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JEAN PIAGET.

LA CONSTRUCCIÓN DE LO REAL EN EL NIÑO.


-Cap. 1 y conclusión

Capítulo 1.

EL DESARROLLO DE LA NOCIÓN DE OBJETO

La primera pregunta que conviene hacerse para comprender cómo construye el mundo
exterior la inteligencia naciente es si, durante los primeros meses, el niño concibe y percibe las
cosas, al igual que nosotros, bajo la forma de objetos substanciales, permanentes y de
dimensiones constantes. En el supuesto de que la respuesta sea negativa, habrá que explicar
cómo se constituye la noción de objeto. Este problema guarda una estrecha relación con el del
espacio. Un mundo sin objetos no podría presentar el carácter de homogeneidad espacial y de
coherencia en los desplazamientos que define nuestro universo. Por otro lado, la ausencia de
“grupos” en los cambios de posición equivaldría a transformaciones sin retorno, es decir, a
continuos cambios de estado, a la ausencia de objetos permanentes. Conviene, pues, tratar
simultáneamente, en este primer capítulo, de la substancia y del espacio, y sólo haciendo una
abstracción nos limitaremos a la noción de objeto.

En efecto, este problema condiciona todos los demás. Un mundo compuesto de objetos
permanentes constituye no solamente un universo espacial, sino también un mundo
dependiente de la causalidad, bajo la forma de relaciones entre las cosas como tales, y
ordenado en el tiempo, sin continuas aniquilaciones y resurrecciones. Es, pues, un universo al
mismo tiempo estable y exterior, relativamente distinto del mundo interior, y en el que el
sujeto se sitúa como un término particular en medio de los demás. Por el contrario, un
universo sin objetos es un mundo en el que el espacio no constituye en absoluto un medio
sólido, sino que se limita a estructurar los actos del sujeto: es un mundo de cuadros, en el que
cada uno puede ser más o menos conocido y analizado, pero que desaparecen y reaparecen de
manera caprichosa. Desde el punto de vista de la causalidad, es un mundo en donde las
conexiones entre las cosas son enmascaradas por las relaciones entre la acción y sus
resultados deseados: la actividad del sujeto es, pues, concebida como el primer y casi único
motor. Finalmente, en lo que se refiere a los límites entre el yo y el mundo exterior, un
universo sin objetos es un universo tal que el yo se absorbe en los cuadros externos, por no
conocerse él mismo, pero también un universo en que estos cuadros se centran sobre el yo
por no contenerlo como una cosa entre otras, y por no sostener entre ellos relaciones
independientes de él.

Ahora bien, la observación y la experimentación combinadas parecen demostrar que la


noción de objeto, lejos de ser innata o dada como algo acabado por la experiencia, se
construye poco a poco. Pueden distinguirse seis etapas que corresponden a las del desarrollo
intelectual en general. Durante las dos primeras (fase de reflejos y primeros hábitos), el
universo infantil está formado de cuadros susceptibles de reconocimientos, pero sin
permanencia substancial ni organización espacial. Durante la tercera (reacciones circulares
secundarias) se confiere a las cosas un principio de permanencia como prolongación de
movimientos de acomodación (prensión, etc.), pero no se observa aún ninguna búsqueda
sistemática para volver a encontrar los objetos ausentes. Durante la cuarta etapa (“aplicación
de medios conocidos a situaciones nuevas”), el niño lleva a cabo una búsqueda de objetos
desaparecidos, pero sin tener en cuenta sus desplazamientos. Durante una quinta etapa
(alrededor de los 12-18 meses), el objeto está constituido como substancia individual
permanente e incluida en grupos de desplazamientos, pero el niño no puede tener aún en
cuenta los cambios de posición que se operan más allá del campo de la percepción directa. Por
último, en una sexta etapa (que comienza hacia los 16-18 meses), tiene lugar la representación
de objetos ausentes y de sus desplazamientos.

1. LAS DOS PRIMERAS FASES: NO SE OBSERVA NINGUNA CONDUCTA ESPECIAL RELATIVA A


LOS OBJETOS DESAPARECIDOS.

En conjunto de impresiones que acosan su conciencia, el niño distingue y reconoce muy


pronto ciertos grupos estables que designaremos con el nombre de “cuadros”. Por esto hemos
admitido (El nacimiento de la inteligencia en el niño) que cualquier esquema de asimilación
reproductora se prolonga más tarde o más temprano en asimilación generalizadora y
asimilación de reconocimiento combinadas, habiendo surgido el reconocimiento directamente
de la asimilación.

El caso más elemental de este proceso es, indiscutiblemente, el de la succión. Desde la


segunda semana de su existencia el niño de pecho es capaz de encontrar el pezón y de
diferenciarlo de los tegumentos que lo rodean: lo que prueba claramente que el esquema de
chupar para mamar comienza a disociarse del de chupar en el vacío o chupar un cuerpo
cualquiera, dando así lugar a un reconocimiento a través de los actos. Asimismo, desde las
cinco a las seis semanas, la sonrisa del niño muestra a las claras que reconoce la voz o las
figuras familiares, mientras que los sonidos o las imágenes no habituales le producen asombro.
En líneas generales, todo ejercicio funcional (cualquier reacción circular primaria) de la
succión, la visión, el oído, el tacto, etc., da lugar a reconocimientos.

Pero nada de esto prueba ni siquiera sugiere que el universo de las primeras semanas sea
desglosado realmente en “objetos”, es decir, en cosas concebidas como permanentes,
substanciales, exteriores al yo y constantes en el ser cuando no afectan directamente la
percepción. En efecto, el reconocimiento no es de ningún modo por sí mismo un
reconocimiento de objetos, y puede asegurarse que ninguno de los caracteres distinguidos
aquí definen el reconocimiento en sus principios, pues son el producto de una elaboración
intelectual extremamente compleja, y no el resultado de un acto elemental de simple
asimilación sensorio-motriz. Según la teoría asociacionista del reconocimiento se podría
admitir, sin duda, que el reconocimiento confiere sin más a las cualidades reconocidas la
constitución del objeto mismo: si, ciertamente, para reconocer una cosa es preciso haber
conservado la imagen de esta cosa (una imagen susceptible de evocación y no solamente el
esquema motor que se readapta a cada nuevo contacto), y si el reconocimiento es
consecuencia de una asociación entre esta imagen y las sensaciones actuales, entonces
naturalmente la imagen conservada podrá actuar en el espíritu en ausencia de la cosa y sugerir
así la idea de su conservación. El reconocimiento se prolongaría consecuentemente en
creencia en la permanencia del objeto mismo.

Pero en los casos elementales que estamos considerando ahora, el reconocimiento no


necesita ninguna evocación de imagen mental. Para que haya un principio de reconocimiento
basta que la actitud adoptada previamente con respecto a la cosa se encuentre de nuevo en
funcionamiento y que nada en la nueva percepción contradiga este esquema. La impresión de
satisfacción y de familiaridad propia del reconocimiento no podría provenir así más que del
hecho esencial de la continuidad de un esquema: lo que reconoce el sujeto es su propia
reacción antes que el objeto como tal. Si el objeto es nuevo y obstaculiza la acción, no hay
reconocimiento; si el objeto es demasiado conocido o está constantemente presente, la
automatización propia del hábito suprime toda ocasión para el reconocimiento consciente;
pero si el objeto resiste suficientemente la actividad del esquema sensorio-motor para crear
una desadaptación momentánea, dando lugar inmediatamente después a una readaptación
victoriosa, entonces la asimilación va acompañada de reconocimiento: que no es más que la
toma de conciencia de la mutua conveniencia entre un objeto dado y el esquema ya preparado
para asimilarlo. El reconocimiento comienza pues por ser subjetivo antes de llegar a ser
reconocimiento de objetos, lo que naturalmente no impide al sujeto proyectar la percepción
reconocida en el universo indiferenciado de su conciencia “adualística” (nada se siente al
principio como subjetivo). En otras palabras, el reconocimiento no es al principio más que un
caso particular de asimilación: la cosa reconocida excita y alimenta el esquema sensorio-motor
que ha sido construido anteriormente para su uso, y ello sin ninguna necesidad de evocación.
Si esto es así, es evidente que el reconocimiento no conduce de ningún modo por sí mismo, y
sin ulterior complicación, a la noción de objeto. Para que el cuadro reconocido llegue a ser un
“objeto” es preciso que se disocie de la propia acción y sea situado en un contexto de
relaciones espaciales y causales independientes de la actividad inmediata. El criterio de esta
objetivación, y por lo tanto de esta ruptura de continuidad entre las cosas percibidas y los
esquemas sensorio-motores elementales, es la aparición de conductas relativas a los cuadros
ausentes: busca del objeto desaparecido, creencia en su permanencia, evocación, etc. Ahora
bien, la asimilación primaria no implica más que una total continuidad entre la acción y el
medio y no conduce a ninguna reacción más allá de la excitación inmediata y actual.

Además, e independientemente del reconocimiento, nada prueba que la percepción directa


sea al principio una percepción de “objetos”. Cuando percibimos una cosa inmóvil la situamos,
en efecto, en un espacio en el que estamos nosotros mismos, y la concebimos según las leyes
de la perspectiva: el aspecto particular según el cual la vemos no nos impide en absoluto
concebir su profundidad, su revés, sus posibles desplazamientos, en suma, lo que hace de ella
un “objeto” caracterizado por su forma y sus dimensiones constantes. Por otra parte, cuando
la percibimos en movimiento o simplemente alejada del lugar inicial, distinguimos los cambios
de posición de los cambios de estado y oponemos así a cada instante la cosa tal cual es a la
cosa tal cual aparece a nuestra vista: de nievo la permanencia característica de la noción de
objeto conduce a esta doble distinción. Ahora bien, ¿se comporta de igual modo el niño desde
los comienzos de su actividad? Es lícito, por no decir, necesario, ponerlo en duda. Por lo que
respecta a la cosa inmóvil, sólo una estructura espacial conveniente permitirá atribuirle poco a
poco el relieve, la forma, la profundidad características de su identidad objetiva. En cuanto a la
cosa en movimiento, nada impide de entrada al niño diferencias los cambios de posición de los
cambios de estado y de otorgar así a las percepciones fluyentes la cualidad de “grupos”
geométricos y, por consiguiente, de objetos. Por el contrario, al no situarse desde un principio
él mismo en el espacio y no concebir una relatividad absoluta entre los movimientos del
mundo exterior y los suyos, el niño no sabrá construir en un primer momento ni “grupos” ni
objetos, y podrá muy bien considerar las alteraciones de su imagen del mundo a la vez como
reales y engendradas sin cesar por su propias acciones.

Es cierto que, desde las primeras fases, algunas operaciones anuncian la constitución del
objeto: son, por una parte, las coordinaciones entre esquemas heterogéneos anteriores al de
la prensión y la visión (coordinación que plantea un problema especial) y, por otra parte, las
acomodaciones sensoriomotrices. Ambos tipos de comportamiento conducen al niño a
abandonar lo absolutamente inmediato para asegurar un principio de continuidad a los
cuadros percibidos.

Por lo que se refiere a la coordinación entre esquemas, se puede citar el de la visión y el oído:
desde el segundo mes y el principio del tercero, el niño procura mirar los objetos que oye (El
nacimiento de la inteligencia en el niño, obs. 44-49), testimoniando de ese modo la similitud
que establece entre ciertos sonidos y ciertos cuadros visuales. Es evidente que tal coordinación
confiere a los cuadros sensoriales un grado de solidez mayor que cuando son percibidos por un
solo tipo de esquemas: el hecho de esperar ver alguna cosa inspira al sujeto que escucha un
sonido, una tendencia a considerar el cuadro visual como preexistente a la percepción.
Asimismo, toda coordinación intersensorial (entre la succión y la prensión, la prensión y la
vista, etc.), contribuye a suscitar anticipaciones que son otras tantas certezas sobre la solidez y
la coherencia del mundo exterior.

Pero la noción de objeto aún queda lejos. La coordinación entre esquemas heterogéneos se
explica, en efecto, como hemos visto (El nacimiento de la inteligencia en el niño, cap. 2, 3 y 4),
por una asimilación recíproca de los esquemas presentes. En el caso de la vista y del oído, no
hay al principio identidad objetiva entre el cuadro visual y el cuadro sonoro (que puede ser
igualmente cuadro táctil, gustativo, etc.), sino simplemente identidad en cierto modo
subjetiva: el niño procura ver lo que oye, porque cada esquema de asimilación tiende a
englobar al universo entero. En consecuencia, tal coordinación no implica aún ninguna
permanencia concebida como independiente de la acción y de la percepción actuales: el
descubrimiento del cuadro visual anunciado por el sonido no es más que la prolongación del
acto de intentar ver. Ahora bien, si el hecho de intentar ver va acompañado, en el caso de los
adultos, de la creencia en la existencia duradera del objeto de la mirada, nada impide
considerar esta relación como dada de antemano. De igual modo que el movimiento de los
labios o cualquier otro ejercicio funcional crea por sí mismo su propio objeto o su propio
resultado, también el niño de pecho puede considerar el cuadro que contempla como la
prolongación, si no el producto, de su esfuerzo por ver. Podría decirse que la localización del
sonido en el espacio, junto a la localización del cuadro visual, confieren una objetividad a la
cosa a la vez oída y mirada. Pero como veremos, el espacio del que se trata aquí no es aún más
que un espacio dependiente de la acción inmediata, y no precisamente un espacio objetivo, en
el que las cosas y acciones se sitúen, las unas en relación con las cosas, en “grupos”
independientes con identidad propia. En resumidas cuentas, las coordinaciones
intersensoriales contribuyen a solidificar el universo organizando las acciones, pero no bastan
de ningún modo para restituir el universo exterior a las acciones.

En lo referente a las acomodaciones sensoriomotrices de todo tipo, hay que decir que
conducen a menudo no solamente a anticipaciones de la percepción (así como las
coordinaciones de las que acabamos de tratar), sino también a prolongaciones de la acción
relativa al cuadro percibido, incluso después de la desaparición de ese cuadro. A primera vista
podría parecer que la noción de objeto está ya adquirida, pero un examen más riguroso disipa
esta ilusión.

El ejemplo más claro es el de las acomodaciones de la mirada: cuando el niño sabe seguir con
los ojos un cuadro que se desplaza y, sobre todo, cuando ha aprendido a prolongar este
movimiento de los ojos con un desplazamiento adecuado de la cabeza y del torso, presenta
muy pronto conductas comparables a una búsqueda de la cosa vista y desaparecida. Este
fenómeno, particularmente claro en el caso de la visión, se vuelve a encontrar a propósito de
la succión, la prensión, etc.

Observación. 1. –Laurent, ya el segundo día, parece buscar con los labios el pecho que se le escapa (El nacimiento
de la inteligencia, obs. 2). Desde el tercer día busca a tientas más sistemáticamente para encontrarlo (ibid., obs. 4-5,
8 y 10). Desde los 0; 1 (2) y los 0;1 (3) vuelve a buscar, así mismo, el pulgar que le ha rozado la boca al sacarlo de ella
(ibid., obs. 17, 18, etc.). Parece pues que el contacto de los labios con el pezón y el pulgar da lugar a una
persecución de estos objetos, una vez desaparecidos, persecución ligada a la actividad refleja en el primer caso y a
un hábito naciente o adquirido en el segundo.

Observación. 2. –En el ámbito de la visión, Jacqueline ya sigue con la mirada a su madre a los 0;2 (27) y en
momento en que sale del campo visual continúa mirando en la misma dirección, hasta que el cuadro reaparece.

La misma observación vale para Laurent a los 0;2 (1). Lo miro desde la capota de la cuna y cada cierto tiempo
aparezco en un punto más o menos fijo: Laurent observa el punto en el momento en que desaparezco de su vista y
espera evidentemente verme surgir de nuevo.

Cabe mencionar además las exploraciones visuales (op. Cit., obs 33), las miradas “alternativas” (ibid. Obs. 35) y
“pasmadas” (obs.36), que testimonian una especie ded espera de algún cuadro familiar.

Observación. 3. –Se manifiestan comportamientos análogos en lo relativo al oído, a partir del momento en que
existe coordinación de esta función con la de la vista, es decir, a partir del momento en que los desplazamientos de
los ojos y de la cabeza testimonian objetivamente alguna indagación. Así, Laurent a los 0;2 (6) encuentra con la
mirada un hervidor eléctrico del que yo muevo la tapadera (véase op. Cit, obs. 49). Ahora bien, cuando interrumpo
este ruido, Laurent me mira un instante y, acto seguido, vuelve a mirar el hervidor, aunque ahora está en silencio:
podemos suponer que espera nuevos sonidos provenientes de la vasija o, dicho de otra manera, que está a la
expectativa del sonido interrumpido así como de los cuadros visuales que acaban de desaparecer.

Observación. 4. –Por último, la prensión da lugar a conductas del mismo tipo. Al igual que el niño parece que
espera volver a ver lo que acaba de contemplar, oír de nuevo el sonido que acaba de interrumpirse, cuando
comienza a asir parece estar convencido de la posibilidad de volver a encontrar con la mano lo que acaba de soltar.
De esta manera, en el curso de las conductas descritas en las observaciones 52-54 del vol. I., Laurent, incluso antes
de saber asir lo que ve, suelta y vuelve a coger sin cesar los cuerpos que maneja. A los 0;2 (7) particularmente,
Laurent mantiene un instante en la mano un palo que después abandona para volver a cogerlo en seguida. O,
todavía más, se coge una mano con la otra, las separa y las vuelve a coger, etc. En fin, hay que subrayar que, tan
pronto establece el niño la coordinación entre la prensión y la vista, pone a la vista todo lo que cogió más allá del
campo visual, manifestando así una espera comparable a la que hemos apuntado a propósito del oído y la vista.

Observación. 5. –Una reacción un poco más compleja que las precedentes es la del niño que aparta los ojos de un
cuadro cualquiera para dirigir su mirada a otra parte, y que vuelve después la vista al cuadro primitivo: es el
equivalente, en el terreno de las reacciones circulares primarias, a las “reacciones diferidas” que analizaremos al
tratar de la segunda fase.

Lucienne, a los 0;3 (9), me descubre en el extremo izquierdo de su campo visual y sonríe vagamente. Mira después
a lados diferentes, al frente y a la derecha, pero vuelve sin cesar a la posición en la que puede verme y permanece
ahí un instante cada vez.

A los 0;4 (26), toma el pecho pero se gira cuando la llamo y me sonríe. Después continúa mamando aunque
muchas veces, acto seguido, a pesar de que guardo silencio, vuelve a la posición desde la que me puede ver. Repite
la operación después de una interrupción de unos minutos. Luego me aparto: cuando se vuelve y no me encuentra
hace un gesto muy expresivo de decepción y espera mezcladas.

A los 0;4 (29), la reacción es la misma: está sobre mis rodillas, pero vuelta de espaldas, y me ve girándose mucho a
la derecha. Entonces vuelve sin cesar a esta posición.

A primera vista, estos hechos y otros análogos que sería fácil añadir, parecen indicar un
universo semejante al nuestro. Los cuadros gustativos, visuales, sonoros o táctiles que el niño
deja de chupar, de ver, de oír o de asir, parecen subsistir para él a título de objetos
permanentes, independientes de la acción, y que ésta vuelve a encontrar simplemente desde
el exterior. Pero al comparar estas mismas conductas con las que describimos a propósito de
las siguientes fases, se percibe cuán superficial sería esta interpretación y cómo este universo
primitivo sigue siendo fenomenista, lejos de constituir desde el principio un mundo de
substancias. En efecto, una diferencia esencial opone tales comportamientos a la verdadera
búsqueda de objetos. Esta última búsqueda es activa y hace intervenir movimientos que no se
limitan a prolongar la acción interrumpida, en tanto que en las presentes conductas hay o bien
simple expectación, o bien la búsqueda prolonga, sin más, el acto anterior de acomodación. En
estos dos últimos casos el objeto esperado guarda aún relación con la propia acción.

Sin duda, en algunos de nuestros ejemplos hay simple espera, es decir, pasividad y no
actividad. En el caso del cuadro visual que desaparece, el niño se limita a mirar el lugar donde
el objeto se eclipsó (obs. 2): conserva, sin más, la actitud esbozada durante la anterior
percepción y, si nada reaparece, renuncia en seguida. Por el contrario, si poseyera la noción de
objeto, buscaría activamente por el lugar donde pudo desplazarse la cosa: apartaría
obstáculos, modificaría la situación de los cuerpos presentes, y así sucesivamente. A falta de
prensión, el niño podría buscar con la mirada, cambiar su perspectiva, etc. Ahora bien, esto es
precisamente lo que no sabe hacer, pues el objeto desaparecido no es aún para él un objeto
permanente que se desplaza: es un simple cuadro que entra en la nada tan pronto se eclipsa, y
vuelve a aparecer sin razón objetiva.

Por el contrario, cuando hay búsqueda (obs. 1, 3, 4 y 5), cabe señalar que esta búsqueda
reproduce simplemente el acto anterior de acomodación. En el caso de la succión, un
mecanismo reflejo permite al niño tantear hasta dar de nuevo con el objetivo. En cuanto a las
observaciones 3, 4 y 5, el niño se limita a repetir el acto de acomodación recién ejecutado. En
ninguno de estos casos se podría hablar de objeto que subsiste independientemente de la
propia actividad. El objetivo se centra en la prolongación directa del acto. Todo sucede como si
el niño no disociara el uno del otro y considerara la meta a alcanzar como sólo dependiente de
la misma acción y, más exactamente, de un único tipo de acciones. En caso de fracasar, el niño
renuncia en seguida en lugar de intentar hacer un esfuerzo suplementario, como hará más
adelante, para completar el acto inicial. Es cierto que durante estas primeras fases, el niño no
sabe asir y que, consecuentemente, sus posibilidades de búsqueda activa se reduce
sensiblemente. Pero si la impericia motriz de estas fases iniciales fuera suficiente para explicar
la pasividad del niño o, dicho de otra manera, si el niño, al no saber buscar el objeto ausente,
creyera no obstante en su permanencia, deberíamos observar que la búsqueda del objeto
desaparecido se inicia en el mismo momento que se contraen los hábitos de prensión. Como
veremos seguidamente no sucede así.

Resumiendo, las dos primeras fases se caracterizan por la ausencia de cualquier conducta
especial relativa a los objetos desaparecidos. El cuadro se eclipsa o bien cae en seguida ene l
olvido, es decir en la nada afectiva, o bien es echado de menos, es esperado y deseado de
nuevo, y la única conducta seguida para volver a encontrarlo es la simple repetición de las
anteriores acomodaciones.

Este último caso se da fundamentalmente con relación a las personas, cuando alguien se ha
ocupado tanto del niño de pecho que éste llega a no soportar la soledad: patalea y llora a cada
desaparición, manifestando así su ardiente deseo de ver reaparecer el cuadro que se alejó.
¿Quiere decir esto que el bebé concibe el cuadro desaparecido como un objeto subsistente en
el espacio, que permanece idéntico a sí mismo y que escapa a la vista, al tacto y al oído porque
se ha desplazado y se encuentra oculto por diversos cuerpos sólidos? De ser cierta tal
hipótesis, habría que admitir que el lactante tiene un poder de representación espacial y de
construcción intelectual bastante inverosímil, y no se comprendería la dificultad que
representará para él, hacia los 9-10 meses, la búsqueda activa de objetos cuando se los cubre,
a su vista, con una tela o cualquier otra cosa (ver la tercera y cuarta fase). La hipótesis no es
pues necesaria, ni guarda relación con las observaciones. No es necesaria porque para que el
niño espere la vuelta del cuadro que le interesa (su madre, etc.), basta con que le atribuya una
especie de permanencia afectiva o subjetiva, sin localización ni substancialización: el cuadro
desaparecido permanece, por así decirlo, “a disposición”, sin que se encuentre en ningún sitio
concreto, desde el punto de vista espacial. Permanece tal como un espíritu oculto por un
mago: preparado para aparecer, si se desea, pero no sujeto a ninguna ley objetiva. Ahora bien
¿cómo se las arregla el niño para recuperar la imagen de sus deseos? Sencillamente gritando al
azar o mirando el lugar por donde se eclipsó o fue vista por última vez. (obs. 2 y 5). Por eso, la
hipótesis de un objeto situado en el espacio es contraria a los datos proporcionados por la
observación. La búsqueda inicial del niño no supone, en efecto, un esfuerzo por comprender
los desplazamientos del cuadro desaparecido: no es más que la prolongación o la repetición de
los más reciente4s actos de acomodación.

2. LA TERCERA FASE: PRINCIPIO DE PERMANENCIA COMO PROLONGACIÓN DE LOS


MOVIMIENTOS DE ACOMODACIÓN.
Las conductas de la tercera fase son las que se observan entre los inicios de la prensión de las
cosas vistas y los inicios de la búsqueda activa de los objetos desaparecidos. Preceden aún a la
noción de objeto, pero significan un progreso en la solidificación del universo dependiente de
la propia acción.

Entre los tres y los seis meses, como hemos visto (El nacimiento de la inteligencia, cap. 2 4),
el niño comienza a asir lo que ve, a llevar ante los ojos los objetos que toca, en una palabra, a
coordinar su universo visual con el universo táctil. Pero habrá que esperar hasta los 9 o 10
meses para que tenga lugar la búsqueda activa de objetos desaparecidos, bajo la forma de una
utilización de la prensión para apartar los cuerpos sólidos susceptibles de ocultar o recubrir el
objeto deseado. Este período intermedio es el que constituye nuestra tercera fase.

Este largo espacio de tiempo necesario para pasar de la prensión de la cosa presente a la
verdadera búsqueda de la cosa ausente se emplea en la adquisición de una serie de conductas
intermedias imprescindibles para pasar del simple cuadro percibido a la noción del objeto
permanente. A este respecto podemos distinguir cinco tipos de conducta: 1) la “acomodación
visual a los movimientos rápidos”; 2) la “prensión interrumpida”; 3) la “reacción circular
diferida”; 4) la “reconstrucción de un todo invisible a partir de un fragmento visible” y, 5) la
“supresión de obstáculos que impiden la percepción”. La primera de estas conductas
simplemente prolonga las de la segunda fase mientras que la quinta anuncia las de la cuarta
fase.

La “Acomodación visual a los movimientos rápidos” permite una anticipación de las futuras
posiciones del objeto y, por lo tanto, le confiere cierta permanencia. Esta permanencia sigue
estando en relación, naturalmente, con el acto mismo de acomodación, de manera que las
conductas prolongan, sin más, las de la segunda fase; pero hay progreso en el sentido de que
la posición prevista del objeto es una posición nueva y no una posición recién descubierta y a
la que la mirada simplemente vuelve. Hay dos casos particulares especialmente importantes:
la reacción al movimiento de los cuerpos que desaparecen del campo visual después de haber
provocado un desplazamiento lateral de la cabeza y la reacción a los movimientos de caída.
Ambas conductas parece que se desarrollan bajo la influencia de la prensión:

Observación. 6. –La reacción a la caída parece inexistente en Laurent a los 0;5 (24): no sigue con la mirada ninguno
de los objetos que dejo caer delante de él.

Por el contrario, a los 0; 5 (26), Laurent busca ante él una bola de papel que lanzo sobre sus mantas. Mira
rápidamente la manta desde la tercera vez que repito la experiencia, pero sólo frente a él, es decir, ahí donde acaba
de coger la bola: cuando arrojo el objeto fuera de la cuna, Laurent no lo busca sino alrededor de mi mano vacía que
permanece en el aire.

A los 0; 5 (30) no presenta ninguna reacción a la caída de una caja de cerillas. Lo mismo ocurre a los 0;6 (0), pero
cuando es él quien lanza la caja de cerillas, llega a buscarla con la mirada a su lado (está acostado).

A los 0;6 (3) Laurent está acostado y tiene en la mano una caja de cinco centímetros de diámetro. Cuando se le
escapa, la busca con la mirada en la dirección correcta (a su lado). Cojo entonces la caja y la bajo verticalmente y
muy deprisa para que él pueda seguir la trayectoria. La empieza a buscar en el sofá sobre el que está tendido. Trato
de evitar cualquier sonido o golpe, y repito la experiencia unas veces a su derecha y otras a su izquierda: el
resultado es siempre positivo.
A los 0;6 (7) tiene en la mano una caja de cerillas vacía. Cuando se le cae, la busca con la mirada aunque no siguió
con los ojos el principio de la caída: vuelve la cabeza para verla sobre la sábana. A los 0;6 (9) experimenta la misma
reacción con un sonajero, pero esta vez ha seguido con la mirada el movimiento inicial del objeto. Ocurre igual a los
0;6 (16), cuando ha presenciado el comienzo de la caída, y también a los 0;6 (20), etc., etc.

A los 0;7 (29), busca en el suelo todo lo que yo dejo caer por encima de él, a poco que haya percibido el principio
del movimiento de caída. Por último, a los 0; 8 (1), busca en el suelo un juguete que yo tenía en la mano y que
acabo de dejar caer, sin que él lo notara. Al no encontrarlo, vuelve la mirada a mi mano, la examina largamente y
después busca de nuevo en el suelo.

Obs. 7. –A los 0;7 (30), Lucienne coge una muñequita que le presento por primera vez. La contempla con mucho
interés, después la suelta (no intencionalmente); busca rápida con la mirada la muñeca frente a ella, pero no
consigue verla en seguida.

Cuando la vuelve a encontrar, la cojo y la tapo con una manta a su vista (Lucienne está sentada), pero no
reacciona.

A los 0;8 (5) , Lucienne busca sistemáticamente por el suelo todo lo que se le va de las manos sin querer. Cuando
se lanza un objeto ante ella, lo busca también con la mirada, pero con menos asiduidad (una de cada cuatro veces,
por término medio). La necesidad de volver a coger lo que tenía en la mano juega pues un papel en esta reacción a
los movimientos de caída: la permanencia propia de los comienzos del objeto táctil (de la que volveremos a hablar a
propósito de la “prensión interrumpida”) interfiere con la permanencia debida a la acomodación visual.

A los 0;8 (12), sigo observando que Lucienne dedica más tiempo a volver a encontrar con la mirada los objetos
caídos que acaba de tocar.

A los 0;0 (25), mira mi mano, que mantengo inmóvil, pero que bajo acto seguido con rapidez: Lucienne la busca
largo rato en el suelo.

Obs. 8. –En el caso de Jacqueline la búsqueda del objeto caído fue más tardía. A los 0;8 (20), por ejemplo, cuando
trata de alcanzar una pitillera suspendida por encima de ella y que cae, no busca en absoluto frente a ella sino que
continúa mirando al aire.

A los 0;9 (8), presenta la misma reacción negativa con su loro de juguete, a pesar de ser muy grande: cae sobre el
edredón, en tanto que Jacqueline trata de alcanzarlo por encima de ella: no baja los ojos y prosigue su búsqueda en
el aire. Pero el loro contiene granalla y hace ruido al caer.

A los 0;9 (9), por el contrario, Jacqueline deja caer sin querer el mismo loro sobre el lateral izquierdo de la cuna
pero esta vez lo busca con la mirada, debido al ruido. Al introducirse el loro entre el edredón y el mimbre,
Jacqueline sólo puede verle la cola: sin embargo reconoce el objeto (un caso de “reconstrucción de totalidades
invisibles” al que nos referiremos más adelante) e intenta cogerlo. Al querer alcanzarlo lo hunde hasta que
desaparece de la vista pero, como oye aún la granalla que resuena en su interior, golpea sobre el edredón que lo
oculta y el sonido vuelve a oírse (he aquí una simple utilización de la reacción circular con relación a este juguete).
Sin embargo, no se le ocurre buscar bajo el edredón.

Obs. 9. –El mismo día, a los 0;9 (9), Jacqueline está sentada en la cuna mirando mi reloj que mantengo a 20-30 cm
de sus ojos y que dejo caer sin soltar la cadena.

En la primera prueba, Jacqueline sigue la trayectoria, aunque con cierta tardanza, y encuentra el reloj sobre el
edredón que cubre sus rodillas. El ruido de la caída ha ayudado, sin duda, y sobre todo el hecho de que he
descendido el reloj sin soltarlo todavía.

Segunda prueba: ahora no sigue el movimiento sino que mira mi mano vacía con asombro e incluso parece buscar
alrededor de la mano (esta vez he soltado el objeto sin más).

Tercera prueba: busca de nuevo alrededor de mi mano, después mira sobre sus rodillas y se apodera del objeto.
Continúo solamente con la cadena, para eliminar el factor del sonido: solo una vez, entre ocho nuevas pruebas
sucesivas, la niña busca en el suelo. Las otras veces se limitó a examinar mi mano.

Luego desciendo la cadena lentamente, pero más deprisa que la mirada de la niña: Jacqueline busca en el suelo.
Vuelvo entonces a soltar simplemente la cadena: se suceden seis experiencias con resultado negativo. Las dos
siguientes veces, Jacqueline busca sobre sus rodillas con la mano, mientras mira frente a ella. Durante las últimas
pruebas, renuncia a esta búsqueda táctil y se limita a examinar mis manos.

Obs. 10. –A los 0;9 (10), vuelvo a experimentar con Jacqueline, en esta oportunidad con una libreta de 8 X 5cm que
dejo caer desde lo alto (por encima del nivel de sus ojos) sobre un cojín colocado sobre sus rodillas. La niña mira
inmediatamente al suelo, aunque no ha tenido tiempo de seguir la trayectoria: no ve más que el punto de partida y
mis manos vacías.

A los 0;9 (11) hago otra experiencia con su loro: vuelve a mirar en seguida al suelo. Sin embargo, la reacción es
totalmente negativa con la cadena del reloj, debido a que el objeto es menos voluminoso: Jacqueline examina
asombrada mis dedos vacíos. La noción de objeto no ha aparecido aún: en el caso del loro o de la libreta continúa,
simplemente, el movimiento de acomodación y, cuando el objeto es demasiado insignificante para ser seguido con
los ojos desde el punto de partida, no sucede nada.

A los 0;9 (16), Jacqueline juega con su pato de celuloide sentada sobre mi brazo y lo deja caer por detrás de mis
hombros. En seguida trata de encontrarlo pero se da la interesante circunstancia de que no prueba de mirar a mi
espalda: prosigue su indagación por delante de ella. La causa de este error está en la dificultad de la niña para tener
en cuenta las pantallas y para concebir que un objeto pueda estar “detrás” de otro.

A partir de los 0;9 (18), la reacción a los movimientos de caída parece que está adquirida: los objetos que caen,
incluso en el caso de que el niño no los tuviera en las manos un momento antes, dan lugar a una mirada dirigida al
suelo.

Obs. 11. –A los 0;9 (6), Jacqueline mira al pato que mantengo a la altura de sus ojos y que desplazo
horizontalmente hasta llevarlo detrás de la cabeza. Ella lo sigue con la mirada un instante, después lo pierde de
vista. No obstante, continúa este movimiento de acomodación hasta que vuelve a encontrarlo. Lo busca
perseverantemente durante un buen rato.

Vuelvo a colocar el pato delante de ella y reanudo el experimento, en otro sentido. La reacción es la misma que al
principio pero olvida lo que desea durante la búsqueda y se apodera de otro objeto.

Obs 11 bis. –A este propósito pueden citarse los progresos logrados por Lucienne desde la obs. 5, en cuanto a la
memoria de las posiciones. Se trata de una conducta similar a las de la segunda fase, aunque más compleja y
contemporánea que las de la tercera. A los 0; 8 (12), Lucienne está sentada cerca de mí; yo estoy a su derecha. Me
ve, después juega un buen rato con su madre. Más tarde la observa mientras se va lentamente por la izquierda
hacia la puerta de la habitación y desaparece. Lucienne la sigue con la mirada hasta el momento en que deja de ser
visible, después gira velozmente la cabeza en dirección a mí. Su mirada apunta directamente a mi rostro: ella sabía
que yo estaba allí aunque no me hubiera mirado durante varios minutos.

Obs. 12. –A los 0;6 (0), Laurent mira un sonajero que yo desplazo horizontalmente a la altura de su cabeza, de
izquierda a derecha. Sigue el principio del recorrido, aunque después pierde de vista el móvil: entonces gira
bruscamente la cabeza y la vuelve a girar cincuenta centímetros más lejos. Cuando hago que el objeto describa la
trayectoria inversa, lo busca un instante sin conseguir alcanzarlo y después renuncia a seguir buscándolo.

Durante los días que siguen la reacción se precisa y Laurent vuelve a encontrar el objeto en todas las direcciones.
La misma observación puede hacerse a los 0;6 (30), a los 0;7 (15), a los 0;7 (29), etc.
Esta capacidad de volver a encontrar el objeto siguiendo su trayectoria desarrolla en Laurent, al igual que en
Lucienne (obs. 11 bis), la memoria de las posiciones. De este modo, a los 0;7 (11), juego con Laurent mientras que
su madre aparece por encima de él. Gira la cabeza para volver a encontrarla tras su desaparición. Llega a alcanzarla
con la mirada en el momento en que sale de la habitación (antes de oír el ruido de la puerta). Se vuelve en seguida
hacia mí, pero se gira incesantemente para ver si su madre está allí todavía.

Aunque estos hechos puedan parecer triviales, son importantes para la constitución de la
noción de objeto. Nos muestran, en efecto, que los principios de la permanencia atribuida a
los cuadros percibidos se deben a la propia acción del niño al llevar a cago los movimientos de
acomodación. A este respecto cabe decir que las presentes conductas se limitan a prolongar
las de la segunda fase, pero con un progreso esencial: el niño no intenta ya solamente volver a
encontrar el objeto allí donde lo percibió un momento antes, lo busca en un nuevo lugar. Se
anticipa pues a la percepción de las sucesivas posiciones del móvil y tiene en cuenta, en cierto
sentido, sus desplazamientos. Pero, precisamente porque este inicio de permanencia no es
más que una prolongación de la acción en curso, habrá de ser restringida. En efecto, el niño no
concibe cualquier desplazamiento ni cualquier permanencia objetiva: se limita a seguir con la
mirada o con la mano, más o menos correctamente, el recorrido esbozado por los
movimientos de acomodación relativos a la percepción inmediatamente anterior, mientras la
operación iniciada en su presencia es capaz de conferirles cierta permanencia, sólo en la
medida en que continúa en ausencia de los objetos.

Veamos este proceso un poco más profundamente. Comprobamos en Laurent (y en Lucienne,


aunque no hayamos tenido ocasión de captar en ella los orígenes de la reacción a los
movimientos de caída) que la búsqueda del objeto caído es más frecuente al principio, cuando
es el mismo niño quien lo ha dejado caer: la permanencia atribuida al objeto es pues mayor
cuando la acción de la mano interfiere con la de la mirada. En el caso de Jacqueline, su
aprendizaje es muy sugestivo. Al principio (obs. 8), no hay reacción a la caída, ya que la niña no
ha observado el movimiento inicial del objeto que caía. Posteriormente, Jacqueline observa
este movimiento del campo visual, vuelve al punto de partida para buscar allí el juguete (obs.
9): sin embargo, cuando el movimiento es lento o un sonido simultáneo ayuda a la niña en su
búsqueda, consigue reconstruir la trayectoria exacta. En la siguiente etapa (principio de la obs.
10), la reacción es positiva cuando el objeto es bastante voluminoso, lo que facilita el
seguimiento con la mirada un tiempo suficiente, pero es negativa frente a una cadena de reloj,
demasiado insignificante. Por último, se generaliza la reacción positiva.

Parece, pues, obvio que el desplazamiento atribuido al objeto depende esencialmente de la


acción del niño (de los movimientos de acomodación que la mirada prolonga) y que la misma
permanencia sigue estando en relación con esta acción.

En lo referente al primer punto, no se podría conceder al niño la noción de desplazamientos


autónomos. Cuando seguimos con la mirada un objeto y, tras haberlo perdido de vista,
intentamos volver a encontrarlo, tenemos la sensación de que está en un espacio
independiente de nosotros: por lo tanto admitimos que los movimientos del móvil se ponen de
manifiesto sin relación con los nuestros, más allá de nuestra área perceptiva, y nos esforzamos
por desplazarnos nosotros mismos para alcanzarlo. Por el contrario, en el caso del niño que
presencia el inicio del movimiento de caída, todo sucede como si ignorara que él mismo se
desplaza para seguir el movimiento e ignorara también, en consecuencia, que su cuerpo y el
móvil se encuentran en el mismo espacio: basta que el objeto no esté en la exacta
prolongación del movimiento de acomodación para que el niño re3nuncie a volver a
encontrarlo. Por lo tanto, en su conciencia el movimiento del objeto forma un todo con las
impresiones cinestésicas o sensoriomotrices que acompañan sus propios movimientos de ojos,
de cabeza o de torso: cuando pierde el móvil de vista, los únicos procedimientos adecuados
para volver a encontrarlo consisten, pues, en prolongar los movimientos ya esbozados, o en
volver al punto de partida. Nada obliga al niño a considerar el objeto desplazándose por sí
mismo e independientemente de su propio movimiento: lo que el niño percibe es una ligazón
inmediata entre sus impresiones cinestésicas y la reaparición del objeto en su campo visual, en
suma, una conexión entre cierto esfuerzo y cierto resultado. No existe todavía lo que más
adelante (cap. 2) llamaremos un desplazamiento objetivo.

En lo concerniente al segundo punto, es decir, la permanencia atribuida al objeto como tal, es


obvio que esta permanencia continúa estando en relación con la acción del sujeto. Dicho con
otras palabras, los cuadros visuales que persigue el niño adquieren cierta solidez a sus ojos,
precisamente a medida en que procura seguirlos, pero no constituyen aún objetos
substanciales. El simple hecho de que el niño no imagine su desplazamiento como un
movimiento independiente y de que, frecuentemente, busque los cuadros (cuando no ha
tenido ocasión de observarlos con detenimiento) en el mismo punto del que partieron,
muestra claramente que, parra él, estos cuadros permanecen aún “a disposición” de la propia
acción, y en ciertas situaciones absolutas. Bien es verdad que se da un principio de
permanencia, pero tal permanencia sigue siendo subjetiva: debe producir en el niño una
impresión comparable a la que experimentó al descubrir que podía chuparse el pulgar cuando
quería, ver las cosas en movimiento al desplazar la cabeza, oír un sonido al rozar un juguete
con la cuna o al tirar de los cordones de los sonajeros colgados en la capota, etc. Este carácter
del objeto primitivo, concebido como estando “a disposición”, corre parejas con el conjunto de
conductas de esta fase, es decir, con las reacciones primarias y secundarias, en cuyo curso el
universo se ofrece al sujeto como dependiente de su actividad. Representa un progreso
respecto a las primeras fases, durante las que el objeto no se distingue de los resultados de la
actividad refleja o de la única reacción circular primaria (es decir, de las acciones realizadas por
el sujeto en su propio organismo para reproducir algún efecto interesante), pero es un
progreso en grado y no en calidad: el objeto no existe aún más que ligado a la propia acción.

La prueba de que el objeto no es aún nada más es que, como veremos más adelante, el niño
de esta edad no presenta ninguna conducta particular con relación a las cosas desaparecidas:
la reacción de Lucienne a los 0;7 (30) cuando tapo su muñeca con una tela (obs. 7) así lo hace
suponer.

Esta dependencia del objeto con respecto a la propia acción vuelve a encontrarse en un
segundo grupo de hechos, sobre los que podemos hacer hincapié ahora: los hechos de
“prensión interrumpida”. Estas observaciones se encuentran, en comparación con la obs. 4 de
las primeras fases, en la misma relación que las “acomodaciones visuales a los movimientos
rápidos” con respecto a las obs. 2 y 5: dicho de otra forma, la permanencia propia de los inicios
del objeto táctil no es aún más que una prolongación de los movimientos de acomodación
pero, en lo sucesivo, el niño tratará de volver a coger el objeto perdido en posiciones nuevas y
no ya solamente en el mismo lugar. Desde el momento en que la prensión llega a ser una
ocupación sistemática, entre los 4 y 6 meses, y por tanto de gran interés, el niño aprende a
seguir con la mano los cuerpos que se alejan de él, incluso cuando no los ve. Esta conducta
permite al sujeto atribuir un principio de permanencia a los objetos táctiles:

Obs. 13. –A los 0;8 (20), Jacqueline coge el reloj que le tiendo sujetándolo por la cadena. Lo
examina con mucho interés, lo palpa, le da la vuelta, produce un sonido con la boca, etc.
Cuando tiro de la cadena, ella siente una resistencia y retiene el reloj con fuerza, pero acaba
por ceder. Como está acostada no trata de mirar pero tiende el brazo, vuelve a coger el reloj y
lo lleva ante sus ojos.

Vuelvo a empezar el juego: ríe al comprobar la resistencia que ofrece el reloj, y lo busca sin
mirar. Si aparto progresivamente el objeto (un poco más cada vez que ella lo coge), busca más
y más lejos, palpando y dando tirones a todo lo que encuentra por medio. Si retiro
bruscamente el reloj, ella se limita a explorar el lugar de donde ha desaparecido, tocando el
babero, la sábana, etc.

Ahora bien, esta permanencia es únicamente función de la prensión. Si tapo el reloj con la
mano, con el edredón, etc., a su vista, no reacciona e, inesperadamente, lo olvida: en ausencia
de datos táctiles, los cuadros visuales parecen fundirse unos con otros sin materialidad.
Cuando vuelvo a poner el reloj en las manos de Jacqueline y a continuación lo retiro, ella lo
busca de nuevo.

Obs. 14. –Veamos ahora una prueba a la inversa. A los 0;9 (21), Jacqueline está sentada y yo
le coloco en las rodillas una goma que acaba de tener en las manos. En el momento en que la
va a coger de nuevo, pongo la mano entre sus ojos y la goma: ella desiste en seguida, como si
el objeto no existiera ya.

Repito la experiencia una decena de veces. Siempre que Jacqueline rozaba con el dedo el
objeto en el momento en que yo interceptaba su mirada, continuaba su búsqueda hasta
alcanzarlo (sin mirar la goma y soltándola a menudo, desplazándola involuntariamente, etc.).
Por el contrario, si la niña no había establecido ningún contacto táctil en el momento en que
cesaba de ver la goma, retiraba la mano.

Hago las mismas pruebas con una canica, con un lápiz, etc., y obtengo el mismo resultado.
Teniendo en cuenta que mi mano no le despertaba ningún interés, estaba claro que el olvido
no se debía a un desplazamiento del interés: sucedía simplemente que la imagen de mi mano
anulaba la del objeto que estaba debajo excepto, repitámoslo, si sus dedos ya habían rozado la
cosa o cuando, tal vez, su mano ya estaba bajo la mía dispuesta a asir.

A los 0;9 (22) se observa el mismo comportamiento.


Obs. 15. –A los 0;6 (0) Lucienne, sola en su cuna, coge las cortas de la pared, mirando lo que hace. Tira de ellas
hacia sí, pero las suelta cada vez que repite la operación. Después coloca ante sus ojos la mano cerrada y apretada y
la abre poco a poco. Mira atentamente los dedos y vuelve a empezar, hasta diez veces consecutivas.

Le basta con haber tocado un objeto, creyendo cogerlo, para concebir que lo tiene en la mano, aunque no lo
sienta. Tal conducta muestra, como las anteriores, qué clase de permanencia táctil atribuye el niño a los objetos
que cogido.

Obs. 16. –Laurent pierde una caja de cigarrillos que acaba de tomar y balancear. La suelta sin querer más allá de su
campo visual. Se lleva inmediatamente la mano a los ojos y la mira un largo rato, con un gesto de sorpresa, de
decepción, algo así como un sentimiento de desaparición. Pero, lejos de considerar esta pérdida como irreparable,
vuelve a balancear la mano, aunque está vacía, y a mirarla de nuevo. A quien presencia esta acción y ve la mímica
del niño, no le cabe más que pensar que es un intento para hacer reaparecer el objeto. Esta observación y la
precedente (Lucienne a los 0;6), arroja luz sobre la verdad naturaleza del objeto en esta fase: una simple
prolongación de la acción.

A continuación, le doy a Laurent la caja y nuevamente la pierde varias veces: se limita entonces a alargar el brazo
para volverla a encontrar cuando acaba de tenerla en las manos o, por el contrario, renuncia a la búsqueda (ver obs.
Siguiente).

Obs. 17. –A los 0;4 (6), Laurent buscaba ya la mano de una muñeca que acababa de soltar. Sin mirar lo que hace,
tiende el brazo en la misma dirección en que estaba al caer el objeto.

A los 0;4 (21), baja el antebrazo para volver a encontrar sobre la sábana un palo que tenía en la mano y que acaba
de soltar.

A los 0;5 (24), reacciona de igual manera con cualquier tipo de objeto. Trato entonces de determinar hasta dónde
llega su búsqueda. Le toco la mano con una muñeca que aparto en seguida: él se limita a bajar el antebrazo, sin
explorar realmente el espacio que le rodea (véase más adelante, cap. 2, obs. 69).

A los 0;6 (0), 0;6 (9), 0;6 (10), 0;6 (15), etc., observo los mismos hechos: Laurent da por desaparecido el objeto si
no lo halla simplemente bajando el brazo: el objeto que busca no está aún dotado de movilidad real y es concebido
como simple prolongación del acto interrumpido de la prensión. Por el contrario, si el objeto caído le roza la mejilla,
el mentón o la mano, sabe muy bien cómo volver a encontrarlo. No es pues la impericia motriz la que explica la
ausencia de una verdadera búsqueda, sino el carácter primitivo atribuido al objeto.

A los 0;6 (15), sigo observando que si el objeto cae bruscamente de su mano, Laurent no lo busca. Por el contrario,
cuando la mano está a punto de asir el objeto que se escapa, o que ella desplaza, sacude, etc., hay búsqueda.
Laurent se limita siempre, para volver a encontrar el objetivo, a bajar el brazo, aunque sin una auténtica trayectoria
de exploración.

A los 0;7 (15), coge y balancea la caja de cigarrillos de las obs. 16; cuando la pierde inmediatamente después de
haberla tomado, la busca con la mano sobre las mantas. Por el contrario, cuando la suelta, e independientemente
de esta circunstancia, no trata de volver a encontrarla. Seguidamente le enseño la caja por encima de sus ojos y él la
hace caer al tocarla pero, sorprendentemente, no la busca.

A los 0; 7 (12) suelta a su derecha un sonajero que tenía en la mano: lo busca un buen rato, sin oírlo ni tocarlo.
Desiste, pero después vuelve a buscarlo en el mismo sitio. No consigue encontrarlo.

Posteriormente lo pierde a su izquierda y lo vuelve a encontrar dos veces, ya que el objeto está en la prolongación
directa de los movimientos de su brazo.

A partir de los 0;8 (8) busca realmente todo lo que cae de sus manos.
Conviene insistir sobre la diferencia existente entre estas reacciones y las conductas de la
cuarta fase, consistentes en buscar con las manos el objeto que desaparece del campo visual.
Tanto en las obs. 13-17 como en las obs. 6-12 (“acomodación a los movimientos rápidos”) se
trata de una permanencia que simplemente prolonga los anteriores movimientos de
acomodación y no de una búsqueda especial del objeto desaparecido. Cuando el niño ha
tenido una cosa en la mano, desea conservarla en el momento en que se le escapa: reproduce
entonces sin más el gesto de asir que ha ejecutado justo antes. Esta reacción supone que el
sujeto espera que su gesto conduzca al resultado deseado. Pero esta espera se funda
simplemente en la creencia de que el objeto está “a disposición” del acto esbozado. Las
observaciones 15 y 16 tienen a este respecto una decisiva significación. Esto no implica aún en
absoluto la permanencia substancial de la cosa independientemente del gesto, ni la existencia
de trayectorias objetivas: prueba de esto es que el menor obstáculo que venga a cambiar la
situación de conjunto desalienta al niño. En efecto, el niño se limita a tender el brazo: no busca
realmente ni inventa ningún nuevo procedimiento para volver a encontrar el objeto
desaparecido. Esto es tanto más sorprendente en cuanto, como veremos más adelante, estos
procedimientos se constituirán en la misma dirección indicada por las presentes conductas.

Examinemos ahora un tercer grupo de conductas igualmente susceptibles de engendrar un


principio de permanencia objetiva: las “reacciones circulares diferidas”. Como hemos visto, la
permanencia propia de los objetos en este estadio no es aún ni substancial ni realmente
espacial: depende de la propia acción y el objeto constituye simplemente “lo que está a
disposición” de esta acción. Hemos comparado, además, que tal situación proviene del hecho
de que la actividad del niño en este nivel consiste esencialmente en reacciones primarias y
secundarias, pero no aún en reacciones terciarias. Dicho con otras palabras, el niño pasa la
mayor parte de su tiempo reproduciendo toda clase de resultados interesantes, evocados por
los espectáculos ambientales, y dedica muy poco tiempo a estudiar las novedades en sí
mismas, a experimentar. Por lo tanto, el universo de esta fase está compuesto de una larga
serie de acciones virtuales, mientras que el objeto no es más que el alimento “a disposición”
de estas acciones. Si esto es así, cabe esperar que las reacciones circulares secundarias
constituyan una de las fuerzas más fecundas de permanencia elemental: nos lo mostrará el
análisis de las “reacciones circulares diferidas”.

Es preciso señalar que, antes o después, la reacción circular provoca una especie de
revivificación susceptible de prolongar su influencia sobre la conducta del niño. Por supuesto
no hablamos del hecho de que la reacción circular reaparece cada vez que el niño se halla en
presencia de de los mismos objetos (agitarse cuando percibe la capota de la cuna, tirar de la
cadena cuando ve el sonajero sujeto por ésta, etc.), ya que no se trata en este caso de
conductas diferidas, sino simplemente de hábitos despertados por la presencia de un excitante
conocido. Consideremos exclusivamente los actos durante los que la reacción circular es
interrumpida por las circunstancias para proseguir poco después sin ninguna incitación
exterior. En estos casos, el hecho de que el niño recobre por sí mismo la posición y los gestos
necesarios para reemprender el acto interrumpido confiere a los objetos, así vueltos a
encontrar y reconocidos, una permanencia análoga a aquellas de las que acabamos de hablar.
La permanencia es incluso más sensible, pues la acción recuperada, al ser más compleja, da
lugar a una solidificación aún mayor de los cuadros percibidos:

Obs. 18. –A los 0;8 (30), Lucienne araña una caja de polvos, situada a su izquierda, pero interrumpe el juego cuando
me ve aparecer por la derecha. Suelta la caja y se entretiene un rato conmigo, balbucea, etcétera. Después aparta la
mirada de mí bruscamente, y vuelve a la posición adecuada para tomar la caja: no duda, pues, que está “a
disposición” en la misma situación en la que se sirvió de ella un poco antes.

Obs. 19. –Jacqueline, a los 0;9 (3) trata de coger una manta de detrás de su cabeza para agitarla. La distraigo
enseñándole un pato de celuloide. Ella lo mira, después intenta cogerlo, pero interrumpe bruscamente esta acción
para buscar detrás de ella la manta que no veía.

A los 0;9 (13) trata de buscar con la mano izquierda una botella que he colocado junto a su cabeza. No consigue
más que arañarla, girando ligeramente la cara. Desiste en seguida y estira una manta por delante de ella perdiendo
de vista la botella. Pero, se vuelve bruscamente para reemprender sus experiencias de prensión. Da la impresión de
que ha conservado el recuerdo del objeto y vuelve a él, tras una pausa, al creer en su permanencia.

Obs. 20. –En el caso de Laurent, tales reacciones son abundantes a partir de los 0;6. Basta con interrumpir al niño
cuando tira de un cordón de la cabecera, araña el borde de la cuna, etc., para verle, acto seguido, darse la vuelta a
la posición adecuada y volver a encontrar estos objetos. Nos limitaremos a describir una actitud observada en él a
los 0;6 (12), relacionada a la vez con la reacción circular diferida, la “acomodación de la mirada al movimiento de
caída” y la “búsqueda táctil-manual del objeto”. Aunque no es típica desde el punto de vista de la reacción circular
interrumpida, esta observación resume muy bien lo que hemos visto hasta aquí de la constitución del objeto en esta
fase.

Pongo en el borde de la capota un sonajero, apenas sujeto por un cordón doblado hacia atrás. Laurent se agita en
seguida para balancear el objeto, como si se tratara de un juguete cualquiera colgado de allí; pero el sonajero cae
ante sus ojos, tan cerca que lo coge rápidamente. Sostiene el sonajero en alto, reacción que repite unas cinco o seis
veces seguidas. Se puede considerar que el conjunto de estos actos constituye un nuevo esquema circular: agitarse,
hacer caer el objeto y cogerlo. ¿Qué pasará cuando el ciclo permanezca incompleto, es decir, cuando el objeto, en
lugar de caer en un sitio visible, desaparezca del campo visual? ¿Se prolongará la acción así interrumpida en
reacción diferida? ¿De qué manera?

1. Cuando el objeto cae tras ser descolgado por las sacudidas del niño, éste lo busca con la mirada frente a
él, en el lugar habitual. Si no lo ve continúa con las sacudidas, pero mirando al frente y no al vacío. Si oye
entonces el sonajero, alarga la mano y coge lo que esté por medio, sin que exista una exploración real (se
apodera así, ya sea del mismo sonajero, si está a mano, ya sea de la sábana, la manta, etc.).
2. Cuando el sonajero produce un sonido al caer de la cabecera, Laurent alarga en seguida la mano en esa
dirección (sin mirar). Pero si al tocarlo lo hace retroceder involuntariamente, no avanza la mano para
seguir la trayectoria del objeto: se contenta con llevar consigo lo que buenamente encuentra (la sábana,
etc.).
3. Cuando el niño no ha visto el principio de la caída del sonajero, no lo busca frente a él: el objeto no existe.
En particular, cuando soy yo quien lo hago caer inopinadamente, su desaparición no da lugar a ninguna
búsqueda. La búsqueda sólo se emprende, pues, en función del ciclo total.

Estas conductas son importantes ya que su acumulación y sistematización generarán


paulatinamente la creencia en la permanencia del mundo exterior. Pero por sí solas no son
suficientes para constituir la noción de objeto. Implican, simplemente, que el niño considera
como permanente todo lo que le es útil para su acción en una situación concreta. Es así como
en la obs. 19, Jacqueline, que se distrae agitando una manta situada detrás de ella, vuelve
pronto a esta posición, convencida de que encontrará el objeto deseado al mismo tiempo que
su actividad. No hay aquí más que una permanencia global y práctica y nada implica aún que
los objetos, una vez fuera de su contexto, sigan siendo para ella idénticos a sí mismos: como
veremos más adelante, en el momento en que el niño empieza a buscar activamente los
objetos desaparecidos de su campo perceptivo (4ta fase), sólo es capaz de creer, de una
manera muy práctica, en la permanencia global. Estas conductas no van, pues, más allá de las
primitivas previsiones nacidas de la acomodación visual a los movimientos rápidos o de la
prensión interrumpida. No es el objeto el que constituye el elemento permanente (la manta,
por ejemplo), sino el acto en sí (agitar la manta), el conjunto de la situación: el niño se limita a
repetir su acción.

¿Significarán un progreso “las reconstrucciones de un todo invisible a partir de un fragmento


visible”? Teóricamente, estas conductas podrían observarse a cualquier edad y, por tanto,
desde las primeras fases: bastaría que el niño, habituado a cierta imagen de conjunto,
intentara verla en su totalidad cuando sólo percibe una parte. Pero, de hecho, solamente
hemos observado tales reacciones una vez adquirida la prensión: sin duda, el hábito de coger y
manipular los objetos, de conferirles así una forma relativamente invariable y de situarlos en
un espacio más o menos profundo, es lo único que permite al niño representarse su totalidad.
A nuestro entender, esto no prueba todavía que el sujeto considere la cosa vista o asida como
un objeto permanente con dimensiones constantes, ni mucho menos que la sitúe en “grupos”
objetivos de desplazamiento. Basta, simplemente, para que el niño la considere como un todo,
incluso cuando se limita a mirarla sin alcanzarla, y para que trate de ver el conjunto cuando no
percibe más que una parte:

Obs. 21. –Laurent mira mi mano a los 0;5 (8) e imita el movimiento. Yo pertenezco oculto tras la capota de la cuna.
El niño trata manifiestamente de verme en repetidas ocasiones, apartando los ojos de la mano y elevando la mirada
a lo largo de mi brazo, hasta donde éste parece salir de la capota; fija los ojos en este punto y parece que me busca
alrededor de él.

A los 0;5 (25), se agita en presencia de un periódico que coloco entre el borde de la capota de la cuna y el cordón
que va de ésta a su puño (véase El nacimiento de la inteligencia en el niño, obs. 110). Basta que vea una mínima
porción del diario para que actúe del mismo modo. En repetidas ocasiones, observo que dirige la mirada atrás, en la
dirección en que se encuentra el resto del periódico, como si Laurent esperara verlo aparecer en su totalidad.

A los 0;6 (17) le muestro al niño un lápiz y, en el momento en que se dispone a cogerlo, lo voy bajando
progresivamente tras una pantalla horizontal. En la primera prueba, aparta de la mano cuando todavía ve 1 cm de
lápiz: mira con curiosidad este cabo, sin dar muestras de comprender. Cuando elevo el lápiz entre 1 y 2 cm más lo
coge sin dudar. Segunda experiencia: bajo el lápiz hasta que sólo sobresale unos 2 cm. Laurent aparta de nuevo la
mano que tenía tendida. Cuando el lápiz sobresale 3 o 4 cm, lo coge. Presenta las mismas reacciones durante una
serie de pruebas sucesivas: parece, pues, que el niño admite la integridad, al menos virtual, del lápiz a partir del
momento en que ve 3 o más centímetros, y lo considera como alterado cuando sólo ve 1 o 2 cm. Cuando el lápiz
está totalmente oculto, Laurent no reacciona e, incluso, deja de mirar la pantalla.

Obs. 22. –Lucienne mira a los 0;8 (15) una cigüeña de celuloide que acabo de cogerle y que tapo con una tela. No
intenta levantar la tela para apoderarse del juguete. Consideraremos más adelante (obs. 30) este aspecto de la
experiencia. Cuando una parte de la cigüeña aparece fuera de la tela, Lucienne toma en seguida esta extremidad
como si reconociera el conjunto del animal.
La prueba de que se trata de una reconstitución del conjunto, es que no toda mostración parcial es igualmente
propicia. La cabeza o la cola dan lugar a una búsqueda inmediata: Lucienne levanta la tela para retirar el animal. Sin
embargo, la vista de las patas, solamente, despierta una gran curiosidad sin que la niña intente cogerlas: Lucienne
parece no reconocer la cigüeña o, al menos, la considera alterada. Por lo tanto, no se pueden interpretar estos
hechos diciendo que la niña coge cualquier cosa. Por otra parte, cuando Lucienne reconoce la cigüeña con sólo ver
la cabeza o la cola, espera ver la totalidad: levanta en seguida la tela, sabiendo por adelantado que la cabeza o la
cola no son partes aisladas. Por esto es muy sorprendente que el niño sea incapaz de levantar la pantalla cuando
está oculto el animal entero: una buena prueba de que el acto de reconstruir una totalidad a partir de un fragmento
visible de la cosa es psicológicamente más sencillo que acto de buscar un objeto totalmente desaparecido.

Obs. 23. –Lucienne presenta a los 0;9 (7) reacciones análogas, pero en relación con un juguete que desconocía
hasta este día. Le enseño, en efecto, una oca de celuloide que no había visto nunca: la niña la coge en seguida y la
examina cuidadosamente.

Pongo la oca a su lado (Lucienne está sentada) y la tapo ante su mirada con una manta, unas veces
completamente, otras dejando fuera la cabeza (blanca con el pico amarillo). Obtengo dos reacciones bien definidas:

En primer lugar, cuando la oca desaparece totalmente, Lucienne renuncia en seguida a buscarla, incluso cuando
estaba a punto de cogerla: aparta la mano y me mira riendo.

En segundo lugar, cuando el pico queda a la vista, no sólo coge esta parte visible y atrae hacia ella el animal, sino
que, desde las primeras experiencias, llega a levantar de entrada la manta, para cogerlo todo. La oca es concebida,
pues, como una totalidad, al menos virtual, aunque sólo aparezca la cabeza.

Conviene señalar que estas dos clases de experiencias se alternaron continuamente. Sin embargo, en ningún
momento, incluso después de haber levantado varias veces la manta cuando veía aparecer el pico, estuvo tentada
Lucienne de levantar esta misma manta cuando la oca estaba totalmente oculta. Se comprueba aquí también hasta
qué punto es más fácil la reconstitución de una totalidad que la búsqueda de un objeto invisible.

A los 0;9 (8), es decir, al día siguiente, las reacciones son las mismas.

Obs. 24. –Para un niño en esta fase no hay objeto más interesante que su biberón (Jacqueline y Laurent fueron
destetados hacia los 0;6 y alimentados casi exclusivamente por medio del biberón hasta los 1;0, más o menos). Por
consiguiente, se pueden considerar las reacciones del niño respecto al biberón como típicas y características de la
fase en su conjunto.

Ahora bien, Laurent, con quien estudié fundamentalmente este punto, presentó hasta alrededor de los 0;9 (4) tres
reacciones bien definidas que, juntas, aclaran las precedentes observaciones y comportan una inequívoca
significación.

1. Basta que el biberón desaparezca del campo de la percepción para que deje de existir desde el punto de
vista del niño. Por ejemplo, a los 0;6 (19), Laurent se pone inmediatamente a llorar de hambre e
impaciencia al ver el biberón (gruñía ya desde hacía un momento, como suele hacerlo frecuentemente a
la hora de la comida). Justo en el momento en que hago desaparecer –el niño me sigue con la mirada- el
biberón detrás de la mano o bajo la mesa, para de llorar. Tan pronto como reaparece el objeto hay un
nuevo estallido de deseo seguido de calma chicha tras la desaparición. Repito cuatro veces la experiencia:
el resultado es el mismo, hasta el momento en que el pobre Laurent, que comienza a encontrar la broma
pesada, monta en violenta cólera.

Este comportamiento permaneció inalterable hasta los 0;9, más o menos. Parece, pues, evidente que,
para el niño, la existencia objetiva del biberón está subordinada a su percepción. Naturalmente, esto no
quiere decir que el biberón desaparecido sea olvidado completamente: la cólera final del niño muestra
bien a las claras que desea poder contar con el objeto. Lo considera, precisamente, como estando “a
disposición” de sus deseos, a la manera de los objetos de los que hemos hablado hasta aquí y no como
existente substancialmente bajo mi mano o bajo la mesa. Si así fuera, se comportaría muy diferentemente
en el momento de la desaparición: manifiesta, en ese preciso instante, un deseo aún más intenso que
durante la percepción normal. Esto lo muestra claramente la siguiente reacción.

2. Cuando hago desaparecer parcialmente el biberón, y Laurent percibe una pequeña porción junto a mi
mano, una tela o la mesa, las manifestaciones de su deseo se hacen más imperiosas aún que durante la
percepción íntegra. O, al menos, siguen siendo idénticas: Laurent patalea, grita, mirando fijamente la
parte visible del objeto. Hasta los 0;7 (1) no ha tendido los brazos, porque no tenía el hábito de sujetar el
biberón, pero, desde este momento, trata de alcanzarlo. Si se lo ofrezco medio cubierto por una tela, se
apodera de lo que ve sin poner en duda ni por un instante que se trata de su biberón. Reacciona como
Lucienne con la cigüeña (obs. 22) o la oca (obs. 23), con la diferencia de que él no sabe levantar la tela sin
problema y se limita a retirar el biberón poco a poco y muy torpemente (como hemos señalado ya, la
acción de levantar la tela de un tirón, o cualquier otro obstáculo, pertenece a la cuarta fase, en lo
concerniente al desarrollo de la inteligencia en general, y aparece poco antes del descubrimiento del
objeto característico de esa fase, descubrimiento que desencadena precisamente él, más tarde o más
temprano).

Apuntemos finalmente, a propósito de esta segunda reacción, que Laurent reconoce su biberón cualquiera
que sea la parte visible. Si es la tetina lo que percibe, es lógico que reaccione así, pero, cuando es el otro
extremo, su deseo es el mismo: admite, pues, la integridad al menos virtual, del biberón, en el mismo sentido
en que admitía a los 0;6 (17) la del lápiz (obs. 21) y Lucienne la de la cigüeña y la oca (obs. 22 y 23). Pero, como
lo manifestará la tercera reacción, que aclara sensiblemente la significación de las dos primeras, esta
integridad no es concebida por el niño más que como virtual. Es como si admitiera que el objeto se hace y se
deshace alternativamente: independientemente de cualquier pantalla, basta con enseñarle a Laurent el
biberón del revés para que lo considere incompleto y sin tetina, aunque espera que aparezca, antes o después,
de una u otra manera. Cuando el niño ve una parte del objeto surgida de la pantalla y cree en la existencia de
la totalidad de este objeto, no considera todavía esta totalidad como constituida enteramente “detrás” de la
pantalla; simplemente admite que está en vías de constituirse a partir de la pantalla.

3. Describamos ahora en pocas palabras esta tercera reacción de la que trataremos con más profundidad a
propósito de la noción de espacio y de los “grupos” obtenidos por “inversión”.

Desde los 0;7 (0) hasta los 0;9 (4) Laurent fue sometido a una serie de experiencias, ya fuera antes de la comida o en
cualquier otro momento, para ver si era capaz de darle la vuelta al biberón y encontrar la tetina, cuando no la veía.
La experiencia dio unos resultados absolutamente constantes: basta que Laurent percibe la tetina para que se la
lleve a la boca, pero si no la ve desiste de todo intento de inversión. El objeto no tiene, pues, “revés” o, si se
prefiere, no está ordenado según tres dimensiones. No obstante, Laurent espera ver aparecer la tetina y con esta
esperanza, sin duda, chupa sin parar el otro extremo del biberón (para una mayor información sobre este
comportamiento, véase la obs. 78 del cap. 2). Es en este sentido en el que hablamos de totalidad virtual, desde el
punto de vista de la noción de objeto: el biberón es ya un todo para Laurent, pero sus diversos elementos son
concebidos aún como estando “a disposición” y no como siguiendo estando organizados espacialmente.

Esta reacción confirma, pues, la significación de las dos primeras así como las de las diversas observaciones
precedentes.

Obs. 25. –Jacqueline abre la boca a los 0;6 (29) al ver aproximarse el biberón. Cuando lo tiene cerca, al alcance del
brazo, tapo el biberón con la mano. Jacqueline patalea de cólera e impaciencia: no se le ocurre apartar mi mano,
sino que la mira fijamente con una intensa expresión de espera y de deseo. Es como si el biberón se le hubiera
aparecido emanando de mi mano y como si esta emanación hubiera desaparecido; ella simplemente espera verla
reaparecer.
Estas conductas manifiestan, sin lugar a dudas, un principio de solidificación de la cosa
percibida y cierta permanencia atribuida a los cuadros visuales y táctiles. Pero todavía no
prueban la existencia de “objetos” en un sentido amplio. Cuando es visible una parte del
juguete, el niño cree en su materialidad, pero basta que esté enteramente oculto para que el
sujeto deje de admitir que existe substancialmente y que simplemente está disimulado tras la
pantalla. En otras palabras, en la obs. 21 Laurent no se hace en absoluto la idea de que yo
estoy “detrás” de la cabecera de la cuna, sino de que algo va a surgir de allí de un momento a
otro. Ni él ni Jacqueline, en las obs. 24. Y 25, imaginan el biberón “detrás” de mi mano. En
cuanto a Lucienne, en las obs. 22 y 23, concibe la cigüeña y la oca como totalidades emanadas,
no se sabe como, de la misma manta. Las nociones de “delante” y “atrás”, la idea de un objeto
que permanece substancialmente bajo otro que lo oculta, etc., son, en efecto de una gran
complejidad, pues suponen la elaboración de “grupos” y leyes de perspectiva: ahora bien,
acabamos de comprobar que estas últimas están lejos de constituirse tan pronto como se
adquiere la capacidad de asir los objetos visuales.

Sin embargo, las siguientes conductas parecen manifestar la presencia de tales nociones. A
primera vista, las observaciones que vamos a describir, de “supresión de obstáculos que
impiden la percepción”, parecen más decisivas de lo que son en realidad, aunque un cuidadoso
análisis nos mostrará su diferencia con las conductas posteriores a las que se caería en la
tentación de asimilarlas. En efecto, entre los 5-7 meses, el niño llega a ser capaz de practicar
una especie de juego del escondite, que consiste en levantar ante su rostro las pantallas que le
tapan la vista:

Obs. 26. –A los 0;7 (29), Jacqueline tiene el rostro oculto bajo la almohada (que ella misma se ha puesto encima). La
llamo: se desembaraza en seguida del obstáculo para mirarme.

A los 0;8 (12), se le coloca el almohadón sobre la cara: ella lo levanta rápidamente riendo a carcajadas y trata en
seguida de ver quién está allí.

A los 0;8 (13), Jacqueline tiene una sábana sobre la cara. Al oír mis pasos, cuando me aproximo, se descubre
inmediatamente.

Obs. 27. –Laurent, a los 0;5 (25) levanta desmañadamente, pero con tanta rapidez como le es posible, un cojín que
le pongo sobre la cara y que le impide ver. Cuando le coloco sobre la cara algo menos molesto, como su pequeña y
ligera almohada, no la aparta hasta que oye una voz y trata de ver quién está frente a él.

A los 0;7 (15), está echado y, espontáneamente, tira con las dos manos la mantilla por encima de él, hasta la altura
de la nariz. Mira con curiosidad bajo la mantilla. Lo llamo: él busca con la mirada por encima de él y detrás, pero,
por el momento, no se le ocurre apartar la mantilla. Al cabo de un rato, la aparta y me ve ante él. Después comienza
de nuevo el juego y vuelve a cubrirse. Entonces le llamo: esta vez baja en seguida la mantilla de manera que su vista
no sea entorpecida. Pero no me ve porque estoy un poco más cerca de sus pies que antes: sin embargo no se le
ocurre bajar más la pantalla, aunque le llamo constantemente.

A los 0;7 (28), Laurent está sentado y yo coloco un cojín grande entre los dos, a manera de pantalla. El cojín
permanece en posición vertical, pero lo acerco alternativa a Laurent (a 10 cm de su cara), y a mi (a 20-30 cm de él):
cuando la pantalla está a su lado la baja en seguida, pero cuando está a mi lado no reacciona. Sin embargo, yo
desaparezco y reaparezco lentamente, como acabo de hacer en el momento en que él apartaba el cojín de su lado,
y nada sería más fácil para él que repetir la operación en esta nueva posición.
Entre los 0;7 (13) y los 0;8 (0), Laurent descubre las conductas de la cuarta fase en lo referente al mecanismo de la
inteligencia: apartar los obstáculos (El nacimiento de la inteligencia en el niño, obs. 122-123), etcétera. Desde el
punto de vista que aquí nos interesa, tales conductas preceden algunas semanas a la construcción del objeto de la
cuarta fase, aunque el proceso es lento. De esta manera, a los 0;8 (1), Laurent baja con una mano un cojín que
ocultaba la mitad inferior de una caja que le ofrezco, y la coge con la otra. A los 0;8 (8), llega incluso a inclinarse
para poder ver más tiempo el oso que hago desaparecer tras un cojín, etc. En seguida veremos que, durante este
período de transición (hasta los 0;9, más o menos), el niño se comporta siempre como si el objeto enteramente
desaparecido del campo de la percepción no existiera (ver las observaciones 32 y 33).

A primera vista, estas conductas, al igual que “reconstrucciones de un todo invisible a partir
de un fragmento visible”, parecen indicar que el niño posee la noción de un objeto substancial
oculto detrás de la pantalla. Pero antes de llegar a esta conclusión vale la pena preguntarse
hasta qué punto la acción del niño no se limita a prolongar sus acomodaciones anteriores o
habituales. En este último caso, no se podría hablar aún de la noción de objetos que se
desplazan en el espacio, sino simplemente de un principio de permanencia relativa a la
percepción y la acción en curso. Conviene insistir, en efecto sobre el hecho de que, en los
ejemplos que acabamos de describir, el niño, más que liberar el objeto tapado por una
pantalla, lo que intenta es liberar su propia percepción: ahora bien, este objetivo lo puede
lograr sin poseer previamente las nociones de “adelante”, “detrás”, o de objetos ocultos unos
con otros. Sin duda, esta conducta llevará a esas nociones que, en absoluto, están implícitas en
ella.

Cuando Jacqueline o Laurent apartan de su rostro la almohada o cualquier tela (obs. 26 y 27),
no hacen nada más que aquello de lo que es capaz cualquier bebé de 6 meses. La señora
Buhler ha mostrado a través de valiosas experiencias que desde el séptimo mes, por término
medio, el niño, incluso acostado boca abajo, es capaz de deshacerse de una tela colocada
sobre su rostro.

En nuestra opinión, cuando Laurent (obs. 27), desde los 0;7 (15), aparta la manta que le
separa de mí, no hace más que generalizar lo que aprendió prácticamente al levantar las telas
colocadas sobre su rostro. No se trata todavía del acto por el que el niño concibe un objeto
como permanente, aun estando detrás de otros, sino de un esquema práctico que no confiere
a los objetos otra permanencia que aquella cuya naturaleza tuvimos ocasión de ver a propósito
de las “reacciones circulares diferidas” y de las otras conductas propias de esta fase. Valga
como prueba el hecho de que, si bien no llega todavía a desplazarla en función del objeto
ocultado. No hay, pues, más que una permanencia que simplemente prolonga los movimientos
de acomodación, pero aún no una permanencia objetiva independiente de la acción.

Resumiendo, ninguno de estos hechos manifiesta todavía la existencia de objetos


propiamente dichos. En tales conductas los objetos siguen siendo cosas “a disposición”, de las
que ya hemos hablado, dotadas de una permanencia global y totalmente práctica, es decir,
fundada en las acciones como tales. Este hecho nos ayuda a comprender la verdadera
naturaleza de las “reconstrucciones de totalidades invisibles a partir de un fragmento visible”:
en efecto, o bien el niño ve un fragmento del objeto y la acción de tomar así desencadenada
confiere una totalidad a la cosa percibida, o bien no ve nada y no atribuye ninguna existencia
objetiva al objeto desaparecido. Por lo tanto, no podría decirse que el objetivo medio oculto es
concebido como tapado por una pantalla: es percibido simplemente como estando a punto de
desaparecer, y sólo la acción le confiere una totalidad.

No obstante, está claro que estos dos últimos grupos de conductas, y la quinta en particular
(obs. 26 y 27), son los más cercanos a la toma de posesión real del objeto, es decir, a la
aparición de la búsqueda activa del objeto desaparecido. Esta búsqueda se diferencia, a
nuestro juicio, sólo a partir del momento en que ya no prolonga de manera inmediata los
movimientos esbozados de acomodación, sino en el punto en que son necesarios nuevos
movimientos, en el curso de la acción, para apartar los obstáculos (pantallas) que se
interponen entre el sujeto y el objeto. Ahora bien, esto precisamente no se produce durante la
presente fase. Todos los comportamientos enumerados hasta aquí prolongan simplemente la
acción en curso. En lo referente a las acomodaciones visuales a los movimientos rápidos, las
prensiones interrumpidas y las reacciones circulares diferidas es evidente lo que decimos;
estas últimas consisten en una mera vuelta al acto momentáneamente suspendido y no en una
complicación de la acción apartando los obstáculos que puedan surgir. En cuanto a la
“reconstitución de totalidades invisibles” y a la “supresión de los obstáculos que impiden la
percepción”, tanto una como la otra parecen implicar esta diferenciación, lo cual no es más
que una apariencia. Cuando el niño intenta alcanzar un objetivo medio oculto y, con este fin,
aparta el obstáculo que tapa la parte invisible, no ejecuta en absoluto una acción tan
complicada como la de levantar una pantalla que oculta el objeto entero. En este último caso
el niño debe renunciar momentáneamente a su esfuerzo de prensión directa del objeto, para
levantar una pantalla concebida como tal; por el contrario, en el primer caso, el niño ve
parcialmente el objeto que trata de coger y se limita a reconstituir la totalidad en función de
esta acción inmediata: al apartar el obstáculo no hace más que lo que hace constantemente
cuando libera un juguete cualquiera de las mantas o de las telas que cogió también por falta de
habilidad. Así pues, es prematuro hablar de una conducta especial consistente en levantar la
pantalla. En lo que se refiere a la “supresión de los obstáculos que impiden la percepción”,
acabamos de ver que se trata, por así decirlo, de un obstáculo relativo al sujeto y no al objeto:
hay, si se quiere, diferenciación de la acción, pero aún no puesta en relación del obstáculo-
pantalla con el objeto como tal. Desde este punto de vista, el objeto no es aún más que la
prolongación de la acción en curso.

¿Qué pasará cuando el niño, al intentar coger un objeto cualquiera, lo vea desaparecer
totalmente detrás de una pantalla? Hemos examinado hasta aquí lo que el niño sabe hacer en
esta tercera fase. Lo que nos interesa ahora es apuntar lo que no sabe hacer: en la situación
que acabamos de suponer se produce el sorprendente y esencial fenómeno consistente en la
renuncia, por parte del niño, a todo tipo de búsqueda, o bien la búsqueda en un lugar ajeno a
la pantalla como, por ejemplo, alrededor de la mano que ha colocado allí el objeto.

Obs. 28. –A los 0;7 (28), Jacqueline trata de coger un pato de celuloide colocado sobre el edredón. Cuando está a
punto de conseguirlo, se mueve bruscamente y el pato se desliza a su lado. Cae muy cerca de su mano, pero detrás
de un pliegue de la sábana. Jacqueline ha seguido con los ojos el movimiento, al mismo tiempo que con la mano
que trataba de asir el pato. Pero una vez que el patito desaparece… punto y aparte. Ni se le pasa por la cabeza
buscar detrás del pliegue de la sábana, cosa que sería bien fácil (lo retuerce maquinalmente sin búsqueda alguna).
Es curioso que lo que sí hace es volver a moverse bruscamente, como hacía al tratar de alcanzar el pato, y mirar de
nuevo un instante sobre el edredón.
Saco entonces el pato de su escondite y lo coloco tres veces al alcance de su mano. Las tres veces intenta cogerlo
pero, en el momento en que va a tocarlo, lo vuelvo a poner, ostensiblemente, bajo la sábana. Entonces Jacqueline
aparta la mano rápidamente y desiste. La segunda y tercera vez le hago coger el pato a través de la sábana y ella lo
agita durante breves instantes, pero no se le ocurre levantar la sábana.

Vuelvo a empezar la experiencia inicial. El pato está sobre el edredón. Al intentar cogerlo, hace que se deslice de
nuevo detrás de un pliegue de la sábana: tras haber mirado un momento el pliegue (que está cerca de su mano), se
da la vuelta y se chupa el pulgar.

Le enseño en seguida su muñeca que grita. Jacqueline ríe. La oculto detrás del pliegue de la sábana: la niña
refunfuña. Hago gritar a la muñeca: la niña no la busca. Se la vuelvo a enseñar y la rodeo con un pañuelo: Jacqueline
sigue sin reaccionar. Hago gritar a la muñeca tras el pañuelo: tampoco obtengo ninguna reacción por parte de la
niña.

Obs. 29. –Jacqueline está sentada a los 0;8 (2) junto a una mesa y mira una caja de cerillas que agito sobre una
bandeja que está en la mesa, haciendo el mayor ruido posible. La caja se desliza suavemente bajo la mesa, sin dejar
de sonar: entonces Jacqueline me mira en lugar de buscar bajo la mesa, sin dejar de sonar: entonces Jacqueline me
mira en lugar de buscar bajo la mesa, de donde puede provenir el ruido que oye.

Repito la experiencia varias veces, todas con resultado negativo.

A los 0;8 (16), pongo ante su mirada unas campanillas formando una bola para facilitar su búsqueda, bajo la
manta. Agito la manta para que suenen las campanillas. La niña no reacciona. Mientras oye el ruido ríe, pero en
seguida sigue mis dedos con los ojos en lugar de mirar bajo la manta.

Tiro del cordón que liga las campanillas y que está visible. Ella me imita y escucha el sonido sin buscar jamás bajo la
manta. Entonces levanto la manta para que vea el objeto: Jacqueline tiende la mano precipitadamente pero cuando
lo va a alcanzar lo tapo y Jacqueline aparta la mano. Repito la experiencia ocultando esta vez las campanillas detrás
de un simple pliegue de la sábana: a pesar de que oye el sonido, su reacción es negativa. Las siguientes pruebas no
aportaron nada de nuevo.

A los 0;9 (8), edad en la que sabe perfectamente levantar una pantalla que intercepta su vista (véase obs. 26 y 27),
Jacqueline juega con un loro. Se lo quito de las manos y lo pongo detrás de un pliegue de la sábana que tiene a la
vista. Doy unas palmaditas por encima y la granalla resuena. Jacqueline hace lo mismo, pero no busca bajo la
sábana. Dejo entrever entonces algunos milímetros de la extremidad de la cola: la niña la mira con curiosidad, como
sin comprender. Trata de cogerla pero toma la sábana al mismo tiempo que al loro: palpa entonces las dos cosas sin
poder disociarlas.

Obs. 30. –A los 0;8 (12), Lucienne se comporta igual que Jacqueline a la misma edad: cuando está a punto de coger
un objeto, al que se hace desaparecer bajo un pañuelo, una manta extendida o la mano del observador, desiste en
seguida.

Cuando oculto su sonajero bajo la manta y lo hago resonar, ella mira en la dirección correcta pero se limita a
examinar la manta, sin tratar de levantarla.

A los 0;8 (15), Lucienne está sentada e intenta apoderarse de una cigüeña de celuloide (contiene granalla) que
acaba de tener en las manos y agitar (véase obs. 22.). Coloco la cigüeña junto a su rodilla derecha y lo tapo con un
borde de la ropa sobre la que precisamente se encuentra la niña: sería pues, bien fácil volverla a encontrar.
Además, Lucienne siguió muy atentamente con la mirada cada uno de mis gestos, que fueron lentos y muy visibles.
Sin embargo, desde que la cigüeña desaparece bajo la ropa, Lucienne aparta de ella los ojos y mira mi mano. La
examina con mucho interés pero ya no se preocupa de la ropa.

Libero la cigüeña, a la vista de Lucienne. La niña coge el objeto, lo que produce una reavivación de su interés. Por
precaución me ocupo de repetir esta maniobra después de cada una de las experiencias que realizo. Por lo demás,
el hecho de descubrir la cigüeña a la vista de la niña debería ayudarla: por esta razón sus reacciones negativas
tienen mayor interés.

Pruebas 2-7: En vez de producirse alguna reacción, Lucienne se limita a mirar mis manos vacías con asombro.

Prueba 8: doy palmaditas sobre la ropa de la cuna, tras haber ocultado la cigüeña a la vista de la niña. Lucienne oye
la cigüeña y da palmadas a su vez. Pues bien, desde que percibe el sonido así producido, mira mi mano (que está
apoyada sobre el borde de la cuna, a 30 cm) como si la cigüeña hubiera de estar todavía allí, o debiera aparecer de
nuevo.

Prueba 9-12: hago las presentaciones parciales del objeto descritas en la obs. 22.

Pruebas 13-15: cuando la cigüeña está completamente oculta de nuevo, Lucienne vuelve a mostrar reacciones
negativas. Otra vez me mira la mano cuando oye la cigüeña sobre la ropa de la cuna. En dos oportunidades incluso
da palmaditas sobre mi mano, como acaba de hacer con la cigüeña cubierta por la ropa: esto vuelve a probar que la
niña considera la cigüeña como una emanación de la mano.

Al día siguiente, 0;8 (16), la misma prueba da el mismo resultado: Lucienne prosigue la búsqueda en mis manos
cuando es ella misma quien golpea sobre la cigüeña tapada por la ropa de la cuna.

Obs. 31. –A los 0;9 (7), Lucienne trata de coger una oca de celuloide que tapo con una manta, unas veces
totalmente y otras parcialmente. Ya hemos visto el principio de las reacciones en la obs. 23: Lucienne consiguió
coger la oca perfectamente cuando percibió el pico (la retiró en esta ocasión de la manta e incluso levantó ésta
previamente), pero fue incapaz de asir el objeto cuando éste estaba tapado por entero.

Al final de la experiencia, facilito las cosas de la siguiente manera: cuando el animal está bajo la manta y Lucienne
ha apartado la mano, doy palmadas sobre la oca, que resuena con toda claridad. Lucienne me imita en seguida,
golpea cada vez más fuerte mientras ríe; pero no se le ocurre levantar la pantalla. Dejo entonces que sobresalga de
nuevo el pico: Lucienne levanta en seguida la manta para buscar el animalito. Lo tapo acto seguido: ella golpea, ríe,
mira un instante mis manos, pero no toca la pantalla.

Obs. 32. –Como ya hemos visto (obs. 24), Laurent deja de llorar a los 0;6 (19) y hasta casi los 0;9, cuando ve
desaparecer el biberón que desea: es como si el niño admitiera que deja de existir substancialmente. A los 0; 7 (3),
en particular, Laurent, que está a dieta desde hace una semana, grita de hambre después de cada comida y retiene
frenéticamente el biberón; sin embargo, basta que oculte lentamente el objeto detrás de mi brazo o mi espalda
para que Laurent se calme. Chilla al verlo desaparecer, pero, en el preciso momento en que deja de verlo, deja de
reaccionar.

A los 0; 7 (28), le enseño un cascabel detrás de un cojín (el cojín de la obs. 27): en tanto lo ve, por poco que sea,
trata de cogerlo por encima de la pantalla, que baja más o menos intencionalmente. Pero basta que el cascabel
desaparezca por completo para que deje de dar lugar a búsqueda alguna.

Vuelvo a emprender la experiencia sirviéndome de la mano como pantalla. Laurent tiene el brazo extendido y está
a punto de asir el cascabel cuando lo hago desaparecer tras mi mano (abierta y situada a 15 cm de él): él aparta en
seguida el brazo como si el cascabel ya no existiera. Agito entonces mi mano, mostrándola siempre por detrás y
manteniendo el cascabel pegado a la palma: Laurent mira atentamente, muy sorprendido de volver a oír el sonido
del cascabel, pero no trata de cogerlo. Doy un poco la vuelta a la mano y ve el cascabel: el niño tiende entonces su
mano en dirección al objeto. Vuelvo a ocultar el cascabel cambiando la posición de la mano: Laurent aparta la suya.
En resumen, no existe aún, de ninguna manera, la noción de que el cascabel está “detrás” de mi mano, pues no
concibe su “revés” (véase obs. 24, reacción 3).

Posteriormente, le pongo el cascabel delante pero, en el momento en que su brazo extendido va a cogerlo, lo
recubro con una delgada tela: Laurent aparta la mano. Golpeo con el dedo índice sobre el cascabel, a través de la
tela, y el cascabel resuena: Laurent mira con mucho interés este fenómeno; poco después sigue con la mirada mi
mano que aparto abierta y la dejo inmóvil un momento (como si fuera a aparecer el cascabel). Pero él no levanta la
tela.

Obs. 33. –A partir de los 0;8, más o menos, Laurent, como hemos visto (obs. 27), comienza a apartar la pantalla e
incluso a inclinarse para ver por encima. Pero, durante todo este nivel intermedio entre la tercera y cuarta fase,
todavía no llega a levantar la pantalla cuando el objeto ha desaparecido por completo. De esta manera, es incapaz a
los 0;8 (8) de volver a encontrar mi reloj bajo su almohadita, que coloqué allí a su vista. Este hecho es sorprendente
si tenemos en cuenta que acaba de buscar con la mano (fuera del campo visual) el reloj que se escapaba (“objeto
táctil” y “prensión interrumpida”: véase obs. 17). Cuando coloco el reloj ante su mirada y, en el momento en que va
a cogerlo, lo tapo con su almohadita, él aparta la mano refunfuñando, aunque le sería bien fácil levantar la
almohada, como hace continuamente cuando está jugando.

A los 0;8 (25), Laurent me mira cuando me pongo un cojín delante de la cara. Empieza alzándose para intentar
verme por encima de la pantalla, después se decide a levantar la pantalla (sabe, pues, que estoy allí). Pero cuando
me acuesto delante de él, y me pongo el cojín en la cabeza, no lo levanta, aunque yo le llame la atención con algún
sonido. Mira simplemente mi hombro en el lugar donde desaparezco bajo el cojín, y eso es todo. Ni siquiera los
objetos que ve cómo oculto bajo el cojín le provocan ninguna reacción. Sólo a partir de los 0; 9 busca el objeto en
tales condiciones.

En suma, mientras la búsqueda del objeto desaparecido simplemente prolonga los


movimientos de acomodación en curso, el niño reacciona a la desaparición. Por el contrario,
desde que trata de hacer más, es decir, de interrumpir los movimientos de prensión, de
acomodación visual, etc., para apartar una pantalla concebida como tal, el niño renuncia a
cualquier búsqueda activa: se limita a mirar la mano del experimentador como si el objeto
debiera surgir de allí. Incluso cuando oye el objeto tras la tela que sirve de pantalla, no da
muestras de creer en su permanencia substancial.

¿Cómo interpretar, por lo tanto, el conjunto de conductas de esta fase? Posiblemente


signifiquen un notable progreso sobre las de la fase anterior. Se atribuye un grado más de
permanencia a los cuadros desaparecidos, ya que el niño espera recuperarlos no únicamente
en el lugar en que se han dejado, sino en lugares situados en la prolongación de su trayectoria
(reacción a la caída, prensión interrumpida, etc.). Basta con comparar esta fase con la anterior,
para comprobar que esta permanencia sigue estando ligada exclusivamente a la acción en
curso y que no implica aún la idea de una permanencia substancial independiente de la esfera
de actividad del organismo. Todo lo que proclama el niño es que si continúa girando o bajando
la cabeza, verá la imagen desaparecida instantáneamente, o que si sigue bajando la mano
volverá a tener la impresión recién experimentada, etc. Además, manifiesta impaciencia o
decepción en caso de fracasar. En fin de cuentas, él siempre sabe buscar el cuadro en su
posición absoluta, es decir, allí donde lo observó al principio de la experiencia (en las manos
del experimentador, por ejemplo): pero esa vuelta a la posición anterior está aún determinada
por la propia actividad; el privilegio de esta posición se debe simplemente al hecho de que
caracteriza el principio de la acción en curso.

Podrían darse dos explicaciones de esta aparente limitación de la permanencia objetiva. En


primer lugar, podría admitirse que el niño cree, igual que nosotros, en un universo de objetos
substanciales; si bien sólo prestaría atención a las cosas sobre las que puede intervenir,
mientras que las demás le llegarían a ser rápidamente indiferentes y serían olvidadas de
inmediato. Por el contrario, según la segunda explicación, los cuadros percibidos no estarían
dotados de permanencia real más que en la medida en que dependieran de la propia acción: el
niño se representaría la existencia de esos cuadros como una especie de resultado del esfuerzo
realizado para utilizarlos y para volverlos a encontrar.

Aunque es difícil decidirse por una de estas dos hipótesis ateniéndose únicamente a los datos
de la primera fase, el examen de la evolución completa de la noción de objeto nos inclina a
escoger la segunda, sobre todo si se tienen en cuenta las implicaciones ocultas sobre las que,
en realidad, se apoyan. En efecto, de ser cierta la primera habría que admitir que el niño
concibe en seguida el mundo como externo a la propia acción y la distingue, por tanto, de la
misma razón, habría que admitir que el niño concibe en seguida el mundo como externo a la
propia acción y la distingue, por tanto, de las relaciones existentes entre las cosas como tales.
Además y por la misma razón, habría que admitir que el universo inicial es parcial, no sólo en la
medida en que es percibido, sino también en tanto se considera que los objetos desaparecidos
ocupan una determinada posición. Por el contrario, la segunda hipótesis atribuye al niño una
especie de solipsismo práctico que hace que los cuadros externos estén disociados, desde un
principio, de las actividades que los utilizan, y que el yo se ignore como sujeto para fundir en
las cosas mismas las impresiones de esfuerzo, tensión, deseo y satisfacción que acompañan los
actos. El universo primitivo no estaría pues, organizado espacialmente, sino en función de la
acción en curso, y el objeto no existiría para el sujeto más que en la medida en que depende
de esta misma acción. Ahora bien, si el problema se plantea en estos términos todo parece
apuntar a la segunda solución. Por una parte, no se comprende cómo disociaría el niño su
actividad del universo en tanto realidad permanente, ya que precisamente no trata aún de
actuar sobre las cosas desaparecidas ni le afecta lo más mínimo la resistencia que le oponen
las cosas. Por otra parte, en seguida veremos que sus conductas más significativas son
contrarias a que se atribuya la creencia en un espacio inmóvil y general en el que se ubicarían
tanto los objetos no visibles como los demás, tanto su propio cuerpo como las cosas. En
realidad, el sujeto no existe para su propia conciencia y menos aún se sitúa en el espacio: por
lo tanto las cosas no se ordenan espacialmente más que en la acción inmediata y sólo siguen
siendo permanentes en función de esta acción.

En efecto, el niño ignora en esta fase el mecanismo de sus propias acciones y no las disocia de
las cosas, que tan sólo conoce a través del esquema total e indiferenciado –llamado “esquema
de asimilación”- que engloba en un mismo acto los datos de la percepción exterior así como las
impresiones internas de naturaleza afectiva, cinestésica, etc. Mientras el objeto está presente,
es asimilado a este esquema y no podría concebirse fuera de los actos a que da lugar. Cuando
desaparece, o bien es olvidado por ser escasamente dinamógeno, o bien da lugar a un
sentimiento de decepción o de espera, así como al deseo de continuar la acción. Se produce
entonces el hecho esencial de la reacción circular o asimilación reproductora: un esfuerzo de
conservación. Este esfuerzo se irradia como siempre en movimientos que prolongan la acción
en curso, y si el cuadro desaparecido se vuelve a encontrar, aparece simplemente como punto
final de la acción. Nada de esto implica la permanencia substancial: la permanencia a la que
nos referimos aquí no es todavía más que la que impregna la actividad circular en general, es
decir, la propia actividad asimiladora. El universo infantil es sólo un conjunto de cuadros que
surgen de la nada en el momento de la acción y vuelven allí cuando la acción acaba. Si se da la
circunstancia de que los cuadros subsisten más tiempo que antes, es porque el niño trata de
prolongar las acciones más que anteriormente: o bien vuelve a encontrar, si prolongarlas, los
cuadros desaparecidos, o bien supone que estos últimos están “a disposición” en la misma
situación que al principio del acto en curso.

La prueba de que esta interpretación es la correcta, por penosa que sea para nuestro
realismo, es que el niño no hace nada para volver a buscar el objeto cuando no está ni en la
prolongación del gesto esbozado, ni en su posición inicial: las obs. 28-33 son decisivas en este
punto.

¿No podrían explicarse estos últimos hechos apelando simplemente a la impericia motriz o a
los fallos de la memoria del niño? No es tan fácil como puede parecer. Por una parte, un niño
de 7-9 meses es capaz de levantar una tela, una manta, etc. (tal como lo hace en las obs. 26 y
27). Por otra, al estudiar las conductas de la cuarta fase, veremos que la constitución del
objeto está lejos de su consumación cuando el niño comienza a buscar bajo las pantallas: al
principio no tiene en cuenta los desplazamientos percibidos y busca siempre el objeto en su
posición inicial…

¿No podría decirse entonces que el objeto existe desde un principio substancialmente, si es
sólo su localización en el espacio lo que plantea dificultades? Más adelante veremos que tal
distinción carece de significado: la existencia del objeto conlleva su ordenación en el espacio,
pues la elaboración del espacio no es otra cosa que la objetivación de los cuadros percibidos.
Una realidad que permanece simplemente “a disposición” de la acción sin estar situada en
“grupos” objetivos de desplazamiento no es un objeto: es únicamente un acto virtual.

Añadamos, por último, que el estado de cosas en que nos deja esta tercera fase es aún
incoherente. Por una parte, el niño tiende a atribuir cierta permanencia visual a los cuadros
que prolongan las acomodaciones de la mirada. Por otra, tiende a volver a encontrar lo que se
le escapa de las manos y a constituir de esta forma una especie de objeto táctil. Pero no hay
todavía ilación entre los dos ciclos: el niño no trata aún de coger la cosa que desaparece de su
campo visual si no ha estado antes en contacto con sus manos. Llevar a cabo esta coordinación
será la tarea de la cuarta fase.

3. LA CUARTA FASE: BÚSQUEDA ACTIVA DEL OBJETO DESAPARECIDO, SIN TENER EN


CUENTA LA SUCESIÓN DE DESPLAZAMIENTOS VISIBLES.

El comienzo de esta cuarta fase está marcado por una conquista esencial. El niño no se
limita ya a buscar el objeto desaparecido cuando se encuentra en la prolongación de
los movimientos de acomodación a partir de ahora lo busca incluso fuera del campo
perceptivo, es decir, detrás de las pantallas que se han podido interponer entre el
sujeto y el cuadro percibido. Este descubrimiento se debe al hecho de que el niño
comienza a estudiar los desplazamientos de los cuerpos (cogiéndolos, moviéndolos,
balanceándolos, ocultándolos y volviéndolos a encontrar, etc.) y a coordinar así la
permanencia visual y la táctil, pues, como acabamos de ver, éstas seguían aún aisladas
en la fase precedente.
Sin embargo, estos descubrimientos no señalan aún, como podría parecer, el
advenimiento definitivo de la noción de objeto. En efecto, la experiencia muestra que
cuando el objeto desaparece sucesivamente en dos o más lugares distintos, el niño le
confiere aún una especie de posición absoluta: no tiene en cuenta sus sucesivos
desplazamientos, aunque son bien visibles, y parece razonar como si el emplazamiento
en que encontró el objeto la primera vez siguiera siendo el mismo en el que lo volverá
a encontrar cuando lo desee. El objeto de la cuarta fase está aún en una posición
intermedia entre la “cosa a disposición” de las fases precedentes y el “objeto”
propiamente dicho de la quinta y sexta fase.

¿A qué edad comienza el niño a buscar el objeto oculto tras una pantalla? Según
hemos podido observar, esto ocurre entre los 0 y 10 meses. Pero como es bastante
difícil establecer con precisión la frontera entre la tercera yt cuarta fase, si queremos
atenernos a un criterio preciso, es decir, a la aparición de la conducta consistente en
levantar la pantalla para alcanzar el objetivo, la presente fase no aparece hasta los 0;9,
más o menos, lo que representa un desajuste muy comprensible, con relación a la fase
correspondiente del desarrollo de la inteligencia (El nacimiento de la inteligencia en el
niño, cap. 4):

Obs. 34 –Laurent se divierte a los 0;8 (29) con una caja de hojalata (véase op. Cit., obs. 126). Se la quito
y la coloco bajo la almohada: mientras que cuatro días antes no experimentaba ninguna reacción en una
circunstancia similar (véase obs. 33), ahora coge la almohada y percibe la caja de la que se apodera acto
seguido. En una segunda prueba, la reacción es idéntica. Pero ¿Se debe al azar o es una conducta
intencional? Sin duda, aquí no hay más que una simple tentativa por parte de Laurent, pero todavía no
una anticipación real. Lo que demuestra su inercia cuando altero un poco las condiciones de la
experiencia. En la tercera prueba, sitúo la caja a 15 cm de él y en el momento en que alarga la mano, tapo
el objeto con la misma almohada: él aparta en seguida la mano.

Los días siguientes experimenta reacciones análogas de difícil interpretación. Por el contrario, a los 0;9
(17), basta que vea desaparecer una pitillera bajo un cojín, para que levante la pantalla y descubra el
objeto. Desde las primeras pruebas, la pitillera estuvo completamente oculta: no obstante, Laurent
desplaza el cojín con una mano y trata de coger la pitillera con la otra. Por lo general, cuando el objeto
desaparecía por completo, Laurent mostraba menos entusiasmo, aunque no abandonaba la búsqueda
hasta el final.

A los 0;9 (20) es capaz de encontrar mi reloj bajo un edredón, una tela, etc. A los 0;9 (24), busca un patito
bajo su almohada, una tela desplegada, etc. La conducta ya está adquirida y se acompaña de un creciente
interés.

Obs. 35. –Como hemos visto, Jacqueline presentó hasta los 0;9 (22) las reacciones típicas de la tercera
fase (véase obs. 8-9, 13-14, 25 y 28-29). No obstante, desde los 0;9 e incluso desde los 0;8 (15), se
empiezan a observar en ella buscas esporádicas del objeto oculto.

Las más elementales son una simple derivación de la “supresión de obstáculos que impiden la
percepción”, de la que hablamos a propósito de las obs. 26 y 27: en un momento dado, en lugar de
limitarse a levantar la almohada o la sábana que tapan su rostro, llega a apartarlas cuando cubren a otra
persona:
A los 0;8 (14), por ejemplo, Jacqueline está acostada en mi cama, a mi lado. Me tapo la cabeza llamándole
la atención con un sonido, me destapo y vuelvo a taparme: la niña ríe a carcajadas y aparta luego la
sábana para verme. Se observa en ella una actitud de espera y de vivo interés.

A los 0;8 (16) está frente a una manta colocada entre ella y yo, al alcance de su mano, pero que, sin
embargo, no toca. La llamo desde atrás de la pantalla. Responde a cada sonido, pero no se le ocurre bajar
la manta. Me levanto, me dejo ver un breve instante y desaparezco tras la manta. La baja entonces con la
mano y alarga la cabeza para verme. Ríe al comprobar su triunfo. Vuelvo a empezar situándome más
abajo. Jacqueline acaba por levantar la manta cuando estoy completamente cubierto por ella.

Estas dos conductas pertenecen ya, sin ningún género de dudas, a la cuarta fase en lo que respecta al
mecanismo de la inteligencia, puesto que hay subordinación de los medios al fin, junto a coordinación de
esquemas heterogéneos. Por el contrario, en relación con la noción de objetos (cuya elaboración
presenta, naturalmente, un retraso respecto a los progresos del funcionamiento intelectual en general, ya
que es el resultado de estos progresos, en vez de engendrarlos ella por sí misma), estas observaciones
están a medio camino entre la tercera y la cuarta fase: Jacqueline, qué duda cabe, proclama mi presencia
en las sábanas o la manta, actitud que pertenece a la cuarta fase, pero los movimientos que hace para
encontrarme prolongan de tal manera los de las obs. 26 y 27 que participan aún de la tercera fase.
Añadamos que el objeto buscado a través de estas conductas es una persona y que las personas son
evidentemente las más fáciles de substantivar entre los cuadros sensoriales percibidos por el niño: es, por
lo tanto, natural que ya a los 0;8 (15) Jacqueline se comporte, respecto a su padre, como acabamos de
ver, cuando se da la circunstancia de que es incapaz de encontrar un juguete cualquiera oculto por una
pantalla.

En cuanto a la búsqueda de objetos inanimados desaparecidos tras las pantallas, los primeros intentos
de Jacqueline, tuvieron lugar a los 0;9 (8) y a los 0;9 (20). A los 0;9 (8), es decir, justo después de los
hechos de la obs. 29, Jacqueline está sentada en un sofá y trata de alcanzar mi reloj. Lo pongo bajo el
borde de la manta sobre la que está la niña: Jacqueline toquetea en seguida el borde de la manta, ve el
reloj y se apodera de él. Oculto nuevamente el objeto y ella lo busca. Repito ocho veces la experiencia con
el mismo resultado.

Los días siguientes vuelve a desinteresarse por los objetos desaparecidos. Por el contrario, a los 0;9 (20),
oculto su loro de juguete bajo el edredón, después que ella se distrajo levantándolo espontáneamente:
vuelve a coger el edredón, ve el loro y se apodera de él. El juego se repite en la segunda prueba, pero con
una cierta lentitud. A la tercera prueba, la búsqueda parece haberle dejado de interesar totalmente.

A los 0;9 (21) y 0;9 (22), Jacqueline vuelve a caer en las conductas características de la tercera fase (véase
obs. 14); después, a los 0;9 (23), hace un nuevo progreso:

Obs. 36. –A los 0;9 (23), es decir, al día siguiente de la última observación en relación con la “prensión
interrumpida” (obs. 14), presenta una reacción que pertenece claramente a las de la cuarta fase como
prolongación de las de la tercera.

Recordemos que a los 0;9 (21) y 0;9 (22), cuando Jacqueline trataba de coger un objeto colocado sobre
sus rodillas y yo interponía una pantalla entre su mano y la cosa, ella renunciaba a su tentativa excepto en
el caso de que sus dedos hubieran rozado ya el objeto. Ahora bien, a los 0;9 (23), enfrentada a la misma
situación, prosigue su búsqueda a condición de que el gesto de asir haya sido esbozado antes de la
desaparición visual del objeto.

Así pues, le pongo una goma sobre las rodillas y la tapo con la mano en el momento en que ella tiende la
suya. Jacqueline tiene la mano a unos 5 cm de la goma y, por lo tanto, no ha tocado aún el objetivo: sin
embargo la sigue buscando bajo mi mano, hasta conseguir la meta. La reacción es idéntica si la niña tiene
su mano sobre la mía en el momento en que oculto la goma. Por el contrario, si el gesto de asir no ha sido
esbozado antes de que yo le oculte la goma, no se desencadena después.
Obs. 37. –Repito la experiencia a los 0;10 (3). Le coloco una esponjita en las rodillas y la tapo con la
mano. Contrariamente a lo que ocurría hace unos días, Jacqueline toma en seguida mi mano, la aparta a
un lado y se apodera del objeto. Esta acción se repite muchas veces con diversos objetos: pinzas, pipa,
etc. Además, aunque Jacqueline no haya esbozado gesto alguno antes de que yo oculte el objeto, lo busca
una vez oculto.

Poco después, coloco su loro bajo una manta: ella la levanta en seguida y busca el objeto.

Presenta las mismas reacciones a los 0;10 (6) y los días siguientes. A los 0;10 (12), rasca una sábana por la
parte de fuera, y cada vez que lo hace saco el dedo índice por debajo, lo que la hace reír. En un momento
dado, ella rasca pero yo no saco la mano: entonces, levanta la sábana para buscarla. Poco después, una
nueva decepción: levanta nuevamente la sábana, pero como no ve mi mano, que aparto adrede más
profundamente, le levanta aún más hasta que percibe mis dedos.

Es evidente que cree en la existencia substancial del objeto desaparecido, sea cual sea la pantalla
interpuesta entre ella y él.

Obs. 38. –Lucienne, a los 0;9 (25), presenta, al igual que Jacqueline a su edad, conductas intermedias
entre las de la segunda y tercera fase. Además, estas conductas intermedias de Lucienne son interesantes
ya que anuncian desde un principio el carácter propio de la presente fase, consiste en la dificultad para
concebir las sucesivas posiciones del objeto desaparecido. Distinguiremos dos partes en la experiencia.

I. Primera prueba. Lucienne está sentada sobre las mantillas. Coloco bajo el borde de éstas una
muñeca de goma que le es familiar y a la que le gusta chupar y mordisquear. Lucienne me mira
(actúo lenta y visiblemente), pero no reacciona.
Segunda prueba. Esta vez dejo fuera los pies de la muñeca: Lucienne les pone la mano encima
inmediatamente y saca la muñeca de debajo de las mantillas.
Tercera prueba: Nuevamente oculto el objeto por completo. Lucienne toquetea las mantillas,
llega a levantarlas, como si hubiera descubierto este nuevo proceder durante su tanteo, y
percibe una extremidad de la muñeca: se inclina para ver mejor y la mira asombrada.
Finalmente no la coge.
Cuarta y quinta prueba (a partir de aquí oculto la muñeca totalmente): la niña reacciona
negativamente.
Sexta prueba: Lucienne toquetea de nuevo las mantillas y hace aparecer la mitad del objeto.
Esta vez lo mira con gran interés durante mucho tiempo, como si no lo reconociera.
Posteriormente lo coge y lo chupa.
Séptima prueba: Lucienne busca inmediatamente y coge al mismo tiempo las mantillas y la
muñeca; tiene dificultad para disociar los dos objetos.
Octava prueba: levanta en seguida las mantillas, pero se inclina para ver de cerca la muñeca
antes de cogerla, como si no estuviera segura de su identidad.

II. Primera prueba. Ahora coloco la muñeca bajo una manta, a 10 cm del emplazamiento primitivo.
Levanto la manta, pongo la muñeca en el suelo y la tapo lenta y visiblemente. Tan pronto como
la muñeca está oculta, Lucienne manifiesta su cólera, aunque le sea tan fácil como antes volver
a encontrar. Refunfuña un instante, pero no busca en ningún sitio.
Segunda prueba: Vuelvo a poner la muñeca bajo las mantillas como al principio: Lucienne la
busca en seguida y la encuentra.
Tercera prueba: Coloco de nuevo el objeto bajo la manta. Sorprendentemente, Lucienne no sólo
no intenta levantarla, sino que sigue toqueteando y acaba por levantar las mantillas.
Cuarta, quinta y sexta prueba: la niña reacciona igual. La noche de ese mismo día tiene lugar una
experiencia idéntica: Lucienne busca bajo las mantillas, pero no bajo la manta.
Como puede verse, las obs. 34, 36 y 38 representan una transición entre la
fase anterior y la que estamos analizando. Hay alguna novedad en el sentido
de que en cada una de estas observaciones, tanto en las 36 y 38 como en la
37, el niño se entrega a una búsqueda activa del objeto desaparecido: no se
contenta con prolongar un gesto de acomodación (como el de bajar los ojos,
girar la cabeza, etc.), sino que aparta la pantalla que oculta el objeto, o busca
bajo la pantalla. En la obs. 36, el niño no se dedica a esta búsqueda más que si
el gesto de la prensión se ha esbozado previamente, cuando el objeto era aún
visible. Ocurre como si el niño no tuviera todavía bastante fe en la
permanencia para entregarse a una búsqueda del objeto, cuando esta
búsqueda no ha sido comenzada en presencia de objeto. Asimismo, en la bos.
38, el niño no trata más que poco a poco de buscar bajo la pantalla, y cuando
encuentra la cosa deseada, la examina como si dudara de su identidad. A
continuación (obs. 37 y final de la obs. 38), por el contrario, la búsqueda tiene
lugar siempre, al menos dentro de los límites que vamos a definir ahora.
En efecto, el mayor interés de esta fase radica en que la búsqueda activa del
objeto desaparecido no es desde un primer momento general, sino que queda
sometida a una condición restrictiva: el niño sólo busca y concibe el objeto en
una posición privilegiada, que es la del primer emplazamiento en que fue
ocultado y vuelto a encontrar. Esta particularidad es la que nos permite
oponer la presente fase a las siguientes, y sobre la que conviene insistir ahora.
Al menos en el período más característico de esta fase, sucede lo que
describimos a continuación. Imaginemos un objeto que se esconde en A: el
niño lo busca y lo encuentra. Después se pone el objeto en B y se tapa ante la
mirada del niño: éste, que no ha cesado de mirar el objeto y que lo ha visto
desaparecer en B, no obstante, trata en seguida de encontrarlo en A. Es lo que
llamaremos la “reacción típica” de la cuarta fase. Hacia el final de la fase
aparece una reacción que consideramos como “residual” y que es la siguiente:
el niño sigue con los ojos el objeto en dirección a B, lo busca en este segundo
lugar y, si no lo encuentra inmediatamente (porque el objeto está escondido
muy profundamente, etc.), vuelve a A.
Empecemos por describir la “reacción típica”. Hay que señalar que esta
reacción estaba anunciada desde la tercera fase por una serie de indicios en
los que, sin duda, se habrá reparado. Por ejemplo, se subrayó que en las obs.
28-30, el niño de la tercera fase renuncia a buscar el objeto ocultado detrás de
una pantalla anque, en realidad, sin renunciar a toda investigación, pues busca
el objeto en el mismo lugar en que se encontraba antes de haber sido
colocado tras la pantalla. Así, en la obs. 28, Jacqueline busca el pato sobre el
edredón e incluso, vuelve a agitarse para hacerlo caer, aunque lo vio deslizarse
desde allí hasta quedar bajo un pliegue de la sábana. En la obs. 30, Lucienne,
después de haberme visto poner una cigüeña bajo una ropa, mira mi mano
como para ver si la cigüeña está ahí todavía. En nuestra opinión, estas
conductas demuestran que el objeto no es aún, en esta fase, una cosa
substancial que permanece allí donde es desplazada, sino una cosa “a
disposición” allí donde la acción ya la utilizó. Esto es precisamente lo que se
produce durante toda la cuarta fase: el niño aprende a buscar el objeto detrás
de una pantalla –lo que representa un avance respecto a la segunda fase-,
pero vuelve siempre a la misma pantalla, aunque se desplace la cosa de una
situación a otra, ya que la primitiva pantalla le parece que constituye el lugar
privilegiado donde se consuma la acción de volver a encontrar.

Obs. 39. –Jacqueline, a los 0;10 (3), justo después de los hechos transcritos ese día en la obs.
37, mira al loro colocado sobre sus rodillas.
I. Pongo una mano sobre el objeto: ella la levanta y coge al loro. Se lo quito y, ante su
mirada, lo alejo muy lentamente para situarlo debajo de un tapete, a 40 cm de allí.
Durante este tiempo vuelvo a poner la mano sobre sus rodillas. Desde que Jacqueline
deja de ver el loro, vuelve a dirigir la mirada a las rodillas, levanta mi mano y busca
debajo. La reacción es la misma durante tres pruebas sucesivas.
II. Simplifico entonces la experiencia de la siguiente manera: en lugar de ocultar al loro
bajo el tapete, lo pongo bien a la vista al borde de la mesa, a 50 cm. En la primera
prueba, Jacqueline levanta mi mano y busca visiblemente debajo, sin dejar de mirar a
cada instante el loro sobre la mesa.

Segunda prueba: levanta mi mano de sus rodillas sin mirar debajo y sin apartar los
ojos del loro.

Tercera prueba: aparta un instante la mirada del loro que está en la mesa y busca bajo
mi mano con mucha atención. Después mira de nuevo el objeto, al tiempo que aparta
mi mano.

Cuarta prueba: levanta mi mano sin mirarla. Ya que esta última reacción puede
deberse al automatismo, renuncio a la experiencia, e ideo algunos días más tarde el
siguiente plan:

Obs. 40. –A los 0;10 (18), Jacqueline está sentada sobre un colchón, sin nada que
pueda molestar ni distraer (no hay mantas, etc.). Le quito de las manos su loro y lo
oculto dos veces consecutivas bajo el colchón, a su costado izquierdo, en el punto A.
Las dos veces, Jacqueline busca inmediatamente el objeto y se apodera de él. A
continuación lo tomo de sus manos y lo conduzco, muy lentamente y bajo su mirada,
al lugar correspondiente situado a su derecha, bajo el colchón, en el punto B.
Jacqueline mira este movimiento con mucha atención, pero, en el momento en que el
loro desaparece en B, se da la vuelta hacia la izquierda y lo busca donde estaba antes,
en el punto A.

En el curso de las cuatro pruebas siguientes, oculto el loro en B, sin haberlo puesto
previamente en A. Jacqueline me sigue atentamente sin haberlo puesto previamente
en A. Jacqueline me sigue atentamente con la mirada en cada ocasión. No obstante,
cada vez trata inmediatamente de volver a encontrar el objeto en A: da la vuelta al
colchón y lo examina concienzudamente. Durante las dos últimas pruebas, sin
embargo, la búsqueda es más moderada.

Sexta prueba: la niña ya no busca.

A partir del final del undécimo mes las reacciones no son tan simples y corresponden
al tipo que llamamos “residual”.
Obs. 41. –Como se recordará (obs. 38), Lucienne rehusaba ya, a los 0;9 (25), busca una
muñeca bajo una manta después de haberla encontrado antes debajo de otro tejido.
Incluso llegó a buscar la muñeca bajo la tela después de haberla visto tapar con la
manta. (ibid., II, 3º prueba).

I. Algunos días más tarde, a los 0; 10 (3), Lucienne está sentada con una manta
sobre las rodillas y una tela extendida en el suelo, a su izquierda. Oculto su
muñeca de goma bajo la manta, en el punto A: Lucienne la levanta sin dudar
y busca. Halla la muñeca y la chupa. Coloco en seguida la muñeca bajo la
tela, en B, tratando de que Lucienne pueda verme bien. Ella me mira hasta
que la muñeca está totalmente cubierta; después vuelve la mirada al punto
A, sin dudarlo, y levanta la manta. Busca un buen rato decepcionada.
Reacciona de la misma manera durante cuatro experiencias sucesivas, con
una perfecta regularidad. El fracaso no parece descorazonarla lo más
mínimo.

II. A continuación, modifico la experiencia para simplificarla y acercarla a la


obs. 39, II serie. Una vez que Lucienne ha buscado en A el objeto ocultado en
B, vuelvo a levantar la tela en B para hacerle ver que la muñeca está allí;
después la tapo tranquilamente: Lucienne mira la muñeca situada en B y,
como movida por un nuevo impulso, ¡vuelve a A para proseguir la búsqueda!
Durante las siguientes pruebas actúo igual y la niña reacciona de idéntica
forma, con lo que se demuestra que la reacción de la obs. 39, II serie no se
debía solamente a la perseverancia.

Obs. 42 –A los 0;10 (9), Lucienne está sentada en un sofá y juega con un
pato de felpa. Se lo pongo en las rodillas y coloco sobre él un cojincito rojo
(situación A): Lucienne levanta en seguida el cojín y se apodera del pato.
Luego coloco el pato a su lado, sobre el sofá (situación B) y lo tapo con otro
cojín, amarillo en esta ocasión. Lucienne sigue con la mirada todos mis
pasos, pero desde que el pato está oculto, vuelve al cojincito. A, colocado
sobre sus rodillas, lo levanta y busca. Haciendo gestos de decepción, le da
vueltas en todos los sentidos y, finalmente, desiste.

Tiene la misma reacción tres veces seguidas. A los 0;10 (26), Lucienne está
sentada. Pongo un lápiz entre sus rodillas, en A, bajo una manta. Ella la
levanta y coge el lápiz. Lo pongo seguidamente en B, bajo la misma manta,
pero a su izquierda: Lucienne mira lo que hago, mira el lugar B cierto tiempo
después que el objeto ha desaparecido, pero, finalmente, busca en A.
Posteriormente la reacción cambia un poco y se convierte en una reacción
del tipo residual. (véase obs. 49.).

Obs. 43. –Laurent, a los 0;9 (16), se balancea en su hamaca. Cuelga de los
cordones, por encima de él, una cadena que resuena a cada balanceo.
Laurent mira sin cesar, con mucho interés. Tomo entonces la cadena y la
llevo muy lentamente detrás de mi espalda. Laurent sigue con la mirada el
desplazamiento del objeto. Una vez está oculta la cadena, la agito y hace
ruido: Laurent aparta la vista de mí y busca en el vacío un buen rato, sin
tener en cuenta la dirección del sonido que oye. Esta primera observación,
aunque no se refiere a la búsqueda manual del objeto, muestra claramente
cómo Laurent, al principio de esta fase, no distingue aún el orden de
sucesión de los desplazamientos del objeto cuando trata de situarlo.
Desde los 0;9 (17), es decir, desde el día siguiente, vuelvo a encontrar el
mismo comportamiento en relación con las búsquedas manuales, como
muestran las siguientes observaciones.
Obs. 44. –A los 0;9 (17), inmediatamente después de haber descubierto un estuche bajo un cojín (ver obs. 34),
Laurent está sentado en un sofá, entre una manta A (a la derecha) y una prenda de lana B (a la izquierda). Pongo mi
reloj debajo de A: levanta suavemente la manta, percibe una parte del objeto, lo descubre y lo coge. Ocurre lo
mismo una segunda y una tercera vez, pero con una frecuencia creciente. Coloco entonces el reloj bajo B: Laurent
sigue atentamente esta maniobra, pero en el momento en que el reloj desaparece debajo de la prenda B, vuelve
hacia la manta A y busca el objeto debajo de esta pantalla. Pongo nuevamente el reloj bajo B: lo busca de nuevo
bajo A. Por el contrario, cuando vuelvo a colocar por tercera vez el reloj bajo la prenda B, Laurent, que tiene la
mano extendida, la levanta inmediatamente sin volver a A: encuentra en seguida el reloj. Trato por cuarta vez de
poner el reloj debajo de B, pero en el momento en que Laurent tiene las dos manos en el aire: mira atentamente mi
gesto, después se vuelve y busca de nuevo el reloj en A…
Vemos, por tanto, que aparte de la prueba en cuyo comienzo Laurent tenía ya la mano dirigida hacia la pantalla B,
el niño ha buscado regularmente el objetivo en A aunque acaba de verlo desaparecer bajo B.

Obs. 45. –Un cuarto de hora más tarde, reemprendo una experiencia similar con Laurent, que está sentado en un
sofá, flanqueado por un cojín A (a la derecha) y un cojín B. Al principio se distrae levantando B, antes de que yo
oculte algo debajo. Entonces coloco mi reloj bajo A: Laurent, que ha seguido con la mirada mi gesto, busca
brevemente debajo de A, pero no encuentra nada; acto seguido coge el cojín B y juega con él. Coloco dos veces
consecutivas el reloj bajo A: el niño lo busca y lo encuentra. Posteriormente lo coloco debajo de B: Laurent levanta
B y lo encuentra. Lo pongo otra vez bajo A: él busca en ese punto inmediatamente. Por último, lo sitúo dos veces
debajo de B, sin embargo, las dos veces vuelve a A.
¿Representa esta serie de reacciones un progreso respecto a la anterior (el número de respuestas positivas es, en
efecto, mayor que antes) o bien manifiesta simplemente la ausencia de reacción sistemática, ausencia debida a un
cierto desinterés y al hecho de que la costumbre de buscar los objetos desaparecidos es aún reciente? Lo que viene
a continuación mostrará que esta segunda interpretación es la correcta: en efecto, durante algunas semanas
después, cuando mayor es el esfuerzo de Laurent por volver a encontrar el objeto desaparecido, más busca en el
primitivo emplazamiento, A.
Por ejemplo, a los 0;9 (20), Laurent está en su cuna y me mira mientras yo oculto bajo su edredón A (a su derecha)
un pato de plástico. Laurent lo encuentra allí inmediatamente, pero, cuando se lo quito para esconderlo bajo la
sábana B (a su izquierda), lo sigue con la mirada, después se da la vuelta y lo busca debajo de A. Vuelvo a colocar el
pato en A: Laurent lo coge. Lo pongo otra vez en B: Laurent, después de haber visto la tela B cubrir el objeto, sigue
con la mirada mi mano y busca allí el pato. En la tercera prueba, a pesar de que el pato está de nuevo en B, Laurent
lo busca en A.
A los 0;9 (21), Laurent está sentado entre una almohada A y una toalla B. Escondo tres veces seguidas mi reloj
debajo de A, y Laurent lo encuentra. Después lo coloco alternativamente bajo B y bajo A. Cada vez que el reloj está
debajo de A, el niño lo encuentra. Las dos primeras veces que está bajo B, lo busca debajo de A. Por el contrario, la
tercera vez, levanta B, pero cuando su mano está a 2 cm de la toalla, el reloj desaparece por debajo.
A los 0;9(23), Laurent está sentado entre un babero A y una almohada B. Oculto la cadena de mi reloj, dos veces
seguidas, debajo de A, y luego debajo de B y de A, alternativamente. Las veces que está bajo A, Laurent la
encuentra. Por el contrario, de un total de cinco pruebas bajo B, vuelve cuatro veces bajo A y no trata más que una
vez de buscar el objetivo debajo de B. Este último gesto quizás se explica, como anteriormente, por el hecho de que
había sido esbozado antes de la total desaparición del objeto del campo visual.
A los 0;9 (26), el niño está sentado entre un babero y una tela B. Escondo un cortaplumas bajo A dos veces
consecutivas: Laurent lo encuentra. Después lo oculto alternativamente diez veces bajo A y diez veces bajo B.
Cuando el cortaplumas está debajo de A, Laurent lo busca allí cada vez sin dudarlo. Sin embargo, de las diez veces
que hago la prueba colocándolo debajo de B, Laurent busca ocho veces el objeto debajo de A (aunque cada vez lo
vio desaparecer debajo de B), y sólo dos veces bajo B.
A los 0;9 (28), Laurent está sentado entre dos almohadas A y B. Oculto alternativamente mi reloj en A y en B
(comenzando por A, que está a la izquierda): de cinco pruebas bajo B, no hubo un solo acierto, ¡el niño volvía
siempre a A!
A los 0;9 (30), ocurre lo mismo. Laurent ve desaparecer alternativamente bajo cada almohada, ya sea mi reloj, ya
sea el pato de plástico, ya sea un gato de felpa que le acaban de regalar. A pesar del atractivo de estos objetos, no
los busca más que debajo de A y ¡ni una vez debajo de B, aunque los vio desaparecer por allí!
Lo mismo ocurre a los 0;10 (4), y hasta los 0:10 (16).
Como puede verse, aunque las reacciones de Laurent son un poco menos sistemáticas que las de Jacqueline y las
de Lucienne, no son menos claras. En líneas generales, se puede decir que, entre los 0;9 (17) y los 0;10 (16), Laurent
busca el objeto, cuando éste pasa de una posición inicial A a una ulterior posición B, con mayor frecuencia en A que
en B. Cuando lo busca en B suele ser porque el movimiento de prensión dirigido hacia B ha sido ya esbozado, por lo
que, simplemente, se prolonga. Pero hay algunos casos en los que el niño busca desde un principio en B sin volver a
A. ¿Se deben estos casos al hecho de que Laurent, al estar más adelantado que sus hermanas, recorre más
rápidamente la presente fase, o al hecho de que su interés por las búsquedas de este tipo ha sido menor, según nos
pareció, que el de sus hermanas mayores? Es difícil decirlo sin compararlos con un número suficiente de otros
casos. Lo único seguro es que Laurent, en el espacio de un mes, buscó el objeto en A mucho más a menudo que en
B y que sus reacciones son así asimilables a las de nuestros otros dos sujetos. Desgraciadamente no pudimos
prolongar, durante los siguientes meses, el análisis de su caso, desde el punto de vista del objeto, ya que dirigimos
toda nuestra atención a los problemas derivados del espacio.

Estas “reacciones típicas” de la cuarta fase, observadas en el plazo de dos a cuatro semanas
en nuestros tres niños, no podrían demostrar con mayor claridad que el objeto conserva aún
una posición privilegiada: sucede como si el niño no tuviera en cuenta los desplazamientos que
ha visto y buscara siempre el objeto en el mismo sitio. Posteriormente, el niño hace un
progreso: busca el objeto en su segunda posición (en B). Pero durante algunas semanas más,
basta que no encuentre inmediatamente la cosa desaparecida, o que se le complique el
problema con la inclusión de una tercera posición (C), para que el niño vuelva a la posición A y
busque allí el objeto, como si no hubiera pasado nada entretanto… Esta “reacción residual”
nos parece tan similar a la precedente que puede ser clasificada dentro de la misma fase. Por
lo tanto, habremos de admitir que la quinta fase no empieza hasta el momento en que el niño
renuncia de una vez por todas a volver al punto A para buscar el objeto que ha visto que era
desplazado hasta B o C. Por otra parte, no es nada fácil trazar el límite con exactitud, ya que
estas “reacciones residuales” se pueden encontrar bastante tarde y prolongarse, por un
desajuste, hasta fases posteriores.
Veamos algunos ejemplos:

Obs. 46 –Jacqueline está sentada, a los 0;11 (7), entre dos cojines, A y B. Escondo un cepillo debajo de A.
Jacqueline levanta el cojín, lo encuentra y lo coge. Se lo quito y lo oculto bajo B, pero muy profundamente.
Jacqueline lo busca sumariamente y vuelve a A donde prosigue sus indagaciones con mucha más energía.
A los 0; 11 (15), Jacqueline tiene en las manos una trompeta, que yo le quito para colocarla bajo un edredón, a su
izquierda, en el punto A. Ella la encuentra; luego la escondo en B, o sea, a su derecha, bajo el mismo edredón.
Jacqueline busca en B, pero no la encuentra. Vuelve entonces a A y busca un instante. Después vuelve a B y, tras
algunos segundos, abandona toda tentativa.
Repito la experiencia ocultando el objeto en A, después, cuando lo ha encontrado, en B, pero menos
profundamente: Jacqueline lo busca inmediatamente en B y lo encuentra.
Tercera prueba. La trompeta está situada en primer lugar en A: Jacqueline la busca y la coge. Después la pongo en
B: Jacqueline comienza entonces por buscar en A y luego, solamente luego, busca en B. Finalmente vuelve a A y
desiste.

Obs. 47. –A los 0;11 (21), Jacqueline está en un sillón, y yo oculto a su derecha, en A, un cisne de plástico: ella lo
encuentra. Seguidamente lo pongo a su derecha, en B: lo encuentra igualmente. Cojo entonces el cisne y, ante su
mirada, lo dejo caer al suelo. La niña lo ve caer, incluso se inclina para mirarlo (aunque no se inclina
suficientemente): al no verlo, se dispone en seguida a buscarlo en B, bajo el cojín de la izquierda.
Poco después, hago reaparecer el cisne, lo llevo ante sus ojos, y luego lo dejo caer de nuevo. Ella se inclina una vez
más pero, al no verlo, vuelve al punto B para buscarlo debajo del cojín.

Obs. 48. –Al 1; 0 (0), Jacqueline se balancea en una hamaca colgada del techo. Ese mismo día le han regalado una
muñeca formada de bolas de plástico, rellena de granalla, que resuena al menor movimiento. Coloco la muñeca por
encima de Jacqueline, cogida de los cordones que sostienen la hamaca. Jacqueline se balancea, la muñeca resuena
en seguida y la niña eleva los ojos: reconoce la muñeca y sonríe. Posteriormente tomo la muñeca y, muy
lentamente, la coloco detrás de mi espalda. La hago resonar: Jacqueline ríe, se inclina para ver detrás de mí pero,
como no ve nada, levanta los ojos para mirar con atención el lugar de donde la muñeca estuvo colgada.
Tiene la misma reacción tres veces seguidas y después reacciona negativamente.

Obs. 49. –I. Lucienne, a los 0;10 (26), es decir, inmediatamente después de la última reacción de la obs. 42, busca
un lápiz entre las rodillas, en A, donde yo lo he ocultado. Una vez que lo encuentra, lo coloco en B, bajo la misma
manta, pero a su izquierda. Esta vez, Lucienne busca desde un principio en B y encuentra el objeto.
Más tarde, coloco el lápiz sucesivamente en A, en B y en C, o sea, bajo la misma manta pero a su derecha. Lucienne
busca acertadamente y encuentra el lápiz en A y después en B. Por el contrario, desde que ve desaparecer el lápiz
en C ¡busca en A!

II. Escondo ahora la cadena de mi reloj en A: Lucienne la busca y la encuentra. Después la pongo en B, pero más
profundamente: Lucienne la busca aunque, al no verla en seguida abandona su investigación y ¡vuelve a buscar en
A! Posteriormente reacciona de la misma manera.

III. Esta vez oculto mi reloj en A, y después en C, descartando ya la posición B.


Lucienne encuentra sin dificultad el reloj en A, pero no trata ni una sola vez
de buscarlo en C, a pesar de reiteradas experiencias: cuando ve desaparecer
el reloj en C, lo busca desde un principio en A. Hay, pues, una vuelta a la
reacción de las obs. 41 y 42, desde el momento en que se añade una
posición.

Obs. 50 –Veamos ahora las últimas “reacciones residuales” de la tercera fase observadas en Laurent en la misma
situación, lo que no impedirá que estas reacciones, como veremos más adelante (obs. 51), reaparezcan en otras
circunstancias. Vale la pena descubrir estos últimos hechos para analizar el modo de extinción de una conducta tan
sistemática.

A los 0;10 (27), Lucienne está sentada, con las piernas separadas. Coloco la cadena de mi reloj entre sus rodillas, y
la tapo con una almohada (A): la busca y la encuentra. A continuación la pongo a la izquierda, bajo una tela (B):
Lucienne la busca allí pero levantando apenas el tejido, y vuelve en seguida a ver debajo de la almohada, situada en
el punto A. En la segunda prueba, busca más detenidamente bajo la tela B, y encuentra el objeto. Sin embargo,
cuando coloco la cadena en un tercer emplazamiento, C, ella sólo busca bajo la almohada o la tela, o sea, en A o en
B.

A los 0; 11 (3) se reproduce la misma experiencia. Lucienne busca y encuentra en A. Cuando el objeto está en B,
mira largamente el emplazamiento B, después busca en A, sin mucha convicción, y vuelve a B.

A los 0; 11 (26), cuando el objeto está en B, Lucienne busca en B pero no lo encuentra de inmediato: vuelve
entonces a A, poco entusiásticamente y como para hacer algo. Tiene la misma reacción tres veces sucesivas, pero a
manera de ritual.

Al día siguiente, a los 0;11 (27), tiene la misma actitud. Pongo una pelota en A, bajo una manta de goma, a su
izquierda; cuando la encuentra llevo lentamente la pelota bajo su cuna. Lucienne trata de ver, empinándose,
después vuelve en seguida bajo la goma, en A, la aparta. Parece que sigue buscando, pero relajadamente.

Veamos, finalmente, la última reacción del mismo tipo. A los 0; 11 (30), Lucienne, sentada en su cuna, busca mi
reloj, que siempre le llama poderosamente la atención, debajo de una tela situada a su izquierda, en A. Luego hago
desaparecer el reloj bajo la cuna, a la derecha, en B. Hago tres pruebas sucesivas:

1. Mira en B y busca en la dirección correcta. Se inclina para ver mejor. Después hace un gesto de decepción,
incluso refunfuña. Acto seguido, como si se le acabara de ocurrir, busca en A, bajo la tela, con cierta
insistencia; luego desiste.
2. Se repiten las mismas reacciones, pero sólo busca a su izquierda sumariamente, como por obligación. No
hay una verdadera búsqueda.
3. Tiene las mismas reacciones; Lucienne se limita a pellizcar la tela en A, sin levantarla ni buscar: sin duda,
no cree ya en lo que hace. A continuación, Luciene pasa a la quinta fase.
Antes de analizar estos hechos en su conjunto, valdrá la pena citar algunos casos de
“reacciones residuales” análogas a las precedentes, pero que reaparecen a lo largo de las
siguientes fases por obra de un “desajuste” que se explica por la dificultad de los problemas en
juego. El examen de estas reacciones tardías nos ayudará a comprender la verdadera
naturaleza de los hechos precedentes:

Obs. 51-Lucienne está en el jardín con su madre a los 1;3 (9). Yo llego en seguida: me ve venir, me sonríe, sin duda
alguna me ha reconocido (estoy a 1,50 m, aproximadamente). Su madre le pregunta entonces: “¿Dónde está
papá?”: curiosamente, Lucienne se vuelve inmediatamente hacia la ventana de mi despacho, donde me ve
habitualmente, y señala esta dirección. Poco después, repetimos la experiencia: acaba de verme a un metro de ella
y cuando su madre pronuncia mi nombre, Lucienne se gira de nuevo hacia mi despacho.

Se revela aquí sin ningún género de duda que, si no existo para ella por duplicado, al menos doy lugar a conductas
distintas, no sintetizadas ni excluyentes entre sí sino, simplemente, yuxtapuestas: por un lado está “papá en su
ventana” y por otra “papá en el jardín”.

Al 1;6 (7), Lucienne está con Jacqueline, que acaba de pasar una semana en la cama en una habitación aparte, y se
ha levantado hoy. Lucienne le habla, juega con ella, etc., lo que no impide que, poco después, suba por la escalera
que conduce al lecho vacío de Jacqueline y ría por adelantado antes de entrar en la habitación, como hizo durante
todos esos días: espera, pues, encontrarla en la cama y le sorprende llevarse un chasco.

Todavía a los 2;4 (3), Lucienne oye ruido en mi despacho y me dice (¡a mi!) en el jardín: “Papá está ahí arriba”.

Finalmente, a los 3:5 (0), tras haber acompañado a su padrino y haberle visto marcharse en automóvil, Lucienne
entra en la casa y se dirige a la habitación donde dormía éste, diciendo: “Quiero ver si el padrino se ha ido”. Entra
sola y se dice a sí misma: “Si, se ha ido.”

Como se sabe, hay un juego que consiste en decirle a los niños: “Ve a ver si estoy en mi habitación” y, a menudo, el
niño cede a la sugerencia. A Jacqueline y Lucienne no les habíamos propuesto nunca este juego, pero Lucienne cayó
en la trampa después de la observación precedente. Probablemente esto se debiera a alguna reacción residual
análoga a las precedentes.

Obs. 52. –Citemos, por último, una observación no referida a nuestros hijos sino a un primo de más edad, y que nos
sugirió el conjunto de investigaciones precedentes. A los 13 meses, Gérard sabe ya caminar y juega a la pelota en
una habitación grande. Lanza, o mejor dicho, deja caer la pelota delante de él y, bien sea a pie o a cuatro patas,
corre a recogerla para volver a empezar. En un momento dado, la pelota rueda bajo un sillón. Gérard la ve y, a duras
penas, la saca para seguir jugando. A continuación, la pelota rueda bajo un sofá, situado en el otro extremo de la
habitación. El niño la ve entrar bajo los flecos del sofá: se agacha para encontrarla. Sin embargo, dado que el sofá es
más profundo que el sillón, y que los flecos impiden ver con claridad, Gérard desiste en seguida de su intento: se
pone en pie, cruza la habitación, va derecho al sillón y explora cuidadosamente debajo, el lugar ocupado
anteriormente por la pelota.

El hecho general, común a todas estas observaciones es, por lo tanto, que el niño, después de
haber visto desaparecer un objeto bajo una pantalla B, lo busca bajo la pantalla A, donde lo
buscó y encontró un instante antes. En las obs. 39 a 45, que caracterizan lo que hemos llamado
la “reacción típica” de la cuarta fase, el niño busca el objeto en A tan pronto como lo ve
desaparecer en B y sin ni siquiera intentar encontrarlo previamente en B. En las obs. 46 a 50,
que caracterizan las “reacciones residuales”, el niño busca en un principio en B, y si fracasa,
vuelve a A. O incluso, habituado a b uscar indiferentemente en A o en B, no busca en C si se
coloca el objeto en este tercer emplazamiento, sino que vuelve a A o a B (obs. 49 y 50). En las
obs. 51 y 52, finalmente, el niño, incluso después de haber superado la cuarta fase (cosa cierta
en el caso de Lucienne y muy probable en el de Gérard), vuelve a caer, en determinadas
circunstancias, en la reacción “residual”.

¿Cómo interpretar estos hechos? Nos parecen posibles tres interpretaciones, según se
atribuyan estas extrañas conductas a dificultades de la memoria, a dificultades de localización
espacial o a la constitución incompleta de la noción de objeto.

La primera explicación parece ser la más simple desde el punto de vista de la psicología
adulta. No es raro que en un momento de distracción llegue uno a actuar casi como un niño.
Cojo, por ejemplo, el cepillo de la ropa del cajón donde suele estar y lo pongo sobre la mesa:
después, cuando lo quiero utilizar, lo busco en su cajón y no me explico su desaparición. O
bien, busco una corbata en el armario, la coloco delante de mí y, en el momento de
ponérmela, vuelvo al portacorbatas; veo mi pipa sobre el escritorio, la meto en el bolsillo y
después la busco en el escritorio, etc. Por suerte, esto no significa ni una perturbación relativa
a la constitución de los objetos en tanto que sustancias permanentes, ni tampoco una
perturbación de la localización espacial: simplemente, olvidé los sucesivos desplazamientos del
objeto y, sin pensarlo dos veces, lo busco en el lugar en que lo encuentro normalmente o
donde comprobé su existencia por última vez. De igual modo, podría admitirse que Gérard
(obs. 52), estando plenamente convencido desde el principio de que la pelota no estaba en el
sillón sino bajo el sofá, hubiera perdido poco a poco la memoria de los acontecimientos: al no
saber muy bien qué hacía bajo el sofá, se acordaría de haber encontrado la pelota bajo el sillón
y daría libre curso a su impulso. En los casos de la obs. 51, no cabe duda que el hábito de ver a
su padre en la ventana del despacho, de ver a Jacqueline en la cama o de ver a su padrino en la
habitación de invitados tiene cierto peso en las reacciones de Lucienne: podría decirse que
olvida el espectáculo inmediatamente anterior par dejarse llevar por su esquema habitual. Por
lo general, en las reacciones “residuales” es lícito pensar que el niño, tras haber fracasado en
su intento de encontrar el objeto en B, no recuerda bien el orden de los acontecimientos y
trata de perseguir el objeto en A, a toda costa. Finalmente, en las reacciones “típicas” se
podría incluso llegar a creer que, ante la desaparición del objeto, el niño deja en seguida de
reflexionar o, dicho de otra manera, que no trata de acordarse de la sucesión de las posiciones
y se limita a volver al lugar en que encontró el objeto por primera vez.

La segunda explicación se refiere a la constitución del espacio. Puede admitirse que incluso
entre los 9 y 12 meses, el niño tiene mucha dificultad para elaborar “grupos” objetivos de
desplazamientos, por lo que no tiene en cuenta la localización de objetos invisibles. Tal vez, si
viera el objeto sin interrupción, le sería facilísimo constituir los dos siguientes grupos
(llamaremos M a la posición del objeto cuando está en la mano del niño en reposo, y A y B, las
otras posiciones del mismo objeto):

1. M  A; AB ó
2. M A; A M: MB; BM

Precisamente porque, en situaciones normales, ve el objeto sin interrupción, el niño no tiene


ninguna necesidad de tomar conciencia de tales grupos: los pone en acción sin pensarlos.
Dicho de otra manera, el niño toma el objeto donde lo ve, o bien donde acaba de verlo, sin
necesidad de volver a trazar mentalmente su itinerario. Si fuera éste el caso, es decir, si el
“grupo” permaneciera especialmente práctico sin ser aún consciente de sí, podría ocurrir muy
bien que la localización de los objetos en el espacio continuara siendo tarea de los esquemas
sensoriomotores simples, o sea, de acciones inmediatas y no reflexivas. Por tanto, no habría
representación de las localizaciones sino simplemente utilización empírica de la localización.
La jerarquía de las conductas sería pues la siguiente: se buscaría el objeto primero donde es
visto, después donde fue visto y, por último, donde fue encontrado por primera vez detrás de
una pantalla. Pero, cuando el objeto desaparece detrás de una segunda pantalla, el niño
efectuaría exhaustivamente, en primer lugar, esta serie de conductas antes de buscarlo detrás
del nuevo obstáculo: al no verlo, pero habiéndolo ya visto y encontrado en una primera
posición, el niño volvería, pues, a A, sencillamente por su incapacidad de diferenciar su acción
de búsqueda, y de diferenciarla en función de las sucesivas posiciones. Es lo que vemos, por
ejemplo, cuando el sujeto llega a buscar en B, pero rehúsa buscar en C (obs. 49 y 50): al haber
tenido éxito su búsqueda en A y en B, ¡es inútil probar en C! En otras palabras, no habría
localización desde el punto de vista del objeto, sino únicamente desde el punto de vista de la
acción. El objeto tendría una “posición privilegiada” simplemente porque el grupo permanece
“práctico” o “subjetivo” y no es aún totalmente “objetivo” o “representativo”.

Según esta hipótesis, se explicaría fácilmente el orden cronológico de las conductas


observadas. El niño comenzaría por la “reacción típica”, a causa de las razones que acabamos
de ver: al haber encontrado precedentemente el objeto en A, y al no pasársele por la cabeza
su localización en B, volvería a A desde el momento en que desapareciera en B. En segundo
lugar, al descubrir el niño poco a poco, y empíricamente, el fracaso de su procedimiento,
llegaría a buscar el objeto también en B: pero, bastaría que no alcanzara su objetivo a la
primera para que, indiferente todavía a la localización objetiva, reanudara su búsqueda en A.
La “reacción residual” indicaría, por tanto, la persistencia de la localización práctica o subjetiva,
o de su primacía en relación con la localización objetiva. Por último, en la obs. 51, la tardía
resurrección de esta conducta se debería al hecho de que al tener el objeto una localización
“práctica” o “subjetiva” muy resistente (a causa del hábito), las localizaciones “objetiva” y
“representativa” pasarían de momento a un segundo plano.

Pero aún es posible una tercera explicación, en relación con la constitución de la noción de
objeto. Es posible que, aún durante la tercera fase, el objeto no sea para el niño lo que es para
nosotros: un cuerpo substancial, individualizado y capaz de desplazarse en el espacio sin
depender del contexto activo en el que está inserto. El objeto tal vez no sea para el niño más
que un aspecto especialmente sorprendente del conjunto en el que está englobado; al menos,
no presentaría tantos “momentos de libertad” como los nuestros. Así pues, no habría una
cadena, una muñeca, un reloj, una pelota, etc., individualizados, permanentes e
independientes de la actividad del niño, es decir, de las posiciones privilegiadas en las que
tiene lugar o tuvo lugar esta actividad, sino que no habría aún más que cuadros tales como
“pelota-bajo-el-sillón”, “muñeca-colgada-en-la-hamaca”, “reloj-bajo-un-cojín”, “papá-en-su-
ventana”, etc. Seguramente, al reaparecer el mismo objeto en posiciones o contextos prácticos
diferentes, es reconocido, identificado y dotado de permanencia como tal. En este sentido, es
relativamente independiente. Aunque, sin ser verdaderamente concebido como existente en
diversos ejemplares, puede presentarse al niño como tomando un número restringido de
formas distintas, de naturaleza intermedia entre la unidad y la pluralidad y, en este sentido,
permanece solidario de su contexto. La obs. 51 nos permite comprender esta hipótesis:
cuando Lucienne me busca en la ventana, a pesar de que sabe que estoy a su lado, hay
claramente dos conductas en juego, “papá-en-su-ventana” y “papá-delante-de-ella”; y, si
Lucienne no duda en considerar los dos padres como un solo y único personaje de los cuadros
de conjunto a los que está ligado, para no buscarlo en dos lugares a la vez. A fortiori, en la obs.
52, el niño que no encuentra la “pelota-bajo-el-sofá” no duda en buscar la “pelota-bajo-el-
sillón”, puesto que se trata de dos conjuntos distintos: mientras nosotros consideramos la
pelota capaz de ocupar una infinidad de posiciones diferentes, lo que nos permite abstraerla
de todas a la vez, el niño no le confiere más que algunas posiciones privilegiadas sin poder, por
lo tanto, considerarla como totalmente independiente de ellas. De manera general, en todas
las observaciones en las que el niño busca en A lo que ha visto desaparecer en B, la explicación
estaría en el hecho de que el objeto no está suficientemente individualizado aún para poder
ser disociado de la conducta global relativa a la posición A.

Estas son, pues, las tres posibles explicaciones del fenómeno: fallo de la memoria, fallo de la
localización espacial o fallo de la objetivación. Ahora bien, lejos de tratar de escoger entre
ellas, vamos por el contrario a intentar mostrar ahora que estas tres interpretaciones, en
apariencia diferentes, no constituyen en realidad más que una sola, considerada desde tres
puntos de vista distintos. Efectivamente, si nos quedáramos con sólo una de las tres
explicaciones, excluyendo las otras dos, sería una solución discutible. Pero al tomar las tres, se
revelan como complementarias.

Analicemos en primer lugar el fallo de la memoria. La gran diferencia entre los


comportamientos del niño de diez meses y los nuestros, aparentemente análogos (por
ejemplo, buscar el cepillo en el lugar habitual, cuando se ha puesto en otro sitio un momento
antes), es que nosotros podríamos conservar perfectamente el recuerdo de los sucesivos
desplazamientos por poco que prestáramos atención, mientras que, hipotéticamente, el niño
no puede. Si modificáramos el orden de los movimientos del cepillo, de la corbata o de la pipa,
significaría que estamos distraídos: pero, como somos capaces de acordarnos de los sucesivos
desplazamientos de las cosas que nos rodean, les atribuimos, por este hecho, una estructura
objetiva y, por extensión, concebimos de idéntica manera el cepillo, etc., incluso en los
momentos de mayor distracción. Por el contrario, el niño presenta, en las obs. 39 a 52, el
máximo de atención y de interés de que es capaz, y si se pueden atribuir a la distracción
ciertos hechos de la obs. 51, no podríamos hacerlo cuando el niño trata, por todos los medios,
de encontrar el objeto que desea. En particular en los casos de “reacción típica” (obs. 39 a 46),
el niño ve con la mayor claridad el objeto que desaparece en B, aunque se vuelve
inmediatamente hacia A: por tanto, sería inverosímil pensar que olvida los desplazamientos
por simple distracción. En la medida en que interviene un fallo de la memoria, no podría
tratarse más que de una dificultad sistemática para ordenar los acontecimientos en el tiempo
y, en consecuencia, para tener en cuenta la sucesión de los desplazamientos. Al ver
desaparecer el objeto, el niño no trataría de reconstruir su itinerario: iría directamente, sin
reflexión ni memoria, a la posición en que su acción logró encontrarlo anteriormente. Pero
entonces, según esta hipótesis, la estructura espacial y objetiva del universo llegaría a ser muy
diferente de lo que es para nosotros. Imaginemos a alguien que no conservara ningún
recuerdo del orden de los desplazamientos: su universo se compondría de una serie de
cuadros de conjunto cuya coherencia dependería de la propia acción, pero, de ninguna
manera, de las relaciones mantenidas por los elementos de los diferentes cuadros entre sí.
Esta primera interpretación remite, pues, a las dos siguientes: la constitución de “grupos”
objetivos de desplazamientos supone el tiempo y la memoria, lo mismo que el tiempo supone
un universo espacial y objetivamente organizado.

En cuanto a la segunda explicación, es igualmente cierta, pero a condición de englobar en ella


la primera y la tercera. Es totalmente exacto decir que el niño busca el objeto en A, cuando
desapareció en B, por la simple razón de que el esquema práctico prevalece sobre el grupo
objetivo de los desplazamientos. El niño no tiene en cuenta estos desplazamientos, y cuando
empieza a ser consciente de ellos (en las reacciones “residuales”), los subordina todavía a los
esquemas de acción inmediata. De ser esto así, cabría concluir diciendo, en primer lugar, que
la memoria de las posiciones no juega un papel decisivo y, en segundo lugar, que el objeto
permanece ligado a un contexto global, en lugar de estar individualizado y sustantivado a título
de móvil independiente y permanente.

Nos vemos abocados a la tercera solución, en tanto que implica a las dos primeras y
recíprocamente. En una palabra, el objeto sigue siendo, durante esta cuarta fase, un objeto
práctico más que una cosa substancial. Las reacciones del niño continúan inspiradas, total o
parcialmente, por una especie de fenomenismo y dinamismo mezclados. El objeto no es algo
que se desplaza y, al mismo tiempo, independiente de los desplazamientos: es una realidad “a
disposición” en determinado contexto relativo a una determinada acción. A este respecto, las
conductas de la presente fase simplemente prolongan las del precedente. Son fenomenistas,
ya que el objeto sigue dependiendo de su contexto y no queda aislado a título de móvil dotado
de permanencia. Por otra parte son dinámicas, dado que el objeto continúa en la prolongación
del esfuerzo y del sentimiento de eficacia ligados a la acción por la que el sujeto lo vuelve a
encontrar. Desde este doble punto de vista, el progreso que ha hecho el niño al aprender a
buscar el objeto detrás de una pantalla no basta aún para hacerle atribuir una estructura
objetiva a las cosas que lo rodean. Para que estas cosas lleguen a ser realmente objetos, será
necesario que se adquiera la conciencia de las relaciones de posición y de desplazamiento.
Hará falta, pues, que el niño comprenda el “cómo” de la aparición y desaparición de los
objetos y que renuncie a creer posible su reaparición misteriosa en el lugar en que
desaparecieron y donde la propia acción volvió a encontrarlos. En suma, será necesario que al
fenomenismo de la percepción inmediata y al dinamismo de la eficacia práctica suceda un
racionalismo propiamente geométrico.

4. LA QUINTA FASE: EL NIÑO TIENE EN CUENTA LOS SUCESIVOS DESPLAZAMIENTOS


DEL OBJETO.

Desde el final del primer año, hasta la mitad del segundo, aproximadamente, se
extiende una fase caracterizada por la progresiva conquista de las relaciones
espaciales cuya ausencia, en el curso de la última fase, impide la definitiva constitución
de la noción de objeto. En otras palabras, el niño aprende a tener en cuenta los
sucesivos desplazamientos percibidos en el campo visual: no busca ya el objeto en una
posición privilegiada, sino solamente en la posición resultante del último
desplazamiento visible. Consideramos este descubrimiento como el inicio de la quinta
fase.

Las conductas de la presente fase, así caracterizadas, son de un gran interés en lo


concerniente a los problemas planteados a partir de la cuarta. En la medida en que
estas conductas se apoyan en desplazamientos visibles, testimonian, en efecto, un
naciente racionalismo geométrico, que constituye el elemento nuevo que le es propio.
Es cierto que, en la medida en que siguen siendo incapaces de tener en cuenta los
desplazamientos invisibles, conservan un elemento de fenomenismo y de dinamismo
mezclados. Pero esta complicación no altera en absoluto la regularidad del desarrollo.
Lejos de desaparecer por completo, el objeto práctico y egocéntrico simplemente
defiende palmo a palmo el terreno que van a conquistar las relaciones geométricas. De
manera general, se puede decir que cualquier complicación en los problemas
encontrados y, en particular, la complicación resultante de los desplazamientos
invisibles, hace reaparecer por “desajuste” los hábitos de las fases precedentes. Esta
circunstancia no está planteada para facilitar la descripción de las conductas de la
presente fase; pero nos bastará seguir el orden cronológico de sus manifestaciones
para que su mecanismo se mantenga inteligible.

La primera conquista de la quinta fase (la que define su aparición) está señalada por
el resultado satisfactorio de las pruebas que en las obs. 39 a 52 supusieron un fracaso
inicial: cuando se oculta un objeto bajo una primera pantalla, donde el niño lo
encuentra, e inmediatamente se oculta debajo de una segunda pantalla, el sujeto no
busca, a partir de ahora, el objeto bajo la primera, sino únicamente bajo la segunda:

Obs. 53. –Al 1; 0 (20), Jacqueline me ve esconder el reloj, debajo de un cojín A, situado a su izquierda, y
luego, debajo del cojín B, situado a su derecha: en este último caso, la niña busca de entrada en el lugar
correcto. Si meto el objeto más profundamente, ella lo busca largo rato y posteriormente desiste, pero no
vuelve a A.

Al 1;0 (26) repito la experiencia. En la primera prueba, Jacqueline busca y encuentra en A, donde coloco
primeramente el reloj. Cuando lo oculto en B, Jacqueline no llega a encontrarlo, al no poder levantar
totalmente el cojín. Se gira entonces, impaciente, y toca cosas diferentes, incluido el cojín A, pero no
intenta en absoluto darle la vuelta: sabe que el reloj no está debajo.

En las siguientes pruebas, Jacqueline no llega jamás a encontrar el reloj en B, porque lo he escondido
muy profundamente, pero tampoco trata de volver a A para ver si está aún allí; busca obstinadamente en
B y luego, desiste.

Al 1;1 (22), hago nuevas experiencias con diferentes objetos. El resultado es siempre el mismo.

Obs. 54. –A los 0;11 (22), Laurent está sentado entre dos cojines A y B. Escondo alternativamente mi reloj
bajo cada uno de ellos: Laurent busca constantemente el objetivo en el lugar en que acaba de
desaparecer, o sea, unas veces en A y otras en B, sin obstinarse en una posición privilegiada como a lo
largo de la fase precedente.
Subrayemos que este mismo día, Laurent muestra un talante muy sistemático en la búsqueda del objeto
desaparecido. Escondo en la mano una cajita. Trata entonces de levantar mis dedos para apoderarse del
objeto. Pero yo, en lugar de ceder e, impidiendo que vea la caja, le paso con dos dedos de la misma mano
un zapato, luego un juguete y, por último, una cinta: Laurent no se deja engañar y vuelve sin cesar a
reanudar sus intentos, a pesar de los desplazamientos, para abrir y tomar la caja. Cuando se la quito para
ponerla en la otra mano, la busca rápidamente en este último emplazamiento.

Al 1;0 (20) ocurre lo mismo: busca sucesivamente en mis dos manos un botón que oculto. Después trata
de ver detrás de mí, cuando hago rodar el botón por el parqué (sobre el que estoy sentado), a pesar de
que le enseño las dos manos cerradas para engañarlo.

Al 1; 1 (8), etc., tiene una cuenta todos los desplazamientos visibles del objetivo.

Obs. 54. Bis –Al 1;0 (5), Lucienne sólo busca el objeto en B y no vuelve al lugar inicial, ni en caso de
fracasar continuamente.

Efectúo las mismas observaciones al 1;0 (11), etc.

En este punto, el fenomenismo cedió su sitio a la conciencia de las relaciones: el niño tiene en cuenta
todos los desplazamientos visibles que ha observado y abstrae el objeto de su contexto práctico.

Pero tratemos de hacer intervenir el más sencillo de los desplazamientos visibles y veremos reaparecer
inmediatamente los fenómenos de la fase precedente. Hemos intentado a este respecto la siguiente
experiencia: ocultar un objeto, pero no directamente bajo la pantalla, sino en una caja sin tapa que se
hace desaparecer bajo una manta y que se saca de allí vacía. El niño no llega a comprender, si no es por un
afortunado azar, que el objeto pudo quedar bajo la pantalla.

Obs. 55. –Al 1;6 (8), Jacqueline está sentada en una alfombra verde jugando con una patata por la que
muestra gran interés (es un objeto nuevo para ella). Dice: “pa-ata” y disfruta metiéndola en una caja vacía
y volviéndola a sacar. Este juego la apasiona desde hace algunos días.

I. Cojo la patata y la coloco, ante la mirada de Jacqueline, en la caja. Después la pongo debajo de
la alfombra, le doy la vuelta; dejo así el objeto tapado por la alfombra (sin que la niña haya
podido ver mi maniobra) y saco la caja vacía. Le digo a Jacqueline, que no ha apartado la mirada
de la alfombra, y que se ha dado cuenta de que hacía algo por debajo: “Dale la patata a papá”.
Busca entonces el objeto en la caja, después me mira, mira de nuevo la caja con más
detenimiento, mira la alfombra, etc.: no se le ocurre levantar la alfombra para encontrarla
debajo.
Durante las cinco siguientes pruebas, la reacción es uniformemente negativa. Sin embargo,
vuelvo a empezar cada vez poniendo el objeto en la caja, a la vista de la niña; coloco la caja bajo
la alfombra y la saco vacía. Jacqueline busca siempre en la caja, después mira todo lo que hay a
su alrededor, incluida la alfombra, pero no busca debajo.

II. Cambio de técnica en la séptima prueba: coloco el objeto en la caja bajo la alfombra, pero no
vacía la caja. Desde el momento en que saco la mano vacía, Jacqueline busca bajo la alfombra,
encuentra y toma la caja, la abre y saca la patata. Tiene la misma reacción una segunda vez.
III. Vuelvo después a la técnica primitiva: vaciar la caja bajo la alfombra y extraerla abierta.
Jacqueline busca en seguida el objeto en la caja, y al no encontrarlo, lo busca bajo la alfombra.
La prueba ha dado un resultado positivo. La repito otra vez, también con éxito, pero a partir de
la tercera prueba el resultado vuelve a ser negativo, como en I. ¿Puede deberse al cansancio?

Obs. 56. –Al 1;6 (9), es decir, al día siguiente, repito la misma experiencia, pero con un pez de plástico relleno de
granalla. Pongo el pez en la caja y la caja bajo la alfombra. Una vez allí, la agito y Jacqueline oye el pez en la caja. Le
doy la vuelta y saco la caja vacía. Jacqueline se apodera rápidamente de la caja, busca el pez, le da vueltas en todos
los sentidos, mira a su alrededor, especialmente la alfombra, pero no la levanta.

Las siguientes pruebas no aportan nada nuevo. No experimento la técnica II de la observación precedente.

La noche de ese mismo día reanudo la experiencia con un corderito de juguete. La misma Jacqueline mete el
cordero en la caja, pone ésta bajo la manta y dice conmigo: “Cu-cu, cordero.” Al sacar yo la caja vacía repite:
“Cordero, cordero”, pero no busca bajo la manta.

En cuanto dejo el conjunto bajo la manta, busca la caja y saca el cordero. Pero cuando empleo de nuevo la primera
técnica ¡no busca bajo la manta!

Obs. 57 –Lucienne, al 1;9 (16), mira la cadena del reloj que pongo en mi mano: ella la abre y coge la cadena. Vuelvo
a empezar pero, después de haber cerrado la mano, la llevo hasta el suelo, al lado de la niña (Lucienne está
sentada), y cubro mi puño cerrado con una manta. Saco la mano cerrada y se la enseño a Lucienne que lo ha mirado
todo con la mayor atención: la niña abre mi mano, pero no encuentra nada; mira a su alrededor pero no levanta la
manta.

En las tres siguientes pruebas tiene las mismas reacciones.

Quinta prueba: Lucienne levanta la manta, maquinalmente o por azar, y percibe la cadena. No debió hacerlo
intencionalmente ya que el posterior comportamiento no dio prueba de ello.

Pruebas 6 a 10: tiene lugar una vuelta a la reacción inicial. Lucienne busca atentamente alrededor de mi mano,
mira la manta, pero no la levanta. Sin embargo, no se podría atribuir esta reacción al aburrimiento: parece que
Lucienne está muy interesada.

Estos primeros fracasos son significativos. Jacqueline, por ejemplo, sabe buscar un objeto
oculto detrás de una pantalla, lo que tuvimos ocasión de comprobar a partir de los 6 meses.
Pero no llega a tener en cuenta más que los desplazamientos visibles del objeto, y solamente
lo sitúa donde lo ha visto efectivamente. Ahora bien, en la experiencia que estamos
analizando, entra en juego un desplazamiento invisible (el objeto sale de la caja o de la mano,
cuando están debajo de la alfombra), y el objeto ocupa una situación en la que no puede
percibirse directamente (bajo la alfombra): éstas son las dos nuevas condiciones de la prueba.
En efecto, cuando la niña ve desaparecer la caja o la mano debajo de la alfombra, sabe
perfectamente que el objeto está en la caja y la caja bajo la alfombra: sin embargo, cuando la
caja sale vacía, no llega a la conclusión de que el objeto ha quedado bajo la alfombra. Por
consiguiente, la búsqueda del objeto no tiene aún en cuenta más que los desplazamientos
visibles y las posiciones en que el objeto ha sido visto realmente.

Sin duda, las series II y III de la obs. 55 conducen a un éxito de la niña. Pero, precisamente,
por el hecho de que en la serie III dejé la caja bajo la alfombra, Jacqueline adquirió el gesto
consistente en buscar el objeto bajo esta pantalla: a continuación buscará allí el mismo objeto,
cuando no lo encuentre en otra parte. Pero, como hemos visto, este descubrimiento no está
generalizado y, al día siguiente, solamente hubo (obs. 56), todas las pruebas dan un resultado
negativo. Por tanto, solamente hubo esquema práctico, pero todavía no conciencia de las
relaciones ni representación de lo que pude hacer debajo de la pantalla: sacar el objeto de la
caja. Sin embargo, como hemos visto, la niña conoce muy bien este gesto.
No obstante, después de algunos días, la niña consigue resolver el problema. Aunque esta
nueva conquista va acompañada inmediatamente de una reaparición, en el nuevo nivel visual
así descubierto, de los anteriores fenómenos de inversión del orden de los desplazamientos. Es
aquí donde se manifiestan con mayor claridad los “desajustes” anunciados al principio de este
parágrafo.

Analicemos, en primer lugar, la manera en que el niño descubre el resultado del


desplazamiento invisible. En efecto, se trata de saber si se debe a la conciencia de las
relaciones –en este caso habría realmente utilización de los desplazamientos no percibidos-, o
si se debe únicamente al aprendizaje empírico o práctico- en este caso no habría verdadera
representación de los desplazamientos invisibles. Nos inclinamos por esta segunda solución,
pues que, precisamente, el descubrimiento realizado va acompañado en seguida de la
resurrección de las anteriores conductas, simplemente desajustadas en uno o varios grados:

Obs. 58 –Al 1;6 (16), Jacqueline mira un anillo que coloco en mi mano izquierda. Abre la mano, levantando los
dedos, y encuentra el objeto con gran regocijo y hasta cierta agitación.

I. Primera prueba: coloco ostensiblemente el anillo en la mano izquierda, luego acerco la izquierda a la
derecha y le muestro las dos manos cerradas (previamente pasé el anillo a la derecha). Jacqueline
busca en la izquierda y dice asombrada: “Anillo, anillo, ¿dónde está?”, pero no se le ocurre buscar en
la derecha.
Segunda prueba: busca directamente el anillo en la mano derecha, lo encuentra y ríe. ¿Es una
casualidad, o tal vez el gesto de acercar una mano a la otra le sugirió la idea de empezar por la
derecha?
Tercera prueba: en esta ocasión pongo el anillo en la derecha, y lo paso en seguida a la izquierda.
Jacqueline busca en la derecha pero, asombrada por no encontrar nada, coge la izquierda y celebra
con risas su éxito.
Cuarta y quinta prueba: tiene la misma reacción (cambiando de mano cada vez).

II. Coloco ahora el anillo en mi mano, y luego la mano en la boina situada entre las rodillas de
Jacqueline. Aparto la mano, tras haber dejado el anillo en la boina, y se la muestro cerrada:
1. Por pura casualidad, Jacqueline no prestó suficiente atención a mi mano derecha y se dirigió en
seguida hacia la boina de igual modo que cuando yo escondía sin más un objeto bajo una
pantalla. Naturalmente, encontró el anillo y rió. Pero esta casualidad, que habría podido falsear
el resultado de la experiencia, tuvo, por el contrario, el aspecto positivo de subrayar el interés
de las siguientes reacciones: a pesar de su éxito inicial, Jacqueline tardó en comprender el
itinerario del anillo:
2. El primer movimiento de Jacqueline es dirigirse de nuevo a la boina. Pero al ver mi mano
cerrada que sale de allí, la coge y la abre. Como no encuentra nada, repite continuamente muy
asombrada: “¿Dónde está, dónde está?”, aunque no se le ocurre buscar en la boina.
3. y 4. La niña tiene las mismas reacciones.

5. Jacqueline, que sigue sin encontrar el anillo en mi mano, busca a su alrededor y ve la boina,
pero tampoco en esta ocasión busca allí. Por el contrario, busca en mi otra mano, que en ese
momento no veía (yo me apoyaba en ella). Le tiendo la otra mano, la abre y después renuncia a
buscar.

6. Desiste desde el primer momento.


III. Continúo con estas dos experiencias tres horas más tarde. La de la serie I da inmediatamente
resultados positivos: por lo tanto, Jacqueline ha comprendido que puedo pasar el anillo de una a otra
mano. En lo referente a la serie II, los resultados, después de cinco pruebas, son los siguientes:
1. Reacción negativa: Jacqueline abre mi mano y busca concienzudamente, pero no tiene en
cuenta la boina, aunque vio cómo deslizaba mi mano en ella.
2. Tras un comienzo igual, mira la boina. La percibe justo en el momento que examina mi mano en
todos los sentidos. Coge la boina, busca en su interior y encuentra el anillo. Ríe.
3. Abre mi mano, busca un instante y, sin dudarlo, busca en la boina.
4. y 5. En estas dos experiencias la reacción de la niña es la misma.

Obs. 59 –A 1;1 (4), Lucienne encuentra una cadena de reloj en mi mano cerrada. Vuelvo a colocar la cadena en mi
mano, que deslizo bajo una almohada. Dejo allí la cadena y saco la mano cerrada.

I. Primera prueba: Lucienne busca en mi mano pero, como no encuentra nada me mira riendo. Se
dispone a buscar de nuevo, luego desiste.
Pruebas 2-5: iguales reacciones. Sustituyo la cadena por el reloj, para excitar su interés. Muestra la
misma dificultad.
Sexta prueba: en esta ocasión se produce un repentino éxito. Lucienne abre mi mano cuando la saco
de la almohada. Tras examinarla un instante, se detiene, mira a su alrededor y, luego, de pronto,
mira debajo de la almohada y lo halla.
En las siguientes pruebas la reacción es la misma.
II. Reanudo en seguida la experiencia con un edredón situado a la derecha de la niña. Lucienne empieza
buscando en mi mano, que saco, cerrada, de debajo del edredón. La abre y la examina un instante;
luego, busca decididamente debajo del edredón.
En las siguientes pruebas se repite el mismo resultado.
Con el objeto de comprobar si guardaba memoria de las localizaciones, ese día me abstuve de pasar
rápidamente del edredón a la almohada o viceversa. Esta experiencia se describe más adelante.

Como puede verse, el descubrimiento del resultado de los desplazamientos invisibles parece
deberse más a un aprendizaje práctico que a una representación de las relaciones en sí
mismas. De este modo, si en la obs. 58, serie I, Jacqueline busca en la segunda mano el anillo
salido de la primera es, sin duda, porque la vista de la otra mano la incitó a repetir en ella la
conducta seguida respecto a la primera. Prueba de ello es que, a continuación (serie II, prueba
5), llega a buscar el objeto en mi otra mano, que no jugó ningún papel en la experiencia de la
boina. Por consiguiente, parece ser que Jacqueline se deja guiar más por el recuerdo de los
gestos que tuvieron un resultado satisfactorio que por la conciencia de las relaciones actuales.
Posteriormente, en la experiencia de la boina (serie II), el afortunado azar de la primera prueba
estuvo lejos de ser utilizado en el curso de las siguientes pruebas: fue necesario reanudar la
experiencia tres horas después de conseguirlo. Parece, pues, que todo esto es el resultado de
un aprendizaje empírico y no de una deducción de las relaciones en sí mismas. En lo referente
a Lucienne (obs. 59), parece, por el contrario, que su descubrimiento es fruto de una invención
por combinación mental de las relaciones en juego. Pero, como veremos, ni Lucienne ni
Jacqueline escaparon a la reaparición por “desajuste” de los fenómenos de inversión en el
orden de los desplazamientos: prueba de que la representación del recorrido del objeto no
está aún muy segura de sí misma.
Efectivamente, tan pronto como es adquirida la conducta consistente en tener en cuenta el
desplazamiento invisible, intentamos la siguiente experiencia: combinar este nuevo esquema
del traslado de los objetos fuera del campo visual con el esquema del orden de las sucesivas
posiciones. Dicho de otra manera, intentamos conjugar las experiencias llevadas a cabo a
propósito de la tercera fase (hacer buscar el objeto en dos posiciones sucesivas) con aquellas
de las que acabamos de hablar. Por ejemplo, sentado el niño entre dos cojines, A y B, coloco el
objeto en una mano que meto debajo de A. La saco cerrada: de ahora en adelante el niño sabe
buscar en A, cuando ha comprobado previamente que no había nada en la mano. Pero, al
repetir estos mismos pasos en B, ¿buscará el niño inmediatamente en B, o bien, volverá a A,
por una resurrección de las conductas de la tercera fase? La experiencia mostró que, durante
un tiempo más o menos largo, es el último comportamiento el que se presenta antes:

Obs. 60 –Al 1; 6 (16) o sea, después de las experiencias de la obs. 58, Jacqueline es sometida a tres nuevas series
de pruebas:
I. Para saber hasta qué punto han arraigado las recientes adquisiciones, cojo una llave y cierro la mano;
meto la mano en una boina y dejo allí la llave; por último empujo la boina para que se deslice por el
suelo hasta el fondo de la habitación: Jacqueline corre hacia la boina, pero como le dijo “llave, llave,
busca llave”, etc., se vuelve, me mira riendo, mira mis manos que están abiertas y, volviendo a su
primer impulso, se dirige a la boina. La toma y, sin pensarlo dos veces, introduce la mano y saca la
llave.
II. Siento a Jacqueline en una cama, entre una almohada A, situada a 50 cm a su izquierda y un edredón
B, a 50 cm a su derecha.
1. Coloco la llave en mi mano derecha que oculto bajo la almohada y la vuelvo a sacar, vacía y
cerrada: Jacqueline me abre la mano derecha y busca. Luego coge mi mano izquierda (véase la
obs. 58, serie I y II, prueba 5). Al comprobar que tampoco la mano izquierda contiene nada, dice:
“¿Dónde está? ¿Dónde está?” Me pongo entonces las manos en la espalda. La niña mira la cama
y, cuando ve la almohada, se precipita y encuentra la llave debajo.
2. Repito la experiencia con el edredón. Jacqueline busca primeramente en mi mano derecha un
largo rato, luego en la izquierda (que no participó en la experiencia). A renglón seguido mira el
edredón y busca debajo.
3. Tiene las mismas reacciones con la almohada.

Podría parecer que la conducta de Jacqueline es totalmente correcta en relación a las pantallas A y B, y que han
desaparecido por completo las dificultades de la tercera fase. Pero ¿no se debería el acierto a la longitud de los
pasos preliminares, es decir, al hecho de haber buscado en mi mano izquierda después de no haber encontrado
nada en la derecha? De ser así, la niña habría olvidado las sucesivas posiciones del objeto debajo de las pantallas y
habría ido directamente al lugar exacto, no por reflexión sino, bien al contrario, por mero automatismo. Las
reacciones siguientes apoyan esta hipótesis: desde el momento en que Jacqueline renuncia a buscar sucesivamente
en mis dos manos, invierte las posiciones en relación con A y B:

III. Dos horas más tarde, vuelvo a llevar a Jacqueline a su cuna, y la coloco entre la almohada A y el
edredón B. Tiene en las manos una flor que acaba de coger y por la que se muestra muy interesada.
Se la quito y la coloco en mi mano derecha que meto debajo de la almohada A; la saco cerrada y sin
nada dentro. Jacqueline dice espontáneamente: “Usca, usca” (busca) y me abre la mano. Luego, en
vez de buscar debajo de la almohada A, se gira hacia el otro lado y se precipita decididamente bajo el
edredón B.
Al día siguiente, al 1;6 (17), reanudo la experiencia con un metro de tela enrollado: lo sitúo en mi
mano que pongo debajo de la almohada A y saco cerrada. Jacqueline la abre y dice: “¿Dónde está?,
usca”, y se dirige sin la menor vacilación bajo el edredón B. Tiene la misma reacción con un botón.

Obs. 61 – I. Temiendo que las últimas reacciones pudieran deberse a un simple juego o al automatismo, interrumpo
tres días la experiencia y la reanudo al 1;6 (20). Por la misma razón descarto el edredón y sitúo a Jacqueline entre un
vestido A y un cojín B:
1. Una vez tengo en la mano el objeto, la meto debajo de A y la saco cerrada. Jacqueline busca en mi mano,
la mira en todos los sentidos y luego me mira asombrada; examina el suelo y, como por una corazonada,
le da la vuelta al vestido A. Coge el objeto y se ríe.
2. Procedo del mismo modo en B. Jacqueline abre mi mano, duda de nuevo un instante, y ¡vuelve sin vacilar
a A! La reacción, muy clara, fue acompañada de una mímica de atención sostenida.
II. Al 1;7 (1), Jacqueline, que no fue observada después de la serie I, está sentada en una cama, entre
una almohada A y un edredón B.

1. Pongo el objeto en mi mano y la meto debajo de la almohada A; la saco cerrada. Jacqueline


busca en mi mano, luego en A y lo encuentra.
2. Repito la experiencia en B. Jacqueline me sigue con la mirada, me abre la mano y busca.
Después no hace nada durante un corto instante, como si reflexionara, y va directamente a la
almohada A. La levanta, mira debajo atentamente y, sólo entonces, tras una pausa, busca
debajo del edredón B y lo encuentra.
3. – 5. Hago otra vez la experiencia en B obteniendo siempre la misma reacción: empieza a buscar
en A antes de pasar a B.

Obs. 62. –Veamos finalmente tres nuevos comportamientos observados en Jacqueline en circunstancias un poco
diferentes y cuyo mecanismo es análogo al de los precedentes:

I. Al 1;7 (7), Jacqueline encuentra una zapatilla de persona adulta, y mete dentro el pie. Se la quito,
introduzco mi reloj y la agito. Jacqueline oye el sonido, busca el reloj y lo encuentra. Acto seguido lo
coloco en la zapatilla y ésta debajo de mi pierna; la vacío. El reloj cae al suelo, debajo de mi pierna,
produciendo un sonido muy diferente. Aparto la zapatilla y le digo a Jacqueline: “Busca”. Jacqueline,
que ha seguido cuidadosamente cada uno de mis gestos, examina en primer lugar el interior de la
zapatilla. Al no encontrar nada tiende inmediatamente la mano, pero no debajo de mi pierna
extendida, sino hacia el bolsillo de mi chaleco de donde acabo de sacar el reloj para empezar el
juego… No ha tenido en cuenta el recorrido del objeto que, sin embargo, era muy fácil de reconstruir.
II. Al 1;7 (9), estoy tendido en un sofá y Jacqueline sentada encima de mí. Está muy interesada por un
trozo de papel amarillo que tiene en la mano. Ante su mirada, lo escondo en mi mano que pongo
debajo de una manta situada detrás de ella (pero se da la vuelta y sigue mi acción con los ojos).
Aparto la mano cerrada y se la tiendo. La abre, la palpa, se gira, busca debajo de la manta y lo
encuentra.
Después vuelvo a poner el papel en mi mano y ésta debajo del chaleco (a su vista); la saco y se la
enseño cerrada: Jacqueline la abre, la palpa, se gira y dirige la mano a la manta, pero se queda a
medio camino. Entonces se gira de repente y busca con la mano debajo del chaleco.
El éxito es esta vez completo, aunque se conserva un residuo de las conductas precedentes. En la
siguiente serie ocurre lo mismo.

III. Al 1;7 (11), Jacqueline está sentada en una cama.


1. Pongo una piedra en mi mano y la meto debajo de un edredón A; saco la mano cerrada.
Jacqueline me abre la mano, pero después busca en A y la encuentra.
2. Repito la experiencia bajo mi chaqueta B. Jacqueline abre mi mano y se dirige a la chaqueta B,
sin vacilar. Consigue su objetivo..
3. Pongo la piedra en mi mano y junto las manos en C, donde dejo la piedra: Jacqueline busca en
mi primera mano, luego debajo de la chaqueta B y, finalmente, bajo el edredón A. No ha
reparado en la posición C a pesar de haber seguido con la mirada todos mis movimientos.
4. Repito la anterior experiencia. Jacqueline busca ahora en la primera mano, luego debajo de la
manta A y, por último, bajo la chaqueta B, sin tener en cuenta la otra mano.
La complicación del problema hizo, pues, reaparecer súbitamente las reacciones
simplemente empíricas.

Obs. 63 –Al 1;1 (18), Lucienne está sentada en una cama, entre un chal A y una prenda B. Escondo en mi mano un
alfiler y meto la mano debajo del chal. Saco la mano cerrada y vacía. Lucienne la abre inmediatamente y busca el
alfiler. Al no encontrarlo, busca bajo el chal y lo encuentra.
Después pongo el alfiler en mi mano y ésta bajo la prenda B. Lucienne mira mi mano pero no la abre, adivinando
en seguida que está vacía y, tras esta rápida ojeada, busca inmediatamente bajo el chal A.
Al 1;1 (24), Lucienne me ve poner un anillo en la mano y la mano debajo de A, una vez que ella lo ha encontrado
debajo de B: logra superar la prueba.
Pero las cosas se complican con una boina. Coloco el reloj en la boina y ésta debajo de una almohada A (a la
derecha): Lucienne levanta la almohada, coje la boina y saca el reloj. Después sitúo la boina, otra vez con el reloj
dentro, bajo un cojín B colocado a su izquierda: Lucienne lo busca en B, pero como está escondido demasiado
profundamente como para que lo encuentre en seguida, vuelve a A.
Entonces levanto el cojín en dos ocasiones hasta que Lucienne ve la boina que contiene visiblemente el objeto: las
dos veces busca en B pero, al no encontrar nada inmediatamente, vuelve a A… ¡Incluso busca más tiempo en A que
en B, después de haber visto el objeto mismo en B!

En nuestra opinión, estos resultados son interesantes desde dos puntos de vista. En primer
lugar, nos dan un buen ejemplo de la ley de “desajustes”: cuando una operación pasa de un
plano de conciencia o de acción a otro, debe ser vuelta a aprender desde este nuevo plano. En
este caso particular, el grupo de los desplazamientos del objeto, que había sido constituido al
principio de la quinta fase, en el plano de percepción directa de las relaciones de posición, ha
de constituirse de nuevo desde el momento en que es transferido al plano de la
representación de estas mismas relaciones: en efecto, basta que intervenga el desplazamiento
invisible que es el traslado del objeto (traslado que requiere ser representado, ya que no
puede ser percibido directamente), para que el niño vuelva a caer en las mismas dificultades
que ya había vencido cuando se trataba de desplazamientos visibles.
En segundo lugar, tales resultados son interesantes desde el punto de vista de la noción del
objeto mismo. En efecto, nos muestran que el objeto, aunque ya constituido a título de
sustancia permanente cuando se trata de sus desplazamientos visibles, depende todavía de su
contexto fenomenista y del esquema práctico y dinamista que él prolonga, en el mismo
sentido, cuando está sometido a desplazamientos invisibles.
Es cierto que, en este caso en particular, la memoria puede jugar un papel mucho más grande
que en las experiencias relatadas a propósito de la tercera fase: es más difícil recordar cuatro o
cinco desplazamientos sucesivos que sólo dos, sobre todo, si algunos de ellos no han sido
percibidos sino inferidos. Aunque aquí, como anteriormente, nos parece que no puede ser
invocada la memoria del niño independientemente de las elaboraciones espaciales cuya
ordenación en el tiempo no es más que uno de los elementos, indisociable de los demás: la
memoria sólo es una construcción de relaciones temporales y, si no llega a ordenar estas
relaciones, en el curso de experiencias que interesan al niño suficientemente, es evidente que
esto atañe al contenido mismo de estas relaciones, es decir, a la naturaleza de los
acontecimientos y no se explica exclusivamente por su sucesión.
En otras palabras, si el niño no se acuerda del orden de los desplazamientos es porque, en
tales casos, no construye un “grupo” espacial coherente. Pero entonces, es evidente que el
objeto no es aún totalmente lo que es para nosotros. Desde que el niño tiene en cuenta los
desplazamientos visibles (obs. 53-54 bis), el objeto es abstraído de su contexto fenomenista y
práctico y, por lo tanto, dotado de permanencia sustancial y geométrica. Pero, desde el
momento en que los desplazamientos son demasiado complicados para ser ordenados en
“grupos” accesibles a la representación (y a la memoria), el objeto vuelve a depender del
contexto de conjunto y del esquema práctico que conduce a su posesión. Esta doble
naturaleza del objeto, en el curso de la quinta fase, no es, por otra parte, contradictoria, ya
que se trata de dos planos diferentes. Tanto el niño, que habla como el adulto pueden conferir
la cualidad de objeto a las cosas que los rodean pero sentirse incapaces de hacerlo en lo
concerniente a los astros u otros cuerpos lejanos: el descubrimiento de la unidad del Sol o de
la identidad de la Luna a través de sus diversas fases es un buen ejemplo, pues muchos niños
de 4 a 6 años están lejos de haberlo hecho. No es, pues, sorprendente en absoluto que el niño
de 12 a 16 meses considere como objetos solamente los cuadros próximos y permanezca en la
duda en lo referente a los cuerpos sometidos a desplazamientos invisibles.

5. LA SEXTA FASE: LA REPRESENTACIÓN DE LOS DESPLAZAMIENTOS INVISIBLES.

A partir de esta sexta fase, finalmente, el niño adquiere la capacidad de constituir en objetos
las cosas cuyos desplazamientos no son visibles del todo. Naturalmente, esto no significa que
este descubrimiento abarque de inmediato todo el universo pues, como acabamos de ver, ni
siquiera ocurre así en los años siguientes. Significa simplemente que el niño llega a resolver los
problemas planteados en el curso de las anteriores experiencias a través de un método nuevo:
el de la representación. Esta adquisición llegó a ser sistemática en Jacqueline desde el 1;7 (20)
y en Lucienne desde el 1;3 (14).

Obs. 64 –I. Al 1;7 (20), Jacqueline ve cómo pongo una moneda de un franco en mi mano y ésta bajo una manta.
Aparto la mano cerrada: Jacqueline la abre y luego busca debajo de la manta hasta que encuentra el objeto. Vuelvo
a coger inmediatamente el franco, lo coloco en mi mano y la deslizo cerrada por debajo de un cojín situado al otro
lado (a su izquierda): Jacqueline busca inmediatamente el objeto bajo el cojín. Reanudo la experiencia ocultando el
franco bajo una chaqueta: Jacqueline no tiene ningún problema para encontrarlo.

II. Complico la prueba de la siguiente manera: coloco el franco en mi mano y ésta bajo el cojín. La saco cerrada
y la escondo en seguida debajo de la manta. Por último, la retiro y se la enseño cerrada a Jacqueline. La niña aparta
mi mano sin abrirla (adivina que no hay nada dentro, lo que supone una novedad), busca bajo el cojín y después
directamente debajo de la manta, donde encuentra el objeto.

Durante una segunda serie (cojín y chaqueta), se comporta igual. Experimento en seguida una serie de tres
desplazamientos: pongo el franco en mi mano y la llevo cerrada de A a B y de B a C: Jacqueline aparta mi mano y
busca en A, en B y en C.

Estas mismas pruebas las supera Lucienne al 1;3 (14).

Obs. 65 –Al 1;7 (23), Jacqueline está sentada de cara a tres objetos-pantallas, A, B y C, alineados a igual distancia
uno de otro (una boina, un pañuelo y su chaqueta). Escondo un lapicito en mi mano y le digo que lo busque; le
enseño mi mano cerrada que pongo debajo de A, luego en B y, por último, en C donde dejo el lápiz; a cada paso le
enseño la mano cerrada volviendo a decirle que busque el lápiz. Jacqueline lo busca directamente en C, lo halla y
ríe.

Repito nueve veces seguidas la misma experiencia, tomando siempre las siguientes precauciones: 1º. Le enseño la
mano cerrada cada vez que la saco de debajo de uno de los tres objetos-pantalla y, sobre todo del tercero. 2º.
Altero el orden en cada prueba, teniendo cuidado de empezar poniendo la mano debajo del objeto-pantalla bajo el
que la niña encontró el lápiz en la prueba precedente. Por ejemplo, una vez hecha la primera prueba conforme al
orden A, B, C, la segunda sigue el orden C, A, B (dejando el lápiz en B), la tercera B, C, A, etc. 3º. Cambio cada vez los
objetos-pantalla de lugar: la boina se halla sucesivamente a la izquierda, en el centro y a la derecha. 4º. Dejo cada
vez el lápiz debajo de la última pantalla en la que puse la mano.

Ahora bien, durante las ocho primeras pruebas, Jacqueline buscó sin cesar y encontró el lápiz debajo del último
objeto-pantalla en que yo había deslizado la mano. En la novena prueba buscó en el penúltimo y en la décima
empezó a indagar decididamente bajo el último. Además, tuvo una duda característica en la sexta prueba: tocó
primero el pañuelo (bajo el que había escondido yo el lápiz en la anterior ocasión), pero no le dio la vuelta y pasó
inmediatamente a la boina (lugar acertado), como si corrigiera mentalmente su error. Mostró gran atención e
interés excepto en las pruebas 8 y 9, debido al cansancio. Cobró de nuevo fuerzas en la décima prueba.
Al 1; 7 (24), o sea, al día siguiente, reanudo la experiencia en las mismas condiciones. Jacqueline continúa dándole
la vuelta solamente a la última pantalla. Sin embargo, llega a dudar y a tocar sucesivamente la penúltima pantalla
(sin darle la vuelta), y la última (dándole la vuelta), como si hubiera reflexión y combinación mental. Durante la
séptima prueba, Jacqueline tocó, una tras otra, las tres pantallas, siguiendo el mismo orden en que yo había
deslizado y apartado la mano cerrada; sin embargo sólo le dio la vuelta a la última.
Sin duda este comportamiento responde a un sistema. Efectivamente, no podría atribuirse sin más al azar, dadas
las modificaciones que introduje cada vez en el orden seguido. Por otra parte, no puede admitirse que el niño
recuerde únicamente la tercera posición: las dudas que muestra a menudo prueban, por el contrario, que
reconstruye mentalmente el orden seguido. Finalmente, cuanto más larga es la experiencia más cuesta recordar la
última posición, debido a la creciente interferencia de los recuerdos.

Obs. 66 –Al 1;7 (23), Jacqueline se muestra igualmente capaz de concebir el objeto presente bajo una serie de
pantallas superpuestas o encajadas.
I. Pongo a su vista un lápiz en un colador (al que le doy la vuelta contra el suelo). Coloco una boina
sobre el colador y una manta sobre la boina. Jacqueline levanta inmediatamente la manta, luego la
boina y el colador, y se apodera del lápiz.
Acto seguido, meto el lápiz en una caja de cerillas (cerrada), la tapo con la boina y luego con la
manta. Jacqueline levanta las dos pantallas y abre después la caja.
Vuelvo a meter el lápiz en la caja, después la rodeo con un papel que envuelvo con un pañuelo; cubro
todo con la boina y la manta. Jacqueline aparta las dos primeras pantallas y luego despliega el
pañuelo. No encuentra la caja de inmediato pero la busca sin parar, evidentemente convencida de su
presencia: percibe entonces el papel que reconoce en seguida, lo despliega, abre la caja y toma el
lápiz.
II. Complico ahora la prueba yuxtaponiendo dos pantallas sobre el mismo plano, por ejemplo, el lápiz
en el papel (Jacqueline me mira atentamente), y la caja al lado. Después envuelvo estos dos objetos
en un pañuelo que pongo al lado de la boina y cubro ambos con mi chaqueta. Jacqueline la levanta y
se dirige directamente al pañuelo que despliega sin vacilación. Aparece en primer lugar la caja;
Jacqueline la abre, busca largamente en su interior, le da la vuelta en todos los sentidos y vuelve
después al pañuelo. Entonces percibe el papel, lo coge precipitadamente, lo despliega y encuentra el
lápiz. Evidentemente Jacqueline olvidó la posición exacta del lápiz. No obstante no pone en duda su
permanencia sustancial ni su presencia en el interior de los objetos-pantalla: como no lo encuentra
en la caja, lo vuelve a buscar en el pañuelo y la vista del papel refuerza de inmediato su convicción.
Reanudo la experiencia un momento después, modificando un poco el dispositivo. Vuelvo a poner
el lápiz en el papel y éste junto a la caja, pero coloco ambos bajo la chaqueta de Jacqueline y no
debajo del pañuelo, que está al lado de la chaqueta; cubro todo con mi chaqueta. Jacqueline, que ha
observado atentamente todo el proceso, levanta primero mi chaqueta y luego coge el pañuelo,
evidentemente por perseveración, dado el dispositivo de la anterior experiencia. Después de
examinar con detenimiento el pañuelo, pasa a la chaqueta y saca al mismo tiempo la caja y el papel.
Coge la caja y la deja sin abrir (tampoco la sacude para oír el sonido, como solía hacer últimamente
cuando era consciente de que la caja contenía algún objeto), después despliega el papel hasta
encontrar el lápiz.
Se comprueba aquí también que Jacqueline sólo recuerda una parte de las superposiciones que ha
observado. Pero, sea cual sea el fundamento de sus recuerdos, proclama la presencia del objeto
escondido, a pesar de todas las complicaciones, y dirige toda su búsqueda en función de esta
representación. Además, sabe elegir un objeto en función de su contenido (véase el papel y la caja en
la segunda prueba, etc.).

Veamos en qué difieren estas conductas de las de la fase precedente. En líneas


generales, se puede decir que el niño llegó a ser capaz de dirigir su búsqueda por
medio de la representación. Efectivamente, tan pronto tiene en cuenta los
desplazamientos invisibles del objetivo, y, por lo tanto, se muestra apto para
deducirlos así como para percibirlos, como domina por el pensamiento una serie
de superposiciones demasiado complejas como para no dar lugar a una verdadera
conciencia de las relaciones.
El caso más simple es el de la obs. 64: buscar el objeto bajo una pantalla, bajo la
que el niño vio entrar mi mano cerrada, aunque sin percibir directamente los
desplazamientos del objeto. Como se comprobó más arriba (obs. 55-57), el niño de
la quinta fase se mostraba incapaz, en un primer momento, de superar esta
prueba: a pesar de haber visto con toda claridad que el objeto se colocaba en un
recipiente R (mano, caja, etc.), que luego se situaba bajo una pantalla P (manta,
etc.) y que se sacaba R vacío, el niño no buscaba el objeto debajo de P. Es cierto
que, poco después, era capaz de buscar debajo de la pantalla P el objeto
desaparecido (véanse las obs. 58-59): pero, como ya hemos subrayado, esta
adquisición parece deberse, en un primer momento, a un aprendizaje práctico y a
un tanteo empírico, más que la representación propiamente dicha del recorrido
seguido por el objeto (de los desplazamientos invisibles). Basta, en efecto, ocultar
sucesivamente el objeto bajo dos pantallas diferentes, P-1 Y P-2, para que
reaparezcan conductas análogas a las de la cuarta fase (obs. 60-63). Desde el
punto de vista de la representación este resultado comporta una evidente
conclusión: el niño no sabe aún ordenar más que la serie de desplazamientos
directamente percibidos y si la intervención de los desplazamientos directamente
percibidos y si la intervención de los desplazamientos invisibles puede dar lugar a
una adaptación práctica, no da ocasión a una representación real. La obs. 64, que
marca el comienzo de la presente fase, manifiesta un método de búsqueda muy
diferente: a partir de ahora, el niño se representa el conjunto del recorrido del
objeto, incluida la serie de desplazamientos invisibles. Puede decirse que el objeto
está definitivamente constituido: su permanencia no depende ya en absoluto de la
propia acción, sino que obedece a un conjunto de leyes espaciales y cinemáticas
independientes del yo.
La obs. 65 constituye, a este respecto, una valiosa indicación. Manifiesta, sin
duda, una evidente capacidad de representación. Al buscar el objeto únicamente
bajo la última pantalla bajo la que deslicé mi mano cerrada, Jacqueline se guía por
un sistema y lo sigue conscientemente: dada la crecientes interferencia de los
recuerdos (se repite la prueba diez veces), el niño se ve obligado a reconstruir cada
vez el orden que yo seguí para acordarse de bajo de cuál de las pantallas introduje
la mano en último lugar. Este sistema, por muy rudimentario que sea, supone la
representación de los desplazamientos invisibles del objeto. En lo referente al
objeto en sí mismo, está claro que tales conductas implican el postulado de su
permanencia, ya que la ley de sus desplazamientos está enteramente disociada de
la propia acción.
La obs. 66. Da lugar a análogos comentarios. Es cierto que, en este caso, el niño
percibió directamente todos los elementos del problema: el objetivo no fue
extraído de una caja o de una mano cerrada fuera del campo de la percepción,
como anteriormente (obs. 64 y 65), sino que el objeto se colocó en un recipiente,
en el que permaneció, y este recipiente se puso, ante la mirada del niño, bajo una
serie de pantallas superpuestas. Además, el niño no tenía necesidad de recordar
detalladamente las operaciones, pues de fracasar inicialmente, podía tantear
hasta conseguir un resultado satisfactorio. No obstante, creemos que tal conducta
implica la representación y la deducción, dado que, para alcanzar el objeto, hay
que conectar, unas con otras, todas las “relaciones directas” en juego en la
experiencia. Cuando el niño ve desaparecer en un recipiente o bajo una pantalla
cualquier objeto, se puede decir que el hecho de buscarlo sólo supone una
“relación directa”, ya que la acción de dar la vuelta a la pantalla o de abrir el
recipiente está ya coordinada en sí misma y que el deseo de alcanzar el objeto
desencadena, sin más, este acto. Pero cuando el recipiente o la pantalla están, a su
vez, ocultos en otros recipientes o debajo de otras pantallas, convirtiéndose así en
objetos a buscar, sin dejar de ser lo que eran antes, el niño se ve obligado a tener
en cuenta estos dos aspectos simultáneamente. Esta relación es, por lo tanto,
compleja e “indirecta” y rebasa el nivel de las simples “relaciones directas” que
acabamos de contemplar: es similar a la de la “cesta de manzanas” de P. Janet,
que es a la vez algo que se puede asir como cualquier otro objeto, y recipiente
relacionado con las manzanas. Ante una serie de superposiciones como las de la
obs. 66, el niño debe necesariamente, para abordar su búsqueda, subordinar el
conjunto de sus pasos a la representación del objeto oculto: tal conducta, aunque
no vaya acompañada de una memoria precisa de las posiciones, implica una
especie de “multiplicación de relaciones” o de deducción sensoriomotriz,
comparables a las que hemos analizado a propósito de la sexta fase del desarrollo
de la inteligencia (El nacimiento de la inteligencia en el niño, cap.6).
Desde el punto de vista de la constitución del objeto, cada una de estas
observaciones lleva a la misma conclusión: el objeto ya no es, como en las cuatro
primeras fases, sólo la prolongación de las diversas acomodaciones, tampoco es,
como en la quinta fase, un móvil permanente cuyos movimientos llegaron a ser
independientes del yo aunque únicamente en la medida en que fueron percibidos.
El objeto se libera definitivamente tanto de la percepción como de la propia acción
para obedecer las leyes de desplazamientos enteramente autónomos. En efecto,
por el mismo hecho de entrar en el sistema de las representaciones y de las
relaciones abstractas o indirectas, el objeto adquiere, en la conciencia del sujeto,
un nuevo y definitivo grado de libertad: es concebido permanentemente idéntico a
sí mismo sean cuales sean sus desplazamientos invisibles o la complejidad de las
pantallas que lo oculten. Sin duda, esta representación del objeto, que
consideramos característica de la sexta fase, está en germen en las fases
precedentes. A partir del momento en que el niño de la cuarta fase trata de buscar
activamente el objeto desaparecido, se puede suponer que hay una especie de
evolución del objeto ausente. Aunque, exclusivamente hasta la presente fase, este
comportamiento no condujo nunca a la evocación real, ya que el niño se limitó a
utilizar un sistema de índices ligados a la acción: buscar un objetivo debajo de una
pantalla cuando se lo ha visto desaparecer allí (fases IV y V) no supone
necesariamente que el sujeto “se represente” el objetivo bajo la pantalla, sino
simplemente que ha comprendido la relación entre los dos objetos en el momento
en que la percibió (en el momento en que se cubrió el objetivo) y que concibe la
pantalla como índice de la presencia actual del objeto. En efecto, una cosa es
proclamar la permanencia de un objeto que se acaba de percibir y cuando
cualquier otro objeto actualmente percibido recuerda su presencia, y otra es
representarse el primer objeto sin ninguna percepción actual que demuestre su
existencia oculta. La verdadera representación no tiene lugar hasta que ningún
índice percibido impone la creencia en su permanencia, es decir, hasta que el
objeto desaparecido se desplaza según un itinerario que el sujeto puede deducir
pero no percibir. Por esta razón, hasta la quinta fase inclusive, el niño busca los
objetos, cuyos desplazamientos no son totalmente visibles, donde los encontró
por primera vez, como si estuvieran siempre “a disposición” del sujeto, mientras
que, en la sexta fase, tiene en cuenta todos los desplazamientos posibles, aunque
sean invisibles.
Podría objetarse que esta diferencia entre las conductas de la sexta fase y las de
la quinta sólo afecta a la construcción del espacio pero no a la permanencia del
objeto como tal. De ser cierta esta hipótesis, un objeto cuyos desplazamientos no
pudieran ser reconstruidos, sería concebido no obstante tan invariable e idéntico a
sí mismo, como si esos movimientos fueran totalmente conocidos. Por ejemplo,
aunque no pudiera representarme ni deducir la trayectoria de una piedra que
hago rodar a lo largo de la pendiente irregular de una montaña, sabría que
permanece en algún lugar a manera de objeto y que sus propiedades (o las de sus
partes, en caso de fraccionamiento) seguirán siendo idénticas a lo que eran en el
momento de la caída. Sin embargo, conviene huir de comparaciones demasiado
fáciles. Si el adulto puede prestar la cualidad de objetos a los cuerpos cuya
trayectoria ignora o a los que percibió brevemente, es debido a la analogía con los
objetos cuyos desplazamientos conocía ya, fueran éstos absolutos o relativos a los
movimientos del propio cuerpo. Ahora bien, en este conocimiento intervienen,
antes o después, la representación y la deducción. En lo que se refiere al niño de la
quinta fase, sigue siendo incapaz de hacer de los cuerpos objetos realmente
independientes del yo, pues no sabe representarse ni deducir sus desplazamientos
invisibles. En efecto, un mundo en el que sólo están ordenados los movimientos
percibidos ni es estable ni está disociado del yo: es un mundo de virtualidades aún
caóticas cuya organización no empieza más que en presencia del sujeto. Fuera del
campo de la percepción y de los principios de objetividad que constituyen la
organización de los movimientos percibidos, los elementos de tal universo no son
nunca “objetos”, sino realidades “a disposición” de la acción y de la propia
conciencia. Por el contrario, la representación y la deducción características de la
sexta fase tienen por efecto extender el proceso de solidificación a las regiones de
este universo sustraídas a la acción y a la percepción: los desplazamientos, incluso
los invisibles, se conciben a partir de ahora como obedeciendo a leyes, y los
móviles llegan a ser objetos reales, independientes del yo y perseverantes en su
identidad sustancial.
Una última consecuencia esencial del desarrollo de la representación es que, en
adelante, el propio cuerpo será concebido como un objeto en sí mismo. Gracias a
la imitación, por ejemplo, y en particular a las conductas de la presente fase,
caracterizadas por el hecho de que la imitación se interioriza en representación, el
niño es capaz de figurarse su propio cuerpo por analogía con el del otro. Por otra
parte, las representaciones espaciales, causales y temporales nacientes le
permiten situarse en un espacio y un tiempo que lo sobrepasan totalmente y
considerarse como simple causa y simple efecto en medio del conjunto de
conexiones que descubre. Convertido así en un objeto entre los otros en el mismo
momento en que aprende a concebir la permanencia real de estos últimos más
allá, incluso, de cualquier percepción directa, el niño acaba por dar totalmente la
vuelta a su universo inicial, cuyos cuadros móviles se centraban sobre una
actividad propia inconsciente de sí misma, a fin de transformarlo en un universo
sólido de objetos coordinados que comprenden el propio cuerpo a manera de
elemento. Tal es el resultado de la construcción de objetos en el plano
sensoriomotor, en espera de que la reflexión y el pensamiento conceptual
prosigan esta elaboración en nuevos niveles de la inteligencia creadora.

6. LOS PROCESOS CONSTITUTIVOS DE LA NOCIÓN DE OBJETO.

Nos hemos limitado hasta aquí simplemente a describir el desarrollo cronológico de la noción
de objeto. Intentaremos ahora dar una explicación de este desarrollo, relacionándolo con el
conjunto de la evolución intelectual propia de los dos primeros años del niño.

Quizá sea útil, para comprender la constitución de los objetos sensoriomotores iniciales,
comparar los procesos elementales de la inteligencia infantil con los que emplea el
pensamiento científico para establecer la objetividad de los seres que elabora. Pues, si bien las
estructuras que utiliza el pensamiento varían de una a otra fase y, a fortiori, de un sistema
mental a otro, el pensamiento permanece constantemente idéntico a sí mismo desde el punto
de vista funcional. No es, pues, ilegítimo aclarar un término de la evolución intelectual a través
del término opuesto, es decir, la construcción de los objetos prácticos a través de los objetos
científicos, sin que ello sea óbice para que la primera, una vez suficientemente conocida,
aclare de rebote a la segunda.

A nuestro parecer, concurren tres criterios en la definición de objeto propia de las ciencias:
en primer lugar, es objetivo cualquier fenómeno que da lugar a una previsión, por oposición a
aquellos cuya aparición fortuita y contraria a toda anticipación permite la hipótesis de un
origen subjetivo. Peor, ya que los fenómenos subjetivos también pueden dar lugar a
previsiones (por ejemplo las “previsiones de los sentidos”) y, por otra parte, los
acontecimientos inesperados son a menudo los que señalan el fracaso de una interpretación
errónea ocasionando de este modo un progreso en la objetividad, debe añadirse una segunda
condición a la primera: un fenómeno es tanto más objetivo cuanto más se presta no sólo a la
previsión, sino a experiencias distintas cuyos resultados concuerdan. Pero esto es aún
insuficiente, pues ciertas cualidades subjetivas pueden estar ligadas a caracteres físicos
constantes, como los colores cualitativos a las ondas luminosas. En este caso, sólo una
deducción de conjuntos llega a disociar lo subjetivo de lo objetivo: en consecuencia, solamente
constituye un objeto real el fenómeno unido de una manera inteligible al conjunto de un
sistema espacio-temporal y causal (por ejemplo las ondas luminosas constituyen objetos
porque se explican físicamente mientras que la cualidad es eliminada del sistema objetivo).
Pues bien, estos tres métodos son los mismos que utiliza el niño en su esfuerzo por construir
un mundo objetivo. El objeto no es, en principio, más que la prolongación de los movimientos
de acomodación (previsión). Después es el punto de intersección, es decir, de asimilación
recíproca de los esquemas múltiples que manifiestan las diferentes modalidades de la propia
acción (concordancia de las experiencias). Finalmente, el objeto se consuma en correlación con
la causalidad en la medida en que esta coordinación de los esquemas conduce a la constitución
de un universo espacio-temporal inteligible y dotado de permanencia (comprensión relativa a
un sistema deductivo de conjunto).

El primer contacto entre el sujeto que actúa y el medio, es decir, la toma de posesión de las
cosas por la asimilación refleja, no implica en absoluto la conciencia del objeto. Aunque tal
actividad comporte, como hemos admitido, una capacidad de repetición, de generalización y
de reconocimiento, nada constriñe aún al niño a disociar la acción en sí misma de su punto de
aplicación: lo que reconoce cuando encuentra por ejemplo el pezón, es una cierta relación
entre el objeto y él mismo, es decir, un cuadro global en el que intervienen todas las
sensaciones ligadas al acto en curso. Este reconocimiento no tiene nada que ver con una
percepción de objetos. Es similar a la actividad característica de los primeros esquemas
adquiridos. Cuando el niño vuelve a encontrar su pulgar desde que tiende a chuparlo, o las
imágenes familiares porque desea mirarlas, etcétera, nada le conduce todavía a hacer de estos
cuadros sensoriales sustancias separadas de la propia actividad: en tanto que la acción alcanza
un resultado satisfactorio, su objetivo está unido, para el sujeto a la conciencia del deseo, del
esfuerzo o de la consecución de una meta.

El problema de la independencia y de la permanencia del objeto no empieza a plantearse


hasta que el niño percibe la desaparición de los objetivos deseados y cuando se propone
buscarlos activamente. Aquí entra en escena el primer método constitutivo del objeto: el
esfuerzo de acomodación y las anticipaciones que se desprenden de él.

Durante las dos primeras fases, el comportamiento del sujeto muestra a las claras hasta qué
punto tiene ya conciencia de la desaparición periódica de los objetivos. El recién nacido que
mama muestra su emoción cuando se le ofrece el seno, y el lactante, desde que la sonrisa llega
a diferenciar su mímica, sabe expresar su decepción cuando su madre sale bruscamente de su
campo visual. Pero la única reacción positiva del sujeto para volver a encontrar los objetos
perdidos consiste en reproducir los últimos movimientos de acomodación a los que se
entregó: chupa en el vacío o mira fijamente el lugar por donde desapareció la imagen de su
madre. El objeto no es aún más que la prolongación de la propia acción: el niño únicamente
cuenta con la repetición de sus movimientos de acomodación para llevar a cabo su deseo y, si
fracasa, con la eficacia de su pasión y su cólera. No conoce más que acciones que alcanzan su
meta inmediatamente y otras que fracasan momentáneamente, aunque el fracaso no basta,
hasta aquí, para permitir la distinción entre los objetos permanentes y la actividad que se
ejerce sobre ellos. Todo lo demás, el esfuerzo de acomodación que surge en el momento de la
desaparición del objetivo, anuncia la llegada de la necesidad de conservación que constituirá
de inmediato el objeto mismo.

Esta permanencia elemental se acentúa cuando, en el curso de la tercera fase, el niño no se


limita ya a buscar el objetivo solamente allí donde lo vio desaparecer, sino que prolonga el
movimiento de acomodación en la dirección que siguió hasta allí (reacción a la caída, etc.) El
hecho de perder momentáneamente contacto con el objetivo para reencontrarlo en una
nueva posición marca un progreso en la disociación entre la propia acción y el objeto, en la
autonomía conferida a este último. Pero, como hemos insistido al analizar la naturaleza de
estas conductas mientras que la búsqueda del objetivo consiste simplemente en prolongar los
movimientos de acomodación ya esbozados en su presencia, no puede presentar todavía ni
trayectoria independiente en el espacio ni, por lo tanto, permanencia intrínseca. No existe aún
un objeto.

Por el contrario, se produce un progreso en la consolidación de los objetos cuando a la


acomodación de una sola serie de esquemas (visuales, táctiles, etc.) sucede una búsqueda que
implica la coordinación de esquemas primarios múltiples. Se pueden mencionar como ejemplo
de este segundo proceso de elaboración del objeto las conductas de la “reacción circular
diferida”, de la búsqueda del todo a partir de la percepción de un fragmento del objetivo y la
supresión de obstáculos que impiden la percepción (final de la tercera fase). En estos casos, en
efecto, el niño no se limita a seguir con la mirada o con la mano un móvil cualquiera: une la
búsqueda visual a la táctil. Ahora bien, esta coordinación de dos o varias series distintas de
acomodaciones refuerza, sin duda alguna, la consolidación y la exteriorización del objeto (la
disociación entre el objetivo y la propia acción). Esto es lo que Szuman mostró nítidamente en
sus interesantes estudios sobre la noción de objeto. La “esfera telerreceptora” de la
percepción, dice siguiendo a Sherrington, entraña, a partir del momento en que el bebé puede
asir con la mano lo que ve, una especie de inquietud motriz que sólo calman la prensión y las
percepciones que pertenecen a la “esfera de contacto”. Los complejos polisensoriales que
determina la asociación dinámica entre las diversas impresiones sensibles, y sobre todo entre
la visión y la prensión constituirían entonces los objetos mismos, cuyos diferentes caracteres
derivarían de las variedades múltiples y sucesivas de actividades hechas posibles por esta
coordinación inicial (caracteres sensoriales o primarios, caracteres funcionales y caracteres
adquiridos por imitación).

Pero, por más exactos que sean los análisis de Szuman, no creemos que la coordinación de los
esquemas sea suficiente para explicar la permanencia propia del objeto. En tanto el niño, no
se entregue a búsquedas especiales para encontrar los objetos desaparecidos, es decir, en
tanto no llegue a deducir sus desplazamientos en el espacio cuando no los percibe, no podría
hablarse de conservación objetiva. En efecto, incluso cuando llega a proseguir las acciones
interrumpidas (reacción circular diferida) gracias a los progresos de la coordinación entre la
visión y la prensión, el niño concibe simplemente el objeto como ligado a sus conductas y a las
posiciones privilegiadas que las caracterizan, sin atribuirle existencia ni trayectoria
independientes. Hay pues, elaboración de objetos prácticos –los cuales constituyen, según la
definición de Szuman, centros de posibles experiencias o puntos de cristalización de cada
esfera característica de actividades-, pero aún no sustancias permanentes.

A nuestro parecer, podemos hacer las mismas observaciones en relación con las valiosas
conclusiones de Rubinow y Frankl sobre la objetivación del biberón. Al igual que Szuman, estas
autoras caracterizan el objeto no por su permanencia sustancial sino por sus cualidades
prácticas. De esta manera, si aún durante el cuarto mes cualquier sólido que se aproxima a la
cara del lactante desencadena la succión, durante el quinto mes, sólo los cuerpos puntiagudos
producen este resultado. Se habría constituido así, en principio, una primera característica del
objeto “biberón” en relación con el movimiento (es necesario que el objeto se aproxime para
que su punta sea advertida) y, posteriormente, con lo estático (la punta como tal desencadena
la succión). Pero, si bien es muy exacto considerar estos fenómenos como característicos de
las fases de construcción del objeto, ya que nos muestras cómo los caracteres objetivos se
desprenden poco a poco de los movimientos de acomodación tras ser constituidos por
coordinación entre la visión y las sensaciones “de contacto”, nos parece que el objeto práctico
así elaborado está aún lejos del objeto verdadero o sustancia permanente con una trayectoria
definida espacialmente.

La permanencia real no empieza más que con un tercer proceso constitutivo del objeto: la
búsqueda del objeto desaparecido en un universo espacio-temporal inteligible. No olvidemos
que las tres etapas de esta búsqueda caracterizan las tres últimas fases: simple búsqueda sin
tener en cuenta los grupos objetivos de desplazamiento, después búsqueda fundada en el
grupo de desplazamientos percibidos y, por último, búsqueda que implica la representación de
los desplazamientos no percibidos. La cuestión es comprender cómo el niño llega a elaborar
tales relaciones y, a partir de ahí, a constituir objetos permanentes bajo los cuadros móviles de
la percepción inmediata.

En su punto de partida, esta búsqueda activa del objeto desaparecido simplemente prolonga
las conductas de las tres primeras fases. El niño empieza a perseguir los objetos invisibles
únicamente cuando ha esbozado en su presencia el gesto de asir. Pero, incluso cuando este
esquema se generaliza y la búsqueda tiene lugar con independencia de esta condición, el
objeto no es buscado, en principio, más que en un lugar privilegiado: aquel en que fue
encontrado una primera vez. Depende todavía de la propia acción y no constituye más que un
objeto práctico: no está individualizado desde un primer momento, sino que forma parte de la
situación de conjunto en la que dio lugar a una búsqueda coronada por el éxito. El único
progreso consiste en perseguirlo detrás de una pantalla y no solamente, como durante la
tercera fase, cuando es parcialmente visible.

Pero este progreso, aunque al principio no supone ninguna transformación profunda de la


conducta, entraña, sin embargo, acto seguido, dos importantes consecuencias. La primera es
que el objeto se separa poco a poco de la propia actividad: el hecho de que el niño llegue a
concebir los objetos como subsistentes detrás de las pantallas lo conduce a disociar, mucho
más que antes, la acción subjetiva de la realidad a la que ésta conduce. Lo real resiste, en
efecto, a partir de ahora y de una manera nueva al esfuerzo del sujeto: ya no hay sólo
resistencia por oposición de fuerzas, como en los contactos entre la actividad muscular y la
masa de un sólido, sino resistencia por complicación del campo de la acción e intervención de
obstáculos que impiden que el sujeto perciba el objetivo. De ahí la segunda consecuencia: la
propia acción deja de ser la fuente del universo exterior, para convertirse simplemente en un
factor más, sin duda un factor central todavía, pero situado en el mismo nivel de los diversos
elementos que constituyen el medio ambiente. De esta forma, el niño sitúa a partir de ahora
los movimientos de la mano entre los cuerpos externos, dotando a estos últimos de una
actividad complementaria a la suya. En resumidas cuentas, en la medida en que los objetos se
separan de la acción, el propio cuerpo llega a ser un término más, y se encuentra
comprometido en un sistema de conjunto que señala el principio de la verdadera objetivación.
En efecto, en la medida en que se opera este pasaje del egocentrismo íntegro e inconsciente
de las primeras fases a la localización del propio cuerpo en un universo exterior, se constituyen
los objetos. En la medida en que las cosas sew desprenden de la propia acción y en que ésta se
sitúa entre el conjunto de las series de acontecimientos del ambiente, el sujeto se ve forzado a
construir un sistema de relaciones para comprender estas series y para comprenderse en
relación con ellas. Ahora bien, organizar estas series es constituir al mismo tiempo una red
espacio-temporal y un sistema de sustancias y de relaciones de causa y efecto. La constitución
del objeto es, pues, inseparable de la del espacio, el tiempo y la causalidad: un objeto es un
sistema de cuadros perceptivos, dotado de una forma espacial constante a través de sus
sucesivos desplazamientos y que constituye un término aislable en las series causales que se
extienden en el tiempo. La elaboración del objeto es solidaria, por lo tanto, con la del universo
en su conjunto. Para comprender esta génesis habría que anticiparse a los capítulos siguientes
y mostrar cómo se constituyen los grupos de desplazamientos así como las estructuras
temporales y causales. Pero ya que, a la inversa, sólo llegando a la creencia en la permanencia
del objeto, el niño consigue ordenar el espacio, el tiempo y la causalidad, tuvimos que
comenzar nuestro análisis tratando de explicar las conductas constitutivas del objeto como tal.
¿Cómo llega el niño a buscar el objeto, no sólo en un lugar privilegiado, sino teniendo en
cuenta los desplazamientos observados sucesivamente, incluso en el caso de que se efectúen
fuera del campo perceptivo?

Para comprender este proceso hay que decir, antes que nada, lo que no es: no es ni una
deducción a priori ni un adiestramiento debido a asociaciones puramente empíricas. Más
adelante tendremos ocasión de ver su verdadera naturaleza: una deducción propiamente
constructiva.

Salta a la vista que no es una deducción simple por los tanteos necesarios para la adquisición
de las relaciones de desplazamientos. El niño comienza (cuarta fase) buscando el objeto en el
lugar en que ya lo encontró una primera vez. Más tarde, cuando sabe buscarlo en la última
posición en que lo percibió (quinta fase), necesita todavía aprender la posibilidad del traslado:
el objeto puesto en una caja que se vacía debajo de una manta será buscado en la caja y luego
donde fue encontrado antes, pero no en el lugar donde desapareció. Una vez contraído el
hábito de buscarlo bajo la manta, será necesario volver a aprender a tener en cuenta los
sucesivos desplazamientos, etc. Estos tanteos muestran muy bien la necesidad de una
experiencia activa para estructurar las sucesivas percepciones: para comprender que el objeto
constituye un móvil independiente susceptible de múltiples desplazamientos, es necesario que
la percepción y la acción constituyan un todo bajo la forma de esquemas sensoriomotores y
que estos esquemas procedan, merced a la misma acción, del estado global o dinámico al
estado analítico o de descomposición espacio-temporal. Para explicar esta evolución de los
esquemas y dar cuenta del hecho de que el objeto individualizado y permanente sucede al
objeto indiferenciado y simplemente práctico, no tendrá sentido apelar a un mecanismo de
identificación concebido como innato y consustancial a todo pensamiento. Lo que es innato en
la identifiación es, simplemente, la función de asimilación y no las estructuras sucesivas que
elabora esta función cuya identidad no es más que un simple caso particular. Por consiguiente,
¿cómo se explica la construcción del objeto a partir de leyes propias de los esquemas de
asimilación?
Si esta construcción no es el resultado de una deducción a priori, tampoco se debe a tanteos
puramente empíricos. La sucesión de las fases que hemos distinguido muestra, efectivamente ,
mucho más una progresiva comprensión que simples adquisiciones fortuitas. Si hay
experiencia, se trata de experiencias dirigidas: en el momento en que descubre el objeto, el
niño organiza sus esquemas motores y elabora relaciones operatorias sin sufrir pasivamente la
presión de los hechos.

Creemos que la solución del problema es como sigue: la permanencia del objeto se debe a la
deducción constructiva que constituye desde la cuarta fase la asimilación recíproca de los
esquemas secundarios, es decir, la coordinación de los esquemas convertidos en móviles.
Hasta este nivel, el objeto simplemente prolonga la propia actividad: su permanencia no es
más que práctica, no sustancial, porque el universo no está separado de la acción ni objetivado
en un sistema de relaciones. La coordinación de los esquemas primarios, y en particular la
coordinación entre la visión y la prensión que da una exteriorización relativa de las cosas, pero
en tanto que los esquemas secundarios siguen siendo globales o indiferenciados en lugar de
disociarse para unirse mejor, esta exteriorización no llega a constituir una permanencia
sustancial. Por el contrario, desde la cuarta fase, los esquemas secundarios llegan a ser
móviles, gracias a una asimilación recíproca que les permite combinarse entre sí de todas las
maneras: este proceso de disociación y reagrupamiento complementarios, al engendrar los
primeros actos de inteligencia propiamente dicha, permite al niño construir un mundo
espacio-temporal de objetos dotados de causalidad propia.

Como hemos visto (El nacimiento de la inteligencia en el niño, cap. 4, 3), los esquemas
móviles que resultan de la coordinación de las reacciones secundarias constituyen al mismo
tiempo una especie de conceptos motores susceptibles de disponerse en juicios y
razonamientos prácticos y sistemas de relaciones que permiten una elaboración cada vez más
precisa de los mismos objetos a los que conducen estas conductas: la recíproca asimilación de
los esquemas entraña, pues, la construcción de las conexiones físicas, y consecuentemente de
los objetos como tales. Es así como la unión de los esquemas de prensión con los de golpear,
que explica la conducta consistente en apartar los obstáculos, permite al niño construir las
relaciones “encima” y “debajo” u “oculto detrás”, etc., y lo lleva a fundar su creencia en la
permanencia del objeto sobre relaciones propiamente espaciales. Pero sobre todo, las
combinaciones de los esquemas móviles hacen posible una mejor acomodación de la conducta
a las particularidades de las cosas: por el hecho de que los esquemas pueden, a partir de
ahora, ajustarse los unos a los otros, el niño es impelido a observar el detalle de los objetos
sobre los que actúa mucho más que cuando están englobados en actos de conjunto y
permanecen indiferenciados. De aquí las conductas de “exploración de los nuevos objetos”
que aparecen desde la cuarta fase y que durante la quinta se prolongan en “reacciones
circulares terciarias”, es decir, en “experiencias para ver” propiamente dichas. En este
contexto se elabora el objeto verdadero, a partir de la quinta fase.

Señalemos en este sentido que la unión de esta progresiva acomodación con la asimilación
recíproca de los esquemas (como se recordará las conductas específicas de la quinta fase o
“descubrimiento de nuevos medios por experimentación activa” se explican precisamente por
esta unión de la coordinación de los esquemas y de las reacciones terciarias) constituye para
la inteligencia un proceso de adquisición que no podría considerarse ni como puramente
experimental ni como puramente deductivo, pero que participa a loa vez de la experiencia y de
la construcción interna. La inteligencia sensoriomotriz, llegada a este punto, es esencialmente
construcción de relaciones o deducción constructiva.

En nuestra opinión, este proceso explica el descubrimiento de la permanencia real del


objeto. Después de haber establecido, durante la cuarta fase, que el objeto desaparecido
permanece detrás de una pantalla, el niño llega, durante la quinta, a conferir a este objeto una
trayectoria autónoma y, por lo tanto, una permanencia verdaderamente especial. Ahora bien,
este descubrimiento supone al mismo tiempo la experiencia –ya que únicamente el fracaso de
su búsqueda inicial enseña al niño que el objeto ya no está donde lo encontró por primera vez,
sino donde fue ocultado por última vez- y la deducción –puesto que, sin asimilación recíproca
de los esquemas, el niño no llegaría a considerar como existentes los objetos ocultados detrás
de una pantalla ni a proclamar, de una vez por todas, su permanencia, especialmente cuando
no los encontró allí donde los había buscado en un principio. En suma, la conservación del
objeto, que constituye la primera de las formas de conservación, resulta, como las demás, de
la estrecha unión de un elemento racional o deductivo y de un elemento empírico que
demuestra que la deducción se opera constantemente en relación con las cosas o bajo su
sugestión.

Este extremo podremos verlo mejor al estudiar los caracteres más propiamente espaciales
del objeto sólido, tales como su forma y dimensiones constantes, cuya constitución, ligada a la
del espacio en su totalidad, supone la constante colaboración de la experiencia y de la
asimilación recíproca de los esquemas.

Finalmente, durante la sexta fase, la coordinación de los esquemas se interioriza bajo la


forma de combinaciones mentales mientras que la acomodación se convierte en
representación. A partir de ese momento, la deducción del objeto y de sus caracteres
espaciales se consuma en la construcción de un universo de conjunto, donde los
desplazamientos simplemente representados llegan a insertarse entre los movimientos
percibidos y completarlos en una totalidad verdaderamente coherente.
CONCLUSIÓN

LA ELABORACIÓN DEL UNIVERSO

En mi primer estudio sobre los comienzos de la vida mental analizamos “el nacimiento de la
inteligencia en el niño” y procuramos demostrar cómo se constituían las formas de la actividad
intelectual en el plano sensoriomotor. Por el contrario, en la presente obra tratamos de
comprender cómo se organizan las “categorías reales” de la inteligencia sensoriomotriz, es
decir, cómo se construye el mundo por medio de este instrumento. Ha llegado el momento de
señalar, como conclusión, la unidad de estos diversos procesos y sus relaciones con los del
pensamiento infantil considerados bajo su aspecto más general.

1. ASIMILACIÓN Y ACOMODACIÓN

El estudio sucesivo de las nociones de objeto, espacio, causalidad y tiempo nos ha conducido a
las mismas conclusiones: la elaboración del universo por la inteligencia sensoriomotriz
constituye la transición de un estado en el que las cosas están centradas en torno a un yo que
cree dirigirlas aunque se ignora a sí mismo en tanto sujeto, aun estado en el que, por el
contrario el yo se sitúa, al menos prácticamente, en un mundo estable y concebido como
independiente de la propia acción. ¿Cómo es posible esta evolución?

No podríamos explicarla sino por el desarrollo de la inteligencia misma. En efecto, la


inteligencia va de un estado en el que la acomodación al medio está indiferenciada de la
asimilación de las cosas a los esquemas del sujeto, a un estado en el que la acomodación de los
esquemas múltiples llega a ser distinta de su asimilación respectiva y recíproca. Para
comprender este proceso, que resume toda la evolución de la inteligencia sensoriomotriz,
recordemos sus etapas partiendo del desarrollo de la asimilación.

En sus comienzos, la asimilación es, esencialmente, la utilización del medio externo por el
sujeto con el fin de alimentar sus esquemas hereditarios o adquiridos. Es evidente que tales
esquemas, como los de la succión, la visión, la prensión, etc., tienen necesidad de acomodarse
continuamente a las cosas y que las necesidades de esta acomodación contrarrestan, con
frecuencia, el esfuerzo asimilador. Pero esta acomodación permanece de tal modo
indiferenciada de los procesos asimiladores, que no da lugar a ninguna conducta activa
especial, sino que consiste, simplemente, en un ajuste de éstos a las cosas asimiladas. Es, pues,
natural que a este nivel de desarrollo, el mundo exterior no aparezca como constituido por
objetos permanentes, que el espacio y el tiempo aún no estén organizados en grupos ni en
series “objetivas” y que la causalidad no esté espacializada ni situada en las cosas. En otras
palabras, el universo consiste, al principio, en cuadros perceptivos móviles y plásticos,
centrados en la propia actividad. Pero en la medida en que ésta está indiferenciada de las
cosas que asimila continuamente, permanece inconsciente de su subjetividad: el mundo
exterior comienza, pues, confundiéndose con las sensaciones de un yo que se ignora a sí
mismo, antes que ambos términos, mundo y yo, se separen uno de otro para organizarse
correlativamente.

Por el contrario, a medida que los esquemas se multiplican y diferencian, gracias a sus
asimilaciones recíprocas así como a su acomodación progresiva a las diversidades de lo real,
ésta se disocia poco a poco de la asimilación y asegura, simultáneamente, una gradual
delimitación del medio exterior y del sujeto. La asimilación deja, pues, de incorporar
simplemente las cosas a la propia actividad para establecer, en virtud de los progresos de esta
actividad, una red cada vez más estrecha de coordinaciones entre los esquemas que definen a
ésta, y en consecuencia, entre las cosas a las que dichos esquemas se aplican. En términos de
inteligencia reflexiva, esto significaría que la deducción se organiza y se aplica a una
experiencia concebida como exterior. De ahí que el universo se constituya en un conjunto de
objetos permanentes vinculados por relaciones causales independientes del sujeto y situados
en un espacio y un tiempo objetivos. Tal universo, en lugar de depender de la propia actividad,
se impone al yo en tanto comprende al organismo como una parte dentro de un todo. El yo
toma así, conciencia de sí mismo, por lo menos en su acción práctica, y se descubre como una
causa entre otras y como objeto sometido a las mismas leyes que los otros.

En consecuencia, en la medida exacta de los progresos de la inteligencia en el sentido de la


diferenciación de los esquemas y de su asimilación recíproca, el universo va de egocentrismo
integral e inconsciente de sus comienzos a una creciente solidificación y objetivación. Durante
las primeras fases el niño percibe las cosas a la manera de un solipsista que se ignorara como
sujeto y sólo conociera sus propias acciones. Pero, a medida que coordina sus instrumentos
intelectuales, se descubre situándose como objeto activo entre los demás, en un universo
exterior a sí.

Estas transformaciones globales de los objetos de la percepción y de la inteligencia misma


que paulatinamente los conforma, denotan, pues, la existencia de una especie de ley evolutiva
que se podría enunciar de la siguiente manera: la asimilación y la acomodación van de un
estado de indiferenciación caótica a un estado de diferenciación con coordinación correlativa.

En sus direcciones iniciales, la asimilación y la acomodación se oponen entre sí, puesto que la
asimilación es conservadora y tiende a someter el medio al organismo tal como es, mientras
que la acomodación es fuente de cambios y somete al organismo a las sucesivas constricciones
del medio. Pero si, en sus comienzos, estas dos funciones son antagónicas, el papel de la vida
mental en general y el de la inteligencia en particular consiste precisamente en coordinarlas
entre sí.

Recordemos que esta coordinación no supone ninguna fuerza especial de organización,


puesto que, desde su origen, la asimilación y la acomodación son indisociables una de otra. La
acomodación de las estructuras mentales a la realidad implica, en efecto, la existencia de
esquemas de asimilación fuera de los que cualquier estructura sería imposible. Inversamente,
la constitución de los esquemas por la asimilación implica la utilización de realidades
exteriores a las que debe forzosamente acomodarse, en la medida que sea. La asimilación y la
acomodación son, pues, los dos polos de una interacción entre el organismo y el medio, que es
condición de todo funcionamiento biológico e intelectual, y tal interacción supone, desde su
punto de partida, un equilibrio entre las dos tendencias de polos opuestos. El problema radica
en saber qué formas toma, sucesivamente, este equilibrio en vías de constitución.

Si la asimilación de la realidad a los esquemas del sujeto implica una continua acomodación
de estos esquemas, la asimilación tampoco se opone a toda nueva acomodación, es decir, a
toda diferenciación de los esquemas en función de condiciones del medio no encontradas
hasta ese momento. Por el contrario, si la acomodación prevalece, es decir, si el esquema se
diferencia, señala el comienzo de nuevas asimilaciones. Toda conquista de la acomodación se
convierte, entonces, en una materia de asimilación, pero ésta resiste sin cesar a las nuevas
acomodaciones. Esta situación es la que explica la diversidad de formas de equilibrio entre
ambos procesos, según se consideren el punto de partida o el destino de su desarrollo.

En el punto de partida, están relativamente indiferenciadas una de otra, puesto que ambas
están incluidas en la interacción que une el organismo al medio y que, bajo su forma inicial, es
tan estrecha y directa que no supone ninguna operación especializada de acomodación (como
lo serán, después, las reacciones circulares terciarias, las conductas de experimentación activa,
etc.). Pero no son menos antagónicas, puesto que si cada esquema de asimilación está
acomodado a las circunstancias habituales, resiste a cualquier nueva acomodación, carente,
precisamente, de técnica acomodatoria especializada. Es posible, pues, hablar de
indiferenciación caótica. A este nivel, el mundo exterior y el yo permanecen indisociados hasta
el punto de no ser posibles ni objetos ni objetivaciones espaciales, temporales o causales.

Por el contrario, en la medida en que las acomodaciones nuevas se multiplican, por una parte
a causa de las exigencias del medio, y por otra a causa de las coordinaciones entre esquemas,
la acomodación se diferencia de la asimilación y por eso mismo se convierte en
complementaria. Se diferencia, es decir que, además de la acomodación necesaria a las
circunstancias habituales, el sujeto se interesa por la novedad y la persigue por sí misma: en
efecto, cuanto más se diferencien los esquemas, más disminuye la distancia entre lo nuevo y lo
conocido, de modo que la novedad, en lugar de constituir una molestia evitada por el sujeto,
se convierte en un problema y solicita la investigación. Por esto, y en esta misma medida, la
asimilación y la acomodación entran en relación de mutua dependencia: por una parte, la
asimilación recíproca de los esquemas y las múltiples combinaciones que de ahí se derivan
favorecen su diferenciación y, en consecuencia, su acomodación: por otra parte, la
acomodación a las novedades se prolonga tarde o temprano en asimilación, puesto que se
trata de conservar las adquisiciones y conciliarlas con las anteriores (estando el interés por lo
nuevo en función a la vez de las semejanzas y de las diferencias en relación con lo conocido).
Tiende así a establecerse una solidaridad cada vez más estrecha entre las dos funciones cada
vez más diferenciadas y, siguiendo esta línea, la interacción concluye por desembocar, como
hemos visto, en el plano del pensamiento reflexivo, en la mutua dependencia de la deducción
asimiladora y las técnicas experimentales.

Como puede verse, la actividad intelectual comienza por la confusión entre la experiencia y la
conciencia de sí, por la indiferenciación caótica entre la acomodación y la asimilación. En otras
palabras, el conocimiento del mundo exterior comienza por una utilización inmediata de las
cosas en tanto que el conocimiento de sí está interceptado por ese contacto puramente
práctico y utilitario. Hay simplemente interacción entre la zona más superficial de la realidad
exterior y la periferia corporal del yo. Por el contrario, al mismo tiempo que tiene lugar la
diferenciación y la coordinación entre la asimilación y la acomodación, la actividad
experimental y acomodadora penetra en el interior de las cosas, mientras que la actividad
asimiladora se enriquece y se organiza. Hay, pues, una progresiva puesta en relación entre las
zonas cada vez más profundas y alejadas de la realidad y las operaciones cada vez más íntimas
de la propia actividad. La inteligencia no comienza, así, ni por el conocimiento del yo ni por el
de las cosas, en cuanto tales, sino por el de su interacción y, orientándose simultáneamente
hacia los dos polos de esta interacción organizará el mundo, organizándose a sí misma.

FIGURA 2: EL ORGANISMO ES REPRESENTADO CON UN CÍRCULO DENTRO DE OTRO MÁS


GRANDE, EL CUAL CORRESPONDE AL UNIVERSO AMBIENTE. EL CONTACTO ENTRE EL
ORGANISMO Y EL MEDIO SE OPERA EN EL PUNTO A Y EN TODOS LOS PUNTOS ANÁLOGOS, QUE
SON A LA VEZ LOS MÁS EXTERIORES AL ORGANISMO Y AL MEDIO.

Dicho de otra manera, los primeros conocimientos que el sujeto puede adquirir de sí mismo o
del universo son los relativos a la apariencia más inmediata de las cosas o al aspecto más
externo y material de su ser. Desde el punto de vista de la conciencia, esta relación primitiva
entre el sujeto y el objeto es una relación de indiferenciación, correspondiente a la conciencia
protoplásmica de las primeras semanas, cuando no se hace distinción alguna entre el yo y el
no-yo. Desde el punto de vista de la conducta, esta relación es la que constituye la
organización morfológico-refleja, en tanto condición de la conciencia primitiva. Pero desde
este punto de conjunción e indiferenciación A, el conocimiento procede según dos vías
complementarias. Por el hecho mismo de que todo conocimiento es, a la vez, acomodación al
objeto y asimilación al sujeto, el progreso de la inteligencia se opera en el doble sentido de la
exteriorización y la interiorización, y sus dos polos serán la toma de posesión de la experiencia
física ( Y) y la toma de conciencia del funcionamiento intelectual (X). Por eso, todo gran
descubrimiento experimental, en el dominio de las ciencias exactas, se acompaña de un
progreso reflexivo de la razón sobre sí misma (de la deducción lógico-matemática), es decir, de
un progreso en la constitución de la razón en tanto actividad interior, y ello sin que sea posible
decidir, de una vez por todas, si el progreso de la experiencia es debido al de la razón o a la
inversa. Desde este punto de vista, la organización morfológico-refleja, es decir, el aspecto
fisiológico y anatómico del organismo, aparece poco a poco al espíritu como exterior a él, y la
actividad intelectual que la prolonga interiorizándola, se presenta como esencial de nuestra
existencia en tanto que seres vivientes.

Este proceso de puesta en relación entre un universo cada vez más exterior al yo y una
actividad intelectual que progresa en interioridad, es lo que explica la evolución de las
categorías reales, es decir, de las nociones de objeto, espacio, causalidad y tiempo. En tanto la
interacción del sujeto y el objeto se presenta bajo la forma de intercambios de débil amplitud
en una zona de indiferenciación, el universo aparece como dependiente de la propia actividad,
aunque ésta se ignore a sí misma como subjetividad. Por el contrario, en la medida en que se
amplía la interacción, el progreso del conocimiento en las dos direcciones complementarias,
de las cosas y del sujeto, permite a éste situarse entre ellas como una parte de un todo
coherente y permanente. En consecuencia, en la medida en que la asimilación y la
acomodación sobrepasan el estado inicial de “falso equilibrio” entre las necesidades del sujeto
y la resistencia de las cosas, para llegar a un verdadero equilibrio, es decir a una armonía entre
la organización interna y la experiencia externa, la perspectiva del sujeto sobre el universo se
transforma radicalmente: del egocentrismo integral a la objetividad, tal es la ley de esta
evolución. Las relaciones de la asimilación y la acomodación constituyen así, desde el plano
sensoriomotor, un proceso formador análogo al que representan, en el plano de la inteligencia
verbal y reflexiva, las relaciones del pensamiento individual y de la socialización: del mismo
modo que la acomodación al punto de vista de los otros permite al pensamiento individual
situarse en un conjunto de perspectivas que asegura su objetividad y reduce su egocentrismo,
igualmente, la coordinación de la asimilación y la acomodación sensoriomotores conduce al
sujeto a salir de sí mismo para solidificar y objetivar su universo hasta el punto de poder
englobarse en él, sin dejar por eso de asimilárselo.

2. EL PASO DE LA INTELIGENCIA SENSORIOMOTRIZ AL PENSAMIENTO CONCEPTUAL.

Esta última observación nos conduce a examinar brevemente, a manera de conclusión, las
relaciones entre el universo práctico elaborado por la inteligencia sensoriomotriz y la
representación del mundo debida al pensamiento reflexivo posterior.

La evolución de la inteligencia sensoriomotriz en el curso de los dos primeros años de la


infancia, así como la elaboración correlativa del universo, aparecen, como hemos procurado
analizarlas, conduciendo a un estado de equilibrio cercano al del pensamiento racional. Así es
como, partiendo del ejercicio de los reflejos y de las primeras asociaciones adquiridas, el niño
llega, en el curso de pocos meses, a construir un sistema de esquemas susceptible de
indefinidas combinaciones que anuncia el de los conceptos y las relaciones lógicas. Durante la
última fase de su desarrollo, estos esquemas llegan a ser aptos para determinados
reagrupamientos espontáneos e internos que equivalen a la deducción y la construcción
mentales. Por otra parte, a medida que se elaboran los objetos y la causalidad, el espacio y el
tiempo, un universo coherente sucede al caos de las percepciones egocéntricas iniciales.
Cuando, durante el segundo año, la representación completa la acción en virtud de la
progresiva interiorización de las conductas, se podría esperar que el conjunto de las
operaciones sensoriomotrices pasaran, simplemente, del plano de la acción al del lenguaje y el
pensamiento y que la organización de los esquemas se prolongara directamente en un sistema
de conceptos racionales.

En realidad, las cosas están lejos de ser tan simples. Primeramente, quedándonos
únicamente en el plano de la inteligencia práctica, los estudios de André Rey demuestran que
no todos los problemas están resueltos para el niño hacia el fin del segundo año. En cuanto se
complican los datos de los problemas y, por ejemplo, se obliga a los sujetos a lograr sus
objetivos por medio de contactos o desplazamientos complejos, se vuelven a encontrar en la
solución de estos nuevos problemas, merced a una especie de “desajuste en extensión”, todas
las dificultades que hemos analizado en este volumen a propósito de las fases elementales de
los primeros años. Más aún, y esto es fundamental para la teoría de los “desajustes”, estas
dificultades reaparecen en el mismo orden, a pesar de la distancia que separa el período de los
0 a los 2 años aquí estudiados, del período de los 3 a los 8 años explorados por André Rey. Así
es como, en estas últimas experiencias el niño comienza por presentar una especie de
“realismo dinámico”, “en cuyo curso el movimiento (tirar, empujar, etc.), poseería una virtud
independiente de toda adaptación a los datos particulares del medio”. Luego pasa por una fase
de “realismo óptico” análoga a la que se observa en los chimpancés, y durante la que sustituye
las relaciones físicas de los cuerpos por las relaciones visuales que corresponden a los datos
aparentes de la percepción. ¿Cómo no comparar entonces estas dos etapas preliminares con
las que caracterizan los comienzos de la inteligencia sensoriomotriz y del universo práctico
resultante? El “realismo dinámico” es el residuo de esta asimilación de las cosas a las acciones
que da cuenta de los grupos y series “prácticas”, de la causalidad mágico-fenomenista y del
universo sin objetos característico de nuestras fases elementales. En efecto, el niño de 3-4
años, antes de poder estructurar una situación compleja, así como el bebé de algunos meses
en presencia de las situaciones más simples pero oscuras de su punto de vista, se limita a
asimilarla al acto que sería necesario ejecutar y confiere además, gracias a una creencia
residual en el poder de la propia actividad, una especie de valor absoluto a sus gestos, lo que
equivale a olvidar momentáneamente que las cosas son substancias permanentes
espacialmente “agrupadas”, temporalmente seriadas y que mantienen entre sí relaciones
causales objetivas. En cuanto al “realismo óptico”, parece evidente que constituye un residuo
de las conductas intermedias entre las fases egocéntricas primitivas y las fases de objetivación,
conductas que están caracterizadas por los grupos y series “subjetivas” o por los
comportamientos de transición relativos a los comienzos del objeto y de la causalidad
espacializada. En efecto, el “realismo óptico” consiste también en considerar las cosas como
siendo lo que aparentan a la percepción inmediata y no por lo que llegarán a ser una vez
insertas en un sistema de relaciones racionales que sobrepasen el campo visual. Así es como el
niño se imagina que una varita es capaz de atraer al objetivo porque está a su lado o lo toca,
como si el contacto óptico equivaliera a un vínculo causal: precisamente esta confusión de las
percepciones visuales inmediatas con las realidades físicas, es lo que caracteriza los grupos o
series “subjetivas”, por ejemplo, cuando el bebé no sabe darle la vuelta al biberón, incapaz de
concebir el “revés” del objeto, o cuando se imagina poder volver a encontrar los objetos allí
donde los vio por primera vez, independientemente de su trayectoria efectiva.

Hay, pues, entre la inteligencia sensoriomotriz que precede a la aparición del lenguaje y la
inteligencia práctica posterior que subsiste bajo realidades verbales y conceptuales, no sólo
continuidad lineal, sino también “desajustes en extensión” de manera que en presencia de
cada problema realmente nuevo reaparecen los mismos procesos primitivos de adaptación,
aunque disminuyendo en importancia con la edad.

Pero aunque las dificultades encontradas en la acción por el niño de 2 a 7 años están
destinadas a ser finalmente vencidas, gracias a los instrumentos preparados por la inteligencia
sensoriomotriz de los dos primeros años, el paso del plano simplemente práctico al del
lenguaje y al pensamiento conceptual y socializado comporta obstáculos sui géneris que
complican singularmente el progreso de la inteligencia.

En efecto, dos innovaciones oponen, desde un primer momento, el pensamiento conceptual


a la inteligencia sensoriomotriz y explican la dificultad del paso de una a otra de estas dos
formas de actividad intelectual. En primer lugar, la inteligencia sensoriomotriz no busca sino la
adaptación práctica, es decir, apunta solamente al éxito o a la utilización, en tanto que el
pensamiento conceptual tiende al conocimiento en cuanto tal y se somete a normas de
veracidad. En efecto, aun cuando el niño “explora” un objeto nuevo, o estudia los
desplazamientos que provoca mediante una especie de “experiencias para ver”, hay siempre
en estos tipos de asimilación sensoriomotrices, sea cual sea la precisión de la acomodación
que demuestren, la noción de un resultado práctico a alcanzar: por el mismo hecho de que el
niño no puede traducir sus observaciones en un sistema de juicios verbales y conceptos
reflexivos, sino simplemente registrarlas por medio de esquemas sensoriomotores, es decir
esbozando acciones posibles, no se le podría atribuir capacidad para llegar a hacer
comprobaciones puras o juicios propiamente dichos, pero hay que admitir que estos juicios, si
se expresaran en palabras, equivaldrían a algo así como “se puede hacer esto con este objeto”,
“se podría conseguir este resultado”, etc. Con mayor razón, en los comportamientos
orientados en función de una meta efectiva, como “el descubrimiento de medios nuevos por
experimentación activa”, la “invención de medios nuevos por combinaciones mentales” el
único problema consiste en alcanzar el fin deseado, los únicos valores en juego son el éxito o el
fracaso, y no es problema, para el niño, el buscar una verdad por sí misma o reflexionar sobre
las relaciones que le han permitido obtener el resultado deseado. Luego no es exagerado
afirmar que la inteligencia sensoriomotriz se limita a desear el éxito o la adaptación práctica,
mientras que el pensamiento verbal o conceptual tiene por función conocer y enunciar
verdades.

Una segunda diferencia separa estos dos tipos de actividad: la inteligencia sensoriomotriz es
una adaptación del individuo a las cosas o al cuerpo de otro, pero sin socialización del
intelecto, en tanto el pensamiento conceptual es un pensamiento colectivo que obedece a
reglas comunes. En efecto, aun cuando el bebé imite un acto inteligente ejecutado por otro, o
comprenda, ante una sonrisa o una expresión de descontento, las intenciones de otro, no es
posible hablar de un intercambio de pensamientos que llegue a modificar la estructura de los
mismos. Por el contrario, a partir del lenguaje, la socialización del pensamiento se manifiesta
por la elaboración de los conceptos, de las relaciones y por la constitución de reglas, es decir,
hay evolución estructural. Precisamente, en la medida en que el pensamiento verbo-
conceptual es transformado por su naturaleza colectiva, llega a ser capaz de comprobación y
de búsqueda de la verdad, en oposición al carácter práctico de los actos de inteligencia
sensorio-motriz y a su búsqueda del éxito o la satisfacción. En efecto, el espíritu logra alcanzar
los juicios de comprobación, en función de la cooperación con otro, implicando esta
comprobación una presentación un intercambio y careciendo de significación en sí misma para
la actividad individual. Que el pensamiento conceptual sea racional porque es social, o a la
inversa, la interdependencia de la búsqueda de la verdad y la socialización nos parece
innegable.

La adaptación de la inteligencia a estas nuevas realidades, cuando al plano sensoriomotor se


superponen el lenguaje y el pensamiento conceptual, ocasiona la reaparición de todas las
dificultades ya cencidas en el dominio de la acción. Por esta razón, pese al nivel alcanzado por
la inteligencia en la quinta y sexta fases de su desarrollo sensoriomotor, ésta no se presenta de
inmediato como racional cuando comienza a organizarse en el plano verbal-conceptual.
Por el contrario, se manifiestan una serie de desajustes en comprensión y no ya sólo en
extensión, ya que el niño de cierta edad está menos avanzado en el plano verbal-conceptual
de lo que lo está respecto a las operaciones correspondientes en el plano de la acción. Dicho
en términos más simples, el niño no consigue inmediatamente reflexionar con palabras y
nociones las operaciones que ya sabe ejecutar en actos, y si no puede reflexionarlos, está
obligado, para adaptarse al plano colectivo y conceptual en el que a partir de ahora se
desenvolverá su pensamiento, a rehacer el trabajo de coordinación entre la asimilación y la
acomodación ya cumplido en su anterior adaptación sensoriomotriz al universo físico y
práctico.

En efecto, es fácil comprobar que la asimilación y la acomodación del individuo al grupo


social presentan, desde el comienzo del lenguaje, un equilibrio menos marcado que en el
dominio de la inteligencia sensoriomotriz y que, para permitir la adaptación del espíritu al
grupo, estas funciones deben volver a pasar por las mismas etapas, y en el mismo orden que
durante los primeros meses de la existencia. La acomodación al punto de vista social no es otra
cosa, en efecto, que la imitación y el conjunto de las operaciones que permiten al individuo
someterse a los ejemplos e imperativos del grupo. En cuanto a la asimilación, consiste, como
precedentemente, en incorporar la realidad a la actividad y las perspectivas del yo. Del mismo
modo que en el plano de la adaptación al universo sensoriomotor, el sujeto que sufre desde un
primer momento las presiones del medio, comienza por considerar las cosas como
dependiendo de sus acciones, para lograr poco a poco situarse, a manera de elemento, en un
conjunto coherente e independiente de él, igualmente en el plano social, el niño aun
obedeciendo desde el comienzo las sugerencias de otro, permanece, sin embargo, largo
tiempo encerrado en su propio punto de vista antes de situarlo entre los otros. El yo y el grupo
comienzan, pues, por quedar indisociados en una mezcla sui generis de egocentrismo y
sumisión a las presiones ambientales, para después diferenciarse y dar lugar a una
cooperación de personalidades que han llegado a ser autónomas. En otras palabras, en el
momento en que la asimilación y la acomodación están disociadas en el plano de la adaptación
sensoriomotriz, todavía no lo están en el plano social y reproducen así, en este último, una
evolución análoga a la que se efectuó en el primero.

Esto tiene una serie de consecuencias muy importantes para la estructura del pensamiento
infantil en sus comienzos. La inteligencia sensoriomotriz es, inicialmente, asimilación de los
objetos a los esquemas de la propia actividad con acomodación necesaria pero de tendencia
inversa a la precedente, para llegar a continuación a una adaptación precisa a la realidad por la
coordinación de la asimilación con la acomodación; del mismo modo, el pensamiento, desde
su aparición, comienza por ser asimilación de lo real al yo, con acomodación al pensamiento
de los otros, pero sin síntesis entre estas dos tendencias, para conquistar sólo más tarde la
unidad racional que concilia la perspectiva propia de la reciprocidad.

En primer lugar, de igual modo que la inteligencia práctica busca el éxito antes que la verdad,
el pensamiento egocéntrico, en la medida en que es asimilación al yo, tiende a la satisfacción y
no a la objetividad. La forma extrema de esta asimilación a los deseos e intereses propios es el
juego simbólico o juego de imaginación, en el que la realidad es transformada según las
necesidades del yo, hasta el punto de que las significaciones que el pensamiento comporta
pueden permanecer estrictamente individuales e incomunicables. Pero entre esta última
región del pensamiento egocéntrico (región en la que la imaginación simbólica permite
centuplicar las posibilidades de satisfacción ofrecidas a la acción y, en consecuencia, reforzar
las tendencias de asimilación a la actividad propia anteriormente manifestadas por la
inteligencia sensoriomotriz) y el pensamiento adaptado a otro, se halla una importante zona
del pensamiento que, si bien no presenta ningún carácter lúdico, manifiesta caracteres
análogos de anomia y egocentrismo. Basta comprobar las dificultades de los niños de 2 a 6
años para participar en una conversación o una discusión, hacer un trato o dar una explicación,
en suma, para salir del pensamiento propio y adaptarse al de los otros: en todas estas
conductas sociales del pensamiento es fácil ver hasta qué punto el niño es más fácilmente
llevado a satisfacer sus deseos y a juzgar según su propio punto de vista, que a participar en el
de los otros para lograr una visión objetiva. Pero, por otra parte, y en contraste con esta
poderosa asimilación de lo real al yo, se asiste, durante las primeras fases del pensamiento
individual, a una asombrosa docilidad del niño a las sugestiones y afirmaciones de los demás;
el niño repite sin cesar las expresiones que escucha, imita las actitudes que observa y cede
fácilmente a las incitaciones del grupo, tanto como resiste a la reciprocidad racional. En suma,
la asimilación al yo y la acomodación a los otros comienza por un compromiso sin síntesis
profunda y el sujeto oscila, en un primer momento, entre estas dos tendencias sin poder
dominarlas ni organizarlas.

En segundo lugar, surgen una serie de estructuras intelectuales propias de este comienzo del
pensamiento infantil y que reproducen, por desajuste, las estructuras sensoriomotrices
iniciales. Así es como los primeros conceptos que utiliza el niño no son de inmediato clases
lógicas, susceptibles de las operaciones de adición, multiplicación, disyunción, etc., que
caracterizan la lógica de clases en su funcionamiento normal, sino especies de preconceptos
que proceden por asimilaciones sincréticas. Del mismo modo, el niño que, sin embargo, logra
manejar las relaciones en el plano sensoriomotor comienza por sustituir, en el plano verbal y
reflexivo, las relaciones por cualidades absolutas, carente de capacidad para coordinar las
diferentes perspectivas y salir del punto de vista propio al que asimila todas las cosas. De ahí
que el razonamiento infantil primitivo parezca estar en retroceso respecto a las coordinaciones
sensoriomotrices de la quinta y sexta fases: al no conocer aún clases ni relaciones propiamente
dichas, consiste en fusiones simples, en transducciones que proceden por asimilaciones
sincréticas. Sólo en el curso de un laborioso desarrollo, que transforma la asimilación
egocéntrica en deducción verdadera y la acomodación en un ajuste real a la experiencia y a las
perspectivas que trascienden el propio punto de vista, el razonamiento infantil llega a ser
racional, y prolonga así, en el plano del pensamiento, las conquistas de la inteligencia
sensoriomotriz.

Vemos así hasta qué punto la historia de la asimilación y de la acomodación que caracterizan
la inteligencia sensoriomotriz constituye un fenómeno general susceptible de reproducirse en
el nuevo plqano que constituye el pensamiento conceptual, antes que éste prolongue
realmente a aquella. Conviene, para comprender mejor este proceso evolutivo y este
desajuste, estudiar más a fondo algunos ejemplos concretos, extraídos precisamente de los
hechos analizados en el presente volumen.
3. DEL UNIVERSO SENSORIOMOTOR A LA REPRESENTACIÓN DEL MUNDO DEL NIÑO. I. EL
ESPACIO Y EL OBJETO.

La inteligencia de las relaciones espaciales es un primer ejemplo particularmente claro de


este paralelismo con desajuste entre las conquistas sensoriomotrices y las del pensamiento
representativo.

Recordemos cómo, partiendo de “grupos” puramente prácticos y quasifisiológicos, el niño


comienza por elaborar grupos “subjetivos”, después consigue llegar a los grupos “objetivos” y,
finalmente, sólo es capaz de elaborar grupos “representativos”. Pero los grupos de este último
tipo, si bien constituyen el punto final del espacio práctico e insertan así, entre las relaciones
espaciales sensoriomotrices la representación de los desplazamientos que no caen en el
campo de la percepción directa, están lejos de señalar el comienzo de una representación
completa del espacio, es decir, de una representación completamente separada de la acción.
¿Qué sucederá, en efecto, cuando el niño tenga que representarse, más allá de toda acción
actual, un grupo de desplazamientos o un sistema de perspectivas coherentes? A partir de este
momento decisivo se asiste, en el plano del pensamiento propiamente dicho, a una repetición
de la evolución ya cumplida en el plano sensoriomotor.

Pongamos, por ejemplo, el siguiente problema: se presenta al niño una maqueta de


alrededor de un metro cuadrado que representa en relieve tres montañas y él debe
reconstruir las diferentes perspectivas según las cuales una pequeña muñeca las percibiría
desde posiciones que se hacen variar según un orden dado. Ninguna dificultad técnica o verbal
detienen al niño, pues simplemente puede señalar con el dedo lo que ve la muñeca, o elegir
entre algunos dibujos que representan las perspectivas posibles, o reconstruir mediante
cartones, que simbólicamente corresponden a las montañas, la fotografía que la muñeca
podría tomar desde un punto de vista en representarse las relaciones espaciales más simples
de todas las que sobrepasan la acción y la percepción directas, es decir, representarse lo que él
mismo vería si estuviera en las sucesivas posiciones de las que se le habla. A primera vista,
podría parecer que las respuestas del niño simplemente prolongan las adquisiciones propias
de la sexta fase del espacio sensoriomotor y llegan desde un primer momento a las
representaciones correctas.

Pero, curiosamente, los niños más pequeños, capaces de comprender este problema de las
montañas y de responder sin dificultades de orden verbal o técnico presentan una actitud que
en lugar de prolongar los “grupos objetivos” y “representativos” de la sexta fase, vuelven, por
el contrario, hasta el egocentrismo integral de los “grupos subjetivos”. En efecto, lejos de
representar los diversos cuadros que contempla la muñeca según los puntos de vista, el niño
considera en cada momento su propia perspectiva como absoluta y se la atribuye a la muñeca
sin dudar de su confusión. En otras palabras, cuando se le pregunta qué ve la muñeca desde
una posición particular, el niño describe lo que él mismo ve desde su lugar, sin tener en cuenta
los obstáculos que impedirían a la muñeca lograr la misma visión: cuando se le presentan
varios dibujos entre los que debe elegir el único que corresponde a la perspectiva de la
muñeca, designa el que representa su propia perspectiva; por último, cuando debe reconstruir
por medio de cartones la fotografía que podría hacer la muñeca desde donde está, el niño
reproduce de nuevo su propia visión de las cosas.

Luego, cuando el niño se desprende de este egocentrismo inicial para conquistar las
relaciones en juego en estos problemas, se asiste a un conjunto de fases de transición. O bien
el niño que comienza a comprender que la perspectiva difiere según la posición de la muñeca,
opera diversas combinaciones entre esas perspectivas y la suya propia (“prerrelaciones”) o
bien no tiene en cuenta más que una relación a la vez (izquierda-derecha o delante-detrás) y
no consigue multiplicar las relaciones entre sí. Estas transiciones corresponden, pues, a los
grupos de desplazamientos limitados propios de la cuarta fase sensoriomotriz. Finalmente, se
logra la relatividad completa, lo que corresponde a las fases quinta y sexta de la misma serie.

¿Cómo explicar este desajuste y este regreso a etapas ya superadas en el plano del espacio
sensoriomotriz? Para actuar en el espacio, el niño está obligado a comprender poco a poco
que las cosas que lo rodean tienen una trayectoria independiente de él y que sus
desplazamientos se “agrupan” en sistemas “objetivos”. Desde un punto de vista puramente
práctico, el niño es conducido a salir de un egocentrismo inicial en el que las cosas son
consideradas como dependientes de la propia actividad, para conquistar una relatividad que se
establece entre los desplazamientos sucesivamente percibidos, o incluso entre determinados
movimientos percibidos y otros simplemente representados. Pero el egocentrismo y la
relatividad objetiva, de los que aquí se trata, no conciernen sino a las relaciones existentes
entre el niño y las cosas, y en la acción sensoriomotriz nada lo obliga a salir de este estrecho
dominio: en tanto el problema no consiste en representarse lo real en sí mismo, sino sólo en
utilizarlo o ejercer alguna influencia sobre él, no es necesario, en efecto, sobrepasar el sistema
de relaciones que se establecen entre los objetos y él mismo, o entre los objetos en cuanto
tales, en el campo de la propia perspectiva; tampoco es necesario suponer la existencia de
otras perspectivas y de vincularlas entre sí englobando en ellas la suya. Sin duda, el acto por el
que se confiere objetividad a los desplazamientos de las cosas implica ya una ampliación de la
perspectiva egocéntrica inicial, y en este sentido hemos podido hablar, a propósito de la quinta
y sexta fases sensoriomotrices, de un cambio de perspectiva y de la conquista de un universo
en el que el yo se sitúa en lugar de traer este universo ilusoriamente hacia sí. Pero esto es sólo
una primera etapa y, aun en este universo práctico objetivo, todo es relativo a un único
sistema de referencia, que es el del sujeto y no el de otros sujetos posibles: hay, pues,
objetividad e incluso relatividad, pero dentro de los límites de un dominio concebido siempre
como absoluto, porque nada impulsa todavía a sobrepasarlo. Si se nos permitiera una
comparación un poco atrevida, la conclusión del universo práctico objetivo recuerda las
conquistas de Newton en relación con el egocentrismo de la física aristotélica, pero el tiempo y
el espacio absolutos newtonianos siguen siendo egocéntricos desde el punto de vista de la
relatividad einsteniana, porque sólo consideran una perspectiva del universo entre otras
igualmente posibles y reales. Por el contrario, desde que el niño busca no sólo actuar sobre las
cosas, sino representárselas por sí mismas e independientemente de la acción inmediata, esta
perspectiva única, en cuyo seno había logrado introducir la objetividad y la relatividad, no
basta y es preciso coordinarla con las demás.
Esto es cierto por dos razones, una relativa a la intención del sujeto en su esfuerzo de
representación, la otra relativa a las necesidades de ésta. En efecto, ¿por qué busca el sujeto,
en un momento dado de su evolución mental, representarse las relaciones espaciales en lugar
de actuar simplemente sobre ellas? Evidentemente, es para comunicar a otro o para obtener
de otro alguna información sobre una realidad referente al espacio. Fuera de esa relación
social no se ve ninguna razón para que la representación pura suceda a la acción. La existencia
de múltiples perspectivas relativas a los diversos individuos está, pues, implícita en el esfuerzo
que hace el niño para representarse el espacio. Por otra parte, representarse el espacio o los
objetos en el espacio es necesariamente conciliar en un acto único las diferentes perspectivas
posibles acerca de lo real y no contentarse ya con adoptarlas sucesivamente. Pongamos por
ejemplo, una caja o un objeto cualquiera sobre el que actúa el niño. Al término de su evolución
sensoriomotriz llega a ser perfectamente capaz de dar la vuelta a la caja en todos los sentidos,
de representarse tanto el revés como las partes visibles, su contenido tanto como su exterior,
etc. Pero estas representaciones vinculadas a la actividad práctica, al praktisch-handelnes
Verbalten del que hablaron Gelb y Goldstein en sus valiosas investigaciones acerca del espacio,
¿bastan para constituir una representación total de la caja, una conducta de theore-fisch-
schauendes Verbalten? Seguramente no, pues para llegar a esto hay que ver la caja desde
todos los lados simultáneamente, es decir, situarla en un sistema de perspectivas en que sea
posible representársela desde cualquier punto de vista, y pasar de uno a otro sin recurrir a la
acción. Si es posible imaginarse a sí mismo ocupando diversas posiciones a la vez, es evidente
que será representándose la perspectiva de otro y coordinándola con la propia como el niño
resolverá tal problema en la realidad concreta. En este sentido se puede sostener que la
representación pura y separada de la actividad propia supone la adaptación a otro y la
coordinación social.

Luego se comprende por qué, en el problema de las montañas que es típico a este respecto,
el niño de 4 a 6 años presenta todavía un egocentrismo que recuerda los comienzos de la
inteligencia sensorio-motriz y los “grupos subjetivos” más elementales: en el plano de la
representación pura al que se refiere esta prueba, el sujeto debe comparar diversos puntos de
vista con el suyo propio, y nada lo prepara aún para esta operación. Así, las actitudes ya
sobrepasadas en las relaciones entre las cosas y él, reaparecen referidas a las relaciones que se
establecen con otro: el egocentrismo social sucede al egocentrismo sensoriomotor y
reproduce sus fases, pero como lo social y lo representativo son interdependientes, parece
haber regresión, en tanto el espíritu libra simplemente las mismas batallas en un nuevo plano
para alcanzar nuevas conquistas.

Por otra parte, este desajuste de comprensión, es decir, el que surge con motivo del paso del
pensamiento de un plano inferior a uno superior, se puede combinar con los desajustes de
extensión de los que halamos anteriormente, es decir, los que surgen a causa de problemas
situados en el mismo plano pero que presentan una complejidad creciente. Así es como,
después de haber construido, en lo referente a los movimientos próximos, los grupos de
desplazamientos anteriormente estudiados, el niño se halla en presencia de problemas
análogos suscitados por la observación de movimientos más alejados: desplazamientos
relativos a los cuerpos situados en el horizonte o a los movimientos celestes. Hace ya varios
años hemos observado, por ejemplo, la actitud del niño respecto a la luna y, a menudo, las
nubes, las estrellas, etc. : hasta los 7 años cree ser seguido por estos cuerpos y considera como
reales sus movimientos aparentes. Desde el punto de vista del espacio, no hay allí más que una
prolongación de conductas relativas a los objetos próximos observados durante las primeras
fases sensoriomotrices: el niño que toma la apariencia como realidad, refiere a sí todos los
desplazamientos en lugar de situarlos en un sistema objetivo que englobe al propio cuerpo sin
centrarse en él. Del mismo modo, hemos observado montañas, ya sea viajando por los Alpes,
ya sea en automóvil a lo largo de las colinas: hacia los 4-5 años todavía les parece que las
montañas se desplazan y cambian realmente de forma, en relación con nuestros propios
desplazamientos, exactamente como los objetos próximos en los grupos “subjetivos” del bebé.

Estas últimas supervivencias del espacio primitivo en el niño de edad escolar nos conducen a
los desajustes de los procesos relativos al objeto. Es evidente que, en la medida en que los
grupos de desplazamientos exigen un nuevo trabajo de la construcción en el plano de la
representación o del pensamiento conceptual para llegar a su término, el objeto, por su parte,
no podría ser considerado como totalmente elaborado una vez constituido en el plano
sensoriomotor. Después de lo que hemos dicho sobre los desajustes de extensión a propósito
de la luna y las montañas, todo está más claro. Las montañas que se desplazan y cambian de
forma en función de nuestros movimientos no son “objetos”, puesto que les falta la
permanencia de la forma y del volumen. De igual modo, una luna que nos sigue, no es “la”
luna en tanto objeto de percepciones simultáneas o sucesivas de los diferentes observadores
posibles: prueba de ello es que, en la época en que el niño cree ser seguido por los astros,
adimte la existencia de muchas lunas naciendo y renaciendo sin cesar, y susceptibles de
ocupar, a la vez, regiones diferentes del espacio.

Pero esta dificultad para atribuir identidad sustancial a los objetos alejados no es el residuo
más interesante de los procesos de objetivación propios de las fases de la inteligencia
sensoriomotriz. Mejor dicho, no constituye sino un residuo explicable por el simple mecanismo
de los desajustes de extensión, en tanto que, gracias a los desajustes de comprensión, que
condicionan el paso del plano sensoriomotor al plano del pensamiento reflexivo, la
construcción del objeto aparece no sólo como un continuo proceso que no cesa en el curso de
la evolución de la razón y se vuelve a encontrar hasta en las formas más elaboradas del
pensamiento científico, sino como un proceso que vuelve a pasar ininterrumpidamente por
fases análogas a las de la serie sensorimotriz inicial. Así es como los diferentes principios de
conservación, cuya constitución progresiva ocupa todo el desarrollo de la física infantil, no son
más que aspectos sucesivos de la objetivación del universo. Por ejemplo, la conservación de la
materia no aparece en absoluto como una necesidad para el niño de 3 a 6 años en el caos de
los cambios de estado, o incluso de los cambios de forma. El azúcar disolviéndose en el agua es
considerado como entrando en la nada, mientras se considera que sólo subsiste el gusto (es
decir, una pura cualidad), pero únicamente durante unos días. Igualmente, cuando se
presentan al niño dos bolitas de arcilla de igual peso y volumen, y luego una de ellas se
transforma en un cilindro alargado, el niño considera que ésta pierde a la vez su peso y su
materia. Cuando se trasvasa el contenido de un bocal grande de agua a una serie de pequeños
bocales o tubos, concibe la cantidad de líquidos como alterada, etc. Por el contrario, el niño
llega después a la noción de una conservación necesaria de la materia, independientemente
de los cambios de forma o estado. Pero, llegado a este nivel, todavía continúa creyendo que el
peso de los cuerpos puede cambiar con su forma: es así como la bolita, al convertirse en
cilindro, pierde su peso aunque conserva la misma cantidad de materia. Hacia los 11 o 12 años,
por el contrario, el niño está tan convencido de la conservación del peso que atribuye a las
partículas de azúcar disueltas en el agua el mismo peso total que al trozo inicial.

Vemos, pues, que, desde el punto de vista de la conservación de la materia y del peso, el
niño vuelve a pasar, en el plano del sentimiento conceptual y reflexivo, por fases análogas a las
que atraviesa, desde el punto de vista de la conservación del objeto, en el plano
sensoriomotor. En efecto, así como el lactante comienza por creer que los objetos
desaparecen cuando no son ya percibidos, para resurgir cuando entran en el campo
perceptivo, igualmente, el niño de 6 años piensa aún que la cantidad de materia aumenta o
disminuye según la forma que toma el objeto, y que una sustancia que se disuelve desaparece
totalmente. De igual modo que numerosas fases intermedias se escalonan entre el nivel en
que el bebé es víctima de la apariencia sensible de las cosas y aquel en el que construye una
permanencia suficiente como para creer en los objetos, de la misma manera el niño que habla
pasa por una serie de etapas antes de creer en, independientemente de cualquier experiencia
directa, la constancia del peso a pesar de los cambios de forma, y antes de constituir con este
fin una especie de burdo atomismo que concilia la invariación cuantitativa con las variaciones
cualitativas.

¿Cómo explicar entonces este desajuste, y por qué el pensamiento, en el momento en que
recoge el trabajo de la inteligencia sensoriomotriz y en particular la creencia en los objetos
permanentes, no les atribuye desde un primer momento la constancia de la materia y el peso?
Como hemos visto, son necesarios tres procesos constitutivos para la elaboración de la noción
de objeto: la acomodación de los órganos que permite prever la reaparición de los cuerpos, la
coordinación de los esquemas que permite conferir a cada uno de estos cuerpos una
multiplicidad de cualidades solidarias y la deducción propia de los razonamientos
sensoriomotres que permite comprender sus desplazamientos y conciliar su permanencia con
sus variaciones aparentes. Estos tres factores funcionales, previsión, coordinación y deducción,
cambian por completo de estructura cuando pasan del plano sensoriomotor al del lenguaje y
las operaciones conceptuales, y cuando los sistemas de clases y de relaciones reflexivas
sustituyen a los esquemas prácticos. En efecto, mientras que el objeto sustancial es un simple
producto de la acción o de la inteligencia práctica, las nociones de cantidad de materia y de
conservación del peso suponen, por el contrario, una elaboración racional muy sutil. En la
noción práctica del objeto no hay nada más que la idea de una permanencia de las cualidades
(forma, consistencia, color, etcétera), independientemente de la percepción inmediata. Por el
contrario, en la noción de conservación de una materia como el azúcar, la bolita de arcilla que
cambia de forma o el líquido trasvasado de un recipiente grande a varios pequeños, hay una
relación cuantitativa que, desde que es percibida, aparece como necesaria: es la idea de que, a
pesar de los cambios de estado o de forma (de forma real y no sólo aparente) algo se conserva.
Este algo no es de inmediato el peso sino el volumen, el espacio ocupado, y luego el peso, es
decir, una cualidad cuantificada en la medida en que es considerada invariante. Estas
relaciones cuantitativas no sólo implican, para constituirse, una previsión de orden práctico
(previsión del nivel del agua cuando el azúcar se disuelve, del peso de la bolita transformada
en cilindro, etc.): implican sobre todo una coordinación de clases y de las relaciones lógicas, así
como una deducción propiamente dicha, pues en el plano de la reflexión la previsión llega a
ser poco a poco función de la deducción en lugar de precederla.
¿Cómo llega el niño, en el caso del azúcar que se disuelve en el agua, a pensar en la
permanencia de la materia y a formular la hipótesis atomista de partículas invisibles de azúcar
dispersas en el líquido, partículas cuyo volumen total equivale al del trozo inicial, hasta el
punto de explicar que el nivel del agua está por encima del nivel primitivo? Evidentemente,
aquí no se trata de una simple lección de la experiencia, o, como en el caso de la permanencia
del objeto práctico, de una estructuración inteligente de la experiencia sino de una deducción
debida, sobre todo, a la reflexión y en la que interviene una serie compleja de conceptos y
relaciones. Igualmente, la idea de que la bolita conserva su peso al transformarse en cilindro,
es una construcción deductiva que la experiencia no alcanzaría a explicar, pues el niño no tiene
ni los medios para ejecutar las pesadas exactas que necesitaría la verificación de esta hipótesis
y, menos aún, la curiosidad de intentar tal verificación, puesto que su afirmación le parece
evidente y en general no se le plantea el problema. Lo más interesante en la reacción del niño
es que, no habiendo pensado nunca en este problema, lo resuelve de inmediato a priori, y con
tal seguridad que le sorprender que se le plantee, mientras que uno o dos años antes lo
hubiera resuelto, precisamente, en sentido contrario y no habría recurrido a la idea de
conservación.

En resumen, el desarrollo de los principios de conservación no podría explicarse sino en


función de un progreso interno de la lógica del niño, bajo su triple aspecto de elaboración de
estructuras deductivas, de relaciones y de clases que constituyen un sistema solidario. Ésta es
la explicación del desajuste al que nos referimos aquí. En la medida en que el niño, que ha
llegado gracias al lenguaje al plano del pensamiento representativo, que es al mismo tiempo el
del pensamiento socializado, debe adaptarse a otro, su egocentrismo espontáneo, vencido ya
en el plano sensoriomotor, reaparece en el curso de esta adaptación, como acabamos de
comprobar mediante los ejemplos dados a propósito del espacio. Esto comporta una serie de
consecuencias en lo referente a la estructura del pensamiento, como hemos subrayado a lo
largo del S 2. Por una parte, en la medida en que el niño no logra coordinar las perspectivas de
diversos individuos con la suya, no puede dominar la lógica de las relaciones, a pesar de que
sabe manejar las relaciones prácticas en el plano sensoriomotor: es así cómo las nociones de lo
“pesado” y lo “ligero”, que hacen referencia precisamente a la conservación del peso, son
concebidas como cualidades absolutas mucho antes de ser comprendidas como
exclusivamente relativas, porque son referidas al punto de vista egocéntrico de la percepción
inmediata, antes de ser transformadas en relaciones entre los diferentes sujetos y los diversos
objetos, y en las relaciones entre los objetos mismos, una vez separados de todo sistema de
referencias propio. Por otra parte, y por la misma razón, el niño comienza por utilizar
solamente pseudoconceptos sincréticos antes de elaborar verdaderas clases lógicas,
operaciones constitutivas de las clases (adición y multiplicación lógicas) suponen un sistema de
definiciones cuya fijeza y generalidad sobrepasan el punto de vista propio y sus adherencias
subjetivas (definiciones por el uso, clasificaciones sincréticas, etc.). De ahí concluimos que una
estructura deductiva en el plano del pensamiento reflexivo supone un espíritu liberado del
punto de vista propio por los métodos de reciprocidad inherentes a la cooperación o al
intercambio intelectual, y que el razonamiento dominado por el egocentrismo, en el plano
verbal y social, no podría ser sino “transductivo”, es decir, proceder por la fusión de
preconceptos situados a mitad de camino entre los casos singulares y la verdadera
generalidad.
Si la conquista del objeto en el plano sensoriomotor no se prolonga inmediatamente en el
plano conceptual por una objetivación susceptible de asegurar la permanencia racional, es
porque el egocentrismo, al reaparecer en este nuevo plano, impide al pensamiento alcanzar de
inmediato las estructuras lógicas necesarias para esta elaboración. Tratemos de precisar este
mecanismo analizando algunos ejemplos correspondientes a los períodos del comienzo del
lenguaje y del pensamiento reflexivo, que nos mostrarán, a la vez, hasta qué punto es
dificultoso para el niño constituir, en un primer momento, verdaderas clases lógicas y hasta
qué punto estos pseudoconceptos y estas transducciones primitivas no conducen, desde el
punto de vista del objeto, hacia una fase que parecería superada por la inteligencia
sensoriomotriz y que reaparece en el plano conceptual.

Observamos a menudo que los primeros conceptos genéricos utilizados por el niño, cuando
no designan determinados objetos usuales y relativos a la actividad cotidiana, sino conjuntos
propiamente dichos, permanecen a mitad de camino entre lo individual y lo general. Durante
mucho tiempo, por ejemplo, uno de mis hijos al que mostré unas babosas, en el curso de
sucesivos paseos, designaba cada nuevo ejemplar que encontraba con el nombre de “la
babosa”, sin que yo lograse saber si quería decir “el mismo individuo” o “un nuevo individuo
que entra en el género de las babosas”. Aunque es imposible aportar pruebas decisivas, todo
parece indicar, en este caso, que el niño no consigue, y ni siquiera intenta, resolver esta
cuestión, y que “la babosa” es para él una especie de tipo semiindividual y semigenérico del
que “participan” los diversos individuos. Sucede lo mismo cuando el niño se encuentra con “el
cordero”, “el perro”, etc.: no estamos en presencia ni de lo individual ni de lo genérico en el
sentido de la clase lógica, sino de un estado intermedio que es, precisamente, comparable en
el plano conceptual, al estado primitivo del objeto sensoriomotor flotando entre el cuadro
perceptivo sin sustancialidad y la sustancia permanente.

La interpretación puede parecer arriesgada en tanto se trate de observaciones de ese tipo,


porque siempre se las podría atribuir a simples confusiones del sujeto, pero llega a ser más
segura cuando estos pseudoconcpetos entran en función en las transducciones propiamente
dichas, es decir, en razonamientos explicativos o clasificatorios que proceden por fusión de
casos análogos. Podemos referirnos, por ejemplo, a las explicaciones dadas por los más
pequeños de nuestros sujetos acerca del fenómeno de la sombra o de la corriente de aire: la
sombra producida sobre una mesa ante su propia mirada proviene, según ellos, de “debajo de
los árboles” y de otras fuentes posibles de oscuridad, del mismo modo que la corriente de aire
de un abanico procede del cierzo que sopla fuera de la habitación. El niño asimila, pues, como
por otra parte lo hacemos nosotros mismos, la sombra de un cuaderno a la de los árboles, la
corriente de aire al viento, etc., pero en lugar de hacer entrar simplemente estos dos
fenómenos análogos en una misma clase lógica y explicarlos por la misma ley física, considera
los dos términos de la comparación como “participando” uno del otro a distancia y sin vínculo
físico inteligible. En consecuencia, aquí también el pensamiento del niño se mantiene entre lo
individual y lo genérico. La sombra del cuaderno no es simplemente un objeto singular, puesto
que emana de la de los árboles, que “es” verdaderamente la de los árboles surgiendo en un
nuevo contexto. Pero no hay tampoco clase abstracta porque, precisamente, la relación entre
las dos sombras comparadas no es una relación de simple comparación y de pertenencia
común a un mismo conjunto, sino de participación sustancial. La sombra percibida sobre la
mesa no es, pues, un objeto aislable, así como, en el plano sensoriomotor, tampoco lo es el
reloj que desaparece debajo de un cojín y que el niño espera ver aparecer al mismo tiempo
debajo de otro. Pero si hay así una vuelta aparente al pasado es por una razón opuesta a la que
obstaculiza la objetivación en la inteligencia sensoriomotriz: en este último caso, en efecto, el
objeto es difícil de constituir en la medida en que el niño tiene dificultad para coordinar entre
sí los cuadros perceptivos, en tanto que el plano del pensamiento conceptual, el objeto, ya
elaborado, pierde nuevamente su identidad en la medida en que se trata de coordinarlo con
otros para construir una clase o una relación.

En conclusión, en el caso del objeto, como en el espacio, hay, desde los comienzos de la
reflexión verbal, retorno de las dificultades ya vencidas en el plano de la acción, y repetición,
con desajuste, de las fases y del proceso de adaptación definidos por el paso del egocentrismo
a la objetividad. En ambos casos, el fenómeno se debe a las dificultades que experimenta el
niño que ha llegado en el plano social, a hacer entrar sus adquisiciones sensoriomotrices en un
cuadro de relaciones, de clases lógicas y de estructuras deductivas susceptible de verdadera
generalidad, es decir, que tiene en cuenta el punto de vista de los otros y de todos los puntos
de vista posibles, tanto como del suyo propio.

4. DEL UNIVERSO SENSORIOMOTOR A LA REPRESENTACIÓN DEL MUNDO DEL NIÑO. II. LA


CAUSALIDAD Y EL TIEMPO.

El desarrollo de la causalidad, desde los primeros meses de la existencia hasta el undécimo o


duodécimo año de la infancia, presenta la misma curva que el del espacio o el del objeto:
cuando la conquista de la causalidad parece realizada con la constitución de la inteligencia
sensoriomotriz, en la medida en que la objetivación y la especialización de las relaciones de
causa a efecto suceden al egocentrismo mágico-fenomenista de las vinculaciones primitivas,
con la aparición del lenguaje y del pensamiento representativo, vuelve a empezar toda una
evolución que parece reproducir la anterior, antes que prolongarla realmente.

Pero es preciso distinguir una vez más, entre los desajustes a los que da lugar esta historia de
la noción de causa, los simples desajustes de extensión debidos a la repetición de los procesos
primitivos cuando se presentan problemas análogos a los anteriores, y los desajustes de
comprensión debidos al paso de un plano de actividad a otro, es decir, en este caso, del plano
de la acción al de la representación. Nos parece inútil insistir sobre los primeros. No hay nada
de sorprendente en que la creencia en la eficacia de la propia actividad, creencia reforzada por
las aproximaciones fortuitas debidas a la experiencia inmediata o fenomenista, se vuelva a
encontrar durante toda la infancia en esos momentos de inquietud y deseo que caracterizan la
magia infantil. Por el contrario, el segundo tipo de desajustes suscita interrogantes que es útil
mencionar aquí.

Durante los primeros meses de vida, el niño no disocia el mundo exterior de su actividad: los
cuadros perceptivos, aún no consolidados en objetos ni coordinados en un espacio coherente,
le parecen dirigidos por sus deseos y esfuerzos, sin que éstos sean atribuidos a un yo distinto
de ese universo. Después, a medida que la inteligencia progresa y elabora objetos y espacio
tejiendo una estrecha red de relaciones entre esos cuadros, el niño atribuye a las cosas y a las
personas una causalidad autónoma y concibe la existencia de las relaciones causales
independientes de él, su cuerpo se convierte en un punto de origen, entre otros, de efectos
integrados en este sistema de conjunto. ¿Qué va a ocurrir cuando, mediante el lenguaje y el
pensamiento representativo, el sujeto logre no sólo prever el desarrollo de los fenómenos y
actuar sobre ellos, sino evocarlos fuera de toda acción para tratar de explicarlos? Aquí aparece
la paradoja del desajuste de comprensión.

En efecto, tan pronto como, a merced de los “por qué” que obsesionan el espíritu del niño,
su representación del mundo puede ser deducida sin graves riesgos de error, uno se da cuenta
que este universo centrado sobre el yo, que parecía abolido puesto que había sido eliminado
de la acción práctica en el medio inmediato, reaparece en el plano del pensamiento y se
impone como la única concepción global inteligible para el niño. Sin duda éste no se conduce
ya, a la manera del bebé, como si dirigiera todo y a todos: sabe que los mayores tienen su
propia voluntad, que la lluvia, el viento, las nubes, los astros y todas las cosas están
caracterizados por movimientos y efectos que él experimenta, pero sin regularlos. En suma, en
el plano práctico, la objetivación y la especialización de la causalidad han sido adquiridas. Pero
esto no le impide representarse al universo como una gran máquina organizada no se sabe
bien por quién, pero con la ayuda de los adultos, para lograr el bienestar de los hombres y muy
especialmente de los niños. Así como, en una casa, todo está dispuesto de acuerdo con un
plan, a pesar de las imperfecciones y los fracasos parciales, también la razón de ser de cada
cosa, en el universo físico, es función de una especie de orden del mundo, orden a la vez
material y moral, del que el niño es el centro. Los adultos están “para cuidarnos”, los animales
para presentarnos servicios, los astros para calentarnos e iluminarnos, las plantas para
nutrirnos, la lluvia para hacer crecer los jardines, las nubes para “hacer la noche”, las montañas
para treparlas, los lagos para los barcos, etc. Aún más, a este artificialismo más o menos
explícito y coherente corresponde un animismo latente que atribuye a cada cosa la voluntad
de desempeñar su papel, la fuerza y la conciencia justa necesarias para actuar regularmente.

Así es como el egocentrismo causal que, en el plano sensoriomotor, desaparece poco a poco
bajo la influencia de la espacialización y la objetivación, reaparece desde los comienzos del
pensamiento bajo una forma casi radical. Sin duda, el niño no se atribuye a sí mismo la
causalidad de otros o de las cosas, pero, aun dotando a estas últimas de actividades
particulares, centra todas estas actividades alrededor del hombre y, sobre todo, alrededor de
sí mismo. Es evidente que en este sentido podemos hablar de desajuste de un plano a otro y
que el fenómeno es, así, comparable a los que caracterizan la evolución del espacio y del
objeto.

Pero los esquemas primitivos de la causalidad vuelven a ser encontrados, en un sentido más
profundo todavía, traspuestos en las primeras representaciones reflexivas del niño. En efecto,
si bien es exacto que el niño, desde su segundo año, atribuye la causalidad a otro y a los
objetos, en lugar de reservar el monopolio a su propia actividad, falta saber cómo se
representa el mecanismo de esas relaciones causales. Acabamos de recordar que al
artificialismo egocéntrico que hace gravitar al universo alrededor del hombre y del niño,
corresponde un animismo susceptible de explicar la actividad de los seres y las cosas en este
orden del mundo. Este ejemplo es precisamente el que nos puede hacer comprender el
segundo tipo de desajuste del que hablamos: si bien el niño renuncia a considerar sus acciones
como la causa de todo acontecimiento, no consigue en cambio representarse la acción de los
cuerpos sino mediante esquemas extraídos de su propia actividad. Un objeto animado de un
movimiento “natural” como el viento que empuja las nubes o la luna no logra concebir una
acción sin fin consciente. A falta de conciencia, todo proceso que implica una relación de
energías, como la elevación del nivel del agua en un vaso en el que se introduce una piedra,
parece debido a fuerzas calcadas sobre el modelo de la propia actividad: la piedra “pesa” sobre
el fondo del agua, la “obliga” a subir y si se la mantuviera mediante un hilo a la mitad de la
altura del agua, ésta no subiría de nivel. En suma, aunque objetivada en el plano práctico, la
causalidad puede permanecer egocéntrica desde el punto de vista representativo, en la
medida en que las primeras concepciones causales son extraídas de la conciencia subjetiva de
la actividad del yo. En cuanto a la especialización del vínculo causal, se observa el mismo
desajuste entre la representación y la acción. Así es como el niño puede muy bien admitir, en
la práctica, la necesidad de un contacto espacial entre la causa y el efecto, sin que la
causalidad sea, sin embargo, geométrica o mecánica: por ejemplo, las piezas del mecanismo
de una bicicleta aparecen todas necesarias para el niño mucho antes de que trate de
establecer entre ellas series causales irreversibles.

Por el contrario, a continuación de estas fases primitivas de la representación, en cuyo


transcurso se ven reaparecer en el plano del pensamiento formas de causalidad cercanas a las
de las primeras fases sensoriomotrices y que parecen sobrepasadas por las estructuras
causales de las últimas fases de la inteligencia sensoriomotriz, se asiste a una objetivación y
una espacilización propiamente reflexivas, cuyo progreso es paralelo al que hemos descrito en
el plano de la acción. Es así como, a continuación del animismo y del dinamismo a que
acabamos de referirnos, vemos constituirse un “mecanismo” gradual, correlativo de los
principios de conservación descritos en el 3 y de la elaboración de un espacio relativo. La
causalidad, como las demás categorías, evoluciona en el plano del pensamiento desde un
egocentrismo inicial hasta una objetividad y relatividad combinadas, que reproducen,
sobrepasándolas, su evolución sensoriomotriz anterior.

En cuanto al tiempo, ya hemos procurado describir, en el plano puramente práctico de los


dos primeros años, la transformación de las “series subjetivas” en “series objetivas” y no es
necesario insistir para hacer comprender el paralelismo de esta evolución con la que, en el
plano del pensamiento, se caracteriza por el paso de la duración interior, concebida como el
único modelo temporal, al tiempo físico constituido por relaciones cuantitativas entre los
puntos de referencia espaciales y los acontecimientos exteriores. Durante las primeras etapas
del pensamiento representativo, en efecto, el niño sólo logra evaluar las duraciones concretas
y las velocidades refiriéndose al tiempo psicológico. A continuación, por el contrario,
constituye en pensamiento y no sólo en acción, series objetivas que vinculan la duración
interna con el tiempo físico y con la historia del universo exterior. Por ejemplo, si se dibuja
ante los niños dos pistas concéntricas, una de las cuales describe un gran círculo y la otra uno
mucho más pequeño, y se hace recorrer a dos automóviles de iguales dimensiones esas dos
trayectorias en el mismo tiempo, los niños pequeños no pueden evitar el creer que automóvil
que sigue el círculo pequeño ha ido “más rápido” que el otro. “Más rápido” significa,
simplemente, en este caso “más fácilmente”, “con menos esfuerzo”, etc., sin que el niño tenga
en cuenta las relaciones entre el tiempo y el espacio recorrido. Para los niños mayores, por el
contrario, la velocidad se mide gracias a esa relación, y las expresiones “más tiempo” o “menos
tiempo” no tienen significación objetiva para los más pequeños, pero sí para los mayores.
5. CONCLUSIÓN

La construcción del universo, que parecía acabada con la de la inteligencia sensoriomotriz,


prosigue a través de todo el desarrollo del pensamiento, lo que es natural, pero prosigue,
presentándose más como repetición que como progreso real para englobar los datos de la
acción en un sistema representativo de conjunto. Tal es la enseñanza que nos proporciona la
comparación de nuestras actuales observaciones con los resultados del examen de las
representaciones del niño de 3 a 12 años.

Para comprender la importancia de este hecho, conviene prolongar lo que hemos dicho en el
1 de estas conclusiones, sobre las relaciones entre la asimilación y la acomodación
intelectuales, aplicando ahora esas reflexiones a los procesos del pensamiento.

Hemos intentado demostrar cómo, en el plano sensoriomotor, la asimilación y la


acomodación, al comienzo indiferenciadas pero atrayendo la conducta en sentido contrario,
consiguen paulatinamente diferenciarse y llegar a ser complementarias. Según lo que
acabamos de ver acerca del espacio, el objeto, la causalidad y el tiempo, es evidente que, en el
plano del pensamiento representativo que es, al mismo tiempo, el de las relaciones sociales o
la coordinación entre los espíritus individuales, se hacen necesarias nuevas asimilaciones y
nuevas acomodaciones, que comienzan, a su vez, por una fase de indiferenciación caótica para
proceder luego a una diferenciación y una armonización complementarias.

En efecto, durante las primeras fases del pensamiento, la acomodación permanece en la


superficie, tanto en la experiencia física como en la experiencia social. Ciertamente, en el plano
de la acción el niño no está ya enteramente dominado por la apariencia de las cosas, puesto
que, gracias a la inteligencia sensoriomotriz, ha logrado construir un universo práctico
coherente, combinando la acomodación a los objetos con su asimilación a estructuras
coordinadas entre sí. Pero, cuando se trata de sobrepasar la acción para hacerse una
representación desinteresada de la realidad, es decir, una imagen comunicable y destinada a
alcanzar la verdad más que la simple utilidad, la acomodación a las cosas se enfrenta con
nuevas dificultades. No se trata sólo de actuar, sino de describir, no sólo prever sino explicar y,
aunque ya los esquemas sensoriomotores están adaptados a su función concreta que es al de
asegurar el equilibrio entre la actividad individual y el medio percibido, el pensamiento está
obligado a construir una nueva representación de las cosas para satisfacer la conciencia común
y las exigencias de una concepción de conjunto. En este sentido, el primer contacto del
pensamiento propiamente dicho con el universo material constituye lo que se puede llamar la
“experiencia inmediata”, por oposición a la experiencia científica o corregida por la asimilación
de las cosas a la razón.

La experiencia inmediata es la acomodación del pensamiento a la superficie de las cosas, es la


experiencia simplemente empírica, que considera como dato objetivo la realidad tal como
aparece a la percepción directa. En numerosos casos, aquellos en los que la realidad coincide
con la apariencia, ese contacto superficial con el objeto basta para llevar a la verdad. Pero
cuanto más se sale del campo de la acción inmediata para construir una representación
adecuada de lo real, es más necesario, para comprender los fenómenos, englobarlos en una
red de relaciones que se alejan cada vez más de la apariencia e insertan a ésta en una realidad
nueva elaborada por la razón. En otras palabras, sucede cada vez más que la apariencia
requiere una corrección y que ésta necesita una puesta en relación con la asimilación recíproca
de puntos de vista diferentes. En el ejemplo que citamos en el 3 de los grupos de
desplazamientos relativos a las montañas, es evidente que toda una estructuración de la
experiencia, es decir, una asimilación racional y una coordinación de múltiples puntos de vista
posibles, le son indispensables al niño para comprender que, a pesar de las apariencias, las
montañas no se desplazan cuando uno se mueve y que las variadas perspectivas que existen
no excluyen la permanencia de sus formas. Es necesaria la misma condición para atribuir a un
río o a un lago riberas inmóviles cuando avanza el barco y, de una manera general, para
organizar el espacio lejano independiente de la acción directa. En lo referente a los objetos,
reparemos, por ejemplo, en la diferencia que separa la experiencia inmediata relativa a los
astros, es decir, la simple acomodación de la percepción a sus dimensiones y movimientos
aparentes, de la experiencia real que adquiere el espíritu sobre ellos cuando combina esta
acomodación con una asimilación de los mismos datos a la actividad de la razón. Desde el
primero de estos puntos de vista, los astros son pequeñas esferas o manchas situadas a la
altura de las nubes, cuyos movimientos dependen de nuestra propia marcha y cuya
permanencia es imposible de determinar (aun en lo que concierne al sol, hay niños que lo
identifican con la luz o bien, por el contrario, admiten la existencia de muchos soles y muchas
lunas). Desde el segundo punto de vista, por el contrario, las dimensiones y las distancias
reales no tienen relación alguna con la apariencia, las trayectorias efectivas no concuerdan con
los movimientos aparentes, sino gracias a relaciones de una creciente complejidad, y la
identidad de los cuerpos celestes llega a ser función de este sistema global. Lo que es cierto,
en gran escala, de los astros, lo es siempre y en todas las escalas, de los objetos sobre los que
no recae la acción directa. En cuanto a la causalidad, el primer ejemplo, el de la flotación de los
barcos, tan sugestivo para el pensamiento del niño, da lugar a las mismas consideraciones.
Siguiendo el curso de la experiencia inmediata, el niño comienza por admitir que los barquitos
flotan porque son ligeros, pero al ver un trocito de plomo o una piedrecita que se hunde en el
fondo del agua, agrega que estos cuerpos son demasiado ligeros y pequeños para ser
retenidos por el agua; por otra parte, los grandes barcos flotan porque son pesados y pueden
arrastrarse a sí mismos. En suma, si se permanece en la superficie de las cosas, la explicación
no es posible sino a costa de continuas contradicciones, pues el pensamiento, para abarcar
todas las sinuosidades de la realidad, está obligado a agregar sin cesar, unas a otras,
vinculaciones aparentes en lugar de poder coordinarlas en un sistema coherente de conjunto.
Por el contrario, el contacto del espíritu con la experiencia real conduce a una explicación
simple, pero a condición de completar esta acomodación elemental del pensamiento a los
datos inmediatos de la percepción por una asimilación correlativa de esos datos a un sistema
de relaciones (entre peso y volumen, etc.) que la razón no consigue elaborar sino
reemplazando la apariencia de las cosas por una construcción real. Limitémonos, en el dominio
del tiempo y la duración, a un solo ejemplo, el de la descomposición de la velocidad en
relaciones entre el tiempo y el espacio recorrido. Desde el punto de vista de la experiencia
inmediata, el niño logra muy pronto evaluar las velocidades, de las que tiene una conciencia
directa, los espacios recorridos en un tiempo idéntico o “antes” y el “después” en la llegada a
la meta, en caso de trayectorias de igual longitud. Pero de ahí a descomponer las velocidades
para extraer una medida del tiempo, hay una considerable distancia, porque precisamente se
trataría de reemplazar las intuiciones directas, propias de la acomodación elemental del
pensamiento a las cosas, por un sistema de relaciones que implicasen una asimilación
constructiva.

Así pues, en todos los dominios, el pensamiento comienza por un contacto superficial con las
realidades exteriores, es decir, por una simple acomodación a la “experiencia inmediata”. ¿Por
qué esta acomodación sigue siendo “superficial”, en el exacto sentido de la palabra, y no logra
corregir inmediatamente la apariencia sensible por la verdad racional? Sucede que, y aquí
queremos llegar, la acomodación primitiva del pensamiento, como anteriormente la de la
inteligencia sensoriomotriz, permanece a la vez indiferenciada de una asimilación deformante
de lo real al yo en sentido contrario.

En efecto, durante esta misma etapa de acomodación superficial a la experiencia física y


social, se observa una asimilación continua del universo no sólo a la estructura impersonal del
espíritu –que no está precisamente acabada, salvo en el plano sensoriomotor-, sino también, y
sobre todo, al punto de vista propio, a la experiencia individual e incluso a los deseos y a la
afectividad del sujeto. Considerada desde el punto de vista social esta asimilación deformante
consiste, como hemos visto, en una especie de egocentrismo del pensamiento tal que éste,
todavía rebelde a las normas de la reciprocidad intelectual y de la lógica, busca la satisfacción
más que la verdad y transforma lo real en función de la propia afectividad. Desde el punto de
vista de la adaptación del pensamiento al universo físico, por otra parte, esta asimilación
conduce a una serie de consecuencias que nos interesan aquí. En el dominio del espacio, por
ejemplo, es evidente que si el niño permanece dominado por la “experiencia inmediata” de la
montaña que se desplaza y por las demás acomodaciones superficiales a las que nos acabamos
de referir, es porque éstas permanecen todavía indiferenciadas de una continua asimilación de
lo real al punto de vista propio: así es como el niño cree que sus desplazamientos regulan los
de la montaña, el cielo, etc. Lo mismo ocurre en lo referente a los “objetos”: en la medida, por
ejemplo, en que el niño tiene dificultad para constituir la identidad de la luna y de los astros en
general, porque no sobrepasa la experiencia inmediata de sus movimientos aparentes, se cree
seguido por ellos y asimila el cuadro de sus desplazamientos a su punto de vista, exactamente
como el bebé cuyo universo está mal objetivado porque está demasiado centrado sobre su
propia actividad. En cuanto a la causalidad, si el niño tiene dificultad para unificar sus
explicaciones en un sistema coherente de relaciones, es nuevamente porque la acomodación a
la diversidad cualitativa de lo real permanece indiferenciada de una asimilación de los
fenómenos a la propia actividad: ¿por qué, por ejemplo, los barcos son concebidos como
pesados o ligeros en sí mismos, sin que sea considerada la relación entre peso y volumen, sino
porque el peso está evaluado en función de la experiencia muscular del sujeto, en lugar de ser
transformado en relación objetiva? Del mismo modo, la primacía de la duración interior sobre
el tiempo exterior afirma la existencia de una asimilación deformante que acompaña
necesariamente la acomodación primitiva del espíritu a la superficie de los acontecimientos.

La acomodación superficial de los comienzos del pensamiento y la asimilación deformante de


lo real al yo están, pues, indiferenciadas y operan en sentido contrario una de otra. Están
indiferenciadas porque la “experiencia inmediata” que caracteriza a la primera consiste,
siempre, en última instancia, en considerar el punto de vista propio como la expresión de lo
absoluto, así, la apariencia de las cosas a una asimilación egocéntrica, de igual modo que esta
última va necesariamente aparejada a una percepción directa que excluye la construcción de
un sistema racional de relaciones. Pero, por indiferenciadas que estén al comienzo, las
operaciones de acomodación y aquellas en las que reconoce la asimilación, actúan en sentido
contrario. Precisamente, la acomodación al mecanismo profundo de las cosas está trabada
ininterrumpidamente porque la experiencia inmediata va acompañada de una asimilación de
las percepciones a los esquemas de la propia actividad o están calcadas sobre su modelo.
Inversamente, la asimilación de las cosas al yo está continuamente obstaculizada por las
resistencias de esta acomodación, puesto que lo que hay que tener en cuenta es la apariencia
de lo real, que no es indefinidamente plegable a la voluntad del sujeto. Igualmente, en el plano
social, la posición de la opinión de otro contrarresta el egocentrismo, y recíprocamente,
aunque ambas actitudes, la de imitación de los otros y la de asimilación al yo, coexistan
continuamente y atestigüen las mismas dificultades de adaptación a la reciprocidad y a la
verdadera cooperación.

Por el contrario, a medida que evoluciona el pensamiento del niño, la asimilación y la


acomodación se diferencian para llegar a ser complementarias una de otra. En el dominio de la
representación del mundo esto significa, por una parte, que la acomodación, en lugar de
permanecer en la superficie de la experiencia, penetra cada vez más en su intimidad, es decir,
que bajo el caos de las apariencias busca las regularidades y llega a ser capaz de
experimentaciones reales para establecerlas. Por otra parte, la asimilación, en lugar de reducir
los fenómenos a las nociones inspiradas por la propia actividad, los incorpora al sistema de
relaciones debidas a la actividad más profunda de la inteligencia misma. La experiencia
verdadera y la construcción deductiva llegan a ser, así, a la vez distintas y correlativas, en tanto
que en el dominio social, el ajuste cada vez más íntimo del pensamiento propio al de los demás
y la puesta en relaciones recíprocas de las perspectivas aseguran la posibilidad de una
cooperación que constituye, precisamente, el medio propicio para esta elaboración de la
razón.

Como puede verse, el pensamiento, en sus diversos aspectos, reproduce, en el plano que le
es propio, el proceso de evolución que hemos observado en el caso de la inteligencia
sensoriomotriz y de la estructura del universo práctico inicial. El desarrollo de la razón,
esbozado a nivel sensoriomotor, prosigue, así, las mismas leyes, una vez constituidas la vida
social y la reflexión. A la vista de las dificultades que suscita la aparición de estas nuevas
realidades, la asimilación y la acomodación vuelven a encontrarse, al comienzo de este
segundo período de la evolución intelectual, en una situación que ya habían sobrepasado en el
plano inferior. Pero, al pasar del estado puramente individual que caracteriza a la inteligencia
sensoriomotriz, a la cooperación que define el plano en que se mueve el pensamiento a partir
de ahora, el niño, después de haber vencido su egocentrismo y los demás obstáculos que
hacen fracasar esta cooperación, recibe de ella los instrumentos necesarios para prolongar la
construcción racional preparada durante los dos primeros años y para ponerla de manifiesto
en su sistema de relaciones lógicas y de representaciones adecuadas.

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