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Rúbricas de exposición

En el presente texto están las rúbricas de exposición referentes al modernismo


latinoamericano. Por favor, seguirlas para realizar un buen trabajo.

1. Presentación:
a. Duración: mínimo 5 minutos - máximo 6 minutos
b. Presentación: en algún medio como power point, genially, canvas,
etc.
c. Ortografía: aplicar lo visto a lo largo del período, porque por error
ortográfico se rebajará 0.1
d. Armonía: no saturarla de texto, poner en ella los fragmentos más
relevantes del poema o relato que les correspondieron, pero no todo
el relato.
2. Temática:
a. Modernismo literario: reconocer en el texto que se les entregó las
siguientes características:
i. Búsqueda de soledad.
ii. Hastío de la vida.
iii. Escapismo.
iv. Erotismo.
v. Cosmopolita.
vi. Lenguaje culto y formal.
vii. Uso de la mitología.
viii. Nacionalismo.

NOTA: NO ES NECESARIO QUE APAREZCAN ESTAS OCHO


CARACTERÍSTICAS DEL MODERNISMO EN EL TEXTO QUE LES
CORRESPONDE; POR LO TANTO, SI SOLO ENCUENTRA 2 Ó 3, NO HAY
PROBLEMA. AHORA BIEN, EN CASO DE QUE SÍ ESTÉN LAS OCHO,
DEBEN PONERLAS.
TEXTO A EXPONER
OCTAVO

1 AMAYA VILLA LUCIANA La isla de los muertos

2 ARANGO ALVIS PEDRO Los pescadores de sirenas

3 ARISTIZABAL OSPINA JUANITA Sirenas y tritones

4 BALLEN FRANCO MARIA PAULA EL palacio del sol

5 BALLESTEROS DIOSSA SARA La canción del oro

6 BUENO CORAL ANA ISABELLA Palomas blancas y garzas morenas

La muerte de la emperatriz de la
7 CARDONA YEPEZ ANTHONY China

GARCIA ECHEVERRI MARIA


8 ANTONIA Autumnal

9 GARCIA TENA ISABELLA Caupolicán

1
0 GARCIA URREA SARA Venús

1
1 HERNANDEZ GOMEZ MARTIN De invierno

1
2 LÓPEZ BERMÚDEZ ISABELLA Metempsicosis

1
3 LOZANO YAÑEZ ISABELLA Versos de otoño

1
4 MELLADO VILLEGAS MATEO La bailarina de los pies desnudos

1
5 MONSALVE VILLEGAS JACOBO Nocturno

1
6 MONTESDEOCA ANAYA TAMARA Los tres reyes magos

1 MONTOYA OROZCO JUAN JOSE Pegaso


7

1
8 MUÑOZ CARDONA JUAN PABLO XI

1
9 ORTIZ ARTEAGA JUAN TOMÁS Leda

2
0 PAEZ GUISAO SIMON ANDRES Ay, triste del que un día

2
1 PATIÑO BERNAL JUAN JOSE Melancolía

2
2 PEREZ MEJIA NAWAL MICHELLE Un soneto a Cervantes

2
3 RESTREPO URIBE GABRIELA A Phocás el campesino

2
4 TOVAR GAVIRIA NICOLAS Canto de esperanza

2
5 URIBE GÓMEZ TOMAS Sirenas y tritones

2
6 VELEZ OCAMPO JUAN MIGUEL Palomas blancas y garzas morenas

2 La muerte de la emperatriz de la
7 VERA ARANGO MARIANA China
La isla de los muertos
¿EN qué país de ensueño, en qué fúnebre país de ensueño está la isla sombría? Es
en un lejano lugar en donde reina el silencio. El agua no tiene una sola voz en su
cristal, ni el viento en sus leves soplos, ni los negros árboles mortuorios en sus
hojas: los negros cipreses mortuorios, que semejan, agrupados y silenciosos,
monjes-fantasmas.

Cavadas en las volcánicas rocas mordidas y rajadas por el tiempo, se ven, a modo
de nichos obscuros, las bocas de las criptas, en donde, bajo el misterioso, taciturno
cielo, duermen los muertos. La lámina especular de abajo refleja los muros de ese
solitario palacio de lo desconocido. Se acerca, en su barca de duelo, un mudo
enterrador, como en el poema de Tennyson. ¿Qué pálida princesa difunta es
conducida a la isla de la Muerte?… ¿Qué Elena, qué adorable Yolanda? ¡Canto
suave, en tono menor, canto de vaga Melodía y de desolación profunda! Acaso el
silencio fuese interrumpido por un errante sollozo, por un suspiro; acaso una
visión envuelta en un velo como de nieve…

Allí es donde comienza la posesión de Psiquis; en esa negrura es donde verás


quizás brotar, pobre soñador, de la obscura larva, las alas prestigiosas de Hipsipila.
A tu isla solemne ¡oh, Boeklin! va la reina Betsabé, pálida. Va también, con un
manto de duelo, la esposa de Mauseolo, que pone cenizas en el vino. Va Hécuba, y
¡horrible trance! va silenciosa, mordiendo su aullido, clavando sus dedos en los
dolorosos, maternales pechos. Va Venus, sobre su concha tirada por las blancas
palomas, por ver si vaga gimiendo la sombra de Adonis. Va la tropa imperial de
las soberbias porfirogénitas, que amaron el amor al mismo tiempo que la muerte.
Va en un esquife divino, con un arcángel por timonel, la Virgen María, herido el
pecho por los siete puñales.
Los Pescadores de Sirenas
Péscame una ¡oh, egipán pescador! que tenga en sus escamas radiantes la irisada
riqueza metálica que decora los admirables arenques. Péscame una, cuya cola
bifurcada pueda hacer soñar en el pavo real marino, y cuyos costados finos y
relucientes tengan aletas semejantes a orientales abanicos de pedrería; péscame
una que tenga verdes los cabellos, como debe tenerlos Lorelay, y cuyos ojos tengan
fosforescencias raras y mágicas chispas, cuya boca salada bese y muerda, cuando
no cante las canciones que pudieran triunfar de la astucia de Ulises, cuyos senos
marmóreos culminen florecidos de rosa y cuyos brazos, como dos albos y divinos
pithones, me aten para llevarme a un abismo de ardientes placeres, en el país
recóndito en donde los palacios son hechos de perlas, de coral y de concha de
nácar. Mas esos dos sátiros que se divierten en la costa de alguna ignorada Lesbos,
Tempe o Amatunte, son ciertamente malos pescadores. El uno, viejo y fornido, se
apoya en un grueso palo nudoso, y mira con cómica extrañeza la sirena asustada y
poco apetecible que su compañero ha pescado. Este saca la red, y no parece
satisfecho de su pesca. De los cabellos de la sirena chorrea el agua, formando en el
mar círculos concéntricos. Sobre las testas bicornes y peludas se extiende, al beso
del día, un fresco follaje, mientras reina en su fiesta de oro, sobre nubes, tierra y
olas, la antorcha del sol.
Sirenas y tritones
Con más sonoridad que el ruido del caracol, suena la risa del tritón, que muestra
su cabeza de sileno oceánico, ceñida con hojas de las desconocidas viñas que
crecen en los campos submarinos, y rosas de una flora extraña e ignorada, cortadas
entre líquenes y flotantes medusas. Tras él se infla una faz batraciana, boca
redonda y carnuda, ojos saltones. Se ven danzar las ondas. En el seno de una se
hunde, con un salto natatorio, una ninfa de opulentos muslos, que tiene aletas en
los talones. Más allá, otra erige sus pechos, y su cabeza coronada de algas. Con
asombro jocoso viene un Sancho centauro acuático, braceando; la grupa está sobre
la ola, y la espuma le forma un cerco hirviente y blanco por la redondez de la
barriga, en la cual muestra su honda mancha, como la señal de un golpe de
espátula, el ombligo. En primer término, en la transparencia del agua, una sirena
extiende su bifurcada y curva cola de pescado, negro y plata; a flor de espuma,
tiembla la doble rotundidad en que termina el talle. La faz medrosa mira hacia un
punto en que algo se divisa, y casi no atiende la hembra al tritón fáunico, que la
atrae, invitándola a una cita sexual, tal como en la tierra, al amor del gran bosque,
lo haría Pan con Siringa.
EL PALACIO DEL SOL
A vosotras, madres de las muchachas anémicas, va esta historia, la historia de
Berta, la niña de los ojos color de aceituna, fresca como una rama de durazno en
flor, luminosa como un alba, gentil como la princesa de un cuento azul.

Ya veréis, sanas y respetables señoras, que hay algo mejor que el arsénico y el
hierro para encender la púrpura de las lindas mejillas virginales; y que es preciso
abrir la puerta de su jaula a vuestras avecitas encantadoras, sobre todo, cuando
llega el tiempo de la primavera y hay ardor en las venas y en las savias, y mil
átomos de sol abejean en los jardines, como un enjambre de oro sobre las rosas
entreabiertas.

Cumplidos sus quince años, Berta empezó a entristecerse en tanto que sus ojos
llameantes se rodeaban de ojeras melancólicas. —Berta, te he comprado dos
muñecas… —No las quiero, mamá… —He hecho traer los Nocturnos… —Me
duelen los dedos, mamá… —Entonces… —Estoy triste, mamá… —Pues que se
llame al doctor.

Y llegaron las antiparras de arcos de carey, los guantes negros, la calva ilustre y el
cruzado levitón.

Ello era natural… El desarrollo… la edad… Síntomas claros, falta de apetito, algo
como una opresión en el pecho, tristeza, punzadas a veces en las sienes,
palpitación… Ya sabéis; dad a vuestra niña glóbulos de ácido arsenioso, luego
duchas. El tratamiento… Y empezó a curar su melancolía, con glóbulos y duchas,
al comenzar la primavera, Berta, la niña de los ojos color de aceituna, que llegó a
estar fresca como una rama de durazno en flor, luminosa como un alba, gentil
como la princesa de un cuento azul.
La Canción Del Oro
AQUEL día, un harapiento, por las trazas un mendigo, tal vez un peregrino, quizá
un poeta, llegó, bajo la sombra de los altos álamos, a la gran calle de los palacios,
donde hay desafíos de soberbia entre el ónix y el pórfido, el ágata y el mármol; en
donde las altas columnas, los hermosos frisos, las cópulas doradas, reciben la
caricia pálida del sol moribundo.

Había tras los vidrios de las ventanas, en los vastos edificios de la riqueza, rostros
de mujeres gallardas o de niños encantadores. Tras las rejas se adivinaban extensos
jardines, grandes verdores salpicados de rosas y ramas que se balanceaban
acompasada y blandamente como bajo la ley de un ritmo. Y allá en los grandes
salones, debía de estar el tapiz purpurado y lleno de oro, la blanca estatua, el
bronce chino, el tibor cubierto de campos azules y de arrozales tupidos, la gran
cortina recogida como una falda, ornada de flores opulentas, donde el ocre oriental
hace vibrar la luz en la seda que resplandece. Luego, las lunas venecianas, los
palisandros y los cedros, los nácares y los ébanos, y el piano negro y abierto, que
ríe mostrando sus teclas como una linda dentadura; y las arañas cristalinas, donde
alzan las velas profusas la aristocracia de su blanca cera. ¡Oh, y más allá! Más allá
el cuadro valioso, dorado por el tiempo, el retrato que firma Durand o Bounat, y
las preciosas acuarelas en que el tono rosado parece que emerge de un cielo puro y
envuelve en una onda dulce desde el lejano horizonte hasta la hiedra trémula y
humilde. Y más allá…
Palomas blancas y garzas morenas
Inés era un poco mayor que yo. No obstante, yo aprendí a leer antes que ella; y
comprendía —lo recuerdo muy bien— lo que ella recitaba de memoria, maquinalmente,
en una pastorela, donde bailaba y cantaba delante del niño Jesús, la hermosa María y el
señor San José; todo con el gozo de las sencillas personas mayores de la familia, que reían
con risa de miel, alabando el talento de la actrizuela.

Inés crecía. Yo también; pero no tanto como ella. Yo debía entrar a un colegio, en internado
terrible y triste, a dedicarme a los áridos estudios del bachillerato, a comer los platos
clásicos de los estudiantes, a no ver el mundo —¡mi mundo de mozo! — y mi casa, mi
abuela; mi prima, mi gato —un excelente romano que se restregaba cariñosamente en mis
piernas y me llenaba los trajes negros de pelos blancos. Partí. Allá en el colegio mi
adolescencia se despertó por completo. Mi voz tomó timbres aflautados y roncos; llegué al
período ridículo del niño que pasa a joven. Entonces, por un fenómeno especial, en vez de
preocuparme de mi profesor de matemáticas, que no logró nunca hacer que yo
comprendiese el binomio de Newton, pensé —todavía vaga y misteriosamente— en mi
prima Inés. Luego tuve revelaciones profundas. Supe muchas cosas. Entre ellas, que los
besos eran un placer exquisito. Tiempo. Leí Pablo y Virginia. Llegó un fin de año escolar y
salí en vacaciones, rápido como una saeta, camino de mi casa. ¡Libertad!

—Mi prima —¡pero Dios santo, en tan poco tiempo! — se había hecho una mujer
completa. Yo delante de ella me hallaba como avergonzado, un tanto serio. Cuando me
dirigía la palabra, me ponía a sonreírle con una sonrisa simple. Ya tenía quince años y
medio Inés. La cabellera dorada y luminosa al sol, era un tesoro. Blanca y levemente
amapolada, su cara era una creación murillesca, si se veía de frente. A veces,
contemplando su perfil, pensaba en una soberbia medalla siracusana, en un rostro de
princesa. El traje, corto antes, había descendido. El seno, firme y esponjado, era un
ensueño oculto y supremo; la voz clara y vibrante, las pupilas azules, inefables la boca
llena de fragancia de vida y de color de púrpura. ¡Sana y virginal primavera!

La abuelita me recibió con los brazos abiertos. Inés se negó a abrazarme, me tendió la
mano. Después no me atreví a invitarla a los juegos de antes. Me sentía tímido. ¡Y qué! ella
debía sentir algo de lo que yo. ¡Yo amaba a mi prima! Inés, los domingos iba con la abuela
a misa, muy de mañana. Mi dormitorio estaba vecino al de ella. Cuando cantaban los
campanarios su sonora llamada matinal, ya estaba yo despierto. Oía, oreja atenta, el ruido
de las ropas. Por la puerta entreabierta veía salir la pareja que hablaba en voz alta. Cerca
de mí pasaba el frufú de las polleras antiguas de mi abuela y del traje de Inés, coqueto,
ajustado, para mí siempre revelador. ¡Oh, Eros!
LA MUERTE DE LA EMPERATRIZ DE LA CHINA
Delicada y fina como una joya humana, vivía aquella muchachita de carne rosada,
en la pequeña casa que tenía un saloncito con los tapices de color azul
desfalleciente. Era su estuche.

¿Quién era el dueño de aquel delicioso pájaro alegre, de ojos negros y boca roja?
¿Para quién cantaba su canción divina, cuando la señorita Primavera mostraba en
el triunfo del sol su bello rostro riente, y abría las flores del campo, y alborotaba la
nidada? Suzette se llamaba la avecita que había puesto en jaula de seda, peluches y
encajes, un soñador artista cazador, que la había cazado una mañana de Mayo en
que había mucha luz en el aire y muchas rosas abiertas.

Recaredo —¡capricho paternal! ¡él no tenía la culpa de llamarse Recaredo! — se


había casado hacía año y medio. —¿Me amas? —Te amo. ¿Y tú? —Con toda el
alma. Hermoso el día dorado, después de lo del cura. Habían ido luego al campo
nuevo; a gozar libres del gozo del amor. Murmuraban allá en sus ventanas de
hojas verdes, las campanillas y las violetas silvestres que olían cerca del riachuelo,
cuando pasaban los dos amantes, el brazo de él en la cintura de ella, el brazo de
ella en la cintura de él, los rojos labios en flor dejando escapar los besos. Después,
fue la vuelta a la gran ciudad, al nido lleno de perfume, de juventud y de calor
dichoso.

¿Dije ya que Recaredo era escultor? Pues, si no lo he dicho, sabedlo.


AUTUMNAL
Eros, Vita, Lumen.
EN las pálidas tardes
yerran nubes tranquilas
en el azul; en las ardientes manos
se posan las cabezas pensativas.
¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños!
¡Ah las tristezas íntimas!
¡Ah el polvo de oro que en el aire flota,
tras cuyas ondas trémulas se miran
los ojos tiernos y húmedos,
las bocas inundadas de sonrisas,
las crespas cabelleras y los dedos de rosa que acarician!
En las pálidas tardes
me cuenta un hada amiga
las historias secretas
llenas de poesía;
lo que cantan los pájaros,
lo que llevan las brisas,
lo que vaga en las nieblas lo que sueñan las niñas.
Una vez sentí el ansia
de una sed infinita.
Dije al hada amorosa:
—Quiero en el alma mía
tener la inspiración honda, profunda,
inmensa: luz, calor, aroma, vida.
Ella me dijo: —¡Ven! con el acento
con que me hablaría un arpa. En él había
un divino idioma de esperanza.
¡Oh sed del ideal!
CAUPOLICÁN

Es algo formidable que vio la vieja raza:


robusto tronco de árbol al hombro de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida maza
blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón0
.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza,
pudiera tal guerrero, de Arauco en la región,
lancero de los bosques, Nenrod que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular un león.

Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día,


le vio la tarde pálida, le vio la noche fría,
y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.

«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta.


Anduvo, anduvo, anduvo. La Aurora dijo: «Basta»,
e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.
VENUS
EN la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría.
En busca de quietud bajé al fresco y callado jardín.
En el obscuro cielo Venus bella temblando lucía,
como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín.

A mi alma enamorada, una reina oriental parecía,


que esperaba a su amante, bajo el techo de su camarín,
o que, llevada en hombros, la profunda extensión recorría,
triunfante y luminosa, recostada sobre un palanquín.

«¡Oh, reina rubia! —díjele—, mi alma quiere dejar su crisálida


y volar hacia ti, y tus labios de fuego besar;
y flotar en el nimbo que derrama en tu frente luz pálida,

y en siderales éxtasis no dejarte un momento de amar».


El aire de la noche refrescaba la atmósfera cálida.
Venus, desde el abismo, me miraba con triste mirar.
DE INVIERNO
En invernales horas, mirad a Carolina.
Medio apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta con su abrigo de marta cibelina
y no lejos del fuego que brilla en el salón.

El fino angora blanco, junto a ella se reclina,


rozando con su hocico la falda de Alençón,
no lejos de las jarras de porcelana china
que medio oculta un biombo de seda del Japón.

Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño;


entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;
voy a besar su rostro, rosado y halagüeño

como una rosa roja que fuera flor de lis;


abre los ojos; mírame, con su mirar risueño
y en tanto cae la nieve del cielo de París.
METEMPSICOSIS
YO fui un soldado que durmió en el lecho
de Cleopatra la reina. Su blancura
y su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo.
¡Oh, mirada! ¡oh, blancura! y ¡oh, aquel lecho
en que estaba radiante la blancura!
¡Oh, la rosa marmórea omnipotente!
Eso fue todo.
Y crujió su espinazo por mi brazo;
y yo, liberto, hice olvidar a Antonio
(¡oh, el lecho y la mirada y la blancura!).
Eso fue todo.
Yo, Rufo Galo, fui soldado, y sangre
tuve de Galia, y la imperial becerra
me dio un minuto audaz de su capricho.
Eso fue todo.
¿Por qué en aquel espasmo las tenazas
de mis dedos de bronce no apretaron
el cuello de la blanca reina en broma?
Eso fue todo.
Yo fui llevado a Egipto. La cadena
tuve al pescuezo. Fui comido un día
por los perros. Mi nombre, Rufo Galo.
Eso fue todo
VERSOS DE OTOÑO
CUANDO mi pensamiento va hacia ti, se perfuma;
tu mirar es tan dulce, que se torna profundo.
Bajo tus pies desnudos aún hay blancor de espuma,
y en tus labios compendias la alegría del mundo.
El amor pasajero tiene el encanto breve,
y ofrece un igual término para el gozo y la pena.
Hace una hora que un nombre grabé sobre la nieve;
hace un minuto dije mi amor sobre la arena.
Las hojas amarillas caen en la alameda,
en donde vagan tantas parejas amorosas.
Y en la copa de Otoño un vago vino queda
en que han de deshojarse, Primavera, tus rosas.
LA BAILARINA DE LOS PIES DESNUDOS
IBA en un paso rítmico y felino
a avances dulces, ágiles o rudos,
con algo de animal y de felino
la bailarina de los pies desnudos.
Su falda era la falda de las rosas,
en sus pechos había dos escudos…
Constelada de casos y de cosas…
La bailarina de los pies desnudos.
Bajaban mil deleites de los senos
Hacia la perla hundida del ombligo,
e iniciaban propósitos obscenos
azúcares de fresa y miel de higo.
A un lado de la silla gestatoria
estaban mis bufones y mis mudos…
¡Y era toda Setene y Anactoria
la bailarina de los pies desnudos!
NOCTURNO
SILENCIO de la noche, doloroso silencio
nocturno… ¿Por qué el alma tiembla de tal manera?
Oigo el zumbido de mi sangre,
dentro mi cráneo pasa una suave tormenta.
¡Insomnio! No poder dormir, y, sin embargo,
soñar. Ser la auto-pieza
de disección espiritual, ¡el auto-Hamlet!
Diluir mi tristeza
en un vino de noche
en el maravilloso cristal de las tinieblas…
Y me digo: ¿a qué hora vendrá el alba?
Se ha cerrado una puerta…
Ha pasado un transeúnte…
Ha dado el reloj tres horas… ¡Si será Ella!…
LOS TRES REYES MAGOS

YO soy Gaspar. Aquí traigo el incienso.


Vengo a decir: La vida es pura y bella.
Existe Dios. El amor es inmenso.
¡Todo lo sé por la divina Estrella!

—Yo soy Melchor. Mi mirra aroma todo.


Existe Dios. Él es la luz del día.
La blanca flor tiene sus pies en lodo.
¡Y en el placer hay la melancolía!

—Yo soy Baltasar. Traigo el oro. Aseguro


que existe Dios. Él es el grande y fuerte.
Todo lo sé por el lucero puro
que brilla en la diadema de la Muerte.

—Gaspar, Melchor y Baltasar, callaos.


Triunfa el amor y a su fiesta os convida.
Cristo resurge, hace la luz del caos
y tiene la corona de la Vida.
PEGASO
CUANDO iba yo a montar ese caballo rudo
y tembloroso, dije: «La vida es pura y bella».
Entre sus cejas vivas vi brillar una estrella.
El cielo estaba azul y yo estaba desnudo.

Sobre mi frente Apolo hizo brillar su escudo


y de Belerofonte logré seguir la huella.
Toda cima es ilustre si Pegaso la sella,
y yo, fuerte, he subido donde Pegaso pudo.

Yo soy el caballero de la humana energía,


yo soy el que presenta su cabeza triunfante
coronada con el laurel del Rey del día;

domador del corcel de cascos de diamante,


voy en un gran volar, con la aurora por guía,
adelante en el vasto azur, siempre adelante!
XI
MIENTRAS tenéis, ¡oh negros corazones!,
conciliábulos de odio y de miseria,
el órgano de Amor riega sus sones.
Cantan: oíd: «La vida es dulce y seria».

Para ti, pensador meditabundo,


pálido de sentirte tan divino,
es más hostil la parte agria del mundo.
Pero tu carne es pan, tu sangre es vino.

Dejad pasar la noche de la cena


—¡Oh Shakespeare pobre, y oh Cervantes manco! —
Y la pasión del vulgo que condena.
Un gran Apocalipsis horas futuras llena.
¡Ya surgirá vuestro Pegaso blanco!
LEDA
EL cisne en la sombra parece de nieve;
su pico es de ámbar, del alba al trasluz;
el suave crepúsculo que pasa tan breve
las cándidas alas sonrosan de luz.
Y luego, en las ondas del lago azulado,
después que la aurora perdió su arrebol,
las alas tendidas y el cuello enarcado,
el cisne es de plata, bañado de sol.
Tal es, cuando esponja las plumas de seda,
olímpico pájaro herido de amor,
y viola en las linfas sonoras a Leda,
buscando su pico los labios en flor.
Suspira la bella desnuda y vencida,
y en tanto que al aire sus quejas se van,
del fondo verdoso de fronda tupida
chispean turbados los ojos de Pan.
AY, TRISTE DEL QUE UN DÍA…
AY, triste del que un día en su esfinge interior
pone los ojos e interroga. Está perdido.
Ay del que pide eurekas al placer o al dolor.
Dos dioses hay, y son Ignorancia y Olvido.
Lo que el árbol desea decir y dice al viento,
y lo que el animal manifiesta en su instinto,
cristalizamos en palabra y pensamiento.
Nada más que maneras expresan lo distinto.
MELANCOLÍA
A DOMINGO BOLÍVAR
HERMANO, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de ensueño y loco de armonía.

Ese es mi mal. Soñar. La poesía


es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;


a veces me parece que el camino es muy largo,
y a veces que es muy corto…

Y en este titubeo de aliento y agonía,


cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?
UN SONETO A CERVANTES
A RICARDO CALVO
HORAS de pesadumbre y de tristeza
paso en mi soledad. Pero Cervantes
es buen amigo. Endulza mis instantes
ásperos, y reposa mi cabeza.

Él es la vida y la naturaleza,
regala un yelmo de oros y diamantes
a mis sueños errantes.
Es para mí: suspira, ríe y reza.

Cristiano y amoroso y caballero


Parla como un arroyo cristalino.
Así le admiro y quiero,

viendo cómo el destino


hace que regocije al mundo entero
la tristeza inmortal de ser divino!
A PHOCÁS EL CAMPESINO

PHOCÁS el campesino, hijo mío, que tienes,


en apenas escasos meses de vida, tantos
dolores en tus ojos que esperan tantos llantos
por el fatal pensar que revelan tus sienes…

Tarda en venir a este dolor a donde vienes,


a este mundo terrible en duelos y en espantos;
duerme bajo los Ángeles, sueña bajo los Santos,
que ya tendrás la Vida para que te envenenes…

Sueña, hijo mío, todavía, y cuando crezcas,


perdóname el fatal don de darte la vida
que yo hubiera querido de azul y rosas frescas;

Pues tú eres la crisálida de mi alma entristecida,


y te he de ver en medio del triunfo que merezcas
renovando el fulgor de mi psique abolida.
CANTO DE ESPERANZA
UN gran vuelo de cuervos mancha el azul celeste.
Un soplo milenario trae amagos de peste.
Se asesinan los hombres en el extremo Este.
¿Ha nacido el apocalíptico Anticristo?
Se han sabido presagios y prodigios se han visto
y parece inminente el retorno del Cristo.

La tierra está preñada de dolor tan profundo


que el soñador, imperial meditabundo,
sufre con las angustias del corazón del mundo.
Verdugos de ideales afligieron la tierra,
en un pozo de sombra la humanidad se encierra
con los rudos molosos del odio y de la guerra.

¡Oh, Señor Jesucristo! por qué tardas, qué esperas


para tender tu mano de luz sobre las fieras
y hacer brillar al sol tus divinas banderas!
Surge de pronto y vierte la esencia de la vida
sobre tanta alma loca, triste o empedernida
que amante de tinieblas tu dulce aurora olvida.

Ven, Señor, para hacer la gloria de ti mismo,


ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo,
ven a traer amor y paz sobre el abismo.
Y tu caballo blanco, que miró el visionario,
pase. Y suene el divino clarín extraordinario.
Mi corazón será brasa de tu incensario.

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