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El poema narrativo en verso

El siglo VII a. C., en la isla griega de Lesbos la poesía empezó a tomar un rumbo nuevo. A
partir de ese momento, la poesía épica, cuyo rasgo distintivo era el discurso narrativo
basado en hechos históricos combinados con mitos, no ha dejado de tener confrontaciones
con la poesía que en dicha isla practicaban Safo de Mitilene y sus amigos. La poesía que
confesaba sus sentimientos y deseos; dejó de contar para cantar; poesía, lírica, que hasta la
fecha sigue expresando una realidad trastocada por la naturaleza de quien escribe. La
discusión entre ambas posturas continúa tan vigente como en la época de Safo, lo que nos
lleva a preguntarnos: ¿la poesía debe cantar o contar? Una respuesta sensata quizá sea que
ambas son válidas, dependiendo del tema o asunto, y del tono. Lo grave del caso es que no
pocos críticos que abanderan el lirismo con mucha frecuencia desautorizan todo aspecto
anecdótico, por pequeño que sea. Argumentan que lo anecdótico, social e histórico
pertenecen a la prosa únicamente.
En su texto “Delta de cinco brazos”, Octavio Paz explica que el poema breve canta,
porque “en el poema corto no hay desarrollo; el fin y el principio se confunden.” En
cambio, el poema extenso se sustenta en el relato. Está compuesto por partes,
independientes entre sí, que integran un todo, como la Odisea, la Eneida, la Divina
Comedia, La Tierra baldía, Muerte sin fin.
Con respecto al poema breve, y contradiciendo a Paz, yo diría que este tipo de
poesía también puede, y magníficamente, contar una historia. El autor de La peras del olmo
seguramente se refería a los haikús, a la poesía china de las dinastías Tang y Ching, o a los
brevísimos poemas de Ungaretti. Tal vez se olvidó del género epigramático, que casi
siempre nos cuenta una historia, como aquel de Ernesto Cardenal, por poner el ejemplo de
un poeta de nuestros días. En unos cuantos versos, nos muestra la juventud de Adolfo
Hitler:

Todas las tardes paseaba con su madre por la Landetrasse


Y en la esquina de Schmiedtor, todas las tardes,
Estaba Hitler esperándola, para verla pasar.
Los taxis y los ómnibus iban llenos de besos
Y los novios alquilaban botes en el Danubio.
Pero él no sabía bailar. Nunca se atrevió a hablarle.
Después pasaba sin su madre, con un cadete.
Y después no volvió a pasar.
De ahí más adelante la Gestapo, la anexión de Austria,
La Guerra Mundial.

No por contar una historia se pierde lo poético; quizás radique en la diferencia entre
lo interior y lo exterior, entre lo abstracto y lo palpable. A una forma culta, como el soneto,
que desarrolla una idea, que puede ser tan abstracta como la idea de la muerte o lo
imperecedero, responde una forma popular como el romance medieval, poema épico en
miniatura que narra una historia en una riqueza verbal que le da velocidad a la acción, y
cuyo verbo predominante es el copretérito que se acostumbra en los cuentos de hadas. El
romance es una forma poética que hace aparecer personajes y escenarios sólidos, trazados
con precisión. En los romances vemos, y prácticamente palpamos torreones, alabardas,
estandartes, sangre en las armaduras, túnicas rasgadas, monturas de caballos.
En el citado texto de Paz, éste también habla del poema de extensión mediana, pero
no dice si es propio para el canto o para el cuento. Pienso que para ambos; hay muchos
poemas líricos de tal extensión y la mayor parte de los poemas de corte narrativo tienen
dicha medida, como la mayoría de los que ahora estamos revisando.
La prueba más evidente es la que nos da el norteamericano Edgar Lee Masters
(1868-1950), quien es seguramente la influencia más patente de la poesía narrativa desde la
publicación de su Antología de Spoon River en 1915 hasta nuestros días. Se trata de un
“conjunto de 250 epitafios en forma del monólogo dramático, que ubica en un cementerio
imaginario de un pueblo de su Illinois natal, escritos en verso libre y donde traza con lenguaje

sencillo una radiografía de la América profunda, atacando sobre todo su aldeanismo, su estrechez
de miras y su puritana hipocresía moral; también hay espacio en esos epitafios para los dramas
íntimos y el fracaso del sueño americano, en medio de un pesimismo desolador; algunos de los

personajes son reales, conocidos en su infancia, otros no; los monólogos se aluden a veces entre
ellos, descubriendo otras historias enterradas.”
Uno de los romances más memorables de Federico García Lorca es sin duda “La
casada infiel”, del Romancero gitano. En él García Lorca nos habla del amorío de un gitano
con una mujer casada, la noche de Santiago, junto al río. Ciertos objetos que pueblan el
texto iluminan la noche con sus blancos plateados: ramos de jacintos, el almidón de la
enagua, cuchillos, corpiños, nardos, caracolas, luna, potra de nácar, lirios.
Los cuentos de hadas son abordados por la poeta estadounidense Anne Sexton, en
cuyo libro Transformations (Transformaciones), de 1971, “la autora reunió –escribió
Sergio Monsalvo en el prólogo de la edición en español– una serie de textos de género
confesional, pero recubiertos por una capa de burla social mediante referencias a los
cuentos de hadas clásicos. Su visión irónica –sigue diciendo Monsalvo– va principalmente
dirigida a la mujer contemporánea, víctima predilecta de una sociedad que la somete al
vergonzoso juego de las representaciones recurrentes: la belleza como obligación, el
matrimonio y los hijos como destino, la domesticación como tarea cotidiana, etcétera.”
Blancanieves y los siete enanos, Rapunzel, Cenicienta, Caperucita roja y La Bella
Durmiente, entre otros, son mostrados con gran fuerza poética.
Otro estadounidense, que ha recibido un gran reconocimiento por su obra
cuentística, es Raymond Carver. A pesar de que generalmente se le identifica como escritor
de relatos, el mismo Carver consideraba su poesía como algo más esencial para él, ya que
expresaba con mayor fidelidad sus sentimientos, lo que no ocurre con los cuentos.
En aras de conseguir en la poesía “una forma más espaciosa, Carver, en palabras de
su viuda Tess Callagher, “se puso a señalar pasajes que quería incluir, y a pasarlos a
máquina. El resultado era algo situado entre el poema y la prosa”. Así recortó fragmentos
de la prosa de Chéjov, entre otros, los acomodó en verso y los intercaló en sus libros de
poemas, y formaran un discurso complementario. En todo caso, la diferencia principal entre
su poesía y su prosa radica que, si habla de una mujer, en el poema es la suya, y en un
cuento es la mujer de algún otro. Reproduzco un poema breve:
“Mi mujer”

Mi mujer ha desaparecido con toda su ropa.


Olvidó dos medias de nailon, y
un cepillo para el pelo detrás de la cama.
Me gustaría atraer su atención
hacia esas medias, y hacia los pelos
negros que quedan en las púas del cepillo.
Tiro las medias al cubo de la basura; el cepillo
lo guardo para usarlo. Únicamente la cama
resulta extraña e imposible de soportar.

Otro ejemplo del que podríamos hablar es del italiano Césare Pavese, en cuyos
poemas también transcurren momentos y situaciones. En su poema “Dos”, por ejemplo, no
nos entrega una historia completa, sino tan sólo una escena, contada como si se tratara de
una escena cinematográfica.
Pero veamos qué pasa con la poesía narrativa escrita en español. El tiempo no me
permite más que citar unos cuantos casos. Empezaré por dos poetas nacidos en 1914: el
chileno Nicanor Parra y el mexicano Efraín Huerta. Figura máxima de la llamada
antipoesía, Parra traza, en uno de sus mejores poemas, el “Soliloquio del individuo”, la
evolución del Hombre desde la Era de las cavernas hasta lo que hoy es el género humano.
Citaré un fragmento inicial y uno final:

Yo soy el individuo.
Primero viví en una roca
(Allí grabé unas figuras). Luego busqué un lugar más apropiado.
Yo soy el individuo.
Primero tuve que procurarme alimentos,
Buscar peces, pájaros, buscar leña,
(Ya me preocuparía de los demás asuntos).

*****

Hacia el final, anota:

Yo soy el individuo.
Se construyeron también ciudades,
Rutas,
Instituciones religiosas pasaron de moda,
Buscaban dicha, buscaban felicidad,
Yo soy el individuo.

Por su parte, Efraín Huerta, en su libro Circuito interior, incluye un poema titulado
“Junio, N. Y.” En él nos muestra el deslumbramiento que experimenta ante una mujer que
sube al autobús urbano, y quien toma asiento muy cerca de él. Las metáforas y los símiles
nos van llevando, verso por verso, hacia una exaltación cargada de deseo, y hacia un final
sorpresivo y humorístico. Cito un fragmento del final:

Nadie me quiere creer que la Belleza


Alcanzó la rosa roja de la verdad absoluta
Y que nunca jamás volví a ver
A Nadie semejante. Bueno, tal vez
A una joven húngara en la Isla Margarita,
En el ennegrecido corazón del Danubio;
Acaso a una polaca modelando a las nueve
De la mañana en el comedor del hotel en
Varsovia.
Pero Nada igual, imposible, a aquella
Dulcísima, recatada monja
Del autobús de la Quinta Avenida.

Nadie duda de la importancia de la poesía lírica, y me gustan muchos poetas líricos


y muchos poemas que exploran el mundo interior, como en Rilke, se presencia la llegada
del amanecer, como en Jorge Guillén, o se siente la fuerza de lo telúrico, como en Neruda.,
pero, si en algún momento sentimos la imperiosa necesidad de acercarnos a lo político,
poéticamente hablando, tendremos que buscar un libro de poesía narrativa. Cito el poema
“O.E.A.”, del salvadoreño Roque Dalton:

El Presidente de mi país
se llama hoy por hoy Coronel Fidel Sánchez Hernández.
Pero el General Somoza, Presidente de Nicaragua,
también es Presidente de mi país.
Y el General Stroessner, Presidente del Paraguay,
es también un poquito Presidente de mi país, aunque
/menos
que el Presidente de Honduras, o sea
el General López Arellano, y más que el Presidente de
/Haití,
Monsieur Duvalier.
Y el Presidente de los Estados Unidos es más
/Presidente de mi país,
que ese que, como dije, hoy por hoy,
se llama Coronel Fidel Sánchez Hernández.
Además de ser político, el poema es histórico, ya que marca una etapa específica del
continente americano. Con respecto al hecho histórico, el escritor mexicano José Emilio
Pacheco lo aborda como un texto periodístico. Veamos el poema “Pompeya”:

La tempestad de fuego nos sorprendió en el acto


de la fornicación.
No fuimos muertos por el río de lava.
Nos ahogaron los gases. La ceniza
se convirtió en sudario. Nuestros cuerpos
continuaron unidos en la piedra:
petrificado espasmo interminable.

En el poema no hay alegría ni tampoco lamento. El “caso” está dicho (por los
actores mismos), desde fuera y desde muchos siglos después, como si a los cuerpos los
hubiera descubierto recientemente un arqueólogo, aunque son ellos mismos los que lo
dicen. Pacheco nos entrega “hechos”; poemas vistos como noticias.
Y, en esa “forma más espaciosa” a la que se refería Raymond Carver, señalaré que
el poema narrativo también se extiende hacia temas que quizá escandalicen o por lo menos
parezcan inadmisibles a un poeta neorromántico o para quien se afane en la expresión llena
de pureza; me refiero a temas que toca el género negro: el detectivesco. Menciono a dos
españoles y a un cubano: los ibéricos son: Joaquín Marco, quien publicó el libro Algunos
crímenes y otros poemas, en la década de los setenta, y Luis Alberto de Cuenca, quien
además de sus poemas policiales convierte historias del cine en poemas. De su “Serie
negra” veamos el poema “En peligro”:

Había sangre en su vestido. Sangre


en el escote y en las piernas. Sangre
en las mejillas. Sangre seca. Oscura.
La desnudé y lavé. Mientras dormía,
fui en busca de cartuchos. No fue fácil
encontrarlos. Por fin aparecieron
entre viejos papeles y revistas.
Cargué el fusil. Había menos niebla.
Dos o tres horas, y amanecería.

Del cubano Luis Rogelio Nogueras, también me parece interesante, y atractivo,


leerles su poema “El halcón maltés”, homenaje al film dirigido por John Houston, y
estelarizado por Humprey Bogart:

Como un personaje de Hammett


Me escurro entre las sombras
Vigilo tu ventana
Acumulo pruebas
Voy a entregarte a la justicia
Por haberme dejado
Las posibilidades son de que escapes con vida
Y saldrás en libertad dentro de veinte años
Eres un ángel
Te esperaré hasta que vuelvas
Y si te cuelgan
Te recordaré siempre.
Como podemos apreciar, tanto el texto de Cuenca como el de Nogueras adquieren
del cine el tono del humor negro propio del género.
El cantar de gesta moderno deja de referirnos a la historia fundacional de un pueblo
para referirnos a la saga familiar, como lo concibe el poeta peruano Rodolfo Hinostroza en
Memorial de Casa Grande, que refiere la historia de su familia, los desde la construcción
“de la legendaria ruta a Quincemil” hasta la decadencia de la familia en Lima, en los años
cuarenta.
El libro es emotivo, profundo, íntimo, pero jamás cae en lo sentimental. Es como
deletrear un árbol genealógico, contemplar el álbum fotográfico o unir como un
rompecabezas, las historias familiares que se platican. El poema “Las bodas de tía Luchita”
es profundamente tierno y marcado por un doloroso destino. Sin embargo, en vez de ver a
Luchita como una víctima, nos conmueve su enorme generosidad. Cito un pequeño
fragmento:

El alma inmensa de mi tía Luchita


Se encarnó en la comida que nos alimentó
Porque amor fue su ingrediente secreto, amor
Su mejor sazonador, amor el toque mágico
Que ponía en todos sus potajes
Durante desayuno, almuerzo y comida.

En el prólogo, Fernando de Diego comenta: “El poemario concluye con una


reflexión sobre la muerte y una elegía a la vida por los últimos versos y la imagen del sol
como compañero de la experiencia de lo vivido.”
Entonces, si en un libro de poemas se narra la historia de una familia, con sus
hechos, sus anécdotas y personajes, cabría preguntarse: ¿cuál podrá ser la diferencia entre
la poesía narrativa y la prosa? En una entrevista al poeta catalán Joan Margarit, le
preguntaron algo parecido: ¿qué es la poesía y qué es la prosa?, a lo que respondió: “A mí
me parece que la poesía actual ha quedado marcada por tres aspectos: exactitud, concisión
y, si se quiere añadir, intensidad. En tres o cuatro versos se dice lo que en prosa requiere un
capítulo.”
Exactitud, concisión, intensidad. Los recursos poéticos para contar, como hemos
visto, son variados. En el poema memorable “Oración por Marilyn Monroe”, Ernesto
Cardenal no cuenta toda una vida en sólo una plegaria; la biografía de la famosa actriz dura
el tiempo que dura la oración por ella. A Dios Nuestro Señor, el padre Cardenal aboga por
el alma de una víctima de la sociedad, desde su orfandad en la infancia, hasta su muerte,
con la mano en el teléfono.
Y ya que mencionamos a los personajes, insistamos en que éstos no son
exclusividad de la novela o del teatro. En 1915, el poeta estadounidense Edgar Lee Masters,
tomando como referencia los epitafios de la llamada Antología Palatina (o Griega), publicó
la Antología del Spoon River, conjunto de poemas ubicado en una colina imaginaria, un
cementerio donde los personajes son los muertos que van contándonos la historia de lo
fueron sus vidas. Dos poetas mexicanos son herederos de este gran poeta y, por ende, de la
Antología Palatina: Luis Miguel Aguilar (1956) y Dana Gelinas (1962). En su Chetumal
Bay Anthology, el primero les da vida a los personajes de su natal Chetumal. La poeta
Gelinas, en cambio, plasma un fresco universal, en el cual los personajes son los grandes
villanos del mundo actual: políticos corruptos, tiranos sanguinarios y perversas estrellas del
espectáculo son los pobladores de Los nuevos trajes del emperador. Para terminar esta
exposición, leeré completo uno de los poemas de este libro, “Terminator”:

Arnold Schwarzenegger, antes austriaco,


se inflamó el corazón con esteroides
y pesas de gimnasio
emulando a los héroes modernos.

Y yo, lo confieso,
llegué a atiborrarme de burbujas de Coca-Cola
y palomitas de maíz,
mientras el gran Arnold, una estructura de titanio en vez de huesos,
terminaba con estrellas y extras de Hollywood.

Además, lo confieso, me parece un buen comediante


en películas para niños de kindergarden.

Sin embargo, lo que más admiro de él,


lo que me hace reír,
–y en verdad reí hasta las lágrimas–,
fue ver la escena en que le confiesa un gran amor a su esposa Kennedy
durante un homenaje público al actor:

Te amo, María, porque tienes la belleza de leyenda de los Kennedy.


Te amo porque cuidas a los niños mientras filmo.
Te amo, y beso tu mejilla para despedirme,
siempre que voy a las juntas del Partido Enemigo de los Kennedy.

Declaro que te amo, y que tengo una fortuna propia


gracias a los monstruos del espacio cibernético
y a mi risa musculosa.

Te amo, María,
mientras levanto el puño de Bush,
el presidente más poderoso de la Tierra,
enemigo tuyo, y también de tus hijos.

Héctor Carreto, 16 de septiembre de 2010.


José María Álvarez (España)

Los zapatos de color ciruela

Erguida, digna, ya sin desprecio apenas,

con las manos atadas a la espalda, en esa

carreta

que corta las riadas de gentuza

como una proa las aguas sucias,

la Reina avanza. Sus cabellos

se han vuelto blancos, y esos ojos

ya están del otro lado de la vida.

Avanza lentamente hacia la Máquina.

Ahora se ha detenido la carreta.

El verdugo, Sansón, tensa la soga

que ata esas manos, y ella sube

hasta el patíbulo, despacio.

Ahorrémonos la descripción brutal de acto.


Sólo quiero

evocar algo; hacer que lo veáis.

Es un segundo solamente. Cuando

el verdugo ata ese cuerpo

a la tabla. Ese instante.

El cuerpo cae hacia delante.

Y al alzarse las piernas

unos zapatos color ciruela de tacones altos

resplandecen

como pájaros

al sol.

María Antonieta los había escondido

y hoy se los ha puesto para ir a ese baile.

El bestial populacho ruge su odio, pero

–en un silencio que podría cortarse–

nosotros sólo vemos

el fulgor de ese raso

que parece volar.

Es el brillo de la Civilización

sobre el hedor de la Revolución.


Gioconda Belli (Nicaragua)

De la sonoridad del eco

Tirada en el sofá
he leído la carta de despedida de Virginia Woolf
a su esposo.
El epitafio que Leonard Wolf
hizo poner bajo el árbol donde enterró sus cenizas:
"Me arrojaré en tus brazos, indestructible
y sin rendirme, Oh, Muerte"
La cita es de ella. De su libro "las Olas".

Envuelta en su abrigo de pieles


caminó hacia el río.
De vez en cuando se detenía.
Se inclinaba para recoger un pedrusco.
Lo metía en su bolsa
y continuaba andando.
Cerca del río, Leonard encontró su bastón.
Más abajo su cuerpo.

Larga y delgada
A sus cincuenta y nueve años
apenas podía detener el temblor de sus manos
o encender todas las luces
en la hermosa residencia de su mente.

Cada día le era más difícil escribir.


Y ¿qué vida podía vivir sin escribir.
Ella, que disfrutó hasta la saciedad la encendida luminosidad de su frente?
Sus diarios reportan el deslumbre ante los hallazgos de la
lectura.
Su avidez por la palabra. La terca búsqueda de la combinación
que revelara
la esquiva belleza. El placer innombrable de decir con precisión
el atardecer, la luz del faro, el sonido de las olas,
la escena callejera.

Emboscaba el paso sigiloso de la vida


para apresarlo en la página.
Se enfrascan en el duelo a muerte por el verbo,
por la frase fragante.

Una a una las piedras llenaron sus bolsillos.


Y después fue el agua.
Una mujer sólida y fluida en la correntada fría del río.
Habrá muerto diciendo algún soneto de Shakespeare. Lo amaba

Virginia Woolf apagó su llama


como virgen prudente

indestructible y sin rendirse


al final de aquel último otoño.

¡ Ave Virginia!
Ernesto Cardenal (Nicaragua)

Oración por Marilyn Monroe

Señor
recibe a esta muchacha conocida en toda la tierra con el nombre de
Marilyn Monroe
aunque ése no era su verdadero nombre
(pero Tú conoces su verdadero nombre, el de la huerfanita violada a
los 9 años
y la empleadita de tienda que a los 16 se había querido matar)
y ahora se presenta ante Ti sin ningún maquillaje
sin su Agente de Prensa
sin fotógrafos y sin firmar autógrafos
sola como un astronauta frente a la noche espacial.

Ella soñó cuando niña que estaba desnuda en una iglesia


(según cuenta el Time)
ante una multitud postrada, con las cabezas en el suelo
y tenía que caminar en puntillas para no pisar las cabezas.
Tú conoces nuestros sueños mejor que los psiquiatras.
Iglesia, casa, cueva, son la seguridad del seno materno
pero también más que eso...
Las cabezas son los admiradores, es claro
(la masa de cabezas en la oscuridad bajo el chorro de luz)
Pero el templo no son los estudios de la 20 th Century-Fox.
El templo –de mármol y oro- es el templo de su cuerpo
en el que está el Hijo del Hombre con un látigo en la mano
expulsando a los mercaderes de la 20 th Century-Fox
que hicieron de Tu casa de oración una cueva de ladrones.
Señor
en este mundo contaminado de pecados y radioactividad
Tú no culparás tan sólo a una empleadita de tienda.
Que como toda empleadita de tienda soñó ser estrella de cine.
Y su sueño fue realidad (pero como la realidad del tecnicolor).
Ella no hizo sino actuar según el script que le dimos
-el de nuestras propias vidas- Y era un script absurdo.
Perdónala Señor y perdónanos a nosotros
por nuestra 20 th Century
Por esta Colosal Super-Producción en que todos hemos trabajado.
Ella tenía hambre de amor y le ofrecimos tranquilizantes
para la tristeza de no ser santos
se le recomendó el Psicoanálisis.

Recuerda, Señor su creciente pavor a la cámara


y el odio al maquillaje –insistiendo en maquillarse en cada escena-
y cómo se fue haciendo mayor el horror
y mayor la impuntualidad a los estudios.

Como toda empleada de tienda


soñó ser estrella de cine.
Y su vida fue irreal como un sueño que un psiquiatra interpreta y archiva.

Sus romances fueron un beso con los ojos cerrados


que cuando se abren los ojos
se descubre que fue bajo reflectores
¡y apagan los reflectores!
y desmontan las dos paredes del aposento (era un set cinematográfico)
mientras el Director se aleja con su libreta
porque la escena ya fue tomada.
O como un viaje en yate, un beso en Singapur, un baile en Río
la recepción en la mansión del Duque y la Duquesa de Windsor
vistos en la salita del apartamento miserable.

La película terminó sin el beso final.


La hallaron muerta en su cama con la mano en el teléfono.
Y los detectives no supieron a quién iba a llamar.
Fue
como alguien que ha marcado el número de la única voz amiga
y oye tan sólo la voz de un disco que le dice: WRONG NUMBER.
O como alguien que herido por los gangsters
alarga la mano a un teléfono desconectado.

Señor
quienquiera que haya sido el que ella iba a llamar
y no llamó (y tal vez no era nadie
o era Alguien cuyo número no está en el Directorio de Los Angeles
¡contesta Tú el teléfono!
Arturo Corcuera (Perú)

Tarzán (Johnny Weismuller) es internado en un manicomio por creerse Tarzán

Su grito, que asusta a médicos y enfermeras, no es el clarín con el que hacia su victoriosa
aparición en la pantalla. El grito a Tarzán no le pertenece. Fue un collage de sonidos
confeccionado y patentado por la Warner Brothers: decantaron en el laboratorio los
gruñidos de un cerdo y las notas de un tenor.

Tarzán en el sanatorio para artistas (retirados) de Hollywood,


abatido y vencido por la camisa de fuerza
(él que encarnó la fuerza sin necesidad de camisa).
Hoy casi a oscuras y ayer mimado por los reflectores.
Tarzán víctima de una dolencia cardiaca
se toca el corazón y piensa en Jane.
Desamparado llama en su desesperación a Chita
(entre sombras ve y besa a Chita como si fuera su madre.
Chita se limpia la boca, hace morisquetas
y dando volatines desaparece),
llama a Chita
para que lleve un recado pidiéndole ayuda a Jane.
Pero Chita no podrá acudir. Chita no existió en la vida real.
(Eran ocho monas chimpancé, ocho monas que parieron su estampa cinematográfica).
Y Jane,
la bella silvestre de los níveos brazos,
ya no lucirá más su silueta junto a Tarzán,
porque Jane ya no filma. Hace mucho tiempo que se le venció el contrato con la Warner:
las piernas de Jane ya no están todo lo tersas que uno quisiera para hacerlas figurar en el
reparto.
(Ah, Jane, paraíso perdido, divino tesoro, ya te vas [para no volver],
cuando quiero llorar
pienso en ti, mi dulce Jane.
Cuánto hubiera dado por tenerte en mis brazos,
por confesarte mi amor: Yo querer mucho a Jane.
Silencio insensato que guarde por culpa de mi testaruda timidez.
Por culpa de los barritos de mi precoz adolescencia.
Ah, Jane, ya no adoro tus senos besados por las lianas.
Tus senos asediados al centímetro por flechas y lanzas.
Ya no adoro tu rostro que el tiempo implacable ha ido modelando a su capricho.
Tu rostro que acaricie con ternura [a escondidas del público] en todas las carteleras.

Que no me digan nunca que te quitaste el maquillaje.


Que no me enseñen nunca tus cabellos de desfalleciente plata.
Para mi tú serás siempre la linda muchacha que yo amé matalascallando,
que yo ayudé a inventar con mis ensueños en los destartalados cines de mi barrio, mi
inolvidable Jane).

En su cuarto Tarzán da vueltas como condenado


y en su rayado papel de loco repara en el espejo del lavabo y quisiera lanzarse.
Tarzán varias veces campeón olímpico de natación.
Amor, juventud y dinero, la veleidosa gloria:
todo desde el trampolín se le fue al agua.
Todo se lo devoraron con voracidad las fieras.

Entre paredes pálidas que su insomnio decora


de enredaderas por sentirse libre (al final de la película)
se aferra a sus sueños:
se sueña sobre el lomo de sus elefantes y sonríe.
Se sueña venciendo a sus repujados cocodrilos de cartón.
Ve acercarse a sus leones de felpa (pura melena)
y Tarzán siente miedo
y tiembla y grita como un desventurado niño de pecho:
¡Aaaúaúaa…! ¡Aaaúaúaaaa…!

Pobre Tarzán indefenso y desnudo,


descolgado del ecran por inservible,
loco, completamente solo entre los locos,
aullando perdido en su paraíso perdido,
sin Jane, sin chita, sin fuerzas, sin grito,
solo con su soledad y sus taparrabos.
Luis Alberto de Cuenca (España)

Serie negra

(selección)

Agredida

Bébase esto. Póngase un vestido.

Siento mucho no haber llegado a tiempo.

Se duchará más tarde. Ahora saldremos.

No se toque la cara. No pregunte

nada. ¿Tiene la llave de su armario?

Gracias. Servirá éste. Es amarillo.

¿Le duelen las heridas? Otro trago.

No hay tiempo que perder. ¿Puede andar sola?

Vámonos. Pasará. Se lo aseguro.

En peligro

Había sangre en su vestido. Sangre

en el escote y en las piernas. Sangre


en las mejillas. Sangre seca. Oscura.

La desnudé y lavé. Mientras dormía,

fui en busca de cartuchos. No fue fácil

encontrarlos. Por fin aparecieron

entre viejos papeles y revistas.

Cargué el fusil. Había menos niebla.

Dos o tres horas, y amanecería.


Dana Gelinas (México)

El pequeño Augusto

Augusto, sólo Augusto para el niño Pinochet.

Un niño como él sólo podía llamarse Augusto.

Claro, qué es incluso el apelativo del César

sin la armada de un pequeño país.

Y qué es un pobre país,

su presidente y su moneda,

y qué son las urnas

sin el apoyo del Emperador del Norte.

Augusto no era sino la fe ciega

en instituciones majestuosas:

el ejército de Chile,

el Pentágono

y su madre.
Aprende inglés, le decía la Santa Señora,

mientras hacía punto de cruz,

y se te abrirán las puertas

aquí... y en otras partes del mundo.

Y Augusto, pesado, soso,

tan distinguido como un tablajero que tuvo un mal día,

aprendió a hablar inglés

con funcionarios menores avecindados en Chile,

luego con funcionarios medios del Norte,

y finalmente lo examinó un míster de espejuelos

tras un escritorio del Pentágano.

Se le entiende perfectamente,

y se le aprueba.

Nos gustan sus tiempos

y sus modos,

¡ejem!, estamos de acuerdo con los sujetos

y ¡Wow!, general,

dónde manda usted a lavar su uniforme.

Ni siquiera puedo contar todas sus insignias.


Esto --se enderezó de golpe Augusto

y asintió con un tenso arco en la espalda--,

es obra de mi madre.

El niño Augusto mató a su amigo Salvador.

Mal Nombre, dictó su madre,

Salvador del Más Allá es de mal agüero,

mientras lavaba y cepillaba cada insignia de su traje,

Mal Nombre, y una lucecita se encendía, microscópica,

en el Valparaíso de sus cabezas.

Al amanecer, daba órdenes de matar

y torturar,

y la madre de Augusto quitaba de nuevo

sus galardones

y los volvía a clavar a la altura del pecho,

hasta que un día Pinochet encerró a miles

en un estadio

y los mató a todos

luego de cortar la lengua a un autor de espirituales suramericanos,


cortarle los dedos,

las manos,

y matarlo así,

de rodillas,

sin leones ni circo.

Ningún huérfano

o viuda

o madre de negro

logró que tiritaran

los millones de luces que encendió

la madre de Augusto alrededor de su cerebro.

Varios tribunales internacionales

intentan juzgarlo.

Ahora lo cuida un médico igual que su madre,

Lo consulta a domicilio y lee ante las cámaras

un informe de salud

cada vez que su cliente recibe

un citatorio del Tribunal de Justicia.


El día de hoy le duele el corazón,

y mañana no podrá confesar ante ustedes,

porque le dolerá la sien izquierda

y después la derecha.

En fin, mi paciente no confesará nada nunca.

Compite con eso, César,

compite con la madre de Augusto, Agripina la Justa.


Juan Gelman (Argentina)

Anclao en París

Al que extraño es al viejo león del zoo,

siempre tomábamos café en el Bois de Boulogne,


me contaba sus aventuras en Rhodesía del Sur
pero mentía, era evidente que nunca se había movido del Sahara.

De todos modos me encantaba su elegancia,


su manera de encogerse de hombros ante las pequeñeces de la vida,
miraba a los franceses por la ventana del café
y decía "los idiotas hacen hijos".

Los dos o tres cazadores ingleses que se había comido


le provocaban malos recuerdos y aun melancolía,
“las cosas que hace uno para vivir" reflexionaba
mirándose la melena en el espejo del café.

Sí, lo extraño mucho,


nunca pagaba la consumición,
pero indicaba la propina a dejar
y los mozos lo saludaban con especial deferencia.

Nos despedíamos a la orilla del crepúsculo,


él regresaba a son bureau, como decía,
no sin antes advertirme con una pata en mi hombro
"ten cuidado, hijo mío, con el París nocturno".

Lo extraño mucho verdaderamente,


sus ojos se llenaban a veces de desierto
pero sabía callar como un hermano
cuando emocionado, emocionado, emocionado,
yo le hablaba de Carlitos Gardel.
Efraín Huerta (México)

Junio, N. Y.

Para Socorro Díaz

Fue la primera vez que era verdad tanta belleza:

el autobús rodaba sobre las once de la mañana

y la Quinta Avenida se acercaba al Rockefeller

Center.

Ella subió, ascendió, voló al ras del piso

y al pagar el pasaje su mano se desbordó como

un vaso de leche.

El rostro era la luz en persona, la clara perfección

en el cercano filo del mediodía neoyorquino

y mi piel sintió el frío de lo maravilloso

a escasos treinta grados a la sombra.

Pensé que mañana iría a The Cloisters

a proseguir la cacería del Unicornio blanco


y a conversar , un poco, con Rip Van Winkle;

que esa misma noche iría a Harlem

y que sin remedio, llorando a mares de dicha,

me moriría de amor por una cantante negra

llamada Phyllis Branch;

que olvidaría casi para siempre a la rubiaza

que vende postales de Picasso y Chagall

en el Museo de Arte Moderno.

¡Qué vida es esta vida tan enfermante

de dulces y áridos apasionamientos!

Y así soñaba, y así la Belleza que era verdad –y tanta,

se sentó a mi lado y rogué a Santa Simonetta

Vespucci

por la quietud de mi enloquecida mano derecha.

Pues su perfil, sus ojos, sus labios, su pecho…

Nadie me quiere creer que la Belleza

alcanzó la rosa roja de la verdad absoluta

y que nunca jamás volvía a ver


a Nadie semejante. Bueno, tal vez

a una joven húngara en la Isla Margarita,

en el ennegrecido corazón del Danubio;

acaso a una polaca modelando a las nueve

de la mañana en el comedor del hotel en Varsovia.

Pero Nada igual, imposible, a aquella

dulcísima, recatada monja

del autobús de la Quinta Avenida.

Sucedió un día de junio de 1949.

Hoy lo recuerdo, no sé, nunca supe por qué.

Tal vez porque me arde una nueva derrota

en alas, boca y manos del Ángel

de todos los amores victoriosos.


Fernando Lamberg (Chile)

Señoras y señores

XLVI

Los ojos de Susana brillaban,

sus dientes relucían,

sus mejillas tenían un color encendido,

toda ella reflejaba el oro de su esposo,

dispuesta a consumir torrentes de dinero,

a pintar los barrotes de la jaula dorada.

soñaba con mañanas de ocio,

con una servidumbre solícita y dinámica,

con viajes y zafiros, con quinientos vestidos,

con todo el resplandor de la parafernalia.

Mi canoso tío Guillermo, junto a la novia,

sólo pensaba si podría consumar la ceremonia.


Joaquim Marco (España)

Crimen Nº 1

Su cuerpo reposaba, de cúbito supino

Y la larga rubia cabellera caía, celeste surtidor, en el suelo.

Había atravesado la bala el corazón. El disparo fue hecho de muy cerca.

Tendría sus buenos treinta años, la mujer, y se llamó Lucía.

Era un apartamento caro en una ciudad cara.

Un perro estremecido rondaba las alcobas.

Y entonces empezó lo de siempre: las fotos, las preguntas rituales:

cómo, cuándo y por qué estaba allí, quién vio y quién no vio

quién supo dónde, mas la duda…

No era un caso fácil. Alguien fumaba en pipa.

Se oían los sollozos lejanos –pero rituales– del marido.

Se hizo todo bien. Aprendieron muy pronto que no es posible mentir.


Ni deseable.

Sin violencia llegamos a la luz.

Oh luz brillante, verdad al fin.

Mc Gregor la vio. No tuvo coartada.

No supimos por qué. Simplemente se hizo.

Pero quedaron huellas en un vaso.

Con un poco de sangre, arreglamos una bella confesión:

la amaba, ella no quiso. No supimos el qué.

La maté porque era mía. Firmó.

Y fueron treinta años.


Daisy Zamora (Nicaragua)

Mesera (3)

Con delantal y uniforme

como las otras,

pasa todo el día atendiendo órdenes:

“dos cervezas, un coctel de camarones,

la malteada de chocolate,

un banana split,

un arcoiris.”

De un extremo a otro de la barra

sirve agua, pica hielo,

prepara dos vasos de té al mismo tiempo.

Abre el congelador, saca el helado,

mezcla leche, destapa cervezas;

arregla el coctel, tira las tapas al suelo,

coloca todo sobre la barra y sirve.

Parece igual a las otras,


pero es distinta:

resplandece

cuando el novio atisba

tras la puerta de vidrio

de la cafetería.
Raymond Carver (Estados Unidos)

Vino

Leo la vida de Alejandro Magno, Alejandro,

cuyo inculto padre, Filipo, contrató a Aristóteles

como tutor de su joven heredero y guerrero para

que puliera sus suaves hombros. Alejandro, que

en la campaña de Persia llevaba un ejemplar de

La Iliada en una caja forrada de terciopelo y adoraba

aquel libro. Pero también la lucha y el vino.

Llego a ese momento de su vida en que Alejandro,

tras una larga noche de juerga, borracho de vino

(la peor borrachera posible, esas resacas no se olvidan)

arrojó la primera tea que incendió Persépolis,

capital del Imperio Persa

( ya antiguo en la época de Alejandro).

Quedó totalmente arrasada. Luego, cómo no,

a la mañana siguiente — puede que aún ardiera


la ciudad – tuvo remordimientos. Pero en nada

parecidos a los que sintió la tarde siguiente

cuando en una discusión cada vez más subida de tono,

Alejandro, sin afeitar y la cara roja por el vino, se puso

de pie tambaleándose

empuñó una espada y le atravesó el pecho

a su amigo Cletus, que le había salvado la vida en Granico.

Durante tres días, Alejandro lamentó su muerte. Lloró.

Se negó a comer. “Se negó a atender sus necesidades

corporales”. Incluso realizó la promesa

de dejar la bebida para siempre

(he oído muchas veces esas promesas y las lamentaciones

que acarrean).

No hace falta decir que se paralizó completamente

la vida en el ejército mientras Alejandro se abandonaba a su dolor.

Pero cuando pasaron esos tres días, el terrible calor

empezaba a llevarse parte del cadáver de su amigo

y le convencieron para que hiciera algo.

Salió de su tienda, cogió el ejemplar de Homero,

lo desató y empezó a pasar páginas. Finalmente, dio


órdenes de que los ritos funerarios descritos para Patroclo

se siguieran al pie de la letra: quería para Cletus

la mejor despedida posible.

¿Y cuando ardió la pira y empezó a correr el vino?

Pues claro, ¿qué te crees? Alejandro bebió hasta

perder el sentido. Tuvieron que llevarlo a su tienda.

Tuvieron que levantarlo para meterlo en la cama.

Wine

Reading a life of Alexander the Great, Alexander

whose rough father, Philip, hired Aristotle to tutor

the young scion and warrior, to put some polish

on his smooth shoulders. Alexander who, later

on the campaign trail into Persia, carried a copy of

The Iliad in a velvet-lined box, he loved that book so

much. He loved to flight and drink, too.

I came to that place in the life where Alexander, after

a long night of carousing, a wine-drunk (the worst kind of drunk –

hangovers you don’t forget), threw the first brand

to start a fire that burned Persepolis, capital of the Persian Empire


(ancient even in Alexander’s day).

Razed it right to the ground. Later, of course,

next morning – maybe even while the fire roared – he was

remorseful. But nothing like the remorse felt

the next evening when, during a disagreement that turned ugly

and, on Alexander’s part, overbearing, his face flushed

from too many bowls of uncut wine, Alexander rose drunkenly

to his feet, grabbed a spear and drove it through the breast

of his friend, Cletus, who’d saved his life at Granicus.

For three days Alexander mourned. Wept. Refused food. “Refused

to see to his bodily needs”. He even promised

to give up wine forever.

(I’ve heard such promises and the lamentations that go with them).

Needless to say, life for the army came to a full stop

as Alexander gave himself over to his grief.

But at the end of those three days, the fearsome heat

beginning to take its toll on the body of his dead friend,

Alexander was persuaded to take action. Pulling himself together

and leaving his tent, he took out his copy of Homer, untied it,

began to turn the pages. Finally he gave orders that the funeral
rites described for Patroklos be followed to the letter:

he wanted Cletus to have the biggest possible send-off.

And when the pyre was burning and the bowls of wine were

passed his way during the ceremony? Of course, what do you

think? Alexander drank his fill and passed out. He had to be carried

to his tent. He had to be lifted, to be put into his bed.

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