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EL HOMBRE COMO FIN
(L´uomo come fine, 1946)
Prefacio
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Esta nada es una nada autónoma y tiene su fin en sí misma; no niega nada y no se rebela contra nada.
Es la nada a que alude Hemingway en su conocido cuento “A clean, well lighted place” –"Un lugar
limpio y bien iluminado"–: “Nuestra nada que estás en la nada, nada sea tu nombre y tu reino, nada tu
voluntad en nada como en nada... amén”.
Probablemente el origen del, digamos así, nadismo de las artes está en la transformación de éstas en
bienes de consumo. En el pasado se entendía que las artes eran humanistas en cuanto eran la expresión
más alta, a la vez que completa y perdurable, del hombre. Pero en las artes modernas se expresa sobre todo
la alienación del hombre, o sea algo que es lo contrario de la plenitud y la perduración. Parecerá extraño
que un arte que en su corazón tiene la nada, o sea, la alienación, sea al mismo tiempo un bien de consumo,
o sea un producto para las masas; pero la contradicción es sólo aparente. En efecto, el arte moderno es un
sucedáneo, es decir algo no auténtico, contrahecho y mecánico. Y es así porque se quiere poner a
disposición de las masas lo que en un tiempo sólo era para pocos, pero sin elevar a las masas hasta el nivel
de aquellos pocos, antes bien dejándolas en su alienada inferioridad. Así, el arte como producto de
consumo refleja una sociedad dividida en clases, en la que sólo aparentemente toda está a disposición de
todos. En realidad, la verdadera cultura sigue siendo privilegio de pocos; para las masas están los
sucedáneos de la industria cultural.
De todo esto, digámoslo de paso, se desprende la utilidad de las vanguardias artísticas en el mundo
moderno. Ellas tienen una función precisa en la industria cultural, pues fabrican los prototipos a partir
de los cuales se puede luego pasar a la producción en serie.
¿Por qué esto? ¿Es forzoso que las masas hayan de ser abandonadas al antihumanismo? Yo digo que
no. Mañana podría haber, sin más, artes humanistas para masas humanistas. Las masas antihumanistas,
en el mundo moderno, son solamente las masas del neocapitalismo. Y ello porque el neocapitalismo es
fetichista; y todo fetichismo no puede menos que ser antihumanista.
¿En qué consiste el fetichismo del neocapitalismo? El neocapitalismo, en su lucha contra el
comunismo, ha realizado en cierto modo la misma operación que en su tiempo realizó la Contrarreforma
en su lucha contra la Reforma: al extender la revolución industrial y ensanchar los consumos a
colectividades cada vez más vastas, tomó prestados los medios del adversario; pero ha mantenido en pie e
intacto –¿y cómo podía ser de otra manera?– el fin, que era y sigue siendo el provecho, la ganancia: vale
decir, un fetiche.
No hemos de hacernos ilusiones, pues. Tendremos siempre mayor número de productos de consumo
bien hechos y baratos, nuestra vida será cada vez más cómoda, nuestras artes serán cada vez más
accesibles a la masa, aun las más exigentes y difíciles, acaso éstas sobre todo; pero estaremos cada vez más
desesperados. Y advertiremos cada vez más que en el corazón de la prosperidad está la nada, es decir un
fetichismo que, como todos los fetichismos, tiene su fin en sí mismo y no puede ponerse al servicio del
hombre.
Todo esto lo digo no sólo para explicar el título del libro, sino también su composición, aparentemente
no homogénea. Como he dicho al comienzo de estas notas introductivas, dada la idea que me formo de la
literatura, es bastante natural que junto con un ensayo moral como “El hombre como fin”, se
encuentren ensayos sobre Boccaccio, sobre Machiavelli, sobre Manzoni y sobre el arte de la novela.
En resumen, me parece ver en los ensayos aquí reunidos alguna unidad de inspiración, tanto más de
tener en cuenta en razón de que ha sido lograda involuntariamente con un trabajo que se ha desarrollado
en el arco de unos veinte años.
Me parece que esta unidad puede garantizar por lo menos que durante estos veinte años me he
expresado con sinceridad y desinterés, sin tomar en consideración las modas. Al fin de cuentas, un libro
no es un libro, sino un hombre que habla a través de un libro. Confío en que el contenido de este libro no
parecerá incoherente e inútil al lector.
ALBERTO MORAVIA
Octubre de 1963
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El Hombre Como Fin 1
La polémica sobre los fines y los medios se viene prolongando desde hace ya más de cuatro
siglos, desde cuando Machiavelli, en su destierro, escribió el Príncipe para incitar al duque
Valentino a no preocuparse por los medios con tal de lograr el fin de reunir a toda Italia bajo su
cetro. Machiavelli escribía en Florencia, que sólo era una pequeña república de la Italia del
Renacimiento, y prestaba atención sobre todo a Italia, que sólo era una parte del mundo de
entonces; pero sus observaciones y sus teorías son valederas por encima de su época y en
mundos infinitamente más vastos y complejos que el suyo. Por lo demás, como todos los
descubridores, Machiavelli, más que descubrir, lo que hizo fue dar un nombre a algo que existía
desde siempre; o, mejor dicho, definió tan perfectamente ese algo y recabó de tal definición
consecuencias tan exactas y tan rigurosas que espontáneamente ese algo fue llamado, después
de él, maquiavelismo. Es significativo el hecho de que el bautismo haya tenido lugar no antes
de los tiempos de Machiavelli, o sea no antes de que la supremacía espiritual y política de la
Iglesia fuese desalojada por las monarquías europeas y de que la política quedara efectiva y
prácticamente separada de la moral cristiana. Lo cual significa que, si bien el maquiavelismo ha
existido siempre, sólo en los tiempos de Machiavelli se verificaron las condiciones que
permitieron recabar de él toda una teoría de praxis política. Decimos esto porque creemos que
aun aptitudes aparentemente constantes del ánimo humano y tales que dan la ilusión que de
ellas derivan leyes, pueden ya sea dormitar y permanecer latentes, o bien, si no precisamente
desaparecer, por lo menos readormecerse, vale decir, volver a entrar entre la posibilidades
buenas o malas del hombre, entre sus tentaciones e inclinaciones.
Podría demostrarse la verdad de ello haciendo una comparación entre el maquiavelismo y el
sadismo. También el sadismo esperó muchos siglos antes de recibir su nombre y su teoría
justificadora gracias al Marques De Sade. Lo que no significa que, antes de De Sade, fuera
desconocida esa mezcla de lujuria y crueldad que hoy conocemos con el nombre de sadismo.
Sin duda, no sólo era conocida, sino también ampliamente practicada. Pero se necesitaba al
Marqués De Sade, o sea la civilización francesa del siglo XVIII, impregnada de erotismo,
iluminismo y demonismo, para que aquel vicio recibiera por fin un nombre y, por así decir,
fuera teorizado. Desde entonces el sadismo, oficialmente consagrado en el mundo del espíritu,
no ha hecho sino crecer y difundirse, precisamente como las epidemias cuando las oficinas de
salud pública se deciden a hablar de ellas en sus boletines. Los campos de concentración
alemanes de la segunda guerra mundial no son sino novelas de De Sade, traducidas y vividas
en la realidad. Pero el mismo exceso de sadismo induce a pensar que el propio sadismo pueda
desaparecer de uno a otro momento o, mejor dicho, como ya hemos expresado, dormirse, al
igual que un volcán después de haber interrumpido un letargo de siglos con una erupción
memorable.
Hemos comparado el maquiavelismo con el sadismo porque desde un principio queremos
aclarar bien nuestro pensamiento, a saber: que, así como el sadismo es una deformación del
amor, así también el maquiavelismo es una deformación de la política. Por otra parte, al igual
que el sadismo, tanto en los libros de De Sade como en la práctica de nuestros días, trasciende
del campo estrictamente erótico y parece afectar a todas las actividades humanas, el
maquiavelismo ya no es una cuestión solamente política, ya no atañe como en los tiempos de
1
Este ensayo fue escrito después de terminada la guerra, en 1946, y refleja el estado de ánimo de aquel momento. No
pretende tener valor sistemático y filosófico, sino ser sólo una reafirmación de fe en el destino del hombre (Nota de
Autor). Apareció por primera vez en 1954 en Nuovi Argomenti, revista codirigida por Moravia y Alberto Carocci.
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Machiavelli al modo apropiado de conquistar el poder y conservarlo, sino que afecta a todas las
relaciones existentes entre los hombres, las políticas y las no políticas. El mundo humano es
unitario, y cada vez que una idea descuella entre las otras tiende irresistiblemente a
extralimitarse de su propio campo y a invadir otros con los que sin embargo nada tiene de
común.
Dejando de lado el sadismo, con el que, por lo demás, muestra muchas afinidades (el
sadismo es una contaminación de erotismo y razón abstracta), diremos que la deformación
producida en la política por el maquiavelismo consiste en el forzoso connubio entre la política y
la razón abstracta, o sea en la creación de una ciencia y una técnica políticas. Antes de
Machiavelli, la política era prudencia, astucia, intuición, capacidad de contemporizar, cordura
y, en suma, una cantidad de recursos empíricos desligados entre sí y a veces contradictorios. La
supremacía de la moral cristiana no admitía que pudiese existir ninguna actividad humana
ajena a aquella moral y regida por principios y leyes nuevos. Con Machiavelli, la política se
substrae a la moral cristiana, todos aquellos recursos empíricos –o sea, razonables pero no
racionales– se ordenan de acuerdo con un principio solo y racional, y donde no había sino
relaciones variables y discontinuas, se descubren leyes. Como ya hemos dicho, la política se
convierte en técnica.
Pero no se puede substraer de la moral una actividad humana y convertirla en técnica, sin
realzar tarde o temprano igual substracción de todas las otras actividades y transformarlas de
igual manera. El maquiavelismo, que en tiempos de Machiavelli casi era tan sólo una cuestión
privada de príncipes y gobernantes, ha dado después pasos de gigante. Se ha infiltrado en
todas partes, por dos vías: por un lado, no ya una sola, sino todas las actividades humanas se
han transformado en otras tantas técnicas; por otro lado, la política ha llegado a ser prominente
y su supremacía ha hecho que todo el mundo humano se transformara en un mundo político.
Los progresos del maquiavelismo no han sido continuos y regulares, sino intermitentes y
discontinuos. A medida que la Iglesia daba paso a su enemigo y se volvía maquiavélica a su
vez, vale decir supeditaba toda consideración moral o religiosa a la conservación y a la defensa
de la institución de la Iglesia, otras corrientes universalistas y humanitarias trataban de vez en
vez de poner dique, combatir y reducir al maquiavelismo; así, por ejemplo, el liberalismo
después de la Revolución Francesa, el socialismo del siglo pasado, el pacifismo, etcétera. El
maquiavelismo rigió ciertamente la política de las grandes monarquías iluminadas, sufrió un
eclipse parcial a causa de la Revolución Francesa, reapareció a raíz del tratado de Viena, pareció
oscurecerse primeramente debido a la política liberal inglesa y después a la propagación de los
ideales socialistas, resurgió, clamorosamente al fin con Bismarck en plena paz y progreso
europeos. Desde entonces, las etapas del maquiavelismo han sido triunfales, y lo podemos
comparar con un río arrasador e irresistible cuyo caudal aumenta y se hace más poderoso con
los obstáculos mismos con que tropieza, arrastrándolos. Ya parece inevitable, insubstituible y
obvio. Imbatible, al parecer, en el plazo del pensamiento puro, el maquiavelismo es el centro
fatal hacía el cual parecen convergir todos los caminos de la política. Algunos pueden detenerse
al principio o a mitad de camino, por conveniencia, por timidez, por humanidad, por escaso
espíritu lógico; pero nadie puede tener la pretensión de hallar un camino que, recorriéndolo
hasta el fin, no conduzca al maquiavelismo. Algunos pueblos y gobernantes menos sistemáticos
y más empíricos pueden jactarse de no haber sido, en determinadas circunstancias, más que
parcialmente maquiavélicos; algunos otros pueblos y gobernantes más coherentes lo han sido
de modo total. En el primer caso, hemos tenido una política moderada por recursos de
prudencia y humanidad; en el segundo caso, una ferocidad inhumana. Pero no cabe duda de
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que en ambos casos un mismo principio maquiavélico informaba tanto la prudencia de los
primeros cuanto la ferocidad de los segundos.
Con todo, el resultado práctico e inmediato de estos maquiavelismos en lucha entre sí no es
tal que justifique tan vasto y obstinado empleo. Hitler y Mussolini murieron ignominiosamente
después de haber arrojado a Alemana y a Italia a la catástrofe; las grandes democracias
occidentales, no obstante resultar victoriosas, salieron bastante malparadas de la prueba; la
Rusia de Stalin fue invadida y devastada por el ex aliado germánico. El único resultado de la
universal e indiscriminada práctica maquiavélica moderna consistió en el hecho de provocar las
dos mayores guerras para la humanidad. Sin embargo, no parece que el maquiavelismo haya
de verse abandonado, por lo menos en el futuro próximo. Todo lo contrario, Está más vivo que
nunca, a pesar de que su vitalidad más depende de la ausencia de una política distinta que de
una fidelidad positiva y convencida. En efecto, todos concuerdan en desaprobarle y condenarlo;
todos afirman que no lo practican; pero, en los hechos, nadie parece dispuesto a prescindir de
él.
Y ello porque aunque los Estados Unidos y Rusia, para citar solamente a las dos mayores
potencias mundiales, quisieran no ser maquiavélicas, no podrían. Hace cuatro siglos, la política
podía no ser maquiavélica, vale decir, no ser una técnica. Hoy por hoy no puede ser sino
maquiavélica; y esto por la razón de que en el mundo moderno faltan totalmente las premisas
para una política que no sea maquiavélica. Tales premisas han sido suprimidas
cuidadosamente una tras otra durante los últimos siglos, y hoy, para practicar una política no
maquiavélica, o sea política sometida a un principio superior, habría que crear de nuevo esas
premisas. O, mejor dicho, desde el momento que las antiguas premisas no han sido válidas y se
dejaron destruir, habría que crear otras nuevas, distintas de las antiguas.
Para indagar los motivos de la inevitabilidad y fatalidad del maquiavelismo en política,
pues, es preciso dejar de lado la política y descender a lo hondo de relaciones humanas que
nada tiene que ver con la política, aparentemete. Por esto, sería injusto, seguir hablando en este
examen de Machiavelli y maquiavelismo; o, cuando menos, podría engendrar algunas
confusiones. Es verdad que Machiavelli aplicó el principio de que “el fin justifica los medios”
en política; pero este principio, fuera de la política, vale de por sí, y como tal ha de ser
estudiado, definido y comprendió, al margen de las formulaciones maquiavélicas. Por
consiguiente, de aquí en adelante ya no nombraremos a Machiavelli. Quizá tampoco hubiera
sido necesario nombrarlo antes, si su nombre y lo que se entiende bajo su nombre no nos
hubieran servido para aclarar nuestras intenciones y abrir el camino para nuestro
razonamiento.
Cuando se dice que para considerar al hombre como fin es preciso tener una clara idea del
hombre y que el empleo del hombre como medio comporta precisamente la ausencia de esta
idea, lo que en realidad se quiere decir es que no existe otro fin que no sea el hombre, y que
proponerse como fin un fin que no sea el hombre significa, substancialmente, no proponerse fin
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alguno, o sea proponerse un fin que no es fin pues no justifica los medios. ¿Pero qué es un fin
que no justifica los medios? Es precisamente, un fin absurdo, o sea un fin que no tiene que ver
con el hombre.
Pongamos un ejemplo: tengo un tremendo dolor de cabeza y, como es lógico, quisiera dejar
de tenerlo. Mi fin, pues, consiste en dejar de tener dolor de cabeza. ¿Pero será verdad que mi fin
es tan sólo el que deje de dolerme la cabeza? ¿O, más bien, estar en condiciones para hacer tal o
cual cosa que, si el dolor de cabeza persiste, no puedo hacer? ¿Y haciendo tal o cual cosa, sea yo
tal o cual cosa? ¿O sea yo mismo? Como se ve, el fin que en un principio me parecía último y
definitivo, mejor examinado desemboca en otros, más vastos, más lejanos, hasta llegar a
confundirse conmigo mismo. Es decir: me duele terriblemente la cabeza y, como es lógico,
quisiera ser yo mismo.
Vengamos a los medios. Tengo varios medios a mi disposición para librarme del dolor de
cabeza, pero, en realidad, pueden reducirse a dos tan solo: puedo tomar sencillamente una
aspirina y acostarme con una bolsa de agua caliente y un adecuado número de frazadas; o bien
llamar a un amigo, tenderle un cuchillo bien afilado y pedirle que me corte la cabeza.
En el primer caso, empleo un medio apropiado e inofensivo, pero no racional, porque no está
dicho que el dolor de cabeza se me curará sin más: puedo ser refractario a la aspirina, el dolor
de cabeza puede ser efecto de un tumor o de una contusión, la aspirina puede estar mala, etc.
En cambio, en el segundo caso empleo un medio inadecuado y ofensivo, pero racional, porque
no cabe duda de que, al cortarme la cabeza, cesará el dolor, cualquiera sea su causa, pues cesaré
de existir yo mismo.
En el primer caso mi fin consistirá en ser yo mismo; en el segundo caso, acabar con el dolor
de cabeza. Si soy irracional, o sea si me amo a mí mismo más que a la razón, tendré una idea
bastante definida de mí desde el punto de vista físico, vale decir, sabré que, decapitándome,
dejaré de tener dolor de cabeza pero también me moriré; si, en cambio, soy racional, si le tengo
más amor a la razón que a mí mismo, no veré por qué no habría de hacerme decapitar para
dejar de tener dolor de cabeza, pues que el único medio realmente seguro para dejar de sufrir es
que me corten la cabeza.
Pero el hombre que se hace decapitar sencillamente para que no le duela la cabeza, no puede
menos que estar loco. En efecto, no cabe duda, está loco.
Sólo los locos, o sea los que a causa de la demencia han perdido todo concepto del hombre y
de su integridad física, y consiguientemente no alcanzan a ver diferencia ninguna entre el
cuchillo y la aspirina, a no ser en un plano racional, abstracto, sólo los locos, decimos, son
capaces de incurrir en tal abstracción. No vacilan en hacerse decapitar para librarse del dolor de
cabeza. ¿Qué ocurre en sus mentes? Ocurre que el fin, la cesación del dolor de cabeza, se
plantea fuera de ellos mismos, en un plano enteramente racional y abstracto, y que entre este
fin y el empleo del medio, de cualquier medio, no se interpone lógicamente ningún
conocimiento de su propio cuerpo y de las leyes del mismo. De aquí el empleo del cuchillo,
como más seguro y racional. O sea el empleo de sí, de la propia muerte, como medio para
lograr el fin de no tener dolor de cabeza. El triunfo de la razón a expensas del hombre.
Que esto es verdad, que sólo los locos hacen uso de la razón, quedará mejor demostrado
mediante otro ejemplo que recabamos de la historia reciente. La famosa Himmler-stadt, o sea la
ciudad del exterminio, donde no se habría de vivir sino morir, y donde, con una organización
perfecta, se habría liquidado a millones de hombres cada año, da una idea muy adecuada de lo
que es un fin únicamente racional, que se trata de lograr con medios únicamente racionales, o
sea de un fin deshumano a lograrse con el medio del hombre. Creemos que aquí sobra toda
demostración. La Himmler-sdat es producto de una mente enferma, invento aberrante de un
loco.
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6 A veces la razón es razonable
Alguien objetará que pretender desalojar la razón de todas partes significa marchar hacia un
mundo aun más absurdo que aquel donde sólo reinara la razón. Respondemos que es cuestión
de medida; o sea, si se nos permite el juego de palabras, que la razón también ha de ser
razonable. La razón no puede servirnos sino para razonar, o sea para distinguir, conocer y
apreciar de acuerdo con sus justos valores los medios y el fin. En resumen, la razón es un
instrumento indispensable para toda actividad humana, o, mejor dicho, una condición sin la
cual no hay actividad alguna; pero no es, ni puede ser, la materia con que están amasados
nuestra vida y nuestro destino. Somos hombres, y no autómatas; comemos carne y no
conceptos, bebemos vino y no sofismas, hacemos el amor con individuos del otro sexo, y no con
la dialéctica. La razón, cuando es razonable, puede decirnos, como efectivamente a veces nos
dice, que el único fin justo y posible es el hombre, y que el medio para lograr este fin no puede
ser el hombre, pues que el hombre es el fin. Pero la razón también nos advertirá, consternada,
que proponer el hombre como fin, y no la razón misma, significa proponerse como fin algo que
es irracional, inefable, inconmensurable, incognoscible. Se entiende, irracional, inefable,
inconmensurable e incognoscible para la razón, precisamente, pues siendo ésta parte del
hombre no puede conocer el todo. Hasta aquí llega el servicio, en verdad humilde, de la razón.
Pero si dejamos que la razón salga de su esfera de auxiliar e invada campos que no le
corresponden, bien pronto y muy fácilmente se tornará tiránica y paradojal y nos demostrará
con igual desenvoltura que el fin no consiste en el hombre sino en el bienestar de tal sociedad,
en el rendimiento de tal fábrica o en la gloria de tal nación, y el hombre no es más que el medio,
o sea que aquellos fines justifican la muerte, el dolor y la opresión de millones de hombres.
Naturalmente, la razón nos dirá que, a través del bienestar de tal sociedad, del rendimiento de
tal fábrica o de la gloria de tal nación, y que el hombre no es más que el medio, o sea que
aquellos fines justifican la muerte, el dolor y la opresión de millones de hombres.
Naturalmente, la razón nos dirá que, a través del bienestar de tal sociedad, del rendimiento de
tal fábrica o de la gloria de tal nación, apunta al hombre, a la felicidad, a la libertad del hombre.
Pero esta vez no le podemos creer: la razón no puede, al último instante y como por
prestidigitación, substituir un fin por otro y, después de haber echado al hombre por la puerta,
hacerle entrar por la ventana. Hay contradicción de términos, y nosotros estamos justificados
contestándole que, en tanto que es totalmente racional lograr el bienestar de una sociedad, el
rendimiento de una fábrica o la gloria de una nación mediante la muerte, el dolor y la opresión
de millones de hombres, no se puede hacer luego que a través de dicho bienestar, dicho
rendimiento y dicha gloria, aquellos mismos hombres hayan de encontrarse felices y libres.
De hecho, la razón no puede proponerse al hombre como fin precisamente porque al hombre
no se lo puede conocer y definir racionalmente. La razón puede decirnos cuál es la composición
química del hombre, puede explicarnos que el hombre no difiere de los otros animales, de las
plantas y aun de las piedras, pero no puede decirnos qué es el hombre completa y
absolutamente; y por esto, toda definición que nos da del hombre implica el empleo del hombre
como medio, su subordinación a la razón misma. En efecto, si el hombre no es el hombre, sino
de vez en vez animal, planta, piedra, de vez en vez será cosa fácil para la razón deducir que el
hombre no es fin, sino medio, o sea esclavo, bestia de carga, materia con la cual hacer jabón o
abonos. La razón no tiene ninguna dificultad en aceptar estas consecuencias paradojales y
macabras. Para ella, detenerse en este plano inclinado significa desmentirse y faltar a su propia
naturaleza.
En realidad, la razón ama los fines que nada tienen que ver con el hombre, precisamente
porque así puede hurgarlos, analizarlos, explicarlos y conocerlos hasta el fondo, sin residuos; en
suma, precisamente porque dichos fines están formados únicamente de razón misma. Nada hay
de inefable, de inconmensurable, de incognoscible, por ejemplo, en el Estado. La razón puede
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desarmar y volver a armar al Estado ante nuestros ojos lo mismo que uno de esos juegos de
piezas metálicas para chicos que se llaman mecanos. El Estado está constituido de razón y
solamente de razón, y por ello agrada a la razón.
Pero hay otro motivo en virtud del cual la razón prefiere cualquier fin que no sea el hombre;
y es el de que la razón es cuantitativa. No sabe qué es el hombre, pero sabe perfectamente qué
son diez, cien, mil, un millón de hombres. El hombre no es un fin para la razón, pues no sabe
qué es; pero un millón de hombre sí lo es. Y decimos un millón de hombres como podríamos
decir un millón de zapatos, un millón de dólares o un millón de bayonetas. Si un bandido asalta
un automóvil y mata a los pasajeros para robar con qué quitarse el hambre, la razón le condena:
se hablará de moral, pero en realidad se tratará de una relación numérica; el hambre de un
hombre solo no vale la vida de cuatro hombres. Si una minoría política es exterminada por la
mayoría, la razón no hallará nada que objetar en plano totalmente abstracto y absoluto. Y ello
porque la seguridad de un millón de hombres vale la vida de diez mil. Ahora bien, se trata, en
realidad, de la misma cosa, y la violencia, o sea la degradación del hombre de fin a medio, es
idéntica. En el fondo, todas nuestras leyes tienen una justificación cuantitativa. Tanto es así que,
cuando en lugar de un solo bandido hay un millón de bandidos, cambian las leyes.
El mundo moderno es bastante parecido a una de esas cajas chinas dentro de la cual se
encuentra otra caja más pequeña, que a su vez contiene otra todavía más pequeña, y así
sucesivamente. O sea, la pesadilla general del mundo moderno contiene otras menores, cada
vez más restringidas, hasta que se llega al resultado postrero de que cada hombre se siente a sí
mismo como una pesadilla. Demos un ejemplo: el Estado moderno, para el cual el fin es el
Estado y el medio es el hombre, es una pesadilla de proporciones tan gigantescas que acaso el
hombre mismo que vive dentro de esta pesadilla no puede darse cuenta de ello, al igual que
una hormiga no se da cuenta de que el árbol por el que está caminando es un árbol. Pero en el
mundo moderno, como en todo otro mundo, el macrocosmos se refleja en el microcosmos, y
todo microcosmos repite las propiedades del macrocosmos. El hombre, que vive en el amplio
seno del Estado, se da cuenta de que este Estado es una pesadilla porque la fábrica donde
trabaja está regida del mismo modo que el Estado, y la sección del mismo modo que la fábrica,
y su subsección del mismo modo que la sección, y así hasta llegar a él, individuo solo y aislado.
Si en lugar de la fábrica, consideramos la sociedad, y de la sociedad descendemos a la clase y de
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la clase al grupo, y del grupo a la familia, y de la familia a la pareja, y de la pareja al consabido
hombre solo y aislado, tendremos igual resultado. Se podría continuar ejemplificando así al
infinito.
En otros términos, ni en el seno de la masa, ni en compañía de sus colegas de trabajo, ni en
familia, ni estando solo, el hombre puede olvidar por un instante siquiera que vive en un
mundo donde él es un medio y donde el fin no le atañe. Y no se piense que, por lo menos en la
mayor parte de los casos, el mundo moderno sea tan poco perspicaz y tan despiadado como
para no tratar de hacer que el hombre olvide semejante realidad. Por el contrario, el mundo
moderno se esfuerza por convencer al hombre de que es él, y siempre, el fin supremo, y que no
se lo emplea en absoluto como medio. O sea, según las mismas palabras de los gobernantes, en
el mundo moderno nada se descuida en el sentido de proteger y fortalecer la dignidad humana
y elevar al hombre. Innumerables leyes protegen de innumerables maneras la propiedad, la
vida, los derechos del hombre; mientras trabaja, se le asegura incesantemente que trabaja para
el bienestar, la libertad y la felicidad de todos y, por lo tanto, también de sí; honores,
compensaciones y alientos en forma de galones, medallas, aumentos de sueldo, ascensos,
elogios públicos y publicidad de todo género, le confirman continuamente la idea de la utilidad
y dignidad de su trabajo y la importancia social de su persona. Por lo mismo, cuando deja el
trabajo, la cultura sale a su encuentro con libros, cine, teatro, radio, periódicos, y le ocupa las
horas de reposo y le da la sensación de que es algo más, mucho más que una simple pieza de un
mecanismo anónimo. En fin la religión le abre las puertas de sus templos y le asegura que no
sólo es un trabajador y un cerebro, sino también un alma.
Todo esto en teoría, según las palabras de los gobernantes, como hemos dicho. Pero basta
que sobrevenga una crisis decisiva, y el hombre interrumpa el ritmo incesante de sus
distracciones y se dé el trabajo de reflexionar seriamente, para que con toda facilidad se percate
de que el trabajo es servidumbre, de que los honores, las compensaciones y los alientos son
engaños, ilusiones y somníferos, de que la cultura es halago para seducirle, rumor para no
dejarle pensar, propaganda para convencerle, y la religión un clavo más para mantenerlo bien
sujeto a su cruz. Hemos dicho que el hombre descubre que es un medio, y no un fin, sobre todo
en ocasión de crisis decisivas. Y, en efecto, precisamente durante estas crisis, guerras,
revoluciones, catástrofes económicas, es cuando el hombre ve con claridad que ya no es un
medio entre los tantos, y que el trabajo, los honores, la cultura y la religión del mundo moderno
revelan el despiadado desprecio del hombre con que están entretejidas. En otros términos, el
hombre se siente de pronto desposeído de su corona real y tirado al basural, basura entre
basuras; y todo aquello que hubiera debido confirmarle en su esencia de hombre, se le muestra
privado del carácter sagrado que le prestaba, nada más que engaños y adornos.
¿Qué sorpresa, pues si en el curso de esta “historia narrada por un idiota y llena de fragor y
furia”, que es su vida, también la naturaleza y los misterios de la naturaleza se aparezcan al
hombre con iguales características de pesadilla que el mundo que lo rodea? Del amor al
sentimiento del infinito, de la procreación a la luz del sol, todo se le aparece pervertido y
reducido a comodidad, utilidad y mecanismo. Para él, ya no el amor mueve el sol y las otras
estrellas, sino una fricción que es a la vez libido y desengaño. Y concibe a la naturaleza como un
escenario absurdo para una acción absurda. En una pesadilla, un árbol florecido nos oprime y
nos espanta tanto como un cuchillo dirigido contra nuestro corazón; y quisiéramos, en igual
medida, que ambos no existieran.
En el mundo moderno el hombre no es más que un medio, y se ha dicho que este medio
siempre se emplea racionalmente o sea con el máximo de violencia. No en balde la ciencia
moderna ha alcanzado un alto grado de complejidad y, perfección técnica, y la estadística es
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una rama importante de esta ciencia. En el mundo moderno, el hombre podrá decir que el uso
que de él se hace es despiadado, absurdo, cruel, ridículo, pero nunca que no sea racional. El
obrero en las fábricas, el campesino en los campos, el servidor en la casa, el burócrata en su
escritorio, nunca podrán decir que su propia condición no sea racional. Si lo dijeran, la razón
estaría allí, cifras en la mano, para desmentirlos. Las desesperadas invocaciones del hombre
partirán pues, y no podrían menos, de algo que no sea la razón, de algo que, precisamente, le
haga sentir cuán cruel, absurdo, despiadado y poco digno y, en suma, deshumano, es el trato
que recibe. Este algo no está claro ni definido, porque si lo estuviese, el hombre dejaría de ser
un medio y volvería s ser un fin. Este algo es la sospecha oscura, incierta, misteriosa y
contradictoria del propio carácter sagrado del hombre.
Esta sospecha se parece a la sensación que puede infundir la vista de un ídolo africano
extraño y consumido que un explorador recoge en una selva y trae a su casa. El explorador, se
entiende, colocará el ídolo sobre una repisa, el lugar y luz indicados para poner de manifestó su
rara y exótica belleza. Pero no podrá menos que sentir todo el tiempo que el ídolo es otra cosa;
que su destino debería ser diferente; que, en suma, dejando de lado la belleza de la escultura, el
ídolo contiene una poderosa carga de magia. Esta carga no está, como piensan los
supersticiosos, en el objeto en sí, que, en realidad, no es más que un pedazo de madera; está en
su forma, o sea en el destino que revela la particular forma del ídolo. En otras palabras, el
explorador comete un sacrilegio, y poco importa que él mismo no sea religioso o que su religión
venere a otros ídolos. Este sacrilegio resultará tanto más flagrante si el explorador, privado en
todo y por todo de sentido estético, coge el ídolo y lo tira al fuego para calentarse las manos una
noche de invierno. Pero, aun en este caso, la sospecha persistirá. ¿En qué consistirá?
Precisamente en la diferencia, vislumbrada entre las llamas, que existe entre el ídolo esculpido
y pintado y los otros trozos de madera que arden en la chimenea.
El hombre de las cavernas, vestido de pieles, hirsuto y armado de clava, sentado sobre el
cadáver de su enemigo vencido, también abrigaba esta sospecha cuando abría al cadáver la
base del cráneo y le chupaba el cerebro con espíritu ritual. No se le ocurría hacer igual
operación con los osos y los gamos que constituían su alimento más común. El hombre de las
cavernas ya tenía, en realidad, algo más que una sospecha, ya tenía la idea de que el hombre
debe ser fin y no medio.
Y si la imagen del hombre de las cavernas parecerá demasiado bárbara y sugerirá una idea
demasiado irracional del hombre, observaremos que, ya entonces, la razón se inclinaba por el
empleo del hombre como medio, o sea quería que el hombre de las cavernas devorase
tranquilamente a su semejante como devoraba al gamo y al oso; y que, en definitiva, el hombre
de las cavernas no carecía de razón, sino todo lo contrario. Establecidas las debidas
proporciones, es decir teniendo en cuenta la condición en que se encontraba, el hombre de las
cavernas no era menos racional que el científico de Nueva York. Así, la idea del carácter
sagrado del hombre nació contra la razón y a pesar de la razón.
El hombre de las cavernas, abriendo la base del cráneo de su enemigo y comiendo su cerebro
con espíritu ritual, sospechaba, como ya hemos dicho, que había una diferencia entre aquel
cadáver y los otros de los que por lo común se alimentaba. Esta diferencia no consistía en una
cualidad particular, en un sabor u olor especiales de la carne humana: nada hay que se parezca
tanto a una chuleta como otra chuleta. Esta diferencia, en substancia, consistía nada más que en
la noción del hombre de las cavernas de que, después de todo, él mismo era también un
hombre, y no un gamo ni un oso. Pero el hombre de las cavernas no sabía qué era el hombre,
sólo sabía que él era un hombre. Noción oscura que, como hemos dicho, equivale a una
sospecha.
¿Pero ha existido jamás algo más que una sospecha de que el hombre sea hombre? Creemos
que no. Nada más que una sospecha en el origen de los mitos griegos, nada más que una
sospecha en el origen de la idea cristiana del hombre hecho a semejanza de Dios. Es
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precisamente esta incerteza lo que confiere inefabilidad, inconmensurabilidad y misterio al
hombre. Es precisamente porque no se puede más que sospechar el carácter sagrado del
hombre, por lo que toda civilización humana es tan frágil y tan milagrosa; y se pierde con tanta
facilidad la noción de aquel carácter y, con ella, la de la civilización misma.
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por el hecho de aplicarse a una materia tan vasta e intrincada, será cosa de siglos. O, mejor
dicho, se formularán infinitas definiciones antes de que se logre expresar la verdadera.
Quienes pretenden remedios infalibles, sistemas perfectos, deberían pensar que tales
remedios y sistemas se proponen cada día, sin que por ello se logre disminuir mínimamente los
males que afligen al mundo. Antes bien, el hecho de que abunden tanto los remedios y sistemas
es un indicio más de la crisis moral que aqueja al mundo. De nada sirve adoptar uno de estos
remedios, uno de esos sistemas, así, a ojos cerrados, diciéndonos: será mejor que nada. La
historia está llena de callejones sin salida y de rumbos equivocados.
El mundo no se ha creado en un día ni en siete; y como el tiempo es una medida
convencional, los siete días de las Creación muy bien podrían ser siete billones de años-luz de
los astrónomos. Por otra parte, precisamente porque los billones de años-luz de los astrónomos
equivalen a los siete días de la Creación, el mundo bien podría ser salvado en un minuto, en un
segundo, en el instante en que, precisamente, un estado de ánimo logra expresión definitiva y
se convierte en creación.
11 Tanto vale el ladrillo como la calavera con tal de que se levante el muro
Cuando decimos que el hombre tiene un carácter sagrado, no entendemos decir que este
carácter deba forzosamente asemejarse, en el porvenir, al que el cristianismo atribuyó al
hombre hace ya veinte siglos. No debe engañarnos el término sagrado. El cristianismo atribuyó
al hombre un carácter sagrado de especie religiosa y ritual, porque la época en que floreció el
cristianismo era religiosa y ritual. El mundo antiguo era un mundo eminentemente religioso, en
el que nada era absoluto si no tenía el crisma de la religión. Pero hoy el mundo ya no es
religioso; o, por lo menos, ya no lo es de aquella manera. En todo el mundo las religiones
languidecen y, como quiera, ya no parecen tener la capacidad de renovarse. Hoy las iglesias
parecen proponerse el fin de la propia preservación; o sea, su fin ya no es el hombre, sino sí
mismas, así que también para ellas el hombre se rebaja a medio. En suma, las religiones no se
substraen en modo alguno a la general perversión y absurdidad del mundo moderno.
Hoy el carácter sagrado del hombre no se puede basar en alguna entre las religiones
existentes; y es dudoso que pueda basarse en una nueva religión, por lo menos por ahora. En
cambio, tendrá que resultar de una nueva definición del hombre según las experiencias y las
necesidades del mundo moderno. Parecerá, en este punto, que nos estamos moviendo en un
círculo vicioso, pues ya hemos afirmado que no se producirá una nueva definición del hombre
sino cuando a su vez se defina de modo nuevo el carácter sagrado del hombre. Pero, bien
mirado, de tales círculos viciosos está hecha toda realidad, mientras permanezca inmóvil y sea
aparentemente incapaz de desarrollarse. Lo cual no quita que la solución del problema haya de
buscarse fuera del círculo vicioso dentro del cual parece agitarse sin remedio el problema
mismo. Sólo sirve para confirmar una vez más la sensación angustiosa de laberinto sin salida,
que es propia del mundo moderno.
De todos modos, el carácter sagrado del hombre no se ha de buscar hoy en lo que el hombre
es hoy realmente, pues ya hemos visto que el hombre hoy no es más que un medio, o sea nada.
En cambio, tendremos que buscar el carácter sagrado del hombre en todo lo que el hombre hoy
no quiere ser y se rehúsa a ser.
Hoy, en el mundo moderno, el hombre, como hemos dicho, es empleado como medio, al
igual que el animal, la planta o la piedra. Y en verdad sería difícil negar, por ejemplo, que los
animales se asemejan extraordinariamente al hombre o, mejor dicho, que el hombre tiende cada
vez más a asemejarse a los animales, al punto de legitimar a veces la idea de que el hombre no
es más que un animal entre los otros animales, y no el más dotado. En efecto, lo que en un
tiempo distinguía al hombre de los animales era que el hombre era el único entre todos los
animales que se proponía como fin al hombre mismo, en tanto que los otros animales, incapaces
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de proponerse a sí mismos como fin, se convertían en medios para el hombre. El sometimiento
y la inferioridad, pongamos, del caballo con respecto del hombre dependía de que el caballo no
se proponía al caballo como fin, en tanto que el hombre se proponía al hombre como fin. Y el
caballo, no proponiéndose como fin al caballo, se veía obligado a ser un medio para el hombre.
Pero desde que el hombre ya no se propone como fin al hombre, la sociedad, la humanidad,
etc., resulta conmovedor a la vez que desconcertante ver cómo el hombre se ha aproximado al
animal y soporta igual destino y participa de iguales propiedades. ¿Qué diferencia existe entre
una colmena, un hormiguero y el Estado moderno? Así en la colmena, en el hormiguero, como
en el Estado moderno, las abejas, las hormigas y los hombres son medios para la colmena, para
el hormiguero y el Estado, y el fin, en cambio, consiste en la colmena, el hormiguero y el
Estado. El cristianismo estaba ciertamente en condiciones de demostrar que la colmena y el
hormiguero eran mundos cerrados, automáticos y absurdos, fines de sí mismos, y, por lo tanto,
profundamente diferentes del mudo humano, que no era fin de sí mismo y que tenía por fin al
hombre; pero la razón moderna no quiere dar esta demostración bajo ningún concepto; al
contrario, admite que tal diferencia no existe. No vamos a insistir sobre este punto; pues que
hasta en el lenguaje corriente se habla comúnmente de las ciudades como colmenas y
hormigueros, y aun entre la gente ignorante está difundido el sentimiento de que el Estado
moderno no difiere gran cosa de las organizaciones sociales de algunos insectos. Pero, pasando
a otros aspectos menos llamativos, veremos que este parecido se acentúa en lugar de disminuir.
¿Qué diferencia hay, por ejemplo, entre el joven educado con todo esmero por la familia y el
Estado y luego enviado a la guerra a combatir y a morir, y la hormiga-soldado, la abeja-
soldado, o bien el gallo de riña o el toro de las corridas? ¿Qué diferencia hay entre el hombre,
destinado desde antes de nacer a un trabajo determinado que ejecutará hasta la muerte, y el
buey que el campesino compra en la feria y destina a tirar del arado hasta la muerte? Mientras
el hombre se proponía como fin al hombre, podía indiferentemente morir en la guerra o realizar
durante toda la vida un mismo trabajo, sin por ello convertirse en animal entre los otros
animales. Pero desde el momento que el hombre acepta su degradación de fin a medio, es
soldado y campesino y solamente soldado y campesino, como el gallo de riña es solamente
gallo de riña y el buey es solamente buey. Y entonces, el hecho de que ocupe el lugar del gallo o
del buey y se vea empleado del mismo modo y para los mismos fines, sólo será una cuestión de
conveniencia o sea se tratará de ver si es más divertido ver a dos gallos despedazarse entre sí o
a dos hombre, o bien si un hombre uncido al arado cuesta más o menos que un buey.
Degradado de fin a medio entre los otros medios, el parecido del hombre con los animales se
acentúa no sólo desde el punto de vista negativo, sino también desde el punto de vista positivo.
Hoy podemos decir verdaderamente que el hombres es bueno como el cordero, valiente como
el león, veloz como el caballo, fuerte como el elefante, fiel como el perro, y así sucesivamente,
pues tal bondad, tal valentía, tal velocidad, tal fuerza, tal fidelidad, son rasgos útiles que
caracterizan varios modos de emplear al hombre como medio, y porque en determinadas
circunstancias podemos invertir el parangón y decir que el cordero, el león, el caballo, el
elefante, el perro, tienen cualidades humanas. Por otra parte, he aquí que, en el mundo
moderno, el hombre ama con igual lujuria que el chivo, procrea con igual indiferencia y
abundancia que los conejos, cría a sus hijos con igual cuidado que los gatos y los defiende y
alimenta con igual pasión que los lobos. Desde el momento que el hombre ya no es un fin, sino
un medio, sus cualidades amatorias, procreadoras y productivas pasan a primer plano, se
muestran en todo y por todo semejantes a las de los otros animales, y como las de los otros
animales son estudiadas, examinadas, organizadas para servir a los varios fines de la sociedad,
del dinero, del Estado, de la nación, y así sucesivamente. Y es para el hombre una verdadera
suerte el hecho de que el estudio de sus cualidades y propiedades haya permitido descubrir
que no existe especie tan productiva, tan barata y tan dúctil como la especie humana; de lo
contrario, hace tiempo que la humanidad hubiera desaparecido, como han desaparecido los
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bisontes en Norte América o los tigres en Europa. Pero ya marchamos por este camino; después
de los racistas alemanes, que asentaron científicamente que los eslavos, los hebreos y los gitanos
no son útiles, y por lo tanto, habían de ser exterminados, veremos sin duda a otros racistas de
otros países demostrar con no menor racionalidad que otras razas no son necesarias para los
fines de la propia sociedad, y obrar en consecuencia. ¿No es éste, por lo demás, el modo de
proceder de los criadores de ganado? Según haya demanda de tal caballo, tal gallina o tal perro,
y respondan a determinados requisitos de utilidad, modifican o, sin más, suprimen, las razas.
Por ejemplo, algunos perros que estaban de moda hace cincuenta años, hoy prácticamente se
han extinguido porque la moda ha cambiado. Transferid la moda del capricho de las damas a la
infatuaciones políticas, en lugar de un criador de fox terriers poned un sabio de uniforme
blanco que fecunde a las mujeres con inyecciones de semen masculino obtenido de un
seleccionado semental humano, y tendréis uno de los más posibles entre los posibles mundos
futuros.
Pero el parecido del medio hombre con los otros medios no se limita a los animales. Aún no
lo decimos, pero, quizá lo diremos un día, que el hombre no sólo es bueno como el cordero,
fuerte como el elefante, osado como el león, etc., etc., sino que también es tenaz como el
cáñamo, detergente como la soda, fertilizante como los excrementos, dúctil como el cuero, y así
sucesivamente. Estas comparaciones no han entrado aún en el lenguaje corriente, pero los
hechos que podrían justificar su uso habitual ya se han verificado. En la última guerra se han
confeccionado cuerdas con cabellos humanos, jabón con grasa humana, abono con cenizas
humanas, pantallas de pergamino con pellejo humano. Se trata de esperar una o dos guerras
más. En efecto, toda guerra, o sea todo estado de necesidad, confirma la utilidad del hombre
como medio, y lo acerca cada vez más a las formas más simples y hasta más inorgánicas de la
vida. ¿Qué más decir? En todas partes, aun en tiempo de guerra, se puede construir con
piedras, con ladrillos, con cemento. Pero llegue el día en que por causa de guerra u otra tales
materiales escaseen, y se construirán muros con cabezas humanas, como en tiempos de
Tamerlán. Téngase, sin embargo, en cuenta. Tamerlán era hombre atroz, y sus muros de
calaveras eran atrocidades no sólo para aquellos que debían proporcionarle las calaveras, sino
también para él, que ordenaba su construcción. En cambio, el empleo futuro de calaveras para
construcción, si lo habrá, será racional, o sea, dada la falta de otros materiales, el fin, vale decir
la construcción de la muralla, justificará en forma totalmente racional el medio, a saber el
empleo de calaveras. Vale decir que el material humano ocupará el lugar que le corresponde,
confiemos que no sea demasiado humilde, entre los tantos materiales de los que se sirve la
industria de la construcción.
El hombre es, pues, un medio; y ya sólo debe al hecho de ser un medio su supervivencia
sobre la faz de la tierra. Pero el empleo del hombre como medio puede conducir al exterminio
de enteras familias de la raza humana, y aun a la extinción total del hombre. La tierra entera
está cubierta de ruinas de civilizaciones que perecieron por haber degradado al hombre de fin a
medio.
Pascal, en una sentencia famosa, definió al hombre como un roseau pensant –un arbusto
pensante–. O sea, estableció que toda la diferencia entre el hombre y el arbusto, diferencia en la
que consiste la dignidad del hombre, está en que el arbusto no piensa y el hombre piensa.
Arrasados ambos por la misma avalancha, el hombre sabrá que es arrasado y el arbusto no lo
sabrá. Hay, en esta definición de Pascal, algo que es iluminista y racionalista. La premisa en que
se funda toda la sentencia, a saber que el hombre está dotado de pensamiento, no es muy
convincente. En realidad, no tenemos ninguna prueba de que el arbusto no sepa que es
arrasado por la avalancha y el hombre lo sepa. Aun admitiendo que el hombre está dotado de
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pensamiento, no se habría de deducir una superioridad del hombre sobre el roseau, el cual, a su
vez, parece estar dotado de otras cualidades que compensan su falta de pensamiento. En otros
términos, los efectos del pensamiento en el hombre, o por lo menos en muchos millones de
hombres, son tan confusos, modestos y contradictorios que bien podemos creer que el
pensamiento mismo no es sino un instinto propio del hombre, un poco como un sutil olfato es
propio del perro y una vista muy aguda es propia de algunas aves rapaces. En resumen, el
pensamiento no demuestra nada y, a través de un examen atento, el pensar no parece, en la
mayor parte de los hombres, llegar mucho más allá de operaciones mentales sencillísimas para
las que también los otros animales, si la naturaleza no los hubiera dotado diferentemente,
estarían capacitados. Decimos con esto que el carácter sagrado del hombre no deriva del hecho
de que el hombre piensa, sino que tiene otros orígenes.
Ciertamente, el hombre nunca ha caído tan bajo como hoy. Sin embargo, no podemos tener
la seguridad de que esta caída sea definitiva. A pesar de las muchas pruebas en contra, el
mundo moderno no marcha a convertirse en una colmena o en un hormiguero. En otros
términos, el automatismo funesto que da al mundo moderno el empleo del hombre como
medio para el logro de fines materiales y deshumanos, no es ni será nunca completo, como en
cambio observamos que lo es en alguna comunidad de insectos, o como está descrito en
algunos libros de utopía y sátira.
Lo que impide e impedirá el triunfo del automatismo y del absurdo es que el empleo del
hombre como medio, al contrario de lo que ocurre con todos los otros medios, desde la piedra
hasta el animal, siempre deja un residuo; y que este residuo, al parecer, no puede ser utilizado a
su vez como medio. Cualquier medio, sea un metal, una planta o un animal, si se lo emplea de
manera apropiada, no deja residuos. Por ejemplo, el cerdo engordado para ser sacrificado, no
deja residuos; o sea, no se nos ocurre pensar que con el cerdo se podría hacer algo que no sean
salchichas, o, sin más, no hacer nada y dejarlo vivir. Y si todo el mundo se volviera vegetariano,
y ya no se engordara y sacrificara al cerdo, éste seguiría siendo un medio, y nada más que un
medio, sin residuo alguno. Ello porque, como hemos dicho, el cerdo no se propone, ni es capaz
de proponerse, a si mismo como fin, a diferencia del hombre que, en cambio, posee esta
capacidad. Por esto decimos que el residuo que deja el hombre cuando se lo emplea como
medio, es precisamente su siempre existente capacidad de ser un fin y de proponerse a sí
mismo como fin. Ahora veremos en qué consiste este residuo, o sea en qué se convierte la
capacidad del hombre de ser fin. De todos modos, en este residuo, y en nada más, consiste el
carácter sagrado del hombre o, mejor dicho, la posibilidad de tal carácter.
En el mundo moderno se nota, por un lado, que el empleo del hombre como medio es causa
de la sensación de absurdidad y pesadilla que infunde el mundo mismo, y, por otro lado, que
esta sensación de absurdidad se mantiene inalterada, ya sea cuando el hombre es utilizado
como medio en modo totalmente paradojal e inapropiado, como por ejemplo para abonar la
tierra, ya sea cuando se lo utiliza en modo aparentemente acertado y apropiado, como por
ejemplo dirigir un banco o mandar un navío. Bien mirado, se tendrá, en ambos casos, la
sensación de igual derroche, de igual margen de residuo, o sea de igual degradación, y derivará
igual sensación de absurdidad. En otros términos, precisamente por ser el mundo moderno tan
despiadadamente utilitario, advierte con mayor agudeza el desperdicio que se hace al usar al
hombre como medio. Y advierte también que este desperdicio no es una cuestión de idoneidad
y conveniencia, y que no existe ningún fin que pueda justificar completamente el empleo del
hombre como medio, y que de todas maneras siempre se tendrá un residuo de desperdicio. En
otros términos, el empleo del hombre como medio, cualquiera sea el fin, nunca podrá ser sino
irracional, precisamente porque el hombre nunca será tan sólo y por completo un medio. Esta
irracionalidad resquebraja el automatismo racional del mundo moderno e impide que se
convierta en una colmena o en un hormiguero.
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En prueba de ello, si el empleo del hombre como medio no dejara residuos de ninguna clase,
sería perfectamente racional y en consecuencia el mundo moderno sería en verdad nada más
que un hormiguero, o sea un mundo racional del que estaría desterrada toda sensación de
absurdidad y en el cual ninguna hormiga creería absurdo su propio destino y el hormiguero
mismo. Y así, en efecto, es en la realidad: el hormiguero se nos presenta absurdo tan sólo si lo
comparamos con la sociedad humana de la que formamos parte o de la que querríamos formar
parte. De por sí, dentro de sí, no es absurdo, es lo que es.
Por esto, cuando decimos con amargura y horror que el mundo moderno se encamina a ser
un hormiguero, hablamos como hombres degradados a hormigas, pero no como hormigas. Para
las hormigas, el hormiguero es el mejor de los mundos posibles y, quizá, ni siquiera es un
hormiguero. Es, y no pude sino ser, el fin al que las hormigas sirven como medio, y no podrían
sino servir como medio. Es un mundo verdaderamente racional, sin resquebrajaduras, sin
desperdicios, en el que todo es útil y del cual es desterrado todo lo inútil.
El mundo moderno no se convertirá en un hormiguero, pero ciertamente tiende con todas
sus fuerzas a serlo. Esta tendencia es uno de los aspectos más notables del mundo moderno.
Siendo un mundo racional, que se propone fines racionales y quiere lograrlos empleando el
hombre como medio, se obstina en querer ignorar, reducir, destruir la absurdidad e
irracionalidad que lo minan. El residuo que deja el empleo del hombre como medio es pasado
bajo silencio o es perseguido. Las policías políticas, el dinero, la propaganda y mil otros modos
de coerción se emplean sin escrúpulos contra este residuo del hombre utilizado como medio,
para destruirlo, minimizarlo, sofocarlo, aniquilarlo. Toda la sociedad moderna, en todos los
lugares y en todos los climas, está empeñada en esta lucha contra el residuo humano, o sea
contra el carácter sagrado del hombre. Con todos los medios se trata de demostrar a los
hombres que, en determinadas situaciones políticas, económicas y sociales no pueden sino ser
felices; y que los que no son felices, están locos, o son criminales, monstruos. En suma, por
todos los medios se trata de transformar la sociedad humana en un perfecto hormiguero.
Pero, por una consecuencia muy natural, cuanto más el mundo moderno se empeña en
querer ser un hormiguero, tanto menos lo logra. Cuando más trata de reducir el residuo
humano, tanto más aumenta este residuo. Cuando más trata de ser racional, tanto más absurdo
se torna.
¿Qué ocurre en las pesadillas cuando llegan al colmo y ya no resultan tolerables? La
pesadilla se rompe y el durmiente despierta. El mundo moderno es una pesadilla de la que los
hombres despertarán.
El residuo que deja el hombre cuando es utilizado como medio es, pues, el dolor. Pero uno
de los grandes descubrimientos de la humanidad, desde Cristo en adelante, es el de la función
catártica, transformadora, libertadora, elevadora, del dolor. Más: el Cristianismo hizo del dolor
la llave maestra de todo su sistema moral y religioso. Cristo, expiando en la cruz, los pecados
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de los hombres, es decir, sufriendo por toda la humanidad, purificó, descargó y libertó a los
hombres del pecado. Así todo cristiano supo que sufría por toda la humanidad, y el dolor era
un medio para la purificación de sí a la vez que de los otros. Desde Cristo hasta llegar a
Dostoiewsky, a lo largo de los siglos, se nos ha venido explicando, confirmando, predicando en
mil modos esta función energética y propulsiva del dolor. ¿Cómo es, entonces, que el dolor ya
no tiene en el mundo moderno su antigua función y, a pesar de que parezca haberse
acrecentado desmedidamente ya no parece tener igual efecto libertador, purificador, catártico,
que tenía en el pasado?
No cabe duda de que nunca se sufrió en la historia tanto como hoy; y, a la vez, que nunca
tantos sufrimientos han resultado tan perfectamente inútiles. La muerte, la opresión, la miseria,
la servidumbre de millones y millones de hombres, no sólo no nos han conducido, a través de
tanto dolor, a un mejoramiento cualquiera de las condiciones de la humanidad, sino que
además han producido nuevas y mayores cantidades de muertos, de opresión, de miseria y
servidumbre. El mecanismo catártico del dolor, hoy, parece trabado. Y el dolor no parece
producir más que bestialidad, barbarie, estupidez, corrupción y servidumbre. Esto, digámoslo
de paso, es uno de los aspectos principales del fracaso del cristianismo en los tiempos
modernos.
Y que es la verdad, está probado por el miedo del mundo moderno al dolor. Si bien
sufriendo más que cualquier otro mundo del pasado, el mundo moderno rechaza el dolor como
cosa inútil y nociva, y busca una manera regocijada de vivir. La vida moderna destierra al dolor
como a un intruso molesto y pesado. Grandes países representativos del mundo moderno,
como Estados Unidos y Rusia, si bien en sentido opuesto, pretenden que no sufren y no quieren
sufrir. Naturalmente a causa de una contradicción que sólo es aparente, de tal modo no
consiguen sino producir una suma mayor de dolor. Ya que el fetiche de la felicidad material es,
entre todos los fetiches, el más deshumano, a la vez que el que de manera más despiadada
constriñe a utilizar al hombre como medio.
Sin embargo, en el hombre nada ha cambiado, ni puede cambiar; y el dolor, hoy al igual que
hace veinte o treinta siglos, sigue siendo una poderosa energía purificadora y transformadora.
El mundo moderno, en vez de rechazar el dolor como cosa inútil y nociva, debería
contemplarse a sí mismo y preguntarse si no le toca la culpa de haber hecho al dolor inútil y
nocivo. En otros términos, el mecanismo del dolor sigue siendo eficiente; pero algo lo ha
trabado.
Una de las numerosas degeneraciones del cristianismo es la que se refiere al arrepentimiento,
dolor posterior al pecado y purificador del pecado. Rasputín, monje vicioso, había inventado el
medio de pecar deliberadamente para luego arrepentirse. Rasputín razonaba del modo
siguiente: el buen cristiano es aquel que se arrepiente de haber pecado, y cuanto más cristiano
es, tanto más se arrepiente. Así pues, el buen cristiano es aquel que peca. En consecuencia, más
se peca y más cristiano se es. Este es el modo de razonar y sentir pervertidamente no solo de
Rasputín, sino también de muchos cristianos de hoy.
Análogamente: se ha dicho que en el mundo moderno el hombre es universalmente utilizado
como medio. Por otra parte, lo que permite al hombre considerarse hombre es el dolor que
experimenta al ser utilizado como medio, el residuo de dolor que deja su empleo como medio.
Ahora, ha ocurrido lo siguiente: en el mundo moderno, el hombre es hombre y no medio
precisamente porque sufre; pero no logra sufrir, o sea sentirse hombre, sino aceptando, y aun
tratando, de ser medio. En otros términos, y con un juego de palabras, si no fuese medio no
sería hombre y si no fuese hombre no sería medio. Es una especie de rasputinismo aplicado al
dolor, el que es así provocado deliberadamente para ser sentido. Naturalmente, en este círculo
vicioso, toda función catártica del dolor desaparece, y el dolor se convierte en la base más sólida
de la servidumbre humana.
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El hombre, en el mundo moderno, habiendo reconocido su dignidad de hombre en el dolor,
en vez de servirse de este dolor para anular sus causas, las cultiva deliberadamente para
experimentar dolor. Estas causas se resumen en una sola: el empleo del hombre como medio
para fines que no le conciernen. Así se trate del burócrata como de los obreros de la fábrica o los
soldados del ejército, si examináis bien su estado de ánimo, veréis que todos ellos cifran su
dignidad de hombre en el hecho de sufrir por ser burócratas, obreros y soldados, y al mismo
tiempo no logran alcanzar esta dignidad sino siendo cada vez más burócratas, obreros y
soldados. En el mundo moderno, es procedimiento automático se llama abnegación cívica,
sentido del deber, patriotismo, entusiasmo productivo, etc. Pero queda en pie el hecho de que el
carácter morboso y malsano de este procedimiento es revelado al mismo tiempo por la
inmovilidad de la condición humana, o sea por el férreo perdurar del empleo del hombre como
medio, y por lo desastroso de los resultados: embrutecimiento intelectual, vulgaridad, bajeza
moral, desesperación y pesimismo latentes , opresiones, violencias y guerras. ¿Y qué otra cosa
podría ocurrir? No es limitándose a sufrir de un mal como se elimina al mal mismo, sino
buscando el bien.
El círculo vicioso en que da vueltas el mundo moderno se parece al que aprisiona al sádico.
Éste querría ser amado, pero para ser amado tiene que hace sufrir. Así, cuanto más ama, tanto
menos es amado. No comprende que para ser amado debería amar. Es decir, salirse de la
relación viciosa “sufrimiento igual a amor” que constituye su manera de amar.
El mundo moderno ha caído en el círculo vicioso del rasputinismo del dolor, diríase, por
insuficiencia de vitalidad; es decir, por uno de esos motivos accidentales y ahistóricos que se
presentan con frecuencia y modifican la historia. Por falta de vitalidad, no parece capaz de salir
del círculo vicioso en que da vueltas en redondo y cuyo movimiento circular sólo podría ser
quebrado por una explosión de energía vital. Esta energía vital se llamó, en otros tiempos,
invasión de los bárbaros; en nuestros días está representada por los pueblos de historia más
reciente y de formación más intacta que retoman como nuevos los problemas en el punto exacto
en que los dejaron otros pueblos más antiguos y cansados. Ya que resolver un problema no es
sino inventar, crear; y la distancia que media entre el problema y la solución no se franquea
sino con vida, o sea con creación e invención. Hasta en un árbol existe un problema, y es el
echar a través de la corteza, en la primavera, ramas y hojas. Pero esto no ocurrirá si la linfa que
corre por las fibras del árbol es lánguida y escasa. Se necesita un exceso de linfa.
15 El hombre no debería sufrir por ser medio, sino por no ser fin
El campo de concentración y exterminio nos ofrece la imagen más coherente del mundo
moderno. Tenemos en el campo de concentración todos los datos del mundo moderno, llevados
a sus consecuencia extremadas y, por lo mismo, tanto más significativos y reveladores. En
efecto, en el campo de concentración se tiene un fin perfectamente deshumano, el exterminio,
perseguido y logrado con el único medio del hombre y con el máximo de violencia. Así los
verdugos como las víctimas son medios en el campo de concentración, y en teoría deberían ser
precisamente medios y nada más, como piezas de una máquina perfecta. A la vez, el campo de
concentración, dentro de sus propios límites, es perfectamente racional: más que cualquier
fábrica, que cualquier Estado, que cualquier nación. La célebre orden dada en respuesta a un
pedio de víveres: “Buchenwald debe bastarse a sí mismo”, confirma e ilumina dicha
racionalidad. ¿No es acaso tal el lema de toda nación, de toda fábrica, de todo Estado del
mundo moderno? Todo, en el mundo moderno, desde el Estado hasta el individuo, debe
bastarse a sí mismo; y poco importa si ello significa la muerte.
Sin embargo, y a pesar de su racionalidad, el campo de concentración es absurdo; y es
absurdo tanto para los verdugos como para las víctimas, precisamente porque encierra dentro
de su recinto de alambres de púas un enorme residuo de dolor. ¿Pero cómo pude ser que el
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campo de concentración no estalla, no se deshace, no desaparece? El campo de concentración
no estalla, no se deshace, no desaparece porque el dolor, así para los verdugos como para las
víctimas, no es motivo de rebelión, sino de confirmación de que entrambos, a pesar de los
sufrimientos horrendos infligidos y recibidos, son hombres. En otros términos, así los verdugos
como las víctimas sufren por ser utilizados como medios, pero a la vez necesitan sufrir (o hacer
sufrir, que es lo mismo) para conservar la sensación de ser, no obstante todo, hombres y no
medios. Así el círculo se cierra y el campo de concentración sigue devorando hombres.
Para que el campo de concentración estalle y desparezca, sería preciso que, así los verdugos
como las víctimas, haciendo un esfuerzo sobrehumano, salieran del círculo vicioso en que giran
en redondo. Pero, para salir, deberían transferir el dolor a otro plano; o sea, no ya sufrir por ser
un medio, sino sufrir por no ser un fin.
En otros términos, en el mundo moderno el hombre no debería sufrir ya por ser burócratas,
soldado, obrero, sino que debería sufrir por no ser hombre. Parece lo mismo, pero no lo es.
Sufrir por ser burócrata, soldado, obrero, es una posición moral pasiva; sufrir por no ser
hombre es una condición moral activa.
Pero para desplazar esta masa ingente de dolor desde el círculo vicioso en el que su energía
se agota, hacia una dirección ilimitada, es preciso que el hombre se proponga como fin una
imagen de sí hacia la cual dirija sus esfuerzos y comprenda con dolor que está por debajo de
ella.
Crear esta imagen es lo que liberaría finalmente al hombre de ser un medio, y su vida de la
servidumbre, del dolor. La imagen, o sea el hombre como fin y no ya como medio, devolvería el
hombre a la alegría, o sea devolvería el hombre a la sensación dichosa de acercarse con sus
esfuerzos a lo mejor de sí mismo, al sí mismo que él se ha propuesto como fin.
El mundo moderno está convencido de que sufrir es existir, o sea de que el dolor es la
primera y la última prueba de la existencia. En cambio, es preciso sentir el dolor como
impotencia, como no existencia, como incapacidad. Pero esto sólo se logrará arrancando al
hombre de su actual empleo como medio y restaurando su naturaleza de fin.
Es preciso, pues, que se organice un nuevo concepto del hombre alrededor de la negación del
binomio dolor-existencia. El cristianismo evitó la dificultad descargando el dolor de la
humanidad sobre Cristo, que sufrió en la cruz por todos los hombres. El mundo moderno tiene
que salir de igual angustia mediante una nueva conciencia del carácter catártico de la alegría.
Esta alegría será el descubrimiento de poder ser un fin, el esfuerzo para ser un fin, la noción
plena y absoluta de ser un fin. El hombre debe volver al orgullo de ser hombre, o sea el centro y
el fin último del universo.
Pero el primer paso fuera del círculo vicioso en el que el hombre se agita tendrá que ser la
noción de no ser un medio sino un fin. Y para tener esta noción no puede contar más que
consigo mismo, o sea con su propia vitalidad, su inventiva y capacidad creadora. En otros
términos, si el hombre no comprende que es hombre, ¿quién se lo podrá hacer comprender?
El hombre antiguo, para lograr la noción de ser fin y no medio, recurrió al ascetismo y la
contemplación. O sea, a la mortificación y casi a la supresión de la vitalidad que sentía
disgregada y dispersa en el empleo de sí como medio. Como para vivir parecía tener que ser un
medio, se rehusó sin más a vivir; o, por lo menos, se rehusó hasta el límite de lo compatible con
la supervivencia física. Con respecto de la vida política, social y moral de su época, el hombre
antiguo, puede decirse, se suicidó. Y suicidas, en efecto, parecieron a los ojos de los paganos los
primeros cristianos, sobre todo los que para ser plenamente cristianos optaron por pasar la vida
en los desiertos o metidos en grutas. En fin, el hombre antiguo planteó claramente el dilema: ser
un fin, o no ser en absoluto.
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En realidad, el empleo del hombre como medio y proponerse fines materiales y deshumanos
indican una dispersión y una disgregación extraordinarias de la humanidad. Sólo una
humanidad en que se hayan verificado esta dispersión y esta disgregación puede colocar al
hombre al nivel del animal, de la planta o de la piedra, y, siendo incapaz de proponerse a sí
misma como fin, puede proponerse fines convencionales y provisorios. Ya que el hombre
necesita de un fin para vivir, y cuando este fin no es el hombre mismo, entonces escoge al azar
algo que no le parezca demasiado indigno: el Estado, el bienestar, la nación, la eficiencia en la
producción, etc.
En otros términos, recurrir sólo a la razón, adoptar un fin material, limitado y deshumano,
querer lograr este fin con todos los medios, o sea con el medio del hombre, es, en toda
civilización, indicio de desesperación. Sólo cuando los hombres han perdido toda idea del
hombre y desesperan de volver a hallarla, solo en este caso los hombres aceptan el principio: el
fin justifica los medios.
Es un rasgo común de estos estados de desesperación el que induzcan a la humanidad a
recurrir cada vez más y con mayor obstinación precisamente a los medios de vida y de entender
la vida que no pueden sino acrecentar la desesperación misma. Estos modos de vida y de
entender la vida, pueden, en definitiva, reducirse a uno solo: el predominio de la acción sobre la
contemplación.
Hay un nexo muy estrecho entre la adoración de la acción y el empleo del hombre como medio
para el logro de fines que no son el hombre mismo. Como hay un nexo muy estrecho entre la
desesperación y el hecho de recurrir sólo a la razón. Y, en fin, hay un nexo muy estrecho entre
esta desesperación y la acción y entre la razón y la acción.
El predominio de los valores de la acción con respecto de los de la contemplación indica
principalmente que el hombre ha abandonado una vez para siempre la búsqueda de una idea
satisfactoria del hombre y el deseo de proponerse al hombre como fin. Y que en la
imposibilidad de obrar según un fin, o sea de obrar para ser hombre, acepta obrar de cualquier
modo con tal de obrar.
El principio, “el fin justifica los medios”, es un principio de acción; más aún, es el principio
de acción por excelencia. Pero de una acción desligada de toda real justificación, una acción, en
una sola palabra, sólo justificada por el raciocinio. Y hemos visto que la razón sola, para el logro
de un fin no humano, comporta la violencia, o sea la acción como fin de sí misma.
El hombre de acción es un desesperado que trata de llenar el vacío de su desesperación
mediante actos mecánicamente articulados los unos con los otros y comprendidos entre un
punto inicial y un punto conclusivo, ambos gratuitos y convencionales. Por ejemplo, entre el
punto inicial de la fabricación de un automóvil y el punto conclusivo de dicha fabricación. El
hombre de acción suspenderá su desesperación mientras dura la fabricación del vehículo; y la
suspenderá precisamente porque suspenderá en su ánimo toda finalidad verdaderamente
humana; se sentirá medio entre los hombres, a su vez tan medios como él. Terminando el
automóvil, se encontrará, es verdad, más inerte y exánime que el automóvil mismo, pero en
seguida tapará este intersticio de desesperación con un ascenso, con una medalla, con un
aumento de sueldo, o bien, simplemente, con poner manos a la construcción de otros
automóviles. En suma, se apresurará a zambullirse de nuevo en el flujo desmemoriado de la
acción.
De aquí se desprende que, mientras el campo de concentración es la imagen más apropiada
para representar el mecanismo inmóvil, aunque aparentemente frenético, del mundo moderno:
vida igual a dolor y dolor igual a vida; el ejército moderno es la imagen más apropiada para dar
la sensación de este mismo mundo en movimiento. El soldado es acción, y nada más que
acción. Esta acción es continuada, ininterrumpida, ni siquiera tiene esos momentos de tregua de
que puede disponer el obrero entre un automóvil y otro. El soldado es un autómata, o sea un
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medio al que se impone ser medio en el ritmo de una acción mecánicamente concatenada. Su
fin es el fin deshumano por excelencia, es la muerte, la suya o la del enemigo, ello no importa.
Así se revela la propiedad de la acción en el mundo moderno: nace de la desesperación, se
desarrolla concatenando mecánicamente, en el solo y único plano de la violencia, un acto con
otro y halla su concusión en la destrucción y la muerte.
La acción como fin de sí misma tiene un efecto sobremanera disgregador para el ánimo
humano. Reemplaza la naturaleza por el mecanismo y quiebra toda relación real entre el
hombre que obra y la materia sobre la cual obra. En amor, la acción como fin conduce al vicio,
en el trabajo a la técnica, en política al maquiavelismo, en moral a la presceptística, en literatura
a la propaganda, en arte a la decoración, y así sucesivamente; y en todas estas actividades
marca un prevalecimiento de la pura razón sobre la vida. La acción por la acción es el triunfo
del técnico, del especialista, del hombre-medio. El hombre de acción no conoce más que su
propio campo de acción, precisamente porque, para ser eficiente, una acción tiene que ser
restringida y concentrada. El hombre de acción es una máquina humana; y como tal puede ser
utilizado, y lo es, para cualquier fin.
Empero la acción como fin tiene esta propiedad: consume más de lo que produce. Es una
usura que ningún rendimiento alcanza a compensar. Obligando a los hombres a ser puros
medios, los quema, despiadadamente, como leños en una estufa. Una vez más, la imagen más
persuasiva de la acción es la guerra. En un plano absoluto, la guerra es una acción que no se
interrumpe sino tras la desaparición del último soldado. O sea, con la desaparición de todos los
medios de los cuales queríamos servirnos para lograr el fin que, precisamente a causa de la
desaparición del último soldado, se ve a su vez relegado y anulado. En resumen, la pura acción
acaba en el vacío.
17 El mundo moderno no se convertirá en una Tebaida
En este prevalecer la acción sobre la contemplación está la secreta pérdida del mundo
moderno. El cual es un poco como un hombre que se alimenta de carnes rojas y de huevos y no
advierte que tiene una herida abierta por la cual su sangre mana abundantemente. Decae cada
vez más, y un día se morirá.
Recurrir cada vez más a la acción como única manera de obrar oscurece de más en más en el
mundo moderno toda posible idea del hombre, y de más en más obliga al hombre a proponerse
fines materiales y a utilizar al hombre como medio. Los nazis eran hombres de acción, o sea
soldados; su fin era la raza, sus medios los hombres, y el resultado más original y franco fue el
campo de concentración, en el que los hombres eran quemados a todo vapor y convertidos en
abono.
Si el hombre quiere volver a tener una idea del hombre y librarse de la servidumbre en que
ha caído, debe tener conciencia de su ser de hombre, y para lograr esta conciencia tiene que
abandonar de una vez para siempre todas las acciones por la contemplación.
No ignoramos que esta afirmación huele a retorno al pasado. Los ermitaños eran los
contemplativos por excelencia. Pero los ermitaños pertenecen al pasado, y no es posible volver
atrás.
En el mundo moderno, la contemplación no significará necesariamente ascetismo y
misticismo. Significará, en cambio, pura y sencillamente desplazar la energía humana de uno a
otro plano. Por lo pronto, hagamos este desplazamiento, después veremos. Es posible que
renazcan el ascetismo y el misticismo, y también es posible que nazcan otras cosas acerca de las
cuales nada sabemos y a las que, por lo mismo, es imposible nombrar.
Estos millones de hombres tan admirados ante el mecanismo de un automóvil o de una
aspiradora, permanecen totalmente indiferentes ante las proposiciones morales más sublimes.
Advierten el latido irregular de un motor que funciona con un cilindro menos; pero no
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advierten la injusticia, ni la corrupción, ni la crueldad que llenan el mundo moderno. Estos
millones de hombres, si bien sufren por no ser más que medios, prefieren hallar una razón de
vida en este sufrimiento, antes que replegarse sobre sí y encontrar una nueva idea del hombre,
o sea un fin.
La pobreza moral, mental y espiritual del mundo moderno, parecería denotar, a primera
vista, una extremada debilidad y flojedad. Pero el mundo moderno no es débil ni flojo. Es, por
el contrario, muy fuerte y enérgico; sólo que su fuerza y energía están desviadas de la
contemplación a la acción.
El poder interior del hombre puede compararse con el de un río que, interrumpido por un
dique, forma una cuenca artificial, dando así origen a una fuente de energía. Desde hace siglos
este dique tiene una brecha, la cuenca está casi vacía, la energía es casi nula y todos los pueblos
de los alrededores están a oscuras. Es preciso reconstruir el dique y hacer que suba el nivel de
las aguas. En otras palabras, para volver a tener una idea del hombre, o sea una fuente de
verdadera energía, es preciso que los hombres recobren el placer de la contemplación. La
contemplación es el dique que hace subir las aguas en la cuenca. Permite a los hombres
acumular de nuevo las energías de las que les ha privado la acción.
No es posible decir hoy qué especie de contemplación será practicada en el mundo moderno.
Toda contemplación supone un objeto a contemplar; y hoy no existe este objeto. Pero aquellos
que se figuran que el mundo moderno, para volver a tener una idea del hombre, tiene que
transformarse forzosamente en una Tebaida, se equivocan. El mundo antiguo, precristiano, por
ejemplo, era suficientemente contemplativo. Pero la contemplación estaba presente y, por así
decir, mezclada con la vida cotidiana del mundo antiguo, infinitamente más sencilla y, por lo
mismo, más humana que la nuestra: esto es todo.
Si es verdad que las máquinas habrán de permitir un día al hombre dedicar gran parte del
día a sí propio y no a los problemas de la producción, si este paraíso es posible, entonces
tendremos ciertamente el abandono de lo estúpidos recreos que hoy llenan los márgenes de
tiempo del trabajador moderno y una vuelta en masa a la contemplación, o sea a la búsqueda
de la cordura. Nadie, sin embargo, puede decir cómo y cuándo el maquinismo devolverá al
hombre la libertad que por ahora parece haberle quitado y qué uso hará el hombre de dicha
libertad, o sea qué idea del hombre surgirá de la contemplación.
El mundo moderno es tan distinto del mundo antiguo que, mientras podemos y debemos
hallar en el mundo antiguo las mismas exigencias que en el mundo moderno, no podemos en
verdad decir de qué manera serán entendidas y satisfechas tales exigencias. En el mundo
antiguo, en un momento dado, algunos hombres se retiraron a las grutas para rezar y vivir en
comunión con Dios. Y la civilización antigua pudo recobrar su equilibrio precisamente porque,
mientras había soldados y políticos que obraban, también había otros hombres que no obraban
en absoluto, más aún, para quienes la acción era pecado. Pero es difícil decir cuál podría ser el
equivalente moderno de los antiguos contemplativos. Puede ser que la contemplación no quede
reservada, por así decir, a pocos especialistas, sino que tenga cabida en la jornada de cada
hombre, un poco como ocurrió en los mejores tiempos del mundo precristiano. O bien, que la
función que desempeñaron los contemplativos cristianos sea desempeñada en el mundo
moderno por los filósofos y los sabios. Son hipótesis, y ninguna por ahora, tiene confirmación
en los hechos. Sólo podemos decir, con alguna certidumbre, que a exigencias siempre iguales,
cada época responde a su manera y diferentemente.
ALBERTO MORAVIA
Transcrito de El hombre como fin y otros ensayos de Alberto Moravia. Traducción de Attilio
Dabini. Editorial Losada. Colección Cristal del Tiempo. Buenos Aires, 1967. Pags. 7-10 y 145-187.
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