. Chloe dio un gritito de alegría.
—¿Cómo lo has hecho? —chilló impresionada, asomándose al panel de cables.
—Cable rojo con cable rojo —dijo, como si fuese demasiado obvio. Chloe no parecía entender. —
Cable turquesa. —dijo tomándolo— con cable turquesa. —los unió. Sonó otro chasquido y otro glifo se
iluminó en el portal.
—¡No sé qué estás haciendo, pero funciona! ¡Sigue!
—Es tan fácil como unir los colores… ¿En serio no se te había ocurrido?
—Colores… —dijo Chloe muy lento, como si saboreara la palabra—. Es extraño… Mi mente
humana registra la palabra, pero no logro encontrar su significado.
—¿No sabes qué es un color? —Jane intentó explicárselo, pero no encontró palabras—. ¿No
distingues los colores? ¿No encuentras diferencia entre los cables?
—Hay diferencia entre ellos… Pero tendría que utilizar la ecuación de Ghastyraj por el sistema
Fuoarfk para averiguarlo. Y ya lo utilicé y no se solucionó nada.
—Pero estás hospedada en una humana. Ella si distingue los colores… A no ser que fuese
daltónica… —la extraterrestre se encogió de hombros, como si no entendiese esa palabra. Jane entendió
que aquellas conversaciones servían de poco y se concentró en unir cables de colores.
Rápidamente unió todos, activando el portal. Bajo el arco apareció lo que parecía un espejo. Chloe
gritó de alegría y la abrazó. Jane se sintió útil, pero también algo estúpida. Algo que para los humanos
era tan tonto como los colores, había bloqueado por completo a una inteligencia superior de otro
planeta.
—¡Gracias amiga! ¿Quieres venir conmigo? —Jane negó rápidamente. Chloerio—. Lo suponía no te
preocupes… Te estaré agradecida para siempre. ¡Volveré y te mandaré regalos! ¡Espérame dentro de
unas traslaciones!
—¿Cuánto tiempo es exactamente una traslación en tu planeta? —preguntó Jane. Pero Chloe ya
estaba frente el portal. Se despidió de Jane haciendo un exagerado gesto con todo el brazo, y después,
cruzó el espejo de un salto.
El espejo se rompió, y todas las luces del portal se apagaron. Chloe cayó desmayada al otro lado del
arco.
—¡No! —gritó Jane corriendo hacia ella. La abrazó por detrás, tomándola el pulso. Estaba estable.
En ese momento, Chloe recuperó la consciencia y abrió los ojos.
—¿¡Quién es usted?! ¿Qué hace? —bramó. En ese momento Jane supo que ya volvía a ser la
verdadera Chloe Youngblood. Suspiró de alivio al saber que la extraterreste había vuelto a su planeta.
Apenas habían compartido media hora de conversación, pero ya la había cogido cariño, y hasta sintió
algo de lástima. Mientras, pensó una buena excusa para la verdadera Youngblood.
—Soy la transportista. Dejé su cargamento en el sótano —mientras Jane hablaba, Chloe se percató
de que estaba semidesnuda, e intentó taparse como pudo con la bata.
—¿Qué me has hecho? ¿Por qué no recuerdo nada? ¡Me has drogado, bollera hija de puta!
—¡Otra vez! ¡Porque vaya con ropa de hombre no quiere decir que sea lesbiana! ¡Es usted una
maleducada, señorita Youngblood! ¡Me gustaba más cuando un extraterrestre de Alfa Centuari
controlaba su cuerpo! —dijo Jane alejándose, saliendo del granero. Chloe Youngblood se quedó
pensativa, mirando cómo Jane se alejaba, percatándose al fin del extraño aparato extraterrestre que tenía
al lado.
Miriam Álvarez

Miriam Álvarez (Madrid, 1993) es graduada en Historia del Arte por la Universidad Complutense de
Madrid. Desde pequeña sintió una gran atracción por el estudio de las civilizaciones antiguas y por la
literatura, especialmente la de género fantástico. Su relato La Caza del Unicornio quedó en cuarto lugar
en el concurso de relatos de Fantasía, Terror y Ciencia Ficción de la Universidad Complutense, y
Cruel Galatea fue uno de los relatos escogidos para formar parte de la antología Mi San Valentín
Sangriento, que organizó el blog El Lado Oscuro. Actualmente se encuentra trabajando en una saga de
fantasía, cuyo primer volumen, El Lago de la Niebla, verá pronto la luz.

Blog: http://higkerdok.blogspot.com.es/

Twitter: https://twitter.com/Higkerdok

Facebook: https://www.facebook.com/pages/El-Higkerdok/119269641485249
Los Monos Reptil del
Doctor Kerome
de Jorge Hernández Cid
Los Monos Reptil del Doctor Kerome
Jorge Hernández Cid

Seguro en su centro de mando, y a pesar de la invasión de las Fuerzas Especiales a su guarida volcánica,
el maléfico Dr. Kerome reía y reía.
Sus planes estaban a minutos de completarse, como le indicaba uno de los tantos monitores en el
cuarto. El resto del lugar estaba repleto de maquinaria de variada índole, de próposito indefinido, todo
ello con cintas magnéticas, medidores cuyas agujas brincaban alocadamente, sets de luces que prendían
y apagaban sin tón ni són, reóstatos por todos lados, y la ocasional Escalera de Jacob. Al fondo del
cuarto, firmemente sujeto por pies y manos a una sólida mesa de metal, se encontraba Abel Smith,
Agente Especial del Gobierno de los Estados Unidos de América y prisionero del Doctor. A él iban
dirigidas sus risotadas.
―¡Míralos, Smith, míralos!¡ Tus estúpidos hombres avanzan y mueren sin saber que mis esbirros
solo están ganando tiempo!¡En un par de minutos, la programación habrá concluido y desataré a mis
letales creaciones sobre ellos!¡MUÁJÁJÁJÁJÁ!
En varios de los otros monitores del centro de mando podían verse bizarros diagramas en que
aparecían chimpancés y diferentes tipos de reptiles, y lo que parecían ser cadenas de ADN: dragones de
Komodo, monstruos de Gila, varanos, cocodrilos, camaleones. El Doctor miraba los monitores y volvía
a reír, complacido. Smith suspiró, desesperanzado: era obvio que el lunático Doctor se preparaba a
monologar.
―¿Ha oído, agente Smith, que una parte del cerebro de los mamíferos es como el de un reptil?
¡Instintiva, compulsiva, y primitivamente obsesionado con la supervivencia a cualquier costo! Eso me
hizo pensar: ¿Qué pasaría si este cerebro reptil fuera potenciado, hecho más dominante? El resultado
sería una creatura viciosa, paranoica y siempre lista para cazar y pelear, tal como los depredadores alfa
entre los reptiles. En otras palabras, el soldado perfecto. Y eso me hizo pensar aún más: ¿No sería
también de beneficio para esta hipotética creatura si además contara con las características que definen a
esos reptiles depredadores?¡Definitivamente! Y entonces tomé chimpancés, que son de los mamíferos
más evolucionados y hasta cuatro veces más fuertes que un humano, y potencié su cerebro reptil al
mismo tiempo que les proporcioné las características depredadoras de varios reptiles. Está a punto de
ver el resultado: ¡¡¡Mi inagotable ejército de MONOS REPTIL!!!
Abel se quedó atónito un momento, incapaz de hablar. ¡¿Cómo era posible que alguien con
semejante inteligencia y educación confundiera a los monos con los simios?! Entonces notó la mirada
expectante que le dirigía el Doctor, y se dio cuenta que debía decir algo.
―Eeeh… ¡Está ustéd demente, Kerome! ―no era la frase más original, pero sí la primera que le
vino a la mente y bastante apta para la situación, por lo que asintió por énfasis, satisfecho. El Doctor
también parecía estar complacido:
―¡JÁJÁJÁJÁJÁ!¡¿Qué importa?!¡Para el fín del año, el mundo será mío!
Abel notó que al tener toda la atención del Doctor, éste ya no estaba al pendiente de la cuenta
regresiva en sus monitores; decidió él también ganar tiempo, que sus aliados pudieran abrumar a los
esbirros del Doctor y poner fín a sus planes.
―No veo cómo, pues siguen siendo… monos. No saben usar armas, los van a matar a tiros antes de
que se acerquen a hacer daño. ¿Qué, el gran Doctor Jex Kerome no puede modificar humanos? ―hizo
la pregunta con el tono más petulante y burlón que pudo, y el efecto sobre el Doctor fue inmediato.
―¡Claro que hubiera podido trabajar con humanos! ―rugió indignado―. Pero aunque admito que
hubiera sido útil que pudieran utilizar armas de fuego, la inteligencia humana era un obstáculo mayor.
No necesito tropas que cuestionen el motivo de su existencia, o su valía, o la naturaleza del Bien y el
Mal, o la moralidad de sus órdenes. Un chimpancé era la mejor opción, créame.
―Además ―prosiguió, subiendo el ritmo a su perorata―, parte de las modificaciones incluyen las
escamas del cocodrilo, y me refiero a las grandes super gruesas que les corren por el lomo ¡Pero
mejoradas con Ciencia! Un arma convencional es incapaz de detenerlos antes de que alcancen a su
portador. ¡Se llevarán los soldados del mundo una funesta sorpresa!
―¡Y eso no es todo!¡Si algún ejército encontrara la forma de derrotarles en el campo de batalla, mis
monos reptil se replegarían instintivamente a los bosques y junglas, donde sus genes de camaleón les
permitirán esconderse mientras se multiplican con rapidez. Y lo harán; por eso dije que mi ejército es
inagotable. Porque aunque no se vé en mis monitores, también he agregado ADN de conejo a la mezcla,
y serán extremadamente prolíferos; cuando no estén destruyendo todo a su alrededor, se estarán
multiplicando. Es su único otro interés. ¡Así es: mis monos reptil tienen el libído de estudiantes de
Bachillerato!¡JÁJÁJÁJÁJÁ!
Un sudor frío corría por la espalda de Abel Smith. Todo lo que el Doctor estaba revelando era
horrible, pero tenía que seguirlo distrayendo.
―¡Ha creado verdaderos monstruos, Doctor!¡¿En serio cree que va a poder controlarlos?!
―¡Aaaah, eso ya está resuelto! ―replicó el Doctor, encantado, acercándose casi bailando a una de
las máquinas en el cuarto, la cual poseía una ridícula cantidad de indicadores y reóstatos―. ¿Recuerda
este dispositivo, agente Smith, de aquella vez que intenté robarme la elección para Presidente de los
Estados Unidos?
―¡¿El Sintonizador Simpático?!
―¡Sí, el Sintonizador Simpático!¡La máquina que modifica las simpatías de las personas en
kilómetros a la redonda!¡Reconstruido y recalibrado para mi nuevo ejército, de modo que ahora cuando
mis monos reptil despierten me verán como su único y eterno Líder Alfa, y tendré su lealtad
total!¡JÁJÁJÁJÁJÁ!
―¡ESO CREES TÚ, KEROME!¡HASTA AQUÍ LLEGÓ TU PLAN! ―gritó repentinamente una
voz super masculina al mismo tiempo que la puerta del centro de mando se venía abajo. Entonces
entraron, armados hasta los dientes, el General Roger McIntire de las Fuerzas Especiales y una decena
de sus comandos, todos ellos apuntando con sus armas al Doctor.
Pero éste casi de inmediato se arrojó al piso, y un instante después Abel fue cegado por un fuerte
destello rojo acompañado de un zumbido y una ola de calor abrasador. Entonces asaltó a su olfato el
olor a carne quemada, y en sus párpados cerrados veía una curiosa cuadrícula tridimensional de un rojo
intenso. Se forzó a abrirlos, llorosos, y observó al Dr. Kerome de pie, sacudiéndose el polvo de su bata
blanca, mientras el General McIntire y sus hombres solo permanecían en su lugar, inmóviles, sus ojos
vacuos y echando humo de la cintura para arriba. Entonces sus torsos, cabezas y equipo se
desmoronaron, cayendo al piso en cuadritos de carne y tela y plástico y metal. Luego las otras mitades
de sus cuerpos se desplomaron como costales. De las paredes, a intervalos regulares, formando una
cuadrícula, surgían hilillos de espeso humo negro. Una matriz de rayos láser en las paredes, diseñada
para tal situación; efectiva y letal, pero a juzgar por los hilillos de humo, de un solo uso. Abel notó
entonces, horrorizado, que los soldados todos llevaban granadas explosivas en arneses en las caderas; si
las hubieran llevado más arriba las hubieran tocado los láser y todo habría estallado. El Doctor y él
estarían también muertos, y el mundo a salvo. No sabía como sentirse al respecto.
―Bueno ―dijo el Doctor mientras se pasaba un peine por el pelo―, eso fue inesperado. Ejecutaría
a los incompetentes que dejaron a estos hombres pasar pero lo más seguro es que ya estén muertos.
Su mirada pasó de los cuerpos despedazados a sus monitores, y sus ojos se iluminaron de maligna
alegría:
―¡Están listos!¡Están listos!¡MIS MONOS REPTIL ESTÁN LISTOS!―y dicho esto jaló un par de
palancas y presionó un par de botones; en los monitores Abel pudo ver, estupefacto, como de diversas
esclusas a lo largo de toda la base volcánica surgían hordas de chimpancés mutantes que se arrojaron
brutalmente contra esbirros y Fuerzas Especiales por igual.
―Eeeeh… están atacando también a sus hombres ―atinó a decir, sintiéndose estúpido
inmediatamente porque el Doctor obviamente también lo veía.
―Sí, pero ¿Para qué quieres esbirros cuando tienes monos reptil? ―respondió él, encogiéndose de
hombros―. Ya conseguiré más cuando haya conquistado el mundo. Pero ahora, agente Smith, es hora
de que usted conozca a mis creaciones.
Justo en ese momento aparecieron en el dintel un trío de chimpancés, que se quedaron viendo al
científico loco con obvia sumisión y deferencia. Abel empezó a pensar furiosamente. ¡Estaba a punto de
morir!¡Tenía que hacer algo! Podía haberse escapado de la mesa en cualquier instante, pues había
pasado un par de años en India aprendiendo los trucos de un viejo yogi, pero había preferido quedarse
amarrado y distraer al Doctor; sin mencionar que de haber actuado antes, los láseres de la pared lo
hubieran hecho cuadritos. Ahora escapar de sus ataduras no serviría de nada, igual los chimpancés lo
harían pedazos. Y al ser capturado, el Doctor se había asegurado de encontrar y retirar todos los
artilugios y dispositivos escondidos en sus ropas y persona. El examen rectal había sido
particularmente... perturbador. Realmente estaba derrotado, y el mundo caería en manos de un loco.
¡Pero no!¡Espera!¡Todavía tenía el Diente Pistola! El arma estaba tan perfectamente camuflada que
había escapado incluso al escrutinio del Doctor. Se la habían instalado después de la misión anterior,
donde había perdido el diente original en una trifulca. El único problema era la falta de precisión; era
para usarse a quemarropa, y aunque había ido al campo de tiro a ver que podía hacer a distancia, los
resultados no le habían satisfecho. Y solo tenía un disparo, lo cual era obvio debido a su tamaño. Muy
bien, entonces en realidad eran dos problemas: imprecisión a distancia y no segundas oportunidades.
¿Qué hacer? El Doctor estaba del otro lado del cuarto, y si trataba de engañarlo para que se acercara
sospecharía algo. Y no se iba a acercar solo; ciertamente querría ver su sangriento final a distancia. El
tiempo se agotaba, en cualquier momento esos simios vendrían a despedazarlo; no había forma de
mejorar las circunstancias, era hora de jugársela.
Abel tomó puntería, disparó… y la bala pasó a centímetros de la cabeza del Doctor, rebotando con
las paredes un par de veces antes de enterrarse, con cantidad de chispas y chirridos, en una de las
máquinas de la habitación. Era ahora el turno del Doctor de quedar estupefacto.
―¡¿Qué fue eso?! ¡¿Tiene… tiene una pistola en los dientes?! ―esto último dicho al notar el humo
saliendo de la boca de Abel―. ¡La tiene!¡Pero no la ha usado de nuevo, así que solo tenía un
tiro!¡JÁJÁJÁJÁJÁ! ¡Un último intento galante, pero en vano al fín! ¡Monos Reptil, les ordeno!
Pero el Dr. Kerome se quedó sin habla al mirar a sus chimpancés, que ya no le miraban con
deferencia, sino con creciente hostilidad. Confundido, miró el Sintonizador Simpático, y entonces notó
el hoyo de bala en el panel principal, y las chispas y chirridos que de él surgían. Empezaba a maldecir
cuando sus creaturas le cayeron encima, mordiendo y arañando.
Abel no perdió el tiempo; en un santiamén estaba libre, y en el siguiente arrojaba una de las granadas
explosivas del caído equipo del General McIntire hacia los simios. Alcanzó a parapetarse tras las mesa
de metal antes de que la granada destruyera casi por completo el centro de mando. La gruesa piel de los
chimpancés mutantes era a prueba de balas, y tal vez les hubiera protegido contra una granada de
fragmentación, pero contra una granada explosiva no pudo hacer nada, y nada fue lo que quedó de ellos,
igual que del Doctor Jex Kerome, científico loco.
Smith salió de su escondite, ahora abollado y ennegrecido, y por los quebrados ventanales del centro
de mando observó la situación en el resto de la base: aunque ahora los esbirros del Doctor y las Fuerzas
Especiales trabajaban juntos, los chimpancés estaban por todos lados y eran imparables. Los corredores
cortos les daban la ventaja, permitiéndoles alcanzar a los hombres antes de que los llenaran de balas, y
allí donde había el espacio para crear una zona de muerte, los simios atacaban por los flancos o salían
de los tubos del aire acondicionado, que siendo ésta una base volcánica, eran imprescindibles y estaban
por todos lados. Solo en un lugar los hombres mantenían a los chimpancés a raya: allí donde la
espléndida Ivana Stern encabezaba la defensa con un lanzallamas.
Aunque admiraba sus capacidades como agente, Abel simplemente no entendía a Ivana: era una
mujer hermosa e inteligente que podía haber sido cualquier cosa que quisiera, como mucama, azafata,
esposa y madre, camarera, ama de llaves, enfermera, porrista profesional o incluso participante perenne
de concursos de belleza. Pero había dejado todos esos brillantes futuros atrás para proteger a su país, e
insistía que era tan hábil y eficaz como un hombre. No, Smith no la entendía para nada.
¡Pero no había tiempo para pensar en la controversial mujer! Si todo lo que el Dr. Kerome había
dicho sobre sus creaciones era cierto, no podía permitírseles llegar al exterior; el Parque Nacional del
Monte Rainier estaba justo afuera, sus bosques el lugar perfecto para que los chimpancés se escondieran
e incrementaran en número. ¿Cómo detenerlos? La fuerza bruta no estaba funcionando, y bastaba con
que una sola pareja escapara para invocar el desastre. Solo era cuestión de tiempo que localizaran
alguna salida, y acorralarlos era imposible debido a los tubos de ventilación…
¡La ventilación!¡Estaban dentro de un volcán! Si pudiera apagar la ventilación, el calor rápidamente
los incapacitaría... igual que a los esbirros del Doctor, y a las Fuerzas Especiales. Y a él. Tal vez no
fuera tan buena idea: si todos quedaran postrados por el calor podrían morir antes de que llegaran los
refuerzos. Además, Abel no sabía quien sería abatido primero por el calor, si los chimpancés o los
humanos. Tanto los chimpancés como los reptiles que había visto en los monitores eran animales de
climas cálidos, mientras que todos los soldados portaban ropas y armadura personal no aptas para las
altas temperaturas. Si caían por el calor antes que los chimpancés, estos podrían escapar con facilidad.
¿Pero y si… en lugar de calentar el lugar, lo enfriara aún más? Abel no sabía que tan bien los
chimpancés normales aguantan el frío, pero sí sabía que vuelve a los reptiles letárgicos, siendo animales
de sangre fría. ¿Podría ser que estos chimpancés mutantes fueran afectados de similar manera?¿O
habría el Doctor considerado y corregido esa situación? Abel no tenía forma de saberlo, pero el tiempo
se agotaba, las Fuerzas Especiales iban perdiendo terreno, y su equipo ciertamente ofrecería algo de
protección contra el frío. Valía la pena intentarlo.
Pero el centro de mando era una ruina: si alguna vez hubo allí forma de controlar la temperatura, ya
no la había. Abel salió de allí con igual cantidad de prisa y cautela, pues aún se hallaba desarmado.
Cualquier encuentro con esbirros o chimpancés y sería su fín. Para su mala fortuna, la batalla no había
alcanzado los corredores por los que cruzaba, así que no había cuerpos en ellos, ni armas ni radios. Lo
único bueno era que el ruido y las explosiones al parecer atraían a los simios, por lo que tampoco había
ninguno.
Y finalmente la suerte le sonrió: en una intersección halló los restos de una sangrienta batalla,
cuerpos de hombres y chimpancés bloqueándola casi por completo. Encontró allí varias armas aún
útiles, y una radio de la base. Le tomó unos segundos hallar el canal de altoparlantes.
―¡Atención todos los Humanos! Bueno, no es como si los chimpancés entiendan esto… ¡Atención
todos!¡Los chimpancés son parte reptil, puede que sean vulnerables al frío!¡Hay que encontrar los
controles del aire acondicionado y bajar la temperatura a niveles glaciales!¡El centro de mando ha sido
destruido, así que no busquen ahí!¿Donde más hay, en Ingeniería, o la Cafetería?
―¡¿Y cómo sabes que les afectará el frío?! ¡¿Qué, te lo dijo el Doctor, o tal vez los mismos
chimpancés?! ¡¿Y dónde demonios estabas?! ―era la voz iracunda de Ivana Stern, saliendo de la radio.
―¡Es nuestra única esperanza!¡No me cuestiones y encuentra esos controles! ―gritó Abel a la radio,
mirando a su alrededor, inseguro de qué camino tomar o por donde empezar a buscar. Nunca había sido
bueno para orientarse.
―¡Escuchen! ¡La Cafetería no tiene controles de temperatura pero la sala de máquinas sí! ¡Sigan la
línea amarilla en la pareAAAAAAAGGHHHHHH!
Un esbirro, supuso Abel, escuchando aún los chillidos de chimpancés enfurecidos, disparos y gritos
humanos que aún salían de la radio. Miró a la pared, y efectivamente en ella había pintadas varias líneas
de colores, con flechas espaciadas regularmente para indicar la dirección a seguir. Empezó a correr
ahora, armas alzadas, atento a cualquier rejilla o ventila en su camino. Por todos lados los ruidos de la
batalla se volvían más fuertes, y pronto tuvo frente a sí a un enfurecido chimpancé mutante, pero los
tiros al centro de masa son para los principiantes: Abel le disparó en el ojo sin parar de correr,
abatiéndolo de un tiro; por si las dudas, al pasar a un lado le metió un tiro en el otro ojo.
Abel siguió la línea amarilla por el laberíntico complejo, enfrascado en constante combate con los
chimpancés mutantes. Muy pronto llegó al lugar de una enorme batalla. En algún lugar delante de él se
desarrollaba una titánica batalla en movimiento, revelada por los gritos de los simios, el estruendo de las
armas, y el rugir de un lanzallamas: los humanos sobrevivientes, muy posiblemente encabezados por la
agente Stern, dirigiéndose también al cuarto de máquinas. Comenzó a seguir el rastro, pero no parecía
alcanzarlos, solo encontraba los cuerpos y armas dejados atrás; tal vez si simplemente corriera a su
encuentro lo lograría, pero eso solo lo haría vulnerable a alguna emboscada chimpancé en el trayecto.
Los simios seguían apareciendo a menudo en su camino, atraídos sin duda por el ruido y el olor a
sangre. Solo la pericia excepcional del Abel con las armas le permitía seguir con vida, pero conforme
avanzaba, aumentaba el número de chimpancés que llegaban. En algún momento el rugido del
lanzallamas dejó de oírse allá adelante; o la agente Stern había muerto o, más probablemente, el arma se
había quedado sin combustible. Abel esperaba verla desechada en el suelo en cualquier momento, pero
entonces se dio cuenta que así como él seguía al grupo de humanos, un grupo cada vez más grande de
chimpancés mutantes asesinos lo seguía a él. Al principio no eran tantos, y se aseguraban de no perderle
el rastro sin dejarse ver; luego, uno o dos de los más temerarios se dejaban ver de cuando en cuando. Un
tiro certero bastaba para hacerlos retroceder… por un rato. Pero muy pronto los bravucones eran
demasiados, y empezaron a atreverse a viajar en plena vista. Necesitaba matar más y más para hacerlos
dudar o retirarse ahora, y cuando dejaba de disparar para recargar o recoger munición del piso se
lanzaban hacia enfrente gritando como… bueno, como monos enloquecidos. La distancia disminuía, si
poco a poco, y el cuarto de máquinas no aparecía, y la horda de chimpancés aumentaba.
Y entonces Abel se dio cuenta de que si llegaba al cuarto de máquinas con todos esos simios tras de
él, ningún humano sobreviviría. La única posibilidad que tendrían de poner su plan en marcha era si
alguien mantenía a estos chimpancés a raya.
Así que se plantó donde estaba, en un corredor de cierta longitud en medio de una pila de cuerpos,
acercó con los pies todas las armas y munición que pudo, y comenzó a disparar. Inicialmente los
chimpancés intentaron retroceder, pero ya no había espacio detrás de ellos para ello; sus propios
compañeros lo ocupaban. Mató así a bastantes hasta que finalmente se lanzaron hacia adelante,
bramando, una mole iracunda, los caídos siendo reemplazados de inmediato.
Abel disparaba y disparaba, usando una sola mano, con la otra y su boca recargando más armas. Los
chimpancés se le venían encima, pero sus cuerpos, apilándose en el corredor, trabajaban en su contra,
haciéndoles tropezar, encimarse unos sobre otros, y entonces Abel los abatía a todos, formando un
obstáculo más grande. Y aún así venían. Algunos trataron de meterse a los tubos de ventilación, pero
Abel los acribilló con medio cuerpo de fuera, usando sus armas más potentes, de modo que bloquearan
las ventilas al morir. Pronto la única ruta a él era por el corredor y través de una tormenta de balas.
Y aún así venían. Metro a metro, cada paso pagado en sangre, los sanguinarios primates acortaban la
distancia. Abel ya tenía los brazos y manos cansados y entumidos de tanto disparar, y de cuando en
cuando echaba un ojo a los cuerpos a su alrededor, buscando un arma blanca, un garrote o un cuchillo
que le permitieran vivir cuando las balas ya no pudieran. Empezaba a sudar copiosamente, y fue gracias
a ello que lo detectó: frío, un frío intenso que venía de detrás de él. Con esperanzas renovadas, se fijó en
las atiborradas ventilas frente a él: efectivamente, podía ver fina escarcha formarse en el pelaje de los
cuerpos, y los charcos de sangre comenzar a congelarse. ¡Los demás lo habían logrado! Incluso le
parecía que los disparos distantes ya no sonaban tan intensos, pero podría ser su imaginación.
Irónicamente, las ventilas tapadas que habían evitado que lo flanquearan ahora evitaban que el aire
helado alcanzara a los chimpancés que aullaban por su sangre. Tomando un segundo aire, comenzó a
retroceder, buscando llegar a un corredor donde el aire fluyera libremente.
Pero no fue necesario: los chimpancés que ahora surgían entre las pilas de sus caídos se veían
confundidos, sus movimientos aletargados, y fueron presa fácil de las balas. Le tomó un momento a
Abel comprender: el corredor que él defendía podía estar bloqueado, pero aquellos más atrás, donde la
horda chimpancé se arremolinaba, no lo estaban. Y ahora el aire frío afectaba sus cuerpos reptilescos,
tal como el había supuesto que ocurriría ¡Suertudo!
Lanzando un grito de júbilo, Abel tomó más armas y munición del piso, y fue a rematar a los
aturdidos simios.

Un par de horas más tarde, refuerzos de las Fuerzas Especiales equipados para operaciones en el Ártico
barrían el complejo subterráneo, arrestando a los esbirros sobrevivientes y eliminando a los pocos
chimpancés que seguían con vida. Abel e Ivana, exhaustos pero triunfantes, observaban la operación
remotamente desde una base de campo temporal.
―Por un momento allí adentro creí que no íbamos a lograrlo‖ dijo Ivana, en un momento de
franqueza. Abel no desperdició su oportunidad, rodeándola con su brazos y apretándola contra su
cuerpo, el varonil Hombre Estadounidense brindando confort a la débil mujer.
―Ciertamente fue peligroso, pero yo estaba allí, no había nada que temer ―comenzó su soliloquio,
ignorando la mirada de furia en el rostro de ella―, esos maltrechos esperpentos de una ciencia torcida
no eran rival para el Hombre, el Pináculo de la Naturaleza. Y sin embargo, uno no puede evitar si no
preguntarse: ¿Qué maravillas pudiera haber creado el Dr. Kerome en beneficio del Hombre, si su
corazón no hubiera sido controlado por la ambición?
Ahora Ivana le estaba aplastando los dedos del pie derecho con el talón, pero ¿De seguro no lo hacía
a propósito, si no que era un tic nervioso?
―Y eso lo lleva a uno a pensar ―prosiguió Abel a pesar del dolor en su pie―, en todos esos
científicos rusos y chinos y alemanes, que podrían hacer grandes descubrimientos e invenciones de
provecho para la raza humana si tan solo fueran libres de esa demencia llamada Comunismo. Porque la
Ciencia es solo verdadera a sí misma, y al espíritu indomable del Hombre, cuando sigue al Sueño
Americano.
Y entonces Abel Smith ya no dijo nada más, porque Ivana Starn liberó uno de sus brazos y de un
puñetazo le rompió la quijada.
Jorge Hernández Cid

El autor nació en México, Distrito Federal el 23 de Abril de 1974, pero su familia se mudó a
Mexicali, Baja California a mediados de 1985. Allí despertó su interés por la lectura, en especial la
Fantasía Heróica gracias a la colección de libros de su padre y al famoso juego de rol Calabozos y
Dragones. Aunque sus estudios fueron pragmáticos debido a la industria maquiladora de la región,
nunca ha dejado de interesarse por la literatura, acumulando su propia ecléctica colección de libros.
Actualmente cuida de su madre desde el fallecimiento de su padre en 2010; en sus ratos libres trabaja en
su webcomic "Teo y Sara" (http://teoandsara.no-ip.org/index.asp) y su blog de ficción "Astronaves y
Dragones" (http://astronavesydragones.blogspot.com)
Inmortal
de Patri P. G.
Inmortal
Patri P. G.

Interestatal 5. Los Ángeles.


Hay un zumbado en la carretera. Un tío encapuchado patina en dirección contraria por los carriles de la
Interestatal 5. Sortea coches, furgonetas, camiones como si no tuviera miedo a morir. Lo más siniestro
es lo que porta en una mano: una cadena de eslabones que va balanceando a un lado y otro como si
fuera un ninja con su nunchaku.
Joder.
Todos los vehículos pisamos el freno. Esto pinta mal. El kamikaze viene hacia nosotros siguiendo su
particular ruta hacia la muerte. Aprieto las mandíbulas, esperando el impacto de su cuerpo sobre el
parachoques de algún conductor desafortunado. Pero no ocurre. Flipo con su forma de surfear sobre el
asfalto, es sinuosa como una serpiente y salvaje como un toro de rodeo.
Antes de que se produzcan choques o atropellos la autopista queda paralizada.
Bajo la ventanilla a la mitad como hacen otros conductores. Entre el estruendo de cláxones distingo
algunos insultos y amenazas, como: «Voy a coger esa cadena y colgarte de las pelotas, jodido
pandillero».
Me pregunto si no será un inmortal. Por las calles de los Ángeles circula una nueva droga sintética
que hace que el que la consuma sufra episodios psicóticos y posea una fuerza sobrehumana. El drogado
se convierte en un psicópata extremadamente violento. Fijo que ese tío va puesto.
El conductor de una ranchera blanca con matrícula de Texas se baja para encararse con el kamikaze.
Tendrá unos cuarenta años, lleva sombrero de cowboy e impreca al tío del monopatín. Desde donde
estoy no logro entender qué es lo que le grita, pero el kamikaze parece sordo. Sortea los coches parados
bajo un pitido rítmico y constante de bocinas que a cualquiera enloquecería. A él no. Va directo hacia la
zona del cowboy, hacia un autobús escolar que está delante de la ranchera texana.
Mierda.
Se sube al capó del autobús apoyando las manos en los faros y de ahí da un salto imposible hacia el
techo. Patina en línea recta y el texano se lleva una mano a los riñones. Acaba de sacar una pistola. Da
un par de disparos al aire como aviso.
—Párate jodido maricón o te hago otro agujero en el culo —le grita alto y claro con su deje sureño.
De repente la autopista queda en silencio. Los bocinazos e insultos cesan. La gente sube las
ventanillas y se mantiene agazapada dentro de sus vehículos, observando el particular duelo entre un
inmortal y un cowboy de gatillo fácil. Lejos, llega el sonido de unas sirenas. Me temo que la poli no va
llegar a tiempo. Claro que no, ahí va. El chico del monopatín salta hacia el capó de la ranchera con una
agilidad de acróbata y el cowboy no se lo piensa; apunta al torso y su disparo resuena en toda la
autopista, junto con el grito histérico de la mujer parada tras de mí. Su chillido ha sido de Óscar.
El chico kamikaze está tirado en el arcén hecho un ovillo. Nadie se baja del coche para ayudarle. El
cowboy, ni corto ni perezoso, le da un puntapié. El muy bestia sigue gritándole. No se calla hasta que el
kamikaze reacciona y poco a poco se levanta. No ha soltado la cadena. Esta brilla bajo el sol, y el
suicida la tensa. Sale disparada hacia el cuello del cowboy y lo engancha. Con un tirón rápido e
inhumano el kamikaze se lo corta. El cowboy acaba de perder la cabeza.
Otro silencio, un silencio de esos que no se rompe aunque asfixie, por temor a que si haces cualquier
ruido el mundo se derrumbe. Pero no dura mucho, la chica ganadora del Óscar al mejor grito de terror
se encarga de ponerle punto final. Se desgañita mientras sale corriendo, abandonando su coche en la
huída, igual que el camionero que estaba a su lado; gordo y sudoroso, porta troncos en su tráiler. Cómo
corre el colega, se va sujetando los pantalones. Consigue dejar atrás a la mujer.
Pocas veces he visto huir a alguien a esa velocidad y con ese horror en la mirada, salvo en
Afganistán. Cuando los civiles avistaban a un hombre, mujer o niño bomba y salían por patas. Esto es
muy parecido, jodidamente parecido. Y es que el kamikaze está en movimiento, sigue con su monopatín
y su cadena ensangrentada, saltando por encima de los coches.
No pienso abandonar mi taxi, como esos dos, por un tío colocado. Me echo a un lado, junto a la
ventanilla del piloto, dejándole vía libre, y espero a que el inmortal siga su camino.
Qué cabrón.
Un salto con voltereta y cae en el techo de mi taxi. Ríe como solo lo puede hacer un perturbado y
sigue patinando, atravesando la autopista sin importarle nada.
Llamo a Papa Joe, mi jefe y le pregunto sobre Inmortal porque lo que ha hecho ese tío con la cadena
es imposible. Según Papa Joe, Inmortal no existe «por muchas drogas que te metas, adulterada o no, si
te pegan un tiro en la cabeza o donde sea no te levantas como si fueras el puto Capitán América». Es un
invento del gobierno «tienen que darle un nombre y una razón a lo que pasa, a los asesinatos y por qué
hay tanto lunático suelto, y si dices que es una nueva droga tienes tranquila a la gente».
No debería haberle llamado, ahora tengo que hacer un trabajo y siempre intento escaquearme. Suele
meterme en movidas de las que salgo traumatizada pero como ha dicho —después de echarme la bronca
por no cogerle el teléfono desde hace una semana— «este asunto es gordo, Deby, los gerifaltes creen
que hay algo jugoso cociéndose». Me imagino que del tipo de mierda de la que podría salir con el culo
escaldado. «Si me hubieses cogido el teléfono en su día sabrías que encontraron nueve fiambres en
Redondo Beach, en el muelle, y estaban como tu cowboy: decapitados... Quería que fueras a husmear, a
ver qué pasaba. Por si se trataba de ajuste de cuentas entre maras. Pero nada, Deby, oportunidad
perdida».
Oportunidad perdida significa pasta que no cobro, y la necesito.
Por lo visto envió a «husmear» al chapucero de Vlad, el Lechero, porque «los tiene cuadrados y le
priva lo macabro más que un vaso de Kvas1. Ahora quiero que tú te encargues del tío del monopatín,
ese es tu trabajo. Encuéntralo, es importante, Deby. Cuando lo hagas me llamas».
Y tras preguntarme por mí estado de salud, si tengo azúcar suficiente y demás, volvió a darme la
matraca. «Sigue su rastro, no creo que sea muy difícil. Aún así ándate con ojo. La ciudad se está
convirtiendo en una jodida olla a presión, y no sé bien qué es lo que se está cociendo. Pero no nos va a
estallar en la cara sin estar preparados. Y oye, no te lo repito, pero el trabajo es lo más importante, para
eso respiras, grábatelo bien en la mollera y ni se te ocurra volver a dejarme colgado. Si no, la próxima
daré aviso. Va en serio».
Mientras paso de largo Los Ángeles, después de haberme chupado un embotellamiento de dios
padre, Papa Joe me manda un mensaje escueto: «Ve a Baskerfield».
Sí, pues como el zumbado no se haya amarrado al tren de aterrizaje de un Concorde no veo cómo ha
podido llegar a Bakersfield tan rápido; está a unas dos horas de distancia de la Interestatal.

Bakersfield. Condado de Kern, California


Aquí estoy, en un KFC de Bakersfield. Después de haber estado patrullando la ciudad sin encontrar al
kamikaze me ha entrado antojo de pollo frito. Iba a seguir con la búsqueda, pero siento que doy palos de
ciego y como Papa Joe no contesta a mis mensajes (y luego soy yo la que le ignoro), he decidido hacer
caso a mi estómago.
Estos son los momentos, cuando mastico y saboreo un muslo de pollo rebozado y bien
condimentado, en los que doy gracias a Dios, a la suerte o a la ciencia que me recompuso por estar viva.
Podría llorar de felicidad. Pero hoy el día cada vez se tuerce más y el regusto que me está dejando el
pollo se torna amargo. En la televisión del local están echando una y otra vez las imágenes del cowboy
decapitado, y cómo la policía le sigue la pista al supuesto asesino. Le quieren dar caza y piden la
colaboración ciudadana. Sin embargo, ahora mismo me preocupa más una conversación que estoy
escuchando.
En la mesa de al lado una chica con la cara llena de piercings le está dando un discursito muy al
estilo de El club de la lucha a un chaval de rasgos orientales con pinta de ir fumado (ojos rojos, risa
floja y verborrea sin sentido).

1
Refresco típico ruso, también conocido como La Coca Cola comunista.
—Ahora mismo vamos a ir al distrito de los Cancerberos, como hizo Mecha el día que desapareció.
Seguro que fueron esos cabrones los que le dieron la mierda de Inmortal —dice señalando la tele. El tío
del telediario informa que han conseguido un vídeo de mala calidad justo cuando el presunto asesino
ataca al Hombre de Texas—. Petaremos sus paredes con nuestras pintadas. Esto es la guerra, Hunter,
como decía Mecha: vamos a vomitar al mundo las verdades y mierdas de esos Cancerberos, y lo
haremos esta noche. Tú y yo: Hunter y Fénix. En su puta jeta.
—Para qué, tía. Con lo bien que estamos aquí, en plan tranqui con el aire fresquito, y comida buena.
El pollo hace crac, crac, crac, y se deshace… —el chico cierra los ojos unos segundos, sonriendo como
si hubiese alcanzado el nirvana.
—Vamos, Hunter —la chica (Fénix) se acerca al fumado y le estruja con una mano los mofletes—.
Puede que esta noche Mecha aparezca por allí, y si lo hace, lo traeremos de vuelta.
Desde el ventanal les veo subirse a una moto de cross.
Bendita mi suerte. Anochece y les sigo.
Esos dos llevan una hora yendo de un lado a otro con sus latas de aerosol para «vomitar al mundo las
verdades y mierdas de esos Cancerberos». Ni que esos Cancerberos fuesen los esbirros del diablo. Los
chavales están decorando la pared de un bloque de pisos. Son buenos, rápidos y se mueven en silencio.
Se compenetran casi a la perfección. Fénix dibuja un perro con tres cabezas con una especie de
jeringuilla en la pata y Hunter a un hombre con ojos de loco arrodillado ante el perro.
Todo está tranquilo, para mí demasiado, pero la paz no dura mucho. La chica da un brinco y le da un
codazo al fumado para que guarde silencio.
Yo también lo oigo, un monopatín. Se agachan y corren hacia el sonido. Proviene del aparcamiento
donde han dejado la moto de cross. Saco a una de las Gemelas de debajo de mi asiento, por si acaso,
una Beretta 92, y voy tras ellos con la luces del taxi apagadas.
La escena que encuentro no es la que esperaba. La moto de los grafiteros está en llamas, es una bola
de fuego y alrededor de ella patina el kamikaze. Más allá, frente a la hoguera una docena de moteros
permanecen apoyados en sus Harleys, observando a los chicos. En sus chupas llevan el logotipo de un
perro con tres cabezas. Hunter y Fénix se quedan congelados en cuanto los ven.
—¡Mecha! —exclama el fumado preocupado y señala a los moteros—. Tío, no lo hagas, no te pases
al lado oscuro. ¡No te conviertas en un asqueroso Sith!
Su famoso amigo y asesino, Mecha el Kamikaze, tiene la cadena en la mano y la mueve por encima
de su cabeza como si fuera un lazo y sus colegas unos becerros a los que atrapar. La chica agarra al
fumado del brazo y salen por patas como hace unas horas lo hicieron la gritona y el camionero gordo de
la autopista, como si no existiese mañana. Y yo hundo mi bota en el acelerador.
No es fácil conducir con una pistola en una mano mientras intentas bajar la ventanilla del copiloto y
gritas:
—¡Ey! Si no queréis convertiros en pollos sin cabeza, subid al coche a la de ¡ya! —me miran como
si les estuviese hablando una mona al volante—. Os van a matar.
Por el rabillo del ojo veo la cadena del perturbado dirigirse hacia Hunter. Aprieto el gatillo de la
Beretta dos veces. Le acierto en la mano y un hombro. «¿Esa no es la tía del Kentucky?», le oigo decir
al fumado, y acto seguido se meten de cabeza en el taxi.
Piso el acelerador, con el loco del monopatín inmune a las balas y unos Cancerberos tras nosotros. El
rugido de sus Harleys acojona. No sé si también serán inmortales, puede que no, puede que mueran si
les meto un tiro entre ceja y ceja.
—¿Quiénes son esos moteros? —pregunto mirando por el retrovisor a los grafiteros.
—¿Y quién coño eres tú? —contesta Fénix.
—Son unos putos aliens —dice Hunter mientras se enciende un porro y le da una calada—. Han
tomado la ciudad.
—Por supuesto, alienígenas motorizados. ¿Y el del monopatín?
—Le han lobotomizado el coco —dice Fénix.
—Te suena la alarma del reloj, tía —comenta Hunter imitando el pitido como un loro tocapelotas.
Me pongo el manos libres en la oreja y llamo a Papa Joe.
—Has tardado mucho —dice Papa Joe y chasquea la lengua—. ¿Es esa tu alarma, Deby? Ahora
mismo chútate.
—Ahora no puedo.
—Métete el azúcar ya, si no, no sirves para una mierda.
Joder.
Abro la guantera y saco un kit de primeros auxilios, como el que usan los diabéticos solo que yo no
soy diabética. Echo un ojo al espejo retrovisor y veo que los Cancerberos se distancian. Puede que solo
les estuviesen dando un toque de atención a los chavales.
—¿Eres diabética? —pregunta Fénix.
—Algo así.
—¿Te vas a pinchar con el coche en marcha? —se abrocha el cinturón y a Hunter también.
—¿Con quién vas? —pregunta Papa Joe.
—Ya me he agujereado la tripa, ¿vale? —no veo a los Cancerberos, solo al kamikaze, pero está lejos.
La carretera está desierta. «Han tomado la ciudad» es lo que ha dicho el fumado. Quién sabe, podría
ser—. Papa Joe, he dado con él. ¿Qué hago?
—Captúralo vivo, quieren que respire. El Lechero está…
Y no puedo escuchar cómo termina la frase. Un golpe potente, cristales rotos que caen por todas
partes. El volante se me escapa de entre los dedos junto con el manos libres. Todo gira como si nos
centrifugasen. Se me van a descuajaringar los huesos.
Estamos bocabajo. Después de dar varias vueltas de campana intento mantener la calma robando
bocanadas de aire e inspecciono la zona. Un furgón se ha empotrado contra nosotros en un cruce. Salió
de la nada.
Me giro pare ver a los chicos, están enteros, se quejan, pero es buena señal. De nuevo oigo el rugido
de las Harleys. Cojonudo. Se acercan. ¿Dónde está la Beretta? Me quito el cinturón y repto por encima
de los cristales. En la guantera tengo a su hermana gemela. La cojo. Su contacto frío en la palma de mi
mano es como un bálsamo.
—¡Salid del coche! ¡Rápido! —grito.
Me responden con un siseo y un «conduces como el culo, tía» por parte de Fénix. Pero me hace caso.
Mientras que el fumado anda por Marte, tiene cara de bobalicón, y mueve la cabeza a un lado y otro con
extremada lentitud. Guardo la pistola en los riñones y sin parar de mirar hacia atrás me agacho e intento
sacarle.
El cinturón está atascado.
—Pon de tu parte, tío, y ayúdame —le pido.
—Ash tiene una duda…—dice pestañeando rápido—. ¿El tinte caoba de tu pelo es vegetal o lleva
amoniaco?
Corto el cinturón con la navaja que suelo llevar siempre escondida en la bota. Meneo al fumado para
que se dé prisa y salga. Si me doy ahora la vuelta sé que veré a una pandilla de moteros rodeándonos.
No se escucha otro sonido que el zumbido incasable de sus jodidas Harleys. Busco a Fénix, está sentada
en un bordillo con la cabeza metida entre las piernas, y junto a ella está la otra Beretta. Le pido que me
la pase y venga conmigo, pero me ignora. Estoy parapetada tras el taxi que está panza arriba, con el
fumado sentado a mi lado. Levanto la cabeza hacia los Cancerberos. No solo hay moteros, hay gente de
a pie, quieta, con la mirada fija en el suelo. Algunos llevan cuchillos de cocina en las manos. Qué
siniestro, joder. No veo al kamikaze.
Busco una vía de escape. La furgoneta que nos ha embestido está atravesada en mitad del cruce. Una
mujer con pinta de prostituta tiene la cabeza estampada sobre un airbag que no es blanco sino rojo por
la sangre. Creo que está muerta.
—¡Detrás! —oigo gritar a una Fénix histérica.
Me doy la vuelta. Una ranchera roja viene directa a terminar la faena que comenzó la prostituta. Está
a unos escasos metros de impactar contra Hunter y contra mí. Sin tiempo a pensar ni a levantar al
fumado, me interpongo entre los faros y un chico colocado que no se da cuenta ni del día en el que vive,
o ¿debería decir muere? Esto va a doler como no está escrito.
Uso el brazo izquierdo de parachoques y flexiono las rodillas, sobre toda la izquierda y la adelanto.
El estruendo de la chapa contra mi cuerpo me ensordece. Noto los músculos como si se desgarrasen, los
huesos quieren troncharse, pero sé que eso no me puede pasar, a mí no. Uso la pierna derecha para
ayudarme, le doy una patada potente con el talón y consigo separar la ranchera de mi cara, y por tanto,
de Hunter el fumado.
Objetivo cumplido: Hunter no se ha convertido en un acordeón humano.
Vaya tontería, no es el mejor momento, pero tengo una especie de déjà vu cinéfilo. Cuando cierto
vampiro salva a su enamorada de ser atropellada. Él utilizó sus manos para tal proeza, yo me he
despatarrado para conseguirlo, qué poca clase tengo. Me giro para verle la cara a mi Bella. El chico me
sonríe inmerso en su mundo happy.
De cuclillas me separo del fumado. Necesito aire. Me recorren espasmos en los brazos y las piernas,
y sangro como una cerda.
—Se… se te ve la clavícula —dice Fénix señalándome— y… y…
—Y el codo, la cadera… —contesto—. Tía, es biotecnología. Voy a la última.
Desde hace dos años y medio mi esqueleto no es de hueso sino de metal. Se lo debo a los insurgentes
afganos. Fue un ataque a traición, un fogonazo, una explosión, un pitido atroz en mis oídos que me
reventó. Desperté meses después, convertida en lo que ahora soy, una mujer biónica que debe meterse
azúcar y empastillarse para que su cuerpo no rechace al intruso que la mantiene viva. Salvo la cabeza y
los órganos vitales, me lo cambiaron todo. Ahora en vez de ir a consulta voy al taller a ponerme a punto
el chasis.
—Ayúdame con él, Fénix, Ash o como te hagas llamar, y pásame la jodida Beretta. Tenemos que
irnos de aquí.
Le da una patada a la pistola de mala gana y cojea encorvada hacia el chico.
—Encárgate de ayudarle, vamos a intentar retroceder. Poneros detrás de mí.
Sí, digo intentar por decir algo, que lo consigamos es otra cosa. Hay unos cuantos inmortales hostiles
al acecho. Van armados con palos, cuchillos, botellines de cerveza rotos y uno tiene ¿un hacha? Luego
están los Cancerberos que no sé de qué van, siguen sentados en sus Harleys, sin apartar la vista de
nosotros tres. Por lo visto son los amos de las calles ¿Qué les pasa a esta gente? ¿Están todos drogados?
Con las Gemelas en cada mano me coloco delante de los grafiteros y les digo que retrocedan. La
retaguardia está libre, algo raro, pero quizá lo que nos estén queriendo decir esos moteros es que nos
piremos de su territorio.
Puta mierda.
En la ranchera algo se mueve. Un tío de dos metros sale por la ventanilla. Olisquea el aire y se gira
hacia los Cancerberos. Le responden con un acelerón general, y el tiarrón es como un Hulk en su peor
día. Corre hacia nosotros con el rostro desencajado por la furia o por la droga. No lo sé.
Le doy el alto, nada. ¿Es otro inmortal como el kamikaze? Disparo. No se detiene ni aunque le dé en
el cuello o el bajo vientre. Voy a por las rótulas. Así al menos no podrá caminar. Pues que repte.
—La poli —me avisa Fénix. Un coche viene sin la sirena, pero con las lucecitas rojas y azules
encendidas—. No te fíes, a nosotros no nos hicieron caso cuando denunciamos la desaparición de
Mecha.
Un tío con gafas de sol a las nueve de la noche y mandíbula cuadrada se apea del coche patrulla.
Antes de que abra la boca me presento a la «autoridad» de Bakersfield.
—Débora Sánchez —cojo las chapas negras que debo llevar siempre colgadas al cuello, con mis
datos y unidad a la que pertenezco, y se las muestro a distancia—. Unidad Estigia. Tengo órd…
No consigo terminar la frase. Del asiento trasero del coche patrulla sale el kamikaze con su
monopatín y su cadena. De inmediato le apunto, y con la otra Beretta a los Cancerberos, mis brazos son
como los de Cristo en la cruz. Miro a unos y otros. No sé qué hacer, ni qué pensar que no sea que estoy
jodida. A ver quién mueve ficha primero.
—¿Mecha? —llama Fénix al kamikaze, quien de nuevo patina alrededor de nosotros—. Escúchame,
por favor.
«Papa Joe lo quiere vivo. Vivito, que respire, y que siga dando por saco» me repito como si fuera un
mantra. Pero la verdad es que quiero destrozarlo.
—Como muevas la cadena te reviento —le amenazo.
Pero la extiende directa a mi cara y cumplo mi palabra. Le disparo en el estómago. Se cae del
monopatín y de nuevo aprieto los gatillos. Le alojo una bala en cada corva, creo que esto lo mantendrá
relajado un rato.
Sin embargo, un alarido mitad bestia, mitad humano, como si estuvieran estrujándole a un tío sin
cuerdas vocales las pelotas, me hiela la sangre. Ha sido el poli. Tiene una mueca rara en la cara, y de
nuevo grita, más alto, más potente, y las Harleys queman las ruedas en el asfalto. Creo que es un grito
de guerra, porque cinco inmortales vienen corriendo a por nosotros. El del hacha, tres con cuchillos y
uno con un destornillador. Les acribillo, apuntando a las rótulas como al tío grande de la ranchera.
Me giro hacia el poli afónico, da un paso y luego otro. No quiero disparar a un madero. Veo entonces
algo volando hacia él, entorno los ojos: es una granada incendiaria, y le cae encima.
—Ahí va, je, je, je. La Antorcha Humana —dice Hunter arrastrando las palabras.
El poli no grita ni rueda por el suelo para apagarse, sino que extiende los brazos dejando que las
llamas lo devoren. Huele como el humo de una hoguera recién apagada, no a carne a la barbacoa…
Busco a quién ha lanzado la granada, y veo detrás del coche patrulla a Vlad, a veinte metros, bajando
de dos en dos las escaleras del Kern County Forensic Science.
De nuevo miro al hombre en llamas, pero de hombre no tiene nada. Su cuerpo absorbe el fuego, no
hay rastro del uniforme, solo músculo de color gris oscuro que brilla con reflejos rojizos. Se lleva una
mano a la mandíbula, a la altura de la oreja y se arranca lo que queda de piel. Muestra su verdadero
rostro. Ojos grandes y rasgados, no tiene labios ni nariz, solo dientes afilados. En la cabeza tiene una
especie de piel plegada que le recubre hasta el cuello, como una capucha. Qué feo es el cabrón.
A por él. Descargo una de las Gemelas en su pecho y piernas. Las balas rebotan. Apunto a su cara, a
uno de sus ojos con la otra Beretta y cae fulminado. Premio.
Pero con él, el kamikaze también cae. Convulsiona unos instantes como si sufriera un ataque
epiléptico, y después se detiene. Parece muerto. Es como si hubiera estado unido al poli de alguna
manera.
Papa Joe me va a matar, y yo que le iba a pedir una buena recompensa por mi entrega en el trabajo.
—¡Los moteros! —grita Vlad en lo alto del coche patrulla y lanza dos granadas de humo hacia los
Cancerberos y los inmortales.
Los Cancerberos son como el poli, de otro mundo, y hacen honor a su nombre. Aúllan como perros
infernales.
No me hace falta pedirles a Hunter y Fénix que salgan pitando. Ya están a la altura del Forensic
Science.
—Deby y sus Gemelas —me saluda Vlad bajando del coche de un brinco.
—Sigues igual de chapucero. ¿Qué tal tu granja y tus vacas?
Tiene una granada de fragmentación en cada mano que lanza hacia el humo como si se trataran de un
par de balones de rugby. Antes de que exploten sobre los Cancerberos ponemos en marcha nuestras
piernas biónicas.
—Al final de la calle tengo el camión aparcado —contesta alegre. Viste una camiseta de tirantes de
Metallica y pantalón pirata. No creo que se imaginara que algo así pasaría, si no se hubiera puesto su
habitual uniforme de faena: traje sin corbata con deportivas, más cinturón porta granadas y rifle de
asalto.
Noto que me echa una mirada de arriba abajo, y tuerce la boca. Supongo que no tengo buen aspecto,
podría ganar un concurso de miss camiseta sangrada.
—Papa Joe tiene un mosqueo de cojones, le has colgado —me dice.
—No le he colgado. Justo me embistió una puta.
—Pues te comunico que los de Langley están sitiando Bakersfield, hay un buen despliegue. Nada
entra ni sale desde ahora.
—¿Están o también estamos?
—Tú qué crees —sacude sus chapas negras como las mías y las besa—. Esta noche va a ser épica,
Deby.
Patri P. G.

No sé muy bien cómo presentarme, qué decir y esas cosas. Supongo que si digo que no he sido una
amante incondicional de los libros desde la más tierna infancia nadie vendrá a encender una hoguera
bajo mis piernas y quemarme, ¿no? Pues así era. Sentía desdén por los libros. La causa: prejuicios
absurdos y en gran medida por el colegio, que me provocaba urticaria.
Sin embargo, un día aburrido (pero milagroso) de vacaciones de Navidad, en los comienzos de la
púber, un libro con un título peculiar se cruzó en mi camino y me cambió. Fue Cruzada en Jeans. Desde
entonces he estado persiguiendo historias como un achispado busca su siguiente lingotazo.
En cuanto a experiencia escribiendo, o por lo menos presentándome a concursos, no tengo mucha.
De hecho sobre esto recuerdo que en el colegio me eligieron (cosa muy rara) junto a otra compañera de
clase a participar en el Concurso Nacional de Redacción de Coca-Cola. Pero me negué a ir… Supongo
que el sistema educativo nunca ha conseguido motivarme, creo que (como diría Sir Ken Robinson) en
vez de potenciar mi creatividad, me la mataba (si es que hasta hace poco no tenía ni idea de que podría
ser una persona creativa, ¡¡ains!!).
He hecho algún que otro curso online de relato en la Escuela de Escritores. El año pasado, al final de
uno de estos cursos la Escuela publicó relatos de los estudiantes en su libro Tic, tac, tic, tac. El mío fue
Cazador de sueños.
Y creo que no tengo mucho más que contar, solo que hace unos meses me animé a probar suerte en
un par de concursos, pero nada. Puede que escribiera algo infumable…
En fin, me despido. Tengo muchas ganas de leer y disfrutar de los relatos basados en el Cine B. A
ver las ocurrencias de los compañeros. Fijo que me echo unas buenas carcajadas.

Un saludo ;)
La melancólica muerte de
Bobby, el chico mutante
de Rubén Giráldez González
La melancólica muerte de Bobby, el chico mutante
Rubén Giráldez González

Cuando Bobby Price despertó de aquella pesadilla tan extraña, no lo hizo en su acogedora habitación.
Aquel lugar parecía más bien el decorado del laboratorio en el que dieron vida a la criatura de la
película Frankestein: fríos muros de hormigón, mesas repletas de frascos y probetas llenas de
misteriosos y burbujeantes líquidos multicolor, y una gran cantidad de extraños cachivaches mecánicos
a los que era verdaderamente difícil encontrar utilidad…
Bobby también se percató que no descansaba en su mullida cama, la superficie en la que se
encontraba acostado era dura y gélida. Trató de recostarse, pero algo se lo impidió: estaba atado de pies
y manos mediante ferreas correas. Nervioso, el chico comenzó a forcejear para liberarse de las ataduras.
Fue entonces cuando una oscura risa emergió de algún rincón del siniestro laboratorio.
—¡Al fin lo he logrado! Tantos años en la sombra y tanto esfuerzo han merecido la pena. Todos se
rieron de mí, ¿y quién se ríe ahora? —las carcajadas volvieron a hacerse escuchar.
Bobby prestó atención a aquella cascada voz que le resultaba bastante familiar. Estaba intentando
asociarla con alguno de sus conocidos cuando su dueño se presentó ante él.
A pesar del atuendo de doctor de serie B, el chico supo reconocer en aquellos turbios ojos negros a
su profesor de biología del instituto, el señor Francis Farnsworth.
—¡Qué suerte haberte encontrado! Has resultado ser el sujeto de experimentación ideal. ¡Menudo
resultado! —comentó alegre sin dejar de apartar la vista de Bobby.
El joven comprendió entonces que la pesadilla era real. Richie y sus secuaces lo habían dejado
encerrado en el instituto a última hora de la tarde. Había vagado por los familiares pasillos que se
tornaron realmente tenebrosos al caer la noche, hasta terminar siendo noqueado por la espalda. Recobró
momentáneamente la consciencia cuando sintió la aguja clavándose en su paliducha piel, permitiendo
que un fosforescente potingue verde invadiera su sistema nervioso, provocándole una brutal agonía que
le hizo desmayarse. Todo eso había ocurrido de verdad.
¿Por qué el señor Farnsworth lo había secuestrado y encerrado en aquella especie de laboratorio de
científico loco? ¿Dónde se encontraba? ¿Y por qué sentía su cuerpo tan extraño?
Multitud de preguntas surgieron reclamando respuestas. Bobby se dispuso a hablar, pero de su
garganta solamente emergió un gruñido gutural. ―¿Qué demonios ha sido eso?‖ se preguntó extrañado
el adolescente.
—Deja de moverte o me obligarás a utilizar esto para dejarte tranquilito —amenazó el profesor,
enarbolando otra jeringuilla, esta vez con una aguja más larga y gruesa y rellena con un líquido
incoloro.
Pero Bobby no se detuvo y continuó forcejeando cada vez con más ímpetu. Fue entonces cuando su
mirada recayó en un enorme espejo, olvidado en un rincón del siniestro lugar. El profesor se acercó
dispuesto a aplicar la inyección, pero el muchacho se olvidó de él al contemplar atónito en el cristal a la
monstruosa abominación que reposaba en aquella mesa de operaciones. Una gigantesca y escamosa
criatura que abrió unos amarillentos ojos hundidos y una boca repleta de afilados dientes.
―¿¡Esa cosa soy yo!?‖ ―¿¡Pero en qué diablos me ha convertido Farnsworth!?‖
Un pinchazo procedente de su antebrazo derecho sacó a Bobby de sus pensamientos. El demente
profesor comenzó a presionar el émbolo, administrándole el potente sedante. Pero Bobby no le permitió
aplicarle la dosis completa. En un arrebato, levantó brutalmente su brazo derecho, partiendo por la
mitad las gruesas cintas de cuero que lo aprisionaba.
Farnsworth, que no esperaba que semejante fuerza se manifestante tan pronto en el sujeto, se apartó
sorprendido. Sus pies trastabillaron y cayó aparatosamente de espaldas al suelo.
Mientras el hombre se retorcía de dolor, Bobby aprovechó la oportunidad y se valió de sus
adquiridas duras y puntiagudas uñas nuevas para liberarse de las restantes ataduras con pasmosa
facilidad.
Al levantarse de la camilla y poner los pies en el suelo, sintió su cuerpo demasiado pesado. Y tuvo
que hacer un esfuerzo tremendo por mantenerse en equilibrio y no caer encima de Farnsworth.
Su atención volvió a recaer en el espejo de cuerpo entero en el que observó atentamente su nueva
apariencia. El enclenque adolescente norteamericano Bobby Price había desaparecido, engullido por
aquel gigantesco monstruo de aspecto reptiliano. Su nívea piel había sido substituida por una nueva,
gruesa, verde y escamosa. La nariz se había volatilizado, dejando al descubierto unas profundas fosas
nasales que captaban hasta el más débil olor del laboratorio; lo que le provocaba aquellos continuos
mareos.
Bobby tenía el aspecto de algunas de las criaturas que poblaban las películas de serie B que solía
disfrutar en el cine local. Pero la diferencia es que él no estaba vistiendo ningún tipo de disfraz de látex
con una cremallera en la espalda. Al parecer, aquel era su nuevo aspecto. Esa era su nueva piel. Ese era
el monstruo en el que lo habían convertido. Un repulsivo chico mutante.
El profesor Farnsworth se alejó poco a poco de su creación, arrastrándose cautelosamente por el
suelo sin dejar de apartar la vista de su reconvertido alumno.
Bobby estaba furioso. No comprendía el porqué de aquel enfermizo experimento.
Francis sintió como un repentino escalofrío recorría su espina dorsal cuando las oscuras rendijas de
los amarillentos ojos de la criatura se posaron en él. Y el terror se apoderó de él al observar como su
máquina de matar se acercaba con terribles intenciones hacia su persona.
El olfato agudizado de Bobby captó un extraño olor que, por alguna razón, hizo segregar ingentes
cantidades de espesa saliva, que se escabulleron por sus fauces. No tardó en percatarse de que el efluvio
provenía de las gotas de sudor que perlaban el rostro del aterrado hombre. Era el miedo lo que estaba
oliendo... Y le encantaba ese olor.
El chico mutante prosiguió su avance, disfrutando de las continuas súplicas de perdón.
—Por favor, no me mates. Puedo devolverte a la normalidad, chico.
Bobby se detuvo al escuchar esas palabras y permitió a Farnsworth incorporarse.
—Solo tengo que administrarte este líquido y todo volverá a ser como antes —informó el doctor,
introduciendo lentamente su mano derecho en algún bolsillo interior de su bata. Pero el rastrero hombre
no sacó ninguna jeringuilla milagrosa. En su lugar, se había armado con un revólver con el que
pretendía eliminar a su descarriada criatura. Pero antes de que pudiese siquiera rozar el gatillo, Bobby
ya se había preparado para el brutal contraataque. Una poderosa garra desgarró el vientre del hombre,
desparramando su visceral contenido por el suelo con un sonoro chapoteo. Francis Farnsworth se
desplomó sobre sus propias entrañas y abandonó este mundo ante la impasible mirada de su creación,
quien aspiró con suma satisfacción los últimos retazos de aquel embriagador nuevo aroma que
escaparon de golpe del cadáver. Pero el anestesiante efecto pasó, y Bobby contempló horrorizado la
ensangrentada mano con la que acababa de asesinar a aquel hombre. Su respiración se volvió cada vez
más agitada, y le pareció que las paredes del laboratorio se cernían sobre él; necesitaba hallar pronto
una salida de aquella pesadilla.
Recorrió tambaleante todos los rincones del laboratorio, sin preocuparse de los muchos destrozos que
estaba provocando en su desesperada búsqueda. No tardó en dar con una sólida puerta de metal. Estaba
cerrada, pero aquello no supuso ningún tipo de inconveniente al chico mutante, que lo solucionó
mediante una poderosa patada que la abrió de par en par.
Descubrió que se encontraba en el aserradero local abandonado. El perturbado profesor había elegido
aquel apartado lugar y lo había adecentado para poder realizar sus retorcidos experimentos clandestinos.
Cuando se disponía a abandonar el lugar, se sintió terriblemente cansado. Sus párpados se le
antojaban demasiado pesados, y cada vez le costaba más esfuerzo mantenerse en pie. Fue entonces,
cuando recordó el sedante que Farnsworth le había empezado a administrar y que por lo visto, ya estaba
surtiendo efecto. Bobby volvió a caer, una vez más, dormido profundamente en otro sueño inducido.
Era de noche cuando el chico mutante volvió a despertar. Salió del aserradero y se internó en el
frondoso bosque sin tener claro a dónde dirigirse. Estuvo tentado a volver a su casa. Pero sabía que la
simple visión de su nuevo y espantoso aspecto, podría ser el culpable del temido infarto que su rolliza
madre trataba de evitar. Y seguro que su padre no dudaría ni un instante antes de recibirle acompañado
de su fiel amiga de dos cañones.
Sus tripas rugieron, reclamando su atención para atender la inesperada llamada del hambre. Se dejó
llevar por su instinto, que lo guió con la pericia de un veterano titiritero por el bosque. Se detuvo ante
un enorme árbol y dejó que su brazo derecho se introdujese con rapidez entre las retorcidas raíces. En
un visto y no visto, su enorme mano aprisionó y desalojó de su profunda madriguera a un indefenso y
confuso conejo que no dejaba de intentar zafarse del mortal abrazo del depredador.
Bobby quería dejar al pobre animalillo en suelo, pero sus tripas volvieron a rugir con insistencia.
Cerró los ojos, abrió la gigantesca mandíbula e introdujo a la horrorizada presa. Sus dientes, trituraron
al animal hasta reducirlo a un amasijo informe de carne picada y hueso, que se precipitó por su esófago
hasta acabar en lo profundo de su estómago, saciando su hambre; al menos, por ahora.
Asqueado, Bobby vagó por el oscuro bosque, maldiciendo a Francis Farnsworth por haberlo
convertido en aquel monstruo asesino adicto al terror ajeno y capaz de devorar a animalillos indefensos
de un solo bocado.
Sus indecisos pasos le llevaron a un lugar famoso, pero totalmente desconocido para él.
El mirador de Hole Creek.
A ese lugar iban a parar todos aquellos jóvenes amantes que querían pasar un rato agradable en toda
la intimidad que podía proporcionarles el interior de sus respectivos automóviles.
Bobby sabía de la existencia de ese lugar pero, por razones obvias, nunca había tenido la oportunidad
de hacer uso de él.
Palideció al reconocer uno de los tres coches que estaban estacionados en el mirador. El Cadillac
rojo de Richie Adams se encontraba aparcado junto a las dos tartanas de sus fieles lacayos.
La furia volvió a recorrer su cuerpo al recordar como aquellos abusones lo habían encerrado en el
instituto, a merced de ese científico loco. Estaba decidido a aprovechar su nueva condición para
hacerles pagar tantos años de burlas y abusos a esos indeseables.
La puerta del conductor de una de las tartanas se abrió, y de ella emergió una abotargada figura
masculina que cruzó a toda velocidad la explanada para dirigirse a la linde del bosque. Bobby se
agazapó entre los arbustos, acechando al joven que estaba desabrochando la bragueta de sus tejanos,
con claras intenciones de orinar. El seboso rostro de Stuart Dillon mostró una expresión placentera
mientras se aliviaba ante el chico mutante, quien no perdió tiempo en poner en marcha su plan de
venganza.
Sus poderosas garras aprisionaron la cabeza de Stuart, y antes de que el joven pudiese manifestar su
sorpresa, Bobby apretó con fuerza, reventándola como si se tratase de uno de los muchos granos que
solían adornar el rostro de Stuart.
Bobby arrojó el cuerpo contra el suelo, donde la reventada cabeza esparció pedazos de sesos y hueso.
Los minutos pasaron, y el chico mutante observó atento como una regordeta joven salía del coche de
Stuart y petaba la ventanilla de los dos automóviles. Richie Adams y Earl McQueen abandonaron
fastidiados sus niditos de amor para atender a la preocupada jovenzuela. Cabreados, los dos jóvenes se
dirigieron en busca de su amigo.
Bobby permaneció impasible, aguardando la llegada de sus próximas víctimas con cierta
impaciencia. Deseando volver a quitar otra vida.
Richie se encontró el cadáver de Stuart y alertó a Earl, pero este ignoró a su amigo. Lo que estaba
viendo era más terrorífico que el cadáver de su colega.
Bobby salió de su escondrijo, saboreando el olor que exudaban los dos jóvenes al contemplarlo a
plena luz de la luna llena.
Richie y Earl tartamudearon una incomprensible palabra antes de comenzar a alejarse de aquel
monstruo, gritando como unas colegialas. Bobby se dispuso a impedir su huida y logró atrapar a Earl
por el pescuezo. Este, contempló con desesperación como su compañero lo abandonaba.
—¡Richie, ayúdame! ¡Por favor!
Sin el menor esfuerzo, Bobby rompió el cuello de Earl como si de una endeble ramita seca se tratase.
Paso a paso, el chico mutante se acercaba a su principal objetivo: Richie Adams.
Richie no se podía creer lo que estaba ocurriendo. En menos de un minuto, había encontrado el
destrozado cadáver de uno de sus amigos y un misterioso monstruo salido de la peor de sus pesadillas,
estaba dándoles caza. Debía escapar de allí inmediatamente. Pero cuando llegó ante la puerta de su
Cadillac, se la encontró cerrada a cal y canto.
—¡Sue, estúpida zorra, ábreme ahora mismo! —ordenó el joven a la aterrada muchacha, que había
decidido encerrarse junto a las otras chicas, por precaución, tras escuchar aquellos aterradores gritos.
Ya era demasiado tarde para huir.
Bobby se plantó ante Richie, quien sacó, no muy decidido, de uno de los bolsillos de sus tejanos, una
navaja con la que trató de disuadir a la bestia. Bobby reconoció la reluciente hoja que se había posado
multitud de veces en su mejilla. Pero esta vez sería diferente. Esta vez, Bobby tenía diez cuchillas más
afiladas en sus dedos. Antes de utilizarlas, disfrutó de la visión de Richie orinándose encima y aspiró
hasta el último ápice de miedo que manó sin control del cuerpo del macarra de instituto, antes de que las
garras comenzasen a destrozarlo sin compasión.
Cuando Richie no fue más que un amasijo de carne picada, el chico mutante detuvo sus
movimientos. Notó como el bestial frenesí que se apoderó de él mientras despachaba a sus ex matones
despareció. Y al igual que ocurrió cuando acabó con el doctor Farnsworth, Bobby contempló
horrorizado sus ensangrentadas garras con las que había vuelto a matar con suma facilidad.
Los incontrolables sollozos del interior del Cadillac llamaron la atención del chico mutante. El trío
de aterradas jovencitas se apartaron todo lo que pudieron de la ventanilla al ver que la bestia asesina que
acababa de despedazar a Richie Adams, había clavado la vista en ellas.
Esta vez. Bobby no pudo aspirar el miedo de las chicas. Solo pudo ver los rostros deformados, las
lágrimas vertiéndose sin control y escuchar los gritos y llamadas de socorro. Todo aquello lo provocaba
él. La ventanilla le devolvía el monstruoso reflejo en lo que se había convertido.
Bobby aulló a la luna llena, asustando aún más a las muchachas del interior del vehículo. Se arañó a
sí mismo, esperando así liberar al escuálido jovencito debajo de aquella abominable envoltura. Pero
solo consiguió herirse a sí mismo, haciendo que las heridas vertiesen una apestosa sangre verde.
Se dejó caer abatido de rodillas, completamente superado por los acontecimientos. ¿Acaso quería
continuar con aquel infierno? ¿Vivir como un monstruo atemorizando y matando a todo aquel que se le
pusiese por delante?
Se acercó al precipicio del mirador y contempló Hole Creek. El pequeño pueblo dormía apacible, sin
ser conscientes del monstruo que lo estaba observando.
Bobby había visto demasiadas películas de serie B para saber que el monstruo nunca terminaba bien.
¿Cuánta gente de Hole Creek mataría antes de que enviasen un pelotón del ejército para abatirlo?
¿Estarían sus padres entre las destrozadas víctimas? ¿Debía acabar el mismo con su vida o aceptar su
condición actual?
El chico mutante estaba tan ocupado con su melancolía que no hizo caso del ruido del motor ni la luz
de los faros del Cadillac hasta que la carrocería impactó contra su espalda. El destino decidió por
Bobby, haciendo que una de las aterradas jovenes, al ver la oportunidad, arrollase al monstruo
lanzándole por el barranco.
Unas cuantas lágrimas escaparon de los ojos del chico mutante, quien cerró los ojos antes de que su
cuerpo se empotrase contra el suelo rocoso.
Para él, la película había llegado a su fin.
Rubén Giráldez González

Rubén Giráldez González. Creado en un mugriento laboratorio de Vigo en marzo de 1995 y adicto al
terror en todas sus formas desde temprana edad. Colaborador en los blogs Castle Rock Asylum y La
Ventana Secreta 6 donde critica y reseña con la saña de un mad doctor pasado de rosca.

Ha comenzado a forjar su carrera literaria publicando en antologías (tanto virtuales como en papel)
como Calabacines en el Ático: Grand Guignol, Vampiralia, Supermalia, Muñecos Malditos. Ganando el
primero puesto del III Premio de la revista Ultratumba y formando parte del blockbuster literario
Sueños de Acero Fundido.

Actualmente trata de seguir alimentando al monstruillo de la escritura que ya forma parte de él.
Los seres
de Rosa Montolío Catalán
Los seres
Rosa Montolío Catalán

Sus pasos los conducían al río, de ahí al pantano. Irían a ver los hermosos árboles y los alrededores. Era
un día tranquilo, de otoño, con suave viento. Rachel camina deprisa. Al, despacio.
—¡Vamos Al! ¡Vamos!
Atraída por un pequeño manantial, se acerca para llenar una botella de agua. La toca. ―Está fresca‖,
piensa, ―será nuestro recuerdo de ‗El día del pantano‘, ¡qué buena!‖. La llena. Corre un poco hasta
alcanzar a Al.
—Ahora te toca correr a ti, ¿eh?
Rachel echa una mirada al agua del pantano: ―¡Cuántas hojas!, está lleno de hojas, parece una
alfombra de colores marrones‖, piensa complacida, ―llega el otoño, caen las hojas‖, y su cara sonríe
mirando poéticamente al azul cielo.
—¡Qué bonito! ¡Al, mira qué colores!
—Sí mamá, parece un cuadro de esos que hago yo en el cole.
¡Chas, chas, chas, chas! Corta patatas con un cuchillo sobre una tabla. ―Haré hamburguesas y una
buena ensalada para comer‖, piensa Rachel. Una mosca pasa. Sobre la mesa: tomate, lechuga, apio,
canónigos, maíz, ―¡uhm!, ¿qué más le puedo añadir?‖, y sigue cortando las patatas. Vuelve la vista y
mira los pequeños tappers abiertos con alitas de pollo, costillas y hamburguesas. La botella de agua: al
lado.
La cocina, grande, básicamente equipada, pertenecía a la casa de caza de su padre, situada en el
bosque del río Missouri,estaba rodeada de árboles y un poco alejada del pantano. Era un lugar que
Rachel conocía bien y, aprovechando el viaje de sus padres a Europa, había decidido ir sola con su hijo,
era una buena ocasión para estar juntos. Pasarían el fin de semana y, después, al regreso de sus padres,
celebrarían todos el Thanksgiving (¡con pavo y todo!). Una vez allí, dejaría el coche y disfrutarían de lo
lindo de la tranquilidad del lugar. Sin tele, sin móvil (sin cobertura), sin padres, sin nada: solos su hijo y
ella.
—¡Mamá, mamá!, me quedo aquí cortando trocitos de leña, al abuelo le gusta tener en la chimenea.
—¡Vaya sorpresa que le vas a dar! Estás entusiasmado Al, te ha sentado bien el paseíto por el
pantano.
Y sigue cortando las patatas:¡chas!, ¡chas, chas, chas chas chas! ―Meteré la carne en la nevera‖. La
mira: ―Es antigua, pero funciona, cuando estaba con Albert ya la tenía mi padre, pasamos buenos
momentos aquí… y ahora, divorciados, lo mejor: Al, siete años ya. ¡Ah! y el libro de Tom Sawyer cerca
del armario, me vendrá bien para leérselo a Al, como somos de Hannibal, me hace ilusión vivir donde
Mark…‖. Abstraída en sus pensamientos, Rachel se acerca a la mesa, con el codo empuja la botella del
agua y ¡zas! Cae agua encima de las alitas, las costillas y las hamburguesas, ¡wow! La coge casi al
vuelo, un poco cae al suelo, pero la atrapa y la deja sobre la mesa, mete los tappers en la nevera y sigue
cortando las patatas.
―¡AAAAAHHHHH! ¡AAAAAAAHHHHHHH! ¡Malditas! ¡Malditas! ¡Malditas patatas!‖, exclama,
―¡Vaya!, ¡qué corte!, ¡cómo sangra! ¡Ay, mi dedo, mi dedo!, ¡ay, ay!‖, y se acerca al fregadero. ―¡Me lo
lavaré con agua!, ¡agua, agua, agua!‖. Ve la botella del agua dejada en la mesa y piensa: ―Quizá sea
mejor, natural, pura, quizá las propiedades curativas sean más desinfectantes, a ver, la probaré, a ver si
desinfecta, daño no me hará‖. Abrió la botella y se echa un chorrito sobre la herida cayendo un goteo de
sangre y agua en la pila del fregadero. De inmediato, la herida se llena de unos seres diminutos,
transparentes, blanquecinos convirtiéndose marrones claros, como arena, parecían gusanos que se
afanaban por comerse la carne de la herida. Se le dilataron sus pupilas: ―¡Aggg!, ¡aggg!, ¿esto qué es?,
pero, ¿qué es?, me echaré más‖, y se echó más, y más, y más, ―no se van, no se van! ¡aggg! ¡agggg!‖, y
le mordían, le mordían en el dedo, se llevaban su carne esos seres diminutos. Le picaba, le picaba la
herida, los bocados, los mordiscos, le picaban, le picaban. Con la otra mano dejó la botella y se rascó:
―¡¡¡¡Aaaaahhhh!!!!!‖, exclamó con dolor: el trozo de carne de la herida saltó yendo a parar a la bancada,
pero el dedo le sangraba chorreando en la pila del fregadero. Instintivamente se volvió a poner agua, y
esta vez se reprodujeron más y más en su carne herida. ―¡Aaaaaahhhhh!‖ Empezaba a desesperarse, con
ansiedad se rascó de nuevo, la herida le supuraba cada vez más y más, se rascaba por arriba, por abajo,
en el pecho, en las rodillas, en las piernas y sus uñas atrapaban la carne ensangrentada. ―¡Malditos!‖,
gritó. Y siguió rascándose con ahínco.―¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos!‖, y los seres comían y comían
de su carne. Rachel levantó los ojos, aterrados, con el pánico agazapado, vio el cuchillo sobre la
bancada. ―¡El cuchillo, el cuchillo!, ¿y si me rasco con el cuchillo?‖, pensó. Y volvió la vista hacia su
dedo: ―¡Socorro, socorro!, ¡Al, Al, se me están comiendo el dedo!‖. Cogió el cuchillo y se lo pasó por el
dedo ¡ras!, pero los diminutos seres confundidos con la sangre no se inmutaban y seguían, seguían
comiendo como grandes hambrientos agujereándole el dedo. Lo resbaló con tanta rabia que se arrancó
el trozo de cuajo: ―¡AAAAAHHHHH!, ¡mi trozo de dedo!‖. El trozo estaba en el suelo.
—¡Mamá, mamá! ¿Qué haces? ¿Por qué gritas? ¿Qué son esas cosas?
—¡No te acerques! ¡No te acerques! ¡Aléjate! ¡Aléjate, Al!
Mientras tanto con el reguero del agua y la sangre, la bancada, el fregadero, y el suelo se habían
llenado de seres, de esos bichos en forma de gusano, redondeado, gordo y a la vez plano, que se
amontonaban donde había caído el trozo de carne de su dedo y el agua de la botella desparramada. Y
crecían y crecían, cada vez había más y más, y eran más grandes. Le picaba, le picaba, le picaba ahora
la pierna, con avidez, se rascaba la pierna, los pies, los muslos, todo le picaba, ¡ras, ras!, se rascaba con
ansia y se hacía más heridas, los arañazos eran profundos, y los seres empezaban a comérsela viva.
Compulsivamente se pegó a sí misma con las palmas, ¡plas! ¡plas, plas! aplastando a esos bichos que se
la comían. ―¡La escopeta!, ¡la escopeta!‖, pensó de repente en la escopeta de su padre: iría al garaje, ¡no,
no!, no podía.
—¡Al, Al!
—¡Mamá, mamá!
—¡Sal, sal, sal fuera y trae la escopeta, la escopeta del abuelo! ¡Deprisa, deprisa!
Al corría, corría, cogió el arma, volvió, entró y ¡bang! disparó ¡bang, bang, bang! disparó, disparó,
disparó, los seres no se habían movido aunque, ¿quizás?, le pareció que bajaron el ansia de comer.
—¡No se mueven, mamá! ¡No se mueven! ¡Sí, sí, vienen, vienen hacia aquí!
―¡Cogeré el hacha! ¡El hacha! ¡El hacha!‖, pensaba Rachel aterrorizada.
—¡¡¡¡¡Al, Al, AAAALLLL!!!!! ¡Corre, corre, trae el hacha, el hacha!
Ensangrentada hasta las cejas, resbalándose en el agua del suelo, le cogió el hacha de un estirón y…
¡zas!, ¡zas! Empezó a partir seres ¡zas!, ¡zas!, ¡zas! ¡Ooooohhhhh! Habían crecido, los partía y al
cortarlos con sus propias heridas se multiplicaban y multiplicaban y crecían más y más al mojarse en el
suelo con el agua. ¡AAAAAHHHH! ¡¡¡¡Eran como las hojas del pantano!!!! En su cerebro aparecían las
hojas grandes que había visto convertidas en esos bichos, asquerosos, que se comían su carne y se
reproducían con sangre mezclada con ese agua. No se lo podía creer, y Al con un pie en la cocina y el
otro fuera contemplaba atónito con las pupilas como platos: los trozos ensangrentados en la carne de su
madre y la carnicería de aquellas cosas hinchadas, gordas, con estrías, marrón―oscuro―casi―negro y
con tentáculos que iban hacia ellos. Había de todos los tamaños y tonos de colores marrones. ¡Aaaaggg!
¡AAAAAGGGGG!
—¡Vámonos mamá!, ¡vámonos!, ¡vámonos!
Al borde del desmayo, Rachel se apoyó en la nevera, y sintió una fuerza que empujaba y empujaba, y
casi sola se abrió la puerta: ―¡¡¡¡AAAAAHHHH!!! ¡Las hamburguesas, las hamburguesas!, antes, antes,
las he metido, las he metido, ¡están aquí, están aquí, Al!‖. Al se acercaba… ―Están, están, ¡no!, ¡no
vengas!, ¡no!, ¡no te acerques!, ¡aquí, aquí!‖, le señalaba con el dedo medio comido. ―¡Aquí, aquí!,
¡están aquí dentro!‖, pensaba despavorida. La nevera estaba llena de seres, se movían muy rápidos,
grandes, se pegaban y amontonaban unos con otros, y rodeados de unos cortos tentáculos que les salían
por el cuerpo se desplazaban, por el pollo, por las costillas, por las hamburguesas, chupaban lo que tenía
sangre, se detenían encima y comían, comían por una especie de raja―boca que tenían por debajo, en
medio de sus tentáculos. No tenían ojos, echaban babas, se oía la absorción de la carne cuando tragaban.
―¡AAAGGG! ¡QUÉ ASCO!‖ Salió de las bocas de Al y Rachel. Compulsivamente, cerró la nevera.
Pero… intentó andar, no podía, no podía, Al la arrastraba de la mano, pero su madre no podía: un
mechón de su pelo largo se le enganchó al cerrarla. ¡AAAAAHHHH! La abrió de nuevo, estiró el pelo,
miró: ―Por un momento han ido más despacio‖, pensó Rachel, le dio la impresión de que la luz interior
les había impactado, ¡los había descolocado! No tuvo tiempo de más, al salir el frío todos los seres se
movían de nuevo, los del suelo ya grandes y gordos se acercaban, les habían crecido los tentáculos y,
como sensores, apoyados sobre ellos venían deprisa, deprisa, hasta llegar a ella. Los de sus heridas se
engordaban, y se comían su dedo, sus rodillas, sus piernas, sus pies, le arrancaban la carne, le mordían,
iba perdiendo trozos de su cuerpo.
—¡¿Qué hago mamá? ¿Qué hago?!
Miró despavorida alrededor: seres, seres, seres, por el techo, por la bancada, por el fregadero, por los
armarios, por las sillas, todo lleno de seres que se acercaban hacia ella, ¿o a la nevera?
Se detuvo en seco, y su pensamiento razonó:
―Los de dentro de la nevera comían y comían, más que los otros, ¿acaso les atrae el frío?...‖
—¡Los voy a aplastar, MAMÁ!
En ese momento Al entraba con un tronco, se atascó en la puerta y se encendió la luz… y… todos los
seres se pararon una décima de segundo.
―El calor los paraliza‖, Rachel pensó.
—A ver Al cariñito, deja el tronco, deja el tronco, dale al interruptor, enciende la luz, ¡enciende la
luz!
Al encendió de nuevo y: ¡Sí!, pararon todos. Para seguir después comiendo y comiendo y
ensangrentando las paredes, el suelo, la bancada, la ventana, la mesa, el fregadero, el dedo, la pierna, la
rodilla… la cara, de su madre.
―El frío los atrae, el calor los paraliza, pero poco, solo unas milésimas de segundo, la luz de la
nevera, el plafón de la cocina, todo emite calor; y el frío… el otoño… el agua fría del pan―ta―no… ―.
Y acudían a su cerebro aquellas hojas redondeadas del pantano, y se superponían con las formas de
aquellos bichos, aplanados, redondeados, grandes, con estrías, marrones oscuros, con esas
patas―tentáculo.
—¡Al, sal y mira en la chimenea del abuelo, si hay cerillas ¡cógelas y tráelas!, ¡rápido!, ¡rápido!
Al sale corriendo.
—Sííííííííí, mamááááá, ¡hay una caja!
—¡Ven, ven, tráelas!
Y los bichos se aproximaban más y más a ella, casi la tocaban con sus tentáculos.
—Ya mamá.
—¡Enciéndelas todas a la vez!
—¡¿Todas a la vez?!!!
—¡Sí, enciende una y métela en la caja, luego la tiras aquí donde estoy yo!
—¡Te quemaré mamá!
—¡Por una vez! ¡¡¡Haz lo que te digo!!!
Al lo hizo. Se chamuscó las manos pero lo hizo. Los seres se paralizaron por el calor del fuego.
Pero… las cerillas ardieron y los seres siguieron comiendo y comiendo ya los restos de las alitas de
pollo, de las hamburguesas, de las costillas y de su propio dedo.
¡Claro! ¡Claro! Estaba claro, y seguía Rachel con su pensamiento: ―Es el agua, el agua del manantial,
transparente, fría, los seres viven en ella, son trasparentes, diminutos, o como arenilla, no se perciben
apenas, y con la sangre se desarrollan. Alguien debió de sangrar en el pantano, los del agua ya eran
grandes‖.
―Pues si viven en el frío, morirán en el fuego‖, sentenció Rachel, pero ¿cómo? Miró a la pared, y allí
estaba, colgado, el encendedor, el maldito encendedor. Tenía que intentarlo, tenía que hacer fuego, y
mucho, tenía que coger el maldito encendedor. Al, rota la camiseta, y a jirones los pantalones y con las
manos chamuscadas, permanecía allí, extasiado, esperando las órdenes de su madre. Rachel pensaba en
el encendedor: cruzaría la cocina, cogería el encendedor pero… tendría que ser rápida, muy rápida, los
seres estaban delante, no la dejarían pasar. Daba igual, tenía que hacerlo, sus vidas estaban debajo de un
péndulo.
¡AAAAAggggg! ¡Chaf! ¡Chaf! Rachel corrió rápida al otro lado pisando bichos ensangrentados,
cogió el encendedor, abrió los mandos de la cocina de guisar, el horno, y una nube de gas lo invadió
todo, despavorida, agarró a Al, le dio al encendedor y salieron fuera.
—¡El coche, mamá!, ¡el coche!
—¡NO! ¡NO! ¡¡¡Al, corre, corre, a los árboles, a los árboles!!!!
Una fuerte explosión se oyó detrás. Una gran llamarada quemaba la casa, el coche, los seres y la
carne. Rachel y Al corrían y corrían adentrándose en el bosque. El agua y la sangre corrían por la
tubería y alcanzaban el desagüe.
Rosa Mintolío Catalán

Rosa Montolío Catalán nace en 1959, en Perales del Alfambra, Teruel. Pasa allí su infancia aunque a la
edad de 11 años se traslada a vivir a Valencia donde, más tarde, se licencia en Filología
Anglogermánica. Desde entonces, se dedica a la educación que combina con el arte de la escritura.

OBRA
Ensayo: Light on the thriller. The USA &Spain (2007).
Narrativa: Una voz en sus manos (2009); Anastasia en el jardín de seda glamour (2009).
Poesía: Poems on a bench (2008).(libro+CD)
Teatro: El sueño de Derek (2010); Derek’sdream (2010, 2011); Britney S.P. & Company (2011).
Didáctica/Científica: Poemson a bench. Teacher’s book (2009); Derek’s dream. Teacher’s notes
(2011); Britney S.P. & Company. Teacher’s notes (2011).
Microrrelatos: En el lecho del viento y Lava sobre las dunas, microrrelatos eróticos, han sido
seleccionados en el II Concurso Internacional de Microrrelatos Eróticos de Ediciones de Letras e
incluidos en la antología II Antología de Relatos Eróticos de la misma editorial. Junto a la piel,
microrrelato erótico, ha sido seleccionado en el II Concurso de Microrrelatos Eróticos Talento
Comunicación (España), convocado por Ediciones con Talento. Asimismo, ha sido incluido en la
antología Antología de Relatos Eróticosde la misma editorial.

Ha presentado toda su obra en distintas ediciones de La Feria del Libro, librerías y centros de
Educación con la firma de sus ejemplares.
Colabora junto a otros escritores en antologías y revistas.
Participa como miembro de Jurado en concursos literarios en castellano e inglés.
Asiste a tertulias, recita poesía en general y sobre arte (2015) y lee narraciones breves. Además,
colabora en homenajes a artistas y escritores. Organiza y dirige revistas, actividades culturales y
literarias como el concurso para jóvenes ―Do youdare?‖ (2011) o encuentros de teatro. Asimismo,
imparte talleres literarios como ―De la palabra al libro‖ (2011) o ―La importancia del título‖ (2014) para
adolescentes con talento literario.
Crea la red ―Pétalos‖ (2009) por internet en contra de la Violencia de Género.
Dar charlas y conferencias es otra habilidad que practica, así como la presentación de actos literarios,
la crítica literaria y la corrección de guiones cinematográficos.
Sus artículos de didáctica y crítica social han sido publicados en revistas y periódicos desde 1994.
Más información en la siguiente página web: http://www.rosamontoliocatalan.com
El desierto perpetuo
de Kevin Cartes
El desierto perpetuo
Kevin Cartes

El Impala avanza por la interestatal 25 en dirección a Denver. Esta anocheciendo, Jim debe cerrar la
ventana porque lo que hace momentos era una brisa refrescante ahora es una potente ventolera helada
que amenaza con arrasar todo a su paso. Ha sido un largo viaje desde México. Allá afuera, el desierto
pareciera no tener fin, la carretera tampoco. Enciende la radio y suena Lynyrd Skynyrd. Escucha y se
concentra en la letra. If I leave here tomorrow, would still remember me? Carajo. Cómo le duele esa
frase. La música sigue sonando y Jim empieza a golpear rítmicamente el manubrio con su mano derecha
porque a pesar de que es diestro prefiere conducir con la zurda. Ha pasado tiempo y la herida sigue
intacta, sin cicatrizar, abierta, tanto que casi puede ver la sangre brotando a borbotones desde ella.
Todavía me duele. Fuck this shit, se dice. Ahora viene el solo de Gary Rossington. Jim pisa el
acelerador al mismo tiempo que Gary toca la guitarra y vuelve a abrir la ventana. El frío lo despeina,
lanza un grito liberador y zigzaguea por esa ruta solitaria. Por un momento piensa que sería heroico
morir así, escuchando su canción favorita, montado arriba de su Impala verde y cayendo por uno de los
tantos precipicios que le ofrece el paisaje ¿Vale la pena ser un pájaro libre? ¿Valió la pena haber dejado
su cómoda vida atrás? Su hermosa esposa, sus tiernos hijos, ese empleo por el tanto luchó.
Poco antes de llegar a Santa Fe, Jim se detiene en un pueblito menor a cargar combustible. El Impala
está prácticamente seco. Al llegar a la gasolinera no divisa a nadie por lo que decide lanzar un grito a
ver si aparece algún alma. Al principio nada. Jim vuelve a dar otro grito, esta vez más enérgicamente.
De las profundidades de una tiendita de recuerdos que supo de tiempos mejores emerge un anciano
pequeño con rasgos asiáticos, como camboyanos o tailandeses. O quizás sea indio, está oscuro y Jim no
puede distinguirlo bien. El anciano lleva una visera azul que le hace publicidad a la cerveza Corona.
―¿La gasolinera está funcionando?
―Perfectamente.
―Que bien. Aquí tiene las llaves, quiero llenar el estanque.
―Todos dicen lo mismo.

Jim le pasa las llaves y por un momento siente una pizca de desconfianza. Ese anciano misterioso y
de una lentitud tan trabajada no le da buena espina. Pero es eso o quedarse varado en medio del
desierto. Cuando el estanque está lleno se revisa la billetera para pagarle: tiene muchos dólares ahí. El
anciano le hace una seña para que lo siga adentro de la tiendita. Tiene que pagar en la caja, le dice. Jim
se guarda la billetera y entra, piensa que quizás le querrán encajar algún suvenir, una de esas artesanías
baratas hechas con madera que son simpáticas, pero que no tendría a quien regalar, si es que llegara a
comprar una. Adentro está muy oscuro, huele raro y desde un lugar lejano que no es capaz de descifrar
emerge una música apagada, media country, y que por la pésima calidad del sonido asume debe
provenir una victrola que tiene que estar bien lejos porque el ruido es apenas perceptible. Qué lugar, se
dijo Jim. Cuando tiene en sus manos la factura de la gasolina quiere pagarle al anciano e irse de una
vez, pero apenas saca su billetera nuevamente el anciano le incrusta un balazo en la pierna izquierda.
―Aquí te vas a quedar, cabrón.
El sonido retumba por todo el edificio. Después la nada, un silencio aterrador. Jim trata de correr
pero el dolor es tanto que cae al piso en el porche de la tiendita. Se toca la pierna, la sangre brota a
borbotones, como aquella herida en su psiquis provocada por la soledad de su vida errante y la cobardía
del abandono a su familia y toda esa mierda. A los minutos se desmaya.
Cuando despierta yace tendido en una camilla, con los brazos y piernas atadas. Lo que parece ser un
doctor, aunque ese lugar de seguro no es una clínica o un hospital, se mueve con jeringas y tubos por la
sala, merodeándolo. No puede ver su cara porque tiene una mascarilla enorme que le dificulta la visión.
De pronto ese doctor llega y le clava una inyección. Luego le extrae una muestra de sangre. ¿Qué
mierda pasa, carajo? ¿Qué diablos es todo esto? Jim no entiende nada. Con el pavor natural que sentiría
cualquier ser humano al despertarse en un lugar tan terrorífico como ese, sumado a la sustancia que le
había sido suministrada, Jim vuelve a dormirse. O desmayarse. Sueña con un día de campo con su
antigua familia. El pasto verde y recién podado del parque, los sándwiches con mantequilla de maní
preparados por su esposa, los niños corriendo y jugando a las escondidas entre los árboles, él sentado en
la manta que sobre el pasto abrazando a su esposa, todo es perfecto.
Cuando recobra la conciencia por segunda vez ya no está en esa camilla. Está sentado otra vez en su
coche, somnoliento, sin entender mucho. Jim no recuerda que le han disparado, mucho menos recuerda
el episodio en esa sala extraña con lo que parecía un doctor. Le habían borrado la memoria. Cree que ha
tomado una siesta en el Impala y que no hay mayor lío. Al estirarse, como hace todo el mundo después
de despertar, descubre que tiene una venda en su pierna y lo que es peor: Desde su pecho emerge un
órgano muy extraño, como el brazo de un niño. Se pone a gritar y en su desesperación solo atina a hacer
arrancar el coche. Llega a los 150 km/h, saliéndose varias veces del carril, esta vez con la radio apagada
y sin pensar en una muerte heroica, como lo habría hecho antes. Solo quiere escapar y entender qué
carajo le han hecho. Unos kilómetros más al norte decide parar. Se pone a llorar. Puede mover ese
nuevo miembro que brota desde su pecho, porque ya es parte de él. Es tenebroso; el tono de la piel es
muchísimo más claro que el suyo, los dedos que nacen de esa mano son pequeñísimos, están arrugados
y dos no tienen uñas. Siente ganas de vomitar. Después se revisa los bolsillos y descubre que tiene la
factura de la gasolina. Anciano de mierda, piensa. De él si se acordaba y él debía ser el culpable. Da
vuelta en reversa y enfila hacia el sur, decidido a vengarse por lo que lo que le han hecho, por haberlo
convertido en un monstruo. Siente rabia y asco. Enciende la radio y suena Led Zeppelin. Pisa el
acelerador y vuelve en apenas quince minutos a la gasolinera del anciano con la visera de Corona.
Aparca ahí mismo donde lo hizo hace unas horas y desde la guantera saca su revólver. Su brazo
implantado nace a la altura de sus pectorales y muere a la altura de su ombligo, por lo que con su
chaleco se disimula. Una vez adentro, sin decir nada, le propina tres disparos al anciano.
Lo que sucede después es confuso. Jim se queda un rato contemplando el cuerpo del viejo y enciende
un cigarro, quizás para calmar los nervios y darse el valor necesario para adentrarse en las
profundidades de la tienda, quizás para hacer tiempo, que lo vengan a buscar y así no tener que entrar
él. Quizás por el morbo de admirar el cadáver de quien lo convirtiera en mostro. Lo cierto es que
cuando termina de fumar se interna definitivamente por los pasillos del edificio, decidido a encontrar
una explicación satisfactoria y al culpable de la mierda de cirugía que le habían hecho.
El edificio huele a polvo y a mar, una mezcla rara entre casa antigua y pescado. Es asqueroso.
Después de un rato de deambular por habitaciones vacías, da con el clavo. Abre una puerta antigua y
entra a lo que parece ser la sala de operaciones de ese centro. Jim encuentra la camilla en la que estuvo
tendido y no es capaz de reconocerla. Todavía está sobreexcitado por la muerte del anciano, por lo que
no tiene tiempo para sentir miedo. Solo la inquietante euforia del que tiene un revolver cargado y
razones para dispararlo. Jim da vueltas por el edificio hasta que divisa a alguien que lleva puesta una
bata blanca. Va tras él a toda prisa con el dedo puesto en el gatillo, pero este lo elude por los
interminables pasillos que tiene la construcción. Era el doctor. El doctor.
Justo cuando Jim empezaba a darse por vencido, abre una puerta y se queda sin aliento: ha
descubierto la sala secreta. Abre la puerta y queda atónito instantáneamente. La habitación está llena de
jaulas con los seres más abominables que jamás ha visto en su vida. Una serpiente con patas de gato, un
perro con alas de ave, conejos con tres cabezas, pájaros decapitados volando en círculos y, al final, otro
humano con un brazo en el pecho. Pero este se veía mucho peor que él. Estaba tirado seminconsciente
en el piso, desnudo y con el brazo putrefacto inerte saliendo desde su pecho. A los segundos de
contemplar esa dantesca escena, Jim vomita. Luego sale corriendo de ahí y dispara un par de veces al
aire, de puro miedo. Cuando llega al porche vuelve a vomitar. Acelera el Impala y decide llegar hasta
Denver sin detenerse, bajo ninguna circunstancia. Siente mucho miedo. Diablos, son muchas las cosas
que dan vueltas por su cabeza en ese momento. Qué demonios eran todos esos seres mutantes,
horrorosos, qué hará con ese nuevo miembro, cómo podrá llegar a un hospital así, qué explicaciones
daría, de seguro lo tomarán por un loco, lo enjuiciarían por sus deudas, por sus otros delitos. Acelera.
La noche ya está bien entrada. Hace frío en el desierto de Chihuahua. Cruzar las carreteras de México y
Estados Unidos es un trámite largo y masoquista.
A medida que avanza hacia el norte, las horrorosas imágenes que Jim vio en ese lugar aterrador caen
como gotas de agua, una por una, sobre su cabeza, a pesar de que está más calmado. Sigue viendo a
esos monstros otra vez y siente ganas de llorar. Ahí están todos esos animales mutantes y ese humano
con un miembro extra en su pecho desfilando por su memoria. Y ahí está Jim, con su nuevo órgano
escondido entre la lana de su chaleco. No lo soporta más. Se pone a llorar y sin querer se sale de la pista
para terminar cayendo en un descampado. A los minutos recobra la conciencia. Un par de hematomas
ahora son parte de su cuerpo. Lo más grave es una fractura en su miembro implantando. Un momento,
No le duele. What the fuck? Esta inesperada noticia lo alegra, quizás pueda extirpárselo él mismo y la
cosa no ser tan traumática. Solo será un mal recuerdo, uno de los tantos en su vida golpeada por la
depresión y la decepción. Y el fracaso. ¿Qué será de su familia? No lo sabe. A las finales tampoco le
importa tanto, Jim nació y morirá solo. A veces cree que su vida familiar no fue más que un breve
espejismo en medio de la soledad absoluta que lo rodeó siempre, un espejismo como los millares que
vio recorriendo estos pálidos caminos, estas planicies eternas, tristes, tenebrosas y solitarias como él.
Fucking arm. Ya lo ha decidido. Va al maletero de su magullado Impala y coge una sierra. Uno, dos,
tres. Damn. Se arranca de raíz ese miembro maldito y brota apenas una cantidad ínfima de sangre
incolora, helada, muy liquida. No hay dolor, no hay trauma. En su pecho queda solo una pequeña
cicatriz, similar a una picadura de un mosquito. ¿Eso era todo? Jim sonríe. Ahora le parece absurdo todo
lo que ha pasado. Quizás hasta lo recuerde con gracia en un momento. Su vida seguirá, para bien o para
mal, de la misma forma en la que venía antes. El rumbo trazado será igual. Se sube al coche y el motor
no suena muy bien, pero aguantará. Ya queda poco para llegar a Denver. Esto lo contenta más. Enfila
hacia el norte, de lejos divisa las luces de lo que parece ser la ciudad de Trinidad. No se detiene, sigue
avanzando hasta su destino. Decide que quizás sea buen momento para encender la radio. Presiona turn
on. No logra captar ninguna señal y la apaga. Enciende un cigarrillo, todo le parece tan sencillo,
superficial, absurdo. Recordó una frase cliché que solía repetir su mujer. ―No tienes por qué tomarte tan
en serio la vida. De todas maneras no vas a salir vivo de ella‖.
A eso de las 7 a.m. Jim llega a Denver, Colorado. No es donde nació, pero es donde se siente en
casa. Ya ha amanecido y las personas se mueven cada una para sus lugares de trabajo y estudio, del
mismo modo que las colonias de hormigas se mueven en verano para buscar alimento. Somos hormigas,
piensa Jim. Aparca afuera de su casa, que queda en los suburbios de esa ciudad que crece a pasos
agigantados y por eso mismo hace a las personas aún más diminutas. Cuando llega nota que tiene tres
mensajes en la grabadora, decide no oír ninguno e irse inmediatamente a la cama. Sí que fue un viaje de
mierda. Acostado y sediento, decide ir a la cocina. Saca una Corona helada, la misma cerveza que el
viejo de la gasolinera publicitaba en su visera y que tuvo que matar. Quizás pudo haber esperado y
dejarlo vivir. Al carajo, lo hecho hecho está. Destapa tres botellitas y las bebe casi de un solo gran
sorbo, instantáneamente. Viajar por el desierto te genera una sed descomunal. Te secas igual que esa
tierra maldita. Con esto dormiré bien, piensa Jim. Se sienta en el borde su cama, no está hecha.
Contempla unos segundos una foto de su familia, el momento más feliz de su vida. Después cae muerto
de sueño a la cama y duerme lo que no ha dormido en estos ajetreados días.
Cuando despierta todavía es de día, pero la tarde ha ganado bastante terreno y ya le prepara el
camino a la noche. Está agradable, ni frío ni calor. Templado. No como en el desierto, donde en el día te
cueces como los frijoles en un caldo y en la noche te hielas cual bola de nieva fueras. Jim se levanta de
un salto y camina al baño, orina el litro de cerveza que se bebió antes de dormir. Ah, qué bien se sintió
eso, se dice. Se queda un rato inmóvil sintiendo la frescura de la tarde colándose por la ventana del
baño. Necesita aire fresco, quizás vaya a tomar una ducha y salga a caminar. Se quita el pantalón,
desabotona su camisa y se mira en el espejo. ¿Qué mierda?, grita con vehemencia. Jim ha quedado
estupefacto. Le ha crecido otro brazo desde el pecho. Y este es el doble de grande.
Kevin Cartes

Kevin Cartes (1993) es un estudiante universitario que actualmente cursa el cuarto año de la carrera de
Psicología en la Universidad de La Frontera, Chile. Nació en la ciudad de Los Ángeles e hizo su
educación media en el Liceo Bicentenario Los Ángeles, al igual que uno de sus grandes héroes
literarios: El gran Roberto Bolaño. Es aquí donde descubre su afición a la literatura, gracias a la amistad
con un compañero. Por él conoce el boom literario y la obra de reconocidos escritores nacionales. Al
finalizar la educación media se traslada a Temuco donde empieza sus estudios superiores y su flamante
vida universitaria lo empuja a escribir sus primeros relatos.
El Extraño Insecto
de Néstor Quadri
El Extraño Insecto
Néstor Quadri

Era un médico investigador científico que se dedicaba a realizar estudios sobre insectos y sus
estructuras genéticas, en el laboratorio del hospital de la ciudad donde vivía. Un día, cuando una especie
rara de insecto parecido al mosquito, pero mucho más agresivo, se había multiplicado sorpresiva y
peligrosamente en el mundo, concibió llevar a la práctica aquel experimento que tenía en su mente
desde hacía mucho tiempo.

Las picaduras de ese insecto eran bastante profundas e incisivas, extraían mucha más sangre y
producían mayores irritaciones de la piel, dolores e infecciones que los mosquitos comunes. En la
mayoría de los casos, transmitían enfermedades infecciosas como la malaria y el dengue. Entonces, la
Organización Mundial de la Salud decidió iniciar un emprendimiento genético en varios países del
mundo, tendientes a la creación de insectos híbridos, con el fin de erradicarlos naturalmente.

En general las hembras de esos insectos, perforaban la piel con sus aguijones y succionaban la sangre
caliente, a fin de llenar la capacidad total que admitían sus cuerpos, para luego realizar la fecundación y
puesta de los huevos. La idea para combatirlos, era inhibir el producto sexual de la reproducción del
macho mediante una permutación genética, para que no puedan fecundarlos. Pero él que había sido
nombrado investigador a cargo de ese proyecto en el laboratorio del hospital de su país, no estaba de
acuerdo con esa idea. Sus propios estudios lo llevaban a deducir que había otro camino diferente para
llegar al mismo objetivo.

La dimensión de esos insectos era de aproximadamente un centímetro, y su idea era aumentarlos de


tamaño hasta el doble mediante una modificación de su estructura genética molecular, y con el
inevitable aumento de peso que ello implicaba, no podrían volar. Él pensaba que con ese impedimento y
tratando un número suficiente de esos insectos, bastaría que se reproduzcan en esas condiciones, para
que ellos mismos se vayan eliminando gradualmente.

Sin embargo sus análisis sólo se sustentaban sobre principios teóricos, por lo que debía constatarlo
fehacientemente en la realidad. Ello le daría fama mundial como uno de los investigadores científicos
más importantes en este tema en el mundo, e incluso, soñaba con la nominación al Premio Nobel de
Medicina. Ninguno de los funcionarios encargados de la distribución de fondos para aquel proyecto de
investigación en su país, sospechaban que sus verdaderas intenciones estaban dirigidas hacia ese otro
objetivo.
Él pensaba que para esos burócratas su propuesta sonaría como absurda y por lo tanto, de plantear
formalmente su realización, estaba completamente seguro que se opondrían. Por otro lado, temía que
algunos científicos colegas que realizaban investigaciones en otros países llegaran a enterarse,
produciendo resultados satisfactorios antes que él, copiándole la idea y llevándose los laureles del éxito.
Por ello, había tomado la decisión transgresora de efectuar esa tarea en forma subrepticia, muy diferente
de la que se le habían encomendado oficialmente.

Su investigación se basaba en aplicar un aspecto revolucionario, totalmente desconocido, que había


desarrollado y planificado en complejos estudios analíticos de la descomposición molecular de la
materia orgánica. Consistía en una cápsula de vidrio del tamaño de una persona, que recorrida
internamente por rayos energéticos coordinados por un programa informático, desintegraría
virtualmente toda la estructura genética molecular de esos insectos, para ir recomponiéndolos luego,
poco a poco, en una de mayor dimensión. Trató ya desde el inicio de los trabajos, en no despertar
ninguna sospecha entre sus colaboradores de cuales eran sus verdaderas intenciones. Buscó por todos
los medios que no percibieran que la actividad que desarrollaba, no estaba de acuerdo con la tarea
encomendada.

Cuando encaró la realización de la cápsula energética, los engañó diciéndoles que estaba destinada a
modificar las funciones reproductivas de los insectos machos, tal cual se le había encomendado. Para
evitar las preguntas que él no podría replicar con respuestas convincentes, decidió formar grupos
separados de trabajos. De esa manera, los privaba de la posibilidad de tener una visión global del
experimento que pensaba realizar. Para ello, eligió ayudantes hacendosos, pero sin iniciativa, a las que
frecuentemente alababa para alentar la continuidad de sus comportamientos.

Cuando ya se acercaba la fecha programada, fue allí que se dedicó de completamente a la concreción
de aquella obsesión, que estaba permanentemente danzando en su mente. Fue un sábado a la
medianoche, cuando en la soledad del laboratorio del hospital, su mente se llenó de satisfacción al
aparecer en el monitor de su computadora la señal para avisarle que ya era el momento. Iba a realizar
una experiencia piloto para verificar el resultado de sus análisis teóricos Alargó la mano, pulsó el mouse
y emitió la orden a fin de comenzar la acción programada para realizar todo el proceso.

En esa cápsula de rayos especialmente diseñada por él, la estructura genética molecular del pequeño
insecto hembra que había introducido, se disolvió y luego se fue reorganizando automáticamente y
lentamente fue tomando un tamaño mayor. Al principio, todo marchaba a la perfección y de acuerdo a
sus planes, hasta que la dimensión llegó finalmente a los dos centímetros, tal como él lo había
establecido. Sin embargo, algo falló en el intento, porque el aumento de tamaño del insecto no cesó y
siguió avanzando en la cápsula, ante su aterrada mirada. Su dimensión siguió agrandándose, hasta que
por fin, su cuerpo llegó hasta el límite que le fijaba las dimensiones de la cápsula.

Luego, ante su estupor, el insecto gigante del tamaño de un hombre, con una fuerza superior a la
prevista alzó la tapa de vidrio de la cápsula donde se encontraba y al romperse, las frías paredes de la
sala de investigación del hospital, se iluminaron con la proyección de miles de rayos energéticos.
Abruptamente, sintió la palpitación del insecto en el aire que lo envolvió con su aliento, abochornando
la atmósfera con un vaho putrefacto.

El insecto alzó la vista y observó el entorno del local. Tenía sus ojos oscuros y penetrantes como si
fueran humanos y su boca que sobresalían de su rostro, le daban un aspecto lívido a su semblante,
mientras emitía un gorgoteo permanente y repugnante. Su trompa mostraba sus finos y afilados
aguijones y efectivamente como él pensaba, no pudo volar y fue desplazándose lentamente aleteando y
aferrándose con sus múltiples patas, pero con un movimiento muscular de alta coordinación.

De pronto y sin que pudiera detenerlo, sintió que ese ser se abalanzaba sobre él, tratando de clavarle
sus aguijones en la piel de su cuello, para intentar succionarle la sangre. Entonces una loca
desesperación lo invadió y enceguecido, pudo por suerte asirlo del cuello con sus manos. Luego apretó
y apretó con toda sus fuerzas, hasta que sintió que aquel cuerpo ya no se movía, ni se escuchaba su
respiración. De pronto, se encontró solo en ese silencio del laboratorio, invadido por la desazón,
mientras su mente desvariaba y todo aquello le parecía irreal.

Entonces, con bastante esfuerzo, levantó con sus manos ese cuerpo inerte que él había creado y lo
llevó al local contiguo que era la fría morgue del hospital y ocultó su cuerpo en un rincón apartado,
cubriéndolo con un plástico negro para que nadie lo detectara. Luego limpió y acondicionó el
laboratorio de todo aquel desastre. Estaba completamente agotado, pero tenía el firme propósito de
volver al día siguiente, dado que los domingos el personal no trabajaba, para estudiar con más
tranquilidad cual habría sido el motivo de su fracaso.

A la madrugada fue a su departamento y trató de dormir para blanquear su mente. Sin embargo, por
más que trató, prácticamente no pudo conciliar el sueño. Se levantó por la mañana temprano y volvió a
su laboratorio en completa soledad y hasta el atardecer se abocó fanáticamente a verificar y revisar
nuevamente todo el programa y el sistema que había empleado en la computadora, para tratar de
detectar la falla producida, pero no tuvo éxito. Entonces, se dirigió a la morgue para verificar y analizar
con más detenimiento el cuerpo del insecto, a fin de encontrar algún indicio que pudiera orientarlo.

Pero cuando entró y lo buscó, sólo encontró el trozo de plástico negro dentro del cual lo había
dejado, dado que el insecto no se hallaba allí. Era evidente que no había muerto y que se había
desprendido del envoltorio. Fue allí que comenzó a sentir la sensación extraña de que alguien lo
observaba e invadido por el pánico, le pareció ver entre las tinieblas de la sala a esos ojos horrorosos y
aquella cara macabra. Horrorizado escapó a la calle pensando que tomar algo de aire puro y fresco del
anochecer en el parque ubicado frente al hospital, le haría bien para despejarse y apaciguar su ánimo.

Ese domingo, el inmenso parque, arbolado y tenuemente iluminado por las farolas, estaba muy
tranquilo y silencioso. Luego de un tiempo de caminata estaba empezando a recuperar la tranquilidad,
cuando repentinamente, creyó divisar al insecto gigante entre las sombras de los árboles.

―No es posible, todo esto debe ser un error‖, se dijo. Avanzó con cautela y con paso presuroso se
adelantó y escuchó nuevamente aquel gorgoteo constante y volvió a oler en el aire aquel vaho
putrefacto. Evidentemente no cabían dudas, porque ese ser no podía ser otro que aquel que había creado
y que luego creía haber destruido. Entonces su vista se nubló y no dudó. Tomó una gruesa rama del
suelo y le asestó un golpe con toda su fuerza y eso bastó. Oyó como el gorgoteo se amortiguaba en la
oscuridad de la noche, y respiró aliviado, porque pensó que por fin lo había matado.

Sin embargo, surgió detrás del árbol un hombre barbudo que le comenzó a gritar. Entonces trató de
salir corriendo para escapar, pero aquel hombre lo persiguió y alcanzó. Luego lo tumbó y comenzó a
golpearlo mientras lo mantenía firmemente tendido en el suelo. El sudor lo empapaba completamente y
todo le daba vueltas, hasta que finalmente se desmayó. Cuando se despertó a altas horas de la noche,
estaba postrado en la cama de una sala del hospital, con el cuerpo completamente magullado y
claramente escuchó a una enfermera que le decía que lo habían acusado de tratar de matar a un linyera,
que estaba orinando entre los árboles del parque.

Pero poco después, mientras estaba yaciente en la cama del hospital esperando la presencia de su
abogado, un sudor frío le recorrió la frente y una sensación de terror y angustia lo invadió, al escuchar
repentinamente otra vez aquel gorgoteo permanente. Al principio le pareció demasiado lejano y que no
se desplazaba, pero poco a poco, ese sonido que había estado tan lejos, estuvo cada vez más cerca.
Finalmente, entre las penumbras de la habitación surgió la figura de aquel ser horripilante. Era el gran
insecto con su hedor putrefacto y esos ojos que parecían humanos, con esa misma mirada terrorífica que
él bien recordaba.

La oscuridad se acrecentaba cada vez más en la habitación y una pequeña brisa helada le produjo un
escalofrío cuando el insecto se acercó aleteando hacia la cama. Arrastraba con parsimonia sus
numerosas patas blandas, pero de ágil movilidad y ahora se encontraba justamente frente a él. El
silencio era tan profundo en la habitación, que sentía el respirar de aquellos pulmones, anhelantes de
aire, que se hinchaban y contraían, mientras su trompa emitía aquel gorgoteo repugnante.
Miró esa cosa maloliente que se acercaba y comenzó a sentir esa particular y ominosa sensación
paralizante que produce el miedo. Fue allí que invadido por un terror visceral quiso gritar, pero no pudo
gritar, porque ya vencido se desvaneció. Entonces, el insecto sacudió su cuerpo y se aproximó
lentamente, mientras una tenue vibración lo rodeaba y un halo de rancia y fría humedad lo cubría,
envolviendo con su aliento la penumbra de la habitación. Olfateó ese olor flácido, hasta que su apetito
se hizo tormenta en su vientre y disfrutó con sus afilados aguijones hundidos en la débil carne de la
yugular del investigador y sorbió, embriagándose con el sabor de la sangre caliente, madre de todos sus
placeres.

Y gozó hasta el hartazgo, abrazando a su víctima y aleteando su cuerpo junto al del que estaba
agonizando, ignorante del privilegio de ser el deleite y el alimento de aquella existencia. Un suspiro,
con una leve exclamación fueron suficiente y luego de succionar envilecido hasta la última gota de
aquel néctar, empezó a alejarse parsimoniosamente. El insecto, debía buscar ahora otra víctima, para
saciar su sed de sangre caliente, hasta completar el volumen total que podía almacenar en su inmenso
cuerpo.
Néstor Quadri

Soy de profesión ingeniero, docente universitario en Buenos Aires y autor de numerosos libros técnicos.

Desde principios del año 2006, y luego de jubilarme, he comenzado a escribir cuentos y poesías y
participado en numerosos concursos literarios.

He publicado los libros ―Cuentos sin nombres‖ (2009), ―Inquietudes literarias‖ (2011), ―La caja del
tiempo‖ (2013) ―Cuentos del Parque Avellaneda‖ (2014) en Editorial Alsina. Buenos Aires. Argentina.
Otros antecedentes y algunas obras publicadas, pueden verse en mi blog:

http://inquietudesliterarias.blogspot.com/
Agradecimientos

En primer lugar quiero agradecer, y estoy segura de que todos los que hemos participado en esta
antología también lo desean, de corazón que hayas decidido embarcarte en la lectura de estas alocadas y
extrañas historias. Sin los lectores, la cadena que se crea en el momento en que un autor tiene su
primera idea sobre lo que va a escribir, estaría incompleta. Así que es a vosotros en primerísimo lugar a
quienes queremos agradecer, porque vuestras risas son las nuestras y vuestras pesadillas... También son
nuestras risas; pero todo desde el cariño más profundo. Dejémoslo en que son cosas de escritores. De
verdad, mil gracias por haberos atrevido a cruzar todos los umbrales que aquí se exponen. Si la crítica
es buena o mala eso ya os lo dejamos a vuestro juicio, pero todo lo que aquí se encuentra está lleno de
amor, aunque no lo parezca a simple vista.

En segundo lugar quiero agradecerles, personalmente, a nuestras amigas y correctoras Andrea


Fernández, M.A. Álvarez, Maria Crochet y Sandra Álvarez Garrido por habernos salvado in extremis de
una catástrofe de dimensiones bíblicas. Bueno, tal vez exagero un poco, pero sin vuestras correcciones a
los lectores les hubieran sangrado los ojos y, aunque para una historia estaría muy divertido, no era el
fin de la antología. Así que mil gracias a nuestras ángeles-heroínas que nos han ayudado a pulir los
textos con sus agudas vistas de halcón.

Y en último lugar, pero no menos importante, quiero agradecer a los autores que han cedido los textos
para que esta antología cobrara vida. Gracias por vuestras ocurrencias, situaciones asquerosas y
delirantes, gracias por saber captar el espíritu de esta convocatoria y gracias también por la paciencia
que habéis tenido conmigo en todo momento. Sois unos escritores alucinantes y me siento orgullosa de
poder contar con todos y cada uno de vosotros. ¡Sois la leche!
Lista de relatos y autores
1. Un puñado de zombies hambrientos os devorarán el cerebro de Alfredo Moreno Vozmediano
2. To Ricky with love de Alycia Alba
3. Mamá, no mates a Henry de Alex Brais
4. El ataque de las criaturas de Ann Joan Berenguer
5. Frankental de Sebastián José Molina Palacios
6. Killer Frogs (El ataque de las Ranas Mutantes) de Antonio López López
7. Equipo Justicia de Edurne Lápida
8 . Pri m e ra N e ce si da d de C. M. Federici
9. La noche de la calabaza de Esther Carrasco
10. Un tipo con estrella de Carlos Ortega Pardo
11. La oscuridad primigenia de Pablo José Terol Orozco
12. El ataque de las coles del espacio de Esther Galán Recuero
13. Trotaescamas de Christian Merlo Ruiz
14. El Cráter em la Luna de Alejandro Lamela
15. La cabeza del inodoro de Curro Esteves
16. Los guerreros de Turalón y la profecía de los resucitados de Gorelia Bernad
17. Ya estamos aquí de David Gutiérrez Díaz
18. Horizonte 6 - El último viaje de La Dama de CaryannaReuven
19. Caos Fecal de Narciso Piñero
20. Asteroide 9 de David Sanz Requena
21. La venganza de los vampiros miopes de Yersey Owen
22. Trend Hunter de Francis Novoa
23. Oráculo de Marta A-Casariego
24. Rentokil de Manuel Moreno Bellosillo
25. Los colores de Alfa Centauri de Miriam Álvarez Elvira
26. Los Monos Reptil del Doctor Kerome de Jorge Hernández Cid
27. Inmortal de Patri P. G.
28. La melancólica muerte de Bobby, el chico mutante de Rubén Giráldez González
29. Los seres de Rosa Montolío Catalán
30. El desierto perpetuo de Kevin Cartes
31. El Extraño Insecto de Néstor Quadri

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