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SOBREVIVIR

BRUNO BETTELHEIM

SOBREVIVIR
El holocausto una generación después

Traducción castellana de
JORDI BELTRÁN

EDITORIAL C R ÍTIC A
Grupo editorial Grijalbo
BARCELONA
1.* ed ición : ju n io de 1981
2 .a edición: enero de 1983

T ítu lo o riginal:
S U R V IV IN G A N D O T H E R E S S A Y S
A lfred A . K n o p f, N u e v a Y o rk

M aq u e ta: A lb erto C orazón


© 1952, 1960, 1962, 1976, 1979 by B ru n o Bettelheim
and T ru d e B ettelh eim a s T ru stee s
© 1981 de la p resen te edición para E sp a ñ a y A m érica:
E d ito ria l C rítica, S . A ., calle P ed ro de la C reu , 5 8, Barcelona-34
IS B N : 84-7423-153-1
D e p ó sito legal: B . 41259-1982
Im p reso en E sp a ñ a
1983. — G rá fic a s D iam an te, Z am ora, 8 3, Barcelona-18
A Trude, Ruth, Naomi y Eric
PRÓLOGO A LA EDICION ESPAÑOLA

Me produce una gran satisfacción que esta recopilación de


ensayos vaya a estar pronto al alcance de los lectores de lengua
castellana. Estos artículos representan los esfuerzos de un hom­
bre por intentar habérselas con el terror totalitario en general y
con los horrores de los campos de concentración alemanes y del
holocausto en particular. La elaboración de estos ensayos me llevó
unos cuarenta años; esto indica cuán difícil es enfrentarse a tales
fenómenos, tratar de entenderlos y llegar a asumir la inhuma­
nidad del hombre hacia el hombre que reflejan. También muestra
que fácilmente puede resultar necesaria la lucha de toda una vida
para dominar las emociones que esta inhumanidad suscita, para
no dejar que éstas destruyan la fe que uno tiene en el ser huma­
no; y esto vale incluso para quien se cuenta entre los pocos afor­
tunados que sobrevivieron a toda la historia relativamente indem­
nes. Espero que estos artículos, al ser leídos consecutivamente,
muestren una creciente aptitud — o por lo menos un creciente
esfuerzo— para no dejarse arrastrar por una ira perfectamente
comprensible hacia aquellos que perpetraron tales crímenes, y
para comprender las más amplias ramificaciones de unos acon­
tecimientos que, mientras sucedían, eran tan abrumadores y pro­
ducían tal trastorno que cualquier otra consideración pasaba a
segundo término ante las preguntas: «¿Cóm o es esto posible?
¿Cómo pueden las personas hacerse tales cosas unas a otras?».
Ahora que aproximadamente cuarenta años nos separan de
los acontecimientos que condujeron a la redacción de este libro,
es hora de preguntarnos qué es lo que se puede aprender de ellos
10 SUHKKVIV1K

de cara al presente y al futuro; y qué conocimientos adicionales


sobre el funcionamiento de la psique humana hacen■falta para
comprender lo que sucedió, por qué sucedió y cómo podemos
protegernos a nosotros mismos de la eventualidad de que vuelva
a suceder.
Los muchos años que han transcurrido desde que todo ello
ocurrió nos permiten también evaluar sus consecuencias perdu­
rables. Estudios recientes sobre supervivientes y sus hijos han
mostrado que los efectos subsiguientes de la experiencia nazi no
se limitan sólo a los que personalmente la sufrieron; también
las vidas de sus hijos han sido profundamente afectadas por lo
ocurrido a sus padres. Es como si lo que era el maleficio en las
vidas de los padres se haya convertido ahora en el de las vidas
de sus hijos. Y este problema no se limita únicamente a las
víctimas de los nazis. Los contactos privados y profesionales, así
como los estudios psicoanalíticos de los hijos de alemanes que
fueron o seguidores de Hitler o adversarios suyos muestran que
también ellos se sienten afectados por las experiencias de sus
padres. De modo que lo que ocurrió en el pasado no está todavía
cancelado y superado. Esto sólo sucederá cuando — y en la me­
dida que— logremos dominar lo que estos acontecimientos pasa­
dos significan para nosotros ahora. Las páginas que siguen ofre­
cen los esfuerzos de una persona para dominar los traumas del
pasado con objeto de que este pasado pueda dejarse de lado y
cese de obsesionar a las generaciones venideras.
Mi enfoque de esta tarea se ha guiado por los descubrimientos
de Freud sobre el papel que desempeña nuestro inconsciente para
motivar las acciones humanas, y por sus descubrimientos sobre
los aspectos más oscuros de nuestra mente. Solamente si no cerra­
mos nuestros ojos a ellos y aceptamos su existencia y su papel
en nuestras vidas, nos convenceremos de la importancia que tiene
controlar estas tendencias destructivas nuestras y seremos capaces
de evitar catástrofes como las padecidas por mi generación. Sin
tales controles, las tendencias destructivas de algunos hombres
les inducirán a ponerlas en obra sobre sus desdichadas víctimas.
Esto ha ocurrido de vez en cuando a lo largo de toda la historia.
Lo nuevo, y lo que le confiere tina peligrosidad tan extrema, es
PRÓl.OC'iO u:
la mecanización de la destrucción que hace posible la tecnología
moderna. La mecanización de la vida, de las relaciones humanas,
abre las puertas a una mecanización de la destrucción que puede
destruirnos a todos.
Esto explica la motivación subyacente al acto de escribir estos
ensayos: la convicción de que sólo una humanización de las
relaciones humanas brinda la promesa de que ningún futuro holo­
causto nos sumergirá. Sólo si realmente amamos la vida, la nues­
tra y la de los demás, seremos capaces de preservarla y de otear
el futuro con confianza. Si lo hacemos así, habremos superado
las sombras que ciertos hechos del pasado reciente amenazan con
arrojar sobre nuestras vidas.

B. B.
3 de abril de 1981
PRIMERA PARTE
EL LÍMITE ÜLTIMO
La muerte es el límite último de todas las cosas.
(Mors ultima linea rerutn est.)
H o r a c io , Epístolas, I

A menos que tenga inclinaciones filosóficas, a la gente le gus­


ta tomarse la vida tal como viene cuando las cosas van razona­
blemente bien y prefiere eludir las preguntas enojosas sobre su
propósito y significado. Si bien estamos dispuestos a aceptar
intelectualmente que el hombre en general no es más que el pro­
ducto fortuito de un largo y complejo proceso de evolución, y
que nosotros en particular somos el resultado del instinto pro­
creador de nuestros padres y, al menos así lo esperamos, también
de su deseo de tenernos a nosotros como hijos, dudo que esta
explicación racional resulte alguna vez verdaderamente convin­
cente para nuestras emociones. De vez en cuando no podemos evi­
tar preguntarnos cuál puede ser el propósito de la vida de los
seres humanos, suponiendo que lo haya. Pero no es éste un pro­
blema que nos oprima en gran manera durante el curso normal
de los acontecimientos.
Sin embargo, en los momentos difíciles el problema de la
finalidad de la vida, o de su significado, nos obliga a ocuparnos
de él. Cuanto mayores sean nuestros apuros, más apremiante nos
resultará el problema. Desde el punto de vista psicológico tiene
sentido que empecemos a preocuparnos sobre el significado de la
vida cuando ya estamos padeciendo pruebas y tribulaciones serias,
ya que entonces la búsqueda de una respuesta tendrá un propósi­
16 SOBREVIVIR

to. Nos parece que si pudiéramos dar con el significado más pro­
fundo de la vida, entonces también podríamos comprender el
verdadero significado de nuestra aflicción (y, de paso, de la aflic­
ción de los demás) y esto contestaría a la candente pregunta de
por qué tenemos que soportarla, por qué se nos impone. Si a la
luz de nuestra comprensión del designio de la vida nuestro sufri­
miento es necesario para alcanzar su propósito o, cuando menos,
es parte esencial de ello, entonces nuestra aflicción, como elemen­
to integrante del gran designio de la vida, cobra sentido y, por
ende, resulta más soportable.
Por muy grande que sea el dolor que uno siente, será más
tolerable si uno tiene la certeza de que sobrevivirá a la enferme­
dad causante del mismo y de que con el tiempo se curará. La peor
de las calamidades puede soportarse si uno cree que su fin ya está
a la vista. La agonía más atroz cuesta menos soportarla si uno
cree que su angustia es revocable y será revocada. Sólo la muerte
es absoluta, irreversible, definitiva; ante todo la nuestra, pero
también la de los demás. Es por esto que la angustia causada por
la muerte, cuando no se ve aliviada por una firme creencia en el
más allá, supera en profundidad a todas las demás angustias. La
muerte, negación última de la vida, nos plantea con tremenda
agudeza el problema del significado de la vida.
La muerte y el significado de la vida van unidos de forma
tan intrincada, tan inseparable, que cuando la vida parece haber
perdido todo significado, el suicidio se nos presenta como la
consecuencia inevitable. Los intentos de suicidio aclaran aún más
esta relación. Son muy pocos los suicidios que obedecen al de­
seo de poner fin a un dolor insufrible que impide seguir gozando
de la vida, cuando la dolencia que causa el dolor es claramente
irreversible. Con mayor frecuencia los suicidios son el resultado
del convencimiento inalterable de que la vida de la persona ha
perdido completa e irremediablemente todo significado. Basándo­
me en mi experiencia con personas que intentaron suicidarse, creo
que la mayoría de los suicidios son accidentes ocurridos en un
intento que se lleva a cabo con la esperanza de que sea frustrado
pero que, por desgracia, no lo es.
La inmensa mayoría de los intentos de suicidio son un grito
EL LÍMITE ÚLTIMO 17

desesperado pidiendo ayuda para seguir viviendo. Semejantes


intentos van en serio, toda vez que, si no se recibe la ayuda espe­
rada, entonces es muy posible que la persona termine quitándose
la vida. Lo que el suicida necesita para seguir viviendo es que
su existencia vuelva a tener significado. Ésta es la respuesta que
espera recibir por medio de su intento de suicidio.
Así, pues, lo más frecuente es que el intento de suicidio sea
una llamada de desesperación dirigida a alguna persona que puede
ser real o imaginaria, pero que en todos los casos será importante
desde el punto de vista emocional. La respuesta que esta persona
muy especial dé a la acción suicida debe demostrar claramente,
categóricamente, sin dejar ninguna duda, que, contrariamente a
lo que teme el suicida, su vida tiene sentido. La demanda más o
menos específica inherente al intento de suicidio suele ser que
esta otra persona, por medio de sus actos, demuestre que está
dispuesta a llegar al extremo, no para impedir el suicidio, que
con frecuenciá es la respuesta inadecuada que se obtiene en estos
casos, sino para dar significado a la vida de la persona afligida
demostrándole de modo convincente que su existencia reviste
una importancia singular para la persona que se ve empujada a
actuar como salvadora. El suicida cree que su vida volverá a
tener sentido solamente si es importante al más profundo nivel
para esta persona tan especial. En virtud de ser tan significati­
va para esta persona importantísima, la vida del suicida lo es
también para él mismo y la muerte deja de ser aceptable como
alternativa a la vida.
Haber encontrado significado en la vida es, pues, el único
antídoto seguro contra la búsqueda deliberada de la propia muer­
te. Pero a la vez, con extraña dialéctica, es la muerte la que dota
a la vida de su significado más profundo y singular.
No podemos imaginarnos realmente cómo sería la vida en el
caso de que no tuviese fin; cómo la sentiríamos, cómo la viviría­
mos, qué le daría importancia. Lo que más desean aquellas cul­
turas que creen en las sucesivas reencarnaciones es que la cadena
termine; no sólo la meta final de todas las reencarnaciones estriba
en el cese de las mismas, sino que cada existencia separada tiene
también su conclusión definitiva. Si han existido civilizaciones

2 . — BF.TTELHEIM
18 SOBREVIVIR

que creían en que una vida sin fin era deseable, parece que sólo
eran capaces de imaginársela como la eterna repetición de los
mismos acontecimientos cotidianos y conocidos, o bien como una
existencia sin problemas, retos ni cambios.
Incluso a los poetas les ha resultado difícil pintar una exis­
tencia paradisíaca que contuviera algo más que la felicidad eterna.
Fuese cual fuese la experiencia que de la vida tuvieran los que
creían que ésta no tenía fin, y fuesen cuales fuesen sus ideas sobre
la continuación de la vida después de la muerte, a nosotros una
existencia en la que nada jamás cambia se nos antoja desprovista
de interés. Así, es el carácter finito de la vida, por mucho que
nos desagrade y atemorice pensar en su final, lo que le da su
singularidad y nos hace desear saborear plenamente cada uno de
sus momentos.
El hombre ha de luchar por encontrar el significado de la
vida y de su condición de finita, y a través de esta búsqueda
deberá dominar su temor a la muerte, que define no sólo su reli­
gión, sino también mucho de lo que él considera lo mejor de su
cultura y de su estilo personal de vida. En esencia el hombre ha
afrontado de tres formas la inevitabilidad de la muerte: con acep­
tación o resignación, convirtiendo toda la vida en una simple
preparación para la muerte y lo que supuestamente vendrá tras
ella; negándola; y esfor2ándose por el dominio temporal.
Durante los siglos en que el cristianismo configuró la vida
del hombre occidental, éste intentó tanto aceptar como negar la ,
muerte. En gran parte era la negación lo que hacía posible la acep­
tación, ya que solamente la creencia en una vida eterna en el más
allá permitía al hombre afrontar la certeza de que en esta tierra
incluso «en medio de la vida estamos en la muerte».
Más adelante, cuando empezó a surgir una visión racional-
científica del mundo, la creencia en el más allá se desmoronó.
La aceptación y la resignación se hicieron menos posibles, toda
vez que desde el principio las dos se habían basado en la nega­
ción. En el clima de esta nueva edad de la razón, con su compro­
miso con este mundo más que con el otro, se creía que el progre­
so social, económico y científico aseguraba una buena vida en la
tierra.
EL LÍMITE ÚLTIMO 19

A causa de ello la creencia generalizada de que la meta de la


vida era alcanzar la salvación y, con ella, la vida eterna experi­
mentó un cambio radical: la lucha por el progreso, que se creía
ilimitado, pasó a ser lo que daba a la vida su significado último.
Ésta es la solución íaustiana del enigma del significado de la
vida y encontró su expresión más bella y concisa al final del poema
de Goethe, cuando Fausto ha superado su miedo a la muerte a
través de sus esfuerzos para reformar el mundo y mejorarlo.
Debido a las mejoras que ha inventado, Fausto, arquetipo del
moderno hombre occidental, está seguro de que

Las huellas de mi paso por la tierra


la eternidad no borrará.

Pero la mejora monumental que Fausto cree quehalegadoa


mundo y que él confía que garantizará la continuaciónperma­
nente, si no de él mismo como persona, sí de los logros de su
vida, no es más que un espejismo.
Al depositar su confianza en lo que el progreso era capaz de
conseguir, el hombre pretendía librarse aún más del terror a la
muerte. La ciencia vencería a la r-^ermedad, ampliaría la duración
de la vida, la haría más segura, menos penosa, más satisfactoria.
Debido a la disminución de la fe, la negación de la muerte por
medio de la promesa religiosa de una vida eterna perdió fuerza
y se vio reemplazada por el énfasis en el aplazamiento de la
muerte. El hombre no puede preocuparse por demasiadas cosas
a la vez; una angustia sustituye fácilmente a otra. Así, por ejem­
plo, al concentrar su atención, así como sus angustias, en el cáncer
y los agentes cancerígenos, en la contaminación, etcétera, el hom­
bre consigue relegar la angustia causada por la muerte a un rincón
tan alejado de su mente que, a todos los efectos prácticos, es
como si la negara.
Como es razonable dar por sentado que se encontrará una
solución para el problema del cáncer, la creencia en el progreso
parece haber demostrado su capacidad para combatir la angustia
ante la muerte, ya que, al dársele tanta importancia a la lucha
contra el cáncer, apenas se piensa en qué causará entonces la
20 SOBREVIVIR

muerte de aquellas personas que ahora mueren de cáncer. Innu­


merables novedades sobre la salud van encaminadas hacia el mis­
mo objetivo, es decir, tratar de reprimir la angustia ocasionada
por la muerte dedicando las energías mentales, y a menudo las
físicas también, a prolongar la vida, de manera que los pensamien­
tos sobre el final de la misma no permitan que la angustia ante
la muerte llegue a la conciencia.
Por lo demás, el hombre occidental ha procurado ocultar la
angustia ocasionada por la muerte detrás de eufemismos tranqui-
lizadoramente científicos y menos amenazadores. Dado que la
angustia es un fenómeno psicológico, la ocasionada por la muerte
llegó a considerarse como una forma especial de «angustia de
separación» o «miedo al abandono». Semejantes términos, que
nacen de la confianza en un progreso ilimitado, sugieren que a la
larga se encontrarán los remedios para el temor al abandono. Y es
cierto que pueden encontrarse para el abandono temporal, aun­
que no, lógicamente, para el definitivo. Con todo, utilizando el
mismo concepto — la angustia— para referirse a hechos reversi­
bles e irreversibles, a los sentimientos que despierta el abandono
tanto temporal como definitivo, eterno, se hace que el hecho
irreversible se parezca al reversible.
Sin embargo, sean cuales sean las defensas psicológicas del
hombre contra la angustia ocasionada por la muerte, lo cierto
es que siempre se han venido abajo al producirse una catástrofe
y cuando gran número de personas han muerto de forma súbita e
inesperada en un plazo de tiempo muy breve. Probablemente la
primera de tales catástrofes sobre la que disponemos de abundan­
te información fue la peste negra del siglo xiv. Este hecho dio
a la vida la imagen de no ser otra cosa que una danza con la
muerte, expresión visual y poética de la angustia ante la muerte
que a la sazón invadía el mundo occidental.
El terremoto que en 1755 destruyó Lisboa y ocasionó la pér­
dida de numerosas vidas fue visto por todos como un cataclismo
que hacía dudar seriamente de la benevolencia y sabiduría de
Dios. Con esta duda los hombres se vieron privados de la creen­
cia que hasta entonces les había sido útil para defenderse de la
angustia ante la muerte y había dado significado a su existencia
LL L ÍM IT I. ÚLTIM O 21

temporal en la tierra. Lo mismo le ocurrió al joven Goethe, como


él mismo describiría en su autobiografía al cabo de toda una vida.1
Es muy posible que esta terrible experiencia al principio de su
vida consciente indujera a Goethe a abrazar la solución faustiana
citada anteriormente.
En el pasado las catástrofes eran principalmente naturales:
pestes, terremotos, inundaciones, conflagraciones devastadoras — a
todas las cuales llamaban holocaustos— que hacían temblar la
confianza del hombre en aquellas creencias suyas que daban un
significado más profundo a su vida y, al mismo tiempo, le servían
para defenderse de la angustia ante la muerte. Cuando una guerra
borraba ciudades y países del mapa, se la consideraba un azote
de Dios, al igual que los desastres naturales. Y en aquella época
religiosa ello se traducía en esfuerzos renovados por cumplir con
la voluntad de Dios, aplacar su ira mediante una mayor devoción.
Todo esto cambió con el presente siglo. En el siglo xx el
dominio del hombre sobre las catástrofes naturales se hizo más
eficaz que nunca. Pero, al mismo tiempo, el hombre pareció con­
vertirse en la desventurada víctima de cataclismos provocados
por él mismo y aún más devastadores que los desastres naturales
que en siglos anteriores inspiraban en él una terrible angustia
ante la muerte. Peor aún, el progreso de las ciencias y de la orga­
nización racional de la sociedad, aquel progreso en el que el hom­
bre había depositado su fe como la mejor defensa contra la angus­
tia y que él creía que iba a dar significado a su vida, resultó que
proporcionaba los instrumentos necesarios para destruir la vida
de forma más radical de lo que el hombre jamás hubiera soñado.
La defensa moderna contra la angustia producida por la muer­
te, es decir, la creencia en las bendiciones ilimitadas del progre­
so, se vio seriamente socavada por la primera guerra mundial y
sus secuelas. Aquella contienda indujo a Freud a reconocer que
en nuestra mente la muerte es tan poderosa como el amor a la
vida en lo que se refiere a configurar nuestros actos. Por desgra­
cia, con esta importante percepción desarrolló unas teorías parale­
las a su anterior concepto de la libido (el instinto sexual, o los

1. Dichltmg und Wahrheit, primera parte, libro primero.


22 SO B R E V IV IR

impulsos de vida) y propuso una teoría sobre el impulso de muer­


te. En realidad, lo que gobierna la vida del hombre no es la
batalla entre los impulsos de vida y muerte, sino la lucha de los
primeros contra la posibilidad de verse abrumados por la angus­
tia ante la muerte. En pocas palabras, existe un temor omni-\
presente a la extinción que amenaza con causar grandes destrozos
si nuestro convencimiento de que la vida tiene un valor positivo
no logra controlarlo.
E l impacto pleno de este reconocimiento no vino tanto de la
segunda guerra mundial (que en esencia fue una continuación de
la primera) como de los campos de concentración con sus cáma­
ras de gas y de la primera bomba atómica. Estos hechos nos
enfrentaron a la cruda realidad de una muerte abrumadora, no
tanto la propia (ésta cada uno de nosotros la afronta antes o des­
pués y, aunque nos inquieta, la mayoría de nosotros consigue no
dejarse dominar por el temor que nos inspira), como la muerte
innecesaria y prematura de millones de personas. El estúpido
asesinato en masa cometido en las cámaras de gas, el genocidio, la
destrucción de toda una ciudad mediante una sola bomba... todo
esto sirvió para indicar la ineficacia de las defensas de nuestra
civilización contra la realidad de la muerte. El progreso no sólo
no supo conservar la vida, sino que privó de la suya a millones
de seres humanos con una eficacia hasta entonces imposible.
Hace años Freud escribió sobre los tres grandes golpes que
los descubrimientos de la ciencia asestaron a nuestro narcisismo.
El primero fue la revolución copernicana, que reveló que el hogar
del hombre, la tierra, no era el centro del universo. El segundo
fue la darwiniana, ya que sacó al hombre de su posición singular
y lo colocó en el mundo animal. Finalmente, la revolución freu-
diana demostró que el hombre ni siquiera es plenamente conscien­
te de sus motivaciones, por lo que a menudo éstas le impulsan
a obrar de forma que él mismo no consigue entender.2
Diríase que además de estos tres golpes básicos contra el

2. «A difficulty in the path of psychoanalysis», The standard edition of th


complete psycholo¿ical works of Sigmund Freud, vol. 17, The Ilogarth Press,
Londres, 1955.
LL I.ÍM ITK ÚLTIMO
23

concepto de que el mundo estaba organizado alrededor del hom­


bre, éste ha recibido otros tres golpes demoledores sólo en lo que
va de siglo. La primera crisis fue la guerra europea o primera
guerra mundial, que destruyó la creencia de que el progreso bas­
taría para resolver nuestros problemas, dar significado a nuestra
vida y ayudarnos a dominar nuestra angustia existencial: el temor
humano a la muerte. Nos obligó a darnos cuenta de que, a pesar
del gran progreso científico, tecnológico e intelectual, el hombre
sigue siendo presa de fuerzas irracionales que le empujan a la
violencia y la destrucción.
En la segunda guerra mundial Auschwitz e Hiroshima demos­
traron que el progreso a través de la tecnología ha aumentado los
impulsos destructivos del hombre hasta darles una forma más pre­
cisa e increíblemente más devastadora. Fue el progreso hacia una
organización social todopoderosa lo que hizo posible la existencia
de Auschwitz, epítome de la crueldad organizada por el hombre
contra sus semejantes. La bomba atómica demostró la potencia
destructiva de la ciencia y puso en entredicho los mismos bene­
ficios del progreso científico.
Cuando en el pasado los holocaustos se consideraban manifes­
taciones de la voluntad de Dios, había que aceptarlos como tales.
Siendo inescrutables las decisiones divinas, los hombres creían
que una catástrofe era una advertencia de Dios para que rectifica­
sen su conducta mientras aún había tiempo, con el fin de que no
terminasen en el infierno y, en vez de ello, ganasen la salvación
eterna. Así, si bien lo que sucedía era terrible, no socavaba su
creencia en el propósito y significado de la vida ni desintegraba
el sistema personal de creencias del individuo, y con él su perso­
nalidad. Aunque el suceso era horrible, concordaba con la imagen
de las cosas que a la sazón existía. Aceptar sin arredrarse el sufri­
miento que Dios infligía al hombre era una demostración de la
fuerza de la fe del hombre, y con ella de la solidez de su integra­
ción. No cambiaba la meta de la vida: la salvación; ni su propó­
sito: cumplir la voluntad de Dios; ni la vía para alcanzar ambas
cosas: la piedad religiosa. Lejos de inducir al hombre a dudar de
sus defensas contra la angustia ocasionada por la muerte, las for­
talecía por medio del fervor religioso. Al hacerlo, aumentaba tam-
24 SO B R E V IV IR

bien la resistencia de una integración que se basaba en un sistema


de creencias religiosas.
Sucede exactamente lo contrario con el impacto de los holo­
caustos modernos. Lejos de encajar en nuestra imagen del mun­
do, o en la imagen del hombre que desearíamos conservar, resul­
tan absolutamente destructivos para ambas. Al darnos cuenta de
que estos asesinatos en masa son obra del hombre, ya no podemos
atribuirles un significado profundo susceptible de beneficios al
superviviente.
Llenos de consternación, vemos que se nos ha obligado a cons­
tatar que aquello que el hombre racional creía beneficioso para la
vida también es capaz de destruirla. A pesar de todas las venta­
jas que nos ha proporcionado, el progreso científico y tecnológico
también ha llevado a la fisión del átomo y al holocausto de Hiro­
shima. La organización social que creíamos que iba a proporcionar
una seguridad y un bienestar cada vez mayores se utilizó en
Auschwitz para asesinar con mayor eficacia a millones de perso­
nas. La reorganización de la sociedad rusa para alcanzar un siste­
ma social más beneficioso produjo la muerte de incontables millo­
nes de ciudadanos.
Resulta sumamente destructivo para una persona (y para toda
una cultura cuando lo mismo ocurre a muchas personas simultá­
neamente) comprobar que las creencias que daban sentido a la
vida no son dignas de confianza y que igual sucede con las defen­
sas psicológicas de las que se dependía para asegurar el bienestar
físico y psicológico y protegerse de la angustia ante la muerte.
Esa experiencia basta para desintegrar una personalidad edificada
sobre tales creencias.
Para la integración de una persona puede resultar completa­
mente demoledor ver que el sistema de creencias en que se basa
dicha integración, y que la protege contra la angustia ante la
muerte, no sólo deja de cumplir su cometido, sino que, peor aún,
se dispone a destruirla psicológica y físicamente. Entonces uno
siente que ya no queda nada capaz de ofrecer protección. Además,
ya no podemos estar seguros de que volveremos a saber a ciencia
cierta en qué podemos confiar y contra qué tenemos que defen­
dernos.
EL LÍMITE ÚLTIMO 25

Así, la defensa faustiana del hombre moderno contra la angus­


tia producida por la muerte y el sistema de creencias que daba
sentido a su vida, esforzándose en trabajar por el progreso aun­
que sin una meta concreta, se han vuelto inestables incluso en
circunstancias normales. La mera perspectiva de la muerte no es
lo único que nos obsesiona; existe también la angustia que senti­
mos cuando se derrumban las estructuras sociales que creamos
para que nos protegiesen del abandono, o cuando se desintegra
la estructura de la personalidad que edificamos con el mismo pro­
pósito.
Aunque cualquiera de las dos fuentes de protección, la perso­
nal y la social, puede desmoronarse fácilmente en los momentos
muy difíciles, si la vida normal continúa a nuestro alrededor,
pronto nos será posible reconstruir nuestras posiciones defensi­
vas, a menos que sucumbamos ante la locura o la senilidad. Las
cosas cambian cuando además de comprobar que la confianza que
habíamos depositado en el hombre y la sociedad resulta una falsa
ilusión, vemos también que la estructura de nuestra personalidad
deja de protegernos contra el miedo al abandono. La única situa­
ción peor se presenta cuando nos encontramos verdaderamente
abandonados y la muerte inmediata es posible y probable, aunque
creamos que todavía no ha llegado nuestra hora. Entonces los
efectos son catastróficos. El desmoronamiento combinado y repen­
tino de todas estas defensas contra la angustia ante la muerte nos
proyecta hacia lo que hará unos treinta y cinco años, a falta de
otro nombre, denominé situación límite.

S it u a c io n e s l ím it e

Nos encontramos en una situación límite cuando de pronto


nos vemos lanzados a una serie de condiciones donde nuestros
mecanismos de adaptación y valores ya no sirven y cuando algunos
de ellos incluso pueden poner en peligro la vida que se les
había encomendado proteger. Entonces nos encontramos, por así
decirlo, despojados de todo nuestro sistema defensivo y arrojados
al fondo del abismo, desde donde tenemos que labrarnos un nue-
26 SU BRKVIVIR

vo sistema de actitudes, valores y forma de vivir conforme a las


exigencias de la nueva situación.
Esto es lo que me sucedió a mí, al igual que a miles de
personas, cuando en la primavera de 1938, inmediatamente des­
pués de la anexión de Austria, por primera vez me arrestaron
en mi domicilio y me retiraron el pasaporte, haciendo con ello
imposible la emigración por la vía legal, y cuando, a las pocas
semanas, estuve en la cárcel unos días y luego fui transportado
al campo de concentración de Dachau. Lo mismo les ocurrió a
decenas de millares de personas en noviembre del mismo año a
consecuencia del vasto pogrom desencadenado tras el asesinato
de Vom Rath,3 y, de forma aún más horrible, a los millones de
seres humanos que fueron enviados a los campos de exterminio
durante la guerra.
En ciertos aspectos yo estaba mejor preparado que muchos de
mis compañeros de cautiverio para soportar la conmoción inme­
diata producida por esta «experiencia límite», ya que mi interés
por la política me había permitido familiarizarme con los escasos
informes surgidos del Tercer Reich que contaban cómo era la
vida en dichos campos. Además, a través de las enseñanzas del
psicoanálisis había llegado a conocer las vertientes más tenebro­
sas del hombre: sus odios y su capacidad para la destrucción, el
poder de aquellas fuerzas a las que Freud había dado el nombre
de impulso de muerte.
En cierto sentido también fui afortunado. Durante el viaje
resulté lo bastante malherido como para que un médico de las SS
se ocupara de mí al día siguiente de mi llegada a Dachau. E l mé­
dico me permitió tres días de descanso total, a los que siguió una
semana de trato preferente (Schonutig).4 Esto me brindó la opor­

3. E l 7 de noviembre de 1938 un joven judío polaco llamado Herschel


Grynszpan, profundamente trastornado por la persecución nazi contra los judíos,
se personó en la embajada alemana en París y disparó contra Ernst vom Rath, el
tercer secretario, quien falleció al cabo de dos días. E l atentado sirvió de excusa
para que en Alemania se desencadenase un pogrom terrible en el que miles de
judíos fueron asesinados y decenas de miles fueron internados en campos de con­
centración.
4. Durante el viaje en tren de Viena a Dachau, que había durado una noche
y parte del día siguiente, todos los prisioneros fueron objeto de malos tratos.
1£L L ÍM IT E ÚLTIM O 27

tunidad de recuperarme hasta cierto punto. Además, y puede que


a la larga ello resultara aún más beneficioso, me permitió reflexio­
nar sobre mi experiencia, poner en orden mis primeras impresio­
nes sobre los efectos que en mis camaradas y en mí mismo pro­
ducía nuestra horrible situación, así como ver de qué manera la
afrontaban los presos que ya llevaban unos años en los campos
de concentración.
Esto me demostró la validez de lo que había aprendido du­
rante mi psicoanálisis; hasta qué punto ayuda a una reconstruc­
ción psicológica el tratar de comprender nuestras respuestas
mentales a una experiencia, y hasta qué punto es provechoso com­
prender lo que pasa por las mentes de las demás personas que
viven la misma experiencia. Probablemente el esfuerzo encami­
nado a tomar conciencia, siquiera limitada, me convenció de que
quizá podría salvarse algo de mi viejo "sistema de dominio, de
que algunos aspectos de la creencia en el valor del examen racio­
nal, tal como pueden aprenderse mediante el psicoanálisis, podían
tener alguna utilidad, incluso bajo unas condiciones de vida tan
radicalmente distintas como las que imperaban en el campo. De
haberme visto proyectado inmediatamente a la horrible rutina de
malos tratos y agotadores trabajos forzados, como les ocurrió a

De los 700 u 800 presos que formaban aquella expedición al menos veinte resul­
taron muertos durante la noche. Muy pocos salieron ilesos y muchos sufrieron
heridas graves. Comparado con ellos, fui relativamente afortunado al no sufrir
daños permanentes, aunque recibí algunos golpes fuertes en la cabeza y algunas
heridas de poca importancia. Las gafas con montura de concha que llevaba en el
momento de mi detención me clasificaron como intelectual a ojos de los SS, lo
cual despertó en ellos un antagonismo muy especial que tal vez es la explicación
de los golpes en la cabeza, el primero de los cuales me rompió las gafas. Al día
siguiente de mi llegada a Dachau el prisionero que estaba encargado del barracón
(el llamado Block'áltester) me incluyó entre el reducido grupo de recién llegados
a los que llevó a la clínica del campo, ya que me encontraba bastante mal,
debido principalmente a la pérdida de sangre. En la clínica el ordenanza de las SS
hizo que me reconociese el médico del mismo cuerpo, el cual me concedió algunos
días de descanso. Como se me habían roto las gafas y sin ellas apenas veo, el
médico también me permitió que escribiera a mi familia pidiendo otras. Habiendo
aprendido la lección, pedí — y más tarde recibí— unas gafas del modelo más
barato que hubiera en el mercado. Aun así, las escondía y pasaba sin ellas cada
vez que los SS hacían de las suyas: de esta manera corría mucho menos peligro.
Ésta no era más que una de las muchas precauciones que el prisionero tenía que
aprender a tomar si quería incrementar sus probabilidades de sobrevivir.
28 SOBREVIVIR

mis camaradas, no estoy seguro de que me hubiese salido igual­


mente bien la tarea de reconstruir algunas partes de mi sistema
psicológico de protección.
Desde luego, en aquellos momentos nada estaba más alejado
de mi mente que poner a salvo parte de mi viejo sistema defen­
sivo. Todos mis pensamientos, todas mis energías, iban dirigidos
a luchar desesperadamente por la supervivencia cotidiana, a com­
batir la depresión, a mantener la voluntad de resistir, a obtener
pequeñas ventajas gracias a las cuales los esfuerzos por sobrevivir
pareciesen menos imposibles, y a frustrar, en la medida de lo
posible, los intentos implacables que hacían los de las SS para que­
brantar el ánimo de los prisioneros. Cuando no me sentía dema­
siado agotado o descorazonado para ello, intentaba comprender
lo que pasaba dentro de mí y de los demás, ya que ello tenía
interés para mí y era una de las pocas satisfacciones de las que
no podían privarme los SS.
Sólo con el paso de los meses fui dándome cuenta poco a poco
de que, sin habérmelo propuesto conscientemente, haciendo sólo
lo que me parecía natural, había dado con lo que «protegería a
este individuo contra la desintegración de su personalidad» (como
escribí en el cuarto de estos ensayos). Expresarlo con tanta segu­
ridad sólo fue posible al cabo del tiempo, ya que, cuando me
hallaba todavía en los campos de concentración, examinar las co­
sas así era como silbar en la oscuridad para quitarme el miedo.
Sin embargo, así lo hacía para ahuyentar la angustia que me pro­
ducía la posibilidad de que los SS tuvieran éxito en sus intentos
de desintegrar aún más mi personalidad, como trataban de hacer
con todos los prisioneros.

Empecé a escribir «Comportamiento del individuo y de la


masa en situaciones límite» en 1940, más o menos un año des­
pués de recobrar la libertad y trasladarme a los Estados Unidos.5
5. Como veremos más adelante, el terror que creaban los campos de concen
tración resultaba aún más eficaz a causa de la arbitrariedad absoluta con que la
Gestapo encarcelaba a algunas personas y ponía en libertad a otras. No había forma
de adivinar por qué a tal o cual preso lo dejaban ir al cabo de unos meses mientras
que otro igual que él no recuperaba la libertad hasta transcurridos unos años y
un tercero era condenado a permanecer en los campos hasta el fin de sus días.
EL LÍMITE ÚLTIMO 29

Desde el momento de mi llegada a este país, pocas semanas des­


pués de mi liberación, empecé a hablar sobre los campos de con­
centración a todos los que estuvieran dispuestos a escucharme
y a muchos más que no lo estaban. A pesar de ser penoso por los
recuerdos que traía a mi mente, hablaba de ello porque la expe­
riencia me había llenado a rebosar. También lo hacía porque
deseaba que el mayor número posible de personas supiera lo que

Así, pues, no tengo la menor idea de por qué fui uno de los afortunados a los
que pusieron en libertad. Puede que tuviera algo que ver el hecho de que una
de las figuras públicas más prominentes de los Estados Unidos intercediera por mí,
personalmente y a través de la legación de su país. Semejante interés por mi
suerte se debía a que durante muchos años había tenido en mi casa, para intentar
curarlo, a un niño autista hijo de una antigua y distinguida familia norteamericana.
Por el contrario, puede que esto aplazara mi liberación, toda vez que muchos
presos que en numerosos aspectos eran iguales que yo fueron liberados antes. Que
las intercesiones podían resultar contraproducentes lo demuestra la suerte que
corrió un buen amigo mío. Un miembro de una familia real solicitó varias veces
su liberación, pero mi nmigo permaneció en Buchenwald durante toda la guerra
y no recobró la libertad hasta que el ejército norteamericano llegó al campo. E l
peligro de las intercesiones de personas muy prominentes a favor de determinado
prisionero residía en que la Gestapo sacaba la conclusión de que el preso podía
serle útil en calidad de rehén, razón suficiente para tenerlo encerrado hasta que
se le pudiera utilizar como tal. Hasta el comienzo de la guerra prácticamente cada
semana (a veces cada día) soltaban a unos cuantos prisioneros. Durante el período
1938-1939 entre los liberados se encontraban bastantes judíos, siempre y cuando
éstos entregasen todos sus bienes —incluyendo las sumas elevadas que pagaban
sus parientes— a los nazis y demostrasen que tenían intención de abandonar
Alemania inmediatamente después de su liberación. Yo reunía tales condiciones
desde muchos meses ames de mi puesta en libertad y puede que ésta fuese la
razón por la que me soltaron finalmente. Durante dicho período fueron tantos
—en términos relativos— los presos judíos que recuperaron la libertad de esta
manera que los prisioneras no judíos decían: «Sólo hay dos formas de salir de
aquí: con los pies por delante o siendo judío». Pero el amigo al que he citado
antes era judío y no fue puesto en libertad, aunque su familia y el miembro de
la realeza que intercedió por él trataron de comprar su libertad por una elevada
suma y ya se habían hecho todos los preparativos para su emigración inmediata.
Para elevar al máximo la incertidumbre y la angustia relacionadas con los campos
de concentración, la Gestapo jugaba al gato y el ratón con los parientes de los
prisioneros. Por ejemplo, mis familiares acudían regularmente al cuartel general
de la Gestapo, tanto en Viena como en Berlín, para suplicar que me liberasen.
En dos ocasiones, a los de Viena les dijeron que ya me habían soltado y que
regresaran corriendo a casa, puesto que probablemente yo estaría allí. En una
ocasión les dijeron que enviaran un emisario (un abogado nazi) a Weimar, la
ciudad más próxima a Buchenwald, para que me recibiese allí, cosa que ellos
hicieron sin conseguir nada. Todo esto ocurrió varios meses antes de que finalmente
me soltaran.
30 SOBREVIVIR

ocurría en la Alemania nazi y porque me sentía obligado para


con los que seguían sufriendo en los campos. Pero mi éxito fue
escaso.
A la sazón en los Estados Unidos no se sabía nada sobre los
campos de concentración y mi historia era recibida con la mayor
incredulidad. Antes de que los Estados Unidos se vieran arrastra­
dos a la guerra la gente no quería creer que los alemanes fuesen
capaces de hacer cosas tan horrendas. Me acusaron de dejarme
llevar por mi odio a los nazis, de divulgar tergiversaciones para-
noides. Me advirtieron que no debía propagar semejantes menti­
ras. Me reprendieron por razones opuestas al mismo tiempo: por­
que pintaba a los hombres de las SS con tintas demasiado negras,
y porque les hacía un honor demasiado grande al dar a entender
que eran lo bastante inteligentes como para inventar y ejecutar
sistemáticamente un sistema tan diabólico cuando todo el mundo
sabía que eran unos locos estúpidos.6
Aquellas reacciones no hicieron otra cosa que convencerme aún
más de que era necesario informar a la gente de la realidad de los
campos, de lo que ocurría en ellos y de cuáles eran sus nefarios
fines. Albergaba la esperanza de que si publicaba un escrito,
redactado con la mayor objetividad posible para evitar la acusa­
ción de que el odio personal me hacía deformar los hechos, tal
vez conseguiría que la gente me prestara atención. Esa fue la
razón consciente por la que escribí «Comportamiento del indivi­
duo y de la masa en situaciones límite», que terminé en 1942.
Por desgracia, durante más de un año el citado trabajo fue
rechazado una y otra vez por las revistas de psiquiatría y psico­
análisis a las que lo envié creyendo que eran las que más interés
tendrían en publicarlo. Lo rechazaban por distintas razones. Los
directores de algunas de ellas se quejaron de que yo no hubiese
llevado un diario o algo parecido durante mi estancia en los cam­
pos, con lo que daban a entender implícitamente que no se habían
creído ni una palabra de lo que había escrito sobre las condiciones

6. Para la ceguera deliberada del gobierno y grandes sectores de la población


norteamericana ante las atrocidades nazis, incluso en fecha tan tardía como el
período 1942-1944, véase, por ejemplo, Anhur D. Morse, While six million died:
A chronide of American ap/tthy, Random House, Nueva York, 1967.
EL LÍMITE ÚLTIMO 31

de vida en los campos de concentración. Otros lo rechazaban por­


que los datos no podían verificarse, o porque no era posible dar
réplica a mis afirmaciones. Algunos dijeron claramente que lo más
probable era que yo exagerase en lo que presentaba como hechos
y en mis conclusiones. Algunos añadieron, quizá con razón, a
juzgar por mi experiencia al tratar de hablar de estas cuestiones
con profesionales, que el artículo resultaría demasiado inacepta­
ble para su público. Con todo, dadas las razones que me habían
impulsado a escribir el ensayo, no podía dar mi brazo a torcer y
a la larga conseguí que me lo publicasen.7
Escribir el ensayo resultó difícil desde el punto de vista inte­
lectual, ya que en aquel tiempo el pensamiento psicológico aún
no había creado el marco conceptual necesario para abordar ade­
cuadamente estos problemas y, por consiguiente, tuve que valerme
de mis propios medios. Pero aún más difícil resultó hacer frente
a los recuerdos angustiosos y profundamente turbadores que me
acosaban constantemente, convirtiendo en una ardua tarea el pen­
sar objetivamente en los campos. El intento de ser objetivo se
convirtió en mi defensa intelectual para no dejarme abrumar por
aquellos sentimientos perturbadores. Era consciente de un tre­
mendo deseo de escribir acerca de los campos de concentración,
escribir de una manera que obligase a los demás a pensar en ellos,
que les permitiera comprender lo que pasaba allí. Era una nece­
sidad que, transcurridos muchos años, los supervivientes que
escribieron acerca de su experiencia llamarían el apremio de «dar
testimonio». Mi deseo de hacer que la gente comprendiese lo que
ocurría recibió un gran ímpetu de mi necesidad de entender me­

7. Por lo que estoy agradecido a Gordon Allport, quien, como director de


Journal of Abnormal and Social Psychology, no sólo aceptó este trabajo de un
autor desconocido, sino que le pareció lo bastante interesante como para convertirlo
en el artículo principal del número correspondiente a octubre de 1943. También
estoy agradecido a Dwight MacDonald, quien volvió a publicarlo en Politics en
agosto de 1944. De la gran ignorancia que en torno a los campos de concentración
existía, incluso en las postrimerías de la guerra, es ejemplo el hecho de que por
aquel entonces el general Eisenhower hizo que dicho ensayo fuese lectura obliga­
toria de todos los funcionarios del gobierno militar norteamericano en Alemania.
Sólo que entonces ya nada podía hacerse para ayudar a los millones de seres que
ya habían sido asesinados en los campos.
32 SOBREVIVIR

jor lo que me había pasado durante mi estancia en los campos,


con el fin de dominar intelectualmente mi experiencia.
No me daba cuenta entonces de que inconscientemente mis
esfuerzos eran un intento de dominar esta experiencia demoledo­
ra no sólo intelectual sino también emocionalmente, toda vez que
seguía teniéndome esclavizado, y en medida muy superior a la
que yo deseaba aceptar conscientemente. A despecho de las pesa­
dillas sobre el campo de concentración que por aquel entonces
me atormentaban cada noche, a pesar de la gran angustia que
sentía diariamente en torno a la suerte de los que hacían frente al
hambre, la tortura y la muerte en los campos (hecho que yo
conocía bien), deseaba creer que el haber sido prisionero en un
campo de concentración no tendría efectos psicológicos duraderos.
Creer esto me resultaba más fácil gracias al tremendo alivio que
experimenté cuando me pusieron en libertad y al saber que todos
mis seres queridos se encontraban sanos y salvos más allá de las
fronteras de Alemania. Es probable que albergase la esperanza
inconsciente de que el hecho de escribir el ensayo y publicarlo
me ayudara a superar la experiencia vivida en los campos, con lo
que podría ocuparme de asuntos de menor carga emocional.
Quizá cuando escribí el artículo resultara más fácil creer que
esto sería posible, que de una vez por todas podía enterrar mi
condición de superviviente y todo lo que ello significaba, ya que
a la sazón todavía no existían los campos de exterminio, la «solu­
ción final» del problema judío aún no había tenido lugar en las
cámaras de gas.
Si bien apenas podemos seguir creyendo en que la vida tiene
un objetivo concreto y debemos contentarnos con seguir lo que
nos parece la dirección correcta, a pesar de ello debemos conti­
nuar luchando para integrar nuestra personalidad y dominar las
experiencias difíciles. En ningún momento podemos esperar que
llegaremos a estas difíciles metas de una vez por todas. Esto es
cierto en términos generales, pero lo es mucho más en lo que se
refiere a las experiencias cruciales de nuestra vida, especialmente
una experiencia límite. Aún más insolubles son las experiencias
límite que además plantean el problema central de nuestra época:
los aspectos potencialmente destructivos del progreso.
EL L ÍM IT E ÚLTIM O 33

Esto representa hablar teóricamente de aquello que para el


superviviente de los campos de concentración fue, y en cierta
medida sigue siendo, una situación inmediatamente personal. Si
uno ha dominado la experiencia de ser superviviente a un nivel,
el problema se presenta en otro nivel que es necesario resolver.
Así me ocurrió a mí y a muchos otros que trataron de integrar
sus experiencias como prisioneros. E l proceso de resolución es lo
que, como una tendencia común, se encuentra debajo de los diver­
sos ensayos que forman el presente libro.
Después de la publicación del artículo titulado «Comporta­
miento del individuo y de la masa en situaciones límite», tuve
la sensación de haberme ocupado, directa o indirectamente, de
algún aspecto de lo que significaba ser un superviviente. Dirigí
entonces mi atención hacia algunos problemas interesantes pero
mucho más inocuos. Pero al cabo de un tiempo, sin poderlo evi­
tar, comprobé que volvía a sentirme empujado a pensar en los
problemas del superviviente y, a menudo, también a escribir acer­
ca de los mismos.
Hubiese resultado difícil aislar los ensayos referentes a la
supervivencia y sus consecuencias directas de los que en aparien­
cia se ocupan de asuntos totalmente distintos, pero una organiza­
ción tan esmerada no reflejaría el proceso de mi vida mental.
Ni revelaría de qué modo llegué a adoptar ciertas actitudes como
resultado de mis esfuerzos por solucionar el problema de la super­
vivencia. Espero que la presentación de los trabajos que integran
este libro, en los que se tratan temas muy dispares, se reconozca
como lo que es en realidad: un mismo esfuerzo, a niveles distin­
tos, en pos de la integración.8

8. Si el lector desea leer primero los ensayos que se ocupan directamente de


los campos de concentración y luego los referentes a la supervivencia, le reco­
miendo que se atenga al siguiente orden: «Traum a y reintegración»; «L os campos
de concentración alemanes»; «Comportamiento del individuo y de la masa en
situaciones lím ite»; «Aportaciones inconscientes a la propia destrucción»; «L a lec­
ción ignorada de Ana Frank»; «Eichmann: E l sistema, las víctim as»; y, final­
mente, «Sobrevivir». Además de estos trabajos y del que lleva por título The
tnformed heart, sobre los campos de concentración y temas relacionados con ellos,
he publicado los siguientes trabajos: «The helpless and the guilty», Common Sense,
14 (julio de 1945), pp. 25-28; «W ar triáis and Germán reeducation», Politics, 2
(diciembre de 1945), pp. 368-369; «The dynamism of anti-semitism in Gentile and
34 SO B R E V IV IR

Je w », Journal of Abnormal and Social Behavior, 42 (1947), pp. 153-168; «The


concentration camp as a class state», Modern Review, 1 (octubre de 1947), pp. 628-
637; «Exodus, 1947», Politics, 5 (invierno de 1948), pp. 16-18; «T he victim’s
image of the antisemite», Commentary, 5 (febrero de 1948), pp. 173-179; «Doctore
of infam y— The story of the nazi medical crimes», American Journal of Sociology,
55 (1949), pp. 214-215; «Returning to Dachau», Commentary, 21 (febrero de 1956),
pp. 144-151; «A note on the concentration camps», Chicago Review (agosto de
1959), pp. 113-114; «Forew ord» en D r. M iklos Nyiszli, Auschw itz— A doctor's
eyewitness account, Frederick Fell, Nueva York, 1960, pp. v-xv m ; «Freedom from
ghetto thinking», Midstream, 8 (primavera de 1962), pp. 16-25; «Survival of the
Jew s», New Republic (julio de 1967), pp. 23-30.
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN

Seleccionar entre las obras publicadas a lo largo de toda una


vida aquellos ensayos que parecen merecedores de conservarse en
forma de libro constituye una tarea arriesgada. Al revisar lo que
uno escribió hace veinte o treinta años, uno descubre que algunos
artículos que en su momento parecían arrojar nueva luz sobre tal
o cual cuestión, proponer ideas que se adelantaban a su tiempo y
apuntar mejoras resultan ahora irremisiblemente desfasados, tri­
viales y perjudicados por limitaciones que ahora se nos hacen evi­
dentes debido a los conocimientos que hemos adquirido con el
paso de los años o a los trabajos publicados por los demás.
E s por esto que al principio me mostré reacio a seguir las
sugerencias que me hicieron para que preparase una recopilación
de ensayos con el fin de publicarlos en un libro. No era insensible
al atractivo que ejerce este método de satisfacer la vanidad, pero
me temía que, lejos de apuntalar mi ego, cabía la posibilidad de
que tal empresa le asestase un tremendo golpe. Mi angustia en tal
sentido halló expresión en la idea de que sería mejor emplear mi
tiempo en resolver nuevos problemas en vez de malgastarlo repa­
sando viejos escritos, decidiendo cuáles de ellos seguían teniendo
algún mérito y, si hacía falta, actualizándolos.
A la larga, no obstante, tuve que reconocer que la idea de que
sería preferible escribir algo nuevo era un subterfugio destinado
a soslayar el riesgo de que, al revisar lo que había publicado a lo
largo de los años, me encontrase con que no tenía ningún valor.
La verdad es que si algunos de mis viejos ensayos ya no tenían
interés, entonces eran muy pocas las probabilidades de que tuvie­
36 SO B R E V IV IR

ra más mérito lo que pudiera escribir ahora. Al darme cuenta de


esto ya no pude esquivar la tarea de revisar mis viejos escritos
desde la perspectiva de hoy.

El incentivo para escribir sobre un tema puede ser externo


o interno, aunque probablemente lo más frecuente es que sea una
combinación de ambos. Según me parecía entonces y me sigue
pareciendo ahora, el motivo directo que me empujó a escribir los
ensayos que forman el presente libro fue el deseo personal de
alcanzar mayor claridad sobre algún problema engorroso, hallar
respuesta a una cuestión que había cobrado importancia para mí.
Como siempre andaba muy ocupado y preocupado dirigiendo una
institución psiquiátrica para niños, los estímulos externos podían
inducirme a dedicar tiempo y esfuerzo a escribir solamente cuan­
do se hallaba presente una presión interna que aprovechaba la
motivación externa para expresarse y, con un poco de suerte,
encontrar solución.
Una vez mis rumiaduras escritas habían cumplido la función
de hacer que las cosas me resultasen más comprensibles, se me
planteaba la pregunta de qué hacer con tales pensamientos. ¿De­
bía tirarlos a la papelera, es decir, a la última morada de la mayo­
ría de ellos? Esto sucedía porque las conclusiones a que había
llegado, aunque siempre resultaban útiles para mí, parecían tener
poco interés para los demás.
Cuando deseé promover una comprensión parecida en los de­
más, con la esperanza de que ello les hiciera adoptar otra actitud
frente a asuntos que parecían importantes, creí lícito publicar
tales escritos. Así, la razón definitiva por la que publicaba un
artículo era el deseo de promover cambios en el pensamiento o
la acción, cambios que en aquellos momentos me parecían nece­
sarios.

Las causas externas del presente libro fueron dos aconteci­


mientos casuales, sin los cuales es probable que el libro jamás se
hubiese escrito. Y ello a pesar de que el motivo básico por el que
escribí estos ensayos y los reúno ahora viene actuando dentro de
mí desde hace unos cuarenta años, dominando mis pensamientos
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 37

y sentimientos personales durante todo este tiempo. La causa defi­


nitiva de su publicación es el deseo de permitir la comprensión
de la naturaleza de este motivo interior que, pese a ser muy
personal, quizá revista cierto interés general. Primero, sin em­
bargo, quisiera decir algunas palabras acerca de la causa externa
del libro.
Hoy en día sólo voy al cine muy de vez en cuando. A pesar
de ello, Amor y anarquía y La seducción de Mimi, de Lina Wert-
müller, me habían interesado lo suficiente como para ir a verlas,
ya que la primera trata de la suerte del individuo que vive bajo
el fascismo y la segunda de la existencia del hombre en la moder­
na sociedad de masas. Pese a existir algunos paralelos entre los
dos filmes, el destino de los dos protagonistas (interpretados por
el mismo actor) es totalmente distinto: en Amor y anarquía es la
victoria moral y la muerte física; en La seducción de Mimi, la
muerte moral y la supervivencia física. Sin embargo, los dos se
nos presentan igualmente desprovistos de sentido. En estas pelícu­
las Wertmüller plantea los problemas del significado de la exis­
tencia humana y de lo que entraña la lucha por la consecución
de la autonomía personal, problemas que han sido y siguen
siendo de sumo interés para muchas personas. Pero Wertmüller
parecía llegar a conclusiones opuestas a las que yo podía aceptar.
En Amor y anarquía el protagonista se deja llevar por su
necesidad personal de ser amado y desperdicia la oportunidad de
asesinar a Mussolini que tan ávidamente venía buscando. Empu­
jado por su sentimiento de culpabilidad y de enojo consigo mismo
por haber desperdiciado la ocasión de llevar a buen término la
lucha del individuo contra el estado fascista, provoca una batalla
innecesaria con la policía y resulta muerto en ella. Es, pues, la
historia de un hombre que, al menos bajo el fascismo, sólo corte­
jando a la muerte puede afirmar su autonomía. El mensaje de
esta película resulta ambivalente: el protagonista es a la vez estú­
pido y heroico; sus actos son tan admirables como insensatos.
También La seducción de Mimi trata del problema de la auto­
nomía individual en la sociedad de masas. La acción transcurre
en la Italia moderna, mucho tiempo después de la caída de Musso­
lini. En este caso el final de la película sugiere que, dadas las
38 SO B R E V IV IR

condiciones sociales, para sobrevivir, el hombre moderno debe


renunciar a la búsqueda de la autonomía. Así, ambas películas
cautivan porque formulan la pregunta crucial de cómo conseguir
Ja autonomía, pero no dan respuesta a ella. Parecen dar a enten­
der que el problema no tiene solución y la búsqueda de la auto­
nomía la presentan como algo muy comprensible, posiblemente
insoslayable, pero absolutamente inútil.
Poco después de ver estas películas el director de una presti­
giosa publicación semanal me pidió que escribiese un artículo
sobre otro filme de Lina Wertmüller, Siete bellezas, que acababa
de estrenarse en Nueva York y había sido muy elogiado por la
crítica. El director de la revista había pensado en encargarme
el artículo a mí porque unas escenas que tenían lugar en un cam­
po de concentración alemán eran de gran importancia en la nueva
película. A pesar de que alegué que no estaba capacitado para juz­
gar películas, el director insistió diciendo que, dado que me había
ocupado extensamente de los problemas de los campos de concen­
tración en algunos de mis escritos, yo era la persona indicada para
valorar la película en cuestión.
Habiendo leído comentarios sobre otras películas que utiliza­
ban el terror de los campos de concentración para excitar, cosa
que me parecía alarmante y repugnante, y habiendo visto las dos
películas de Wertmüller citadas anteriormente, las cuales me
habían intrigado, sentí curiosidad por ver de qué manera habría
resuelto las escenas del campo de concentración. En el bien enten­
dido de que no era probable que me sintiera capaz de escribir
sobre ella, accedí a ver Siete bellezas.
El filme me perturbó profundamente y le dije al director del
semanario que no podía escribir el artículo que me pedía. Sin
embargo, me rogó que me lo pensara, y el distribuidor de la
película sugirió que asistiera a un segundo pase especial de la
misma. Aunque durante dos semanas pensé mucho en la película,
no conseguí disipar su efecto perturbador y sentí con mucho más
apremio la necesidad de comprender la causa y la naturaleza de
mis reacciones ante ella. Por tal motivo accedí a ver la película
una vez más. Esta vez, hallándome mucho más preparado para
verla, la encontré, en todo caso, aún más perturbadora que en la
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 39

primera ocasión, pero vi con mucha mayor claridad el porqué.


Un grupo reducido de críticos sensibles e inteligentes asistió
también a la segunda proyección especial y se mostró muy impre­
sionado por el filme, aunque de modo totalmente distinto al mío.
Después algunos de ellos comentaron conmigo la película y las
impresiones que les había causado. Quedé atónito al ver hasta
qué punto aquellos críticos tomaban al pie de la letra la imagen
deformada del campo de concentración alemán que la película
presentaba; y al ver cuán dispuestos estaban a aceptar la inter­
pretación que Wertmüller hacía de los campos, de lo que hacía
falta para sobrevivir en ellos y del significado de Ja supervivencia.
Que aquél fuese el efecto de la película en quienes probablemen­
te serían sus espectadores más perspicaces me preocupó mucho
más que la misma película, tanto más cuanto la mayoría de las
reseñas que había leído daban a entender una reacción parecida
en general.
Para entonces ya resultaba evidente que necesitaría mucho
tiempo para ordenar mis reacciones, más del que podía esperar
el director de la revista, y que el espacio que podría dedicar a mi
artículo sería insuficiente para expresar mi opinión. Así, pues, le
sugerí que encargase el artículo a otra persona. Así lo hizo y el
artículo apareció poco después.
Pero esto no puso fin a mi lucha con lo que habían desper­
tado en mí la película y, en grado aún mayor, las reacciones ante
ella. Seguí leyendo lo que se publicaba sobre el filme, que era
más de lo que suele publicarse sobre la mayoría de las películas.
Por lo general las opiniones se parecían mucho a las que habían
expresado los críticos que habían visto la película conmigo.
Entonces me pareció aún más importante comprender detallada­
mente por qué había quedado convencido de que la película esta­
ba totalmente equivocada, cuando tanta gente la elogiaba.
Con el fin de dominar mis sentimientos y aclarar mis ideas,
me puse a expresar éstas por escrito, esencialmente para mí mis­
mo. Mientras lo hacía empezaron a aparecer artículos sobre super­
vivientes y supervivencia en los que se expresaban puntos de vista
paralelos a los que yo creía haber detectado en la película. Esto
me sirvió de mayor estímulo para ponerlo todo en claro. Así que
40 SO B R E V IV IR

el ensayo comenzó a alargarse más y más, mientras yo empleaba


más y más tiempo en escribirlo. Finalmente tuve la impresión de
que había satisfecho mi necesidad de afrontar lo que para mí sig­
nificaban la película y sus reacciones. Pero dudé de que el ensayo
fuese publicable, dada la gran aceptación que habían hallado los
puntos de vista contrarios. Sin embargo, con gran sorpresa y satis­
facción por mi parte, el New Yorker se mostró dispuesto a pu­
blicarlo.
No menos sorprendentes e inesperados fueron los varios cen­
tenares de cartas que recibí como respuesta espontánea a mi artícu­
lo. Casi todas eran de elogio y expresaban reacciones muy senti­
das. Entre las escasas cartas de crítica sólo un par mostraban
enojo; las demás eran corteses y consideradas, demostrando que,
pese a rechazar mis ideas, sus autores daban gran importancia a
los asuntos tratados en el artículo.
El contenido de prácticamente todas las cartas daba a enten­
der que para mucha gente resultaba difícil, por no decir impo­
sible, aceptar las reacciones despertadas por los campos de con­
centración y el exterminio de los judíos europeos. Esto resultaba
aún más cierto en lo referente al problema de las secuelas de
los campos: la condición de superviviente. Las cartas culminaron
con la sugerencia citada al principio: publicar el ensayo sobre
los supervivientes como parte de un libro en el que se recogieran
diversos trabajos. Pero fue necesaria otra experiencia para que
venciera mis dudas sobre la conveniencia de hacerlo.
Medio año después de la publicación de «Sobrevivir» en
el New Yorker, participé en una conferencia sobre el holocausto
nazi. Asistieron a ella unas trescientas personas seleccionadas por
su interés personal en los hechos. Se trataba de personas muy
por encima de lo normal en lo que respecta a inteligencia, educa­
ción y conciencia social. Hablando con ellas y observando sus
reacciones durante la conferencia quedé escandalizado al ver lo
poco que aquellas personas serias y bien intencionadas compren­
dían de lo ocurrido en aquellos años y lo que ello debía significar
en nuestros días; o así me lo pareció. Al mismo tiempo que daban
expresión verbal a todas aquellas cosas horrendas, abominables,
aquellas personas parecían empeñadas en reprimirlo y negarlo todo
TRAUMA Y KEINTLGRAC1ÓN 41

haciendo que pareciese normal, despojándolo de toda importancia


actual.
Probablemente obraban de esta manera porque el horror nazi
había sido un cataclismo difícil de imaginar, un hecho que des­
pertaba tanta angustia que aquellas gentes necesitaban negar que
tuviera alguna relación con ellas como personas. Pensar en ello
inducía a formularse preguntas sumamente perturbadoras sobre la
naturaleza del hombre cuando, sin vacilación alguna e incluso
con cierta satisfacción, se le presentaba la oportunidad de parti­
cipar espontáneamente en el más vil y sistemático de los asesina­
tos en masa, no sólo de hombres indefensos, sino también de
millones de mujeres y niños pequeños, Verlo con sus propios ojos
en películas documentales y escuchar el testimonio de los confe­
renciantes despertaban una sensaciones incontrolables de revul­
sión e impotencia en los asistentes a la conferencia. Quizás esto
explique por qué unas personas que habían decidido voluntaria­
mente ver aquella película en verdad aterradora que mostraba
escenas donde se hacía objeto de la mayor degradación posible a
hombres, mujeres y niños inocentes, escenas de tortura, de ham­
bre, de asesinatos en masa, y luego participar en un debate sobre
todo ello, reaccionaban ante tal experiencia distanciándose emo­
cionalmente de ella y negando toda relación emocional e intelec­
tual con ellas aquí y ahora. De lo contrario, no habrían podido
hacer frente a lo que aquellas imágenes despertaban en ellas.
Fue necesaria la combinación de estos dos factores, las reac­
ciones ante el artículo sobre los supervivientes y mi experiencia
en la conferencia, para convencerme de que valía la pena hacer
cuanto pudiera para mostrar de qué manera puede uno tratar de
hacer frente a los dos fenómenos relacionados del genocidio y
la condición de superviviente. Lo primero que se necesita es
comprender el significado del holocausto, cómo pudo suceder.
En segundo lugar, y dado que el holocausto pertenece ya a la
historia, se requiere algo que tiene mayor importancia hoy día:
una manera constructiva de afrontar las emociones que el hecho
despierta en nosotros. Los supervivientes no están solos por
cuanto tienen que aprender a integrar una experiencia que, cuan-
do-no está integrada, o bien resulta completamente abrumadora o
42 SO B R E V IV IR

le obliga a uno a negar, en defensa propia, lo que personalmente


significa para uno en el presente.
Y así nació este libro: sus causas externas fueron dos acon
tecimientos casuales. Pero el compromiso personal que los apro­
vechó para expresarse cabría decir que es de toda una vida, toda
vez que se remonta ya a más de cuarenta años atrás.

L a c o n d ic ió n d e s u p e r v i v i e n t e

E l ser superviviente consiste en dos factores estrechamente


relacionados pero separados. El primero es el trauma original, que
en este caso es el impacto desintegrador de la personalidad que
tuvo el hecho de ser prisionero en un campo de concentración
alemán que destruía por completo la existencia social de uno al
privarle de todos sus sistemas de apoyo anteriores, tales como la
familia, los amigos, la posición en la vida, al mismo tiempo que
le sometía a un aterramiento y degradación absolutos por medio
del peor trato posible y la amenaza inmediata, omnipresente e
ineludible contra la vida de uno. El segundo factor lo represen­
tan los efectos permanentes de semejante trauma, que exigen unas
formas muy especiales de dominio para no sucumbir ante ellos.
En algunas de mis anteriores publicaciones sobre los campos
de concentración alemanes y asuntos relacionados intenté hacer
la mayor justicia posible al primero de estos dos problemas. Pero
en aquellos escritos no traté de arrojar luz sobre el segundo pro­
blema crucial, el de la condición de superviviente: sobre cómo
hay que vivir con una situación existencial que no tiene solución.
Se trata de mantener la integración a pesar de los efectos de la
desintegración pasada; y mis esfuerzos por ayudar a otros a alcan­
zar su integración, por ejemplo, mi labor con los niños en la
Escuela Ortogénica de la universidad de Chicago, llegaron a tener
cierta relación con ello. Así, pues, espero que esta colección de
ensayos diversos ofrezca algunas sugerencias implícitas sobre la
naturaleza de lo que es necesario para hacer frente a los proble­
mas del trauma y la integración.
Quizá la mejor manera de exponer el factor decisivo que me
TRAUMA Y Kl.INTEGRACIÓN 43

movió a reunidos en un libro consista en citar el contenido esen­


cial de una de las cartas que recibí en respuesta a mi artículo
sobre los supervivientes. Al igual que todas las demás, la escribió
una persona a la que no conocía.
Acabo de leer «Sobrevivir» en el New Yorker y me
siento tan impresionada que quiero escribirle una carta ... Crecí
en Berlín, cristiana con abuelos judíos. Cuando los nazis subie­
ron al poder me fui a Holanda. Cuando allí empezaron a dete­
ner a los judíos, unos amigos me procuraron papeles falsos.
Otro amigo sustrajo mis papeles del fichero de La Haya, así
que en la práctica dejé de existir. Una parroquia, que hasta
entonces yo no conocía, me brindó cobijo «para una noche».
Pero estuve allí desde enero de 1942 hasta mayo de 1945.
Nadie más que el párroco y su esposa sabían que en realidad
yo no era su cocinera «Cathrine».
Si le escribo todo esto es para confirmar ( ¡como si nece­
sitase usted confirmación!) que todo lo que usted dice sobre
los sentimientos de culpabilidad es cierto. Probablemente sabrá
usted cuántas personas perecieron en Holanda bajo la ocupación
nazi, a pesar de tener buenos papeles falsificados. Yo estuve
entre los afortunados, pero una y otra vez me he preguntado?
«¿Por qué yo me salvé?... ¿Por qué recibí tanta ayuda?».
Después de la guerra conocí a Eva Hermann, una alemana
no judía que había pasado varios años en la cárcel por haber
ayudado a los judíos.1 Cuando le pregunte el porqué a ella,'
me contestó: «Para que durante el resto de tu vida demuestres
que mereciste que te salvasen».
Así que esto hace que me pregunte: «Nosotros los supervi­
vientes, ¿tenemos una responsabilidad?». Quizá puede usted
escribir sobre este tema.
Como demuestra esta carta, no soy psicóloga (soy biblioteca-
ria) y más de una vez en la vida me he dado cuenta de que hay
problemas que una no puede resolver pero con los que hay
que vivir.
1. Eva Hermann y su marido, Karl, habían tenido escondidos a unos cuantos
judíos, lo cual era a la sazón un delito en Alemania. Ambos fueron a la cárcel.
Karl fue condenado a muerte pero indultado porque sus conocimientos científicos
eran necesarios; tuvo que prestar servicios como trabajador forzado. El panfleto
de Eva Hermann In priso» yet free, en el que describe su experiencia, fue publi­
cado por la Tract Association for Friends, Filudelfia, 1948.
44 SO BREVIVIR

La señora escribió también: «Conozco su libro sobre Buchen-


wald. Hace bastantes años di una charla sobre él en la asociación
cuáquera de ... Todavía me acuerdo de la viva discusión que se
entabló ...» . Dado que entre las demás cartas había bastantes
que expresaban el deseo de que escribiera más sobre cómo solu­
cionar el problema de la condición de superviviente, me decidí
a publicar el presente libro.
Como se desprende de la carta citada, luchar con el problema
de ser superviviente no exige haber padecido hambre, tortura o
degradación directa, ni haber presenciado cada día, sin poder evi­
tarlo, el asesinato de tus semejantes, como les ocurrió a los super­
vivientes de los campos. Tener que vivir durante años bajo la
amenaza inmediata y continua de que te maten sin otro motivo
que el de pertenecer a un grupo destinado al exterminio, y sabien­
do a ciencia cierta que están matando a tus parientes y amigos
más íntimos, esto basta para que durante el resto de tu vida
luches con el problema insoluble de «¿por qué me salvé?» y tam­
bién con un sentimiento de culpabilidad completamente irracional
producido por el hecho de haberte salvado.
Ser uno de los pocos que se salvaron cuando perecían millo­
nes de personas como tú parece entrañar una obligación especial
de justificar tu buena suerte, tu misma existencia, ya que se per­
mitió que ésta continuara cuando ocurría lo contrario con otras
exactamente iguales a ella.
El haber sobrevivido también parece entrañar una responsabi­
lidad imprecisa pero muy especial. Ello se debe a que lo que debe­
ría haber sido tu derecho de nacimiento: vivir tu vida en relativa
paz y seguridad — no ser asesinado caprichosamente por el estado,
que debería tener la obligación de protegerte la vida— se experi­
menta en realidad como un golpe de suerte inmerecida e inexpli­
cable. Fue un milagro que el superviviente se salvase cuando
perecían millones de seres como él, por lo tanto, parece que ello
sucediera con algún propósito insondable.
Una voz, la de la razón, trata de responder a la pregunta
«¿por qué me salvé?» con las palabras «fue pura suerte, simple
casualidad; no hay otra respuesta a la pregunta», mientras la
voz de la conciencia replica: «Cierto, pero la razón por la que
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 45

tuviste la oportunidad de sobrevivir fue que algún otro prisione­


ro murió en tu lugar». Y detrás de esta respuesta, como un
susurro, cabría oír una acusación aún más severa, más crítica:
«Algunos de ellos murieron porque tú los expulsaste de un pues­
to de trabajo más fácil; otros porque no les prestase un poco de
ayuda, comida, por ejemplo, de la que posiblemente hubieses
podido prescindir». Y existe siempre la acusación última para la
que no hay respuesta aceptable: «Te alegraste de que hubiera
muerto otro en vez de ti».
Estos sentimientos de culpabilidad y de tener una obligación
especial son irracionales, pero ello no disminuye su poder para
dominar una vida. En más de un sentido es esa irracionalidad la
que hace tan difícil enfrentarse a ellos. Cuando un sentimiento
se basa en algo racional se le puede hacer frente con medidas
igualmente racionales, pero lo más frecuente es que los sentimien­
tos irracionales sean impermeables ante nuestra razón: hay que
hacerles frente a un nivel emocional más profundo.
Me opongo especialmente a la idea de que cualquier persona,
incluyendo al superviviente, tenga la obligación de demostrar que
mereció salvarse, y me opongo a ella aunque sólo sea porque de
alguna manera da a entender que si otros perecieron fue porque
no merecían salvarse. Sin embargo, aunque ser un superviviente no
entraña una obligación especial, no por ello deja de ser una carga
muy poco común y pesada: es, como dice la carta, un problema
«que uno no puede resolver pero con el que ha de vivir».

. No es raro que las secuelas emocionales del milagro de la


supervivencia consistan en unos lastres psicológicos tan serios que
algunos supervivientes no consiguieron dominarlos y otros lo
lograron solo de manera limitada. Cuando se habla de las desgra­
ciadas consecuencias de haber sido prisionero de un campo de
concentración hay que tener presente en todo momento que la
experiencia fue de índole tan extremadamente traumática que
hizo pedazos la integración personal, ya fuese totalmente o en
grado considerable, j
Todo trauma demuestra que, en cierto sentido, la integración
que uno ha logrado no ofrece la protección adecuada. Si el trauma
46 SOBREVIVIR

«s absolutamente destructivo, como sucedía con la experiencia


de los campos de concentración, entonces demuestra que la inte­
gración de tu personalidad no ha superado la prueba crucial de su
validez.
La reacción psicológica del superviviente ante este fallo de
su integración nunca era del todo consciente; al contrario, se veía
condicionada en gran medida por factores inconscientes, tales
como respuestas inconscientes a su experiencia en el campo de
concentración y a su existencia anterior a la misma. Básicamente
sólo son posibles tres respuestas psicológicas distintas ante la
experiencia de que tu integración te ha fallado de manera más o
menos total. De ellas la que dominara la vida del superviviente
era la que en gran parte determinaba su existencia después de
su paso por el campo de concentración. Si se desea resumir, aun­
que de manera harto facilona, las tres respuestas distintas al
hecho de verse traumatizado en grado extremo, cabría decir que
un grupo de supervivientes permitió que la experiencia le des­
truyese; otro intentó negarle cualquier impacto duradero; y el
tercero emprendió una lucha, que se prolongaría toda una vida,
para permanecer conscientes y tratar de hacer frente a las dimen­
siones más terribles, pero que de vez en cuando se hacen realidad,
de la existencia del hombre.

E l sín d r o m e d e l s u p e r v iv ie n t e
D EL CAMPO DE CONCENTRACIÓN

La más destructiva de estas tres respuestas posibles era llegar


inconscientemente a la conclusión de que la reintegración de la
personalidad era imposible, inútil o ambas cosas. El supervivien­
te era consciente de su incapacidad para dirigir su vida, ya que
ésta había resultado tan fragmentada que no se sentía capaz de
volver a juntar los fragmentos. Pero esto se debía a que incons­
cientemente había decidido que no podría reconstruir su persona»
lidad anterior porque todo o gran parte de lo que le daba signi­
ficado había desaparecido: las personas más allegadas a él habían
sido asesinadas; él había hecho cosas que jamás podrían perdo­
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 47

narse; había perdido lo que daba sentido a su vida y no había


manera de recuperarlo; y, de todos modos, no valía la pena tra­
tar de edificar una nueva integración ya que podía resultar tan
indigna de confianza como la de antes, la que le había abandonado
cuando más la necesitaba.
Estos supervivientes siguen debilitados por el convencimien­
to de que no pueden alcanzar una integración viable, lo cual es
cierto mientras estén seguros de que emprender la reintegración
es inútil o no vale la pena. Incapaces de embarcarse en la ardua
y azarosa tarea de integrar su personalidad, estos supervivientes
sufren un trastorno psiquiátrico al que se ha denominado el sín­
drome del superviviente del campo de concentración.
Su estado mental se parece al del individuo que sufre un
trastorno psiquiátrico de índole depresiva o paranoide. Pero exis­
te una diferencia básica entre un individuo psicótico y un super­
viviente que sufra el síndrome del campo de concentración: el
primero se desmorona debido principalmente a presiones internas
en vez de bajo el peso de las que le inflige un entorno totalmente
destructivo. La persona psicótica se viene abajo porque ha inves­
tido a figuras significativas de su entorno con la facultad de des­
truirle a él y a su integración. Así, mientras que la persona psicó­
tica cree, aunque sólo sea imaginariamente, que existen unas
figuras todopoderosas que controlan su vida y pretenden destruir­
la, el prisionero del campo de concentración observó acertada­
mente que aquellos que le tenían sometido a su poder absoluto
habían destruido realmente a otros como él y estaban empeñados
en destruirle también a él. Por consiguiente, la diferencia crucial
entre el prisionero y el psicótico es que el primero juzgó su situa­
ción de manera realista, mientras que el segundo lo hizo imagina­
riamente. Pero ambos vieron que su integración no les protegía
y son incapaces de reintegrarse eficazmente.
La persona que sufría el síndrome del superviviente del campo
de concentración solía hacer algún esfuerzo por reintegrarse de
manera viable, pero todo era en vano. Parte de la tragedia que
culminaba con dicho síndrome estribaba en que el superviviente
intentaba reintegrarse demasiado pronto, en un momento en que,
a causa de su experiencia en el campo, seguía sin tener un ápice
48 S O B REVIVIR

de energía psicológica, energía que le era necesaria para recons­


truir su integración. Al fracasar en su intento prematuro de rein­
tegración quedaba convencido de que jamás lo conseguiría por
sí mismo. Para evitar otra derrota penosa, dejaba de intentarlo.
Entonces, incapaz de aceptar que su condición de supervivien­
te planteaba un problema espinoso que, pese a serlo, sólo él podía
afrontar, el superviviente trataba de encontrar una solución a su
problema del modo que se le antojaba más fácil: haciendo que su
cónyuge y sus hijos le resolvieran sus problemas. Esperaba y
deseaba que ellos pudieran librarle del peso de aquella pregunta
obsesionante: «¿por qué yo?», así como de su sentimiento de
culpabilidad, ya fuese directamente, mediante lo que hicieran por
él, o indirectamente, permitiéndole vivir a través de sus hijos
para, de este modo, zafarse de su onerosa vida.
En cuanto al sentimiento de obligación, procuraba librarse
de él recurriendo al primitivo mecanismo psicológico de la pro­
yección: tenía que ser obligación especial de su familia (o de la
comunidad) cuidar de él, porque él había sufrido de manera
increíble y no podía cuidar de sí mismo. Es la petición tácita, y la
seguridad, de que otros deberían resolverle los problemas — de­
mostrar, por ejemplo, que él no es culpable, que mereció ser uno
de los elegidos para salvarse— la que perpetúa el síndrome del
superviviente, ya que, por desgracia, los intentos de hacer que
los demás resuelvan tus problemas nunca dan resultado. Lo que
es peor, a menudo los familiares de estos supervivientes termi­
nan con el mismo síndrome, aunque con menor intensidad.2

2. Existe ya abundante literatura sobre el síndrome del superviviente. Para


citar algunas obras: P. Matussek, Internmcnt in concentration camps and its conse-
quences, Springer Verlag, Berlín y Nueva York, 1975; H . Krystal, Massive psychic
trauma, International Universities Press, Nueva York, 1969; R . J . Lifton, Death
in Ufe: survivors of Hiroshima, Random House, Nueva York, 1967; Chodoff, «Psy-
chiatric aspects o f Nazi persecution», en S. Arieti, American handbook of psychia-
try, vol. 6, Basic Books, Nueva York, 1975, y «Depression and guilt among con­
centration camp survivors», Existential psychiatry, n.° 7 (1970); Samai Davidson
en «Psychiatric disturbances of Holocaust (Shoa) survivors. Symposium of the
Israel Psychoanalytic Society», Israel Annals of Psychiatry and Related Disciplines,
5 :1 , 1967. E l síndrome en cuestión entre los hijos de los supervivientes se estudia
en Helen Epstein, «H eirs o f the H olocaust», New York Tim es Magazine (19 de
junio de 1977), y en una comunicación personal al autor de Samai Davidson; las
conclusiones de míster Davidson sobre este tema se publicarán a su debido tiempo.
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 49

Resulta tan injusto, tan poco razonable, que precisamente el


superviviente tenga que luchar sin ayuda contra alguna de las
peores dificultades psicológicas imaginables, con unos sufrimien­
tos psicológicos que les son perdonados a todos los demás. Aquel
que tanto ha sufrido: la angustia ante la muerte, sin ningún ali­
vio, a menudo durante años y más años; un tremendo dolor
físico, moral y psicológico; aquel que incluso después de su
milagrosa liberación sigue sufriendo la más severa de las pri­
vaciones porque todos o muchos familiares suyos han sido
exterminados; aquel que ha perdido todos sus bienes, que se
halla desarraigado en todos los sentidos, obligado a vivir en
una tierra nueva, a aprender una nueva ocupación, etcétera: ¿por
qué, además, se ve obligado a sentir una responsabilidad especial,
a verse perseguido por un sentimiento de culpabilidad, torturado
por unos interrogantes que obviamente no tienen respuesta? ¿Por
qué tiene que afrontar todo esto y, peor aún, afrontarlo él solo?
La injusticia de semejante situación no le pasa desapercibida al
superviviente; y si tiene tendencia a desistir cuando se encuen­
tra en un estado de total agotamiento emocional, acabará por
hacerlo.

L a v id a com o a n t e s

Otros supervivientes, y puede que fuesen la mayoría, sacaron


conclusiones totalmente distintas de la experiencia de ver cómo
su integración cedía bajo el impacto del trauma del campo de
concentración. Si así ocurría era porque, después de su liberación,
acertaban a ver que les era necesario reconstruir su personalidad.
Por consiguiente, les parecía que una forma razonable de afron­
tar las secuelas de su experiencia en el campo de concentración
era reintegrándose esencialmente del mismo modo que antes de
su cautiverio.
Para ello tenían que recurrir a intrincados métodos psicológi­
cos que les permitieran esquivar los sentimientos de culpabilidad
o la pregunta «¿por qué me salvé?» y las obligaciones especiales
que la misma parece entrañar. Las defensas que utilizaban eran
50 SO BREVIVIR

principalmente la represión y la negación. Por consiguiente, su


integración resulta algo precaria e incompleta, porque a un grupo
importantísimo de sentimientos se le niega el acceso a la concien­
cia, y hasta cierto punto su personalidad se encuentra desprovis­
ta de energía para afrontar la vida con realismo, ya que tienen
que emplearla en mantener la represión y la negación en marcha.
Sin embargo, en términos generales su reintegración resulta del
todo viable, al menos mientras no vuelva a verse sometida a una
dura prueba.
Lo que sucedió en los campos fue tan horrible, y cabe hacer
preguntas tan perturbadoras sobre la forma en que uno se com­
portó en ellos, que es muy comprensible que se desee olvidarlo
todo, como si nunca hubiera sucedido. Estar encerrado en un
campo de concentración significaba verse apartado de todos los
aspectos de la vida anterior de uno. Los SS y el estado nazi dejaban
ver bien a las claras que aquello era el fin de la vida que la perso­
na había llevado hasta entonces; negaban toda validez presente y
futura a la anterior vida del prisionero^JA modo de contrarreac­
ción, la mayoría de los supervivientes procuraban negar validez
a su experiencia en el campo después de su liberación, simular
que nada de todo aquello había sucedido.
Como les era imposible olvidar que sí había sucedido, lo más
que podían hacer para negarle validez era no permitir que lo ocu­
rrido cambiase su forma de vida o su personalidad. De hecho,
poder regresar a la vida, después de la liberación, como la misma
persona que se había sido antes era el deseo ferviente de muchos
prisioneros; creer que eso era posible hacía más soportable, des­
de el punto de vista psicológico, la terrible degradación a la que
habían estado sometidos los cautivos.
Los nazis habían destruido el mundo en el que antes vivía el
prisionero, habían tratado de destruir la misma vida de éste.
Siendo así, la mayor derrota que él les podía infligir era demos­
trarles que habían fracasado rotundamente en su empeño, y la
manera de demostrárselo consistía en adoptar, una vez liberado,
una forma de vida lo más parecida posible a la anterior. Esta
vuelta a una existencia previa resultaba mucho más fácil si el
superviviente podía continuar viviendo con su esposa, hijos o
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 51

padres, con aquellos con quienes vivía antes, ya que ellos espe­
raban que así lo hicese. En vista de estos y otros muchos factores
(por ejemplo que el prisionero, emocionalmente agotado por su
experiencia, al ser liberado no tuviera confianza en que lograría
comenzar una vida nueva y distinta), la mayoría de los prisioneros
optaban por simplificarse las cosas al máximo, prosiguiendo la
vida que mejor conocían. Éste, dicho sea de paso, fue mi propó­
sito al principio: reemprender mi vida, en sus aspectos más im­
portantes, allí donde tan cruelmente la habían interrumpido.
Sólo que hacerlo no resultaba tan fácil como el prisionero
había imaginado en los sueños que le habían ayudado a soportar
su aflicción. Al ser liberados, la alegría de encontrarse a salvo se
imponía a todas las demás emociones, a la vez que el ex-cautivo
dedicaba toda su atención a la tarea de recuperar su fuerza física.
Pero no tardaba en aparecer la pregunta «¿por qué yo?» y con
ella la sensación de tener una obligación especial por el hecho de
ser uno de los pocos supervivientes. Pesadillas obsesionantes no
permiten que el superviviente olvide sus experiencias en el campo
aún en el caso de que logre no pensar en ellas durante el día, cosa
que támbién resulta difícil evitar, sobre todo durante los prime­
ros años. A medida que va recuperando fuerzas, vuelven a su
memoria numerosos hechos medio olvidados que despiertan en él
sentimientos de culpabilidad, aunque no les encuentre justifica­
ción cuando los examina objetivamente. Es comprensible que
muchos prisioneros liberados intentasen impedir que estos pen­
samientos dolorosamente turbadores llegasen a su conciencia.
Una vez que has empezado a quitarle validez a lo que expe­
rimentaste en los campos no permitiendo que tus vagos senti­
mientos de culpabilidad penetren en tu conciencia, se hacen nece­
sarias negaciones aún mayores y más represión de los recuerdos
para mantener las negaciones originales. Así, cada negación
exige nuevas negaciones para poder mantener la original y cada
represión, para continuar, exige más represión.
Aquí conviene recordar que la más sencilla, primitiva y radi­
cal defensa psicológica contra el impacto de una experiencia con­
movedora consiste en reprimirla y negarla, mientras que es más
difícil efectuar una elaboración gradual y ajustar nuestra persona-
52 SO BREVIVIR

lidad adecuadamente. Así, pues, el hecho de que muchos super­


vivientes intenten afrontar el trauma de la experiencia en el cam­
po de concentración por medio de la represión y la negación no
tiene nada de extraño.
Huelga decir que recurrir a la negación y a la represión para
ahorrarse la difícil tarea de integrar una experiencia en nuestra
personalidad no es ni mucho menos privativo de los supervivien­
tes. Al contrario, es la reacción más frecuente ante el holocausto:
recordarlo como un hecho histórico, pero negar y reprimir su im­
pacto psicológico, ya que éste exigiría una reestructuración de la
propia personalidad y una visión del mundo distinta de la que
se tenía anteriormente. Ésta, como he dicho con anterioridad, fue
la reacción típica de los participantes en la conferencia sobre el
holocausto.
La diferencia reside en que, si bien esta represión no impide
afrontar los hechos en el caso de las personas que no se vieron
directa e inmediatamente afligidas por el holocausto, no puede
decirse lo mismo acerca del superviviente. En primer lugar, su
sentimiento de culpabilidad es más directo y personal. En segun­
do lugar, ha experimentado algo que desconocen los que no
estuvieron presos en los campos: su anterior integración se ha
hecho pedazos; y, por consiguiente, nunca podrá confiar plena­
mente en ella otra vez, aunque consiga reconstruirla.
Los supervivientes que niegan que su experiencia en los cam­
pos haya demolido su integración, que reprimen su culpabilidad
y su sensación de que deberían vivir de acuerdo con una obliga­
ción especial, a menudo triunfan en la vida, en lo que respecta
a las apariencias. Sin embargo, desde el punto de vista emocional
están agotados porque gran parte de su energía vital la emplean
en mantener la negación y la represión en marcha y porque ya no
pueden confiar en que su integración interior les brinde seguridad,
en caso de ser puesta a prueba otra vez, ya que les defraudó en
una ocasión.
Así, pues, aunque estos supervivientes están relativamente
libres de síntomas, en algunos aspectos esenciales, profundos, su
vida está llena de inseguridad interna. Por lo general, consiguen
ocultar este hecho a los demás y, en cierta medida, incluso a sí
TRAUMA y r e in t e g r a c ió n 53

mismos. Pero su existencia es como un castillo de naipes. Si todo


va bien, nada tienen que temer. Pero un ventarrón de problemas
serios puede echar abajo su integración, que ellos mismos, de
manera semiconsciente, saben que no es sólida, aunque no lo
reconozcan de forma plenamente consciente.
Para seguir con su integración como antes, tienen que prote­
gerse contra algunas de las que podrían ser sus experiencias más
significativas. No porque éstas acabarían necesariamente con ellos,
sino porque temen que así sea, ya que no pueden confiar en que
su integración se mantenga bajo una fuerte tensión. Temen que
cualquier experiencia profunda revele la existencia relativamente
vacía que están viviendo, lo cual se debe a que niegan el impacto
y significado de lo que fue la experiencia más horrenda de su vida,
la experiencia más horrible que pueda vivir una persona.

R e in t e g r a c ió n

Finalmente, existe el grupo de los supervivientes que, basán­


dose en su experiencia, llegaron a la conclusión de que sólo mejo­
rando su integración podrían vivir del mejor modo posible con
las secuelas de su experiencia en los campos de concentración.
Su reintegración tenía que permitirles hacer frente al sentimiento
de culpabilidad y a la pregunta incontestable de «¿por qué yo?».
Tenía que ser una integración que, incluyendo entre sus compo­
nentes la experiencia en el campo de concentración, prometiese
mayor resistencia que la de antes en el caso de una severa trau-
matización.
Son supervivientes que procuraron sacar algo positivo de su
experiencia, pese a lo horrible que había sido. A menudo ello
hacía que su vida les resultase más difícil que antes y también
más compleja en determinados aspectos, pero posiblemente aun
más llena de significado. Es la ventaja que obtuvieron reestruc­
turando su integración de manera que tuviese en cuenta la expe­
riencia más trágica de su vida.
Un superviviente tiene todo el derecho de elegir su propia
manera para tratar de hacer frente a la vida. La experiencia de
54 SO B R E V IV IR

ser prisionero de un campo de concentración es tan abominable,


el trauma es tan horrendo, que hay que respetar el privilegio de
cada superviviente de intentar dominarlo como mejor sepa y
pueda. Los comentarios precedentes sobre el «síndrome del super­
viviente» y sobre algunas consecuencias de elegir una «vida como
antes» indican por qué, a mi modo de ver, estas soluciones tan
comprensibles no son también las más constructivas. Pienso que
la carta citada anteriormente entraña una solución más viable
que las proyecciones o la negación o represión del sentimiento
de culpabilidad. Sugiere una perlaboración del trauma original
y de sus consecuencias, lo cual resulta más efectivo y satisfactorio
que desesperar de conseguir una nueva integración o de conven­
cerse a uno mismo de que ésta no es necesaria.
Requisito previo para la nueva integración es aceptar que se
ha sufrido un trauma muy serio y constatar la naturaleza del
mismo. Ello hace más fácil aceptar y hacer frente al sentimiento
de culpabilidad. En cuanto a la pregunta «¿por qué me salvé?»,
es tan imposible de contestar como la de «¿por qué nací?».
Sin embargo, en vista de que nos salvamos, valdría la pena
que procurásemos vivir de una manera que permitiera decirnos
a nosotros mismos, sin orgullo ni arrogancia, que «dado que me
salvé, trato de sacar el máximo provecho a la vida, pese a mis
inevitables limitaciones».
La naturaleza de la nueva integración que se ofrece al super­
viviente que, al igual que la autora de la carta, ha sido capaz de
aceptar los sentimientos de culpabilidad, y de vivir constructiva­
mente con ellos y con la certeza de que, pese a ser obsesionante,
no hay que reprimir la pregunta de «¿por qué yo?», será distinta
en cada persona, ya que, al igual que toda integración verdadera,
hay que edificarla partiendo de unas experiencias vitales singu­
lares. Que la autora de la carta ha logrado la integración se
advierte, no sólo por la franqueza con que aborda los problemas
más profundos de la supervivencia, sino, con mayor claridad aún,
por el hecho de que exprese sus sentimientos de culpabilidad, sin
necesidad de justificarse a sí misma y a su supervivencia.
Así, pues, el superviviente no tiene ninguna obligación espe­
cial. El número de prisionero que lleva tatuado en el brazo no es
TRAUMA Y REINTEGRACIÓN 55

una marca de Caín ni una distinción particular. No me parece


especialmente loable pasarse la vida dando testimonio de la
inhumanidad del hombre con el hombre. Por desgracia el asesinato
en masa a escala tan grande como el genocidio nazi no es un caso
único en la historia de la humanidad, aunque sí lo es la forma
mecánica y sistemática con que lo perpetró el régimen hitleriano.
Pero el haberse visto cara a cara con semejante asesinato en
masa, haber estado tan cerca de ser una de sus víctimas, es una
experiencia relativamente singular y dificilísima desde el punto
de vista psicológico y moral. De ello se desprende que la nueva
integración del superviviente resultará más difícil y, cabe esperar,
más significativa, que la de muchas personas que no han tenido
que vivir una experiencia extrema, toda vez que el superviviente
habrá tenido que integrar en su personalidad una de las expe­
riencias más penosas a que puede verse sometida una persona.

Los ensayos incluidos en el presente libro muestran los esfuer­


zos de una persona en pos de la reintegración, unos esfuerzos
muy idiosincráticos. Algunos tratan de comprender la naturaleza
del trauma; otros apuntan respuestas al mismo. Varios trabajos
reflejan un enfoque específico de la pregunta incontestable de
«¿por qué yo?» y de la tarea de calmar un sentimiento vago e
inconcreto de culpabilidad. Promoviendo la integración de la per­
sonalidad de los demás se puede tratar de promover la propia, y
sirviendo a los vivos se puede tener la impresión de haber cum­
plido con las obligaciones para con los muertos, al menos en la
medida en que ello es posible. Otros ensayos indican que ninguna
integración será completa mientras no abarque también unos inte­
reses muy personales; que al mismo tiempo que exige cierta pro­
fundidad de experiencia, la integración necesita variedad de expe­
riencias.
La integración personal, y con ella la consecución de signifi­
cado, es una lucha muy individual que dura toda la vida. Una
colección de ensayos que reflejan los esfuerzos de un hombre
para llegar a dicha meta, que reflejan sus pensamientos a lo largo
de cerca de cuarenta años, presentará necesariamente algunas
características propias de una confesión, por mucho que al escri-
56 S O B REVIVIR

birlos el autor haya procurado atenerse a las exigencias de una


objetividad académicamente aceptable, consecuencia ésta de haber
pasado su vida en el mundo académico y de haber aceptado en
gran parte los valores de dicho mundo. A menudo las emociones
personales se entrometen en la tarea del autor que con sus escri­
tos pretende expresar la lucha de un hombre contra las tendencias
destructivas de la sociedad y del individuo, incluyendo al mismo
autor, así como sus esfuerzos personales por extraer un significa­
do de la vida, en especial de las actividades de su vida profesio­
nal como educador y terapeuta.
Como estudioso del psicoanálisis y seguidor de Freud, impre­
sionado profundamente por su escepticismo crítico ante el hom­
bre y su naturaleza, escepticismo que, sin embargo, no impidió
a Freud seguir luchando para dar al hombre la libertad que le
permitiera ser verdaderamente él mismo, sé que, en gran medida,
todos los intentos de extraer un significado de la vida son en rea­
lidad una proyección de significado en la vida. Esto sólo es posible
en el momento y en la medida en que una persona consiga encon­
trar significado en sí misma y proyectarlo luego hacia afuera.
Hay que investir la vida de significado, con el fin de que
podamos extraer discernimiento de ella. Aunque lo parezca, no
se trata de ningún solipsismo, puesto que, para sacar un signifi­
cado de la vida, es necesario organizaría de manera personal. Esta
organización permite entonces obtener un conocimiento personal
de nuestra relación con el mundo que va más allá de lo que
originalmente proyectamos en él.
A pesar de la diversidad de los temas que se tratan en los
ensayos siguientes, tiene que haber una lógica interna en la forma
en que se seleccionaron, enfocaron y resolvieron. Si bien puede
que la búsqueda de conocimiento personal entrañe muchos rodeos,
incluso algunos callejones sin salida, la lucha para alcanzarlo debe­
ría reflejar la manera en que un individuo se siente empujado a
buscar el esclarecimiento de unos problemas en vez de otros, por­
que enfrentarse a tales asuntos parece tener un significado espe­
cial para él. Éste es el reflejo de una mente que trabaja en aque­
llas cuestiones que la afectan y que son como los peldaños que
le permitirán alcanzar una mejor integración de su persona.
LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES

Es difícil recordar hoy día, cuando se piensa en los campos


de concentración alemanes, que había varios tipos de campos,
cada uno para un fin determinado. El horror insondable de los
campos de muerte, con las cámaras de gas donde fueron asfixia­
das millones de personas, eclipsa el recuerdo de los demás cam­
pos y de los innumerables asesinatos que también en ellos se
cometieron. Según los cálculos más fidedignos, los alemanes die­
ron muerte a un número de judíos situado entre los cinco millo­
nes y medio y los seis millones, la mayoría de ellos en las cáma­
ras de gas de los campos de exterminio, además de a un vasto
número de polacos, gitanos y otros seres a los que los nazis con­
sideraban indeseables.1 Cuando los campos de muerte o exterminio
se organizaron en diciembre de 1941, las cámaras de gas todavía
no se habían utilizado, pero existían precursores: camiones en los
que se mataba a la gente con los gases de escape del motor. Para
entonces los campos de concentración ya tenían, como institución,
su propia y abominable historia.
Los primeros campos de concentración se instalaron inmedia­
tamente después de que los nazis subieran al poder en 1933.
Su finalidad todavía no era la de dar muerte a las personas
consideradas indeseables por los nazis, aunque bastantes de ellas

1. Existe una literatura considerable sobre este tema. Cabe citar dos libros
que dicen la verdad sobre el exterminio de los judíos europeos: Raúl Hilberg,
Tbe destruction of tbe European Jews, Quadrangle Books, Chicago, 1961, y Lucy
S. Dawidowicz, The wat against tbe Jews, 1933-1945, Holt, Rinehart and Winston,
Nueva York, 1975.
58 SOBKI V IV IR

fueron asesinadas de modo algo fortuito desde el principio, sino,


sobre todo, aterrorizar a los susceptibles de oponerse a los nazis
y también hacer que el terror al castigo cundiese entre el resto
de la población alemana. Los nazis esperaban obligar a todos los
alemanes a convertirse de buen grado en súbditos obedientes del
Tercer Reich. Así que desde el principio mantuvieron hasta cierto
punto la ficción de que los campos se emplearían para reeducar
a los que se oponían al régimen y destruir a los que se resistieran
a tal reeducación. Durante la guerra apareció un tercer grupo de
campos destinado a proporcionar a la industria alemana mano
de obra extremadamente barata, fácilmente sustituible, compues­
ta principalmente por trabajadores forzados extranjeros, a los
que apenas se pagaba.2
Es posible que debido al hecho de que mi experiencia en
campos de concentración se adelantó a la puesta en marcha de la
«solución final del problema judío», incluyendo el asesinato, pla­
neado cuidadosamente y ejecutado de modo sistemático, de todas
las personas de ascendencia judía, en mis escritos me he ocupado
principalmente del significado del fenómeno de los campos de
concentración y sus consecuencias en vez del de los campos de
exterminio, abominación increíblemente superior. Pero hubo otro
factor que contribuyó a esta elección.
De los tres tipos de campos, los de trabajos forzados presen­
tan los problemas menos interesantes, aunque ello no significa
que no fuesen terribles. No se diferenciaban demasiado de las
peores situaciones de trabajos forzados habidas en el transcurso

2. También cabe citar dos libros entre la abundante literatura sobre los cam
pos de concentración para los llamados «presos políticos»: Eugcn Kogon, 7'he
theory and practice of bell: the concentralion camps and the system bebind tbem,
Farrar, Straus, Nueva York, 1950, cuyo título original alemán, The S S State,
indica más exactamente su alcance, y mi obra The ¡nformed heart, The Free Press,
Nueva York, 1960. Las crónicas más completas de todos los campos de concen­
tración, incluyendo los de exterminio y los de trabajadores forzados, se encuentran
en International Military Tribunal, Trial of the major war crimináis before the
International Military Tribunal: Official Text, 42 vols., Nuremberg, 1947-1949.
Véase además O ffice of the United States Chief of Counsel for the Prosecution
of Axis Criminality, Nazi conspiracy and aggression, 11 vols., Washington, D . C.,
1946-1948. (Por cierto que ambas publicaciones incluyen mis declaraciones como
testigo.)
CAM POS D E CONCKNTKACIÓN Al.LMANl.S 59

de la historia. Dada la naturaleza totalitaria del estado nazi y el


poder despiadado y casi absoluto de las SS, las condiciones de
vida en los campos de trabajadores forzados eran aún peores que
las existentes en los presidios, ya que los reclusos de los campos
no gozaban siquiera de las pequeñas consideraciones humanas y
de la significativa protección de las leyes que son prerrogativas de
los delincuentes comunes. Sin embargo, a pesar de lo horrible de
la vida en tales campos, los problemas teóricos o psicológicos que
plantean no son nuevos ni singulares. Todo lo contrario sucede
con los campos de exterminio y con los de concentración instala­
dos por los nazis.
Los campos de exterminio se crearon con un solo propósito:
perpetrar la «solución final del problema judío», es decir, matar
de la forma más eficiente posible a todos los judíos a los que
se pudiera atrapar. La destrucción de los judíos, de los gitanos
— de éstos asesinaron a unos cien mil— y de algunos otros gru­
pos a los que también se consideraba racialmente inferiores y, por
lo tanto, peligrosos para la superioridad y pureza de la raza ale­
mana, fue la consecuencia de los delirios paranoicos característi­
cos de Hitler y que él contagió a sus seguidores, aunque esto no
hubiese llevado tan fácilmente al exterminio de millones de seres
de no haber recibido apoyo de prejuicios, discriminación y odio
seculares, y si los partidarios de Hitler no hubiesen hecho suyo
el delirio de su caudillo, que las masas expresaban de varias ma­
neras, entre ellas repitiendo a coro la consigna « ¡Despierta, Ale­
mania! ¡Extermina a los judíos!» ( Deutscbland ertuache! Juda
verrecke!). En todo caso, por terrible que fuera el hecho de que
los que eran propensos a forjar fantasías sobre una raza aria pura
gozasen de poder absoluto para llevarlas a la práctica extermi­
nando a millones de víctimas infelices en gran parte de Europa,
soy lo bastante optimista como para creer en que es poco proba­
ble que alguna vez una parecida concatenación de circunstancias
produzca un delirio que culmine también con el aniquilamiento
de millones de personas.
Menos optimista me siento ante la posible utilización de los
campos de concentración como medio para implantar el control
total en una sociedad de masas en vista de que unos sistemas
60 S O B REVIVIR

muy parecidos de campos de concentración fueron creados espon­


táneamente, con el mismo propósito, por dos sociedades de ma­
sas y totalitarias que, por lo demás, resultaban radicalmente dis­
tintas: la Rusia leninista y stalinista, y la Alemania hitleriana.
En ambos países estas instituciones fueron administradas, siguien­
do líneas muy parecidas, por una policía secreta. ?
Aunque a veces los campos de concentración estaban ubicados
en el mismo sitio que los de exterminio, y aunque proporciona­
ban trabajadores forzados (incluyendo judíos) a las SS, su objetivo
consistía en aterrorizar y, valiéndose de la angustia creada de esta
forma, permitir que el estado controlase todos los actos y pensa­
mientos de sus súbitos. El método concreto que se empleaba para
convertir el campo de concentración en un instrumento para con­
trolar a toda la población era este terror envuelto en el secreto,
el cual aumenta inmensamente su capacidad para crear una
angustia paralizante. Así, la existencia de campos de concentra­
ción donde se castigaba severamente a los que se oponían al
régimen era objeto de amplia y frecuente publicidad, pero lo que
ocurría en los campos sólo se sugería mediante insinuaciones des­
tinadas a crear miedo. (En el caso de los campos de exterminio
se hizo todo lo contrario: se efectuaron intentos más serios, aun­
que en su mayoría infructuosos, de mantener el secreto sobre su
existencia y propósito.)
Cuando antes de la guerra se encerró en los campos de con­
centración a gran número de judíos, la medida pretendía aterro­
rizar a sus congéneres y conseguir que emigrasen inmediatamente
dejando todos sus bienes en Alemania — cosa que hicieron casi
todos los que poseían la capacidad psicológica para dejarlo todo
atrás e iniciar una nueva vida en tierra extranjera y fuerza para
gestionar su salida del país o inducir a otros a ayudarles a hacer­
lo— , aunque en muchos casos los únicos lugares dispuestos a
aceptarles eran los que ellos no habrían escogido en el supuesto
de que se les hubiera permitido.3 El elevado número de judíos

3. Durante diversos períodos fue posible entrar en algunos países centroame


ricanos, al menos para permanecer en ellos un tiempo, y hasta el comienzo de la
guerra resultaba bastante fácil irse a Shanghai, aunque los recién llegados que no
tenían dinero encontraban dificultades para ganarse la vida allí.
CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES 61

que abandonaron Alemania después de que ellos, sus parientes o


sus amigos hubiesen estado presos en campos de concentración
ilustra una vez más la eficacia de este tipo de campo como ins­
trumento de control total, no sólo sobre los prisioneros sino
sobre el resto de la población. El terror de los campos de concen­
tración como medio de alterar el comportamiento y con él las
actitudes e incluso la personalidad es un potencial inherente a una
sociedad de masas, totalitaria y orientada hacia la tecnología cuan­
do sus tendencias antihumanísticas dejan de estar moderadas por
escrúpulos morales o religiosos.
El egoísmo exige que cada persona trate de reducir su angus­
tia tanto como le sea posible y la mejor forma de conseguirlo
es, en una sociedad de masas, convertirse en súbdito gustoso y
obediente del estado, lo cual significa cumplir por propia inicia­
tiva las indicaciones del estado. Justamente porque este método
de control a través del terror y el secreto resultó tan eficaz en la
Alemania nazi existe el peligro de que pueda- utilizarse nueva­
mente^
He dedicado un libro a tratar de este peligro inherente al
estado totalitario (The informed beart). Su subtítulo, «Autonomy
in a mass age» (La autonomía en una era de masas), sugiere lo
que, a mi juicio, constituye el antídoto para semejante peligro.
Dado que esta problemática la traté extensamente en el citado
libro, aunque de manera algo distinta, he dudado sobre si debía
incluir «Comportamiento del individuo y de la masa en situacio­
nes límite», seguido de otros artículos que, directa o indirecta­
mente, se ocupaban de temas relacionados.
Su inclusión queda justificada porque me pareció de cierto
interés revisar los intentos anteriores de comprender los propósi­
tos psicológicos y el impacto general de este método moderno de
coacción total que, abarcando tanto el cuerpo como el alma, indu­
ce u obliga al individuo a modificar aspectos de su personalidad
para adaptarse a la voluntad del estado totalitario.
Por consiguiente, exceptuando algunos cambios de poca impor­
tancia, el ensayo titulado «Comportamiento del individuo y de la
masa en situaciones límite» se reproduce aquí en su forma ori­
ginal. Se han conservado cosas que ahora me parecen torpes
62 SO B REVIVIR

intentos de plantear las cuestiones objetivamente porque los mis­


mos reflejan tanto el deseo de convencer a mi público original
de que lo que escribí no eran las efusiones deformadas de una
persona dominada por las reacciones emocionales ante su expe­
riencia — cosa de la que se me había acusado— como el propósito
de distanciarme de dicha experiencia y dominarla.
L a objetividad forzada de la dicción también se conserva por­
que fue una expresión de un primer intento de perlaboración e
integración a través del distanciamiento y de la comprensión inte­
lectual; en una palabra, de tratar de dejar atrás una experiencia
difícil sin haberla incorporado realmente a mi vida y a mi perso­
nalidad con todas sus consecuencias y significados. Ahora me
parece ver que albergaba la esperanza inconsciente de que, una
vez afrontada mi experiencia de esta forma intelectual, podría
seguir mi «vida como antes».
No resultó de esta manera. Hacía solamente dos años de la
publicación del ensayo cuando volví a escribir sobre los campos
de concentración alemanes — y desde entonces lo he hecho en
repetidas ocasiones— para un público mucho más amplio, en un
artículo destinado a unos volúmenes especiales de la Encyclopae-
dia Britannica. Algunos de los hechos presentados en aquel artícu­
lo se reimprimen a continuación, ya que pueden servir como telón
de fondo para los análisis psicológicos de los trabajos que vienen
a continuación.

A lg u n o s hechos a c er c a
DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES

Hasta 1933 ningún gobierno, exceptuando la Rusia stalinista,


había utilizado deliberadamente los campos de concentración para
intimidar a sus propios súbditos. Por consiguiente, el gobierno
nacionalsocialista de Alemania fue el primer régimen occidental
que se valió de ellos como instrumento poderoso para establecer
su control y asegurar su permanencia en el poder. Toda vez que
los campos eran un invento del nuevo régimen, su organización
no se vio obstaculizada por ninguna reglamentación heredada de
CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES 63

la República de Weimar. Además, los campos se hallaban total­


mente controlados por la policía secreta del estado, libres de la
interferencia de otras instituciones gubernamentales como, por
ejemplo, los tribunales, que tal vez habrían ejercido una influen­
cia mitigadora.
La historia de los campos como instituciones centrales del
gobierno siguió muy de cerca la del estado nacionalsocialista y los
cambios que en ellos se registraban eran reflejo de los que expe­
rimentaba la propia dictadura. Siempre que el régimen se sentía
amenazado, utilizaba con mayor saña y frecuencia los instrumen­
tos destinados a salvaguardarlo. A medida que el régimen fue
cuajando y abarcando todos los aspectos de la vida alemana, tam­
bién los campos de concentración aumentaron de tamaño y pro­
pósito y fueron utilizados con fines no previstos al ser creados.
Con el paso del tiempo los campos de concentración quedaron
anticuados, incapaces de cumplir los diversos objetivos señalados,
por lo que se crearon nuevos tipos. Al decaer el régimen los cam­
pos reflejaron la desintegración y el caos de un gobierno que ya
no era capaz de controlar siquiera sus principales instituciones
de poder.
Cuando menos tres factores se combinaron para influir en la
historia del campo de concentración: la historia del propio régi­
men y las diversas necesidades que intentó satisfacer por medio
de los campos de concentración; el desarrollo independiente de
los campos de concentración como instituciones; y, finalmente,
las acciones contrarias por parte de los prisioneros de los campos.
Desde el punto de vista legal, la creación de los campos de
concentración se basó indirectamente en la constitución alemana,
que en su artículo 48, párrafo 2, daba al presidente amplios pode­
res de excepción. Paul von Hindenburg se amparó en ellos en
1933 para promulgar una ley que permitía la custodia preventiva
{Schutzbaft) con el fin de proteger la seguridad del estado.
El 12 de abril de 1934 un edicto del Ministerio del Interior
introdujo las bases legales para la creación de los campos en las
reglas que gobernaban la custodia preventiva. Decretó también
que las personas internadas en campos de concentración quedaban
bajo la jurisdicción de la Gestapo y que su puesta en libertad
64 SO B REVIVIR

tendría efecto a discreción de la misma. Más adelante los tribu­


nales dictaminaron que los prisioneros de aquella clase no podían
recurrir a los tribunales.
La administración de la ley para la protección del pueblo y
del estado se confió a la policía secreta del estado, Geheime Staats
Polizei, nombre que se abrevió utilizando las primeras letras de
cada palabra y se convirtió en Gestapo. La Gestapo nunca justi­
ficaba sus actividades ante el público, no indicaba el motivo de
las detenciones en ningún caso ni la duración de las mismas; y ni
siquiera informaba a los familiares del detenido sobre si éste
seguía con vida. Todo ello tenía por objeto incrementar el terror
por medio del secreto y la incertidumbre. Reclutaba sus efectivos
entre los hitlerianos más fanáticos y dignos de confianza: las SS.
Más adelante, al ampliarse las SS, se crearon formaciones de élite
cuyos oficiales administraban y gobernaban los campos de concen­
tración mientras los soldados servían en calidad de guardianes.
Estos soldados, especialmente seleccionados y adiestrados, de la
policía secreta del estado (Schutz Staffeln, de ahí las siglas SS)
ostentaban como distintivo una calavera y por esto se les llamaba
las unidades de la calavera (Totenkopf). El distintivo simbolizaba
tanto su inhumanidad como su compromiso de matar y morir sin
titubear por el Reich.
Al principio sólo internaban en los campos a los enemigos
políticos del régimen y, entre éstos, únicamente a los que no se
podía juzgar con éxito ante los tribunales de justicia. Pero pronto
incluyeron a otros, cuando el gobierno no creía conveniente dar
a conocer su encarcelamiento o los motivos del mismo.
Tan pronto como el partido nazi se encontró bien atrinche­
rado en el poder la situación cambió, porque entonces los ex-opo-
nentes izquierdistas del gobierno dejaron de ser sus más peligrosos
enemigos. En 1934 los elementos radicales del nazismo, incluyen­
do a los seguidores de Ernst Roehm, se convirtieron en los prime­
ros miembros del partido que eran internados en los campos de
concentración que algunos de ellos habían ayudado a crear.
El siguiente grupo al que se consideró peligroso fue el que
formaban aquellos que se oponían a lo que a la sazón constituía
la tarea principal del partido: prepararse para la guerra. Así,
CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES 65

pues, se envió a los campos de concentración a pacifistas, objeto-


res de conciencia y a las personas tachadas de «holgazanes».
La ideología basada en la superioridad de la raza alemana,
que pasó a ser uno de los conceptos centrales del partido, pronto
se reflejó en la constitución de los campos. Las personas de raza
no aria que tuvieran relaciones sexuales con miembros de la «raza»
alemana eran acusados ante los tribunales o enviados a los campos
de concentración. Más adelante, cuando el partido decidió proce­
der contra ellos, se añadió a los prisioneros homosexuales, ya que
todas esas personas habían cometido delitos raciales y se las con­
sideraba contaminadora de la raza.
Para el régimen la defección y la desobediencia dentro de las
SS y en el seno del partido resultaban aún más peligrosas que la
oposición ajena al mismo. Por lo tanto, los campos de concen­
tración entraron en funcionamiento contra tales miembros del
partido.
A principios de 1938 no llegaban a 30.000 los prisioneros de
los campos de concentración alemanes. A la sazón los dos cam­
pos principales eran el de Dachau, cerca de Munich, donde había
unos 6.000 prisioneros, y el de Sachsenhausen, cerca de Berlín,
con unos 8.000 reclusos. Poco tiempo antes se les había añadido
el campo de Buchenwald, cerca de Weimar, en el cual había a la
sazón unos 2.000 reclusos. Había también varios campos peque­
ños, uno de ellos, el de Ravensbrück, para mujeres. Es probable
que en las cárceles normales hubiese también un número igual­
mente elevado de presos políticos que recibían un trato mucho
mejor, más o menos el que se da a los presos en las cárceles
del resto del mundo.
Hasta 1938 la mayoría de los prisioneros de los campos de
concentración la constituían oponentes políticos de los nazis. El
resto consistía en varios centenares de personas acusadas de «hol­
gazanería»; varios centenares de objetores de conciencia, la mayo­
ría de ellos testigos de Jehová; menos de 500 prisioneros judíos,
muchos de ellos «contaminadores de la raza»; unos cuantos
delincuentes calificados de incorregibles; y un grupo variopinto
de menos de 100 personas entre las que había ex-soldados de la
Legión Extranjera francesa que habían vuelto a Alemania y eran
66 SO B REVIVIR

considerados unos traidores por haber servido a una potencia


extranjera.
A los pocos meses de la anexión de Austria, en la primavera
de 1938, la población del campo de Dachau, por ejemplo, aumen­
tó de menos de 6.000 reclusos a más de 9.000. En total, durante
1938 se sumaron alrededor de 60.000 prisioneros a la población
de los campos. A partir de 1939 el número de reclusos de los
campos de concentración creció ininterrumpidamente a un ritmo
cada vez mayor. Más y más judíos eran encerrados en los campos
para obligar a todos ellos a salir de Alemania. En lo que consti­
tuyó un obvio preparativo para la guerra, la Gestapo intentó
encarcelar o intimidar a todos los alemanes susceptibles de opo­
nerse a la contienda u obstaculizar el esfuerzo bélico. A partir de
entonces cambió el carácter de la población reclusa de los cam­
pos: el número de presos judíos, antisociales y criminales aumen­
tó a ritmo muy superior al de presos políticos.
Las ideas raciales y eugenésicas del nacionalsocialismo ya ejer­
cían su influencia en los campos en 1937. A la sazón se esteriliza­
ba a unos cuantos prisioneros, en su mayoría los denominados
delincuentes sexuales (homosexuales, violadores, judíos que habían
tenido relaciones sexuales con mujeres no judías sin estar casados
con ellas). Más adelante, a partir de 1940, se empezó a dar muer­
te a los prisioneros a quienes se consideraba enfermos incurables
o locos. Después se puso en práctica en los campos la política
encaminada a mejorar la raza por medio del exterminio de aque­
llas personas a las que se tenía por portadoras de genes indesea­
bles. Si bien todos estos tipos de exterminio fueron el resultado
de dogmas raciales, la utilización de los campos de muerte a gran
escala es probable que no estuviera prevista cuando tales doctri­
nas se formularon por primera vez.
El primer «problema» racial que se atacó a gran escala fue el
de los judíos, culminando con los grandes pogroms del otoño de
1938 y la deportación de decenas de millares de judíos a los
campos de concentración que existían entonces. Durante la guerra
se extendieron a un mismo tiempo el deseo de poner en práctica
la política racial y el temor a que en las ciudades alemanas vivie­
sen judíos. Por consiguiente, primero se les obligó a vivir en
CAMPOS DE CONCENTRACIÓN ALEMANES 67

ghettos o juderías y más tarde se les envió a los campos, princi­


palmente a los de exterminio instalados en lo que antes era Po­
lonia.
Desde el principio de la guerra en septiembre de 1939 se puso
en marcha una política de exterminio dirigida principalmente con­
tra los judíos como «enemigos del pueblo alemán», los gitanos
como portadores de genes especialmente indeseables y la élite
polaca y rusa susceptible de amenazar la hegemonía alemana en
las tierras conquistadas. Los instrumentos de muerte que se utili­
zaban en los campos consistían en una alimentación y un aloja­
miento insuficientes, trabajos forzados agotadores, falta de aten­
ción médica, etcétera. Sin embargo, durante los primeros años de
la contienda, el asesinato propiamente dicho, aunque frecuente,
era en parte selectivo y en parte poco sistemático.
El último paso se dio con la creación de los campos de exter­
minio. Los experimentos con la cámara de gas se habían iniciado
en el campo de Oswiecim (Auschwitz), cerca de Cracovia. El ex­
terminio se hallaba en plena marcha en julio de 1942; quedó inte­
rrumpido definitivamente en septiembre de 1944 por orden de
Berlín, que de esta manera confiaba obtener unas condiciones
de paz más favorables. Nadie sabe cuántas personas habían muer­
to en los campos para entonces. Las cifras oscilan entre once mi­
llones (la más baja de las estimaciones razonables según fuentes
oficiales de la Alemania oriental) y más de dieciocho millones.
Según los cálculos más dignos de confianza, entre cinco millones
y medio y seis millones de estas víctimas eran judíos. Aparte de
los campos de exterminio, en los que murió prácticamente todo
el mundo, la estimación más fidedigna es que desde 1933 hasta
1945 un total de 1.600.000 personas fueron enviadas a los demás
campos de concentración: de tilas murieron por lo menos
1.180.000. En el mejor de los casos los supervivientes de los dis­
tintos campos fueron 530.000, aunque muchos de ellos murieron
después de su liberación a causa de lo que les había ocurrido
durante su estancia en los campos.4

4. Dado que los campos de exterminio y la mayoría de los de concentración


se hallaban en Polonia o en lo que es ahora la Alemania oriental, y debido a que
allí se encuentran la mayoría de los archivos que no resultaron destruidos, las
68 SO B REVIVIR

Cada uno de los campos de concentración tiene su propia his­


toria, en la que hay períodos mejores y peores, según se diera
importancia a tal o cual de los muchos fines con que los campos
fueron creados y utilizados por la Gestapo. Así, por ejemplo, en
1938 las condiciones de vida en Dachau era típicas de los campos
de concentración que existían entonces. Desde su fundación a fina­
les de 1937 hasta 1939 Buchenwald fue el peor de todos los
campos. Pero desde 1942 hasta su desintegración total en el
período 1944-1945 (debido a los bombardeos aliados), Buchen­
wald fue uno de los mejores, como también lo fue Dachau a
partir de 1943 más o menos. En general, los campos de concen­
tración situados en la Alemania propiamente dicha y en Checos­
lovaquia (en Theresienstadt [Therezín], por ejemplo) fueron los
más soportables durante las últimas etapas de la guerra, mientras
que las peores condiciones fueron las reinantes en los campos ins­
talados en territorio polaco ocupado.

fuentes germano-orientales parecen más dignas de crédito. Como he dicho antes,


según tales fuentes, el número más bajo de presos asesinados en los dos tipos de
campos es de once millones. Meyers Neues, Leipzig: Bibliographisches Institut,
1974. Según fuentes germano-occidentales, si bien había 60.000 prisioneros en los
campos de concentración a finales de 1938 y 100.000 en 1942, su número había
aumentado a 715.000 en 1945, fecha en que 40.000 hombres de las SS se encar­
gaban del gobierno de los diversos campos. En 1945 había alrededor de veinte
campos de concentración y unos 165 campos de trabajadores forzados relacionados
o no con aquéllos. Auschwitz reunía los tres tipos de campo en uno solo: de
exterminio, de concentración y de trabajadores forzados. A sí, pues, podría resultar
interesante que, según el comandante de dicho campo, desde su inauguración hasta
el 1 de diciembre de 1943 (es decir, mucho antes de que lo abandonasen), dos
millones y medio de personas fueran asesinadas allí, principalmente en las cámaras
de gas, mientras que otro medio millón murió de hambre, agotamiento o enfer­
medad. (Meyers Enzyklopiidisches Lexikon, 1975.) Las cifras alemanas se aproximan
a las francesas, toda vez que, según la Ettcyclopedia Universalis (París, 1968), por
lo menos doce millones de personas murieron en los campos de concentración y
exterminio. Según la Encyclopaedia Britannica (197415), «se calcula que en todos
los campos de Alemania y territorios ocupados entre dieciocho y veintiséis millones
de personas — prisioneros de guerra, presos políticos y ciudadanos de los países
ocupados e invadidos— murieron de hambre, frío, peste, tortura, experimentos
médicos y otros métodos de exterminio tales como las cámaras de gas».
COMPORTAMIENTO DEL INDIVIDUO
Y DE LA MASA EN SITUACIONES LÍMITES

El autor pasó aproximadamente un año, durante el período


1938-1939, en Dachau y Buchenwald, que a la sazón eran los
mayores campos de concentración alemanes para presos políticos.
Durante su estancia en ellos hizo unas observaciones parte de las
cuales se presentan aquí. El presente trabajo no tiene por fin con­
tar una vez más los horrores del campo de concentración alemán
para prisioneros políticos, sino explorar ciertos aspectos del im­
pacto psicológico trascendental que los campos de concentración
tuvieron directamente sobre sus reclusos e indirectamente sobre
la población sometida a la dominación nazi.
Se da por supuesto que el lector está más o menos enterado
del hecho, pero es necesario reiterar que a los presos se les tortu­
raba deliberadamente.1 Iban vestidos de modo insuficiente, pero,
a pesar de ello, se hallaban expuestos al calor, a la lluvia y a tem­
peraturas glaciales durante diecisiete horas cada día, siete días a
la semana. Padecían una desnutrición extrema, pero se les obliga­
ba a llevar a cabo trabajos forzados.2 Cada instante de su vida
era regulado y supervisado estrictamente. Jamás se les permitía
recibir visitas ni entrevistarse con algún ministro de su religión.

1. Para el primer informe oficial sobre la vida en estos campos, véase Papers
concerning the treatment of Germán nationals in Germany, H is Majesty’s Stationery
Office, Londres, 1939.
2. L a comida que los presos recibían cada día representaba aproximadamente
1.800 calorías, mientras que la media de calorías que exigía el trabajo que hacían
oscilaba entre las 3.000 y las 3.300. (Más adelante, durante los años de guerra,
las raciones fueron mucho más reducidas que en 1938-1939.)
70 SOBREVIVIR

Apenas se les prestaba atención médica y, en los raros casos en


que la recibían, pocas veces la administraban personas con cono­
cimientos de medicina.3 Los prisioneros no sabían exactamente
por qué les habían encerrado y en ningún caso se les informaba
de la duración de su encierro. En vista de todo ello, se compren­
derá por qué el autor considera que los prisioneros eran personas
que se encontraban en una situación «extrema».
— Los informes sobre los actos de terror perpetrados en los
campos despiertan emociones fuertes y justificadas en las perso­
nas civilizadas, emociones que a veces les impiden comprender
que, en lo que respecta a la Gestapo, el terror no era más que
el medio para conseguir determinados fines. Al utilizar medios
extravagantes que absorben plenamente el interés del investiga­
dor, la Gestapo conseguía a menudo ocultar su verdadero propó­
sito. Una de las razones por las que esto ocurre con tanta frecuen­
cia en relación con los campos de concentración es que Jas perso­
nas más informadas y capacitadas para hablar de ellos son ex-cau-
tivos que, como es lógico, sienten mayor interés por lo que les
sucedió que por las causas de ello.
Si se desea comprender los propósitos de la Gestapo, así
como los fines de que se valía para conseguirlos, es una equivo­
cación dar una importancia exagerada a lo que les ocurrió a
determinadas personas. Según la conocida ideología del estado
nazi, el individuo como tal no existía o carecía de importancia.
Así, pues, al investigar los propósitos de los campos de concen­
tración conviene poner de relieve, no los actos de terror indivi­
duales, sino los resultados cumulativos del trato dado a los
prisioneros.
Cabe decir que por medio de los campos de concentración la
Gestapo intentaba obtener diversos resultados, entre los cuales
el autor consiguió desentrañar los siguientes, que son distintos
pero están íntimamente relacionados: acabar con los prisioneros
como individuos y transformarlos en masas dóciles de las que

3. Las operaciones quirúrgicas, por ejemplo, las practicaba un ex-impresor.


Entre los presos había muchos médicos, pero a ningún prisionero se le permitía
ejercer en el campo su profesión habitual, ya que ello no hubiese entrañado ningún
castigo.
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 71

no pudiera surgir ningún acto individual o colectivo de resisten­


cia; extender el terror entre el resto de la población utilizando
a los presos como rehenes para que los demás se portasen bien
y demostrando lo que les ocurría a quienes se oponían a los diri­
gentes nazis; proporcionar a los miembros de la Gestapo un
campo de entrenamiento en el que se les enseñaba a prescindir
de todas las emociones y actitudes humanas y en el que apren­
dían los procedimientos más eficaces para quebrantar la resisten­
cia de una población civil indefensa; proporcionar a la Gestapo
un laboratorio experimental para el estudio de medios eficaces
para quebrantar la resistencia civil, así como el mínimo de requi­
sitos nutritivos, higiénicos y médicos necesarios para que los
presos siguieran vivos y pudieran realizar trabajos forzados cuan­
do la amenaza de un castigo constituye el único incentivo, así
como la influencia que ejerce sobre el rendimiento el hecho de
que no se conceda tiempo a nada salvo a los trabajos forzados
y el hecho de que se separe a los prisioneros de sus familias.
En el presente trabajo se procurará abordar adecuadamente
cuando menos uno de los aspectos de los objetivos de la Gestapo
citados anteriormente: el campo de concentración como medio
para producir cambios en los prisioneros que les hicieran súbditos
más útiles del estado nazi.
- Los cambios se producían exponiendo a los prisioneros a
situaciones límite creadas especialmente para tal fin. Estas circuns­
tancias obligaban a los prisioneros a adaptarse por completo y
con la mayor rapidez. La adaptación producía tipos interesantes
de comportamiento privado, individual y colectivo o de masas.
Llamaremos «privado» al comportamiento cuyo origen se
hallaba en gran parte en la formación y personalidad del indivi­
duo más que en las experiencias a que la Gestapo le sometía,
aunque dichas experiencias influían en el comportamiento priva­
do. Denominaremos comportamiento «individual» a aquel que,
si bien se observó en individuos más o menos independientes
entre sí, fue a todas luces el resultado de experiencias comparti­
das por todos los prisioneros.
Llamaremos comportamiento «colectivo» o «de masas» a los
fenómenos que podían observarse solamente en un grupo de pri-
72 SO B R E V IV IR

sioneros cuando éstos funcionaban como una masa más o menos


unificada. Aunque a veces se producían coincidencias entre estos
tres tipos de comportamiento y parece difícil distinguir claramen­
te entre ellos, es preciso atenerse a estas diferenciaciones. En el
presente ensayo nos ocuparemos principalmente del comporta­
miento individual y de masas, como su título indica. Solamente
se mencionará un ejemplo de comportamiento privado en las
páginas siguientes.
Al analizar el desarrollo de los prisioneros desde el momento
de su primera experiencia con la Gestapo hasta el momento
en que quedaba prácticamente concluido su proceso de adapta­
ción al campo, cabe observar distintas fases. La primera de éstas
giraba en torno a la conmoción inicial de verse encarcelado ilegal­
mente. Los principales acontecimientos de la segunda etapa era
el transporte basta el campo y las primeras experiencias en él.
La siguiente fase se caracterizaba por un lento proceso de cambio
en la personalidad del prisionero. Se desarrollaba paso a paso
pero continuamente en forma de adaptación a la situación del
campo.
Durante el citado proceso resultaba difícil percatarse del im­
pacto de lo que ocurría. Una manera de que resultase más obvio
consistía en comparar a dos grupos de prisioneros, uno en el que
el proceso acabase de empezar, los «nuevos», y otro en el que el
proceso ya estuviera muy avanzado. Este segundo grupo lo for­
maban los prisioneros «veteranos». La fase final se alcanzaba
cuando el preso se había adaptado a la vida en el campo. Esta
última fase parecía caracterizarse, entre otros rasgos, por una
actitud y una valoración decididamente distintas con respecto a
la Gestapo.

Un e j e m p l o d e c o m p o r t a m i e n t o p r iv a d o

Antes de pasar a tratar las distintas etapas del desarrollo del


prisionero convendría hacer unos comentarios sobre el por qué
y el cómo se hicieron las observaciones presentadas en este
artículo. A estas alturas parece fácil decir que las observaciones
INDIVIDUO Y MASA I.N SITUACIONES LÍMITE 73

se hicieron por su gran interés sociológico y psicológico y porque


contienen datos que, al menos que yo sepa, raramente se han
hecho públicos de manera científica. Pero aceptar esto como res­
puesta a «¿por qué?» constituiría un ejemplo flagrante de logifi-
catio post evetttum.
La formación académica del autor y sus inquietudes psicoló­
gicas fueron de utilidad para hacer observaciones y llevar a cabo
la investigación; pero el autor no estudió su comportamiento, y
el de sus compañeros de cautiverio, como aportación a la investi­
gación científica pura. Al contrario, el estudio de estos comporta­
mientos fue un mecanismo ad boc creado por él mismo para pro­
porcionarse cuando menos una inquietud intelectual que le hicie­
ra más fácil soportar la vida en el campo. Así, pues, sus observa­
ciones y los datos reunidos deben considerarse un tipo especial
de defensa creado en una situación extrema. Fue un comporta­
miento creado individualmente, no impuesto por la Gestapo, y
basado en los orígenes, formación e inquietudes de este preso
concreto. Fue creado para proteger a este individuo de la desinte­
gración de su personalidad. Es, por consiguiente, un ejemplo
característico de comportamiento privado. Estos comportamien­
tos privados parecen seguir siempre el sendero donde encuentren
menor resistencia; es decir, siguen de cerca las inquietudes del
individuo en su vida anterior.
Dado que es el único ejemplo de comportamiento privado que
se presenta en este ensayo, podría resultar interesante decir algu­
nas palabras sobre el por qué y el cómo fue creado. Por haberlo
estudiado, el autor conocía el cuadro patológico propio de ciertos
tipos de comportamiento anormal. Durante los primeros días de
prisión, y especialmente durante los primeros días en los cam­
pos, se dio cuenta de que se comportaba de forma distinta a la
acostumbrada. Al principio racionalizó que tales cambios de com­
portamiento eran sólo fenómenos superficiales, el resultado lógi­
co de su peculiar situación. Pero no tardó en darse cuenta de
que la escisión de su persona en dos, una que observaba y otra
a la que le ocurrían cosas, no podía calificarse de normal, sino
que era un típico fenómeno psicopatológico. Así que se pregun­
tó: «¿Me estoy volviendo loco o ya me he vuelto?».
74 SO B REVIVIR

Evidentemente, encontrar respuesta a esta pregunta apre­


miante era de mayor importancia. Además, el autor veía que
sus compañeros de cautiverio actuaban de forma rarísima, aun­
que tenía todos los motivos para creer que también ellos eran
personas normales antes de que los encerrasen. Parecían haberse
convertido de pronto en embusteros patológicos, incapaces de
contener sus estallidos emocionales, fuesen de ira o de desespera­
ción, incapaces de llevar a cabo valoraciones objetivas, etcétera.
A causa de ello se le planteó otra pregunta: «¿Q ué puedo hacer
para no volverme como ellos?».
La respuesta a ambas preguntas era comparativamente senci­
lla: averiguar qué había sucedido, en ellos y en mí. Si yo no
cambiaba más que todas las otras personas normales, entonces
lo que sucedía en mí y a mí era un proceso de adaptación y no
un brote de locura. Así que decidí averiguar qué cambios habían
ocurrido y estaban ocurriendo en los prisioneros. Al hacerlo me
di cuenta súbitamente de que había dado con la solución de mi
segundo problema: ocupándome de problemas interesantes duran­
te mis ratos libres, hablando con mis compañeros de encierro
con un propósito concreto, reflexionando sobre mis averiguacio­
nes durante las horas sin fin en que me obligaban a realizar una
labor agotadora que no requería ninguna concentración mental,
conseguí matar el rato de una manera que parecía constructiva.
Al principio me pareció que olvidar durante un rato que estaba
en el campo era la mayor ventaja de tal ocupación. Con el paso
del tiempo el aumento del respeto a mí mismo por ser capaz de
seguir haciendo un trabajo con sentido a pesar de los esfuerzos
de la Gestapo para evitarlo se hizo aún más importante que ma­
tar el rato.
No fue posible hacer anotaciones, ya que carecía de tiempo,
no había donde guardarlas ni manera de sacarlas del campo. La
única forma de vencer esta dificultad consistía en hacer todos los
esfuerzos posibles por recordar lo que ocurría. En este sentido
el autor se vio obstaculizado por la desnutrición extrema, que
perjudicó su memoria y a veces le hizo dudar de que consiguiera
recordar lo que recogía y estudiaba. Intentó concentrarse en los
fenómenos característicos y sobresalientes, repitiéndose una y
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 75

otra vez sus averiguaciones (tenía tiempo de sobras y de todos


modos iban a matarle) y repasando todas sus observaciones mien­
tras trabajaba con el fin de grabárselas en la memoria. El método
dio resultado, ya que al mejorar su salud después de su salida
del campo y de Alemania recordó muchas cosas que creía haber
olvidado.
Los prisioneros se mostraban dispuestos a hablar sobre sí
mismos porque el hecho de que alguien se interesase por ellos y
por sus problemas acrecentaba su autoestima. Hablar durante el
trabajo estaba prohibido, pero, dado que prácticamente todo esta­
ba prohibido y se castigaba muy severamente, y en vista de que,
debido a la arbitrariedad de los guardianes, los presos que
obedecían las reglas no lo pasaban mejor que los que las transgre­
dían, los presos quebrantaban todas las reglas siempre que les
era posible hacerlo impunemente. Cada uno de los reclusos tenía
que hacer frente al problema de cómo soportar la obligación de
realizar tareas estúpidas durante doce o dieciocho horas diarias.
Una forma de encontrar alivio era conversar, cuando los vigilan­
tes no podían impedirlo. A primera hora de la mañana y al caer
la noche los guardianes no podían ver si los presos estaban hablan­
do. Esto les proporcionaba al menos dos horas diarias de conver­
sación mientras trabajaban. Tenían permiso para hablar durante
la breve pausa del almuerzo y cuando se encontraban en los
barracones, ya de noche. Aunque al mayor parte de este tiempo
la tenían que pasar durmiendo, generalmente les quedaba una
hora para conversar.
Con frecuencia los presos eran trasladados de un grupo de
trabajo a otro, y muy a menudo les hacían cambiar de barracón
para pasar la noche, ya que la Gestapo quería evitar que llegasen
a conocerse demasiado íntimamente. A causa de ello, cada preso
establecía contacto con muchos otros. El autor trabajó en veinte
grupos distintos cuando menos, cada uno de ellos integrado por
un número de presos que iba de veinte o treinta a varios cente­
nares. Durmió en cinco barracones distintos, en cada uno de los
cuales vivían de 200 a 300 presos. De esta manera llegó a cono­
cer personalmente a un mínimo de 600 prisioneros en Dachau
76 SO B REVIVIR

(de los 6.000 que aproximadamente había allí) y de 900 en


Buchenwald (donde habría unos 8.000).
Si bien en un barracón determinado vivían solamente presos
de la misma categoría, las categorías se mezclaban a la hora de
trabajar, por lo que el autor pudo establecer contacto con todas
ellas. Las principales, enumeradas en orden a su importancia y
empezando por la mayor, eran las siguientes:. presos políticos, la
mayoría de ellos ex-socialdemócratas y comunistas alemanes, aun­
que también había ex-miembros de formaciones nazis como los
seguidores de Roehm que seguían con vida; personas supuesta­
mente «holgazanas», es decir, personas que no accedían a trabajar
allí donde el gobierno quería que lo hiciesen, o que habían cam­
biado de lugar de trabajo para ganar más, o que se habían que­
jado de que los salarios eran bajos, etcétera; ex-miembros de la
Legión Extranjera francesa, y espías; testigos de Jehová (Bibel-
forscher) y otros objetores de conciencia; prisioneros judíos, ya
fuese por el simple hecho de serlo o porque, además, habían lleva­
do a cabo actividades políticas contra los nazis (a este segundo
grupo pertenecía el autor), o por cometer delitos de índole
racial; delincuentes; homosexuales y otros grupos minoritarios,
por ejemplo, personas sobre las cuales los nazis ejercían presión
para sacarles dinero; e individuos de quienes quería vengarse
algún jefazo nazi.
Después de hablar con miembros de todos los grupos y obte­
ner con ello una amplia gama de observaciones, el autor procuró
corroborar sus averiguaciones comparándolas con las de otros
prisioneros. Por desgracia, sólo encontró dos de ellos con la pre­
paración y el interés suficientes para participar en la investigación.
Aunque el problema parecía interesarles menos que al autor, los
dos presos en cuestión hablaron con varios centenares de reclu­
sos cada uno. Cada mañana, durante la cuenta de prisioneros y
mientras esperaban la asignación a algún grupo de trabajo, inter­
cambiaban información y debatían teorías. Éstos debates resulta­
ron de gran utilidad para rectificar los errores debidos a ver las
cosas desde un solo punto de vista.4

4. Uno de los participantes era Alfred Fischer, doctor en medicina, quien,


INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 77

A su llegada a los Estados Unidos, inmediatamente después


de salir del campo de concentración, el autor procedió a escribir
sus recuerdos, pero tardó cerca de tres años en decidirse a inter­
pretarlos, ya que temía que la indignación ante el trato recibido
pusiera en peligro su objetividad. Transcurrido dicho período,
cuando ya era posible concebir esperanzas de que la Gestapo fue­
se destruida, el autor decidió que su actitud era ya todo lo obje­
tiva que jamás podría ser y presentó su material a debate.
No obstante, a pesar de todas estas precauciones, las condi­
ciones peculiares en que se recogió el material impiden trazar
una panorámica exhaustiva de los tipos de comportamiento posi­
bles. El autor se ve limitado a comentar los comportamientos (y
su posible interpretación psicológica) que él pudo observar. Tam­
bién es evidente la dificultad de analizar el comportamiento de la
masa cuando el investigador forma parte del grupo al que se está
analizando. Por otro lado, hay que tener presente la dificultad de
observar y dar cuenta objetivamente de situaciones que despier­
tan las más vivas emociones cuando se experimentan personalmen­
te. El autor es consciente de estas limitaciones a que se ve some­
tida su objetividad y sólo le cabe esperar que haya conseguido
vencer algunas de ellas.

L a t r a u m a t iz a c ió n o r ig in a l

En la presentación cabe distinguir entre, por un lado, la


conmoción psicológica inicial de verse privado de los derechos
civiles y encerrado ilegalmente en una prisión, y, por otro, la
conmoción producida por los primeros actos deliberados y extra­
vagantes de tortura a que los presos eran sometidos. Las dos con­
mociones pueden analizarse por separado debido a que el autor,
al igual que la mayoría de los prisioneros, pasó varios días en
una prisión corriente, administrada por la policía regular. Mien-

en el momento de escribirse este articulo, se encontraba de servicio en un hospital


militar en alguna parte de Inglaterra. E l otro era Em st Fedem, quien en 1943
seguía en Buchenwald, a causa de lo cual no me atreví a citar su nombre cuando
el artículo apareció por primera vez.
78 SO BREVIVIR

tras se hallaban bajo la custodia de dicha policía los presos no


fueron maltratados premeditadamente. Todo esto cambió radical­
mente cuando fueron entregados a la Gestapo para su traslado
al campo. En cuanto cambió su condición de presos de la policía
por la de presos de la Gestapo, se vieron sometidos a los peores
abusos físicos. Así, el traslado al campo y su «iniciación» en él
era a menudo la primera tortura que el preso experimentaba en
su vida y, por regla general, la peor tortura física y psicológica
a la que se vería expuesta la mayoría de los prisioneros. Por cier­
to que de la tortura inicial decían que era la «bienvenida» al cam­
po que la Gestapo daba a los presos.
La mejor forma de analizar las reacciones del prisionero al
ser internado en la prisión es atendiendo a dos categorías: la
clase socioeconómica a que pertenecía el detenido y su educación
política. Resulta obvio que estas categorías coinciden en algunos
puntos y que sólo pueden separarse a efectos de presentación.
Otro aspecto importante en relación con las reacciones de los
prisioneros al encontrarse encarcelados estriba en saber si ya
habían estado en la cárcel, por delitos comunes o por actividades
políticas.
Los presos que ya habían pasado alguna temporada en la
cárcel, o los que esperaban pasarla a causa de sus actividades
políticas, se lamentaban de su suerte, pero la aceptaban como
algo que acontecía de acuerdo con sus expectativas. Cabe decir
que la conmoción inicial de este tipo de persona al encontrarse
encerrada se expresó, si acaso, en un cambio de la autoestima.
A menudo la autoestima de los antiguos delincuentes, así
como el de los presos con educación política, se veía intensifica­
do al principio a causa de las circunstancias de su encarcelamien­
to. Desde luego les inquietaba el porvenir y lo que pudiera pasar­
les a sus familiares y amigos, pero, a pesar de esta inquietud jus­
tificada, el hecho en sí de verse encarcelados no les preocupaba
demasiado.
Personas que habían estado en la cárcel por delitos comunes
mostraban abiertamente su regocijo al encontrarse encerradas, en
plano de igualdad, con líderes políticqs, hombres de negocios, fis­
cales y jueces (algunos de éstos responsables de su anterior están-
INDIVIDUO Y MASA F.N SITUACIONES LÍMITE 79

cia en la cárcel). El desprecio y la sensación de que ahora eran


iguales a los que antes se consideraban sus superiores reforzaban
considerablemente sus egos.
Los prisioneros con educación política veían fortalecida su
autoestima por el hecho de que la Gestapo les considerase lo bas­
tante importantes como para vengarse de ellos. Cada preso racio­
nalizaba este estímulo a su ego de acuerdo con el partido político
al que perteneciera. Los miembros de los grupos de la izquierda
radical, por ejemplo, veían en su encarcelamiento la confirmación
de que sus actividades resultaban muy peligrosas para los nazis.
De los principales grupos socioeconómicos las clases bajas se
veían representadas casi exclusivamente por antiguos delincuentes
o por prisioneros con educación política. Sobre la posible reac­
ción de miembros no delincuentes y apolíticos de la clase media
sólo nos cabe hacer conjeturas.
En su mayoría los presos apolíticos de clase media, que repre­
sentaban una minoría reducida entre los presos de los campos de
concentración, eran los menos capacitados para soportar la conmo­
ción inicial. Les resultaban absolutamente imposible comprender
qué les había sucedido. Trataban de aferrarse a lo que hasta
entonces les había dado autoestima. Una y otra vez aseguraban
a los miembros de la Gestapo que jamás se habían opuesto al
nazismo. En su comportamiento se reflejaba el dilema de las cla­
ses medias alemanas carentes de educación política ante el fenóme­
no del nacionalsocialismo. No tenían una filosofía consistente que
pudiera proteger su integridad como seres humanos, que les diera
la fuerza necesaria para adoptar una posición contraria a los nazis.
Habían obedecido la ley dictada por las clases gobernantes, sin
que jamás se les hubiera ocurrido dudar de ella. Y ahora esta ley,
o al menos los agentes encargados de su cumplimiento, se habían
vuelto contra ellos, sus más fieles partidarios.
Ni siquiera ahora se atrevían a oponerse al grupo dirigente,
pese a que tal oposición quizás habría fortalecido el respeto a sí
mismos. No eran capaces de poner en entredicho la sabiduría de
la ley y de la policía, así que aceptaban como justo el comporta­
miento de la Gestapo. Lo que estaba mal era que fuesen ellos
los objetos de una persecución que en sí misma era correcta, ya
80 SO B R E V IV IR

que eran las autoridades quienes la llevaban a cabo. La única


forma de salir de tan peculiar dilema consistía en pensar que
tenía que tratarse de un «error». Los prisioneros de este grupo
seguían creyéndolo así pese a que la Gestapo, al igual que la
mayoría de sus compañeros de cautiverio, se mofaban de ellos
por tal causa.
Aunque, para darse importancia, los guardianes se burlaban
de estos prisioneros de clase media, al hacerlo no dejaban de
sentir cierta angustia. Se daban cuenta de que también ellos per­
tenecían al mismo estrato de la sociedad.5 La insistencia en la
legalidad de la política interna oficial de Alemania probablemente
tenía por objeto disipar la inquietud de las clases medias parti­
darias de los nazis, temerosas de que las acciones ilegales acaba­
sen por destruir los cimientos de su existencia. E l apogeo de
esta farsa sobre la legalidad se alcanzaba cuando los prisioneros
de los campos tenían que firmar un documento manifestando
que estaban de acuerdo con que se les encerrase y se sentían
satisfechos del trato recibido. El hecho no tenía nada de absurdo
a ojos de la Gestapo, que hacía gran hincapié en tales documen­
tos como demostración de que todo se hacía siguiendo cauces
normales y legales. Las SS, por ejemplo, gozaban de libertad para
matar a los presos, pero no para robarles; en vez de ello obliga­
ban a los prisioneros a venderles sus pertenencias y a regalar
luego el dinero recibido a alguna formación de la Gestapo.
Lo que más deseaban los presos de clase media era que de
alguna forma se respetase su condición de tales. Lo que más les
hería era verse tratados «igual que delincuentes comunes». Al
cabo de un tiempo no podían por menos de darse cuenta de su
verdadera situación; entonces parecían desintegrarse. A este grupo
pertenecían casi todas las personas que se suicidaban en las prisio­
nes y durante el viaje a los campos. Más adelante fueron miembros
de este grupo los prisioneros que se comportaron de forma más
antisocial: estafaron a sus compañeros de cautiverio y unos cuan­
tos se convirtieron en espías al servicio de la Gestapo. Perdieron

5. L a mayoría de los soldados y suboficiales de las SS eran muy jóvenes


— entre 17 y 20 años— e hijos de agricultores, de pequeños comerciantes o de las
capas inferiores del funcionariado.
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 81

sus características de dase media, su sentido del decoro y el res­


peto a sí mismos; se convirtieron en unos holgazanes y parecie­
ron desintegrarse como personas autónomas. Ya no parecían capa­
ces de formarse una pauta de vida propia, sino que seguían las
pautas marcadas por otros grupos de prisioneros.
Los miembros de las clases altas se mantenían tan apartados
como les era posible. También ellos parecían incapaces de acep­
tar como real lo que les estaba ocurriendo. Expresaban su con­
vicción de que, dada su importancia, los pondrían en libertad
cuanto antes. Esta convicción no se daba entre los presos de clase
media, que seguían albergando idéntica esperanza de una pronta
liberación, no como individuos, sino como grupo. Los prisioneros
de la clase alta nunca formaron un grupo; permanecieron más o
menos aislados, cada uno de ellos con un grupo de «clientes» de
clase media. Podían mantener su posición superior repartiendo
dinero6 y haciendo que sus «clientes» concibieran la esperanza
de que les ayudarían una vez recuperada la libertad. Tal esperan­
za siempre estuvo viva porque era cierto que muchos de los
prisioneros de la clase alta salían de la prisión o del campo en
un plazo comparativamente breve.
Unos cuantos prisioneros de clase alta-alta despreciaban inclu­
so el comportamiento de los de clase sencillamente alta. No agru­
paban «clientes», no utilizaban su dinero para sobornar a otros
presos, no expresaban ninguna esperanza de que les pusieran en
libertad. El número de tales prisioneros era demasiado reducido
para formular generalizaciones.7 Parecían despreciar a todos los
demás prisioneros tanto como a la Gestapo. Daban la impresión
de que, para soportar la vida en el campo, se habían forjado tal
sentimiento de superioridad que nada podía afectarles.
6. E l dinero tenía mucha importancia para los prisioneros porque en ciertas
ocasiones se les permitía comprar cigarrillos y comida extra. Poder comprar comida
significaba evitar la muerte por inanición. Dado que la mayoría de los presos polí­
ticos y de los criminales, así como muchos prisioneros de clase media, no tenían
dinero, se mostraban dispuestos a hacerles la vida mis fácil a los prisioneros ricos
que pagaban por ello.
7. E l autor sólo llegó a conocer a tres de ellos: un príncipe bávaro, miembro
de la antigua familia real; y dos duques austríacos, parientes muy cercanos del
antiguo emperador. E l autor duda que durante d año que pasó en los campos
hubiera en ellos más prisioneros de esta dase.

6 . — BETTELBF.I1I
82 SO B R E V IV IR

En lo que se refiere a los presos políticos, puede que en su


ajuste inicial ya hubiese influido otro mecanismo psicológico que
más adelante se hizo evidente: muchos líderes políticos de clase
media padecían cierto sentimiento de culpabilidad por no haber
cumplido con su deber de impedir el auge de los nazis, ya fuese
combatiéndolos o instaurando un gobierno democrático o izquier­
dista tan hermético que los nazis no pudieran vencerlo. Parece
ser que este sentimiento de culpabilidad se veía considerablemen­
te aliviado por el hecho de que los nazis les dieran la importancia
suficiente para ocuparse de ellos.
Es posible que si tantos prisioneros consiguieron soportar las
condiciones de vida en el campo fue porque el castigo que debían
sufrir les liberó de gran parte de su sentimiento de culpabilidad.
Cabe encontrar indicios de semejante proceso en los comentarios
frecuentes con que los prisioneros respondían a las críticas por
algún tipo de comportamiento censurable. Por ejemplo, cuando
eran objeto de alguna reprimenda por decir palabrotas o pelearse,
o por ir sucios, casi siempre contestaban: «N o podemos compor­
tarnos normalmente unos con otros cuando vivimos en estas cir­
cunstancias». Cuando se les amonestaba por criticar duramente a
sus familiares y amigos que seguían en libertad, a los que acusaban
de no ocuparse de ellos, respondían: «No es éste lugar para mos­
trarse objetivo. Cuando recupere la libertad volveré a actuar
civilizadamente y valoraré objetivamente el comportamiento de
los demás».
Parece ser que la mayoría de los prisioneros, por no decir
todos, reaccionaban contra la conmoción inicial del arresto hacien­
do acopio de fuerzas que pudieran ayudarles a mantener la auto­
estima. El éxito parecía sonreír a los grupos que en su vida ante­
rior encontraban algo que les sirviera de base para apuntalar su
ego. Los miembros de la clase baja obtenían cierta satisfacción
de la ausencia de diferencias de clase entre los prisioneros. Los
presos políticos veían su importancia confirmada una vez más por
el encarcelamiento. Los miembros de la clase alta gozaban, hasta
cierto punto, de la oportunidad de actuar como líderes de los
presos de la clase media. Los presos que pertenecían a familias
«ungidas» se sentían tan superiores a todos los demás seres huma­
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 83

no en la cárcel como antes fuera de ella. Asimismo, la conmoción


inicial parecía mitigar sentimientos de culpabilidad de diversa
índole, tales como los producidos por la inactividad política, la
ineficacia, el mal comportamiento o las calumnias injustificadas
dirigidas contra amigos y parientes.

Después de pasar varios días en la prisión, los presos eran


trasladados al campo. Durante el transporte se veían expuestos
constantemente a diversas clases de tortura. Muchas de éstas de­
pendían de la fantasía del soldado de las SS que estuviera encar­
gado del grupo de prisioneros. A pesar de ello, pronto se vio que
las torturas seguían una pauta determinada. Los castigos corpora­
les, consistentes en latigazos, patadas y bofetadas se mezclaban
con los tiros y bayonetazos, alternándose con torturas cuyo claro
objetivo era producir un agotamiento extremo. Por ejemplo, se
obligaba a los presos a mirar fijamente, durante horas y horas,
luces deslumbradoras; a permanecer arrodillados durante muchas
horas, etcétera. De vez en cuando mataban a un preso. No se per­
mitía que nadie cuidase sus heridas o las de los demás.
Estas torturas se alternaban con los esfuerzos que hacían los
vigilantes para obligar a los presos a golpearse mutuamente y
para mancillar lo que, según ellos, eran los valores más apreciados
por los prisioneros. Se les obligaba, por ejemplo, a maldecir a su
Dios, a acusarse a sí mismo de acciones ruines, a acusar a sus
esposas de adulterio y prostitución. Esto duraba horas y horas
y se repetía en diversas ocasiones. Según informes fidedignos,
esta clase de iniciación jamás duraba menos de doce horas y con
frecuencia duraba veinticuatro. Si al campo llegaban demasiados
presos para poder torturarlos así mientras estaban en tránsito,
o si los presos procedían de lugares cercanos, la ceremonia tenía
lugar durante su primer día en el campo.
El propósito de las torturas era romper la resistencia de los
prisioneros y dar a los guardianes la seguridad de ser superiores
a aquellos. Ello se desprende del hecho de que cuanto más dura­
ban las torturas, menos violentos se mostraban los guardianes,
que poco a poco se iban calmando hasta que al final incluso
84 SO B R E V IV IR

hablaban con los prisioneros. Cuando un nuevo guardián se hacía


cargo de todo volvían a empezar los actos de terror, aunque con
menor violencia que al principio, y el nuevo se tranquilizaba
antes que su predecesor. A veces llegaba un grupo en el que
había prisioneros que ya habían pasado por el campo. A estos
presos no los torturaban si podían presentar pruebas de que ya
habían estado en el campo. Que el momento de estas torturas
estaba previsto lo demuestra el hecho de que durante el traslado
del autor al campo, tras doce horas durante las cuales hubo entre
los prisioneros diversos muertos y heridos a causa de las torturas,
llegó la orden de no seguir maltratando a los presos. A partir de
entonces nos dejaron más o menos en paz hasta la llegada al
campo, momento en que otro grupo de guardianes reanudó los
malos tratos.
Es difícil saber a ciencia cierta qué pasaba por la cabeza de
los prisioneros durante el tiempo que estaban sometidos a
tales torturas. La mayoría de ellos estaban tan agotados que sólo
se daban cuenta de parte de lo que ocurría. En general, los pri­
sioneros recordaban los detalles y no tenían ningún reparo en
hablar de ellos, pero no les gustaba hablar de lo que habían sen­
tido durante las torturas. Los pocos que se brindaban a hablar de
ello hacían declaraciones imprecisas que parecían racionalizacio­
nes tortuosas, inventadas para justificar el hecho de que habían
soportado un trato ofensivo para el respeto a sí mismos sin inten­
tar defenderse. A los pocos que sí trataron de defenderse no fue
posible entrevistarlos: habían muerto.
E l autor recuerda vivamente que se sentía tremendamente
cansado a causa de un bayonetazo recibido en los primeros mo­
mentos del traslado así como de un fuerte golpe en la cabeza.
Ambas heridas provocaron una considerable pérdida de sangre y
le dejaron aturdido. A pesar de ello, recuerda muy bien lo que
pensó y sintió durante el traslado. Durante todo el rato se estuvo
preguntando si un hombre puede soportar tanto sin suicidarse ni <
volverse loco. Se preguntó si los guardianes torturaban realmente
a los prisioneros como se decía en los libros acerca de los campos
de concentración; si los SS eran tan estúpidos que disfrutaban
obligando a los presos a deshonrarse o si esperaban quebrantar
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 85

su espíritu de resistencia de aquella manera. Observó que los


guardianes carecían de fantasía a la hora de escoger el medio de
torturar a los prisioneros; que su sadismo estaba falto de imagi­
nación. Le pareció bastante graciosa la afirmación, repetida una
y otra vez, de que los vigilantes no disparaban contra los prisio­
neros, sino que los mataban a golpes porque una bala costaba
seis pfennigs y los presos no valían ni siquiera eso. Resultaba
obvio que a los guardianes les impresionaba mucho la idea de
que aquellos hombres, la mayoría de los cuales habían sido perso­
nas influyentes, no valían aquella insignificancia.
Parece ser que, basándose en esta introspección, el autor
obtuvo fuerza emocional de los siguientes hechos: que las cosas
ocurrían de acuerdo con lo que esperaba; que, por lo tanto, su
futuro en el campo era previsible, al menos en parte, a juzgar por
lo que ya estaba experimentando y lo que había leído; y que los
SS eran menos inteligentes de lo que suponía, lo cual a la larga
le daría cierta satisfacción. Además, se sintió satisfecho de sí
mismo al ver que las torturas no cambiaban su capacidad para
pensar ni su punto de vista general. Vistas en retrospectiva, estas
consideraciones parecen fútiles, pero es preciso mencionarlas por­
que, si pidieran al autor que resumiera en una frase cuál fue su
problema principal durante toda su estancia en el campo, contes­
taría: salvaguardar su ego de tal manera que, si su buena suerte
le bacía recobrar la libertad, fuese aproximadamente la misma
persona que era en el momento de verse privado de ella.
Al autor no le cabe ninguna duda de que si consiguió sopor­
tar el traslado al campo y todo lo que vino a continuación fue
porque desde el principio se convenció de que aquellas experien­
cias horribles y degradantes no le sucedían a «él» como sujeto,
sino solamente a «él» como objeto. La importancia de esta acti­
tud la corroboraron las declaraciones de otros muchos prisioneros,
aunque ninguno de ellos quiso llegar al extremo de afirmar cate­
góricamente que durante el transporte ya había adoptado clara­
mente una actitud como aquella. Solían expresar sus impresiones
en términos más generales, tales como «el problema principal
consiste en seguir vivo y sin cambiar», sin concretar a qué se
referían con lo de «sin cambiar». A juzgar por los comentarios
86 SOBREVIVIR

que añadieron, lo que debía permanecer invariable eran las acti­


tudes y valores generales de la persona.
Todos los pensamientos y emociones del autor durante el
traslado al campo fueron extremadamente objetivos. Era como
ver cosas que solamente le afectaban de modo impreciso. Más
tarde averiguó que muchos presos habían sentido la misma obje­
tividad, como si lo que ocurría no tuviera realmente ninguna im­
portancia para ellos. Esta objetividad se hallaba extrañamente mez­
clada con el convencimiento de que «esto no puede ser verdad,
estas cosas sencillamente no suceden». No sólo durante el trans­
porte, sino también durante todo el tiempo que pasaron en el
campo los prisioneros tuvieron que convencerse a sí mismos de
que aquello sucedía de verdad y no era sólo una pesadilla. Nunca
lo conseguían del todo.8
Esta sensación de objetividad, de rechazo de la realidad de
la situación en que se encontraban los prisioneros, cabría consi­
derarla un mecanismo destinado a salvaguardar la integridad de
su personalidad. En el campo muchos presos se comportaban
como si su vida allí no tuviera ninguna relación con la vida
«real»; llegaban a insistir en que aquella era la actitud más acer­
tada. Lo que decían sobre sí mismos y su valoración del compor­
tamiento propio y ajeno diferían considerablemente de lo que
habrían dicho y pensado fuera del campo. Esta separación de las
pautas de comportamiento y las escalas de valores dentro y fuera
del campo era tan fuerte que apenas podía abordarse en las con­
versaciones; era uno de los muchos tabúes que había que evi­
tar.9 Los sentimientos de los prisioneros podrían resumirse en la
8. Hay muchos indicios de que la mayoría de los guardianes adoptaban una
actitud parecida, aunque por motivos distintos. Torturaban a los prisioneros en
parte porque les gustaba demostrar su superioridad, y en parte porque sus propios
superiores esperaban que lo hiciesen. Pero, como habían sido educados en un,
mundo que rechazaba la brutalidad, lo que hacían les ponía nerviosos. Parece , ser
que, ante sus actos de brutalidad, también ellos adoptaban una actitud emocional
que cabría calificar de «sensación de irrealidad». Después de ser guardianes de
campo durante cierto tiempo se acostumbraban al comportamiento inhumano; que­
daban «condicionados» por el mismo y éste se convertía en parte de su vida «real».
9. Algunos aspectos de este comportamiento se parecen a lo que se denomina
«despersonalización». Sin embargo, hay tantas diferencias entre los fenómenos estu­
diados en este trabajo y el fenómeno de la despersonalización, que no me parece
aconsejable utilizar dicho término.
INDIVIDUO V M A SA EN SITU ACION ES L ÍM IT E 87

siguiente frase: «L o que estoy haciendo aquí, o lo que me está


sucediendo, no cuenta para nada; aquí todo está permitido mien­
tras y en la medida en que contribuya a ayudarme a sobrevivir
en el campo».
Convendría citar otra de las observaciones hechas durante el
traslado. Ningún prisionero se desmayó, ya que el desmayo signi­
ficaba la muerte. En aquella situación concreta el desvanecimiento
no era un ardid que la persona utilizaba para protegerse de un
dolor intolerable y de esta manera hacer que la vida resultara
más fácil, sino que ponía en peligro la existencia del preso porque
se daba muerte a todo el que no pudiera obedecer las órdenes.
Una vez en el campo la situación cambió y a veces atendían al
preso que se desvanecía o, por lo general, dejaban de torturarlo.
A causa de ello, los mismos presos que no se habían desmayado
durante el transporte lo hacían en el campo, a pesar de haber
soportado cosas peores durante el viaje.10

A d a p t a c ió n

Para hacer frente en el campo a experiencias que se ajustaban


a los puntos de referencia de su vida normal los prisioneros
parecían recurrir a mecanismos psicológicos igualmente normales.
Sin embargo, en cuanto una experiencia rebasaba el límite de lo
conocido, los mecanismos normales ya no parecían capaces de
hacer frente a la misma y se necesitaban otros nuevos. La expe­
riencia vivida durante el transporte fue una de las que rebasaban
los puntos de referencia normales y cabe calificar de «inolvidable,
pero irreal» la reacción ante ella.
Los sueños del prisionero eran indicio de que no eran los
mecanismos de costumbre los que hacían frente a las experien­
cias extremas. Muchos sueños expresaban agresión contra los
10. Recuerdo claramente que durante el viaje deseé desmayarme para no seguir
sufriendo. Pero, al igual que los demás prisioneros, no me desmayé. Durante el
año que pasé en los campos también deseé desmayarme algunas veces, pero no lo
conseguí. Probablemente lo que me impidió perder el conocimiento fue que sabía
los peligros que entrañaba el no poder observar lo que ocurría para reaccionar
del modo apropiado a ello.
88 SO B R E V IV IR

miembros de las SS, una agresión que generalmente se combinaba


con la realización del deseo de tal manera que el prisionero se
desquitaba de los guardianes. Resulta interesante el hecho de que
la razón por la que se vengaba, suponiendo que en aquellos sue­
ños pudiera advertirse una razón concreta, consistía siempre en
alguna vejación comparativamente leve, nunca en una experiencia
extrema.
El autor ya había experimentado previamente una lenta per-
laboración de un trauma en sueños.11 Daba por sentado que, des­
pués del traslado, sus sueños seguirían la pauta consistente en la
repetición del suceso traumático hasta su desaparición final. Quedó
atónito al comprobar que sus sueños no le mostraban los hechos
más horribles que había presenciado. Preguntó a muchos prisio­
neros si soñaban con el traslado y no pudo encontrar ni uno que
recordase haberlo hecho.
Actitudes parecidas a las adoptadas ante el transporte también
cabía observarlas en otras situaciones extremas. En una terrible
noche de invierno, en medio de una tormenta de nieve, se castigó
a todos los prisioneros obligándoles a pasar varias horas a la
intemperie, en posición de firmes y sin abrigo (en realidad nunca
lo llevaban).12 El castigo se les impuso después de trabajar más
de doce horas al aire libre y sin que apenas hubiesen comido.
Se amenazó a los prisioneros con obligarles a permanecer de aque­
lla manera toda la noche.
Cuando ya habían muerto unos veinte prisioneros a causa del
frío, la disciplina se vino abajo. Las amenazas de los guardianes
no surtieron efecto. Verse expuesto a las inclemencias del tiempo
era una tortura terrible; ver que tus amigos morían sin poder
hacer nada por ellos, tener muchas probabilidades de correr la
11. E l trauma había consistido en un accidente de coche tan grave que al
principio creyeron que no se salvaría.
12. E l castigo se impuso porque dos prisioneros habían tratado de fugarse.
E n tales casos siempre se castigaba severamente a todos los prisioneros, para que
en lo sucesivo revelasen los secretos que llegaran a su conocimiento, ya que, de
no hacerlo, sufrirían un castigo. Se pretendía que cada preso se sintiese respon­
sable de los actos de los demás. Esto concordaba con el propósito de los SS de
obligar a los prisioneros a sentir y actuar como grupo y no como individuos. Los
dos fugitivos fueron capturados y ahorcados en presencia de todos los demás
prisioneros.
INDIVIDUO y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 89

misma suerte, eso creaba una situación parecida a la del trans­


porte, sólo que ahora los presos tenían más experiencia con los
SS. La resistencia abierta era imposible, como lo era también
hacer algo concreto por salvarse. Una sensación de indiferencia
total se apoderó de los prisioneros. Les daba igual que los SS los
matasen a tiros; se mostraban indiferentes a las torturas que les
infligían los guardianes. Los SS ya no tenían ninguna autoridad;
se había roto el hechizo del temor y la muerte. Volvía a ser
como si lo que sucedía no tuviera «realmente» nada que ver con­
tigo. Volvía a existir una escisión entre el «yo» a quien le suce­
día y el «yo» a quien en realidad no le importaba y que era sólo
un observador vagamente interesado pero esencialmente objetivo.
Pese a lo lamentable de su situación, los prisioneros se sentían
libres de temor y, por consiguiente, más felices que en cualquier
otro momento de su estancia en el campo.
Mientras que el carácter extremo de la situación probable­
mente fue la causa de la escisión antes citada, varias circunstan­
cias se combinaron para crear la sensación de felicidad en los
prisioneros. Obviamente resultaba más fácil soportar experiencias
desagradables cuando todos se encontraban en «el mismo barco».
Además, como todo el mundo estaba convencido de que sus
probabilidades de salvarse eran escasas, cada individuo se sentía
más heroico y dispuesto a ayudar a los demás que en otras situa­
ciones, donde ayudar a los demás quizá le habría hecho correr
algún peligro. Este ayudar y recibir ayuda animaba a los prisio­
neros. Otro factor era que no sólo ya no temían a los SS sino que
por el momento éstos habían perdido su poder sobre ellos, ya
que los guardianes parecían poco dispuestos a matar a tiros a
todos los prisioneros.13
Después de que muriesen más de ochenta reclusos y varios
centenares tuvieran las extremidades tan congeladas que más ade­
lante fue necesario amputárselas, se permitió que los prisioneros
volvieran a sus barracones. Estaban completamente agotados, pero

13. Ésta fue una de las ocasiones en que se hicieron evidentes las actitudes
antisociales de ciertos presos de clase media que mencionamos anteriormente.
Algunos de ellos no compartían aquel espíritu de ayuda mutua y algunos incluso
trataban de aprovecharse de los demás.
90 SO B R E V IV IR

no experimentaron el sentimiento de felicidad que algunos de


ellos esperaban. Se sentían aliviados al ver que la tortura había
terminado, pero al mismo tiempo tenían la impresión de que ya
no estaban libres del miedo y de que ya no podían confiar en la
ayuda de los demás. Ahora cada prisionero se encontraba compa­
rativamente más seguro en tanto que individuo, pero había perdi­
do la seguridad producida por el hecho de pertenecer a un grupo
unificado. También este acontecimiento fue tratado libremente,
de manera objetiva, y de nuevo el análisis quedó restringido a
los hechos; raras veces se hizo mención de los pensamientos y
emociones de los prisioneros durante aquella noche. E l suceso
y sus detalles no cayeron en el olvido, pero no quedaron vincu­
lados con ninguna emoción especial; tampoco aparecieron en
sueños.
Las reacciones psicológicas ante acontecimientos que se ajus­
taban más a lo normalmente comprensible diferían marcadamente
de las reacciones provocadas por acontecimientos extremos. Los
presos tendían a afrontar los hechos menos extremos del mismo
modo que lo hubieran hecho fuera del campo. Por ejemplo, si un
castigo no se apartaba de lo normal, el preso parecía avergon­
zarse y procuraba no hablar del asunto. Una bofetada resultaba
embarazosa, algo sobre lo que no debía hablarse. A los guardia­
nes que les habían atizado patadas, bofetadas o insultado de pala­
bra los presos los odiaban más que al guardián que había herido
gravemente a un recluso. En este caso se acababa odiando al SS
como tal, pero no tanto al individuo que infligía el castigo. Es
obvio que esta diferenciación no era razonable, pero parecía ine­
vitable. Uno albergaba sentimientos de agresividad mucho más
hondos y violentos contra determinados hombres de la SS que
habían cometido actos ruines de poca importancia que contra
otros guardianes que habían actuado de forma mucho más terrible.
Hay que aceptar con cautela la explicación tentativa que de
este extraño fenómeno se da seguidamente. Parece ser que todas
las experiencias que hubiesen podido ocurrir durante la vida «nor­
mal» del preso provocaban una reacción «normal». Los reclusos,
por ejemplo, se mostraban especialmente sensibles a los castigos
parecidos a los que un padre o una madre hubiera podido infligir
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 91

a su hijo. Castigar a un niño encajaba en su marco «normal» de


referencia, pero verse sometido a semejante castigo destruía el
marco de referencia del adulto. En consecuencia, la reacción no
era la propia de un adulto sino la de un niño: embarazo y ver­
güenza, emociones violentas, impotentes e incontrolables dirigi­
das, no contra el sistema, sino contra la persona que infligía el
castigo. Puede que uno de los factores causantes de ello fuese que
cuafnto más duro era el castigo, mayor era la probabilidad de
recibir apoyo amistoso que ejercía una influencia consoladora.
Además, si el sufrimiento era grande, se tenía la impresión, más
o menos acentuada, de ser un mártir que padecía por una causa,
y se supone que al mártir no le molesta su condición de tal.
A propósito, esto plantea la cuestión de cuáles son los fenó­
menos psicológicos que permiten someterse al martirio y que
inducen a otros a aceptarlo como tal. Se trata de un problema
que va más allá de los límites del presente artículo, pero cabe
hacer algunas observaciones relativas a él. Los prisioneros que
como tales morían a causa de las torturas no eran considerados
mártires a pesar de sufrir martirio a causa de sus convicciones
políticas. En cambio sí se aceptaba como mártires a los que su­
frían por tratar de proteger a los demás. Generalmente los SS
lograban impedir la creación de mártires, ya fuese gracias a su
percepción de los mecanismos psicológicos correspondientes o a
causa de su ideología antiindividualista. Si intentaba proteger a
un grupo, el preso podía morir a manos de un guardián, pero si
lo sucedido llegaba a conocimiento de la administración del cam­
po, entonces se aplicaba siempre a todo el grupo un castigo más
severo del que se le tenía reservado. De esta manera el grupo
recibía mal los actos de un protector, ya que se le hacía sufrir
por ellos. Se evitaba así que el protector se convirtiera en líder
o mártir en torno al cual se hubiese podido formar la resistencia
colectiva.
Volvamos a la cuestión inicial sobre por qué los presos odia­
ban más las jugarretas de poca monta por parte de los guardianes
-que las experiencias extremas. Al parecer, si un preso era malde­
cido, abofeteado y avasallado «como un niño» y si, al igual que
un niño, no podía defenderse, el hecho resucitaba en él unas
92 SO B REVIVIR

pautas de comportamiento y unos mecanismos psicológicos que


se le habían formado durante la infancia. Entonces, al igual que
un niño, era incapaz de ver el trato recibido dentro del contexto
general del comportamiento de las SS y su odio se dirigía al indi­
viduo de las SS. Juraba que se «vengaría» del SS, bien a sabien­
das de que ello era imposible. Semejante prisionero no podía
adoptar una actitud objetiva ni efectuar una valoración de la
misma índole que le hubiese hecho comprender que su sufri­
miento era de poca importancia comparado con otras experiencias.
En tanto que grupo, los prisioneros adoptaban la misma acti­
tud ante los sufrimientos menores: no sólo no ofrecían ayuda,
sino que, por el contrario, culpaban al preso de haber acarreado
sobre sí sus sufrimientos por su estupidez al no dar la respuesta
que se esperaba de él, por dejarse atrapar, por no ser lo bastante
cuidadoso, en una palabra, le acusaban de ser como un niño. Así,
la degradación del prisionero a causa de ser tratado como un niño
tenía lugar, no sólo en su mente, sino también en las mentes de
sus compañeros de cautiverio.
Esta actitud se extendía a los pequeños detalles. Por ejemplo,
a un preso no le molestaba que los guardianes le maldijesen
cuando ello ocurría durante una experiencia extrema, pero odiaba
a los SS por el mismo motivo, y se avergonzaba de soportarlo sin
contestar, cuando los insultos acompañaban algún maltrato de
menor importancia. Hay que hacer hincapié en que la diferencia
entre las reacciones provocadas por sufrimientos leves y sufri­
mientos graves parecía desaparecer poco a poco con el paso del
tiempo. Este cambio en las reacciones no era más que una de las
muchas diferencias entre los prisioneros veteranos y los recién
ingresados o nuevos. Convendría citar unas cuantas más.

P r isio n e r o s veteranos y n uevos

En las páginas siguientes utilizamos las palabras «prisioneros


nuevos» para referirnos a los que aún no habían pasado más de
un año en el campo; los «veteranos» eran los que llevaban cuan­
do menos tres años allí. En lo que se refiere a los prisioneros
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 93

veteranos, el autor sólo puede ofrecer observaciones, pero ningún


dato basado en la introspección.
Ya hemos dicho que la principal preocupación de los nuevos
prisioneros era, al parecer, conservar intacta su personalidad y
volver al mundo exterior siendo aún la misma persona que había
salido de él; todos sus esfuerzos emocionales iban dirigidos al
mismo objetivo. Los prisioneros veteranos parecían preocuparse
principalmente por el problema de cómo vivir lo mejor posible
dentro del campo. Una vez adoptada esta actitud, todo cuanto
les sucedía, incluso las peores atrocidades, era «real» para ellos.
Ya no existía una escisión entre la persona a la que le ocurrían
cosas y la que se limitaba a observarlas.
Una vez se llegaba a la fase de aceptar como «real» todo
cuanto sucedía en el campo, todos los indicios empujaban a
pensar que entonces los presos temían volver al mundo exterior.
No lo reconocían directamente, pero por lo que decían se com­
prendía que apenas contaban con volver al mundo exterior, ya
que estaban convencidos de que solamente un cataclismo, una
guerra o una revolución a escala mundial podría liberarlos y
dudaban de que aún entonces consiguieran adaptarse a la nueva
vida. Parecían conscientes de lo que les había sucedido mientras
envejecían en el campo. Se daban cuenta de que se habían adap­
tado a la vida en el campo y eran más o menos conscientes de
que tal proceso había producido un cambio fundamental en su
personalidad.
La demostración más drástica de ello la dio un importante
político radical alemán, ex-líder del partido socialista indepen­
diente en el Reichstag. Declaró que, según su experiencia, nadie
podía vivir en el campo más de cinco años sin cambiar sus acti­
tudes tan radicalmente que ya no era posible considerarle la
misma persona de antes. El preso en cuestión afirmó que no
veía ninguna razón para seguir viviendo cuando su «vida real»
consistía en estar preso en un campo de concentración, y añadió
que no podía adoptar las actitudes y pautas de comportamiento
que veía en los prisioneros veteranos. Así, pues, había decidido
suicidarse al cumplirse el sexto aniversario de su internación en
el campo. Al llegar el día indicado, sus compañeros procuraron
94 SO B REVIVIR

tenerle vigilado, pero a pesar de ello consiguió realizar su pro­


pósito.
Existían, por supuesto, variaciones considerables en el tiempo
que necesitaban los distintos individuos para hacer las paces con
la idea de que tendrían que pasar el resto de su vida en el campo.
Algunos se volvían parte de la vida en el campo bastante pronto,
otros probablemente nunca lo consiguieron. Cuando llegaba un
nuevo prisionero, los veteranos intentaban enseñarle unas cuantas
cosas que podían serle de utilidad para adaptarse. A los recién
llegados se les decía que intentasen por todos los medios sobre­
vivir en los primeros días y que no dejasen de luchar por la vida,
que resultaría más fácil cuanto más tiempo pasaran en el campo.
Los presos veteranos decían: «Si sigues vivo a los tres meses,
seguirás vivo dentro de tres años». El índice anual de mortalidad,
próximo al 20 por 100, se debía en su mayor parte al elevado
número de prisioneros que no sobrevivían a las primeras tres
semanas en el campo, ya fuese porque no querían sobrevivir
adaptándose a aquella vida o porque no podían hacerlo.14
E l tiempo que tardaba un prisionero en dejar de considerar
real la vida de fuera del campo dependía en gran medida en la
fuerza de los vínculos emocionales que le unían a sus familiares
y amigos. La aceptación de la vida en el campo como «real» exi­
gía siempre un mínimo de dos años aproximadamente. Incluso
entonces la persona seguía anhelando ostensiblemente recuperar
la libertad. Algunos de los indicios de que había cambiado la
actitud del preso eran: ver que éste intentaba encontrar un lugar
mejor en el campo en vez de establecer contacto con el exterior; 15
que evitaba las especulaciones en torno a su familia o a la situa­

14. Los prisioneros encargados de los barracones llevaban la cuenta de lo que


les ocurría a los habitantes de los mismos. De esta manera resultaba comparativa­
mente fácil saber cuántos de ellos morían y cuántos eran puestos en libertad. Los
primeros estaban siempre en mayoría.
15. Los prisioneros recién llegados se gastaban todo el dinero en intentos de
sacar cartas del campo o de recibir mensajes no censurados. Los presos veteranos
no utilizaban el dinero para estos fines, sino para conseguir puestos de trabajo
«cóm odos» para sí mismos, tales como prestar servicios en las oficinas del campo
o en Ips talleres, donde al menos quedaban protegidos de las inclemencias del
tiempo.
INDIVIDUO Y M ASA EN SITU ACION ES L ÍM IT E 95

ción mundial; que concentraba todo su interés en los aconteci­


mientos que tenían lugar dentro del campo.16
Cuando el autor expresaba a los prisioneros veteranos la sor­
presa que le producía ver su aparente falta de interés por su vida
futura fuera del campo, con frecuencia reconocían que ya no les
era posible imaginarse a sí mismos viviendo fuera de allí, toman­
do sus decisiones libremente, cuidando de sí mismos y de sus
familias. Y no era éste el único cambio que podía observarse en
ellos. Se advertían otras diferencias entre los presos veteranos y
nuevos en sus esperanzas ante el porvenir, en el grado de su
regresión a un comportamiento infantil y en otras muchas cosas.
Sin embargo, al considerar estas diferencias entre prisioneros ve­
teranos y nuevos, hay que tener presente que existían grandes
variaciones individuales y que las categorías están interrelacio-
nadas, por lo que todas las afirmaciones son forzosamente aproxi­
madas y generales.
Normalmente los presos nuevos eran los que recibían más
cartas, dinero y otras atenciones del mundo exterior. Sus familias
intentaban liberarlos por todos los medios posibles, pese a lo cual
los presos siempre las acusaban de no hacer lo suficiente, de
haberles traicionado y engañado. Estos presos lloraban ante una
carta en la que les contaban los esfuerzos que habían hecho para
liberarlos, pero a los pocos momentos maldecían al enterarse de
que habían vendido sin su permiso algo que les pertenecía. Echa­
ban pestes de aquellos parientes que «evidentemente» les consi­
deraban «muertos ya». Hasta el más pequeño cambio en su ante­
rior mundo privado adquiría una importancia tremenda. Puede
que se hubiesen olvidado de los nombres de algunos de sus mejo­
res amigos,17 pero cuando se enteraban de que éstos se habían

16. Sucedió que en un mismo día se supo la noticia de que el presidente


Roosevelt había pronunciado un discurso denunciando a H itler y a Alemania y
corrieron rumores de que un oficial de la Gestapo iba a ser reemplazado por otro.
Los presos nuevos comentaron el discurso con gran excitación, sin prestar oído a
los rumores; los prisioneros veteranos no hicieron ningún caso del discurso y dedi­
caron todas sus conversaciones al cambio de oficiales.
17. E sta tendencia a olvidar nombres, lugares y acontecimientos fue un fenó­
meno interesante que no se explica atendiendo solamente al agotamiento físico de
los prisioneros.
96 S O B R E V IV IR

mudado, los prisioneros se mostraban terriblemente consternados


y no había forma de consolarlos.
Esta ambivalencia de los nuevos prisioneros en relación con
sus familias parecía ser el resultado de un mecanismo menciona­
do anteriormente. El deseo del preso de volver al mundo exacta­
mente como antes era tan fuerte que le hacía temer cualquier
cambio, por muy insignificante que fuera, de la situación que
habían dejado atrás. El preso quería que sus bienes terrenales
estuvieran a salvo, sin que nadie los tocase, aunque en aquellos
momentos no le sirvieran de nada.
E s difícil decir si este deseo de que todo permaneciera inva­
riable se debía a que los presos eran conscientes de lo difícil que
podía resultarles ajustarse a una situación totalmente cambiada
en su casa, o bien si la explicación residía en algún tipo de pen­
samiento mágico parecido a este: «Si nada cambia en el mundo
en que vivía, entonces tampoco cambiaré yo». Es posible que
de esta manera los prisioneros intentasen contrarrestar su te­
mor de estar cambiando.
Por consiguiente, las reacciones violentas ante los cambios
habidos en sus familias eran la expresión disimulada de su certe­
za de estar cambiando. Probablemente lo que les enfurecía no
era solamente el cambio en sí, sino también el hecho de que éste
entrañaba una posición nueva en el seno de su familia. Antes sus
familiares dependían de las decisiones que ellos, los presos, toma­
ban; ahora eran ellos los que se encontraban en situación de
dependencia. A su modo de ver, la única probabilidad de recu­
perar su condición de cabeza de familia estribaba en que la
estructura familiar siguiera igual a pesar de su ausencia. Además,
conocían las actitudes de la mayoría de los extraños ante aquellos
que habían estado en la cárcel.
En realidad, aunque la mayoría de las familias se comportó
decentemente con aquellos de sus miembros que estuvieron en
los campos de concentración, no por ello dejaron de plantearse
problemas muy graves. Durante los primeros meses tales familias
gastaban mucho dinero, a menudo más del que podían gastar,
intentando liberar al prisionero. Cuando suplicaban a los agentes
de la Gestapo que pusieran en libertad a sus parientes (tarea
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 97

desagradable en el mejor de los casos) una y otra vez Ies contesta­


ban que el preso estaba encerrado por su propia culpa. Más ade­
lante les costaba encontrar empleo porque uno de los suyos era
sospechoso; sus hijos tenían problemas en la escuela; se les
excluía de la beneficencia pública. Así, pues, es natural que a
estas familias llegase a molestarlas el hecho de que uno de los
suyos estuviera en el campo de concentración.
No recibían mucha compasión de sus amigos, ya que la pobla­
ción alemana en general adoptó ciertos mecanismos de defensa
ante el hecho de los campos de concentración. Los alemanes no
podían soportar la idea de vivir en un mundo donde el ciudadano
no estaba protegido por la ley y el orden. Sencillamente no que­
rían creer que los prisioneros de los campos no hubiesen come­
tido crímenes horrendos, ya que la forma en que se les estaba
castigando sólo permitía llegar a esta conclusión. De esta manera
tuvo lugar un lento proceso de alienación entre los reclusos y sus
familiares, pero en lo referente a los presos recién llegados, el
proceso no hacía más que empezar.
Se nos plantea la pregunta de cómo podían los presos culpar
a sus familias por cambios que en realidad ocurrían en ellos mis­
mos y de los que eran los causantes involuntarios. Quizás el
hecho de que los presos tuvieran que soportar tantos castigos y
penalidades les impedía aceptar culpa alguna. Tenían la impresión
de que ya habían expiado toda falta anterior en sus relaciones
con la familia y los amigos, así como los posibles cambios que
en ellos se produjeran. De esta manera los prisioneros se libraban
de la responsabilidad de tales cambios y de cualquier sentimien­
to de culpabilidad; por consiguiente, se sentían más libres de
odiar a los demás, incluyendo a sus familiares, por sus propios
defectos.
Esta sensación de haber expiado todas sus culpas no dejaba
de tener cierta justificación. Al inaugurarse los primeros cam­
pos de concentración, los nazis encerraron en ellos a sus enemigos
más prominentes. Pronto agotaron sus reservas de tales enemigos,
ya que éstos habían muerto, estaban en las cárceles o los campos,
o habían emigrado. A pesar de todo, necesitaban una institución
con la que amenazar a los oponentes del sistema, toda vez que
98 S O B R E V IV IR

eran demasiados los alemanes que no estaban satisfechos con el


mismo. Meterlos a todos en la cárcel hubiese interrumpido el
funcionamiento de la producción industrial, cuya defensa cons­
tituía uno de los objetivos primordiales de los nazis. Así que, si
un sector de la población se hartaba del régimen nazi, se selec­
cionaban unos cuantos miembros del mismo y se les recluía en el
campo de concentración. Si los abogados se impacientaban, varios
centenares de ellos eran enviados al campo; lo mismo les suce­
día a los doctores cuando la profesión médica mostraba síntomas
de rebelión, etcétera.
La Gestapo llamaba «acciones» a estos castigos colectivos. El
sistema se puso en marcha durante el período 1937-1938, cuando
Alemania se preparaba para la anexión de países extranjeros.
Durante la primera de estas «acciones» solamente se castigó a
los líderes de los grupos de oposición. Sin embargo, con ello se
creó la impresión de que el simple hecho de pertenecer a uno de
aquellos grupos no era peligroso, puesto que solamente castigaban
a los líderes. La Gestapo no tardó en modificar el sistema para
seleccionar a los castigados de manera que representasen los diver­
sos estratos del grupo. El nuevo procedimiento tenía la ventaja
de sembrar el terror entre todos los miembros del grupo y per­
mitía también castigarlo y destruirlo sin tener que tocar al líder
si por alguna razón parecía inoportuno hacerlo.18 Aunque a los
prisioneros nunca les decían la razón exacta de su encarcelamien­
to, los que estaban encerrados como representantes de un grupo
llegaban a saberla.
La Gestapo interrogaba a los presos para obtener información
sobre sus parientes y amigos. A veces, durante los interrogatorios,
los prisioneros se quejaban de que a ellos les hubiesen encerrado
mientras seguían en libertad enemigos más prominentes del nazis­
mo. Les contestaban que su mala suerte había querido que sufrie­

18. En cierto momento, un movimiento de oposición a la regimentación naz


de las actividades culturales se centró en tom o a la persona del famoso director
de orquesta Furtwangler, quien personalmente se inclinaba a favor del nazismo
pero criticaba su política cultural. Furtwangler nunca fue castigado, pero el grupo
fue desarticulado mediante el encarcelamiento de una sección representativa del
mismo. De esta manera el famoso músico se encontró convertido en un líder sin
seguidores y el movimiento perdió fuerza.
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 99

ran como miembros de un grupo, pero que tendrían ocasión de


ver en el campo a todos los demás miembros del mismo si éste
no aprendía a comportarse mejor al ver la suerte que ellos
corrían. Aquellos presos, por lo tanto, pensaban con razón que
estaban expiando las culpas de los demás. Sin embargo, los extra­
ños no lo veían así. El hecho de no recibir la atención especial
que creían merecer aumentaba el resentimiento de los presos
contra el mundo exterior. Pero incluso cuando lanzaban quejas
y acusaciones contra parientes y amigos, a los nuevos prisioneros
siempre les gustaba hablar de ellos, de su posición en el mundo
exterior y de sus esperanzas para el futuro.
A los prisioneros veteranos no les gustaba que les recordasen
su familia y amigos. Cuando hablaban de ellos lo hacían de mane­
ra muy objetiva. Les gustaba recibir cartas, pero no tenía mucha
importancia para ellos, en parte porque habían perdido el con­
tacto con los acontecimientos que en ellas les contaban. Hemos
dicho que en cierta medida se daban cuenta de que les resultaría
difícil volver a la normalidad, pero había que tener en cuenta
otro factor: el odio de los presos hacia todos los que vivían fuera
del campo y que «disfrutaban de la vida como si no nos estuviéra­
mos pudriendo allí».
En la mente de los reclusos este mundo exterior que seguía
viviendo como si nada hubiese pasado lo representaban las perso­
nas a las que conocían, es decir, sus parientes y amigos. Pero
incluso este odio aparecía muy templado en los prisioneros vete­
ranos. Daba la impresión de que, si bien se habían olvidado de
amar a sus familiares, también habían perdido la capacidad para
odiarlos. Los presos veteranos habían aprendido a dirigir contra
sí mismos gran parte de su agresividad, con lo que evitaban con­
flictos con los SS, mientras que los presos recién llegados dirigían
aún su agresividad hacia el mundo exterior y, cuando no les
vigilaban, contra los SS. Los prisioneros veteranos no mostraban
demasiadas emociones en uno u otro sentido; parecían incapaces
de albergar sentimientos intensos con respecto a alguien.
A los presos veteranos no les gustaba mencionar su anterior
categoría social ni las actividades que llevaban a cabo antes de
ingresar en el campo, mientras que los nuevos reclusos tendían
100 SOBRF.VIVIR

a jactarse de todo ello, como si quisieran proteger su autoestima


mostrando a los demás lo importantes que habían sido, lo cual,
de una manera muy obvia, daba a entender que seguían siéndolo.
Los prisioneros veteranos parecían haber aceptado su estado de
abatimiento y es probable que compararlo con su esplendor de
antes (todo resultaba magnífico al lado de la situación en que aho­
ra se encontraban) fuese demasiado deprimente.

En estrecha relación con las opiniones y actitudes de los


prisioneros en torno a sus familias se hallaban sus creencias y
esperanzas referentes a su vida después de que salieran del cam­
po. En este sentido los presos se embarcaban muy a menudo en
devaneos individuales y colectivos. Entregarse a ellos era uno
de los pasatiempos favoritos cuando el clima emocional que impe­
raba en todo el campo no era demasiado deprimente. Existía una
diferencia clara entre los devaneos de los presos nuevos y los de
los veteranos. Cuanto más tiempo llevase un preso en el campo,
más ajenos a la realidad eran sus devaneos o sueños diurnos. Tanto
era así que a menudo las esperanzas de los prisioneros veteranos
mostraban un cariz escatológico o mesiánico, lo cual concordaba
con su creencia de que sólo un acontecimiento como el fin del
mundo les devolvería la libertad. Los presos veteranos soñaban
despiertos con la guerra y la revolución mundiales que se aveci­
naban. Estaban convencidos de que saldrían del gran cataclismo
convertidos en los futuros líderes de Alemania y puede que inclu­
so del mundo. Era lo menos a que les daban derecho sus sufri­
mientos. Tan ambiciosas expectativas coexistían con una gran
vaguedad en torno a su futura vida privada. En sus devaneos
tenían la certeza de que serían los futuros secretarios de estado,
pero no estaban tan seguros de que seguirían viviendo con su
esposa e hijos. Estos sueños diurnos quedan explicados en parte
por el hecho de que los prisioneros parecían convencidos de
que solamente el desempeño de un alto cargo público les permi­
tiría recuperar su posición en el seno de la familia.
Las esperanzas y expectativas de los nuevos prisioneros en
torno a su vida futura se ajustaban mucho más a la realidad.
A pesar de la franca ambivalencia que mostraban en relación con
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 101

sus familias, en ningún momento dudaban de que seguirían


viviendo con ellas partiendo del punto en que habían tenido que
dejarlas. Tenían la esperanza de que su vida pública y profesional
seguiría los cauces anteriores.
La mayoría de las adaptaciones a la situación del campo que
se han citado hasta el momento fueron ejemplos de comporta­
miento más o menos individual, según nuestra definición del
mismo. De acuerdo con ésta, los cambios que se comentan a con­
tinuación, especialmente la regresión a un comportamiento infan­
til, fueron fenómenos de masas o colectivos. El autor opina, ba­
sándose en parte en la introspección y en parte en sus conversa­
ciones con los otros presos, pocos, que se daban cuenta de lo
que ocurría, que esta regresión no habría tenido lugar de no haber
ocurrido en todos los prisioneros. Además, si bien los presos no
se metían con la actitud de los demás ante su familia ni con los
devaneos ajenos, sí afirmaban su poder como grupo sobre aque­
llos presos que ponían reparos a las desviaciones del comporta­
miento adulto normal. A los que no mostraban dependencia
infantil respecto de los guardianes los acusaban de ser una ame­
naza para la seguridad del grupo, acusación que no carecía de
fundamento, ya que los SS siempre castigaban al grupo por el
mal comportamiento de los individuos que lo integraban. Por con­
siguiente, esta regresión a un comportamiento infantil resultaba
aún más inevitable que los demás tipos de comportamiento que
en el individuo imponía el impacto de las condiciones imperan­
tes en el campo.

R e g r e s ió n

Aparecían en los prisioneros unos tipos de comportamiento


que son característicos de la infancia o de la primera juventud.
Algunos de estos comportamientos se manifestaban poco a poco,
otros se imponían inmediatamente a los presos y el paso del
tiempo sólo aumentaba su intensidad.\Ya hemos hablado de algu­
nos de estos ejemplos de comportamiento más o menos infantil,
102 SOBREVIVIR

como la ambivalencia ante la familia, el abatimiento, el encontrar


más satisfacción en los devaneos que en la acción.
Es difícil saber con certeza si algunas de estas pautas de
comportamiento las produjo deliberadamente la Gestapo. En otros
casos es seguro que así fue, aunque no sabemos si lo hizo de
manera consciente. Hemos visto que incluso durante el transporte
los presos sufrían la clase de torturas que un padre cruel y
dominante podría infligir a un hijo indefenso. Convendría añadir
que también se degradaba a los presos por medio de técnicas que
se adentraban m u ^ fj^ ^ s ítiM g S n e s infantiles. Se les obliga­
ba a ensuciarse. En el campo la defecación estaba estrictamente
regulada; era uno de los acontecimientos más importantes de
cada día, y se comentaba con todo detalle. Durante el día los
presos que deseaban defecar tenían que pedir permiso a un guar­
dián. Parecía que fuese a repetirse el proceso de aprender a con­
trolar las necesidades. También daba la impresión de que a los
guardianes les producía placer la facultad de conceder o negar el
permiso para visitar las letrinas (apenas había inodoros). El pla­
cer de los guardianes tenía su equivalente en el que sentían los
prisioneros al visitar las letrinas, ya que, por lo general, allí
podían descansar unos instantes, a salvo de los latigazos que les
propinaban capataces y guardianes. Sin embargo, no siempre esta­
ban a salvo, puesto que a veces los guardianes jóvenes y empren­
dedores disfrutaban molestando a los presos incluso en tales mo­
mentos.
Para hablar entre sí los presos estaban obligados a tutearse,
cosa que en Alemania sólo los niños pequeños hacen de manera
indiscriminada; no se les permitía emplear ninguno de los nume­
rosos tratamientos a que están habituados los alemanes de clase
media y alta. En contraste con ello, debían dirigirse a los guar­
dianes con la mayor deferencia, utilizando todas las formas de
tratamiento.
Al igual que los niños, los presos vivían únicamente en el
presente inmediato; perdían la noción del tiempo; se volvían
incapaces de trazar planes para el futuro y de renunciar a satis­
facciones inmediatas para obtener otras mayores más adelante.
No podían establecer relaciones directas duraderas. Las amista­
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 103

des progresaban con la misma rapidez con que se esfumaban.


Como si fueran adolescentes, los prisioneros se peleaban encar­
nizadamente, declaraban que nunca volverían a mirarse ni a diri­
girse la palabra y a los pocos minutos volvían a ser la mar de ami­
gos. Eran jactanciosos, contaban historias sobre lo que habían
hecho en su vida anterior o sobre la facilidad con que tomaban
el pelo a los capataces y guardianes y saboteaban el trabajo. Al
igual que niños, no sentían la menor contrariedad ni vergüenza
cuando se sabía que todo era falso.
Otro factor que contribuía a la regresión a un comporta­
miento infantil era el trabajo que los presos estaban obligados
a realizar. A los nuevos prisioneros en especial se les obligaba a
ejecutar tareas estúpidas, tales como acarrear rocas pesadas de
un lado a otro y, al cabo de un rato, devolverlas a su lugar de ori­
gen. En otras ocasiones les ordenaban cavar agujeros con las
manos, pese a que había herramientas disponibles. A los prisio­
neros les molestaban estas tareas sin sentido, aunque lo cierto es
que debería haberles sido indiferente que su trabajo tuviera o no
utilidad. Se sentían degradados cuando les hacían realizar alguna
tarea «infantil» y estúpida, y preferían hacer algo más pesado
si con ello producían algo que pudiera calificarse de útil. No cabe
la menor duda, al parecer, de que los trabajos que ejecutaban,
así como los malos tratos que les infligía la Gestapo, contribuye­
ron a su desintegración como personas adultas.
El autor tuvo ocasión de entrevistar a varios prisioneros que
antes de ser internados en el campo ya habían pasado unos cuan­
tos años en la cárcel, algunos de ellos incomunicados. Aunque
fueron demasiado pocos para formular una generalización válida,
parece ser que pasar una temporada en la prisión no produce los
cambios de carácter que se describen en este artículo. En lo que
se refiere a la regresión a comportamientos infantiles, el único
rasgo común que al parecer tienen la cárcel y el campo de con­
centración es que en ambos sitios se impide a los reclusos satisfa­
cer sus deseos sexuales de manera normal, lo cual acaba por
hacerles temer la pérdida de su virilidad. En el campo este temor
reforzaba los otros factores perjudiciales para los tipos de com­
portamiento adulto y fomentaba el comportamiento infantil.
104 SOBREVIVIR

Cuando un preso llegaba a la última etapa de su ajuste a la


situación del campo es que había cambiado su personalidad para
aceptar como propios diversos valores de las SS. Unos cuantos
ejemplos ilustrarán de qué manera se expresaba esta aceptación.
Los SS consideraban, o fingían considerar, que los presos
eran la escoria de la tierra. Insistían en que ninguno de ellos
era mejor que los demás. Probablemente uno de los objetivos
de semejante actitud era convencer a los guardianes jóvenes que
recibían su instrucción en el campo de que eran superiores inclu­
so al más sobresaliente de los reclusos, así como demostrarles
que los antiguos enemigos de los nazis ahora estaban sometidos
y no merecían ninguna atención especial. Si a algún preso promi­
nente se le hubiese dispensado mejor trato que a los demás, los
guardianes hubiesen creído que seguía teniendo influencia; si el
trato hubiese sido peor, habrían imaginado que el preso era aún
peligroso.
Los nazis querían inculcar en los guardianes que incluso el
más leve grado de oposición al sistema llevaba a la destrucción
completa de la persona que osara oponerse a él, y que el grado
de oposición no influía en el castigo. Conversaciones esporádicas
con tales guardianes revelaron que creían realmente en una cons­
piración mundial de judíos y capitalistas contra el pueblo alemán.
Se suponía que toda persona que se opusiera a los nazis parti­
cipaba en dicha conspiración y, por lo tanto, debía ser destruida
con independencia del papel que jugase en ella. En vista de ello,
se comprende que los guardianes tratasen a los prisioneros como
si fuesen sus peores enemigos.
Los prisioneros se encontraban en una situación imposible a
causa de la continua intromisión de los guardianes y los demás
presos en su vida privada. A causa de ello, existía una gran
carga de agresividad acumulada. En el caso de los recién llegados
la agresividad se manifestaba de forma parecida a como lo habría
hecho fuera del campo. Sin embargo, los presos iban aceptando
poco a poco, como expresión de su agresividad verbal, términos
que sin duda no procedían de su vocabulario anterior, sino de otro
muy distinto: el que utilizaban los SS. De copiar la agresividad
verbal de los SS a copiar su agresividad física había únicamente
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 105

un paso, peto se necesitaban varios años para darlo. No era extra-


fio comprobar que, cuando tenían a su cargo otros presos, los
reclusos veteranos se comportaban peor que los SS. En algunos
casos lo hacían porque de este manera pretendían congraciarse
con los SS, pero era más frecuente que la considerasen la mejor
manera de tratar a los presos del campo.
Prácticamente todos los prisioneros que llevaban mucho tiem­
po en el campo adoptaban la actitud de los SS ante los presos
calificados de no aptos. Los recién llegados planteaban problemas
difíciles a los veteranos. Sus quejas sobre la existencia insoporta­
ble que se llevaba en el campo añadían un nuevo motivo de ten­
sión a la vida en los barracones. El mismo efecto tenía su inca­
pacidad para ajustarse. El mal comportamiento en los grupos
de trabajo ponía en peligro a todos sus integrantes. Por consi­
guiente, el recién llegado que no se ajustaba a su nueva vida
tendía a convertirse en un riesgo para sus compañeros. Además,
los débiles eran los más propensos a acabar traicionando a los
demás. De todos modos, como los débiles solían morir durante
las primeras semanas en el campo, algunos presos pensaban que
daba igual librarse de ellos antes. Así, pues, los prisioneros vete­
ranos a veces colaboraban en la eliminación de los «no aptos»,
incorporando así la ideología nazi en su propio comportamiento.
Era ésta una de las numerosas situaciones en que los presos vete­
ranos demostraban su dureza, ya que habían moldeado su forma
de tratar a los presos «no aptos» conforme al ejemplo de los SS.
Para protegerse a sí mismos era necesario eliminar a los prisio­
neros «no aptos»; sin embargo, la forma en que éstos a veces
eran torturados durante días y días por los presos veteranos, hasta
que morían, era algo heredado de la Gestapo.
Los presos veteranos que se identificaban con los hombres de
las SS no lo hacían sólo en lo referente al comportamiento agre­
sivo. Procuraban hacerse con prendas viejas del uniforme de las
SS. Si no lo conseguían, intentaban remendar y coser sus propios
uniformes de forma que se parecieran a los que usaban los guar­
dianes. En este sentido los prisioneros llegaban a extremos increí­
bles, especialmente si se tiene en cuenta que los SS los castiga­
ban por copiar sus uniformes. Cuando les preguntaban por qué
106 SOBREVIVIR

lo hacían, los veteranos reconocían que les encantaba parecerse


a los guardianes.
La identificación de los presos veteranos con los SS no termi­
naba en la emulación de su apariencia externa y comportamiento.
Los veteranos también aceptaban los objetivos y valores tle los
nazis, incluso cuando parecían contrarios a sus intereses propios v
Era horrible ver hasta qué extremo llevaban esta identificación
incluso los presos que poseían una buena educación política. En
un momento dado en la prensa norteamericana y en la inglesa
aparecieron numerosos artículos sobre las crueldades que se come­
tían en los campos. Los SS castigaron a los prisioneros por la
publicación de tales artículos, lo cual concordaba con su política
de castigar al grupo por lo que hiciera uno de sus miembros o
ex-miembros, toda vez que el origen de lo que decían los perió­
dicos tenía que ser forzosamente algún antiguo prisionero. Al
comentar el hecho, los presos veteranos insistían en que los
corresponsales y periódicos extranjeros no tenían por qué meter
las narices en las instituciones alemanas y expresaban el odio que
sentían por los periodistas que intentaban ayudarles.
El autor hizo la siguiente pregunta a más de un centenar de
presos políticos veteranos: «Si tengo suerte y consigo llegar a
tierra extranjera, ¿debo contar lo que ocurre en el campo y des­
pertar el interés del mundo libre?». Sólo dos de ellos manifesta­
ron sin ninguna duda que toda persona que lograse escapar de
Alemania tenía la obligación de combatir a los nazis como mejor
pudiera. Todos los demás albergaban la esperanza de que se
produjera una revolución alemana, pero no veían con buenos ojos
la intromisión de alguna potencia extranjera.
Cuando aceptaban como propios los valores nazis, los presos
veteranos no solían reconocerlo directamente, sino que explicaban
su comportamiento por medio de racionalizaciones. Por ejemplo,
los veteranos recogían desperdicios en el campo porque Alema­
nia andaba escasa de materias primas. Cuando se les hacía notar
que con ello ayudaban voluntariamente a los nazis, racionalizaban
que con ello también contribuían al enriquecimiento de la clase
obrera alemana. También cuando los presos se ocuparon de levan­
tar edificaciones para la Gestapo surgieron polémicas sobre si
INDIVIDUO y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 107

era necesario procurar construirlos bien. Los presos recién llega­


dos se mostraron partidarios del sabotaje, mientras que la mayo­
ría de los veteranos dijo que había que construir bien, indicando,
a modo de racionalización, que los edificios serían útiles para la
nueva Alemania. Cuando se les decía que la revolución tendría
que destruir las fortalezas de la Gestapo, los presos veteranos
recurrían a la afirmación general de que uno tenía que hacer
bien su trabajo, fuese cual fuese. Parece ser que la mayoría de los
presos veteranos era consciente de que no podría seguir trabajan­
do para la Gestapo a menos que se convenciera de que su trabajo
tenía algún sentido. Y eso era lo que había hecho.
Dos veces al día se pasaba lista a los prisioneros, tarea que a
menudo duraba varias horas y siempre parecía interminable. Algu­
nos presos veteranos se mostraban satisfechos de la perfección
con que habían permanecido en posición de firmes mientras se
pasaba lista. La única manera de explicarse semejante satisfacción
es que aquellos presos habían aceptado como propios los valores
de las SS; se enorgullecían de ser tan duros como los SS. Esta
identificación con sus torturadores llegaba al extremo de copiar
las cosáis que éstos hacían en sus ratos de ocio. Uno de los juegos
preferidos de los guardianes consistía en ver quién era capaz de
soportar más golpes sin quejarse. Algunos de los presos veteranos
copiaron dicho juego, como si no les hubiesen golpeado lo bas­
tante y ahora sintieran la necesidad de infligir dolor a sus compa­
ñeros de cautiverio.
Frecuentemente los hombres de las SS imponían reglas estú­
pidas inventadas caprichosamente por uno de ellos. Por lo gene­
ral, estas reglas se olvidaban muy pronto, pero siempre había
taños cuantos presos veteranos que seguían obedeciéndolas y recor­
dándoselas a los demás cuando la Gestapo ni siquiera se acordaba
de ellas. En una ocasión, por ejemplo, un guardián que estaba
inspeccionando la indumentaria de los prisioneros descubrió que
algunos llevaban los zapatos sucios por dentro. Ordenó que los
presos lavasen los zapatos por dentro y por fuera con agua y
jabón. Al ser tratados de aquella manera, los zapatos, qué ya eran
pesados de por sí, se volvían duros como piedras. La orden no
volvió a darse jamás y muchos prisioneros ni siquiera la cumplie­
108 SOBREVIVIR

ron la primera vez. A pesar de ello, algunos presos veteranos


no sólo siguieron lavando el interior de sus zapatos cada día, sino
que maldecían a los que no lo hacían y los tachaban de negli­
gentes y sucios. Aquellos prisioneros creían firmemente que las
reglas establecidas por los SS constituían una pauta deseable para
el comportamiento humano, al menos dentro del campo.
En su mayor parte los prisioneros veteranos también acepta­
ban los valores de las SS referentes a la raza, aunque la discrimi­
nación racial era algo ajeno a su esquema de valores antes de
que lo enviasen al campo de concentración. Aceptaban como
verdadera la afirmación de que Alemania necesitaba más espacio
vital ( Lebetisraum), aunque añadían: «mientras no exista una
federación mundial»; y creían en la superioridad de la raza ale­
mana. Hay que hacer hincapié en que ello no era fruto de ninguna
clase de propaganda por parte de los SS. Estos no se esforzaban
en tal sentido, sino que insistían en que les <laba igual lo que
pensaran los presos siempre y cuando estuviesen llenos de temor
de las SS. Además, insistían en que de todos modos impedirían
que los presos expresaran sus opiniones. Resulta sorprendente,
sobre todo si se tiene en cuenta el comportamiento de los presos
veteranos, ver que los SS parecían convencidos de que era impo­
sible ganarse la aprobación de los reclusos después de haberlos
sometido a torturas.
Entre los prisioneros veteranos se advertían otros indicios de
su deseo de aceptar a los SS por motivos que en modo alguno
podían ser fruto de la propaganda. Parece ser que una vez adop­
taban una actfoqd infanril^oijüosJ^u,.Io8 presos deseaban recfbir
üñTtrato'justo y bondadoso de ellos, o al menos de aquellos SS
a quíénes habían aceptado como figuras paternas y todopoderosas.
Dividían sus sentimientos positivos y negativos (por extraño que
parezca tenían sentimientos positivos) hacia los SS de tal manera
que todas las emociones positivas tendían a concentrarse en unos
cuantos SS que ocupaban puestos bastante elevados en la jerar­
quía administrativa del campo, aunque raras veces las concentra­
ban en el gobernador del mismo. Los prisioneros veteranos insis­
tían en que aquellos agentes ocultaban nociones de justicia y
decencia debajo de su dura superficie; les suponían sinceramente
INDIVIDUO Y MASA EN SITUACIONES LÍMITE 109

interesados por los reclusos e incluso por ayudarles, aunque fuera


modestamente. Dado que en el modo de actuar de los SS en
cuestión jamás se reflejaban aquellos supuestos sentimientos, los
presos explicaban que era porque disimulaban para poder seguir
ayudando a los reclusos. Daba pena ver el empeño con que los
presos intentaban demostrar semejantes teorías. Surgió una ver­
dadera leyenda en tomo al hecho de que, cuando dos suboficiales
se disponían a inspeccionar un barracón, uno de ellos se limpió
el barro de las botas antes de entrar. Probablemente lo hizo de
manera automática, pero el gesto fue interpretado como una
repulsa al otro SS y como demostración clara de lo que pensaba
del campo de concentración.
Después de hablar tanto sobre la tendencia de los presos
veteranos a imitar a los SS e identificarse con ellos, conviene
poner de relieve que ésta era sólo una parte de la cuestión. El
autor ha procurado concentrarse en los mecanismos psicológicos
del comportamiento colectivo que le parecieron interesantes en
lugar de informar sobre pautas de comportamiento que ya son
conocidas de todos o resultan previsibles en circunstancias como
aquellas. Los mismos presos veteranos que se identificaban con
los SS les plantaban cara en otros momentos, demostrando un
valor extraordinario al hacerlo.

A juicio del autor, el campo de concentración tiene una


importancia que va mucho más allá del hecho de ser el lugar
donde la Gestapo se vengaba de sus enemigos. Era el principal
lugar de entrenamiento de los jóvenes soldados de la Gestapo
que se proponían gobernar y mantener el orden en Alemania y
en todas las naciones conquistadas; era el laboratorio donde la
Gestapo inventaba métodos para convertir a ciudadanos libres y
rectos, no en esclavos refunfuñones, sino en siervos que en mu­
chos aspectos aceptasen los valores de sus amos.
Parece ser que las cosas que de manera extrema sucedieron
a los prisioneros que pasaron varios años en un campo de concen­
tración sucedieron también, aunque a menor escala, a la mayoría
de los habitantes de aquel inmenso campo de concentración llama­
do la «Gran Alemania». También les hubiese podido suceder a
110 SOBREVIVIR

los habitantes de los países ocupados de no haber sido capaces


de organizar grupos de resistencia. El sistema era demasiado fuer­
te para que un individuo pudiera librarse del dominio que ejer­
cía sobre su vida emocional, especialmente cuando se encontraba
en medio de un grupo que había aceptado más o menos el sistema
nazi. Resultaba más fácil ofrecer resistencia a la presión de la
Gestapo y de los nazis si uno funcionaba como individuo; la Ges­
tapo parecía saberlo y, por consiguiente, insistía en obligar a
todos los individuos a integrarse en grupos que era más fácil
supervisar.
Entre los métodos utilizados para combatir el individualismo
cabe citar el sistema de rehenes y el castigo de todo el grupo por
las acciones de uno de sus miembros; no permitir que nadie se
comportase de modo distinto a la norma establecida por el gru­
po, fuese cual fuese dicha norma; desaprobar todo tipo de acti­
vidades solitarias, etcétera.
Al parecer, el principal objetivo de los esfuerzos nazis consis­
tía en producir en sus víctimas actitudes infantiles y una depen­
dencia igualmente infantil respecto de la voluntad de sus líderes.
La forma más eficaz de romper este objetivo parecía ser la
formación de grupos democráticos de resistencia integrados por
personas independientes, maduras y seguras de sí mismas que se
apoyasen mutuamente para seguir resistiendo. De no formarse
esos grupos, resultaba muy difícil no verse sometido al lento
proceso de desintegración de la personalidad ocasionado por la
presión incesante de la Gestapo y del sistema nazi.
El campo de concentración era el laboratorio de la Gestapo
para someter, no sólo a los hombres libres, sino especialmente a
los enemigos más ardientes del sistema nazi, a un proceso de
desintegración como individuos autónomos. Deberían estudiarlo
todas las personas que deseen comprender lo que le sucede a una
población sometida a los métodos del sistema nazi.
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS

Mi tarea no consiste en ocuparme de los muertos, sino de los


vivos. Los detalles del holocausto nazi ya son tema apropiado
para los historiadores; lo que a mí me interesa es su significa­
do para la generación actual. Esta generación no debería tergi­
versar lo que significa el holocausto, no sólo por las cosas terri­
bles que unas personas corrientes hicieron a otras personas
corrientes hace apenas una generación, sino por la advertencia que
contiene para el hombre de hoy.
Es comprensible que deseemos olvidar las perspectivas pro­
fundamente turbadoras que sobre el hombre abre el holocausto: el
hombre como destructor desenfrenado y como víctima despojada
de toda defensa. El carácter horrible de lo que deberíamos
comprender e incorporar a nuestra visión del mundo en forma de
advertencia terrible nos induce a no afrontar la verdadera natura­
leza del problema, para lo cual recurrimos a la negación de algu­
nos de sus aspectos más inquietantes y a la deformación de otros.
Nada de todo esto es nuevo. Desde el mismo principio de la
larga serie de acontecimientos que ahora llamamos «el holocaus­
to nazi», los mecanismos psicológicos utilizados para afrontarla
no han sido el reconocimiento de los hechos, la correcta valora­
ción e interpretación de lo que los mismos entrañan y el dominio
del acontecimiento sobre esta base. En vez de ello, hemos em­
pleado varias estratagemas distanciadoras, falsas analogías y sim­
ples negaciones, todo ello con el fin de no tener que aceptar la
siniestra realidad.
112 SOBREVIVIR

La negación es la más antigua, primitiva, inadecuada e inefi­


caz de todas las defensas psicológicas utilizadas por el hombre.
Cuando el hecho que se niega es potencialmente destructivo, la
negación es la más perniciosa de las defensas psicológicas, ya que
no permite tomar las medidas apropiadas para protegerse de los
peligros verdaderos. La negación, por lo tanto, deja al individuo
en una posición sumamente vulnerable ante los peligros de los
que ha tratado de defenderse.
Hace poco una superviviente judía de los campos de concen­
tración dijo en la televisión que no conocía la existencia de tales
campos cuando la trasladaron allí desde su Hungría natal. Dudo
que sea cierto, ya que desde el mismo nacimiento del nazismo en
1933 Hitler y todos los nazis declararon públicamente, en incon­
tables ocasiones, que harían de Alemania una nación judenrein,
es dedr, que expulsarían a todos los judíos de Alemania y de los
demás países que cayeran en su poder. Además, los nazis decla­
raron que si había guerra, al terminar ésta no quedaría un solo
judío vivo en Europa.
/Los insultos y vilipendios contra los judíos existieron desde
el momento en que los nazis subieron al poder, e incluso desde
antes. Los nazis hicieron propaganda de los campos de concen­
tración, utilizándolos deliberadamente como amenaza para intimi­
dar y someter a sus oponentes e incluso a sus propios partidarios
cuando éstos manifestaban alguna señal de opinar con indepen­
dencia.! Tanto era así que la gente decía a menudo: Lieber Gott,
rnach mich stumm, dass icb nicht ttach Dachau kamrn («Oh, Se­
ñor, hazme mudo para que no me envíen a Dachau»).
Así, pues, cuando después de la guerra algunos alemanes afir­
maron que no sabían nada de los campos de concentración — sobre
los que tanto habían leído en la prensa como aviso para que no
transgredieran las reglas de los nazis— o bien mentían descara­
damente o se debía a que habían querido ignorar lo que tan fácil
les hubiese resultado saber pero que (inconscientemente) optaron
por desconocer. En este contexto hay que recordar que la nega­
ción, incluso cuando empieza en forma de proceso consciente, no
tarda en hacerse inconsciente; de no ser así, en ningún caso fun­
cionaría tan bien y tan completamente.
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 113

Si bien la existencia de los campos de concentración era del


dominio público, la de los campos de exterminio tendía a tratarse
como un secreto mal guardado. Mal guardado porque se había
anunciado públicamente que después de la guerra no quedaría
ningún judío en Europa. Mal guardado porque cualquier persona,
en caso de desearlo, podía enterarse de la existencia de tales
campos, ya que eran demasiados los individuos relacionados con
los mismos y también porque jamás volvía a saberse de aquellos
a quienes mandaban allí. Las embajadas de los países neutrales,
el Vaticano, el gobierno de Estados Unidos y los de las demás
naciones aliadas, así como otras muchas entidades oficiales, esta­
ban perfectamente enterados de la existencia de los campos de
exterminio. Por consiguiente, quien quisiera podía enterarse del
exterminio de los judíos y se hicieron muchos esfuerzos por
difundir esta información entre los propios judíos. A pesar de
todo ello, los campos de exterminio fueron considerados un secre­
to oficial y existe una razón interesante para ello.
En realidad, el exterminio sistemático de los judíos comenzó
después de la entrada en guerra de los Estados Unidos, cuando
la derrota de Alemania empezó a parecer probable. Entonces
los nazis comprendieron que no conseguirían elim inar a todos los
judíos antes del fin de la contienda si seguían matándolos como
hasta entonces, es decir, de forma generalizada pero un tanto
fortuita. Si Alemania hubiese ganado la guerra, es probable que
el exterminio hubiera proseguido de forma más paulatina, ya que
se pensó seriamente en iniciar un programa de esterilización de
todos los hombres o mujeres judíos (o ambos), programa que
preveía dejar que los judíos que ya existían muriesen de muerte
natural, cuando les llegase la hora, y hasta entonces aprovecharlos
como trabajadores forzados. También este programa hubiese cum­
plido el objetivo de librar a Europa de judíos. Pero ante la seria
perspectiva de una derrota alemana, se aceleró considerablemente
la solución final del problema judío.*
Al principio las cámaras de gas no se utilizaron para eliminar
a los judíos, sino como parte del denominado «programa de euta­
nasia», es decir, la eliminación de todos los seres a los que los
nazis consideraban tarados: retrasados mentales y personas inter-

8 . — BBTTELBBIU
114 SOBREVIVIR

nadas en hospitales psiquiátricos. Fue éste el primer grupo al que


se exterminó sistemáticamente (bastantes de sus componentes
murieron en las primeras cámaras de gas ambulantes). Aunque
este programa de exterminio se llevó a cabo disimuladamente (al
principio se dijo que a aquellas personas se les iba a someter a
un tratamiento nuevo y potencialmente peligroso, que ofrecía
algunas probabilidades de éxito aunque entrañaba serios peligros
de muerte, etcétera), no tardó en saberse lo que estaba ocurriendo
en realidad.f Fue tan fuerte la reacción que contra esta matanza
de enfermos mentales se dejó sentir entre los líderes religiosos y el
pueblo llano que, a pesar de la intensa campaña propagandística
que se había puesto en marcha, y muy en contra de sus deseos,
los nazis tuvieron que interrumpir aquel importante capítulo de
su programa oficial de eugenesia. Esto demuestra que cuando ante
una realidad desagradable no se recurre a la negación, sino que
se le hace frente directamente, hasta el más despiadado régimen
totalitario puede verse obligado a dar marcha atrás debido a la
acción decidida de la gente.
Sin embargo, no se hizo sentir ninguna reacción pública y
generalizada como aquélla contra la persecución de los judíos, ni
contra las matanzas fortuitas de grandes masas de ellos, ni siquie­
ra contra el exterminio de todos ellos. Muy al contrario. En todo
caso, la abrumadora mayoría del pueblo alemán pareció aplaudir
la persecución de los judíos o condonarla pecando por omisión,
pese a que se alzaron algunas voces aisladas de protesta.1 A estas

1. Hoy día, después de tantos años, se olvida fácilmente que fueron mucho
los alemanes —en modo alguno sólo los nazis— que obtuvieron ventajas tangibles
de la persecución de los judíos. En su inmensa mayoría, los israelitas poseían
empresas comerciales 11 ocupaban cargos lucrativos, mientras que casi todos poseían
buenas casas. Se les privó de éstas, que fueron entregadas a alemanes. Durante el
último afio antes de la guerra, cuando emigraban al extranjero, los judíos no
podían llevarse sus bienes consigo, y lo mismo ocurrió durante la contienda cuando
los enviaron primero a los ghettos de Polonia y después a los campos. Antes que
ver a los nazis en poder de sus bienes, los judíos que pensaban emigrar daban
sus objetos de arte, joyas, muebles y ropa a sus amistades no judías, ya fuese como
regalo o para que se los guardaran. E l resultado final era siempre el mismo: los
judíos morían en los campos 7 no quedaba nadie para redamar los objetos valiosos.
Si la empresa o el puesto de trabajo que daban sustento a una familia judía iba
a manos de una familia de alemanes no judíos, su hogar • otra y sus bienes a
otras tres o cuatro, por lo menos cinco o más familias alemanas se beneficiaban en
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 115

escasas voces se las podía suprimir fácilmente y el gobierno no


les prestaba atención, ya que nadie las secundaba.
Hasta cierto punto la ausencia de oposición se debió a la in­
tensa propaganda antisemita y al hecho de que al principio los
tornillos que privaban a los judíos de espacio para respirar fueron
apretados lentamente. Resultaría pesado repetir aquí las sucesivas
medidas que primero convirtieron a los judíos en ciudadanos de
segunda clase, luego les despojaron de todos sus derechos civiles
y les impidieron ejercer sus profesiones, después les prohibieron
ganarse la vida y asistir a reuniones públicas, al mismo tiempo
que sus hijos eran excluidos de la escuela; de qué manera pri­
mero se ridiculizó a los judíos públicamente, luego se les atacó
físicamente, después se les encarceló y finalmente se les internó
en los campos.
Durante un tiempo se hicieron distingos en la aplicación de
estas medidas: por ejemplo, los judíos que habían servido en la
primera guerra mundial estaban exentos de algunas de ellas, etcé­
tera. Ante cada medida nueva, los judíos podían engañarse a sí
mismos diciéndose que, por muy terribles que fuesen las penali­
dades que se les imponían, de alguna manera se las arreglarían
para seguir, viviendo. Cada vez que se promulgaba una nueva
disposición podían engañarse a sí mismos pensando que era la
última dirigida contra ellos. Al principio habían creído que las
amenazas eran pura propaganda destinada a hacer prosélitos para
los nazis y a satisfacer a sus partidarios más antiguos, pero pronto
comprobaron que no era así. A medida que aumentaban las priva­
ciones, más necesitaban los judíos tomar medidas para protegerse.
Pero, por desgracia para muchos de ellos, las medidas de protec­
ción que tomaron consistieron en la negación, con el fin de no
ceder, ni abandonarse a la desesperación, ni suicidarse. Cada nue­
va vejación — insultos, palizas, deportaciones— empujaba a los
judíos a unirse a uno de los dos grupos opuestos.
Los que en lugar de recurrir a la negación veían las cosas tal

gran medida de la persecución sufrida por una sola familia judía. Razón suficiente
si no para alegrarse al menos pata no poner reparos a una política que las enri­
quecía considerablemente sin tener que hacer ningún esfuerzo.
116 SOBREVIVIS

como eran estaban cada vez más convencidos de que la única


forma de salvarse era huyendo. Si bien hasta cierto punto de la
campaña antijudía se habían mostrado dispuestos a sufrir antes,
que abandonar todo lo que poseían, con el tiempo se dieron cuen­
ta de que renunciar a casi todo lo que apreciaban, incluyendo la
totalidad de sus bienes materiales, era el precio pequeño y nece­
sario de la simple supervivencia. En su mayoría consiguieron
escapar, aunque muchos de ellos se vieron atrapados más adelante
cuando los alemanes ocuparon los países donde se habían refu­
giado.
En contraste, los que habían optado por la negación trataban
de autoconvencerse de que las cosas no podían empeorar; que
los ladridos de los nazis, por muy desagradables que resultasen,
eran peores que sus mordiscos; que si bien a otros judíos los
internaban en los campos, ellos se librarían de tal suerte por
alguna u otra razón. A cada nuevo golpe había que aumentar la
negación y hacer que abarcase aspectos más amplios para seguir
funcionando. Es por esto que al final estos judíos ignoraban lo
que fácilmente habrían podido averiguar de no haber cerrado los
ojos para que lo insufrible pareciese soportable.
Algunos judíos, por ejemplo, consiguieron escapar y volver a
Varsovia, donde advirtieron a los demás que en los campos mata­
ban a los judíos. Les riñeron por propagar semejantes rumores
y les ordenaron guardar silencio, porque lo que necesitaban los
judíos era consuelo y no más preocupaciones. La razón por la
que no hacían caso a las voces de aviso, por la que se negaban
a ver la realidad, era el deseo de seguir negando lo que estaba
sucediendo.
Si semejante comportamiento parece extraño, recuérdese que,
como es bien sabido, los enfermos de cáncer incurable hacen fren­
te a su suerte con uno o dos estados de ánimo opuestos. Los que
afrontan con realismo lo que el futuro les depara no tardan en
adquirir una gran ecuanimidad mental. La mayoría, en cambio,
cuanto más se acerca el fin, más se empeñan en negar su proxi­
midad. Afirman que están mejorando y trazan planes ambiciosos,
faltos de realismo e incluso ilusorios para el futuro.
Si un enfermo de cáncer incurable se empeña en negar su
EL HQLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 117

situación, ello no cambia nada lo que va a sucederle, aunque le


hace más fácil soportar la difícil prueba, lo cual es el propósito
inconsciente de la negación. Sin embargo, a los judíos que bajo
el régimen hitleriano recurrían a la negación por la misma razón
fundamental, hacer más soportable el trance, su actitud les impi­
dió hacer lo que realmente hubiesen podido hacer y de esta ma­
neta les privó de toda posibilidad de salvarse. La negación les
impidió preparar la huida; o esconderse; o disponerse a devolver
los golpes, por ejemplo uniéndose a los grupos de partisanos.
La negación no estaba restringida a los judíos de Europa, los
cuales tenían al menos la excusa de su terrible situación para
recurrir a una defensa psicológica tan desesperada e ineficaz, sino
que era también la actitud característica de los países occiden­
tales, incluyendo en gran medida a los Estados Unidos. En su
mayor ?arte, las naciones que optaron por la negación lo hicie­
ron principalmente por razones egoístas. Desde 1933 hasta el
comienzo de la guerra, es decir, durante más de seis años, los
nazis se mostraron más que dispuestos a permitir la salida de
los judíos. A decir verdad, hicieron todo lo posible para quitár­
selos de encima, siempre y cuando dejaran todos sus bienes en
Alemania. Pero ningún país, sin excluir a los Estados Unidos, aco­
gió más que a un insignificante número de inmigrantes. Una vez
más tal actitud se basó en la negación: las cosas no les iban tan
mal a los judíos; los nazis no hablaban realmente en serio,
etcétera.
Más adelante, cuando la política de exterminio ya funcionaba
a toda máquina y cuando el gobierno de Estados Unidos estaba
enterado de ello, los nazis se brindaron a hacer un pacto clandes­
tino con grupos de judíos norteamericanos: dejarían marchar a
los judíos a cambio de recibir cierto número de camiones. (Pri­
mero habían pedido material de guerra, pero al comprender que
ello no era posible, redujeron su demanda a camiones.) Cuando
los negociadores norteamericanos preguntaron cómo podían fiarse
de que Alemania mantendría su promesa, los nazis efectuaron
un pago al contado. Sin que se lo sugirieran o lo solicitasen los
norteamericanos, los nazis llenaron un tren de judíos y lo depo­
sitaron en Suiza sin cobrar nada, para demostrar que los judíos
118 SOBREVIVIR

no tenían ningún valor para ellos y que lo único que querían


era librarse de los mismos. Después de eso, cuando ya era obvio
que los nazis iban en serio, las negociaciones quedaron interrum­
pidas porque el gobierno norteamericano no autorizó el pacto.2
Cabría argüir que los camiones hubiesen contribuido al es­
fuerzo bélico de los nazis. Pero incluso antes de que empezase la
guerra había llegado a las costas norteamericanas un buque car­
gado de judíos alemanes a quienes no se había permitido desem­
barcar. Al final fueron devueltos a Europa, donde la mayoría de
ellos perecerían más tarde al atraparlos los nazis en los países
donde se habían refugiado. En 1939 se presentó ante el Congreso
un proyecto de ley cuyo fin era salvar al menos a unos cuantos
niños judíos alemanes permitiendo que 10.000 de ellos inmigra­
sen durante el período 1939-1940 al amparo de un cupo especial.3
No habrían abarrotado el mercado laboral porque todos ellos eran
menores de catorce años y los hubiesen acogido familias pudien­
tes de judíos norteamericanos que estaban dispuestas a educarlos
como si fuesen sus propios hijos y que garantizaban que los
inmigrantes no se convertirían en una carga económica para nadie.
Sin embargo, el presidente Roosevelt se negó a sancionar el pro­
yecto de ley pese a los ruegos de la comunidad judía de los Esta­
dos Unidos. Debido a la falta de interés del presidente y del
Congreso el proyecto murió a su paso por los comités judiciales.
Estas negativas a salvar a los judíos condenados resultaron mucho
más fáciles a causa de la negación general de lo que la suerte les
deparaba, pese a que los nazis habían manifestado claramente
cuáles eran sus intenciones.
La explicación de todo esto es que resulta más fácil negar la
realidad cuando para hacerle frente habría que tomar medidas
desagradables, difíciles o caras. No tomar tales medidas por egoís­
mo provocaría sentimientos de culpabilidad, de manera que, para

2. Para detalles de estas negociaciones, asi como del buque de refugiados a


los que no se permitió desembarcar en los Estados Unidos, véase, por ejemplo,
Arthur D. Morse, While six militan died: a cbronicle of American epatby, Random
House, Nueva York, 1967.
3. E l llamado «Wagner-Rogers Child Refugee Bill» o «proyecto de ley Wagner-
Rogers para niños refugiados».
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN HK&yUÉS

no sentirse culpable por no hacer nada, se niega la realidad y la


vida resulta más fácil, al menos de momento y siempre que uno
haga caso omiso de las consecuencias que ia negación tenga para-
uno mismo o para los demás.
Como ya hemos dicho, la negación es el más primitivo de
todos los mecanismos psicológicos de defensa. Ante un hecho
desagradable, el niño pequeño insistirá en negarlo. Por lo gene­
ral, a medida que envejecemos dejamos de utilizar esta defensa
primitiva al enfrentarnos con hechos incontrovertibles. Sin em­
bargo, cuando la angustia se hace abrumadora, incluso los adultos
normales tienden a la regresión hacia esta defensa. Es por esto
que los judíos sometidos a la dominación nazi, ante unos hechos
evidentes pero presos de una angustia mortal, recurrieron a una
negación tan intensa que en otras circuhstancias se hubiera consi­
derado fruto del delirio.
-Los norteamericanos negaron la realidad de los campos de
exterminio porque ésta era la forma más sencilla de evitar el
hacer frente a una verdad desagradable. Cuando ya no pudieron
seguir haciéndose los ciegos ante lo que millares de personas
habían visto con sus propios ojos, los norteamericanos empezaron
a utilizar mecanismos de defensa más sutiles y complicados para
no hacer frente a lo que había sido el holocausto.\En cierta me­
dida imaginarlo hubiese equivalido a experimentarlo. Mejor, pues,
tacharlo de inimaginable, indecible, porque sólo entonces era
posible no hacer frente a todo el horror de lo sucedido en detalle,
lo cual hubiese provocado fuertes sentimientos de turbación, cul­
pabilidad y angustia. Este tipo más sutil de mecanismos psicoló­
gicos de defensa sigue dominando a muchos norteamericanos
cuando tratan de dilucidar el verdadero significado del holocausto.

Para empezar, no fueron las infortunadas víctimas de los nazis


quienes dieron el nombre de «holocausto» a la suerte incompren­
sible y de todo punto incontrolable que les tocó correr. Fueron
los norteamericanos quienes aplicaron este término artificial y
sumamente técnico al exterminio de los judíos europeos por parte
de los1nazis. Pero si bien al calificar el hecho de vil asesinato
en masa sentimos una revulsión inmediata y poderosa, cuando
120 SOBREVIVIR

para designarlo utilizamos una palabra técnica y poco frecuente


primero tenemos que traducirla mentalmente a un lenguaje que
tenga sentido desde el punto de vista emocional. El empleo de
términos técnicos o creados especialmente en lugar de palabras
sacadas de nuestro vocabulario corriente es una de las estrata­
gemas distanciadoras más conocidas y frecuentes, ya que separa
la experiencia intelectual de la emocional. Hablar de «el holo­
causto» nos permite gobernarlo intelectualmente, mientras que
si nos refiriésemos a los crudos hechos con su nombre corriente,
nos sentiríamos emocionalmente abrumados, porque fue una
catástrofe que escapa a nuestra comprensión, que rebasa los lími­
tes de nuestra imaginación, a menos que, en contra de nuestros
deseos, las obliguemos a abarcar tan terribles sucesos.
Los circunloquios lingüísticos empezaron cuando nada había
salido atín de la fase de planificación. Incluso los nazis, que solían
ser propensos a la grosería en sus palabras y actos, rehusaron
afrontar abiertamente lo que estaban tramando y dieron al vil
asesinato en masa el nombre de «solución final del problema ju­
dío». Después de todo, la resolución de un problema puede pre­
sentarse como una empresa honorable, siempre y cuando no ten­
gamos que reconocer que la solución que nos disponemos a iniciar
consiste en el asesinato perverso y en modo alguno provocado
de millones de hombres, mujeres y niños indefensos. Los jueces
de Nuremberg ante los que comparecieron los criminales nazis
siguieron el ejemplo de éstos y acuñaron un neologismo, a modo
de circunloquio, utilizando una raíz griega y otra latina: geno­
cidio. Estos términos técnicos creados artificialmente no consiguen
establecer relación alguna con nuestros sentimientos más vivos.
El horror ante el asesinato forma parte de nuestro patrimonio
común como seres humanos. Desde la más tierna infancia despierta
en nosotros un violento aborrecimiento. Por consiguiente, sea
cual sea la forma en que se nos presente, deberíamos llamarlo
por su nombre propio en vez de disimularlo detrás de términos
corteses y eruditos formados con palabras clásicas.
Llamar a este vil asesinato en masa «el holocausto» no es
darle un nombre especial que ponga de relieve su singularidad
y que, con el paso del tiempo, permitiría que la palabra suscitase
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 121
unos sentimientos afines a los hechos a que se refiere. La defini­
ción correcta de «holocausto» es «sacrificio por medio del fuego».
Como tal, forma parte del lenguaje del salmista y es una palabra
que tiene sentido para todos los que conozcan un poco la Biblia,
una palabra repleta de fuertes connotaciones emocionales. Al
emplear el término «holocausto» se establecen unas asociaciones
totalmente falsas por medio de connotaciones conscientes e incons­
cientes entre el más perverso de los asesinatos en masa y unos
rituales antiguos de naturaleza hondamente religiosa.
Utilizar una palabra dotada de tan fuertes connotaciones reli­
giosas inconscientes al hablar del asesinato de millones de judíos
despoja a las víctimas de tan abominable crimen de lo único que
Ies quedaba: su singularidad. Llamar «sacrificio por medio del
fuego» al más insensible, al más brutal, al más horroroso, al más
atroz dq los asesinatos en masa es un sacrilegio, una profanación
de Dios y del hombre.
El martirio forma parte de nuestro patrimonio religioso. El
mártir que perece en la hoguera es un sacrificio por medio del
fuego a su dios. Y es cierto que, después de asfixiarlos, quemaban
los cadáveres de los judíos. Pero creo que nos engañamos al pen­
sar que utilizando este término honramos a las víctimas del asesi­
nato sistemático porque hay en él las más altas connotaciones
morales. Al hacerlo conectamos, por razones psicológicas propias,
lo que sucedió en los campos de exterminio con unos aconteci­
mientos históricos que lamentamos profundamente pero que tam­
bién nos inspiran gran admiración. Y lo hacemos porque ello
nos permite afrontarlo más fácilmente, sólo que lo que afronta­
mos es nuestra imagen deformada de los hechos en vez de éstos
tal como en realidad sucedieron.
Al llamar «mártires» a las víctimas de los nazis, falsificamos
su destino. El verdadero significado de la palabra «mártir», según
el Oxford English Dictionary, es: «persona que sufre voluntaria­
mente la pena de muerte por negarse a renunciar a su fe». Los
nazis se aseguraron de que nadie pudiera creer equivocadamente
que sus víctimas eran asesinadas por sus creencias religiosas. Nin­
guna de ellas se habría salvado renunciando a su fe. Los judíos
que se habían convertido al cristianismo fueron asfixiados con
122 SOBREVIVIR

gas, como también lo fueron los judíos ateos y los profundamente


religiosos. No murieron por ninguna convicción ni, huelga decirlo,
por su gusto.
Millones de judíos fueron asesinados sistemáticamente, como
lo fueron también otros «indeseables» en número incalculable,
no a causa de sus convicciones, sino porque eran un obstáculo
para la realización de una ilusión. Ni murieron por sus convic­
ciones ni fueron asesinados a causa de ellas, sino que lo fueron
solamente a consecuencia del concepto erróneo que tenían los
nazis de lo que hacía falta para proteger la pureza de su supuesta
superioridad racial y para garantizar el espacio vital al que creían
tener derecho. Así, pues, todos estos millones de personas fueron
asesinados por una idea, pero no murieron por ella.
Después de ser tratados brutalmente, desposeídos de su con­
dición humana, despojados de su ropa, millones de personas
— hombres, mujeres y niños— eran divididos entre los que de­
bían ser asesinados inmediatamente y los que ofrecían alguna
utilidad a corto plazo como trabajadores forzados. Sin embargo,
después de un breve intervalo, también éstos eran conducidos
como un rebaño a las cámaras de gas, las mismas en las que los
otros habían sido asesinados inmediatamente. Allí eran asfixiados
para que en sus últimos momentos no pudieran evitar luchar unos
con otros por una última bocanada de aire.
Llamar «mártires» o «sacrificio por medio del fuego» a las
infortunadas víctimas de una ilusión asesina, de unos instintos
destructivos desenfrenados, es una deformación que nos hemos
inventado para encontrar consuelo, por pequeño que sea; es pre­
tender que el más cruel de los asesinatos en masa tuvo algún
significado profundo; que de alguna forma las víctimas se ofre­
cieron voluntariamente o fueron sacrificadas en aras de alguna
causa elevada. Las despoja del último reconocimiento que les ca­
bía esperar, les niega la última dignidad que podíamos otorgarles:
afrontar y aceptar por qué murieron, sin embellecerlo por el
reducido alivio psicológico que ello pueda darnos.
Nos sentiríamos mucho mejor si las víctimas lo hubiesen sido
por. gusto. A causa de ello, buscamos alivio emocional ocupán­
donos preferentemente de la pequeña minoría que sí ejerció cierta
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 123

elección: los luchadores de la resistencia del ghetto de Varsovia,


por ejemplo, y otros como ellos. Pasamos fácilmente por alto el
hecho de que estas personas empezaron a devolver los golpes
cuando ya todo estaba perdido, cuando ya había sido exterminada,
sin que ofreciera resistencia, la inmensa mayoría de los judíos
a los que se había obligado a concentrarse en los ghettos. Por
supuesto que merece nuestra admiración el puñado de personas
que al final luchó por su supervivencia y sus convicciones, arries­
gando y perdiendo la vida con ello; sus hazañas son un estímulo
para nosotros. Pero cuanto más insistamos en estos pocos, mayor
es la injusticia que hacemos al recuerdo de los millones que
murieron asesinados, que se entregaron sin devolver los golpes,
porque con ello les negamos la única cosa que hasta el último
momento fue suya y nada más que suya: su destino.

Hay libros y otras publicaciones que tratan de presentar los


hechos, con el fin de que sepamos lo que ha ocurrido. Hay otros
escritos que buscan el significado de estos hechos terribles; y se
les ha dado forma poética. Otros expresan el sentimiento de
culpabilidad de los supervivientes, el duelo por los fallecidos.
Desgraciadamente, a medida que pasa el tiempo se va prestando
cada vez menos atención a estos aspectos. Al parecer, lo que
ahora interesa son los libros y películas que explotan el destino
de estas víctimas infortunadas. Los más serios procuran propor­
cionarnos cierto alivio psicológico. En esencia las obras de esta
clase se dividen en tres tipos: en el primero las víctimas infortu­
nadas se ven elevadas a la categoría de héroes; en el segundo su
destino es reducido al nivel de lo cotidiano; en el último se hace
que lo que les ocurrió parezca insignificante, para lo cual se aparta
la atención de ello y se concentra exclusivamente en los supervi­
vientes, a los que también se convierte en algo que no eran ni
son ahora.
Existen otras formas, mucho más repugnantes, de aprovechar
lo que ocurrió en los campos de exterminio. Entre ellas se en­
cuentran las novelas y películas que se valen de los cadáveres de
los campos de muerte para despertar y satisfacer una curiosidad
morbosa, o como fondo de una comedia barata. También se hacen
124 SOBREVIVIR

Acfiw»wins encaminados a negar validez a los campos de exterminio


afirmando que nunca existieron, o apartando nuestra atención de
las víctimas para dirigirla a sus asesinos, que nos son presentados
bajo una luz favorable, como personajes «interesantes».
El mecanismo psicológico más serio y frecuente en nuestros
días para distraernos de los campos de muerte consiste en ver lo
que les sucedió a las víctimas como un hecho merecedor de las
más duras censuras pero corriente. A tal efecto se compara
Auschwitz con Hiroshima o My Lai, o se habla de genocidio al
referirse a los programas que patrocina el gobierno para la este­
rilización o el control de la natalidad. Colocar en el mismo nivel
la matanza de My Lai y los campos de exterminio es negar la
diferencia crucial que existe entre los actos homicidas aislados
que se dan en la guerra — consecuencia de la angustia, de la exas­
peración o de la pérdida temporal del control, todo lo cual, por
inexcusable y criminal que sea, no rebasa los límites de la dimen­
sión humana— y la planificación cuidadosa de la «solución final»
y su ejecución precisa y deliberada. Las diferencias esenciales son
la premeditación con que se hizo una cosa y la pérdida de la racio­
nalidad y el dominio de las emociones primitivas que caracteri­
zaron a la otra; y la aplicación de toda la maquinaria y poder del
estado en un caso comparada con la pérdida del control por parte
de individuos que el estado desaprueba severamente, en el otro..
A primera vista, comparar lo que hicieron los nazis con el
bombardeo de Hiroshima por los norteamericanos parece más
apropiado, ya que en ambos casos el responsable de lo sucedido
fue la planificación previa por parte del gobierno. Pero lo cierto
es que se trata de una deformación aún más cruel, ya que acepta
implícitamente como cierta una de las mayores mentiras de los
nazis: que los judíos eran enemigos enzarzados en una guerra de
agresión contra Alemania. La verdad es que, como sabemos, entre
los súbditos de Alemania los judíos eran los más pacíficos y trá­
gicamente obedientes. Consciente o inconscientemente, estas com­
paraciones eligen el bando de los nazis contra el de los judíos,
y esta forma sutil de ponerse al lado de los nazis constituye uno
de los aspectos más perniciosos de las actitudes que demasiados
intelectuales norteamericanos adoptan ante el exterminio de los
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 125

judíos europeos. No es más que la otra cara de la moneda cuando


los mismos intelectuales aplauden libros y películas que utilizan
los campos de muerte como fondo para excitar y de esta manera
los hacen parecer una parte corriente de la vida.
Lo contrario de esta defensa psicológica son las obras que
nos presentan a los supervivientes como seres fuera de lo común
y muy superiores a causa de sus experiencias en los campos de
exterminio. El intento más eficaz en este sentido lo hizo Terrence
des Pres en su libro The survivor, publicado en 1976 y muy acla­
mado en los círculos intelectuales. El libro desvía nuestra aten­
ción de los millones que perecieron asesinados y se concentra
exclusivamente en el reducidísimo número de judíos que sobre­
vivieron solamente porque los ejércitos aliados les salvaron en el
último momento. Convierte en héroes a estos supervivientes por
casualidad. Al resaltar de qué manera los campos de exterminio
produjeron semejantes seres superiores, nuestro interés se centra
en la supervivencia de unos pocos a costa del olvido de los millo­
nes que fueron asesinados.
Los supervivientes se sienten exasperados e impotentes cuan­
do otras personas que no tienen la menor idea de sus experiencias
hablan como si lo supieran todo sobre ellas y sobre su verdadero
significado. Elie Wiesel expresa bien las reacciones de los super­
vivientes ante las defensas psicológicas que se utilizan actualmente
para no tener que hacer frente a la turbadora realidad del exter­
minio de los judíos. Refiriéndose a los que escriben sobre los
supervivientes, dice:

Los que no han vivido la experiencia nunca lo sabrán; los


que la han vivido nunca lo dirán; no de una manera real, com­
pleta. El pasado pertenece a los muertos, y el superviviente no
se reconoce en las imágenes e ideas que pretenden describirle.
Auschwitz significa muerte, la muerte total, absoluta, del hom­
bre y de toda la gente, del lenguaje y de la imaginación, del
tiempo y del espíritu... El superviviente lo sabe. £1 y nadie
más. Y por ello le obsesionan la culpabilidad y la impotencia...
Al principio el testimonio de los supervivientes inspiraba temor
reverencial y humildad. Al principio se trataba la cuestión con
126 SOBREVIVIR

una especie de reverencia sagrada. Se la consideraba tabú, reser­


vada exclusivamente a los iniciados.
Pero no tardaron en aparecer la popularización y la explo­
tación. Y luego, con el paso del tiempo, todo empezó a dete­
riorarse. Al popularizarse, el tema dejó de ser sacrosanto o,
mejor dicho, se vio despojado de su misterio. La gente perdió
su temor reverencial. El Holocausto se convirtió en una «pelo­
tera» literaria, en la tierra de nadie de la literatura moderna.
Todo el mundo quería intervenir en el asunto. Los novelistas
lo utilizaban libremente en sus obras, los científicos se valían
de él para demostrar sus teorías. Con ello abarataron el Holo­
causto; lo privaron de su substancia.
Para protegerse de las críticas de los supervivientes, arreba­
taron a éstos el derecho exclusivo de ostentar dicho título. De
repente todo el mundo empezó a llamarse superviviente. Ha­
biendo comparado Harlem con el ghetto de Varsovia y Vietnam
con Auschwitz, ahora se ha dado un paso más allá: algunos
que habían pasado la guerra en un kibbutz o en un lujoso piso
de Manhattan ahora afirman que también ellos han sobrevivido
al Holocausto, probablemente por poderes. Una consecuencia de
ello es que recientemente se celebró en Nueva York un simpo­
sio internacional [sobre el Holocausto] sin la participación de
ningún superviviente. Los supervivientes no cuentan; nunca
contaron. Lo mejor es olvidarlos. ¿No lo ven ustedes? Son un
estorbo. Si al menos no existieran, todo resultaría mucho más
fácil.
Los supervivientes pronto serán unos intrusos inoportunos.
Ahora el centro de atención son sus asesinos. Se les muestra
en películas, se les examina, se les humaniza. Se les estudia
primero con objetividad, luego con simpatía. Una película nos
narra los amores de una judía y un ex-SS. Pasaron ya los días
en que los muertos tenían su lugar especial, y pasaron ya los
días en que sus vidas inspiraban respeto. A la gente le interesan
más los que les mataron: tan guapos y atractivos que da gusto
verlos. Esta actitud se da tanto entre los intelectuales judíos
como entre los no judíos.4

4. Elie Wiescl, «Fot some measute of humility», Sb’ma, a journal of Jewish


responsability, n." 5 (31 de octubre de 1975), pp. 314-316.
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 127

Nuestras viejas categorías no resisten la confrontación con


los campos de exterminio. Pero el simple hecho de que los con­
ceptos psicológicos de uso corriente no basten para comprender
lo que ha ocurrido no es razón suficiente para negar el exterminio
de los judíos europeos recurriendo a complicadas defensas psico­
lógicas. A menudo he tenido la misma impresión que Elie Weisel:
que sólo cabe encerrarse en el silencio. Pienso que así se sentiría
Theodor Adorno cuando escribió que no puede haber poesía des­
pués de Auschwitz. Pero si guardamos silencio, hacemos exacta­
mente lo que los nazis querían: comportarnos como si no hubiese
pasado nada. Si guardamos silencio, permitimos que los falsifi­
cadores de la realidad presenten al mundo una interpretación
engañosa de uno de los capítulos más trágicos de la historia mo­
derna. De esta manera se impide que los hombres reflexivos vean
con claridad qué actitudes debemos adoptar con el fin de impedir
que todo vuelva a suceder.
Hay unas cuantas maneras de conmemorar dignamente a las
víctimas de los campos de muerte. El Y a i v'shern de Jerusalén
es el mejor ejemplo.5 Pero es único porque está en Israel, y el
propio estado de Israel es el lugar más apropiado, mejor, para
recordar a las víctimas.
He encontrado otros lugares de conmemoración que también
son profundamente conmovedores. Uno es la Vieja-Nueva Sina­
goga de Praga, la sinagoga del famoso rabino Loew, quien, según
una antigua leyenda, creó un monstruo parecido al hombre, el
Golem. En este lugar, donde en 1270 comenzó la vida judía en
Praga, hay un epitafio dedicado a los judíos de Bohemia y Mora-
vía cuya matanza puso fin a la larga historia de los judíos centro-
europeos. El monumento consiste en los nombres de 77.297 víc­
timas conocidas grabados apretadamente en las paredes de la
Sinagoga Pinkas (que, al datar de principios del siglo xvi, forma
parte del complejo de la Vieja-Nueva Sinagoga).
Grabar estos nombres para la eternidad constituye un digno

5. Yod v’sbem es una expresión bíblica que se encuentra en Isaías 56:5 y se


refiere a la promesa del Señor de dar a los justos que no tengan hijos (es dedr,
que no puedan ser conmemorados por sus vástagos) un nombre perpetuo que nunca
perecerí.
128 SOBREVIVIR

monumento, porque al ingresar en el campo estas personas per­


dían su nombre, no eran tratadas como personas sino como cosas
a las que había que clasificar y despachar. En su inmensa mayoría
eran asesinadas inmediatamente; las demás quedaban reducidas
a números tatuados en el brazo, seres sin nombre, totalmente des­
personalizados, a los que se aprovecharía como trabajadores for­
zados hasta que llegase el momento de exterminarlos también.
Los monumentos conmemorativos qué hay en Amsterdam y
París también tienen un significado legítimo, puesto que señalan
los lugares donde los judíos, reunidos allí para su envío a los
campos, seguían sintiéndose seres humanos, relacionados profun­
damente con sus familiares y amigos. Eran estos los lugares donde
terminaba su autonomía humana y es aquí donde se la conmemora,
porque su despersonalización sólo acababa de empezar. Aunque
ya no tenían libertad para actuar según sus deseos, los judíos
traídos a tales lugares al menos seguían disponiendo de sí mismos
aunque no de su destino. Durante el transporte a los campos de
exterminio aquellas personas se convertían en sombras de lo que
eran antes, sombras que pronto se convertirían en números en un
infierno que jamás las reconocía como personas, sino únicamente
como cuerpos sin nombre que había que destruir indiscrimina­
damente.

¿Cómo podemos, hoy, relacionarnos con este horrible crimen?


El poeta alemán Paul Celan había estado internado en los cam­
pos; sus padres perecieron en los de exterminio. Celan no trató
de soslayar la horrible experiencia. Se enfrentó a ella dentro de
sí mismo y de esta manera le dio una realidad poética para noso­
tros. Por desgracia, Celan no consiguió librarse de las secuelas
de su destino y en 1970 se suicidó. Pero puso la totalidad de su
horrenda experiencia en uno de sus poemas sin título: lo que
debemos tratar de comprender acerca de ella y de lo que tenemos
que compadecernos, porque sólo de esta forma podremos com­
prender lo que ha ocurrido y superarlo por medio de nuestros
sentimientos. Celan escribió:
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 129

Había tierra en ellos, y


cavaron.
Cavaron y cavaron, y así
su día se agotó, y su noche. Y no alabaron a Dios,
quien, según oyeron decir, permitía todo esto
quien, según oyeron decir, conocía todo esto.
Cavaron y no oyeron más:
no se hicieron sabios, ni compusieron canción alguna,
ni lenguaje de ninguna clase.
Cavaron.
Vino una quietud, y vino una tormenta
y vinieron todos los océanos.
Yo cavo, tú cavas y el gusano también cava,
y los cánticos de allí dicen: ellos cavan
Oh alguien, oh nadie, oh nadie, oh tú:
¿Adonde fue, si no fue a ninguna parte?
Oh tú cavas y yo cavo, y yo me cavo hacia ti,
y en nuestro dedo el anillo nos despierta.6

En la alocución que pronunció en 1960 al recibir el premio


Büchner, Celan dijo: «El que camina cabeza abajo ve el cielo
debajo de él como si fuera un abismo». Ésa es la perspectiva de
quienes tienen tierra dentro mientras cavan... mientras aún viven
ya han vuelto a la tierra de la que salieron, mientras cavan sus
propias tumbas. Su perspectiva ya no es humana, con el cielo
sobre sus cabezas; lo único que pueden percibir es el terror del
abismo.
El abismo último con su inimaginable terror asesino: así

6. Paul Celan, Speeeb G rille and Selectei Poenu, traducido del original alemán
por Joachim Neugroschel, E . P. Dutton, Nueva York, 1971. Las dos últimas lineas
del poema en la traducción de Neugroschel dicen: «Oh tú cavas y yo cavo, y hacia
ti entierro, / y el anillo despierta en nuestros dedos». He cambiado estas líneas
porgue opino que mi traducción es mis fiel al original, que dice: «O du grabst
und ich grab, und ich grab mich dir zu, / und am Finger erwacht uns der Ring».
Tal como yo entiendo a Celan, su intención no era decir que el otro «entierra»,
como sugiere la traducción de Neugroschel, ya que en alemán esto exigirla el
empleo del verbo eingrabén. Icb grab mich dir zu ha de traducirse! «me cavd
hacia ti». Y am Finger erwacht uns der Ring no da a entender que sea el anillo
quien se despierta, sino más bien que es el anillo —símbolo del vínculo que acaba
de establecerse entre uno que cava y el otro que cava hada ¿1— quien les despierta
a ambos.
130 SOBREVIVIR

deberíamos llamar a lo que denominamos holocausto, si deseamos


hablar correctamente de este hecho insondable. El abismo de los
campos de muerte es la representación de las potencialidades des­
tructivas del hombre.

No podemos comprender totalmente la naturaleza y conse­


cuencias de los campos de muerte si evitamos hacer frente a las
tendencias destructivas que hay en el hombre.
La parte agresiva de nuestra herencia animal que en el hom­
bre ha asumido su forma específicamente humana y peculiarmente
destructiva fue denominada «el impulso de muerte» por Freud
y «el llamado mal» (das sogenannte Bóse) por Konrad Lorenz.7
Freud creía que en el hombre los impulsos de vida y de muerte
(destructivos) libran una batalla continua y que podemos acep­
tarnos verdaderamente, y relacionarnos positivamente con el otro,
sólo cuando los impulsos de vida llevan las de ganar, cuando con­
siguen dominar nuestra existencia al neutralizar a los impulsos
de muerte y sus derivados.
Me parece que no podemos entender el fenómeno Hitler — y
en la historia ha habido otros monstruos como él, aunque por
suerte raras veces alcanzaron tanto dominio— a menos que, por
medio de las acciones de Hitler y sus secuaces, reconozcamos que
el impulso de muerte había dominado por completo a los de vida.
La creencia hitleriana de que su querido hombre ario de pura
cepa solamente florecería cuando las razas inferiores hubiesen sido
exterminadas del todo creó una manía que, si bien empezó con
los judíos, no terminó con ellos. Había que exterminar a otros
muchos — los gitanos, los deficientes mentales o físicos— al mis­
mo tiempo que se reduciría radicalmente el número de polacos,
rusos, negros y otras razas «inferiores» durante los mil años del
Reich instaurado por Hitler.
Si a Hitler no le hubiese obsesionado tanto la convicción de
que otras razas tenían que morir para que los alemanes vivieran,
puede que hubiese ganado la guerra y conquistado gran parte

7. Konrad Loienz, Oh aggression, Harcourt, Brice & World, Nueva York


1966. E l título inglés no hace justicia al título original que Lorenz puso a su
libro y que es Dat sogenannte Bote.
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 131

del mundo. No sólo los judíos alemanes, sino un número inmenso


de soldados polacos, ucranianos e incluso rusos habrían ingresado
en el ejército alemán y quizá lo habrían llevado a la victoria, si
el deseo hitleriano de exterminar a algunos y convertir a los otros
en trabajadores forzados no hubiese impedido su integración en
el ejército.
Y sucedió lo que tenía que suceder: los que están dominado
por el impulso de muerte se destruyen también a sí mismos. Al
final Hider deseó — e incluso intentó— exterminar a los alema­
nes que tan bien le habían servido. Su insistencia en el sentido
de que los soldados alemanes de Stalingrado se dejasen matar
antes que tratar de ponerse a salvo es un ejemplo de ello. Otro
lo es el hecho de que Hitler prosiguiese la guerra hasta mucho
después de haberla perdido, tratando de que todos los alemanes
luchasen hasta la muerte en vez de firmar la paz.
Sin embargo, el comportamiento de los judíos que dócilmente
se dejaron llevar a las cámaras de gas tampoco se comprende sin
tener en cuenta las tendencias de muerte que existen en todos
nosotros. Después del horrible viaje hasta los campos de muerte,
al encontrarse ante las cámaras de gas y los crematorios los impul­
sos de vida de aquellos judíos a los que se había privado de todo
lo que les diera seguridad, de toda esperanza para sí mismos y,
peor aún, a los que todo el mundo había abandonado, ya no eran
capaces de dominar su impulso de muerte. Pero en su caso las
tendencias de muerte no iban dirigidas hacia fuera, contra los
demás, sino que se volvían hacia dentro, contra sí mismos.
Es por esto que se les debe recordar en los lugares donde los
reunían para el traslado, porque allí, aunque sus impulsos de
vida estaban terriblemente debilitados a causa de sus experien-
cias anteriores, todavía no se habían extinguido. Todavía deseaban
vivir y trataban de hacerlo, aún no estaban completamente inca­
pacitados por su propio impulso de muerte. Durante el terrible
viaje hacia los campos de exterminio, un viaje colmado de horro­
res difíciles de imaginar, la fuerza de sus impulsos de vida debía
de agotarse poco a poco. Habiendo hecho dos de tales viajes,*

8. Primero de Viena a Dachau; la segunda vez, de Dachau a Buchenwald.


132 SOBREVIVIR

sé que los honores a los que te veías sometido te hacían desear


la muerte como liberación; es decir, al retroceder los impulsos
de vida, el impulso de muerte halla la puerta abierta para dominar
al individuo. Es por esto que las víctimas se dejaban llevar como
un rebaño a las cámaras de gas, sin ofrecer resistencia: el viaje
había convertido a muchas de ellas en cadáveres ambulantes. En
aquellos escogidos para trabajos forzados los impulsos de vida
volvían poco a poco, aunque seguían siendo débiles, y hacían
cuanto podían por sobrevivir.
Y aquí, finalmente, llego a la contribución norteamericana a
holocausto: un pecado de omisión. Pese a los deseos de Hitler, el
programa de eutanasia citado anteriormente tuvo que interrum­
pirse a causa de la enorme oposición que suscitó. Si en el extran­
jero se hubiesen preocupado tanto por el exterminio de los judíos
como por la eliminación de los retrasados mentales y los locos,
entonces es probable que los nazis también se hubiesen visto
obligados a poner fin a dicho exterminio. Pero el mundo guardó
silencio; el Papa, el clero mundial, todos los que habían alzado
sus voces a favor de los retrasados mentales guardaron silencio
acerca del asesinato de los judíos.
Al mismo tiempo que debilitaba los impulsos de vida, esta
falta de interés por parte del mundo fortaleció las tendencias de
muerte de los judíos, ya que éstos se sintieron completamente
abandonados, convencidos de que a nadie le importaba su suerte,
de que sólo ellos creían tener el derecho de vivir. Por desgracia,
el que una persona se crea en el derecho de vivir no basta para
mantener las tendencias de muerte dentro de unos límites con­
trolables. La mayoría de los suicidas creen que tienen derecho
a la vida; si tratan de suicidarse es porque están convencidos
de que a nadie más les importa que estén vivos o muertos, o para
comprobar si es así. Renuncian a sus ideas suicidas en cuanto
perciben que otra persona se preocupa mucho por ellos y se es­
fuerza por ayudarles a vivir.
Los SS sabían por instinto todo lo que cabe saber sobre el

A pesar de todo, estos viajes no pueden compararse con lo que sucedería en afios
posteriores durante los traslados a los campos de exterminio.
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 133

impulso de muerte; por esto las «unidades de la calavera» de


las SS eran las encargadas de dirigir los campos y ostentaban la
calavera en su uniforme. Su objetivo sistemático consistía en des­
truir la fuerza de los impulsos de vida de los prisioneros.
Mucho antes de que los judíos permitiesen que los llevaran
a los campos de muerte, mucho antes de que se dejasen conducir
a las cámaras de gas, los nazis habían destruido sistemáticamente
el respeto propio de los israelitas, les habían despojado de la
creencia de que eran dueños de su destino. Lo que les sucedió
les convenció de que a nadie le importaba que siguieran viviendo
o muriesen, y que al resto del mundo, incluyendo los países extran­
jeros, le daba igual la suerte que corriesen. No se pueden afrontar
sucesos catastróficos y salir con vida de ellos sin la impresión de
que a alguien le preocupa nuestra suerte.
Lo más perjudicial para nuestros impulsos de vida no proviene
de las acciones odiosas y destructivas de nuestros enemigos. Aun­
que quizá no podamos resistirlas físicamente, si podemos afron­
tarlas psicológicamente mientras nuestros amigos, los que nosotros
creemos que deberían ser nuestros salvadores, estén a la altura
de la confianza que depositamos en ellos.
Si los judíos hubiesen tenido la impresión de que en el resto
del mundo se alzaban voces importantes en defensa suya, de que
a la gente del mundo libre le importaba su suerte y deseaba ver­
daderamente que siguieran viviendo, no habrían tenido que recu­
rrir a una enorme negación de la realidad para defenderse, sino
que hubiesen podido percatarse de lo que estaba pasando y ha­
brían reaccionado de otra forma ante ello. Entonces hubiesen
podido afrontar mejor el hecho de que los nazis deseaban su
muerte y tenían planeada su destrucción, aunque nadie puede
afrontar realmente bien este hecho. Pero es mucha la gente que
tiene enemigos que le desean mal; fue la indiferencia de todos
los demás, los que deberían haber acudido a salvarles, el factor
que de forma tan definitiva destruyó las esperanzas de los judíos.
Los nazis asesinaron a los judíos de Europa. Que a nadie
salvo a los judíos le importase, que el mundo, los Estados Uni­
dos, se mostrasen indiferentes, fue la causa de que los impulsos
de vida de los judíos perdieran la batalla ante sus tendencias de
134 SOBREVIVIR

muerte.9 Por esto los presos de los campos ya habían renunciado


a la vida mientras cavaban sus propias tumbas, y por esto, como
dijo el poeta, «había tierra en ellos». La peor de las agonías es
la de sentirse absolutamente abandonado.
Lo único que pueden hacer los asesinos es matar; no pueden
quitarnos el deseo de vivir ni la capacidad para luchar por la
vida. La degradación, el agotamiento, el debilitamiento total por
medio del hambre, todo esto puede mermar seriamente nuestra
voluntad de vivir, nuestros impulsos de vida y dejar vía abierta
para el de muerte. Pero cuando estas condiciones — en las cuales
se encontraban los judíos a causa de la persecución y degrada­
ción de que les hacían objeto los nazis— se ven agravadas por
la impresión de que el resto del mundo nos ha abandonado, enton­
ces nos encontramos totalmente privados de la fuerza necesaria
para combatir al asesino, para negarnos a cavar nuestra propia
tumba.
Este nivel de desesperación queda expresado al final del poema
de Celan por el grito de «Oh alguien» y luego viene la rendición
definitiva, cuando uno se da cuenta de que no hay «nadie». Debe- <-•
riamos haber sido su alguien, pero fuimos su nadie. Esta es
nuestra carga. Simplemente porque no podemos expiarla está mal
negarla u ofuscarla.
Como si lo hiciera desde más allá de la tumba de estas vícti­
mas — tumba que, por supuesto, jamás tuvieron— el poeta nos
habla con la voz de ellas: «Oh tú: / ¿Adonde fue, si no fue a
ninguna parte?». Solamente si dejamos de negar — por comodi­
dad y en perjuicio nuestro— lo que fue el holocausto dejaremos
de ir a ninguna parte, sabremos adonde fue.

9. Uno de los últimos mensajes que el mundo exterior recibió desde el ghetto
de Varsovia decía: «E l mundo guarda silencio; el mundo lo sabe (es inconcebible
que no lo sepa) y guarda silencio; el vicario de Dios en el Vaticano guarda silen­
cio; hay silencio en Londres y en Washington; los judíos norteamericanos guardan
silencio. Este silencio es incomprensible y horripilante». tGeorge Sterner, Language
and silence, Atheneum, Nueva York, 1967.) Pero no fue sólo silencio lo que acogió
al exterminio de los judíos. En los reportajes cinematográficos alemanes se ve lo
que también veían los judíos del ghetto-, las risas y aplausos con que a menudo
los espectadores polacos contemplaban cómo las casas volaban por los aires y los
judíos perecían entre las llamas.
EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS 13 5

Nuestra obligación — no ante los muertos, sino ante nosotros


mismos y ante los que nos rodean y siguen vivos— consiste en
reforzar los impulsos de vida, con el fin de que, si podemos
evitarlo, nunca vuelvan a ser tan destruidos en tantas personas,
sobre todo por el poder del estado/La verdadera comprensión del
holocausto debería imbuirnos de la decisión de no volver a per­
mitir nunca que los hombres, vencidos por la desesperación y
esclavizados por su impulso de muerte, marchen hacia la muerte
como deseen sus asesinos.)
Finalmente, con la ayuda del poeta, me es posible concretar lo
que hace falta:

Oh tú cavas y yo cavo, y yo me cavo hacia ti,


y en nuestro dedo el anillo nos despierta.

Si con verdadera comprensión cavamos hacia aquellos que han


abandonado toda esperanza hasta el punto de que «hay tierra en
ellos», esto nos unirá (del mismo modo que el anillo une en
unos esponsales) y ambos despertaremos: ellos de su muerte en
vida; nosotros de la apatía ante sus sufrimientos.
Que deberíamos preocuparnos por los demás, que con nues­
tra preocupación deberíamos contrarrestar la desesperación mor­
tal y mortífera ante el hecho de que nadie se preocupa por
nosotros, es algo que viene enseñándose desde el principio de los
tiempos. Pero en cada generación algún acontecimiento supera a
los demás en la tarea de hacer que esta lección resulte pertinente
de una manera especial, dándole un carácter específico de la
época. Creo que en el presente siglo el acontecimiento a que me
refiero es el exterminio de los judíos europeos en las cámaras de
gas, porque la forma en que se llevó a cabo sólo era posible
en una sociedad de masas tecnológica, totalitaria, obsesionada
por un engaño seudocientífico. (En el caso del estado nazi el
engaño seudocientífico consistió en la misión eugenésica de mejo­
rar la herencia genética del hombre.) Nada nos dará una compren­
sión más aguda y penetrante de los males de semejante .totalita­
rismo como el hecho de que mentalmente cavemos hacia los millo­
nes de personas que han sido exterminadas de forma tan cruel,
136 SOBREVIVIR

insensata y caprichosa. Lo mejor que podemos hacer es forjar un


vínculo entre ellas y nosotros. Aunque a ellas no las despertará,
puede que nos despierte a nosotros pata que vivamos una vida
con más sentido.
«DUEÑOS DE SUS ROSTROS»
Los que tienen poder para hacer daño y no quieren
hacerlo, que no hacen aquello a que se muestran
más decididos,

Ellos son los duefios y poseedores de sus rostros,


los otros no son más que los intendentes de sus
perfecciones.
S h a k e s p e a r e , Soneto XCIV

Mi lectura del poema de Paul Celan estuvo marcada por lo


que había aprendido acerca de la supervivencia en los campos
a través de la observación de los demás y de mí mismo: ni siquie­
ra los peores tratos de los SS lograban extinguir la voluntad de
vivir, por supuesto mientras fuera posible mantener el deseo de
continuar adelante y el respeto a uno mismo. En tal caso las
torturas incluso podían fortalecer tu decisión de no permitir que
el enemigo mortal apagase tu deseo de sobrevivir y de seguir
siendo fiel a ti mismo en la medida en que lo permitiesen las
circunstancias. En tal caso los actos de los SS tendían a ponerte
lívido de rabia y esto te daba la sensación de estar muy vivo;
aumentaba tu decisión de seguir viviendo, con el fin de poder
derrotar al enemigo algún día.
Por medio de sus actos y de las terribles condiciones de vida
que imponían, los SS pretendían despojar a los prisioneros de la
capacidad para respetarse a sí mismos y preocuparse por sus
vidas. Si el preso perdía toda esperanza para el futuro, entonces
138 SOBREVIVIR

su estado mental excluía automáticamente toda posibilidad de


creer que, a través de la supervivencia, se frustrarían los propósi­
tos de los SS. Entonces te veías privado del alivio psicológico
que proporcionaba el imaginar la venganza y el bienestar en el
futuro y ya no podías evitar la caída en la más profunda depre­
sión. Cuando a esto se añadía la sensación de haber sido abando­
nado por el mundo exterior, entonces, empujado por la desespe­
ración, lo único que deseabas era que todo acabase.
El deseo de seguir viviendo incluso en una situación tan terri­
ble, de seguir respetándote a ti mismo y a algunas otras personas,
de mantener la esperanza en tu futuro y de aferrarte a la creencia
— o al menos a la esperanza— de que no estabas abandonado
eran elementos íntimamente relacionados entre sí. Lo mismo ocu­
rría con el asco de ti mismo y de tu vida, con la desesperación
ante tu futuro y el convencimiento de que te habían abandonado.
Si conseguías mantener el respeto a ti mismo y la voluntad de
vivir a pesar del agotamiento, los malos tratos y las degradacio­
nes extremas que tenías que soportar, entonces podías conservar
la esperanza de no haber sido olvidado por el resto del mundo,
aunque dicha esperanza tuviera poco fundamento. Entonces cual­
quier detalle, por insignificante que fuese, bastaba para hacerte
pensar que alguien se preocupaba por ti.
Todo esto funcionaba hasta cierto punto. Si eran pocos o
■ninguno los indicios de que una persona o el mundo en general
se sentían hondamente preocupados por la suerte del prisionero,
a la larga éste acababa por perder su capacidad para encontrar un
significado positivo a las señales que recibía del mundo exterior,
y entonces se sentía abandonado, lo cual solía tener efectos
desastrosos para su voluntad y capacidad de supervivencia. Sola­
mente una demostración muy clara de que no estabas abandonado
— y los SS cuidaban de que la recibieras sólo muy de vez en
cuando, y nunca en los campos de exterminio— devolvía la espe­
ranza, al menos momentáneamente, incluso a los que la habían
perdido casi por completo. Pero los que habían llegado al máxi­
mo estado de depresión y de desintegración, los que se habían
convertido en cadáveres ambulantes porque sus impulsos de vida
no funcionaban — los llamados «musulmanes» (Muselmdnner)—
«DUEÑOS DE SUS ROSTROS» 139

no podían creer en lo que otros habrían interpretado como mues­


tras de que no estaban abandonados.
Para los que habían perdido la voluntad de vivir y la espe­
ranza en el futuro el fin estaba cerca. Era relativamente infre­
cuente que llegase por medio del suicidio, ya que éste significaba
hacer algo, por desesperado que fuese, y ya no tenían energía
suficiente actuar por propia iniciativa. Pero tampoco había nece­
sidad de quitarse deliberadamente la vida. Dadas las condiciones
de vida en los campos, si no echabas mano de mucho ingenio y
decisión en la batalla por seguir vivo, la muerte llegaba pronto.
Así, pues, si abandonabas la esperanza, perdías la capacidad para
proseguir la lucha difícil y penosa que la supervivencia exigía
y morías al cabo de poco tiempo. La pérdida de la voluntad de
vivir era consecuencia de la disminución de los impulsos de vida
hasta el punto de que resultaban demasiado débiles incluso para
llevar a cabo la principal de sus dos tareas: dotar al ser de la
energía que le es necesaria para funcionar y tener esperanza en el
futuro. Antes ya se había abandonado la otra tarea de los impul­
sos de vida: dar al individuo la fuerza y el deseo de mantener
vínculos emocionales con los demás, lo cual incluye en gran
medida la capacidad para adquirir fuerza de los vínculos que
unen a los demás con él. Es por esto que, para sobrevivir, tenía
tanta importancia el hecho de creer que no te habían abandonado.
Dado que el «impulso de vida», la «libido», el élati vital o
como se prefiera llamarlo no son más que símbolos de procesos
psicológicos, también se pueden ampliar las explicaciones sobre
su significado diciendo que cuando una persona pierde interés
por sí misma, su vida y su futuro, todo y todos los que están en
el mundo exterior también dejan de interesarse por ella. Por otra
parte, si todos los de fuera pierden, o parecen perder, el interés
por una persona, entonces se necesitan unas tendencias de vida
extraordinariamente fuertes, un respeto de sí mismo muy desarro­
llado y una gran seguridad interior para que el individuo en cues­
tión no pierda pronto el interés por sí mismo y se sienta dispues­
to a dejar de vivir, especialmente cuando las circunstancias de
su vida son extremadamente desagradables y destructivas.
Debido a la profunda desesperación que a menudo se adueña-
140 SOBREVIVIR

ba de todos los instantes de tu vida, en los campos experimenté


más agudamente que nunca, 7 observé en la mayoría de mis com­
pañeros de cautiverio, de qué manera algún pequeño indicio de
que importabas a los demás — algún mensaje de casa que daba
esta impresión, un gesto de ayuda por parte de otro prisionero,
incluso algo que leías en algún periódico y que daba a entender
que la situación de los presos era seguida con interés y compren­
sión— volvía a despertar inmediatamente la voluntad de vivir
siempre y cuando la depresión no fuese tan profunda que ya nada
pudiera aliviarla. Entonces esta voluntad volvía expresarse de las
dos maneras que le son propias: luchando más decididamente por
sobrevivir porque de nuevo volvías a tener esperanza en el futuro
(resultado directo de la creencia de que otros se preocupaban por
ti) y un acercamiento más positivo hada los demás, por ejemplo,
algún otro preso.
Al citar el poema de Celan, con lo que en él mismo se dice
sobre la soledad y desesperación de los que tenían «tierra en ellos»
y el despertar a la vida que podía tener efecto cuando algún yo
compasivo «cava» hacia un tú, lo hice igualmente informado por
mi labor con jóvenes psicóticos. Al igual que aquellos presos del
campo de exterminio que, según nos cuenta el poeta, cavaban
sus propias tumbas, muchos de estos jóvenes son incapaces de
«componer lenguaje de ninguna clase» porque ningún lenguaje
conseguiría dar la medida de su dolor, desesperación, desolación y
muerte en vida. Pero también están convencidos de que incluso
si intentasen expresarlo todo, nadie les escucharía ni compadece­
ría, porque nadie podría interesarse lo suficiente como para com­
partir con ellos su horrible sufrimiento y de esta manera ali­
viarlo.
Sin la comprensión que había adquirido gracias al psicoanálisis
no habría podido percatarme plenamente de los efectos que el
campo de concentración surtía en las personas, ni del porqué; ni
de la forma en que se volvían psicóticas, ni de qué había que
hacer para que, saliendo de su muerte psicológica, volvieran a
ingresar en la vida. La experiencia en el campo de concentración
me permitió ver, a través de la compenetración, qué tal resulta
el vivir inmerso en la psicosis; la cual, a su vez, me permitió
«DUEÑOS DE SUS ROSTROS» 141

examinar más tarde las causas de la misma y lo que se necesita


para empezar de nuevo y escapar de ella.

En los campos de concentración adquirían especial amplitud


y ensañamiento los esfuerzos encaminados a privar a los presos
incluso de sus más pequeños vestigios de autonomía. A pesar
de ello, el sistema tenía un éxito relativo, ya que afectaba algu­
nos aspectos de la vida más que a otros. En la medida en que el
prisionero se veía privado de autonomía, sufría también una
desintegración de su personalidad en consonancia, tanto en su
vida interior como en sus relaciones con los demás.
En el caso de que no fuera asesinada, el éxito de una persona
en la lucha por sobrevivir dependía en su capacidad para mante­
ner, si no parte de su autonomía, al menos parte de su respeto
de sí misma y el significado que sus relaciones con los demás
tuvieran para ella. Por otro lado, la prontitud y el grado en que
perdía la autonomía y el alcance de la desintegración de su perso­
nalidad se veían condicionados por dos factores principales: la
severidad de la traumatización a que se veía sometida, valorada
objetivamente; y la fuerza con que la persona la experimentaba
subjetivamente.
Este último factor dependía en gran medida de la firmeza con
que la persona hubiese establecido su autonomía durante la etapa
anterior a su ingreso en el campo; es decir, de que su personali­
dad estuviese bien integrada y su respeto de sí misma bien desa­
rrollado. Otros factores significativos eran el sentido intrínseco
que antes tuviera su estilo de vida; de lo significativas, satisfac­
torias y permanentes que fueran sus relaciones con otros. Lo más
importante en tal sentido era la medida en que su respeto de sí
misma y su seguridad estuvieran ancladas en su vida más íntima
— es decir, en su auténtico ser— o en qué medida se apoyara, en
busca de seguridad y de una imagen de sí mismo, en los aspectos
externos de la existencia, es decir, en lo que sólo parecía ser.
La supervivencia en los campos dependía ante todo de la
suerte (y sobre esto toda insistencia es poca): para sobrevivir era
necesario evitar que te mataran los SS. Si bien no podías hacer
nada que garantizase tu supervivencia, y aunque las probabilidades
142 SOBREVIVIR

de sobrevivir eran escasas en grado sumo, podías incrementarlas


valorando correctamente tu situación y aprovechando las oportuni­
dades; resumiendo: actuando independientemente y con valor,
decisión y convicción, todo lo cual dependía del grado de auto­
nomía que hubieses logrado conservar. Huelga decir que la super­
vivencia resultaba más fádl si se ingresaba en los campos gozando
de buena salud física. Pero sobre todo, como he dado a entender
desde el principio, la autonomía, el respeto de ti mismo, la inte­
gración interior, una vida interior rica y la capacidad para relacio­
narte con los demás de manera significativa eran las condiciones
psicológicas que, en mayor grado que las de otro tipo, te permi­
tían sobrevivir en Ibs campos, como ser humano, en la medida
en que lo permitiesen las condiciones generales y la casualidad.
Hay, pues, buenos motivos para ocuparse <Je lo que podría
hacerse para que a todo el mundo la resultara posible conseguir
autonomía, verdadero respeto de sí mismo, integración interior,
una vida mental rica y la capacidad para establecer relaciones
significativas con otros. No porque quizá necesitarían desespera­
damente todo esto en el caso de encontrarse en una situación
extrema, sino porque lo necesitan toda la vida.
En mi trabajo con jóvenes psicóticos tenía que enfrentarme
cada día con los estragos, a menudo increíbles, ocasionados por
la falta de autonomía, la ausencia de respeto de sí mismo o de
integración y una capacidad total para relacionarse. Me preocu­
paba mucho la manera de devolver todo esto a los niños, com­
probar que resultaba una tarea increíblemente difícil y que las
consecuencias podían ser fatales en el caso de no poder llevarla
a cabo con éxito.
La combinación de mi experiencia en los campos de concen­
tración y de mi trabajo con individuos psicóticos me movió a ocu­
parme de dos problemas fundamentales (y relacionados entre sí):
qué podía hacerse, tanto a escala social como individual, para
impedir la anomia y la alienación, tan destructivas para la autono­
mía y la seguridad; y de qué modo evitar la desintegración per­
sonal, el aislamiento, la ausencia de respeto por uno mismo y
por el otro. Los artículos que forman el resto del presente libro
se ocupan de estos problemas y también de lo que se puede hacer
«DUEÑOS DE SUS ROSTROS» 14 3

en la sociedad y en la experiencia vital de las personas — sobre


todo mediante su crianza y educación— para promover su conse­
cución de la autonomía, respeto de sí mismo, integración y capa­
cidad para establecer relaciones significativas y duraderas; resu­
miendo: para ayudarlas a convertirse en «los señores y dueños
de sus rostros».

En los comentarios precedentes he trazado un paralelo entre


la desintegración de la personalidad ocasionada por el hecho de
verse atrapado en ese remolino histórico singularmente devasta­
dor que denominamos «holocausto nazi»; y el que es consecuen­
cia de experiencias privadas, terribles y muy singulares que con­
ducen al derrumbamiento psicótico de la integración o la incapa­
cidad para establecer integración alguna ya de buen principio.
Implícitamente ello sugiere también un paralelo de los requisitos
necesarios para recuperarse de tan extrema traumatización, es
decir, la recuperación de la autonomía, el respeto de sí mismo y
la integración personal.
El proceso de reconstrucción es siempre el mismo, tanto si la
desintegración de la personalidad y la destrucción de la autono­
mía obedecen a experiencias reales como si éstas son imaginarias;
tanto si sus causas fueron externas como si fueron internas; tan­
to si la traumatización se debe al holocausto nazi como si es el
resultado de haber tenido que existir en algún infierno privado;
tanto si uno ha sido destruido como persona por un gobierno
que utiliza toda la maquinaria y el poder del estado para tal fin,
como si lo ha sido por el abandono y rechazo psicológico de unos
padres que frecuentemente son también personas profundamente
desgraciadas, incapaces de obrar de modo distinto.
El reconocimiento de este paralelo contribuyó en gran medida
a reforzar mi preocupación por diversos aspectos del problema
consistente en encontrar la manera de hacer más asequibles la
autonomía personal, el respeto de sí mismo, la integración y las
buenas relaciones con otros mejorando las condiciones tanto en
el reino de lo social como en el de lo privado. De una u otra
forma tal es el fin que persiguen los ensayos siguientes. Por lo
tanto, me parece apropiado introducirlos con un trabajo en el que
144 SOBREVIVIR

se describe de qué manera el citado paralelo llegó a mi atención.


No be sido el único que ha observado este paralelo entre la
experiencia en los campos de concentración y el niño destruido
por sus primeras experiencias. Es algo que se hace evidente si
piensas y te preocupas profundamente por las víctimas del holo­
causto. Así lo confirma otro poema de Paul Celan: «Fuga de
muerte» («Todesfuge»), Fue este poema el que le valió ser con­
siderado el más importante de los poetas de su generación en
Alemania, y probablemente en Europa. Con el fin de transmitir
la desesperación última que reinaba en los cámpos de exterminio,
evoca la imagen de una madre destruyendo a su hijo.

La negra leche del alba la bebemos al atardecer


la bebemos al mediodía y al romper el día la bebemos por la noche
bebemos y bebemos

son las primeras líneas del poema; y más adelante

Negra leche del alba te bebemos por la noche


te bebemos al mediodía la muerte es una ama procedente de Ale-
[mania1

Cuando uno se ve obligado a beber leche negra del alba al


atardecer, ya sea en los campos de muerte de la Alemania nazi, o
acostado en una cuna posiblemente lujosa, pero donde se halla
sujeto a los deseos inconscientes de muerte de lo que por fuera
puede ser una madre consciente, en una u otra situación un alma
que vive tiene a la muerte por ama.

1. Paul Celan, Speech G rille and Seíected Poems, trad. Joachim Neugroschel
E . P. Dutton, Nuera York, 1971.
LA ESQUIZOFRENIA COMO REACCIÓN
ANTE SITUACIONES LÍMITE

Desde los mismos comienzos del psicoanálisis el éxito de los


esfuerzos encaminados a ayudar al paciente a mejorar la inte­
gración de su personalidad ha exigido intentos de integración
paralelos por parte del terapeuta. Resulta fácil pasar por alto
este detalle, ya que en el autoanálisis de Freud, que es la base del
psicoanálisis, el paciente y el terapeuta eran la misma persona.
Por desgracia, desde los tiempos de Freud no se ha prestado la
atención suficiente al hecho de que una buena psicoterapia, y
especialmente un buen psicoanálisis, exige que el terapeuta exa­
mine sus motivaciones: por qué decidió tratar a determinado
paciente; por qué lo más conveniente para éste es seguir el trata­
miento de este terapeuta; qué significa para éste el tener que
afrontar los problemas que el paciente plantea.
Un tal autoexamen continuo es necesario para evitar que las
incorrecciones originadas, por ejemplo, en el sistema y los intere­
ses propios del terapeuta, le impidan hacer lo que más conviene
al paciente. Al mismo tiempo, este autoanálisis de las motivacio­
nes para tratar a un paciente y de las reacciones ante lo que pasa
dentro del terapeuta mientras lleva a cabo el tratamiento, contri­
buirá, si se hace honesta y concienzudamente, a la integración
del propio analista.
En todas las formas de psicoterapia, prescindiendo del tras­
torno que padezca el paciente, hay que vigilar atentamente para
que los intereses del terapeuta no pongan en peligro a los del
paciente. Esta vigilancia resulta especialmente necesaria en el

10. — BETTELHEDI
146 SOBREVIVIR

tratamiento de aquellos que menos pueden defenderse a sí mis­


mos y que más expuestos están a que se aprovechen de ellos:
los psicóticos y los niños, por ejemplo. Si el paciente es a la vez
un niño y un psicótico, la precaución por parte del terapeuta
adquiere una importancia enorme. Es por esto que en nuestro
trabajo en la Escuela Ortogénica de Chicago llegamos al conven­
cimiento de que uno de los aspectos más significativos de nuestros
esfuerzos debía ser el continuo autoanálisis en cada uno de noso­
tros y la indagación mutua por parte de todos los miembros del
equipo en relación con lo que hacían con y por los pacientes
infantiles y por qué lo hacían, incluyendo sus motivaciones origi­
nales y presentes para dedicarse al tratamiento institucional de
niños psicóticos. (Si bien la citada indagación debería abarcar
todos los aspectos de nuestro trabajo, extendernos aquí sobre el
mismo sería apartarnos demasiado del tema; la elucidación de
este sistema se expone con detalle en mi libro A borne for the
beart.)
En lo que a mí personalmente se refiere, la indagación de mis
motivaciones pronto me reveló que el ayudar a individuos desin­
tegrados a conseguir su integración tenía un significado muy espe­
cial debido a mis experiencias en los campos de concentración.
(Esto aparte de los méritos intrínsecos de permitir que volvie­
ran a disfrutar de la vida personas que antes eran incapaces de
funcionar, y las otras muchas satisfacciones personales producidas
por mi labor, tales como las que se obtienen al aumentar tu
comprensión de los más complejos y oscuros fenómenos menta­
les, así como tu capacidad para contribuir al restablecimiento de
individuos que padecen serios trastornos.) Participar en la inte­
gración de personas hasta entonces totalmente desintegradas, con­
tribuir activamente a que se integren ellas mismas venía a ser
como encontrar una compensación, a través de otros, por haber
sufrido una desintegración en los campos de concentración, por
haber tenido que contemplar pasivamente, sin poder hacer nada,
cómo otros seres humanos sufrían la desintegración total de su
personalidad a causa de las terribles condiciones en que se veían
obligados a vivir.
Esta relación entre trabajar por la integración de individuos
ESQUIZOFRENIA Y SITUACIONES LÍMITE 147

psicóticos y la supervivencia parece obvia. Desde luego, hay razo­


nes de sobras para trabajar con niños psicóticos sin ser un super­
viviente. Casi ninguno de los que se dedican a esta labor ha expe­
rimentado la supervivencia. Yo mismo había trabajado y vivido
con algunos niños autistas durante muchos años antes de que me
encerraran en un campo de concentración. Y aunque entonces ya
sabía vagamente lo que allí pasaba, no se me ocurrió ver ningún
paralelo entre ello y las causas del autismo que sufrían aquellos
niños a los que tan íntimamente conocía. De no haber vivido
experiencias desintegradoras en los campos, de no haber observa­
do las reacciones ajenas ante ellas, nunca me hubiera dado cuenta
de que existen paralelos entre tales condiciones y las que ocasio­
nan los sufrimientos de los individuos psicóticos.
Por consiguiente, sabía desde el principio que intentar ayudar
a individuos que habían resultado destruidos por los caprichos
de la vida ofrecía una posibilidad para responder a la experiencia
del campo de concentración y su secuela, la supervivencia, como
se afirma en «Trauma y reintegración». Pero necesité muchos
años de atenta y prolongada observación de niños psicóticos antes
de percatarme de que hay muchos paralelos entre las condiciones
psicológicas que habían impedido a dichos niños alcanzar una
integración apropiada a su edad y las condiciones que habían
desintegrado a los prisioneros. Eran unos paralelos tan sorpren­
dentes e inesperados que durante un tiempo dudé de la conve­
niencia de hacerlos públicos. Pero al final quedé tan convencido
que juzgué que había que darlos a conocer a los demás.
Cuando el artículo se publicó por primera vez me pareció que
la mejor forma de empezar era comentando diversos puntos de
vista sobre el tratamiento de la psicosis de la infancia, lo cual no
ofrece el menor interés en el contexto de este libro. Por consi­
guiente, se ha suprimido la parte inicial del artículo, así como
algunas otras de poca importancia.

La esquizofrenia de la infancia se ha atribuido a alguna heren­


cia genética aberrante o, especialmente en los estudios psicoanalí-
ticos de este trastorno, a actitudes de los padres, sobre todo de la
madre. Raramente se la considera como la reacción espontanea
148 SOBREVIVIR

del niño ante condiciones singulares de su vida. Si bien es evi­


dente que las actitudes de los padres influyen notablemente en
dichas condiciones, atribuir exclusivamente a las mismas las reac­
ciones del niño es negar la autonomía de éste para responder a
lo que le sucede. Solamente si tenemos en cuenta que el niño goza
de cierta libertad para responder a lo que le sucede comprende­
remos por qué distintos niños reaccionan de distinta manera a
experiencias destructivas parecidas entre sí que les inflige su
entorno; algunos responden a ellas con reacciones esquizofrénicas,
otros de forma totalmente distinta.
Debido a su completa dependencia respecto de la persona
encargada de su crianza, así como a su incapacidad para cuidar
fisiológicamente de sí mismo, con demasiada frecuencia se ha con­
siderado que la psicología del niño pequeño dependía totalmente
de la de su madre. La verdad es que en modo alguno puede con­
siderarse que el niño pequeño sea una tabula rasa. Desde su naci­
miento las reacciones psicológicas del niño se ven determinadas
por las relaciones de su madre con él, pero también éstas depen­
den de aquéllas.
Por muy fuerte que sea el impacto de la madre, desde el prin­
cipio el niño responde también en consonancia con su naturaleza
y personalidad.
En lo que respecta al origen de la esquizofrenia de la infan­
cia, cabe decir que la patología de la madre suele ser grave, y en
muchos casos su comportamiento con el niño nos ofrece un ejem­
plo fascinante de relación anormal. Pero esto no demuestra que
tales madres sean la causa de los procesos esquizofrénicos ni que
los detalles específicos de su patología expliquen los de sus hijos.
La concentración de la terapéutica en la madre, o en la relación
madre-hijo, es la consecuencia de la aceptación de un ideal poco
realista: el de la perfecta simbiosis madre-hijo, en la que los dos
juntos forman una unidad psicológica casi sin diferenciar. Para
escapar del aislamiento del hombre en la sociedad moderna, para
eliminar la anomia que sufrimos en la realidad, hemos creado la
imagen de la pareja perfecta, madre e hijo, imagen que se inspira
en nuestros propios deseos. De esta manera se nos ha escapado
ESQUIZOFRENIA Y SITUACIONES LÍMITE 149

el hecho de que la individuación, y con ella la tensión y el dolor,


empieza en el nacimiento.
Si, por el contrario, la psicosis de la infancia se debe a fenó­
menos psicológicos espontáneos en el niño, ¿qué experiencias po­
nen en marcha el proceso psicótico? Al observar la ansiedad
extrema que suele haber debajo de la sintomatología de estos
niños, durante un tiempo me parecieron muy convincentes los
puntos de vista de Pious sobre el papel de la mortido en la
esquizofrenia.1 Pero sus puntos de vista no concordaban del todo
con lo que observábamos en la escuela ortogénica. En mis reflexio­
nes, cotejando ideas con observaciones, se me ocurrió que en
una ocasión anterior no sólo había presenciado sino que había
descrito en parte toda la gama de reacciones autistas y esquizo­
frénicas al observarlas, no en niños sino en adultos encerrados
en los campos de concentración alemanes. Estas reacciones, que
en muchos aspectos difieren de una persona a otra, respondían en
su totalidad a la misma situación psicológica: encontrarse total­
mente avasallado. Característicos de tal situación eran su impacto
devastador en el individuo, al que cogía totalmente desprevenido;
su inevitabilidad; la seguridad de que la situación se prolongaría
durante un período indeterminado, quizá toda la vida; el hecho
de que la vida del individuo correría peligro en todo momento; y
el hecho de que el individuo no podía hacer nada para protegerse.
Esta situación era tan singular que yo había inventado un tér­
mino nuevo — «situación límite»— al publicar por primera vez
mi descripción de las reacciones humanas ante semejante entorno.*
Desde entonces el descubrimiento de los campos de exterminio'"
ha dado a este nuevo concepto unas connotaciones aún más sinies­
tras, y su uso se ha extendido en la psicología. En mi artículo
describí detalladamente el impacto del encarcelamiento en los
campos de concentración, especialmente los cambios trascenden­
tales de personalidad ocasionados por el hecho de tener que vivir
en aquella situación límite. Había podido observar las diferentes
reacciones ante experiencias límite y ante el sufrimiento. De estos

1. William L . Pious, «The pathogenic process in schizophrenia», BuUetín of


the táenninger Clintc, n * 13 (1949), pp. 152-139.
2. «Comportamiento del individuo y de la masa en situaciones limite».
150 SOBREVIVIR

últimos se ocupaba la personalidad normal del individuo, pero


las experiencias límite conducían a cambios radicales en las estruc­
turas de la personalidad individual.
Aunque las condiciones de vida en un campo de concentra­
ción eran más o menos iguales para todos los prisioneros, se po­
dían observar diversos tipos de comportamiento resultante de
las mismas que presentaban puntos de semejanza con los sínto­
mas esquizofrénicos; tanto es así que la descripción del compor­
tamiento de un prisionero equivaldría a un catálogo de reacciones
esquizofrénicas.
Algunos prisioneros, por ejemplo, respondían con el suicidio
o con tendencias suicidas, incluyendo la incapacidad para comer,
al vivir en una situación límite (lo cual es equiparable a la anore-
xia o marasmo infantil). Otros respondían con una conducta
catatónica y obedecían cualquier orden de la Gestapo como si
carecieran de voluntad propia o hubiesen perdido el control de
su cuerpo. Muchos se hundían en una depresión melancólica,
mientras que otros manifestaban una manía persecutoria que
iba más allá de la persecución que realmente sufrían. Las ilusio­
nes, delirios y proyecciones eran frecuentes. Los controles del
superego y del ego se derrumbaban y producían un comportamien­
to que en situaciones más normales se habría considerado delin­
cuente o infantil y que incluía la incontinencia. La pérdida de
memoria era universal, al igual que las emociones superficiales y
no apropiadas. Las diferencias observables en la sintomatología
cabía atribuirlas a la personalidad del prisionero, a su vida, a su
procedencia socioeconómica, etcétera, pero el hecho de que mos­
traran unas reacciones parecidas a la esquizofrenia era el resultado
específico de verse obligados a vivir en una situación límite.
La diferencia entre la difícil situación de los prisioneros de
un campo de concentración y las condiciones que llevan al autis-
rno y a la esquizofrenia en los niños radica, desde luego, en que
el niño no ha tenido una oportunidad previa de desarrollar una
personalidad. Sin embargo, el joven que padece esquizofrenia
infantil parece sentir en torno a sí mismo y a su vida exactamente
lo mismo que sentían los prisioneros, es decir, se siente privado
de esperanza y totalmente a merced de fuerzas destructivas irra-
ESQUIZOFRENIA Y SITUACIONES LÍMITE 151

dónales empeñadas en utilizarle para sus fines, prescindiendo de


los suyos. En tales condiciones, el ego de la mayoría de las per­
sonas es incapaz de brindar protección contra el impacto devas­
tador del mundo externo; incapaz de ejercer su función normal
de valorar correctamente la realidad o predecir el futuro con una
exactitud razonable. Y a causa de ello resulta imposible tomar
medidas para influir en dicho futuro. En tales casos, la persona­
lidad total cree que no vale la pena invertir energía vital en el
ego. La mayor parte de la energía vital que le queda a la persona
sometida a unas condiciones extremadamente debilitadoras se
halla a disposición del id, por lo que el ego dispone de demasiada
poca energía para ejercer la influencia y el control adecuados
sobre la vida interior o lar realidad externa.
No hay que hacer caso omiso de las diferencias cruciales entre
la vida del preso del campo de concentración y la del niño que se
vuelve esquizofrénico. No obstante, se advierte una extraña simi­
litud en sus respuestas emocionales a situaciones que externamen­
te son del todo distintas. También hay diferencias importantes
en sus condiciones psicológicas, tales como su madurez intelectual
y emocional. Para contraer una esquizofrenia infantil basta con
que el niño esté convencido de que su vida la dirigen unos pode­
res insensibles, irracionales y abrumadores que ejercen un control
total sobre su existencia y no le dan valor alguno. Para que
un adulto normal manifieste reacciones parecidas a la esquizofre­
nia es necesario que estos factores sean reales, como lo eran en
los campos de concentración alemanes.
Una y otra vez, en el curso de nuestra labor con niños esqui­
zofrénicos, comprobábamos que su sintomatología no era sola­
mente una reacción ante actitudes generalizadas de los padres
como el rechazo, el abandono o los súbitos cambios de humor.
Vimos que, además de ello, unos hechos específicos y distintos
en cada uno de los niños les habían convencido de que en todo
momento se veían bajo la amenaza de una destrucción total y que
ninguna relación personal les brindaba protección o alivio emocio­
nal. Así, la causa psicológica de la esquizofrenia infantil es la im­
presión subjetiva del niño de vivir permanentemente en una
situación límite, de ser totalmente impotente ante unas amenazas
152 SOBREVIVIR

mortales, de encontrarse a merced de poderes insensibles que no


obedecen a otra motivación que sus propios e incomprensibles
caprichos y de verse privado de cualquier relación personal ínti­
ma, positiva y que satisfaga unas necesidades. Tres ejemplos ser­
virán para demostrar lo que quiero decir.
Por motivos propios y sin más base que las reacciones del
niño ante el completo abandono en que lo tenían, unos padres
decidieron que el pequeño era mentalmente débil. Dado que se
suponía que el niño no entendía nada, hablaban libremente ante
él sobre la necesidad de internarlo en algún asilo y decían que,
en realidad, habría sido mejor que no hubiese nacido. Más adelan­
te, al manifestar el niño un retraimiento autista, fue internado
en una institución para niños retrasados, donde también lo aban­
donaron mucho y a menudo le castigaban privándole de la comi­
da. A causa de ello, el niño se sintió aún más convencido de que
sus padres pretendían matarle de hambre.
En otro caso la observación prolongada del comportamiento
de un muchacho nos convenció de que sus delirios de persecución
y su depresión anadítica eran el resultado de una grave trauma-
tización, ocasionada posiblemente por algún acontecimiento secre­
to, siniestro y terrible que tal vez habría ocurrido con anterioridad
al desarrollo pleno de las capacidades verbales del niño, por lo
que éste no podía reproducirlo fácilmente de ninguna manera
salvo por medio de imágenes imprecisas y totalmente destructivas.
A pesar de que los padres cooperaron con nosotros con el fin de
encontrar las causas, no pudimos encontrar ninguna información
sobre el secreto y tampoco el muchacho fue capaz de recordar
más que una angustia de muerte y una rabia abrumadora que
tenía que reprimir totalmente.
Observamos que el niño se aferraba frenéticamente a su her­
mano mayor y mostraba una gran hostilidad reprimida hacia él.
Seguimos la pista e interrogamos al hermano. Con el fin de ayu­
damos y también para aliviar su propio sentimiento de culpabili­
dad, el hermano nos contó que cuando el otro niño tenía menos
de tres años, él y unos amigos suyos lo habían utilizado como
víctima de una' supuesta ejecución en la horca. La soga había
ESQUIZOFRENIA Y SITUACIONES LÍMITE 153

cortado la respiración del pequeño y hubo que recurrir a la respi­


ración artificial para devolverlo a la vida. Temerosos de que el
pequeño contase lo ocurrido, el hermano mayor y sus amigos ins­
tauraron un régimen de terror. Una y otra vez le propinaron tre­
mendas palizas y le amenazaron con torturas aún peores si se iba
de la lengua. Para que las amenazas surtieran mayor efecto, lo
encerraron varias veces en una cueva oscura e inaccesible y allí
lo tuvieron durante largos períodos a pesar de sus gritos de
terror.
En un tercer caso, una serie de observaciones casuales llevaron
a un niño menor de tres años a adivinar las relaciones adúlteras
de su madre adoptiva. Durante el año que siguió al descubrimien­
to, que el pequeño no acababa de entender del todo, la madre
le amenazó de muerte repetidas veces si le contaba a alguien sus
relaciones con el otro hombre o si mencionaba su nombre. A me­
dida que se hizo mayor el niño siguió recibiendo amenazas dia­
rias en el sentido de que moriría si hablaba con alguien de la
aventura de su madre. Luego, cuando el pequeño todavía no
había cumplido cinco años, la madre abandonó al marido y al hijo
sin previa advertencia.
Nuestras observaciones nos habían dado la impresión de que
el niño temía seriamente por su vida y ocultaba algún secreto
aterrador de cuya naturaleza ni él mismo era plenamente cons­
ciente. Finalmente, por medio de una criada que había sido des­
pedida cuando ya hacía tiempo que su señora tenía aquella aven­
tura, nos enteramos con cierto detalle de la temprana y repetida
traumatización del pequeño. Posteriormente, el pequeño expresó
espontáneamente sus recuerdos de tales amenazas durante sesio­
nes de juego.
Estos tres casos son buen ejemplo de algunos de los factores
psicológicos que, al parecer, caracterizan la esquizofrenia infantil.
¿Y su tratamiento?
Siguiendo las observaciones de niños autistas realizadas ante­
riormente por Kanner, Kaplan puso de relieve un aspecto impor­
tante cuando dijo que lo que más necesita el niño esquizofrénico
es vivir con una persona «que satisfaga sus necesidades». Añadió
que a estos niños les cuesta muchísimo alcanzar la socialización
154 SOBREVIVIR

porque sus egos son incapaces de hacer frente a los impulsos


instintivos y las presiones de la realidad.3
De hecho, tan pronto como empezamos nuestra labor en la
Escuela Ortogénica llegamos a la conclusión de que el tratamiento
del niño esquizofrénico exige que se proporcionen a éste perso­
nas que verdaderamente satisfagan sus necesidades no sólo du­
rante una hora al día, sino durante todo el tiempo posible día
tras día. Además, el pequeño necesita vivir en un entorno que
no le exija nada o cuyas exigencias sean mínimas y que sea tan
comprensible y simplificado que esté al alcance incluso de un ego
débil como el del niño; un entorno que tienda a reducir las pre­
siones libidinales y en el que no exista ningún peligro si el niño
actúa en consonancia manifiesta con tales presiones.
En realidad, estos requisitos son complementarios. Por medio
de las satisfacciones fisiológicas, psicológicas e interpersonales
proporcionadas al niño, la persona satisfactora de necesidades
reduce las presiones de las tendencias y angustias libidinales. La
ausencia de presión ejercida por la realidad en el entorno en que
vive el niño permite que la persona citada siga satisfaciendo
necesidades y que el niño acabe por reconocerlo. Tiene que ser
un entorno, por ejemplo, que acepte y respete incluso los sínto­
mas muy molestos como expresión legítima de las necesidades o
angustias del pequeño y que lo haga día y noche, no sólo durante
la hora dedicada al tratamiento.
No puedo explicar detalladamente aquí cómo se hace esto,4
pero un ejemplo servirá para demostrar de qué manera un niño
autista de once años se proporcionó a sí mismo las experiencias
que más necesitaba.
Como primera reacción ante la libertad de vivir de acuerdo
con sus necesidades, este muchacho dejó de defecar, pese a que
nunca había manifestado el menor síntoma en este sentido. Rete-

y. Leo Kanner, Cbild psycbuttry, C. C. Thomas, Springfield, 1948s; Samuel


Kaplan, «Childhood schizophrenia: Round table discussion», American Journal of
Orthopsychiatry, n.® 24 (1954), pp. 521-523.
4. Incluso antes de escribirse el presente artículo se intentó explicarlo en
Love is not enottgh y Truants frorn Ufe, a los que más tarde siguieron The empty
fortress y A borne jar the heart.
ESQUIZOFRENIA V SITUACIONES I ÍMITi; 155

nía sus excrementos durante más de dos semanas, con lo que afir­
maba su autonomía sobre sus funciones corporales, en contra de
las exigencias maternas. Finalmente dejó de retener los excre­
mentos, pero se negó a utilizar el retrete. Durante cerca de seis
meses se hizo las necesidades encima y jugó con los excrementos.
Pero durante el mismo período fue saliendo lentamente del estado
rígido y catatónico en que se hallaba desde hacía años.
Una vez que se hubo convencido de que en el entorno de la
Escuela Ortogénica poseía autonomía, al menos en lo referente
a la eliminación, cuando llevaba unos cuatro meses con nosotros
decidió espontáneamente alimentarse a sí mismo, primero por él
mismo, después por una figura materna. Adquirió el hábito de
introducir los alimentos en la boca, masticarlos y mezclarlos bien
con la saliva, escupírselos sobre el brazo, manosearlos un poco
más y fmafmente comérselos directamente de allí. De esta manera
se alimentaba de su propio cuerpo.
El siguiente paso consistió en escupir o depositar la masa
sobre el brazo de la consejera en vez de sobre el suyo. Convencida
de que el niño sentía la honda necesidad de hacerlo, la consejera,
según sus mismas palabras, lo aceptaba

como parte de la comida, igual que la sal y la pimienta. Lo


hace con gran deliberación. Se mete los alimentos en la boca,
los mastica, los deposita en la mano, aprieta la masa contra mi
ropa, la mira, la quita de allí, vuelve a metérsela en la boca y
se la come. Suelo ponerme una camisa azul de tela gruesa y una
chaqueta y me las pongo cuando es la hora de comer. Entonces,
cuando ba acabado de comer, me las quito y las guardo hasta
la próxima comida después de limpiarlas de restos de alimentos.
Ya no me pone nerviosa que haga esto conmigo.

Aunque el niño repetía el ritual tres veces al día y a menudo


entre las comidas regulares, aquello no constituía aún una rela­
ción personal; pero poco a poco fue convirtiéndose en una. Del
mismo modo que el niño pequeño al principio no reconoce a su
madre como persona, sino que puede tener la impresión de ali­
mentarse a sí mismo, también el niño del ejemplo se alimentaba
156 SOBREVIVIR

de su propia manga. Del mismo modo que más adelante el niño


reconoce que se alimenta del cuerpo de la madre, también el niño
del ejemplo se alimentaba de la manga de su consejera. Es proba­
ble que incluso entonces no la reconociese como persona, sino
que sencillamente le resultase más agradable alimentarse de ella
que de sí mismo. Puede que se dijese algo parecido a esto: «Hay
algo allí que, cuando me permite comer de ella, hace que comer
resulte agradable».
A diferencia de lo que ocurría en su experiencia pasada, cuan­
do todo lo procedente del exterior resultaba abrumador, amena­
zador y desagradable, ahora existía algo que venía del exterior
y se hallaba sujeto a su control; ahora era él quien abrumaba a
otra persona y lo que procedía de ésta era agradable. Cuando se
alcanzó esta fase de la comida bastó un poco de aliento para que
desapareciera el hábito de hacerse las necesidades encima y ensu­
ciarse con ellas. Su lugar lo ocupó un conocimiento más activo
y agresivo del entorno. Por ejemplo, el muchacho orinaba con
frecuencia y deliberadamente sobre la cama de un chico al que
consideraba su principal competidor en pos de la atención de la
consejera.
Cabe especular, pues, que el muchacho empezó a perder rigi­
dez después de aprender primero a afirmar su autonomía contro­
lando la eliminación y luego librándose de sus excrementos
donde y cuando él quería. Tras semejante afirmación de autono­
mía «anal», comenzó a satisfacer su autonomía «oral» alimentán­
dose de sí mismo. El mundo exterior empezó a adquirir signifi­
cado al alimentarse de una persona preferida y el muchacho em­
pezó a dominarlo al afirmar su autonomía uretral orinando sobre
objetos indeseables. Durante este desarrollo su cháchara ininteli­
gible, expresada con neologismos y ecolalia, se transformó en una
comunicación comprensible y el niño empezó a participar en jue­
gos sencillos e infantiles. Todos estos progresos tuvieron lugar
durante los primeros ocho meses que estuvo con nosotros.
Resulta más fácil dar un ejemplo de estos procedimientos que
generalizar sobre ellos, ya que todos los procedimientos tienen
que estar relacionados individualmente con la edad cronológica y
emocional del niño, su personalidad y la naturaleza de su trastor­
ESQUIZOFRENIA Y SITUACIONES LÍMITE 157

no y de sus síntomas. Peto el factor más importante consiste en


que estos niños tienen que vivir en un marco totalmente tera­
péutico. Necesitan un tratamiento institucional en el que el
terapeuta no trate al niño solamente una horas a la semana, sino
que la persona satisfactora de necesidades viva con el niño. Cierto
es que nadie puede cuidar de un niño así todo el día y que es
forzoso que otras personas compartan la tarea, pero esta persona,
la más importante, debe permanecer cerca del niño para estar a
disposición del mismo en cualquier momento del día y de la
noche, cuando alguna crisis haga necesaria su ayuda. Si se hace
así, la ausencia de la persona más importante podrá soportarse
durante horas seguidas sin consecuencias perjudiciales. Es decir,
si el niño esquizofrénico ha aprendido — y en la Escuela Ortogé-
nica lo aprende pronto— que la habitación donde vive su con­
sejero está cerca de la suya y si ve a dicha persona muchas veces
al día, entonces, a medida que el tratamiento vaya progresando,
esta disponibilidad le permitirá prescindir durante un espacio de
tiempo de la presencia inmediata de dicha persona, presencia que
al principio le es necesaria.
Básicamente lo que necesita uno de estos niños es una madre
libre de las exigencias emocionales egocéntricas que tantas madres
formulan, para que así el niño pueda beneficiarse de cuidados
maternales sin tener que responder a ellos; para que quede en
libertad de responder a su tiempo y del modo esquizofrénico que
le es propio. Entonces podrá empezar a establecer nuevamente
su autonomía.
Porque el niño tiene que poder recuperar su autonomía no
sólo en la sala de tratamiento y no sólo en lo que se refiere a sus
emociones. Para empezar una nueva vida, la situación total, límite,
que destruyó su autonomía debe ser reemplazada por una situa­
ción viva total que el niño sea capaz de dominar. Como antes
estaba abrumado por su entorno, ahora debe ser capaz de con­
trolarlo dentro de lo razonable, y de controlarlo con éxito. Esto
significa que el entorno tiene que ser sencillo; no debe lanzar
desafíos complejos ni formular exigencias complicadas. Hay que
poner de relieve que estos niños necesitan estabilidad y rutinas
sencillas. Básicamente el niño necesita sentirse tan a salvo, prote­
158 SOBREVIVIR

gido y controlando su entorno como el niño feliz pueda sentirse


en su cuna.
A un niño esquizofrénico no podemos meterlo en una cuna,
no sólo porque ya ha dejado de ser una criatura, sino porque
ello violaría el respeto de sí mismo que tuviese, lo privaría de la
autonomía negativa que hubiese alcanzado mediante sus síntomas
y restringiría su libertad de movimiento y expresión. En vez de
ello debemos proporcionar al niño un entorno que produzca
solamente aquellos desafíos y estímulos leves que sean compati­
bles con la seguridad total que un niño debe experimentar en la
cuna. Debemos protegerle de cualquier hostilidad proveniente del
mundo externo, especialmente de sus padres; debemos proporcio­
narle la máxima satisfacción de las necesidades; y debemos exigir
muy poca socialización, con el fin de que las exigencias del entor­
no sean mínimas al mismo tiempo que se reduzcan las presiones
de sus impulsos. Viviendo en tales condiciones, hasta un ego
muy débil puede empezar a funcionar de manera más adecuada.
En la práctica esto entraña que se proporcionen al niño sus
alimentos favoritos cuando él lo pida, en cualquier momento del
día o de la noche. Significa que no se insista en que haga sus
necesidades como es debido ni en ningún otro tipo de comporta­
miento socializado, el cual deberá ser el resultado de sus deseos
y no de nuestras exigencias. Significa que no deben imponerse
restricciones a su movilidad a menos que las mismas sean clara­
mente beneficiosas; la oportunidad de un descanso total cuando
lo desee, etcétera.
Dada tanta indulgencia, es posible imponer algunas limitacio­
nes a la descarga de agresividad en lo que se refiere a daños
físicos a los demás y limitar aquellas preocupaciones compulsivas
y que se perpetúan a sí mismas, sean sexuales o de otro tipo,
que consumen demasiada energía vital o aumentan la tensión en
lugar de reducirla. Intentamos que al niño le resulte posible vivir
de acuerdo con sus propios deseos autónomos, teniendo siempre
en cuenta que el ejercicio de la autonomía no debe causar difi­
cultades al niño, ya que entonces su ego resultaría inadecuado
una vez más. Por ejemplo, debemos proporcionarle el material
necesario para la construcción de dispositivos de seguridad y
ESQUIZOFRENIA Y SITUACIONES LÍMITE 159

cuanto el niño precise para sentirse seguro y estimular dicha


construcción.
Es posible que, al vivir en una situación benigna como esta,
el niño pueda empezar una nueva vida. Por extraño que parezca,
hemos comprobado que, para conseguirlo, un niño esquizofrénico
puede tardar tanto años como un niño nomal necesita para
desarrollar su personalidad. El desarrollo normal requiere dos,
tres o cuatro años de vivir ininterrumpidamente en un entorno
material y humano que promueva el crecimiento de la personali­
dad autónoma. Se necesitan el mismo tiempo y las mismas condi­
ciones para que el niño esquizofrénico desarrolle su nueva perso­
nalidad. Entonces estos niños se sienten renacidos y empiezan
una vida nueva y propia.
También aquí se da un paralelo notable con la experiencia
en el campo de concentración. Tema dominante en los devaneos
de muchos prisioneros era la idea de que empezarían una vida
totalmente nueva en cuanto los pusieran en libertad. La observa­
ción de algunos de estos prisioneros indica que solamente consi­
guieron superar la influencia perniciosa de los campos aquellos
que verdaderamente iniciaron una nueva vida tras su liberación.
De alguna manera el hecho de verse sujeto a vivir en una
situación límite contamina de modo permanente la vida y perso­
nalidad de antes. Ello sugiere que esta personalidad que no pro­
tegió al individuo contra la situación límite, le parece tan defi­
ciente a la persona, que ésta siente la necesidad de una reestruc­
turación general.
Volviendo a la esquizofrenia infantil, convendría mencionar
que, con gran sorpresa para nosotros, encontramos un número
elevado de niños esquizofrénicos que, en el punto crucial de su
rehabilitación, cuando estaban preparados para reintegrar su
personalidad, también iniciaban su nueva vida simbólicamente.
Tanto era así que volvían a vivir la experiencia de nacer.5 Un
niño autista le habló de ello a su terapeuta en el momento en
que simbólicamente volvía a darse a luz a sí mismo incubando

5. Como ejemplo tanto de la severidad de la situación límite causante del


aislamiento esquizofrénico del niño como del proceso de su renacimiento simbólico
de detalles de un caso en Trmmts /rom Ufe y de otro en The ettipty farttess.
160 SOBREVIVIR

un huevo im aginario. Dijo: «Me he puesto a mí mismo en for­


ma de huevo, me he incubado y me he dado a luz. ¿Sabe?... eso
le pasa a muy poca gente».
SEGUNDA PARTE
APORTACIONES INCONSCIENTES
A LA PROPIA DESTRUCCIÓN

La vida interior y la exterior no se limitan a estar entrelazadas


de manera inextricable, sino que no son más que dos expresiones
diferentes de un mismo fenómeno (que cuando las miramos, ofre­
cen dos perspectivas separadas). Si una experiencia ha hecho un
fuerte impacto en nosotros, su integración será afectada y se verá
reflejada tanto en nuestra vida interior como en la exterior, aun­
que de manera distinta y en diverso grado. Puede que tal inte­
gración exija alteraciones en nuestras actitudes y sentimientos
acerca de nosotros mismos y de nuestra vida, y lo que hagamos
al respecto es lo que constituye nuestro comportamiento externo.
De hecho, la integración de una experiencia verdaderamente im­
portante exige tanto que afrontemos constructivamente lo que la
misma nos hizo en tanto que experiencia interna como que haga­
mos algo al respecto en nuestros actos relativos a ella.
Por ejemplo, cuando ayudemos a un niño a hacer frente a las
consecuencias destructivas de ser maltratado por su padre o su
madre, raramente habrá suficiente con limitarse a impedir la repe­
tición de los malos tratos. También es necesario ayudar al niño
a superar el daño sufrido por su bienestar emocional y su perso­
nalidad a causa de haber sido maltratado. Habrá que enseñarle a
dominar, y con ello a integrar, el daño psicológico que ha sufrido.
También es necesario poner fin a los malos tratos de manera
permanente, para lo cual se tomarán las medidas que hagan falta,
tales como apartar al niño del dominio de quien le inflija los
malos tratos, sea el padre o la madre, o ayudar a esta persona a
164 SOBREVIVIR

superar las dificultades responsables de su comportamiento. Para


que el niño pueda integrar esta experiencia perjudicial — que,
cuando no se integra, sigue teniendo su impacto destructivo— es
necesario que sucedan cosas en la vida interna y externa del niño.
Aunque puede que las medidas que haya que tomar difieran nota­
blemente en forma y grado, lo mejor es que sigan cursos paralelos.
Los esfuerzos que hagamos para ayudar al niño a superár la
experiencia de ser maltratado por el padre o la madre no tendrán
éxito a menos que el niño también colabore. Por ejemplo, el
pequeño tendrá que librarse de los sentimientos de incompetencia
e inutilidad que pueda albergar a causa de haberse visto doloro­
samente rechazado por la persona que debería protegerle. Pero
también tiene que tomar medidas para evitar nuevos malos tra­
tos en la medida de lo posible, dada su edad y su limitada capa­
cidad para influir en su destino.
La necesidad de cambios paralelos en el estado mental y en
los actos externos del sujeto parece obvia cuando lo que debe
integrarse son las consecuencias de insultos tanto físicos como
psicológicos, cual es el caso del niño maltratado y del supervivien­
te de los campos de concentración nazis. Sin embargo, las cosas
no son muy distintas cuando los malos tratos no son físicos, sino
solamente psicológicos, e incluso cuando no los infligen los de­
más, sino principalmente uno mismo, como ocurre cuando una
persona se ve asediada por el temor al padre o a la madre o por
sentimientos de culpabilidad. Por ejemplo, si una persona se ve
debilitada por las consecuencias de una dependencia económica,
social y psicológica de unos padres demasiado indulgentes y /o
dominantes, el tratamiento que se le dé deberá ayudarla a supe­
rar las penosas consecuencias psicológicas de su dependencia, y
también a adquirir fuerza para alcanzar su independencia econó­
mica y social en todos los aspectos razonablemente posibles.
Puede que lo que acabo de decir arroje un poco más de luz
sobre las dudas de los supervivientes de los campos de concentra­
ción en el sentido de si el hecho de haberse salvado les da alguna
responsabilidad especial, asi como sobre sus sentimientos de cul­
pabilidad. Los supervivientes se sienten traumatizados por sus
experiencias en los campos, aunque conscientemente muchos de
APORTACIONES A LA PROPIA DESTRUCCIÓN 165

ellos sólo saben que sufrieron mucho y vivieron unas experiencias


aterradoras que sacudieron hasta las mismas raíces de su exis­
tencia.
Si después de la liberación el superviviente carga con unas
responsabilidades que antes no consideraba suyas, ello puede
hacerle pensar que semejante cambio en su comportamiento exter­
no es señal de que ha integrado los efectos de su traumatización.
Pero no siempre es así. Porque si bien los cambios significativos
en el interior producen cambios paralelos en el comportamiento
exterior, no es necesariamente cierto que ocurra lo contrario.
A menudo las alteraciones del comportamiento exterior y los
cambios interiores relacionados con ellas se producen de manera
simultánea, pero no siempre es así.

Al escribir y publicar el ensayo titulado «Comportamiento


del individuo y de la masa en situaciones límite» mi propósito no
era sólo aumentar el conocimiento del trato abominable sufrido
por los prisioneros en los campos de concentración alemanes, sino
también explicar los motivos de semejante trato. A la sazón la
Gestapo todavía utilizaba los campos para sembrar angustia entre
el resto de la población, para dominarlo más eficazmente. En con­
sonancia con lo que acabo de decir, el ensayo fue un intento de
hacer algo acerca de mi experiencia, directamente informando a
los demás sobre los campos, e indirectamente propagando la idea
de que debía erradicarse para siempre el espíritu que había creado
tales campos.
Escribir sobre ello constituyó también un intento inconsciente
de enterrar mi experiencia distanciándome de ella y dominándola
intelectualmente. Pero para esto último no bastaba con volver a
narrar mis experiencias. Para adquirir cierta comprensión de lo
que me había ocurrido a mí y a otros, muchos otros, y para
im p u lsar a mis lectores a actuar para impedir la continuación del
sistema de campos de concentración, había que hacer un esfuerzo
integrador total.
Tratar de comprender por qué te sucedió algo de importancia
trascendental a menudo representa un avance significativo en los
intentos de integrar la experiencia y sus consecuencias. Por ejem-
166 SOBKJí VIV IR

pío, en el tratamiento psicoanalítico es frecuente que a los pacien­


tes les resulte fácil recordar lo que les ocurrió e incluso la forma
en que reaccionaron ante ello. Lo que suele ser mucho más difícil
es explicarse por qué les sucedió. Normalmente esta explicación
constituye un paso necesario para comprender algo que resulta
mucho más difícil y penoso de recuperar: por qué en lo más
hondo de su ser respondieron de un modo determinado a la expe­
riencia. Y todas estas percepciones deben adquirirse de manera
cada vez más completa, aunque su perlaboración, esa integración
en la personalidad que constituye la única curación, no ocurre
necesariamente siguiendo el orden claramente establecido que se
ha dado a entender.
Volviendo al ejemplo del niño maltratado, dadas la edad y la
inteligencia apropiadas, generalmente el niño no tarda en poder
describir de forma bastante exacta lo que le sucedió y cómo reac­
cionó ante ello; por ejemplo, con angustia, dolor, odio, etcétera.
Pero muy a menudo antes de que el niño pueda comprender los
efectos de todo esto en su vida interior — por ejemplo, su con­
cepto de sí mismo, sus esperanzas para el futuro, sus actitudes
ante los demás, y no sólo ante el padre o la madre que lo mal­
trata, y mucho más— debe tratar de descifrar por qué el padre
o la madre le trata mal. Por difícil que sea entender a los demás,
cuando tienen gran importancia para nosotros y nuestra vida, tal
comprensión es a menudo un paso necesario para entendernos
mejor a nosotros mismos.
Una chica adolescente era muy consciente de sus reacciones
a las palizas frecuentes y severas que su padre le propinaba.
«Sabía» el efecto que tenían en ella. Tuvo que hacer grandes
esfuerzos antes de percatarse de que, a pesar de los malos tratos
que le infligía su padre, no era su relación con él lo que se ocul­
taba detrás de su depresión suicida, aunque desde el principio
sabía que la mala vida que le daban en casa influía en ella, sino
la relación con su madre, la cual la trataba de forma irreprocha­
ble. Con el paso del tiempo empezó a comprender que su madre
la utilizaba como pararrayos para protegerse de la violencia del
padre, y que la brutalidad de éste daba a la madre la oportunidad
que tanto deseaba de sentirse mornlmente superior a su marido.
APORTACIONES A LA PROPIA DESTRUCCIÓN 167

Entonces la chica comenzó a darse cuenta de que sus reaccio­


nes suicidas se debían a que había perdido la esperanza de recibir
de su madre el amor que tan desesperadamente anhelaba y que,
en comparación con ello, las palizas de su padre no hacían en ella
una impresión duradera. Finalmente comprendió que había opta­
do por ofrecerse como blanco de la violencia del padre provocán­
dole deliberadamente y creando situaciones que ella sabía que le
harían perder el control de sí mismo con el fin de dar a la
madre lo que ésta más deseaba: no tener que sufrir la violencia
de su marido al mismo tiempo que seguía gozando de su supe­
rioridad sobre él. La muchacha había obrado de esta manera con
la esperanza vana e inconsciente de que la madre, conmovida
ante los malos tratos que su hija sufría, intentaría compensarla
queriéndola.
Así, por muy inocente e infortunada que sea una víctima de
la violencia o de cualquier otra experiencia traumática, la inte­
gración del trauma exige afrontar el problema de si la víctima
ha contribuido de alguna manera, por insignificante que sea, a
hacer el papel de tal, y, en el caso de que así sea, averiguar el
cómo y el porqué. En mi ensayo inicial sobre los campos de con­
centración intenté describir lo que les sucedía a los presos, de
qué modo reaccionaban, incluyendo lo que hacían para defender­
se, y por qué sucedía, es decir, cuáles etan los objetivos de la
Gestapo. Entonces pareció necesario un nuevo paso hacia la com­
prensión. Necesité muchos más años de trabajo para abordar
un doloroso problema: si las víctimas del Reich, además de verse
obligadas por circunstancias de fuerza mayor a dejar que les
ocurrieran cosas en contra de su voluntad, de alguna forma y
en cierta medida también habían permitido que algunas cosas
les sucedieran, ya fuese por causas conscientes o, con mayor pro­
babilidad, inconscientes.
Si tal era el caso, si algo dentro de las victimas las impulsó
a no protegerse más eficazmente para no ser destruidas, entonces
también era neecsario comprender ese algo. No porque ello pu­
diera conducir a una comprensión total de lo sucedido y del
porqué — los hechos fueron tan enormes y catastróficos que nun­
ca será posible comprenderlos del todo— , sino porque podría
168 SOBREVIVIR

contribuir a que en el futuro uno se prepare mejor para defen­


ntra una posible destrucción.
este sentido, el examen de si no habría sido posible res­
más eficazmente, protegerse mejor del peligro de ser
o, sería hacer algo con y acerca de los acontecimientos
c cuelas debe integrar el superviviente. Y esto es así por­
q erdadera integración debería proteger mejor que aquella
e sustituye. La antigua integración no podía recurrir a
e cias anteriores para inventar el medio de dar al individuo
rotección contra la traumatización. Pero esto es lo que
d cer la nueva integración para dar buenos resultados.
de las maneras de promover la nueva integración es
a ndo conciencia de aquello que hay en uno mismo y que,
s uno lo sepa y en contra de su voluntad consciente, ha
c o en cierta medida con el destructor. Comprender por
q ómo puede haber sucedido esto es una forma de impe­
d vuelva a ocurrir. Así, pues, forma parte del hacer algo
c xperiencia.
al mismo tiempo, comprender la posibilidad de seme­
j ortación inconsciente a la propia destrucción abre camino
h posibilidad de hacer algo acerca de la experiencia, a
s repararse mejor para luchar en el mundo exterior contra
l iciones que podrían inducirte inconscientemente a facili­
t cosas al destructor. De una u otra forma los ensayos
si s abordan estos problemas.
LA LECCIÓN IGNORADA DE ANA FRANK

Cuando el mundo tuvo conocimiento de la existencia de los


campos de concentración y exterminio nazis, la mayoría de las
personas civilizadas pensaron que los horrores cometidos en ellos
eran demasiado pavorosos para ser ciertos. Fue un duro golpe
constatar que naciones supuestamente civilizadas fueran capaces
de actos tan inhumanos. Lo que ello entrañaba, es decir, que el
hombre moderno no puede controlar adecuadamente sus tenden­
cias a la crueldad y la destrucción, era una amenaza para el con­
cepto que teníamos de nosotros mismos y de la humanidad. Tres
fueron los mecanismos psicológicos que con mayor frecuencia se
utilizaron para afrontar la terrible revelación de lo que había
sucedido en los campos:
1) Negar que ello fuese aplicable al hombre en general, para
lo cual, contra toda evidencia, se afirmó que los actos de tortura
y los asesinatos en masa los cometía un grupo reducido de locos o
pervertidos.
2) Negar la veracidad de la información al respecto decla­
rando que era exagerada y atribuyéndola a la propaganda (esto
fue obra del gobierno alemán, que calificaba de Greuelpropa-
ganda — «propaganda basada en el horror»— a todos los infor­
mes sobre los casos).
3) Dar crédito a la información, pero reprimir cuanto antes
el conocimiento del horror.
Los tres mecanismos pudieron verse en pleno funcionamiento
tras la liberación de los supervivientes. Al principio, después del
descubrimiento de los campos y del exterminio, hubo una oleada
170 SO BREVIVIR

de indignación en las naciones aliadas. Pronto la siguió la repre­


sión generalizada del descubrimiento en la mente de todos. Posi­
blemente esta reacción se debió a algo más que al golpe que
recibió el narcisismo del hombre moderno al darse cuenta de que
la crueldad sigue predominando en el género humano. Puede
que también se hallase presente la constatación tenue pero suma­
mente amenazadora de que el estado moderno dispone de medios
para cambiar la personalidad y destruir a millones de seres a los
que considera indeseables. Pensar que en nuestros días el estado
pueda cambiar la personalidad de la gente contra la voluntad de
ésta y pensar que otras poblaciones puedan ser exterminadas total
o parcialmente es algo que inspira tanto temor que uno trata de
librarse de semejantes ideas y de su impacto recurriendo a la
negación o a la represión.
E l extraordinario éxito mundial que alcanzó El diario de Ana
Fratik, así como sus versiones teatral y cinematográfica, da a
entender lo fuerte que es el deseo de contrarrestar el conocimien­
to de la naturaleza destructiva y asesina de los campos volviendo
toda la atención hacia lo que se muestra como la posibilidad de
que la vida privada e íntima sigan su curso aun bajo la persecu­
ción directa del más despiadado de los sistemas totalitarios.
Y ello a pesar de que la suerte que corrió Ana Frank demuestra
que la propia destrucción puede verse acelerada por los esfuer­
zos que en la vida privada se hacen para olvidar lo que ocurre en
la sociedad que nos rodea.
De lo que quiero ocuparme aquí no es de lo que verdadera­
mente les sucedió a los miembros de la familia Frank, de cómo
trataron inútilmente de salir con vida de su terrible trance. Esta­
ría muy mal desmontar una historia tan humana y conmove­
dora que despertó tanta y tan merecida compasión por la dulce
Ana Frank y su trágico destino. Lo que quiero comentar es la
respuesta universal y carente de sentido crítico que se dio a su
diario así como a la obra teatral y a la película basadas en él, y
lo que esta reacción nos dice sobre nuestros intentos de hacer
frente a los sentimientos que en nosotros despierta su destino,
del que nos servimos como símbolo de una reacción muy humana
ante el terror nazi. Creo que el éxito mundial del diario resultaría
LA L L C U Ó N n i. ANA FRANK 171

inexplicable si no reconociéramos en él nuestro deseo de olvidar


las cámaras de gas y el esfuerzo en tal sentido que representa la
glorificación de la capacidad para replegarse a un mundo extre­
madamente privado, dulce, sensible y en él aferrarse, en la medi­
da de lo posible, a las actitudes y actividades cotidianas de antes,
pese a estar rodeados por un torbellino susceptible de arrastrar­
nos en cualquier momento.
La actitud de la familia Frank, la creencia de que la vida podía
seguir su curso igual que antes, puede muy bien que fuese la
causa de su destrucción. Elogiando su forma de vivir en el escon­
drijo sin antes detenernos a pensar en si era razonable o eficaz
esconderse, podemos hacer caso omiso de la lección crucial de la
historia de los Frank: que semejante actitud puede resultar fatal
en circunstancias extremas.
Mientras los Frank hacían los preparativos para esconderse
pasivamente, otros millares de judíos de Holanda (y de otros
lugares de Europa) intentaban escapar al mundo libre con el
propósito de sobrevivir o cambatir. Otros que no pudieron huir
se escondieron, para lo cual, por ejemplo, algunas familias se
separaban y cada uno de sus miembros se refugiaba en casa de
una familia no judía. Sin embargo, vemos en el diario que lo que
más deseaba la familia Frank era seguir viviendo del modo más
parecido a como lo hacían en tiempos más felices.
También la pequeña Ana sólo quería seguir viviendo como
siempre, ¿y qué otra cosa podía hacer si no seguir las pautas seña­
ladas por sus padres? Pero su destino no era necesario y mucho
menos heroico; fue un destino terrible pero también sin sentido.
Ana tuvo una buena oportunidad de sobrevivir, como la tuvieron
muchos niños judíos de Holanda. Pero hubiese tenido que sepa­
rarse de sus padres e irse a vivir con una familia de holandeses
no judíos, haciéndose pasar por hija de éstos. Los pasos necesa­
rios para ello los habrían tenido que dar sus padres.
Toda persona capaz de ver lo que era obvio sabía que la
forma más difícil de esconderse era hacerlo toda la familia. Escon­
derse en bloque aumentaba las probabilidades de ser detectados
por la SS; y ser detectado significaba el fin. En cambio, ocul­
tarse de uno en uno permitía que, en el caso de que una persona
172 SO B R E V IV IR

fuese descubierta, las demás tuvieran probabilidades de sobre­


vivir. Con sus excelentes relaciones con los holandeses no judíos
los Frank hubiesen podido esconderse individualmente, cada uno
en el seno de una familia distinta. Pero en vez de ello, el princi­
pal objetivo de sus preparativos fue proseguir su querida vida
familiar, deseo comprensible pero muy poco realista en aquellos
tiempos. Elegir otra salida hubiese significado dejar de vivir jun­
tos y, además, reconocer en toda su plenitud el peligro que se
cernía sobre sus vidas.
Los Frank fueron incapaces de aceptar que seguir viviendo
como una familia, como vivían antes de que los nazis invadieran
Holanda, ya no era deseable, por mucho que se quisieran unos
a otros. En realidad, para ellos y para otros muchos como ellos,
era algo sumamente peligroso. Pero incluso teniendo en cuenta
su deseo de no separarse, no supieron hacer los preparativos
adecuados a lo que probablemente iba a suceder.
Poca duda cabe de que los Frank, que pudieron proveerse de
tantas cosas, mientras hacían sus preparativos para esconderse o
incluso cuando ya estaban escondidos, habrían podido obtener
armas de haberlo deseado. Si hubiese tenido una pistola, el señor
Frank habría podido matar a por lo menos uno o dos agentes de
la «policía verde» cuando fueron a detenerlos. Aquella policía no
andaba sobrada de efectivos y la pérdida de un SS por cada judío
arrestado hubiese obstaculizado perceptiblemente el funcionamien­
to del estado policía. Incluso un cuchillo de carnicero, que sin
duda habrían podido llevarse consigo al escondrijo, les habría
servido para defenderse. La suerte de los Frank no hubiese sido
distinta, ya que murieron todos ellos a excepción del padre
de Ana. Pero hubieran podido vender caras sus vidas, en vez de
entregarse sin ofrecer resistencia. Sin embargo, aunque tenemos
que dar por sentado que el señor Frank hubiese luchado valien­
temente, como sabemos que hizo en la primera guerra mundial,
no todo el mundo es capaz de planear la muerte de aquellos que
están empeñados en matarle a él, aunque muchos de los que no
se sentirían capaces de hacerlo sí matarían sin titubear a aquellos
que pretendieran asesinarles a ellos y además a sus esposas e
hijas.
LA LECCIÓN DE ANA FRANK 173

Totalmente distinto habría sido hacer planes para huir en el


caso de ser descubiertos. El escondrijo de los Frank tenía una
sola entrada; no había ninguna otra salida. A pesar de ello,
durante los numerosos meses que estuvieron escondidos allí no
trataron de encontrar otra salida. Tampoco trazaron otros planes
de fuga, como, por ejemplo, que uno de los miembros de la fami­
lia, probablemente el señor Frank, intentaría entretener a la
policía, puede que incluso luchando contra los agentes, como he
sugerido antes, mientras los demás escapaban por los tejados de
las casas contiguas o deslizándose por una escalera de mano hasta
el callejón situado en la parte posterior de la casa donde habían
ido a vivir.
Cualquiera de estas alternativas hubiese exigido el reconoci­
miento y la aceptación de la situación desesperada en que se
encontraban, así como concentrar toda su atención en la mejor
manera de hacer frente a la misma. Esto resultaba del todo posi­
ble, incluso en las condiciones terribles en que se encontraban
los judíos a raíz de la ocupación de Holanda por los nazis. Así lo
demuestran otros muchos libros de memorias, por ejemplo el de
Marga Mineo, una muchacha más o menos de la misma edad que
Ana Frank y que vivió para contarlo. Sus padres habían planeado
que cuando la policía llegase para detenerlos el padre intentaría
entretenerlos discutiendo y peleando con ellos, dando así a la
esposa y a la hija la oportunidad de escapar por una puerta pos­
terior. Por desgracia las cosas no salieron como esperaban y tanto
el padre como la madre resultaron muertos. Pero su breve resis­
tencia permitió que la hija escapara y llegase a casa de una fami­
lia holandesa que le salvó la vida.1
Con esto no pretendo criticar a la familia Frank por no trazar
planes ni comportarse de forma parecida. Una familia tiene todo
el derecho del mundo a organizarse la vida como desee o como le
parezca más conveniente, así como a correr los riesgos que quiera
correr. Mis críticas no van dirigidas a la actuación de los Frank,
sino a la admiración universal que ha despertado su forma de
afrontar los hechos o, mejor dicho, de no afrontarlos. En contras­

1. Marga Mineo, Bilter berbs, Oxford University Press, Nueva York, 1960.
174 SO B REVIVIR

te, la historia de la pequeña Marga, la que sobrevivió, una histo­


ria tan emocionante como la otra, es totalmente desconocida.
A diferencia de los Frank, que escuchaban la radio británica
y estaban bien informados, muchos judíos no estaban enterados
de la existencia de los campos de exterminio. A causa de ello, les
resultaba más fácil creer que el cumplimiento total de las órdenes
de los nazis, por degradantes que fueran, podía ofrecerles la opor­
tunidad de sobrevivir. Pero ni la tremenda angustia que impide
pensar con claridad y actuar con decisión ni la ignorancia de lo
que les ocurría a quienes esperaban pasivamente el momento de
ser exterminados pueden explicar la reacción de los espectadores
ante la obra teatral y la película que narran la historia de Ana y
que tratan de esa espera que acaba con la destrucción.
Me parece que el final ficticio es la clave del tremendo éxito
de la historia. Al final oímos la voz de Ana que desde el más
allá nos dice: «A pesar de todo, sigo creyendo que la gente es
buena en el fondo». Se supone que este improbable sentimiento
lo expresa una niña a la que han hecho pasar hambre, que antes
ha visto cómo su hermana corría la misma suerte, que sabe que
su madre ha sido asesinada y que ha presenciado cómo daban
muerte a millares y millares de adultos y niños. La afirmación no
está justificada por ninguna de las cosas que Ana escribió real­
mente en su diario.
Proseguir la vida en familia, prescindiendo del peligro que
podía entrañar para la supervivencia, resultó fatal para demasia­
das personas durante el régimen nazi. Y si todos los hombres son
buenos, entonces es cierto que todos podemos íeguir viviendo
igual que cuando nuestra seguridad no corre peligro alguno y
podemos permitirnos el lujo de olvidarnos de Auschwitz. Pero
Ana, su hermana, su madre es muy posible que murieran porque
el señor y la señora Frank no fueron capaces de creer en Ausch­
witz.
Aunque a primera vista la obra teatral y la película tratan de
la persecución y la destrucción perpetradas por los nazis, en
realidad lo que vemos es cómo, a pesar de tanto terror, unas
personas encantadoras consiguen seguir viviendo en mutua com­
pañía sus vidas íntimas y satisfactorias. La heroína pasa de niña
LA LF.CCIÓN DE ANA FRANK 175

a joven con la misma normalidad con que lo haría cualquier otra


niña, a pesar de la extrema anormalidad en que se desarrollan
todos los demás aspectos de su existencia y de la de su familia.
De esta manera la obra nos tranquiliza diciéndonos que, a pesar
del carácter destructivo del racismo nazi y de la tiranía en gene­
ral, es posible no hacerles caso en la vida privada durante gran
parte del tiempo, aunque uno sea judío.'
Es cierto que el final es el que los Frank y sus amigos temían
desde el principio: su escondrijo es descubierto y todos ellos son
llevados a una muerte cierta. Pero la ficticia declaración de fe en
la bondad de todos los hombres con que concluye la obra nos
tranquiliza de una manera falsa, ya que nos hace creer que en la
lucha entre el terror nazi y la continuación de la vida familiar
íntima la victoria final es para ésta, ya que Ana tiene la última
palabra. Esto es sencillamente lo contrario de la verdad, porque
fue ella la que resultó muerta. Su aparente, supervivencia, la que
nos sugiere su conmovedora afirmación acerca de la bondad de
los hombres, consigue liberarnos de la necesidad de afrontar los
problemas que Auschwitz plantea. Por esto nos alivia tanto su
afirmación. Nos explica por qué a millones de personas les encan­
taron la obra teatral y la película: porque, al mismo tiempo que
nos enfrenta con el hecho de que Auschwitz existió, nos impulsa
a hacer caso omiso de lo que dicha existencia entraña. Si en el
fondo todos los hombres son buenos, en realidad nunca hubo un
Auschwitz; ni hay ninguna posibilidad de que vuelva a haberlo.
El deseo de los padres de Ana Frank de no interrumpir su
vida familiar íntima y su incapacidad para tomar medidas más
eficaces con vistas a su supervivencia reflejan el fracaso de dema­
siadas personas ante la amenaza del terror nazi. Es un fracaso
que merece ser examinado atentamente debido a las advertencias
inherentes al mismo para nosotros, los vivos.
A menudo la sumisión ante el poder amenazador del estado
nazi conducía tanto a la desintegración de lo que otrora parecían
personalidades bien integradas como a la vuelta a una despreocu­
pación inmadura ante los peligros de la realidad. Los judíos que
se sometieron pasivamente a la persecución nazi llegaron a depen­
der de procesos mentales primitivo1; e infantiles: espejismos e
176 S O B R E V IV IR

indiferencia ante la posibilidad de la muerte. Muchos se conven­


cieron a sí mismos de que ellos y sólo ellos se salvarían. Muchos
sencillamente no dieron crédito a la posibilidad de su propia
muerte. Al no darle crédito, no tomaron unas medidas que se les
antojaban desesperadas, tales como abandonarlo todo para ocul­
tarse de uno en uno, o intentar la huida aunque ello significase
arriesgar la vida; o prepararse para luchar por la vida cuando no
era posible escapar y la muerte se presentaba ya como una posibi­
lidad inmediata. Es cierto que defenderse luchando cuando los
nazis se disponían a llevárselos a los campos tal vez habría acele­
rado su muerte, por lo que, hasta cierto punto, se protegían a sí
mismos «tambaleándose a causa de los puñetazos» del enemigo.
Pero cuanto más tiempo se tambalee uno a causa de los puñe­
tazos que recibe, no de los caprichos normales de la vida, sino
del que será su verdugo, más probable es que uno ya no tenga
fuerzas para resistirse cuando la muerte se haga inminente. Esto
resulta especialmente cierto si al hecho de rendirse ante el ene­
migo no lo acompaña el correspondiente fortalecimiento de la
personalidad, sino una desintegración interior. Este proceso lo
podemos observar entre los Frank, los cuales reñían entre sí por
tonterías en lugar de brindarse mutuamente apoyo para resistir
el impacto desmoralizador de sus condiciones de vida.
Los que hicieron frente a las intenciones de los nazis se pre­
pararon para lo peor como si fuera una posibilidad real e inmi»
nente. Significaba arriesgar la vida por un propósito elegido por
uno mismo, pero con ello se creaba cuando menos una pequeña
probabilidad de salvar la propia vida, la vida de los demás o
ambas. Cuando se prohibió que los judíos de Alemania abando­
nasen sus domicilios, los que no sucumbieron ante la inercia
interpretaron las nuevas restricciones como una advertencia de
que había llegado el momento de esconderse, unirse al movimien­
to de resistencia, proveerse de papeles falsos, etcétera, en el caso
de que no lo hubiesen hecho mucho tiempo antes. Muchos de
ellos sobrevivieron.
Unos parientes lejanos míos pueden servirnos de ejemplo.
Durante los primeros días de la guerra un joven que vivía en una
pequeña población húngara se unió a otros judíos para prepararse
LA LECCIÓN DE ANA FRANK 177

ante una posible invasión alemana. Tan pronto como los nazis
impusieron el toque de queda a los judíos, su grupo partió para
Budapest, ya que la capital, al ser más grande, ofrecía mayores
probabilidades de pasar inadvertidos. De otras poblaciones llega­
ron a Budapest grupos parecidos y todos ellos unieron sus fuerzas.
Entre sus miembros escogieron hombres de aspecto típicamente
«ario» que, tras proveerse de papeles falsos, se alistaron en las SS
húngaras. Estos espías advertían a sus compañeros de las perse­
cuciones e incursiones inminentes.
Muchos de estos grupos sobrevivieron intactos. Asimismo, se
habían equipado con armas cortas, por lo que en caso de ser
descubiertos, la mayoría escapaba mientras unos cuantos de ellos
luchaban hasta morir para permitir que los demás se salvasen.
Algunos de los judíos que se habían alistado en las SS fueron
desenmascarados y fusilados inmediatamente, forma de morir que
probablemente es preferible a la cámara de gas. Pero la mayoría
de ellos sobrevivió y permaneció oculta en el seno de las SS has­
ta la liberación.
Compárense estos expedientes no sólo con el hecho de que los
Frank escogieran un escondrijo que en realidad era una trampa,
sino también con el hecho de que el señor Frank, en lugar de
enseñar a sus hijos la forma de huir, les diera lecciones de asig­
naturas típicamente académicas, lo cual demuestra que era inca­
paz de afrontar la gravedad de la amenaza de muerte. Enseñar
asignaturas académicas tenía sus aspectos constructivos, desde
luego. En cierto grado aliviaba la angustia omnipresente en torno
a su destino al concentrarse en temas distintos y al alentar indi­
rectamente la esperanza en que llegaría un futuro en el que los
conocimientos adquiridos entonces serían de utilidad. En este
sentido, las enseñanzas que impartía el señor Frank tenían un
propósito, pero constituían un error en la medida en que ocupa­
ban el lugar de unas enseñanzas y planes mucho más pertinentes:
la mejor manera de intentar la huida en caso de ser descubiertos.
Por desgracia, los Frank no fueron los únicos que a causa de
la angustia no supieron ver su verdadera situación y tomar las
medidas oportunas. La angustia, y el deseo de contrarrestarla
aferrándose unos a otros, y de reducir su desazón haciendo una

12. — BETTEJJUUM
178 SOBREVIVIR

vida normal en la medida de lo posible incapacitaron a muchos,


especialmente cuando los planes para sobrevivir exigían cambiar
radicalmente una forma de vivir que tanto les agradaba y que se
había convertido en su única fuente de satisfacción.
Mi joven pariente, por ejemplo, no consiguió convencer a otros
miembros de la familia para que le acompañasen cuando aban­
donó la pequeña población donde vivían todos. Con grave riesgo
de su vida volvió en tres ocasiones para suplicarles que se mar­
charan, haciéndoles ver primero que la persecución contra los
judíos era cada vez más encarnizada y después que ya habían
empezado a enviarlos a las cámaras de gas. No logró convencerlos
de que debían abandonar sus hogares y familias para esconderse
de uno en uno.
Cuanto mayor era su desesperación, más se aferraban a su
habitual forma de vida y más les costaba pensar en la posibilidad
de abandonar los bienes que habían acumulado durante toda una
vida de duro trabajo. Cuanto más restringida era su libertad de
acción, cuanto más crueles y degradantes eran las limitaciones
impuestas por los nazis, menos capaces se sentían de actuar con
independencia. La creciente angustia en que vivían agotó sus
energías vitales. Cuanto menos fuerzas encontraban en sí mismos,
más se aferraban a lo poco que les quedaba de todo aquello que
en otros tiempos les diera seguridad: su antiguo ambiente, su
acostumbrada forma de vida, sus bienes. Todo esto parecía dar
cierta permanencia a su vida, ofrecerles algunos símbolos de segu­
ridad. Sólo que los antiguos símbolos de seguridad ahora ponían
en peligro la vida, ya que eran excusas para evitar un cambio.
En cada una de sus visitas el joven encontraba a sus parientes
más incapacitados, menos dispuestos o capaces de seguir sus con­
sejos, más inmersos en la inactividad y con ello más cerca de los
crematorios donde, de hecho, murieron todos.
Levin narra detalladamente los esfuerzos desesperados pero
infructuosos que los pequeños grupos de judíos decididos a sobre­
vivir hicieron para salvar a los demás. Nos habla de cómo «se
enviaban mensajeros a las provincias para advertir a los judíos
que la deportación significaba la muerte, pero las advertencias
caían en saco roto porque la mayoría de los judíos se negaba a
LA LECCIÓN DE ANA FRANK 179

pensar en su propio aniquilamiento».2 A mi modo de ver, la razón


de tal negación hay que buscarla en su incapacidad para actuar.
Si tenemos la seguridad de que no podemos hacer nada para
protegernos contra el peligro de destrucción, nos es imposible
pensar en ello. Podremos pensar en el peligro solamente si cree­
mos que hay formas de protegerse, de devolver los golpes, de
escapar. Si estamos convencidos de que nada de todo esto es posi­
ble para nosotros, entonces de nada sirve pensar en los peligros;
al contrario, es mejor negarse a hacerlo.
Encontrándome preso en Buchenwald, hablé con centenares
de judíos alemanes que llegaron al campo a consecuencia del
pogrom a gran escala desencadenado tras el asesinato de Vom
Rath en el otoño de 1938. Les pregunté por qué no se habían
ido de Alemania en vista de las condiciones extremadamente
degradantes a que estaban sujetos. Me contestaban que cómo iban
a marcharse. Hubiesen tenido que abandonar sus hogares, su
trabajo, sus fuentes de ingresos. Habiéndose visto privados de
gran parte de su respeto de sí mismos por la persecución y degra­
dación nazis, no habían sido capaces de renunciar a lo que todavía
les daba cierta apariencia de respeto de sí mismos: sus bienes
terrenales. Pero en lugar de utilizar sus bienes se convirtieron en
cautivos de los mismos y esta posesión por parte de unos bienes
materiales se transformó en la máscara fatal de la posesión por
parte de la angustia, el miedo y la negación.
De que invertir las energías vitales en los bienes personales
podía ocasionar la muerte gradual de las personas tenemos ejem­
plos abundantes durante toda la persecución nazi contra los ju­
díos. Al decretarse el primer boicot contra los establecimientos
judíos, el principal objetivo externo de los nazis consistía en apo­
derarse de los bienes de los israelitas. En aquel tiempo incluso
permitían a los judíos sacar algunas cosas del país si dejaban en
él la mayor parte de sus bienes. Durante mucho tiempo la inten­
ción de los nazis y el objetivo de sus primeras leyes discrimina­
torias consistieron en forzar la emigración de las minorías inde­
seables, incluyendo a los judíos.

2. Nora Lcvin, The Ilolocaust, Thomas Y . Cromwell, Nueva York, 1968.


180 SO B R E V IV IR

Aunque la política de exterminio se ajustaba a la lógica inter­


na de la ideología racial del nazismo, cabe preguntarse si la idea
de que pudiera llevarse a cabo el exterminio de millones de judíos
(y de otros súbditos extranjeros) no sería en parte fruto de ver
hasta qué punto los judíos aceptaban la degradación sin rebelarse.
Cuando no había resistencia violenta, la persecución de los judíos
empeoraba, lentamente, paso a paso.
Al concluir la segunda guerra mundial vivían aún muchos
judíos que, al producirse la invasión de Polonia, habían sido capa­
ces de estudiar su situación y sacar las conclusiones pertinentes.
Ante el avance alemán lo habían dejado todo para huir a Rusia,
a pesar de la desconfianza y el desagrado que en ellos despertaba
el sistema soviético. Pero en Rusia, aunque los tratasen mal, al
menos sobrevivirían. En cambio, los que se quedaron en Polonia
creyendo que podrían seguir viviendo como antes decidieron su
propio destino. Así, en el sentido más profundo, el camino hacia
la cámara de gas no fue más que la última consecuencia de la
incapacidad de dichos judíos para comprender lo que el destino
les tenía reservado, el último paso hacia la rendición definitiva
ante el instinto de muerte, al que también cabría denominar «el
principio de la inercia». El primer paso lo habían dado mucho
antes de su llegada al campo de exterminio.
En una experiencia de Olga Lengyel3 podemos encontrar una
dramática demostración de hasta qué extremo puede llegar la
rendición ante la inercia y el deseo de no saber, porque el saber
crearía una angustia insoportable. Olga Lengyel nos cuenta que,
a pesar de que ella y sus compañeras de cautiverio vivían a
unos pocos centenares de metros de los crematorios y las cámaras
de gas, y a pesar de que sabían para qué los utilizaban, la mayoría
de las prisioneras negaron saberlo durante meses. Si se hubiesen
hecho cargo de su verdadera situación, quizás ello les habría ayu­
dado a salvarse ellas mismas o a salvar vidas ajenas.
Cuando las seleccionaron para enviarlas a las cámaras de gas,
las compañeras de Lengyel no intentaron separarse del grupo,

3. O lga Lengyel, Vive cbimneys: The story of Auschwitz, Zi£f-Dav¡s, Chicago


1947.
LA LECCIÓN DE ANA FKANK 181

como hizo ella. Peor aún, la primera vez que intentó escapar de
las cámaras de gas, algunas de las otras prisioneras escogidas
dijeron a los vigilantes que Olga intentaba escapar. Llena de
desesperación, Lengyel se hace la siguiente pregunta: ¿Cómo es
posible que aquellas personas negaran la existencia de las cámaras
de gas cuando durante el día entero veían funcionar los crema­
torios y notaban el hedor de carne quemada? ¿Por qué preferían
ignorar el exterminio a luchar en defensa propia? No logra expli­
cárselo y sólo nos puede ofrecer la observación de que aquellas
personas veían con malos ojos a los que intentaban zafarse del
destino común de todas ellas, y ello se debía a que no tenían
valor suficiente para actuar. Yo creo que lo hacían porque habían
perdido la voluntad de vivir y se hallaban bajo el dominio de
sus tendencias de muerte. A causa de ello, eran esclavas de los
asesinos de las SS, no sólo física sino también psicológicamente,
cosa que no sucedía con los presos que seguían aferrándose a
la vida.
Algunos presos incluso empezaron a servir a sus verdugos, a
ayudarles a acelerar la muerte de sus congéneres. Entonces las
cosas habían ido más allá de la simple inercia y el instinto de
muerte lo dominaba todo. Los que trataban de servir a sus ver­
dugos, ejerciendo para ello las funciones de su anterior vida civil,
no hacían más que proseguir la vida de costumbre y abrir con
ello la puerta a su propia muerte.
Por ejemplo, la señora Lengyel habla del doctor Mengele,
médico de las SS en Auschwitz, como ejemplo típico de la actitud
de «normalidad» que permitía a algunos prisioneros, y cierta­
mente a los SS, conservar cierto equilibrio a pesar de lo que
estaban haciendo. Nos cuenta que el doctor Mengele tomaba
todas las precauciones médicas que hay que tomar en los partos,
siguiendo rigurosamente todos los principios de la asepsia, cor­
tando el cordón qmbilical con el mayor cuidado, etcétera. Pero
al cabo de sólo media hora enviaba a la madre y al recién nacido
al crematorio.
Habiendo hecho su elección, el doctor Mengele y otros como
él tenían necesidad de engañarse a sí mismos para poder vivir
consigo mismos y con sus experiencias. Sólo un documento perso­
182 SOBREVIVIR

nal sobre el tema ha llegado a mi poder: el del doctor Nyiszli,


un preso que prestaba servicio en calidad de «médico investiga­
dor» en Auschwitz.4 De qué manera el doctor Nyiszli se engañaba
a sí mismo puede verse, por ejemplo, en el hecho de que una
y otra vez afirmaba trabajar en Auschwitz como médico, aunque
en realidad lo que hacía era ayudar a un asesino. Del Instituto
de Investigación Racial, Biológica y Antropológica dice que era
«uno de los centros médicos más calificados del Tercer Reich»,
pese a que el instituto se dedicaba a demostrar falsedades. Que
Nyiszli fuera médico no cambia el hecho de que, al igual que los
demás presos que servían a las SS mejor que algunos de los
propios miembros de éstas, participara en los crímenes de las SS.
¿Cómo podía hacerlo y vivir consigo mismo?
La respuesta es: enorgulleciéndose de su capacidad profesio­
nal, prescindiendo del propósito de la misma. El doctor Nyiszli
y el doctor Mengele no eran más que dos de los centenares de
médicos, mucho más prominentes que ellos, que participaron en
los experimentos seudocientíficos que los nazis llevaron a cabo
con seres humanos. Era el orgullo peculiar que en estos hombres
inspiraban su capacidad y conocimientos profesionales, prescin­
diendo de consideraciones morales, lo que les hacía tan peligrosos.
Aunque ya no existen los campos de concentración y los crema­
torios, esta clase de orgullo permanece con nosotros; es caracte­
rístico de una sociedad moderna en la que la fascinación ante la
competencia técnica ha desbancado a la preocupación por los
sentimientos humanos. Auschwitz ya no existe, pero mientras
persista semejante actitud no estaremos libres de una indiferencia
cruel ante la vida.
He conocido a muchos judíos y a muchos no judíos contra­
rios a los nazis, parecidos al grupo de activistas húngaros del que
he hablado anteriormente, que sobrevivieron en la Alemania nazi
y en los países ocupados. Estas personas se dieron cuenta de
que cuando un mundo se hace pedazos y la inhumanidad es la
única soberana el hombre no puede seguir viviendo su vida pri-

4. Miklos Nyiszli, Auschwitz: A doclor’s eyewitness accaunt, Fredcrick Fell,


Nueva York, 1960.
LA LECCIÓN DK ANA FKANK 183
vada como la vivía antes y le gustaría seguir viviéndola; no
puede, como amoroso cabeza de familia, mantener a la familia
junta, viviendo en paz, sin ser molestada por el mundo que la
rodea; tampoco puede seguir enorgulleciéndose de su profesión
o de sus bienes, cuando la una o los otros le privarán de su
humanidad, si no también de su vida. En tales momentos es
necesario replantearse radicalmente todo lo que se ha hecho, creí­
do y defendido hasta entonces con el fin de saber cómo actuar.
En resumen, hay que tomar una actitud ante la nueva realidad,
una actitud firme en vez de retirarse hacia un mundo aún más
privado.
Si hoy día los negros africanos marchan hacia los fusiles de
una policía que defiende el apartheicl, aunque centenares de disi­
dentes sean abatidos a tiros y decenas de millares estén encerra­
dos en campos de concentración, tarde o temprano su lucha les
proporcionará la oportunidad de conquistar la libertad y la igual­
dad. Millones de los judíos europeos que no pudieron o no qui­
sieron huir a tiempo o esconderse como hicieron muchos miles,
al menos habrían podido morir luchando, como al final hicieron
algunos en el ghetto de Varsovia, en vez de esperar pasivamente
que los enviasen a la muerte.
EICHMANN: EL SISTEMA, LAS VÍCTIMAS

La tarea que Hannah Arendt se impone en Eichmattn in Jeru-


salem va mucho más allá de la discusión de los crímenes de un
hombre, ya que el libro se ocupa del mayor problema de nuestro
tiempo y no sólo del genocidio, una de sus manifestaciones más
temibles. Sea cual fuere la forma en que se presente, el totalitaris-
mó es el problema más importante de nuestra época. Si el proceso
de Eichmann se hubiese concentrado principalmente en este as­
pecto, entonces habría sido en verdad el proceso del siglo, ya que
el totalitarismo no terminó con Hitler. La mayor parte de la
humanidad es gobernada por sistemas totalitarios y ni siquiera
están libres por completo de tendencias totalitarias algunas nacio­
nes que en la actualidad se gobiernan democráticamente. La expli­
cación radica en que las modernas sociedades de masas, orienta­
das hacia la tecnología, tienden a sobrepasar la dimensión humana;
a manipular al individuo en beneficio del estado en vez de ser
el estado quien sirva al individuo.
Ésta es la virtud del libro de Arendt: la de ver en Eichmann
y su proceso el planteamiento del problema del ser humano en
un moderno sistema totalitario. Pero, en cierto sentido, ésta es
también su limitación: el problema es tan amplio que aún no
parecemos capaces de afrontarlo intelectualmente, aunque el libro
de Arendt es, desde luego, el intento más serio que se ha hecho
en tal sentido, un intento logrado en parte.
Con el fin de abordar el totalitarismo a escala humana, Arendt
tuvo que buscar alguna manera de reducirlo a su base humana.
Lo hace siguiendo los tres hilos básicos del tema: Eichmann el
hombre; la imposibilidad de juzgar el totalitarismo mediante
186 SO B REVIVIR

nuestro sistema tradicional de pensar, incluyendo nuestro sistema


legal; y las infortunadas víctimas. Pero estos tres aspectos se
hallan tan entretejidos, debido a la naturaleza del tema y a la
forma en que se llevó a cabo el proceso de Eichmann, que ni
Arendt ni yo podemos ocuparnos de ellos por separado.
Las anteriores obras de Hannah Arendt, The human conditioti
y The origins of totalitarianism, nos la muestran como una per­
sona singularmente capacitada para comprender de qué manera
los actos de Eichmann, su proceso y sus víctimas forman parte
del mismo problema. Así, aunque el libro trata nominalmente
de Eichmann en Jerusalén y aunque examina el proceso de forma
muy personal, erudita y crítica, en un sentido más profundo va
más alláde ser un ensayo sobre la banalidad del mal; en esencia
se trata de un libro sobre la incongruencia de todo el asunto.
Por ejemplo, si lo juzgamos según todas las pautas «cientí­
ficas», Eichmann era una persona «normal».

Media docena de psiquiatras habían certificado que era «nor­


mal»... «Al menos, más normal de lo que me encuentro yo
después de examinarle», dicen que exclamó uno de ellos, mien­
tras que otro encontró que toda su actitud psicológica, su acti­
tud ante su esposa e hijos, padre y madre, hermanos, hermanas
y amigos, era «no sólo normal sino muy deseable». Y finalmen­
te el cura que le visitó regularmente en la prisión... tranquilizó
a todo el mundo declarando que Eichmann era «un hombre
con ideas muy positivas».

Obviamente nuestras pautas de normalidad no son aplicables al


comportamiento en las sociedades totalitarias.
El libro se ocupa de la incongruencia del asesinato de millo­
nes de seres y de que un solo hombre fuese acusado de todo ello.
Resulta tan obvio que un solo hombre no puede exterminar a
millones de personas. La incongruencia está entre todos los horro­
res contados, y este hombre en el banquillo, cuando en esencia
todo lo que hizo fue hablar con la gente, escribir memorándums,
recibir y dar órdenes desde detrás de una mesa de despacho. Es
esencialmente la incongruencia entre nuestra concepción de la
vida y la burocracia del estado total. Nuestra imaginación, núes-
KIC11MANN: JKL S IS T I.M A , LAS VÍC TIMAS 187

tro marco de referencia, incluso nuestros sentimientos, sencilla­


mente son incapaces de comprenderla.

Cada día se nos presenta la oportunidad de ser testigos de


nuestra incapacidad para comprender la tragedia. Sentimos viva­
mente el sufrimiento de un individuo o de unos cuantos, como
ocurre cuando se produce un accidente aéreo, una explosión en
una mina o, típicamente, cuando el hijo de un vecino sufre un
accidente grave. Lo sentimos por las víctimas y por sus parientes.
Llenos de ansiedad, aguardamos más noticias; algunos llenos de
esperanza, rezando otros. Nos sentimos obligados a hacer algo
para ayudar.
Pero supongamos que treinta mil personas mueren al entrar
en erupción un volcán situado en algún sitio donde no estemos
nosotros: entonces no nos sentimos profundamente conmovidos.
Puede que recojamos dinero para las víctimas, que hablemos de
lo ocurrido y lo leamos en la prensa, pero, pese a ello, por den­
tro aún no nos sentimos verdaderamente consternados. Nuestras
emociones son todavía las de una tribu o un pueblo pequeños.
Reaccionamos con sentimientos profundos ante lo que vemos y
podemos sentir en nosotros mismos, ante lo que se halla direc­
tamente ante nuestros ojos o ante lo que podemos comprender
gracias a nuestra experiencia propia. Todavía no hemos apren­
dido a hacer frente a la experiencia del estado de masas total.
Sencillamente no podemos pensar en términos de millones (o al
menos la mayoría de nosotros no puede hacerlo), sino solamente
en términos de individuo. Unos cuantos chillidos nos producen
una honda inquietud y el deseo de ayudar. Horas y horas de
chillidos no logran más que hacernos desear que la persona que
los profiere cierre el pico.
Se trata, pues, de un libro sobre nuestra incapacidad para
comprender plenamente de qué manera la tecnología y la organi­
zación social modernas, cuando las utiliza el totalitarismo, per­
miten que una persona normal y más bien mediocre como Eich-
mann desempeñe un papel tan crucial en el exterminio de millo­
nes de seres. Debido a la misma incongruencia, resulta teórica­
mente posible que un oscuro funcionario — digamos que un te-
188 SO B R E V IV IR

niente coronel, para mantener el paralelo con Eichmann— apriete


un botón y con ello inicie el exterminio de la mayoría de nosotros.
Es una incongruencia entre la imagen del hombre que todavía
tenemos, arraigada en el humanismo del Renacimiento y en las
doctrinas liberales del siglo x v m , y las realidades de la existencia
humana en medio de nuestra actual revolución tecnológica. Si
esta revolución no nos hubiera permitido ver al individuo como
una mera pieza de la maquinaria, una pieza prescindible, un sim­
ple instrumento, y si no hubiese permitido al estado utilizarlo
como tal, Eichmann nunca habría sido posible. Pero tampoco lo
habrían sido la matanza de Stalingrado, los campos de trabajadores
forzados de Rusia, el bombardeo de Hiroshima o los actuales
planes para una guerra nuclear. Es la contradicción entre el poder
increíble que la tecnología ha puesto a nuestra disposición y la
insignificancia del individuo comparado con dicho poder.
Es la incongruencia entre la banalidad de un Eichmann y el
hecho de que solamente una persona banal como él podía llevar
a cabo el exterminio de millones de personas. De haber sido más
hombre, su humanidad le hubiese impedido realizar su maligna
labor; de haber sido menos hombre, no hubiese sido eficaz en
su trabajo. Su banalidad es exactamente la de un hombre que
apretaría el botón cuando se lo ordenasen, sin más preocupación
que la de apretarlo bien y sin interesarse por las consecuencias
fatídicas de su acto.
Hasta nuestro lenguaje se ha vuelto incongruente; nos defrau­
da porque las palabras que empleamos expresan hechos que ocu­
rren en un contexto totalmente distinto; se refieren solamente a
asuntos de distinta magnitud. «M atar» se refiere al asesinato de
un enemigo en la guerra, o de una persona para obtener beneficios
materiales o por venganza. Entraña algo parecido a un encuentro
cara a cara. Dillinger era un matador, Eichmann fue un instrumen­
to en la destrucción de millones de personas y, pese a ello, le
repugnaba todo cuanto no considerase estrictamente legal. No
mintió al afirmar que nunca había matado a nadie. El asesinato en
masa y legalizado, por orden del estado, esto no le importaba; al
contrario, era capaz de disfrutar de la eficacia, de la actitud «cien­
tífica» con la que cumplía su deber.
EICHMANN: EL S IS T E M A , L A S V ÍC TIM A S 189

E l conocimiento «experto» que del problema judío tenía


Eichmann resultó tristemente inadecuado en todos los sentidos,
como Arendt demuestra detalladamente; consistía principalmen­
te en el hecho de haber leído dos libros. Pero él creía que ésta
era una manera científica de enfocar el problema de, en primer
lugar, la emigración forzosa y, en segundo lugar, el exterminio
de todos los judíos europeos. También esto tiene una importancia
crucial, ya que no es posible entender la inhumanidad del tota­
litarismo sin semejante imparcialidad legalista o científica. No se
trataba simplemente de que una persona se viera llevada por mal
camino a causa de su seudocientifismo. Esto queda ampliamente
documentado por los experimentos «científicos» con seres huma­
nos que en su totalidad murieron a causa de ellos, resultado ya
previsto por los experimentadores que, en lo que hace a su for­
mación y categoría, eran científicos calificados. En muchos casos
eran médicos prominentes, distinguidos profesores de universidad,
etcétera; todos ellos se habían formado antes del período nazi
y todos habían prestado el juramento hipocrático. Algunos de los
médicos más eminentes de Alemania estaban enterados de lo que
hacían sus colegas y lo aprobaban oficialmente. También ellos
obraban así porque todo parecía perfectamente legal; todo estaba
en orden dentro del marco de referencia del estado totalitario.
El anticuado término de «asesino» no puede aplicarse a estas per­
sonas, ni a Eichmann, porque es un término que permanece den­
tro de una orientación humana.
Arendt cree — y yo también— que algunas de las caracterís­
ticas del Tercer Reich son inherentes al totalitarismo moderno,
mientras que otras peculiares a él pueden, por suerte, seguir
siéndolo. Hoy como entonces, por ejemplo, todavía respondemos
a las estratagemas utilizadas por el moderno estado de masas
para ejercer control a través de la burocracia impersonal, los
impersonales creadores de gustos y las también impersonales fuen­
tes de información; todos esconden la responsabilidad individual
tras una pantalla de objetividad y servicio a la comunidad. Por
esto Arendt no se da por satisfecha estudiando la personalidad
de un Eichmann como fenómeno aislado, sino que dedica igual
atención al sistema y a lo que hizo a sus víctimas.
190 SOBREVIVIR

Aquellos que de estos hechos quieran sacar una lección para


el futuro deben aceptar no sólo la posibilidad, sino también la
probabilidad de que la mayoría de las personas no sean ni héroes
ni mártires; que, sometidas a gran tensión y sufrimientos, unas
pocas se convertirán en héroes, pero que la mayoría de la gente
se deteriora con bastante rapidez y que la inhumanidad podía
encontrarse tanto entre los nazis como entre sus víctimas. Los
que estudian la sociedad o el hombre han aprendido a dar por
sentado que nadie, ni siquiera ellos mismos, está libre de flaque­
zas humanas. Justamente porque sabemos que ninguno de noso­
tros está completamente libre de culpa por lo que sucedió, pode­
mos permitirnos el lujo de investigar incluso la culpabilidad de
las víctimas. Esto es lo que intenta hacer Hannah Arendt en
torno al hecho concreto del proceso Eichmann. í
Los que en su libro vean solamente una crónica del proceso,
una crónica crítica, muy personal, puede que incluso algo parti­
dista, se llevarán una decepción porque no acertarán a ver la
lección que el libro les ofrece. Sin embargo, para escribir la
historia de otro nazi prominente no valía la pena que Arendt se
molestase; como tampoco la valía el describir un proceso desti­
nado tanto a servir a la propaganda como a la justicia. Si sola­
mente se estaba juzgando a otro desdichado criminal político,
entonces hubiese parecido mezquino criticar al tribunal por su
forma de llevar el proceso, ya que la culpabilidad del acusado
estuvo clara desde el principio y él mismo la reconoció. ¿O por
qué iba Arendt a incluir en su crónica el hecho de que algunos
judíos, incluso líderes judíos, contribuyeron sin querer al exter­
minio de otros judíos? Esto no tenía nada en absoluto que ver
con el acusado. Su culpabilidad no queda rebajada ni un ápice
porque aquellos judíos obraran así.
Muchos insistirán en todo esto porque no alcanzan a com­
prender el verdadero problema. El juez Musmanno, que hizo la
crítica del libro en el New York Times Book Review, sólo fue
capaz de ver en él una crónica sumamente injusta del proceso,
como si éste hubiese sido el tema principal del libro. No supo ver
que lo principal no era Eichmann, sino el totalitarismo. Escribe,
por ejemplo, que «la señorita Arendt dedica mucho espacio a la
EICHMANN: EL SISTEMA, LAS VÍCTIMAS 191

conciencia de Eichmann y nos informa de que uno de los argu­


mentos utilizados por Eichmann en su propia defensa fue “que
no llegaban voces de fuera que despertasen su conciencia” ». Con
tono virtuoso Musmanno añade: «¿Cuán terriblemente dormida
estará una conciencia cuando necesita que la despierten para ver
que hay algo moralmente censurable en darle caramelos a un niño
para inducirle a entrar en la cámara de gas?». Hacer esta clase
de preguntas retóricas es actuar de cara a la galería, o a las
emociones del público, como hizo el fiscal general Hausner (según
Arendt), porque nunca quedó demostrado que Eichmann hiciera
tal cosa o supiera que otros la hacían. Por supuesto que estaba
enterado de los asesinatos; él nunca lo negó. Pero delo que
habla Arendt es de la terrible situación de que en un estado
totalitario no lleguen voces de afuera que despierten la conciencia.
Éste es el tema importante de que ella se ocupa y que Musmanno
intenta hacernos olvidar con su pregunta emocional. Para los que
no éramos nazis lo importante es la ausencia de estas voces, nues­
tras voces. Eso es lo que convierte en algo desesperado el vivir
en una sociedad totalitaria, porque no hay nadie a quien recurrir
en busca de una guía y no llegan voces de fuera.
De qué manera enmudece tu voz bajo el totalitarismo es algo
que conocen bien quienes estuvieron en los campos de concen­
tración. No alzaron sus voces para hablar de ello mientras estu­
vieron al alcance del sistema. Quizá mi propia conciencia estu­
viera «terriblemente dormida», pero cuando salí del campo no
hablé de lo que había visto, no dije una palabra mientras yo y mi
madre estuvimos en territorio alemán. Lo único que dije a los
demás fue que se apresuraran a salir de Alemania si no querían
perecer. Eso es lo poco que dijo mi conciencia mientras albergué
el temor de que volviesen a enviarme al campo.
Para demostrar que Eichmann podía haber oído la voz de la
conciencia, el juez Musmanno cita la historia del pastor Grueber,
a quien el tribunal elogió como «uno de los hombres justos del
mundo». Indudablemente es un hombre maravilloso y yo, al
igual que todo el mundo, admiro su valor y sus convicciones
morales. Pero la crónica de Arendt nos muestra que incluso la
voz del pastor Grueber se alzó poco. En una ocasión pidió a
192 SO B R E V IV IR

Eichmann que permitiera el envío de pan sin levadura para que


los judíos de Hungría pudieran celebrar la Pascua. E intervino
a favor de los judíos que habían resultado heridos en la primera
guerra mundial, los que habían recibido importantes condecora­
ciones y las viudas de los que habían muerto en la contienda.
Pero cuando el tribunal le preguntó directamente si había tratado
de influir en Eichmann, cuando le preguntaron: «¿Intentó usted,
como clérigo, apelar a sus sentimientos, predicarle y decirle que
su conducta era contraria a la m oral?», tuvo que responder que
no lo había hecho, porque «las palabras hubiesen sido inútiles».
Y efectivamente lo habrían sido. Si la conciencia habló ta
poco y tan bajo por boca de uno de los hombres más valientes,
¿cómo puede dudarse de que Eichmann no oyese voces repro­
chándole su conducta? Que no se alzasen tales voces no consti­
tuye una excusa para Eichmann. Los que piensen que Arendt
cita todo esto para exculpar a Eichmann se equivocan. Lo que
Arendt quiere decirnos es que incluso un santo varón como
Grueber habló tan bajo que su voz fue inaudible, y que ésta es
la tragedia del hombre honrado en una sociedad totalitaria. Por
esto un Pasternak permaneció callado bajo Stalin, mientras que
los Ehrenburg lo alababan.
También por esto Arendt dedica espacio a discutir una acti­
tud distinta ante la entrega de judíos y de qué manera afectó a
los funcionarios nazis en países como Dinamarca o Bulgaria, don­
de hubo fuerte resistencia a hacerlo no sólo entre la población
sino también entre los altos cargos del gobierno y la Iglesia.
Habla de la lenta erosión de las actitudes doctrinales nazis en
estos alemanes al verse expuestos a voces que censuraban la mora­
lidad nazi, voces que eran fuertes y claras y lo bastante nume­
rosas como para hacerse oír.

Dado que para Arendt la importancia del proceso estuvo en


el hecho de revelar la naturaleza del totalitarismo y el gran peli­
gro que el mismo sigue representando, Arendt critica la base legal
de dicho proceso. No acusa a los jueces ni al fiscal general Haus-
ner de no haber hecho justicia, ni dice que el proceso no fuese
todo lo justo que cabía esperar en semejantes circunstancias. Si se
EICHMANN: EL S IS T E M A , LAS V ÍC TIM A S 193

muestra crítica es porque el tribunal vaciló entre juzgar a un


hombre y juzgar a la historia, y esto le parece mal.
Juzgar a Eichmann por los hechos del estado al que servía
era algo que no permitía el sistema legal de acuerdo con el cual
fue juzgado. De haber intentado hacerlo, entonces habría teni­
do que juzgarse a centenares de millares de otros individuos:
a todos los alemanes, y también a muchos judíos, que de una
forma u otra ayudaron a matar a judíos. Tal como reconocieron
los que organizaron los procesos de Nuremberg, era imposible
hacer que compareciesen ante la justicia todos los que habían
participado en crímenes contra la humanidad. Porque cuando se
cometen tales crímenes, ¿dónde hay que trazar la línea? Un
teniente coronel, como Eichmann, ocupa un puesto ni muy alto
ni muy bajo en la jerarquía. Dado que se le juzgaba concreta­
mente a él, ¿había que trazar la línea en el grado de capitán?
Y en tal caso, ¿por qué escoger esta arbitraria línea divisoria?
Para evitar estas dificultades y otras muchas, hubo que juzgar
a Eichmann como persona. Pero para ello había que ver en él a
un hombre de cualidades extraordinarias: es decir, un monstruo.
Ciertamente Eichmann lo era, pero como parte de un sistema
monstruoso. Como hombre, saltaba a la vista que no lo era. Por
esto tanto Arendt como el tribunal fueron incapaces de limitarse
a juzgar a un hombre y, en vez de ello, optaron por «pintar un
cuadro más amplio». Para el tribunal este cuadro más amplio
fue el del antisemitismo y Arendt critica al tribunal por esta
razón (o así me lo parece), porque semejante enfoque oculta el
hecho de que solamente se estaba juzgando a un individuo; mez­
clar su proceso con el de un sistema como el totalitarismo, o con
el de una idea como el antisemitismo, resulta discutible si se
quiere defender el concepto de la responsabilidad individual.
Es decir, tanto el fiscal como Jo s jueces querían ver las accio­
nes de Eichmann como algo horrendo — y algo horrendo eran— ,
pero no como algo radicalmente distinto de otras persecuciones
desencadenadas contra los judíos. Es por esto que, en lo que se
refiere al ministerio fiscal, «no es un individuo quien se sienta
en el banquillo en este proceso histórico, ni es sólo el régimen
nazi, sino el antisemitismo a través de toda la historia». Y es
194 SO BREVIVIR

por esto que el fiscal general de Israel, Hausner, comenzó su


alocución inicial hablando del faraón en Egipto y con el edicto
de Haman: «Destruir, matar y hacerles perecer».
Habría que forzar mucho la imaginación para considerar justo
que se ejecutase a Eichmann por lo que hizo el faraón. Tampoco
ningún tribunal que actúe dentro de nuestro sistema jurídico
puede procesar una idea, como el antisemitismo, ni pueden com­
parecer a juicio hechos de la historia del hombre, tales como la
historia del antisemitismo. Si empezamos a juzgar a las ideas,
terminaremos con las cacerías de brujas; o con las condenas sin
el debido proceso, como las que caracterizaron al período McCar-
thy en los Estados Unidos.
¿Por qué, pues, se evocaron todas estas imágenes? El tribunal
lo hizo porque veía el hitlerismo como un capítulo, el más espe­
luznante, de la historia del antisemitismo. Pero a juicio de Arendt
— juicio que yo comparto— , no fue aquél el último capítulo del
antisemitismo, sino uno de los primeros del totalitarismo mo­
derno. Por este motivo es una lástima, como subraya Arendt, que
a Eichmann no lo juzgase un tribunal internacional. Para evitar
nuevos capítulos, en la medida en que un escritor puede hacerlo,
Arendt intenta mostrarnos todos los horrores del totalitarismo,
que sobrepasan en mucho a los del antisemitismo. Para compren­
der mejor el totalitarismo es necesario que veamos a Eichmann
como un ser básicamente mediocre cuya espantosa importancia
nace de su posición más o menos casual en el sistema.
Creer otra cosa, creer que dentro de semejante sistema existe
una verdadera libertad de acción para el individuo medio, es tan
contrario a la verdad que ni el fiscal ni los jueces intentaron
demostrar que Eichmann, hubiese gozado de tal libertad. Sólo la
persona extraordinaria, con gran riesgo para ella, conserva cierta
libertad en un estado de esta clase.
Es en este sentido que el totalitarismo existe dondequiera que
el estado abrogue los derechos del individuo y convierta la razón
de estado en el más alto de sus principios, haciéndolo prevalecer
sobre todos los demás. En el estado hitleriano ese principio
consistía en hacer de los alemanes un pueblo supremo y eliminar
toda impureza racial del territorio del gran Reich alemán. Para
e ic h m a n n : el s is t e m a , las v íc t im a s 195

alcanzar esta meta exterminó no sólo a millones de judíos, sino


también a otras muchas personas a las que consideraba inferiores.
Los individuos no contaban para nada y eran exterminados si
obstaculizaban la consecución de dicha meta, no por motivos
personales, sino obedeciendo a la ley suprema. De ahí la revulsión
de Eichmann ante aquellos que se enriquecieron y su indignación
ante lo que consideró la barbarie de los pogroms rumanos. De ahí
también, como ha señalado Rousset,1 la exigencia del estado de
que, siempre que ello fuese posible, las víctimas consintieran en
ser destruidas, con el fin de que también ellas, como las víctimas
de algún rito bárbaro, formasen parte del esfuerzo universal
encaminado a hacer lo que el estado considerase mejor.
Si el exterminio de los judíos por los nazis se considera un
capítulo de la historia del antisemitismo, entonces Eichmann y
los de su especie son verdaderamente los peores monstruos anti­
semitas que jamás hayan existido, como trató de demostrar el
tribunal. Si, por el contrario, la «solución final del problema ju­
dío» no fue más que una parte del plan general para la creación
de un Reich totalitario que duraría mil años, entonces Eichmann
se convierte en una simple pieza, una pieza que a veces es muy
importante y otras lo es menos, según su posición en la maqui­
naria total. En este caso la pieza era de una mediocridad personal
tan grande, que realmente no alcanzaba a comprender su papel.
Una y otra vez Arendt nos demuestra que Eichmann era esclavo
de los clichés, que en muchos aspectos era incapaz de formarse
una opinión o de pensar por cuenta propia, que se dejaba llevar
por su propia fraseología.
Cuando menos uno de tales clichés resulta profundamente
significativo aquí. Una y otra vez Eichmann habló de Kadaver-
gehorsam, cuya traducción aproximada sería «la obediencia de
un cadáver». No se trataba, ni mucho menos, de una palabra
nacida bajo Hitler, sino que procedía de la tradición militar pru­
siana. De todo buen soldado alemán se esperaba esa obediencia
cadavérica, a la que se consideraba una de las mayores virtudes.
Si así era en el ejército alemán anterior al advenimiento de Hitler,

1. David Rousset, The otber kingdom, Reynal & Hitchcock, Nueva York, 1947.
196 SO B R E V IV IR

cuando al menos existían aún algunos vestigios de pensamiento


democrático y la burocracia se veía moderada por cierto conoci­
miento de los ideales humanistas, no es de extrañar que adqui­
riese gran fuerza bajo Hitler esa reversión al credo del dios-
emperador que aguantaba a las deidades rivales aún menos que
sus antecesores del imperio romano.
Y es cierto: quienquiera que adopte esa Kadavergehorsam
ante lo que le exijan sus superiores deja de ser un hombre y se
convierte en un cadáver viviente. En este sentido el servidor
obediente de Hitler y el preso que caminaba hacia la cámara de
gas se convertían en una misma cosa: verdaderos símbolos del
estado total. Tanto el sirviente recompensado como el preso al
que había que asesinar habían perdido su libre albedrío, su capa­
cidad para obrar de acuerdo con sus convicciones personales. La
diferencia estriba en que a los Eichmann les encantaban tales
condiciones y se creían obligados a imponerlas a los demás, mien­
tras que los presos eran conducidos allí por la policía y por sus
compañeros de cautiverio. Pero en el resultado final, la existencia
cadavérica, la diferencia es mucho menor. Que Eichmann no sólo
escogiera tan flagrante negación de todo lo que consideramos hu­
mano, sino que, peor aún, la impusiera a los demás es motivo
suficiente para juzgarle. Pero recordemos también que en una
gran parte de este país, hace apenas un siglo, semejante Kadaver­
gehorsam se imponía a muchas personas y se consideraba la acti­
tud más deseable que podían adoptar: me refiero a aquellos a
quienes la arbitrariedad del destino habían condenado a ser
esclavos.
Uno podría desear que el tribunal tuviera esto en mente
cuando se alejó considerablemente del juicio de Eichmann para
discutir la falta de resistencia por parte de los judíos. La finalidad
del proceso consistía en decidir si Eichmann era o no culpable
del crimen de que se le acusaba. Eichmann reconoció su culpa­
bilidad, que, por otra parte, quedó suficientemente probada. En­
tonces, ¿por qué llamar a tantos testigos de cargo? Discutir el
porqué de la falta de resistencia judía no tenía nada que ver con
el juicio. A pesar de ello, el tribunal preguntó a un testigo tras
otro: «¿P or qué no protestó?». «¿P or qué subió al tren?» «Eran
e ic h m a n n : el s is t e m a , las v íc t im a s 1 97

ustedes quince mil personas y había solamente unos centenares


de guardianes. ¿Por qué no se rebelaron y se lanzaron contra
ellos?»
Probablemente Arendt tiene razón al exponer el motivo por
el que el tribunal hacía estas preguntas: para convencer a todos
los judíos de que el judaismo no puede tener ninguna fuerza a
menos que lo apoye el estado de Israel. Arendt piensa que ha­
ciendo hincapié en la falta de resistencia de los judíos las auto­
ridades israelíes intentaban demostrar que dicha resistencia era
imposible porque no existía un estado judío que pudiera darle
fuerza.
Si éste era el motivo del tribunal, quizá también a él se debió
que los jueces no arrojasen ninguna luz sobre la cooperación de
los líderes judíos con las SS. Porque los judíos europeos tuvieron
la mala suerte de ver en el hitlerismo sólo la peor oleada del anti­
semitismo. Debido a ello, respondieron con métodos que en el
pasado les habían permitido sobrevivir. Por esto se involucraron
en la ejecución de las órdenes del estado; por esto los líderes
y ancianos judíos, con el corazón pesaroso, cooperaron disponien­
do las cosas para sus amos nazis. Arendt afirma — y su tesis
será discutida durante mucho tiempo— que sin esta colaboración
Hitler jamás habría podido matar a tantos judíos.
Ésta es la parte de su libro que será más criticada. No pre­
tendo saber si tiene o no razón al argumentar que, de no haber
existido las organizaciones judías, el exterminio de los israelitas
jamás habría alcanzado proporciones tan tremendas. Pero cierta­
mente presenta su argumento de forma muy eficaz.
Al concentrarse en la injusticia nacida del totalitarismo, a
veces Arendt peca de ambigua en su valoración de la culpabili­
dad. A causa de ello, el lector poco atento puede hacerse la idea
de que Arendt afirma que Eichmann era una víctima y los líderes
judíos estaban llenos de culpa. En efecto, Arendt supo ver que
Eichmann no era el peor de todos los villanos. Pero al decirlo
así se expone a que la interpreten equivocadamente en el sentido
de que trata de exonerar a Eichmann, cosa que no es cierta.
Creo que la intención de Arendt era presentar el contexto
más amplio del proceso tal como ella lo vio: como algo que iba
198 SOBREVIVIR

mucho más allá del antisemitismo. Esto me pareció del mayor


interés, dado que tiene que ver con un problema mucho más
grave: ¿cómo y dónde puede resistir un individuo, o devolver
los golpes, en una sociedad totalitaria? Los testigos judíos que
declararon en el proceso parecían convencidos de que nadie podía
resistirse, especialmente los judíos perseguidos.
La tesis de Arendt es que cualquier organización dentro de
una sociedad totalitaria que llegue a un compromiso con el sistema
pierde inmediatamente su eficacia como fuerza de oposición y
acaba por ayudar a dicho sistema. «L a omisión más grave del
“cuadro general” [que del exterminio de los judíos trató de pintar
el tribunal] fue la de algún testigo que hablase de la cooperación
entre los gobernantes nazis y la autoridad judía.» El propio Eich­
mann afirmó que sin tal cooperación el exterminio habría chocado
con fuertes dificultades. Dijo:

La formación del Consejo Judío y la distribución de come­


tidos se dejó a discreción del Consejo ... Estos funcionarios
con los que estábamos en contacto constantemente ... bueno,
había que tratarlos con mucho tacto. No se les podía dar órde­
nes, por la sencilla razón de que ... con ello no habrían mejo­
rado las cosas. Si a la persona en cuestión no le gusta lo que
está haciendo, toda la organización se resentirá.

Al volver a interrogar a Eichmann, el juez Halevi averiguó que


los nazis consideraban esta cooperación como «la piedra angular»
de su política judía.
Que las SS no hubiesen podido funcionar sin la cooperación
de las víctimas puedo atestiguarlo gracias a mi propia experiencia
en los campos. Las SS no habrían podido dirigir los campos de
concentración sin la cooperación de muchos de los prisioneros.
Generalmente dicha cooperación era gustosa, en algunos casos se
brindaba a regañadientes, pero con demasiada frecuencia no
era así.
El tribunal se abstuvo deliberadamente de sacar esa coope­
ración a la luz, aunque no hizo nada por ocultar la falta de resis­
tencia. Según Arendt, el tribunal no preguntó a nadie «¿P or qué
IICIIMANN: EL SJST1.MA, L A S VÍCTIMAS 199

cooperó usted en la destrucción de su propia gente?», pero esta


pregunta la hicieron a gritos algunos espectadores que conocían
de sobra que judíos prominentes habían contribuido al exterminio
de sus hermanos. Cuando le tocó testificar al barón Philip von
Freudiger, de Budapest, los gritos arreciaron y fue necesario inte­
rrumpir la vista de la causa. Nos dice Arendt: «Freudiger, un
judío ortodoxo de considerable dignidad, se mostró consternado:
“Hay aquí personas que afirman que nadie les dijo que se fugasen.
Pero el cincuenta por ciento de los que se fugaron fueron captu­
rados y muertos’ ... en comparación con el noventa y nueve por
ciento correspondiente a los que no se fugaron». Comentario deci­
sivo sobre las consecuencias de que los líderes judíos mantuvieran
en la ignorancia a su gente.
Basándose en esto y en otras muchas cosas, Arendt llega a la
conclusión de que «si el pueblo judío hubiera estado verdadera­
mente desorganizado y sin líderes, hubiese habido caos y mucho
sufrimiento, pero el número total de víctimas no habría estado
entre los cuatro millones y medio y los seis millones».
Así, sólo tuvieron la probabilidad de sobrevivir los partisanos
y los que se escondieron, es decir, los que no aceptaron ningún
compromiso con el opresor y no eran partidarios de sacrificar a
unos millares de personas para salvar a decenas de millares. Por­
que aceptar semejantes principios entrañaba cooperar con el ene­
migo en el sacrificio de los millares.
Vemos claramente ahora que sólo la absoluta falta de coope­
ración por parte de los judíos ofrecía alguna probabilidad de
obligar a Hitler a buscar otra solución. Esta conclusión no cons­
tituye una acusación contra los judíos, vivos o muertos, sino que
es un descubrimiento empírico de la historia. Negarla o hacer
caso omiso de ella puede dar paso al genocidio de otras razas
o grupos minoritarios. La resistencia activa despierta admiración;
contemplar la subyugación violenta de la víctima inspira revul­
sión; mientras que la sumisión pasiva nos permite, a la mayoría
de nosotros, olvidarnos de todo bastante pronto.
Quizá venga al caso citar como ejemplo algo que ocurre en
Norteamérica. A muchos nos impresionó ver cómo los negros de
Birmingham marchaban hacia la cárcel, cantando y con dignidad.
200 SO B R E V IV IR

Pero en nosotros se despertaron sentimientos mucho más pro­


fundos cuando vimos las fotos de un negro solitario al que la
policía arrastraba por negarse a ir a la cárcel por su propio pie.
La respuesta del pueblo alemán ante los crímenes cometidos con­
tra los judíos tal vez habría sido muy distinta si a cada judío
hubieran tenido que arrastrarlo por la calle, o matarlo a tiros
en el acto. Sin embargo, los alemanes no tuvieron ocasión de ver
cosas así con frecuencia. Algunos ciudadanos alemanes corrientes
aplaudían al presenciar actos de tremenda brutalidad contra los
judíos, pero entre los demás había cuando menos alguna reacción
adversa; y los nazis eran extremadamente sensibles a ello.
Arendt también nos cuenta que dos acciones de poca impor­
tancia contra los judíos se utilizaron para comprobar la posible
reacción popular. Quizá si estos judíos no hubiesen hecho el equi­
paje y marchado por su propio pie hacia el tren que iba a llevár­
selos, si hubiesen tenido que matarlos a la vista de todo el mundo,
o arrastrarlos por las calles, los nazis habrían aprendido que tales
métodos despertaban mucha resistencia. Poca duda cabe de que
quedaron atónitos al ver la ausencia de oposición popular al pro­
grama de exterminio. Pero hubo también poca reacción porque
los judíos cooperaron tan dócilmente, siguiendo el consejo de sus
propios líderes.
¿Hasta qué momento, pues, sigue siendo posible que un indi­
viduo salve su alma y puede que incluso su vida pese a estar
envuelto por una sociedad totalitaria? Resulta interesante consta­
tar que en el proceso de Eichmann se advertía claramente el mis­
mo interrogante. Arendt le dedica mucha atención. Lástima que
el tribunal no lo hiciera también.
Este momento de elegir llegó cuando Eichmann visitó por
primera vez los campos de exterminio y vio lo que les ocurría
a los judíos. Estuvo a punto de desmayarse. Pero en vez de hacer
caso a su reacción emocional, la reprimió para seguir realizando
la tarea que le habían encomendado y que él consideraba su obli­
gación. Éste fue para Eichmann el punto sin retorno. En aquel
momento y en aquel lugar renunció a reaccionar como ser humano
y se convirtió en un simple instrumento del estado. Creo que son
éstos los momentos en que debe tomarse la decisión vital, porque
EICHMANN: EL SISTEM A, LA S V ÍC TIM A S 20 1

en estas situaciones uno se enfrenta de manera personal, inme­


diata, y no abstracta, con el problema del ser humano contra el
estado totalitario.
Para unos pocos, demasiado pocos, alemanes el momento fue
la subida de Hitler al poder; para otros, el programa de eutana­
sia. Para más alemanes llegó con Stalingrado. El momento de la
verdad llegó sin duda a cada uno de los presos de los campos
de concentración al enfrentarse al problema de si debía o no
cooperar con las SS en la dirección del campo. Llegó para muchos
alemanes, y debió de llegar para muchos judíos, especialmente
para los líderes judíos. Mi tesis es que si no haces frente a tu
experiencia de acuerdo con tus valores, si das el primer paso para
cooperar con el sistema totalitario a costa de tus convicciones
y sentimientos, te ves atrapado en una red que va estrechándose
más y más hasta que al final resulta imposible librarse..
Ya he hablado de la incongruencia de todo ello. No hubo
menos incongruencia en el juicio mismo. He aquí a un teniente
coronel que reconocía su culpabilidad pero que, al mismo tiempo,
afirmaba que se había limitado a cumplir con su deber. Y he
aquí a toda la maquinaria de un estado tratando de declararlo
culpable de un crimen del que él ya se había declarado culpable.
Dije al principio que el de Eichmann no fue el proceso del
siglo, aunque en él se juzgó el crimen del siglo. En un momento
dado el crimen de Leopold y Loeb fue calificado acertadamente
de «crimen del siglo», pero desde entonces ha quedado superado
por crímenes como el de Eichmann. Los dos muchachos citados
cometieron un acto sumamente inhumano, no por odio o por
obtener una ganancia, sino porque querían demostrar unos prin­
cipios. Fue un crimen cometido a causa de los principios más
inhumanos y para afirmar su superioridad. Tampoco era aplicable
a su crimen la vieja máxima legal de « Cui bono?». Ni Leopold
ni Loeb obtuvieron beneficio alguno de su crimen, como tampoco
lo obtuvo de manera apreciable el propio Eichmann. Reconoció
que probablemente habría ascendido más rápidamente en el fren­
te o prestando otros servicios, aunque ciertamente servía a los
principios de sus amos y en parte para ganarse sus ascensos.
El proceso de Leopold y Loeb fue el proceso del siglo por-
202 SOBREVIVIR

que, gradas a Darrow, la increíble inhumanidad de su acción fue


puesta dentro del amplio contexto de la naturaleza humana. El
resultado fue que, a pesar de la revulsión que sentimos ante el
crimen, se despertó en nosotros suficiente comprensión hacia
aquellos seres humanos equivocados como para que el proceso
no sólo nos dejase estremecidos de impotencia e indignación, sino
que también nos hiciera tomar la decisión de crear una sociedad
mejor, una sociedad que no pudiera ni siquiera crear otro Leopold
y otro Loeb.
E l proceso de Eichmann no fue el proceso del siglo, porque
como proceso tuvo en conjunto demasiadas limitaciones. Fue un
proceso en el que los testigos de cargo y los de la defensa no
gozaron de las mismas oportunidades. Fue un proceso en el que
no hubo equilibrio alguno entre la maquinaria a disposición del
fiscal y la de la defensa. Fue un proceso en el que se impidió
que compareciesen ante los jueces testigos importantes de la
defensa porque no se les concedió inmunidad alguna. (Obviamente,
sólo los que conocieran íntimamente el trabajo de Eichmann po­
dían declarar si personalmente ansiaba o no ver exterminados a
todos los judíos, o si se limitaba a cumplir órdenes. Pero los
únicos que podían dar respuesta a semejantes preguntas eran los
que le habían visto entregado a su horripilante tarea por ser
colaboradores suyos. Por ello corrían el riesgo de que los enjui­
ciasen al amparo de la misma ley aplicada a Eichmann. La única
forma de conseguir que se trasladasen a Israel y comparecieran
como testigos era garantizándoles la inmunidad. Israel se negó
a ello, tuvo que negarse porque cabía la posibilidad de que las
víctimas de tales individuos les impidieran salir vivos del país.
Pero con ello privó a Eichmann de la oportunidad de presentar
testigos a su favor.) Fue un proceso en el que la mayor parte
del tiempo se dedicó a tratar asuntos que no tenían ninguna rela­
ción directa con la culpabilidad del acusado.
Fue un juicio en el que el estado habló, con justificada indig­
nación moral, de crímenes contra la humanidad, a un acusado al
que había secuestrado, infringiendo con ello el derecho interna­
cional. El fondo jurídico de este juicio es también ejemplo de
que nuestros conceptos legales no son apropiados para hacer fren­
EICIIMANN: EL S IS T E M A , I.AS VÍC TI M A S 203

te al totalitarismo del siglo xx. Y también aquí hablo no como


un experto o un abogado, sino como ciudadano al que preocupa
lo que nuestras leyes pueden y no pueden hacer por nosotros.
El principio básico de la ley bajo la que se juzgó a Eichmann
proviene de la carta de los procesos de Nuremberg. Éstos, por
ejemplo, sentaron el precedente de que se podía condenar a un
hombre sin que a éste le hubiese declarado culpable un jurado
compuesto por sus iguales. Según la citada carta, el mayor de
todos los crímenes era el crimen contra la paz, al que se denomi­
naba «el supremo crimen internacional... por cuanto lleva en sí
el mal acumulado del todo: crímenes de guerra y crímenes con­
tra la humanidad». De las naciones que hicieron de jueces en
Nuremberg al menos una había hecho una guerra no provocada
y agresiva contra Finlandia, mientras que otras dos habían come­
tido crímenes contra la humanidad según la mencionada carta:
una utilizando trabajadores forzados; la otra infringiendo clara­
mente la convención de La Haya arrojando bombas atómicas y
matando a civiles de manera indiscriminada. Con todo, estas cosas
ocurrieron antes de los procesos de Nuremberg.
Desde entonces ha habido muchas guerras, pero ningún tri­
bunal ha juzgado a nadie. Por desgracia, los crímenes contra la
humanidad siguen sin juzgarse, o sólo los juzgan los vencedores,
con los vencidos como únicos acusados.
Éstas son las realidades de la vida política en nuestro siglo xx.
Las lamento, pero no me opongo a ellas, porque sé que estas
mismas realidades me indujeron (en mis momentos de mayor opti­
mismo me gusta pensar que me obligaron) a hacer cosas en el
campo de concentración (y probablemente también fuera de él)
que no aguantarían demasiado bien un examen atento.
A diferencia de Arendt, y a pesar de su convincente argu­
mento a favor de la creación de un tribunal internacional, no
pongo reparos a que Israel juzgase a Eichmann, ni a que lo hiciese
como lo hizo, porque creo que hay que hacer algo para ajustarles
las cuentas a los Eichmann de este mundo. Estoy convencido de
que la insuficiencia de nuestros procedimientos jurídicos no es
excusa para permitir que tales sujetos se libren del castigo. Pero
el proceso de Eichmann demuestra que nuestras leyes resultan
204 SO B R E V IV IR

inadecuadas para hacer frente al totalitarismo, tan inadecuadas


como poco preparados estamos nosotros para responder a su
desafío.
Diríase que Arendt critica el proceso por considerarlo un acto
de propaganda. Para mí ésta es su principal justificación, dadas
las irregularidades de procedimiento y el hecho de que a Eich­
mann lo hubiesen raptado. Personalmente hubiera preferido la
solución que sugiere Arendt: que a Eichmann le hubiese matado
un judío, del mismo modo que el armenio Tindelian dio muerte
a Talaat Bey (responsable de los pogroms de 1915 contra los
armenios) y del mismo modo que el judío Schwartzbard dio muer­
te a Simón Petlyura (responsable de los pogroms habidos durante
la guerra civil rusa). Si luego se hubiese juzgado al ejecutor de
Eichmann, el proceso habría servido para que el mundo se ente­
rase de todos los crímenes de Eichmann sin que cuestiones extra­
ñas como el secuestro y la legalidad del proceso ocultasen el
claro mensaje sobre la naturaleza asesina del totalitarismo.
Sin embargo, aunque el proceso de Eichmann no sirviera del
todo a los intereses de la justicia, hizo algo mucho más impor­
tante, y lo hizo para los vivos, no para los muertos: hizo que el
mundo mirase cara a cara los peligros del totalitarismo, esos
peligros que parece demasiado dispuesto a olvidar.
SOBREVIVIR

No fueron los méritos cinematográficos de la película Siete


bellezas los que me indujeron a ocuparme extensamente de ella.
Lo que sí me pareció digno de atención fue que en este país
fuese acogida con aplausos casi universales, y me parece digno
de atención por lo que ello entraña acerca de nuestras reacciones
ante la supervivencia. Por motivos parecidos hace unos dieciocho
años me pareció importante comentar E l diario de Ana Frank
debido a lo que su acogida reveló acerca de las reacciones del
público ante el exterminio de los judíos europeos.

« ¡Sobrevivir! No importa cómo. ¡La supervivencia es lo úni­


co que cuenta!» o « ¡la supervivencia no tiene sentido! » ¿Cuál
es el apremio vital y cuál es la advertencia nihilista de Siete belle­
zas, la película de Lina Wertmüller? ¿O acaso la película da la
misma importancia a ambos mensajes? De ser así, la película
utilizaría su apremio y su advertencia para mofarse de nosotros,
los espectadores, a los que primero empuja hacia un lado y luego
hacia el lado contrario, a medida que el absurdo se convierte en
horror y lo horrible se transforma en farsa.
Al ver esta película contradictoria, grotescamente violenta,
profundamente turbadora, uno se siente cautivado por sus escenas
aterradoras y morbosamente divertidas, sobre todo por las que
son ambas cosas a la vez. La película te tiene como hechizado,
a lo cual contribuye en no poca medida el hecho de que sea una
historia sobre la supervivencia. Y aunque van desapareciendo los
supervivientes de los campos de concentración y exterminio ale­
manes, todos vivimos bajo el espectro de Auschwitz e Hiroshima,
206 S O B R E V IV IR

las bombas atómicas y el genocidio, el campo de concentración


en sus variedades alemana y rusa.
Pasqualino, un delincuente de poca monta, es el antihéroe de
la película. Hasta tal punto es inconsciente de sí mismo y de su
tiempo, que del mismo modo que primero no entiende cómo
llega a cometer un asesinato por los motivos personales más
ridículos, tampoco comprenderá más tarde por qué, por razones
políticas, se convierte en infortunada víctima de unos asesinos.
Se engaña a sí mismo haciéndose creer que sabe por qué mata:
para proteger su honor y el de su familia, aunque en realidad le
da igual y la familia sería feliz — de hecho más feliz— sin tal
«honor». Pasqualino es un fanfarrón presumido pero implacable
cuando cree que lleva las de ganar y un embustero servil cuando
anda de capa caída. Asesina para mantener el respeto que cree
merecer como mafioso de poca monta. Pero al asesinar infringe
hasta el más pequeño gesto de honor mafioso, el que exige dar
a la víctima una oportunidad de defenderse, aunque sea simbó­
lica, antes de matarla. Viola brutalmente a una mujer indefensa
cuando cree que podrá salirse con la suya e instiga su propia
violación cuando piensa que de esta manera le será más fácil
sobrevivir. Así es la persona que se nos presenta como supervi­
viente arquetípico, imagen de todos nosotros.
¿Qué significado podemos encontrar en esta película y en la
respuesta de la crítica a ella? Cada generación debe hacer frente
a su propia historia. La parte más difícil de esta tarea consiste
en aceptar los acontecimientos traumáticos, los cuales, para la
actual generación, son la guerra del Vietnam y lo que siguió a
ella. Pero de alguna manera los miembros de cada generación
también han de dominar los problemas cruciales de las vidas de
sus padres, y para la generación anterior los acontecimientos trau­
máticos fueron la segunda guerra mundial y el universo de los
campos de concentración (con lo que no quiero decir que de éstos
no haya aún en importantes zonas del mundo). Aunque el intento
nunca da resultado, la forma más fácil de tratar de hacer frente
al mundo de los padres consiste en mostrar indiferencia hacia él,
adoptar la actitud de que uno tiene que vivir su propia vida y no
quiere romperse la cabeza con lo que revolucionó la vida de sus
SOBREVIVIR 207

padres. Así, la juventud israelí no quiere oír hablar del holocaus­


to; se siente incapaz de llevar la carga de sus padres además de
la propia.
Treinta años representan mucho tiempo, ¿pero significa eso
que aquella abominación inimaginable, aquel horror indecible del
ayer, sea ahora tema apropiado para una farsa? Y si así es, ¿qué
nos dice esto a nosotros, los observadores y ex-participantes,
que lo aceptamos? No querer saber nada de los campos de con­
centración es una cosa, pero convertir uno de ellos en marco de
una «comedia de condenados a muerte» (como dijo acertadamente
la revista Time) es algo distinto. Justamente porque el humor de
Siete bellezas es macabro, grotesco, negro, logra neutralizar el
horror que, pese a ser mostrado claramente, se convierte, en vir­
tud de esta yuxtaposición, en el escalofrío que da mayor eficacia
a la comedia.
Un superviviente de los campos de concentración no es la
persona más indicada para apreciar el «humor estridente» (como
dijo un crítico, refiriéndose al clima de la película) de ver prisio­
neros que han sido ahorcados o se han colgado ellos mismos, em- ■
pujados por la desesperación; que se ahogan en los excrementos
de una letrina abierta; que son asesinados de otras maneras; ni
para apreciar el «encanto cautivador, desharrapado, transparente»
(según el mismo crítico) del violador cuyo amor fingido por la
comandante del campo es recompensado con el ascenso al rango
de Kapo o jefe de carceleros y que sin apenas un leve titubeo
escoge a los seis prisioneros que deberán morir para cumplir las
condiciones del pacto que ha establecido con la comandante. Los
viejos no deberían invocar sus preocupaciones, ya desfasadas, y
tratar de imponérselas a los miembros de las nuevas generaciones,
que tienen una perspectiva distinta y creen que el pasado deben
interpretarlo de acuerdo con ella. ¿Para qué estropearles la diver­
sión a aquellos para los que las cámaras de gas son una historia
vieja, que se recuerda vagamente y que es mejor olvidar? Aten­
diendo a tales consideraciones, yo hubiese guardado silencio de
no estar convencido de que esta película, y sobre todo la reacción
de la mayoría del público, dan una interpretación falsa de la
supervivencia, en términos tanto del pasado como del futuro.
208 SO B R E V IV IR

A su manera, Siete bellezas es una obra de arte y el artista


tiene derecho, mejor dicho, la obligación de dar cuerpo a su visión
del mundo en que vivimos. Esto nos permite reaccionar positiva
o negativamente ante dicha visión y de esta forma enriquecer
nuestro entendimiento de la condición humana, la cual, desde
luego, es la nuestra. Si el artista recurre a la ironía para alcanzar
tal objetivo, nos presenta su visión como si estuviese reflejada
en un espejo que deforma la imagen, y de esta manera logra
que nos fijemos en cosas que de otro modo se nos habrían esca­
pado, nos obliga a responder a lo que preferiríamos evitar. Así,
pues, ¿es Siete bellezas una película que emplea la ironía burlona
para enriquecernos? ¿O es un entretenimiento que utiliza cosas
horribles para engañarnos con mayor eficacia, de un modo tan
absorbente y emocionalmente agotador que, debido a la intensidad
de nuestros sentimientos, llegamos a creer que hemos adquirido
mayor conciencia?
Si se quiere que nos tomemos la película como una simple
diversión, debo expresar mi repugnancia ante el hecho de que
la abominación del genocidio y las torturas y degradaciones del
campo de concentración se utilice como un resorte especial, sin­
gularmente macabro, para aumentar la efectividad del filme. Pero
creo que Lina Wertmüller, la directora, perseguía algo más, aun­
que en ciertos momentos se haya dejado llevar por las oportuni­
dades que brinda la historia para cultivar el humor negro. Basán­
dome en ésta y en otras películas suyas, creo que se toma en serio
su arte y sus puntos de vista acerca de la vida, la política, los
seres humanos y la relación entre el sexo y la política.
Creo también que Siete bellezas es un intento indirecto y
camuflado — y, por tanto, más peligroso, ya que es más fácil
aceptarlo y, por ende, resulta más efectivo— de justificar la acep­
tación del mundo que produjo campos de concentración; es una
autojustificación para aquellos que de buena o mala gana acepta­
ron semejante mundo y sacaron provecho de él. Pero es también
una autojustificación para aquellos que hoy día no quieren consi­
derar los problemas que planteó aquel mundo y en vez de ello
aceptan la solución fácil de una supervivencia completamente
vacía; es una autojustificación para aquellos que tratan de olvi­
SOBREVIVIR 209

darse de los problemas del mundo actual, entre los que siguen
ocupando un lugar destacado los campos de concentración en su
versión rusa, y que no quieren acometer la difícil tarea de buscar
alternativas a semejante mundo.
Siete bellezas fue una película muy criticada por Pauline Kael
en el New Yorker y también por Russell Baker en el New York
Times. Baker dijo acertadamente que «ha sido elogiada con éxta­
sis por los críticos de cine de Nueva York» (incluyendo a Vincent
Canby, del Times). John Simón la calificó de «obra maestra» en
un largo estudio publicado en New York, y fue reseñada con
entusiasmo en Time y Newsweek. No fueron los críticos los úni­
cos que reaccionaron así, sino que he podido comprobar que la
película impresionó profundamente a la mayoría de las personas
que la vieron. Lo que es más importante, parece que influyó en
sus puntos de vista relativos a asuntos que casi desconocían antes
de verla, incluyendo la importantísima cuestión de la supervi­
vencia.
Esta razón es suficiente para tomarse la película en serio,
prescindiendo de los motivos que empujaron a Wertmüller a
realizarla: ofrecer un entretenimiento discutible, justificar la acep­
tación del fascismo o proporcionarnos una visión más profunda
del mundo en que vivimos. La respuesta positiva que general­
mente recibió Siete bellezas me induce a pensar que una genera­
ción después de los procesos de Nuremberg cualquier forma de
aceptar el fascismo y de sobrevivir bajo él parece admisible, y no
solamente en Italia, donde es fácil encontrar motivos para tal
aceptación, sino también en los Estados Unidos. Sin embargo, me
desaniman en igual medida la aceptación sin reservas de esta
película y su rechazo, mucho menos frecuente, por parte de aque­
llos que, a mi juicio, no se tomaron lo bastante en serio ni la
película ni las reacciones ante ella. En una crítica de las películas
dirigidas recientemente por Wertmüller, publicada por la New
York Review of Books, Michael Wood afirma que esta directora
posee «una asombrosa inteligencia visual acompañada de una
gran confusión mental». Y Siete bellezas es una película confusa,
o por lo menos creadora de confusión. Entonces ¿cómo explicar­
se los elogios que recibió de la crítica y la reacción del público?

14. — BETTELHEIK
210 SO BREVIVIR

¿Hemos de pensar que los que responden positivamente a ella


sufren una confusión paralela? E s muy posible que así sea.
Resulta arriesgado juzgar el estado de ánimo de la directora
basándose en su película, así como el de los espectadores basán­
dose en su reacción ante ella. Pero me parece que la confusión
bien podría ser resultado del hecho de que Wertmüller alberga
conscientemente y desea expresar ciertos valores, ideas y actitudes
al mismo tiempo que da expresión a los valores, ideas y actitudes
contrarios: debido a imperiosos deseos inconscientes. Por ejem­
plo, creo que conscientemente Wertmüller rechaza el fascismo, el
machismo y el mundo de los campos de concentración, pero
inconscientemente se siente fascinada por su poder, su brutali­
dad, su amoralidad, por su destrucción del hombre. En Siete
bellezas el horror del campo de concentración — y de todo lo que
representa— es una parte importante de tal fascinación. Cons­
cientemente Wertmüller desea creer en la bondad del hombre,
simbolizada por el anarquista Pedro, el apolítico Francesco y el
socialista al que encontramos cuando se dirige a pasar veintiocho
años en la cárcel por creer en la libertad y la dignidad del hom­
bre; pero inconscientemente se burla de los tres por su inefica­
cia. La bondad es débil y fracasa; sólo el mal triunfará.
Donde más claramente se advierte la fascinación que en Wert­
müller ejerce la destrucción del hombre es en las dos escenas de
violación: su protagonista, Pasqualino, viola en un asilo a una
paciente atada a la cama; y la odiosa comandante del campo
exige a Pasqualino que escoja entre copular con ella o morir. Nin­
guna persona que no se sintiese fascinada por la violación se
explayaría en tales escenas, y mucho menos convertiría una de
ellas en el centro de la película. La violación que comete Pas­
qualino y aquella de la que es objeto nos inducen a creer que
esto es lo que contribuye a la supervivencia. Si ésta justifica la
violación, en sus formas pasiva y activa, entonces justifica prácti­
camente todos los demás males.
Lo que más me preocupa no es la fascinación inconsciente
que el mundo del campo de concentración ejerce sobre la película,
sino el hecho de que ésta fascina a gran parte de la élite cultural
norteamericana. Esta fascinación la demuestra también el hecho
SOBRF.VIVIR 211

de que las crónicas del nazismo escritas por uno de los criminales
de Nuremberg, Albert Speer, son best-sellers no sólo en Alema­
nia, sino también en los Estados Unidos; como también lo son
biografías benévolas de Hitler. El mayor peligro sería que
la decepción ocasionada por las obvias limitaciones del mundo
libre y la vida en él llevase a una fascinación inconsciente ante
el mundo del totalitarismo, una fascinación que fácilmente podría
transformarse en aceptación consciente.
Pensando en Siete bellezas me vino a la memoria el recuerdo
de las reacciones del público ante E l vicario, la obra teatral de
Rolf Hochhuth que se ocupa seriamente del mundo de los
campos de concentración y de los problemas morales que el mis­
mo plantea, problemas de los que Siete bellezas se burla. Vi El
vicario tanto en los Estados Unidos como en Alemania. En los
Estados Unidos el público quedó profundamente conmovido y
salió del teatro convencido de que la única postura moral posible
era la del protagonista — adoptar una actitud firme ante el mal,
aunque ello entrañe arriesgar la vida— , si bien la mayoría de
la gente, incluyéndome a mí, quizá no obraría de conformidad
con tan exigente obligación moral. Los norteamericanos se sintie­
ron profundamente asqueados, deprimidos o desanimados ante
el espectáculo de un pontífice que faltaba a su obligación de alzar
la voz contra el genocidio. En Alemania tuve la oportunidad de
constatar una reacción totalmente distinta ante la misma obra:
los espectadores se mostraron complacidos y aliviados ante lo que
para ellos era el mensaje de la misma. Se sintieron plenamente
justificados por la obra. Ésta demostraba que los que intentaban
combatir el mal perecían, y que incluso el papa había guardado
silencio; es decir, demostraba que habían obrado bien al no
hacer caso de los campos de concentración que existían en medio
de ellos. La reacción de los espectadores alemanes era fácil de
determinar, ya que su interpretación de la obra tenía importancia
para ellos, por lo que se tranquilizaban en voz alta unos a otros.
La esencia de lo que decían era: «L a obra demuestra que hubiese
sido inútil preocuparse por los campos, ya que hacerlo no nos
habría servido de nada; ni siquiera el papa pudo intervenir. Sólo
hubiéramos arriesgado la vida estúpidamente». Esta fue su reac­
212 SOBREVIVIR

ción a pesar de que el mensaje de la obra era que el papa — y


otros— debería y podría haber hecho algo para poner coto al
mal. Me preocupa profundamente ver que Siete bellezas provocó
en el público norteamericano una reacción muy parecida a la del
público alemán ante E l vicario. Estos públicos parecen aceptar
una sugerencia completamente errónea en el sentido de que para
sobrevivir en los campos uno tenía que actuar como un bicho,
como actúa Pasqualino en la película, cuando la verdad es exac­
tamente lo contrario: si bien las convicciones morales y el obrar
de acuerdo con ellas no garantizaban la supervivencia — nada la
garantizaba, y la mayoría de los presos pereció— , estas cosas
eran, a pesar de todo, ingredientes importantes de la supervi­
vencia.
Así, lo que es crucial acerca de esta película no son las inten­
ciones de Wertmüller al hacerla — ni siquiera la demostración,
tan bien acogida por sus compatriotas italianos, de que oponerse
al fascismo hubiese sido una actitud virtuosa pero inútil, ya que
habría sido completamente ineficaz— , sino el hecho de que justi­
fica el mal dando a entender que nada habría conseguido cambiar
las cosas entonces y, por inferencia, nada las cambiaría ahora.
Lo más turbador son las reacciones de los espectadores, la manera
en que la película da forma a su visión del mundo de los campos
de concentración, del fascismo, de los supervivientes del holo­
causto. Habiendo estado internado en campos de concentración
alemanes, y siendo uno de los pocos afortunados que salieron
vivos de allí, no voy a pretender que veo con una objetividad
total los problemas que plantea la película. Habiendo tenido que
luchar con los problemas de la supervivencia, no puedo permane­
cer indiferente ante los puntos de vista que la película manifiesta,
sobre todo teniendo en cuenta que los presenta tan eficazmente.
Fuesen cuales fuesen las intenciones de Wertmüller, su pelícu­
la se ocupa de los problemas más importantes de nuestro tiempo,
de todos los tiempos: la supervivencia; el bien y el mal; y las
actitudes del hombre ante una vida en la que el bien y el mal
coexisten uno al lado del otro, cuando la religión ya no propor­
ciona ninguna guía para hacer frente a esta dualidad. La difunta
Hannah Arendt, en su libro sobre el proceso Eichmann y los
SOBREVIVIR 213

campos de concentración, hizo hincapié en la absoluta banalidad


del mal. Estoy de acuerdo con su tesis. Pero lo que nos debe
preocupar es principalmente que el mal es el mal; no debemos
permitir que su banalidad nos impida verlo, como hace Siete
bellezas, porque la figura central de la película es la personifica­
ción de la banalidad.
No quiero decir que en la película se niegue el mal; nada de
eso. No podía negarse en las escenas del campo de concentración.
De haberlo hecho, nos rebelaríamos y la película perdería su efi­
cacia. Pero en esta película la banalidad insensata del mal se nos
muestra con tanta fuerza, y se halla tan inseparablemente unida
a lo cómico, que el mal pierde casi todo su impacto. Si bien los
horrores de la guerra, del fascismo y de los campos de concentra­
ción se nos presentan de manera clara y explícita, de forma
encubierta son negados con mucha más eficacia, porque lo que
vemos es una farsa representada en un osario y, además, porque
al final la supervivencia a pesar del mal y la supervivencia gra­
cias a hacer el mal parecen lo más importante, prescindiendo de
la forma bajo la cual se presente el mal o la supervivencia.
En Siete bellezas perecen todos los que son buenos, todos los
que tienen dignidad humana. Esto solo no quitaría validez al
panorama del mundo que la película presenta. Sabemos que en
la vida real a menudo los que prevalecen, como Pasqualino, no
vacilan en aprovecharse despiadadamente de los demás, que sola­
mente les importan sus intereses mezquinos y egoístas, y que el
bien y el mal les son absolutamente indiferentes. Y también sabe­
mos que los buenos a menudo fracasan, son explotados, perecen.
Pero en esta película se nos hace creer que la dignidad humana
es un engaño, porque cuando la vemos manifestarse en el campo
de concentración primero nos impresiona mucho, pero luego se
nos da a entender que carece de sentido. Y no porque los que
actúan con dignidad sean destruidos o se destruyan ellos mismos,
sino porque su destrucción se produce de una manera ridicula.
Desde el principio la película nos presenta el bien y el mal,
pero hace que nos resulte casi tan imposible abrazar el bien como
rechazar totalmente el mal. Antes de que comience la historia
de la película se nos muestra una serie de noticiarios cinemato­
214 SOBREVIVIR

gráficos sobre el fascismo: manifestaciones, marchas, Mussolini


exhortando a las masas, Mussolini estrechando la mano a Hitler;
la guerra, el bombardeo y la destrucción de ciudades, la muerte y
mutilación de personas. Aunque todo esto se nos presenta como
algo horrible, se nos agasaja con una graciosa canción satírica de
cabaret que acompaña a las escenas que desfilan por la pantalla.
Y en parte Mussolini y Hitler también nos son presentados como
figuras cómicas, a lo cual contribuye la canción, en la que se
aceptan al mismo tiempo todas las contradicciones de la vida.
La canción dice « ¡Oh, s í ! » tanto a «los que nunca han sufrido
un accidente fatal» como a «los que lo han sufrido». Y aunque
la mayor parte de la letra rechaza incisivamente el mundo fascista
que vemos en la pantalla, también resulta graciosa y esto contri­
buye simultáneamente al rechazo y le quita seriedad.
Vemos a Mussolini con toda su rimbombancia y a Hitler con
su bigotito estrambótico mientras oímos las palabras de la can­
ción: «Los que hubiesen tenido que ser fusilados en la cuna,
¡pum! Oh, sí». Luego «los que dicen seguidme hasta el éxito
pero matadme si fracaso, por decirlo así, oh sí... Los que dicen,
nosotros, los italianos somos los tíos más machos de la tierra, oh
sí». La canción es burlona y cómica en vez de trágica, por lo que
elimina gran parte del impacto de las escenas de guerra y destruc­
ción. Y Mussolini y Hitler son tan pomposos que no podemos
tomárnoslos en serio.
Se nos muestra a Hitler como el hombre del bigotito estram­
bótico, igual que se hacía en FJ gran dictador, la película de
Chaplin. Pero ésta precedió a Auschwitz y Treblinka. Chaplin
hizo que nos riéramos de algo que deberíamos habernos tomado
muy en serio. Reírse de Hitler era una forma de aceptarlo, la
forma más peligrosa, más destructiva. Debido a que mucha gente
creyó que no necesitaba tomarse en serio las ideas que Hitler
expresaba en sus pomposos discursos, el dictador alemán pudo
convertir nuestro mundo en un montón de ruinas. Por reírse de
aquel majadero con su bigotito estrambótico, muchos se hallaban
totalmente desprevenidos cuando les llegó la hora. Si se lo hubie­
sen tomado en serio, quizá se habrían salvado. La risa puede ser
liberadora, pero también puede dar una falsa sensación de segu­
SO B REVIVIR 215

ridad en los momentos de mayor peligro. Los noticiarios cinema­


tográficos y la canción que los acompaña en Siete bellezas nos
retrotraen al período en el que no nos parecía necesario tomarnos
en serio a Hitler y Mussolini. Pero las escenas de guerra nos
muestran al mismo tiempo lo que ocurrió por no tomarnos a
aquellos hombres en serio. Esta contradicción está presente en
toda la película. ¿H a llegado el momento en que debemos pen­
sar que los hombres responsables del asesinato de millones de
personas son figuras de risa?
La ironía de la película, sus escenas de farsa, sus contradic­
ciones, nos impiden tomarnos seriamente el mundo del campo de
concentración que de forma tan horripilante nos presenta. Time
dice que la película es «liberadora». Haciendo que nos riamos
del fascismo, del campo de concentración, del holocausto, nos
muestra una forma de librarnos de esta carga, cosa que desean
muchas personas, especialmente las que vivieron la mar de satis­
fechas bajo el fascismo y las que no desean verse perseguidas
por los recuerdos del mismo. ¿Pero es ésta una liberación que
mejora nuestra vida o una liberación que la envilece? La película
de Wertmüller sugiere esto último, del mismo modo que al final
su protagonista, el superviviente por antonomasia, sigue siendo
una cáscara vacía. Pasqualino no es una persona cuyas experien­
cias le hayan dado profundidad; la comprensión, la compasión,
la capacidad para sentirse culpable, cualidades todas ellas que
antes no tenía, siguen ausentes en él, a pesar de experiencias de
resonancia mundial que deberían haberle cambiado radicalmente.
E s esta descripción del superviviente la que quita todo sentido
a la supervivencia. Hace que ver la película sea una experiencia
que degrada.

Al empezar la película vemos a dos desertores del ejército


italiano, Pasqualino y Francesco, que se encuentran por casuali­
dad en un bosque de Alemania. Pasqualino, a quien sólo le preo­
cupa su propio bienestar, lleva los vendajes que le ha quitado
a un soldado muerto y que le permiten fingir que está gravemente
herido y, por lo tanto, hacen más fácil su huida. Francesco, que
anteriormente ha salvado a sus hombres de ser enviados a Stalin-
216 SO B REVIVIR

grado proporcionándoles camiones para su fuga, anda huyendo


del consejo de guerra. Desde lejos los dos hombres ven cómo
unos soldados alemanes alinean a un grupo de judíos y los fusila.
Al presenciar semejante espectáculo Francesco dice que se siente
culpable de haberle hecho el juego al fascismo en lugar de com­
batirlo. Pasqualino le responde que combatirlo habría sido un
suicidio insensato. Francesco lo niega y afirma que no habría sido
inútil, que debería haber corrido los riesgos correspondientes.
Se acusa a sí mismo de haber matado, sin motivo alguno, a per­
sonas inocentes a las que ni siquiera conocía. Pasqualino replica
que él ha matado por un motivo.
Con este comentario la acción se traslada al Nápoles de antes
de la guerra y presenciamos la muerte en cuestión. Vemos cómo
Concettina, la gordísima hermana de Pasqualino, hace el ridículo
cantando en un teatrucho de variedades. El propio Pasqualino
no tardará en hacer también el ridículo, primero al chapucear el
asesinato de Totonno, el chulo que prostituyó a Concettina y
prometió casarse con ella (o al menos eso dice Concettina para
aplacar a su indignado hermano) y después al librarse del cadá­
ver. En realidad, Concettina anhelaba cambiar su miserable vida
en una fábrica de colchones por la vida de una prostituta. Pasqua­
lino intimida a Concettina con sus amenazas y luego da muerte a
Totonno mientras éste se encuentra medio dormido. Se supone
que comete el asesinato para salvar su honor y el de su familia,
pero en realidad lo hace para ganarse el respeto de don Raffaele,
el jefe de su banda. No obstante, don Raffaele sabe que Pasqua­
lino es un inútil. Le ordena que se desembarace del cadáver, cosa
que Pasqualino hace con mucha torpeza. Todo esto lo hace
Pasqualino para poder proseguir su vida fácil bajo la protección
del mañoso, una vida basada en la explotación de su laboriosa
madre, que adora a Pasqualino, su único hijo, y de sus siete gor­
das y feas hermanas, las «siete bellezas» de la película.
En Francesco y Pasqualino no sólo se comparan el bien y el
mal, sino también la culpabilidad resultante de la indecisión y la
ausencia de culpabilidad incluso ante un brutal asesinato. La cul­
pabilidad de Francesco por haber consentido el fascismo contrasta
vivamente con la aceptación del mismo por parte de Pasqualino.
SOBREVIVIR 217

Al afirmar grandilocuentemente, igual que Mussolini, que es lícito


matar para granjearse respeto, Pasqualino niega tener motivo
para sentirse culpable. Sin embargo, la capacidad para escoger
el bien en vez del mal y para sentirse culpable en caso de no
hacerlo resulta decisiva tanto para conservar nuestra humanidad
como para dar sentido a la supervivencia, y en la película se nos
presentan repetidamente estos problemas de la culpabilidad y la
capacidad de elección, sobre todo mediante el contraste entre
Francesco y Pasqualino. En la última y crucial escena entre los
dos, en el campo de concentración, Francesco critica a Pasqualino
por enviar a otros a la muerte con el fin de salvarse él, pero, a
pesar de ello, Pasqualino sigue haciéndolo. Francesco se rebela,
aunque sabe que con ello arriesga la vida. Entonces Pasqualino,
para salvarse, le hiere mortalmente. Francesco demuestra el pro­
blema crucial del superviviente: la culpabilidad, que nace de la
capacidad para saber que uno no debe asentir a los males del
campo de concentración, que no debe comprar su propia vida a
costa de las vidas ajenas, aunque el miedo puede obligarle a
actuar en contra de este conocimiento. Pasqualino no siente cul­
pabilidad, aunque mata para ganar prestigio, manda a otros a la
muerte y asiente a su propia violación para salvar la piel. Al me­
nos, se nos induce a creer que así es como consigue salvarse.
La peligrosa capacidad de seducción de Siete bellezas reside
en que presenta claramente el problema del superviviente, pero
niega su validez. Se nos hace creer que el problema no viene
al caso, ya que la supervivencia es lo único que cuenta. No se
trata sólo de que Siete bellezas niega la importancia crucial de
hacer frente a la propia culpabilidad por salvarse, sino también
de que afirma falsamente la importancia desmesurada de la super­
vivencia a toda costa, como si el problema y la supervivencia no
estuvieran íntimamente relacionados.

Al mismo tiempo que Siete bellezas se estrenaba en Nueva


York con gran éxito de público y crítica, aparecían en revistas
tan distintas como Harper’s, Dissent y Moment largos extractos
de The survivor, un nuevo libro sobre los campos de concentra­
ción escrito por Terrence Des Pres, catedrático de inglés de la
218 S O B REVIVIR

Colgate University. He aquí, pues, otro indicio de que una nueva


generación trata de afrontar a su manera lo que solía denomi­
narse «el mundo de los campos de concentración». Mucha gente
ha dejado de sentir interés por los millones de seres que murie­
ron asesinados. Parece que ya hayan sido olvidados, que ya no
cuenten. Quizás esta actitud es inevitable; nos ocupamos de los
vivos, no de los muertos. Pero creo que la cosa es distinta cuando
el horror de los campos se utiliza para propagar un mensaje dis­
cutible: la supervivencia lo es todo, no importan el cómo, el por­
qué ni el para qué. Esta forma discutible de enfocar el asunto
entraña también que es una equivocación y una estupidez sentirse
culpable por algo que hayas hecho para sobrevivir a semejante
experiencia. Por caminos totalmente distintos el profesor Des
Pres en su libro y Lina Wertmüller en Siete bellezas llegan a
conclusiones paralelas sobre lo que hace falta para sobrevivir en
un mundo dominado por el campo de concentración o sobre el
que se cierne el espectro del mismo. Según ellos, la principal lec­
ción de la supervivencia es: lo que importa, la única cosa que es
realmente importante, es la vida en su forma más cruda, mera­
mente biológica.
Presentar un segmento reducido de la verdad y afirmar que
se trata de todo el espectro puede constituir una deformación
mucho mayor que una mentira pura y simple. De una mentira
resulta mucho más fácil darse cuenta, ya que nuestra capacidad
crítica no ha quedado insensibilizada por haber recibido un
pequeño segmento de la verdad. La cineasta y el escritor, con el
fin de que su injusta deformación de lo que entraña la supervi­
vencia resulte aceptable, tejen mitos engañosos alrededor de la
perogrullada de que uno debe permanecer vivo. Decir que todo
el mundo lo sabe y que nadie lo ha dudado jamás difícilmente
justifica una película o un libro sobre la supervivencia en el mun­
do del campo de concentración. Si se quiere que la presentación
de lo que se necesita para sobrevivir tenga sentido, no hay que
restringirla a afirmar simplemente que a menos que sigas vivo no
sobrevives. Debe indicar qué más se necesita: qué se debe ser,
hacer, sentir; qué actitudes, qué condiciones hacen falta para
sobrevivir en las circunstancias del campo de concentración.
SOBREVIVIR 219

La parte de verdad significativa que hay dentro de la perogru­


llada de que la supervivencia se basa en permanecer vivo estriba
en que en el campo de concentración se requería una gran deci­
sión para seguir viviendo. Si la perdías, si cedías a la desespera­
ción omnipresente y dejabas que dominase a la voluntad de vivir,
estabas condenado. Pero el profesor Des Pres y Lina Wertmüller
van mucho más allá. Des Pres manifiesta que la lección que nos
enseña la supervivencia es que la verdadera obligación del hom­
bre consiste en «aceptar la vida sin ninguna reserva», lo cual, por
definición, entrañará forzosamente aceptarla en todas sus formas,
incluyendo las que hasta ahora eran inadmisibles.
Des Pres nos lleva a esta afirmación diciendo que debemos
«vivir más allá de las coerciones de la cultura» y «de acuerdo con
las crudas exigencias del cuerpo». La película de Wertmüller da
a estos principios forma visible y expresión simbólica. Pasqualino
acepta la vida sin reserva del mismo modo que acepta el fascis­
mo, el asesinato y la violación sin sentir remordimiento. Vive
más allá de las coerciones de la cultura cuando viola a una enfer­
ma mental que está atada y no puede defenderse y cuando, para
salvar la vida, entrega a otros presos sabiendo que morirán. Al
conseguir voluntariamente una erección durante el coito con una
asesina despiadada lo que hace es sobrevivir de acuerdo con las
exigencias más crudas del cuerpo. Todo esto resulta más obvio
porque lo vemos en relación directa con el hecho de que Pedro
y Francesco perecen simplemente porque van más allá de las
crudas exigencias del cuerpo en el sentido de que hay que sobre­
vivir a cualquier precio; simplemente porque siguen fieles a unos
principios morales básicos, a los que se puede considerar «coercio­
nes de la cultura» si se desea negar la importancia de la moral.
La verdad sobre los campos de concentración es precisamente
lo contrario a lo que dice el profesor Des Pres y se muestra en
Siete helio fas. Los que tenían mejores probabilidades de sobrevi­
vir en los campos de concentración, por mínimas aue fueran tales
probabilidades, eran las personas como Pedro y Francesco: hacían
todo lo posible para seguir viviendo de acuerdo con lo que el
profesor Des Pres llama «las coerciones de la cultura», y, a pesar
de las omnipresente* y crudas exigencias del cuerpo en una sitúa-
220 SO B R E V IV IR

ción de absoluto agotamiento físico y falta de alimentación, inten­


taban ejercer cierto grado de restricción moral sobre las crudas
exigencias del cuerpo. Aquellos que, como Pasqualino, hacían
causa común con el enemigo, la comandante del campo, sacrifi­
cando así vidas ajenas en beneficio propio, no era probable que
permaneciesen vivos.
Para sobrevivir, los prisioneros tenían que ayudarse mutua­
mente. Aunque esto no se ve en la película, resulta tan obvio que
es lo que en realidad ocurría en los campos que el profesor Des
Pres cita muchos ejemplos de presos ayudando a los otros, en
cumplimiento de lo que para ellos era una obligación moral:
compartiendo los alimentos, haciendo algún trabajo extra que los
demás no podían hacer, arriesgando la propia vida para proteger
a los demás. Pero luego Des Pres tergiversa los motivos de tal
comportamiento. Es cierto que algunos prisioneros vivían de
acuerdo con los principios que él formula y a los que Siete belle­
zas da expresión visual. Por esto se decía en el campo que «los
presos son el peor enemigo de los presos». No porque estos pre­
sos fueran más crueles que los SS, aunque unos pocos, muy
pocos, sí lo eran (para congraciarse con los SS), sino porque si
recibías ayuda de otros prisioneros, tenías una probabilidad de
sobrevivir, y si no, no la tenías. Por consiguiente los compañeros
de cautiverio o los encargados que no ayudaban en la medida de
lo posible parecían tus peores enemigos, porque de ellos cabía
esperar ayuda.
Así, aunque no concuerda con la realidad de lo que era pro­
bable que sucediese en los campos, hay cierta validez psicológica
en el suicidio de Pedro como consecuencia directa de la traición
de Pasqualino. Francesco reacciona a la misma traición cuando
provoca a los SS incitando a los presos a rebelarse. Emocional­
mente resultaba dificilísimo soportar las decepciones cuando los
causantes de éstas eran tus compañeros de cautiverio, ya que de
ellos esperabas más y mejor que de los guardianes, cuya vileza
aprendías a dar por sentada, aunque no por ello los odiabas me­
nos. En realidad, casi todos los prisioneros hacían causa común
contra los SS durante la mayor parte del tiempo. Muchas veces
los presos se ayudaban mutuamente con pequeños detalles que,
SOBREVIVIR 221

dadas las circunstancias desesperadas en que vivían, cobraban


grandes dimensiones. Al apoyarse unos a otros los presos no
vivían «de acuerdo con las crudas exigencias del cuerpo», ni
«vivían más allá de las coerciones de la cultura», ni «aceptaban
la vida sin reservas». Al contrario, lejos de facilitar la supervi­
vencia, semejante comportamiento la ponía en peligro.
De hecho, los principios que Wertmüller y Des Pres nos pre­
sentan como pautas para alcanzar la supervivencia eran aquellos
de acuerdo con los cuales vivían — o al menos trataban de vivir—
los nazis y especialmente los SS. Aceptaban la filosofía según la
cual había que «vivir más allá de las coerciones de la cultura»:
recuérdese la infame declaración en el sentido de que «cuando
oigo la palabra “cultura” , saco la pistola» que hizo nada menos
que Hanns Johst, presidente de la academia alemana de poesía,
y que luego repitieron líderes nazis como Goebbels. Con sus
doctrinas racistas, tales como la importancia suprema de la «san­
gre aria pura», y de otras muchas maneras, glorificaron el vivir
«de acuerdo con las crudas exigencias del cuerpo».
Teóricamente cabría decir que la validez de la doctrina nazi
es lo que demuestra la supervivencia: fueron tantos los nazis y
fascistas que consiguieron sobrevivir a la guerra. Pero estoy con­
vencido de que si la supervivencia demuestra algo, este algo no
es nada que se parezca a la validez del fascismo. Cuando un seg­
mento amplio y significativo de los que hablan en nombre de la
intelectualidad norteamericana parece dispuesto a aceptar los prin­
cipios más básicos de la doctrina nazi y a dar crédito a la suge­
rencia (presentada bajo un hábil camuflaje en Siete bellezas y en
el libro de Des Pres) de que la supervivencia apoya la validez de
tales principios, entonces el superviviente tiene la obligación de
alzar la voz para decir que esto es una falsedad monstruosa.

La verdad dura y desagradable del campo de concentración es


que la supervivencia tiene poco que ver con lo que el prisionero
haga o deje de hacer. Para la abrumadora mayoría de las vícti­
mas, la supervivencia depende de su puesta en libertad, ya sea
por las autoridades que dirigen los campos o — lo que es más
seguro y deseable— por fuerzas externas que destruyen el mundo
222 SOBREVIVIR

de los campos de concentración al derrotar a aquellos que lo


gobiernan. Ni siquiera Soljenitsin, que demostró poseer muchísi­
mo valor moral, una notable capacidad para sobrevivir bajo con­
diciones indeciblemente horribles, hasta el punto de que ha pasa­
do a ser el superviviente por antonomasia, hubiese sobrevivido
si no le hubieran puesto en libertad los que dirigen el Archipié­
lago Gulag. No habría podido alzar la voz de no haber existido
un mundo exterior, independiente del mundo de los campos de
concentración, capaz de ejercer la poderosa presión que le permi­
tió alzarla.
La falsedad tremendamente engañosa que hay en Siete bellezas
y en el libro de Des Pres estriba en la pretensión de que lo que
los presos hacían era el factor que posibilitaba su supervivencia.
Tanto para el Pasqualino de la ficción como para los prisioneros
de verdad que salen en los escritos del profesor Des Pres fue la
victoria aliada (o, en algunos casos, la inminencia de la misma)
la que permitió su supervivencia. Hasta el momento en que la
maquinaria gubernamental y bélica de los nazis quedó sumida en
un caos casi total a causa de los bombardeos aliados y de las
derrotas en el campo de batalla (sobre todo después de Stalin-
grado), no más de una docena aproximada de los muchos millones
de prisioneros de los campos de concentración consiguió sobre­
vivir por su propio esfuerzo, es decir, fugarse de los campos sin
ser muerto ni volver a caer preso antes del triunfo de las fuerzas
aliadas. Todos los demás, incluyéndome a mí, sobrevivieron por­
que la Gestapo decidió ponernos en libertad y no por otra razón.
Si se quiere hablar sensatamente de la supervivencia, hay
que dividirla en dos aspectos entre los que existe poca relación.
El primero de ellos es la liberación, y ésta no depende en abso­
luto del prisionero, sino de las decisiones arbitrarias de sus carce­
leros, o de lo que éstos juzgan oportuno por motivos políticos, o
de la derrota infligida a los mismos por fuerzas exteriores. El
segundo aspecto consiste en lo que el preso pueda hacer para
seguir vivo hasta el momento en que, por casualidad o suerte sea
liberado. Pero de nada le servirá lo que haga él si otros no lo
ponen en libertad.
Por importante y fascinante que sea el problema de lo que
S O B REVIVIR 223

puede hacer el prisionero incluso bajo las condiciones increíble­


mente opresivas del campo de concentración, por muchas cosas
que pueda enseñarnos sobre la condición humana, poco tiene que
ver con la cuestión de la supervivencia a menos que tengamos
siempre presente que ésta exige ante y sobre todo que se destruya
el mundo de los campos de concentración y se dispongan las cosas
de tal manera que no pueda nacer una nueva versión del mismo.
Toda discusión de la supervivencia puede inducir a engaños peli­
grosos si da la impresión de que lo principal es lo que pueda
hacer el prisionero, ya que esto resulta insignificante al lado de
la necesidad de derrotar política o militarmente a los que mantie­
nen los campos, y esto, huelga decirlo, los presos no pueden
hacerlo.
De esta desgradable verdad, de la impotencia de los prisione­
ros para sobrevivir a menos que otros los liberen, nada dicen la
película ni los artículos de Des Pres, que tratan de reemplazarla
con la cómoda creencia de que los prisioneros lograron sobre­
vivir gracias a sus propios esfuerzos. Al parecer, es lo que la
gente quiere creer acerca de los campos de concentración alema­
nes después de treinta años, si hemos de fiarnos de la acogida
dispensada a la película y los artículos. Además, nos permite olvi­
dar los campos de concentración que existen hoy en Rusia y otros
sitios, y puede que el deseo de hacerlo fuese la madre de la
película y los artículos, así como la explicación de su éxito.
Siete bellezas permite al espectador reflexivo atisbar siquiera
fugazmente esta verdad, ya que Pasqualino no recupera la liber­
tad hasta después de la ocupación de Nápoles por los soldados
aliados. Pero la película niega la verdad sobre las causas de la
liberación de Pasqualino al insistir en que su supervivencia fue
posible porque consiguió experimentar una erección y porque
asesinó a otros prisioneros, incluyendo a su amigo Francesco.
La película insiste en negar la realidad al indicar que no existe
ninguna diferencia digna de consideración entre el mundo del cam­
po de concentración y el mundo en que entra Pasqualino al salir
del campo. Se nos hace ver que la supervivencia en el campo
depende del putañeo, y el Nápoles liberado se nos muestra como
una inmensa casa de putas dirigida por los soldados aliados.
224 S O B R E V IV IR

Que esta es la impresión que da la película de Wertmüller lo


atestigua lo que sobre ella escribe John Simón. Pasqualino alega
locura para no ser condenado a muerte por el asesinato de To-
tonno y es internado en un manicomio, donde comete la violación.
Refiriéndose a que Pasqualino pudo salir del manicomio porque
se alistó voluntariamente en el ejército italiano, Simón escribe
que de este «manicomio lleno de aventuras tragicómicas — refi­
riéndose a la violación como una aventura tragicómica— uno pue­
de salvarse únicamente trasladándose a un maniconio peor: el
ejército».
El ejército como manicomio parece haberse convertido en un
tópico de moda. En una película acerca de la vida bajo el fascis­
mo, acerca del campo de concentración, acerca de la superviven­
cia, cabría preguntar con razón: ¿qué ejército? ¿E l eficacísimo
ejército nazi, al que hemos visto matando prisioneros y extermi­
nando judíos, y que mientras existió mantuvo un mundo de cam­
pos de concentración? ¿O el ejército en cuya victoria se centra­
ban las plegarias y los sueños de los prisioneros, porque sabían
que era su única esperanza de sobrevivir? Este ejército sin cuya
victoria Hitler y Mussolini y sus sucesores gobernarían ahora la
mayor parte del mundo, haciendo que los campos de concentra­
ción alemanes formasen parte del presente, ¿es este ejército un
manicomio peor?
Sin embargo, atendiendo estrictamente a la película Siete
bellezas, Simón no anda muy desacertado. En la película se nos
da a entender que bajo Mussolini sólo unas cuantas napolitanas
ejercían la prostitución, de ahí que Pasqualino se sienta ultrajado
cuando su hermana Concettina se hace puta. Se nos muestra que
todas las hermanas de Pasqualino se han hecho putas debido al
ejército aliado. De manera que el fascismo es maligno, pero en
esta película la victoria aliada no ha liberado los campos que jue­
gan un papel tan primordial en él; en vez de ello, ha transfor­
mado el mundo en un burdel. A uno no le cuesta entender que
los millones y millones de italianos que vivían satisfechos con el
fascismo quieran ver la segunda guerra mundial de esta manera,
ya que así quedaría justificada su aceptación del fascismo y sus
males. Pero uno no puede evitar el preguntarse por qué extraños
SOBREVIVIR 225

motivos a unos intelectuales norteamericanos les ha dado por ver


las cosas desde este ángulo.
Como norteamericano que se dirige a otros norteameri­
canos, el profesor Des Pres utiliza otros métodos para ocultar
el hecho de que solamente la victoria aliada liberó a los pri­
sioneros de los campos de concentración y con ello permitió
que bastantes de ellos sobrevivieran, aunque por desgracia fueron
demasiado pocos. A tal efecto primero omite toda mención de
este hecho básico de la supervivencia y, en segundo lugar, da la
impresión de que los prisioneros eran capaces de derrotar sin
ayuda de nadie a los que les tenían encerrados. Parece ser que la
realidad política poco cuenta en una discusión supuestamente aca­
démica de los factores que intervienen en la supervivencia. El
profesor Des Pres recurre también a otros argumentos para apun­
talar sus teorías. Entre otras cosas afirma que a los que fueron
conducidos a la muerte se les acusa de haber ido «hacia la muerte
como borregos», y que a los supervivientes se les acusa de estar
«manchados por algo que se denomina “culpabilidad de la super­
vivencia” ». Sin embargo, no presenta pruebas de que estas afir­
maciones se hicieran jamás en sentido crítico. Creo que Des Pres
construye hombres de paja para poder derribarlos y convencernos
así de la validez de sus conclusiones espurias. Decir que las vícti­
mas de las cámaras de gas «marcharon hacia la muerte como
borregos» constituye el empleo escandaloso de un tópico que no
sólo es increíblemente cruel, sino también de una falsedad total.
Nadie que conociera los campos y pensara en ellos podría darle
crédito. Ya en 1943 — mucho antes de la liberación, mucho antes
de que la existencia de los campos fuese reconocida oficialmente
en este país o de que se conociese de manera generalizada—
escribí sobre los cambios transitorios que se producían en la
personalidad de los prisioneros y sobre los ajustes trascendentales
que éstos hacían. Los borregos no pueden producir cambios de
personalidad en sí mismos; sólo pueden hacerlo seres humanos
que sientan y piensen, y los ajustes sólo pueden ser tan trascen­
dentes porque las personas que los hacen sienten tan profunda­
mente.
También es falso que los SS condujesen a los prisioneros como
226 SO BREVIVIR

si fueran borregos a la muerte o, si les dejaban vivir durante un


tiempo, a sus barracones, al trabajo o, como vemos en la película,
al sitio donde leerán en voz alta el nombre de los que han de
morir. La analogía es falsa, porque los prisioneros no tenían
ningún valor para los SS, mientras que los borregos tienen un
valor económico considerable para sus pastores. Los borregos no
saben que los conducen al matadero. Los presos, después del
transporte, después de que separasen a los padres de los hijos, a
los esposos de las esposas, sabían cuán desesperada era su situa­
ción, aunque muchos de los que eran llevados directamente a las
cámaras de gas no sabían exactamente lo que les esperaba, ya que
los SS querían mantenerlos en la ignorancia y les daban a enten­
der que las cámaras de gas eran duchas. Pero, a pesar de ello, en
su inmensa mayoría los prisioneros caminaban pasivamente hacia
donde les mandaban, sabiendo más o menos lo que pasaba, y esto
plantea problemas más serios sobre el comportamiento del hom­
bre cuando su voluntad de resistencia ha quedado completamente
anulada. Este es un problema del que no se ocupa el profesor
Des Pres. Puede permitirse el lujo de olvidarlo concentrando
toda su atención en los supervivientes. Pero creo que los proble­
mas de los supervivientes y de los que no sobrevivieron están
íntimamente relacionados. También lo está el problema de los
prisioneros que sabían que los recién llegados eran conducidos a
la muerte y no les gritaban que no lo permitiesen, que resistieran.
Sin embargo, habrían muerto inmediatamente los que lanzaran la
advertencia y los que hicieran caso de ella.
En Siete bellezas vemos a Pedro y Francesco lanzando tales
gritos de advertencia y también les vemos morir a causa de ello.
Es una de las innumerables contradicciones de la película el que
nos muestre a los prisioneros como seres totalmente pasivos, que
se dejan conducir como un rebaño — impresión que refuerza el
hecho de que los guardianes utilicen perros— y que, pese a ello,
nos muestre a Pedro y Francesco resistiéndose heroicamente a
semejante degradación y tratando de incitar a los demás presos
a seguir su ejemplo. La impresión de los prisioneros que da la
película es equivocada, ya que nos muestra solamente una resis­
tencia heroica que no beneficia a nadie; pasividad impotente; y,
SOBREVIVIR 227

en la persona de Pasqualino, la propia salvación a cambio de


pasarse al bando enemigo.
La realidad de los campos era totalmente distinta. Para seguir
vivos, los presos tenían que procurar en todo momento actuar
por cuenta propia, y esto es algo que el profesor Des Pres pone
acertadamente de relieve; de hecho, es sobre lo que gira todo su
argumento. En Siete bellezas vemos cómo los presos, ya sea en
los barracones o mientras pasan lista, aguardan pasivamente su
destino. Sin embargo, en la realidad, incluso cuando parecían per­
manecer pasivamente en formación, los presos, para sobrevivir,
tenían que recurrir a algún tipo de comportamiento protectivo.
Aquellos interminables actos de pasar lista resultaban tan destruc­
tivos, física y moralmente, que la única forma de sobrevivir a
ellos era respondiendo con decisión a su impacto destructivo, me­
diante la acción cuando ésta era posible y, cuando no lo era, al
menos mentalmente. Y lo mismo cabe decir de prácticamente
todas las demás cosas que constituían la vida de los prisioneros.
Al igual que los otros millares y millares de presos que lo experi­
mentaron y sobrevivieron, recuerdo vivamente una cruda noche
invernal en Buchenwald en que nos amenazaron con obligarnos a
pasar toda la noche a la intemperie como castigo porque unos
cuantos prisioneros habían intentado fugarse.1 Se pasó lista a los
presos formados de diez en fondo. Los de la primera línea estaban
doblemente expuestos: al viento helado y a los malos tratos de
los guardianes; los de las demás líneas quedaban algo protegidos
de ambas cosas. Con la complicidad de los capataces indiferentes
o guiados por capataces responsables, los presos no tardaron en
turnarse en la primera línea, con el fin de que todos, exceptuando
los muy débiles y viejos, compartieran esta penalidad extra.
Los SS pronto se dieron cuenta de lo que ocurría, pero la
mayoría de ellos — aunque no todos, ya que algunos eran aún más
crueles que los demás— fingían no verlo, siempre y cuando los
presos cambiaran de lugar cuando los guardianes no estaban

1. Lo consiguieron sólo durante un breve espacio de tiempo (véase la nota 12


de la p. 88). Desde la inauguración de los campos de concentración alemanes en
J933 hasta los años cuarenta solamente tres prisioneros consiguieron fugarse y
sobrevivir, y esto sólo porque les ayudaron amigos de las SS.
228 S O B REVIVIR

mirando en su dirección. La razón está en que entre los valores


de los SS estaba el aprecio, no de la ayuda mutua, sino del espí­
ritu de cuerpo, al menos hasta el momento en que vieron clara­
mente que Alemania sería derrotada. Aunque por fuera intenta­
ban quebrantar tal espíritu entre los prisioneros, por dentro y a
regañadientes lo admiraban y despreciaban totalmente a los pre­
sos que no obrasen de acuerdo con él. Así, la pasividad total de
los prisioneros de Siete bellezas es uno de los numerosos ardides
que utiliza la película con el fin de dar a entender que, para
sobrevivir, era necesario seguirles del todo la corriente a los
opresores, cuando la realidad era todo lo contrario.
Para sobrevivir, tenías que desear sobrevivir con un fin. Una
de las ideas más sencillas a que se aferraban los presos — para
seguir viviendo, ya que Ies daba fuerzas para soportar— era la
venganza. Esta idea no se halla al alcance de Pasqualino, toda vez
que un asesino de poca monta como él difícilmente puede creer
que algún día se vengará de los asesinos importantes. Una
idea que sustentaba a muchos, incluso en los peores momentos,
era la de dar testimonio, contar al mundo tamaña abominación,
para que no volviera a repetirse. Algunos querían seguir vivos por
amor a sus seres queridos. Otros resistían pensando en el mundo
mejor que iban a crear ahora que habían abierto los ojos a lo que
realmente importaba a causa de las experiencias infernales que ha­
bían vivido. Solamente el pensamiento activo podía impedir que
el preso se convirtiera en uno de los muertos vivientes (Musel-
manner) que veía a su alrededor, uno de aquellos seres conde­
nados por haber renunciado al pensamiento y a la esperanza.
Mostrándonos el suicidio del prisionero que, como Pedro, piensa
en un mundo mejor, y mostrándonos la supervivencia de Pasqua­
lino, que no tiene la menor intención de crear un mundo mejor,
Siete bellezas tergiversa el significado de la supervivencia.
A fin de convencer aún más al lector de lo que podían lograr
los prisioneros derrotando a los que dirigían el campo, Des Pres
saca a colación el hecho de que a los presos se les ha comparado
con monstruos además de con borregos, símil que es enteramente
invención suya. En la abundantísima literatura sobre los campos
nadie más ha llamado «monstruos» a los presos. Escribe Des
SOBREVIVIR 229

Pres: «Pero no eran ni borregos ni monstruos los que incendia­


ron Treblinka y Sobibor, los que volaron el crematorio de Ausch­
witz, los que se apoderaron de Buchenwald durante los últimos
días de la guerra». Con ello se da la impresión de que los prisio­
neros solos eran capaces de asegurar su propia supervivencia, lo
cual es totalmente falso. Del comando de 853 prisioneros que
conspiraron para volar uno de los cuatro crematorios de Ausch­
witz no sobrevivió ni uno. Algunos murieron a causa de la
explosión; todos los demás fueron muertos a tiros inmediata­
mente. Los pequeños focos de resistencia declarada que había en
los campos sólo tuvieron éxito en los casos en que los ejércitos
aliados andaban ya por las cercanías; de no ser así, el resultado
era siempre la muerte. Así, pues, los pocos ejemplos de rebeldía
— increíblemente pocos si se tiene presente que los prisioneros se
contaban por millones— no afectan la cuestión de la superviven­
cia. Recuérdese, por ejemplo, la falta de resistencia activa entre
los millones de seres que pasaron por los campos rusos y los que
murieron allí.
La afirmación de que los prisioneros «se apoderaron de
Buchenwald durante los últimos días de la guerra» es correcta en
parte, ya que tal hecho ocurrió realmente: el 11 de abril de 1945,
uno de los últimos días de la guerra en Alemania. Pero en lo
que se refiere a que los prisioneros se apoderaron del campo, fue
un hecho intrascendente que Des Pres nos presenta como si
fuera un acontecimiento de la mayor importancia. A menudo se
ha contado exactamente lo que en realidad sucedió, pero aún
más a menudo se han tergiversado los hechos mitificándolos, y
el mito ha tomado una forma permanente con el monumento de
Buchenwald, que por medio de historias ficticias glorifica a Ernst
Thalmann, el líder de los comunistas alemanes, como inspirador
de la resistencia, cuando la verdad es que nada tuvo que ver en el
asunto. Lo que ocurrió fue que al llegar a las proximidades inme­
diatas de Buchenwald dos columnas de tanques norteamericanos,
el comandante del campo, para salvar la vida, entregó el mando
del mismo a un preso nombrado por los SS y huyó con el resto de
los SS. Sólo entonces «se apoderaron del campo» los prisioneros.
A las tres horas de la partida del comandante, entraban en el
230 SO B R E V IV IR

campo los primeros vehículos motorizados de los norteamericanos.


Christopher Burney nos ha dado una crónica totalmente fide­
digna del episodio en The dungeon democracy} E s una crónica
que el profesor Des Pres debería conocer bien, ya que en una
nota de introducción al artículo publicado en Harper’s afirma
haber «estudiado todos los datos recopilados por la gente que
sobrevivió en los campos», lo cual constituye toda una proeza, ya
que la literatura sobre el tema es abundantísima, está escrita en
muchos idiomas, la mayor parte de ella no ha sido traducida y
gran parte aún no ha sido publicada y sólo se encuentra en manus­
critos y microfilms. En todo caso, The dungeon democracy fue
escrito en inglés y publicado en 1945, casi inmediatamente des­
pués de la liberación. Burney, un inglés que estaba preso en
Buchenwald, escribe:
11 de abril.. Pister [el comandante del campo] llamó a
Lagerallesfe I [el principal preso de confianza, nombrado como
tal por los SS] y a Fritz Edelmann y les dijo: «Voy a dejar­
les. Ustedes serán los comandantes de este campo y lo entrega­
rán a los norteamericanos en mi nombre». ... Durante toda la
mañana hubo fuego de ametralladoras y artillería muy cerca, y
vimos grupos de artillería e infantería alemanas retirándose por
la llanura. Alrededor del mediodía los centinelas de las SS
abandonaron sus puestos y desaparecieron. Dos horas después,
cuando ya no había moros en la costa, unos prisioneros atrevi­
dos izaron la bandera blanca ... y [nosotros] ... les vimos sacar
las armas escondidas en el depósito «secreto». Se mostraron
muy infantiles, formando bandas de distintas nacionalidades y
marchando de un lado para otro como si hubiesen derrotado a
toda la Wehrmacht.

Transcurridos los años, esto ha sido convertido en el mito de


que los prisioneros se apoderaron del campo tras derrotar a
los SS.
C. J. Odie, en su calidad de médico prisionero, ocupaba un
puesto óptimo para observar todo cuanto ocurría. Su crónica 3 es

2. Christopher Burney, The dungeon democracy, W. Heinemann, Londres, 1945.


3. C. J . Odie, Demairt a Buchenwald, Buchet Castel, París, 1972. Las citas las
he traducido yo mismo.
SO BREVIVIR 231

auténtica y desacredita todos los mitos sobre la liberación de


Buchenwald. Después de poner de relieve que los prisioneros no
hicieron planes ni preparativos serios para actuar hasta después
de que el devastador ataque aéreo de los aliados del 24 de agos­
to de 1944 sembrara una confusión casi total entre los SS que
gobernaban el campo, dice que tales planes nunca se pusieron en
práctica. El campo fue liberado por dos columnas blindadas, nos
dice. Y añade:
Esto fue todo. Se había ganado la batalla de Buchenwald.
Estábamos libres. Unos soldados habían cruzado el Atlántico
para tal fin. Lo único que faltaba era crear el mito. De pronto
el campo se llenó de héroes veteranos ... Demostraron que no
habían perdido su agudo sentido de la oportunidad: eran ellos
los que habían conquistado Buchenwald. Los periódicos se cre­
yeron la historia ... Nuestra suerte merece que se la trate más
seriamente.
Existe el mito de los ochocientos fusiles; existe el mito de
un campo que se liberó a sí mismo y lo hizo antes de la
llegada de las columnas norteamericanas. Al frente de ellas
marchaba un héroe ... En París es francés, en Varsovia es
polaco, en Alemania es un miembro del futuro Reichstag...
Lo que desmiente las afirmaciones [de que los prisioneros
liberaron el campo] es que no hubo ni muertos ni. heridos entre
los prisioneros. [El doctor Odie lo sabía, ya que cuando la
liberación inmediatamente se le nombró médico encargado de
los servicios hospitalarios del campo.] La masa que se lanzó
sobre la torre [desde la que los SS controlaban el campo] antes
de que llegaran los norteamericanos no tuvo que luchar; la
torre estaba desierta, como lo estaban también las demás posi­
ciones de los SS. Los SS no sufrieron ningún ataque, ya fuera
desde la retaguardia o desde los flancos ... ¿Es necesario atri­
buirnos un papel que no hemos interpretado? ¿No fue suficiente
nuestra alegría al ser liberados? ... El ejército norteamericano
efectúa una incursión a través de Turingia. Avanza. Ocupa Bu­
chenwald. Devuelve el derecho de ser humanos a los millares
de prisioneros a quienes libera.

La cuestión de la culpabilidad se halla estrechamente relacio­


nada con la de la moral. En un mundo que no tiene cabida para
232 SO B REVIVIR

la moral no puede existir culpabilidad. Según el profesor Des


Pres, «la importancia especial del superviviente» estriba en que
«él es el primer hombre civilizado que ha vivido más allá de las
coerciones de la cultura», y, por consiguiente, «es la prueba de
que los hombres y las mujeres son ahora lo bastante fuertes,
maduros y despiertos como para afrontar la muerte sin medita­
ción y, por ende, aceptar la vida sin reservas». Resulta difícil
saber exactamente qué se pretende decir con frases como «afron­
tar la muerte sin meditación» y «aceptar la vida sin reservas».
Pero es bien sabido que en los campos de concentración las perso­
nas de arraigadas convicciones religiosas y morales soportaban su
situación mucho mejor que las demás. Sus creencias, incluyendo
la creencia en una vida eterna, les daban una capacidad de resis­
tencia muy superior a la de la mayoría. Las personas profunda­
mente religiosas a menudo ayudaban a las otras y algunas se sacri­
ficaron voluntariamente, en número muy superior al de presos
corrientes que hicieran lo propio. Por ejemplo, el franciscano
Maximilian Kolbe, en cuya figura se basa el protagonista de El
vicario, pidió que le dejasen ocupar el puesto de un prisionero
que debía morir. Al padre Kolbe lo mataron; el preso sobre­
vivió.
La mayoría de los supervivientes se llevará una buena sor­
presa al enterarse de que son «lo bastante fuertes, maduros y des­
piertos... como para aceptar la vida sin reservas», dado que sólo
sobrevivió un número lamentablemente reducido de los que ingre­
saron en los campos alemanes. ¿Y qué hay de los numerosos
millones que perecieron? ¿Estaban «lo bastante despiertos...
como para aceptar la vida sin reservas» mientras los conducían
a las cámaras de gas? ¿No hubiesen preferido un poco de medi­
tación si ésta se hubiese interpuesto entre ellos y la muerte, o
si siquiera hubiese mitigado un poco el horror de su muerte?
¿Y qué hay de los numerosos supervivientes que quedaron total­
mente destrozados por su experiencia, hasta el punto de que
años y años de las mejores atenciones psiquiátricas no consiguie­
ron ayudarles a afrontar sus recuerdos, que siguen atormentándo­
les en sus depresiones profundas y a menudo suicidas? ¿Cabe
decir de ellos que «aceptan la vida sin reservas»? ¿No merecen
SO B REVIVIR 233

atención alguna los trastornos psicóticos y las graves neurosis de


muchos supervivientes? ¿Y qué hay de las horribles pesadillas
sobre los campos de concentración que de vez en cuando me des­
piertan hoy día, al cabo de treinta y cinco años, a pesar de una
vida sumamente satisfactoria, y que también han experimentado
todos los supervivientes a quienes he tenido ocasión de interrogar?
Langbein, cuya crónica de Auschwitz es la más completa de
cuantas se han publicado hasta el momento, lo resume diciendo:
«Aunque la vida de muchos ex-presos de Auschwitz se desarrolle
normalmente durante el día, es distinta de la de todos los demás:
quedan la noche, los sueños».4 Langbein presenta un ejemplo tras
otro de supervivientes que siguen estando profundamente trans­
tornados. Uno sólo puede maravillarse ante la audacia que mani­
fiesta el profesor Des Pres al hablar de supervivientes que acep­
tan la vida sin reservas cuando uno se acuerda de las numerosas
personas que nunca han podido llevar una vida mínimamente
normal a causa de lo que en los campos les sucedió a ellas, a
sus padres o a sus hijos. ¿Y qué hay de los que sobrevivieron
después de que los castraran, mutilaran o esterilizaran? ¿De los
que rompen a llorar inmediatamente en cuanto les recuerdan los
campos? ¿De los niños que, habiendo estado en los campos,
necesitaron tratamiento psiquiátrico durante muchos años antes
de que al menos algunos de ellos quedasen en condiciones de
tratar de hacer frente a la vida?
Las conclusiones del profesor Des Pres acerca de los prisio­
neros capaces de aceptar la vida sin reservas y de vivir de acuerdo
con las crudas exigencias del cuerpo resultan especialmente sor­
prendentes al ver que escribe extensamente sobre presos que
ayudaban a los demás, es decir, que actuaban moralmente
pese a que con ello arriesgaban la vida. A pesar de su insistencia
en el comportamiento desinteresado de muchos supervivientes,
pone reparos a la idea de la culpabilidad, cuyas punzadas son una
poderosa motivación para el comportamiento moral, más pode­
rosa que el temor a las críticas ajenas. Des Pres dice que el
superviviente medio no se siente ni tiene por qué sentirse culpa­

4. Hermann Langbein, Mensche/t in Auschwitz, Europaverlag, Viena, 1972.


234 SO B R E V IV IR

ble, dado que la culpa es una de las más significativas «coerciones


de la cultura» y el profesor Des Pres afirma que el supervivien­
te se ha librado de éstas. Al afirmar que el superviviente medio
no es culpable — y nadie que estuviera en su sano juicio ha dicho
jamás que lo fuera— Des Pres oscurece el verdadero problema,
que consiste en que el superviviente como ser que piensa sabe
bien que no es culpable, como lo sé yo, por ejemplo, pero eso no
cambia el hecho de que la humanidad de tal persona, como ser
que siente, le exige que se sienta culpable, y así lo hace. Éste es
un aspecto muy significativo de la supervivencia.
No se puede sobrevivir al campo de concentración sin sentirse
culpable por haber tenido una suerte tan increíble cuando millo­
nes de personas perecieron, muchas de ellas ante tus propios ojos.
Lifton ha demostrado que se da el mismo fenómeno entre los
supervivientes de Hiroshima, y allí la catástrofe fue breve, aunque
sus consecuencias durarán toda una vida.5 Pero en el campo te
veías obligado a presenciar la destrucción de otras personas, día
tras día, año tras año, pensando que deberías haber intervenido,
sintiéndote culpable por no hacerlo y, sobre todo, por haberte
alegrado con frecuencia de no ser tú la víctima, ya que sabías que
no tenías derecho a esperar ser uno de los que se salvaban. Lang-
bein presenta pruebas abundantes de los sentimientos de culpa­
bilidad de los supervivientes. Igual podrían hacer todos los psi­
quiatras que hayan trabajado con ellos. Elie Wiesel, a quien el
profesor Des Pres cita con aprobación en otros contextos, escri­
bió: «Vivo y, por consiguiente, soy culpable. Sigo aquí porque
en mi lugar murió un amigo, un camarada, un desconocido».
Wertmüller despoja de todo significado a la experiencia y a la
supervivencia de Pasqualino al mostrarnos cómo éste — que no
albergaba ningún sentimiento de culpabilidad ni siquiera antes de
la experiencia en el campo de concentración— goza de plena
libertad después de su liberación. Al mismo tiempo, esto convierte
en falsa su imagen del superviviente.

5. Robert Jay Lifton, Death in lite: survivors of Hiroshima, Random Hous


Nueva York, 1967.
S O B REVIVIR 235

E l profesor Des Pres afirma explícitamente que la supervi­


vencia nos enseña a vivir de acuerdo con las crudas exigencias
del cuerpo, más allá de las obligaciones de la cultura. Por me­
dio de los hechos que vemos en la pantalla, Siete bellezas trata
implícitamente de convencernos de la validez de tal afirmación.
Poco después de su primer encuentro, Pasqualino y Francesco
presencian el asesinato de unos judíos, hecho que les induce a
hablar de la culpabilidad o la falta de ella, y que también lleva
a las escenas retrospectivas en las que vemos a Pasqualino asesi­
nando a Totonno. Seguidamente vemos a Pasqualino en Alema­
nia, donde ni el asesinato de los judíos ni el recuerdo de Totonno
le hacen perder el apetito ni el buen humor. En una escena muy
cómica penetra en una casa aislada en el bosque y roba comida
mientras toma el pelo a una vieja estupefacta. Tiene hambre y no
permite que sus recuerdos le impidan disfrutar, no sólo de la
comida sino del hecho de que una vez más ha abusado de otra
persona en provecho propio.
Cuando lleva parte de la comida robada a Francesco, los dos
son apresados por una patrulla alemana. Seguidamente vemos
imágenes de los horrores del campo de concentración: prisioneros
ahorcados, montones de cadáveres, prisioneros llevados a rastras
hacia las cámaras de gas, los guardianes crueles mandados por la
comandante del campo, aún más cruel si cabe. Pasqualino y Fran­
cesco se hacen amigos de Pedro, el anarquista, que ha fracasado
en sus intentos de asesinar a Hitler, Mussolini y Salazar al no
estallar las bombas que había hecho con tal fin. Uno sospecha
que estos fracasos se deben a que un hombre que ama a los
demás no es capaz de matarlos, ya que incluso en el campo Pedro
sigue creyendo en el hombre, el hombre nuevo que descubrirá la
armonía dentro de sí mismo. Al ver que a su alrededor maltratan
y asesinan a los prisioneros, Pasqualino decide seducir a la coman­
dante del campo para salvarse, lo cual es una idea obviamente
ridicula.
Vemos entonces otra escena retrospectiva: de los horrores del
campo de concentración volvemos a Ñapóles, donde don Raffaele,
el jefe de la Mafia, le dice a Pasqualino que tiene que desembara­
zarse del cadáver de Totonno. En una escena cómica y macabra
236 SO B R E V IV IR

a la vez Pasqualino corta el cadáver en trozos y luego, en una


serie de escenas divertidas, le vemos librarse de las tres maletas
donde ha metido partes del cuerpo. A partir de entonces las
escenas cómicas y macabras se suceden rápidamente, incluyendo
un proceso hilarante en el que se absuelve a Pasqualino de la
acusación de asesinato y se le envía al manicomio. Allí viola a
la mujer que se encuentra atada, posiblemente antes o después
de un tratamiento de electrochoque. Al ser descubierto, también
él se ve atado y sometido a un tratamiento de electrochoque, tras
lo cual se le brinda la oportunidad de alistarse voluntariamente
en el ejército. Accede gustosamente. La escena vuelve al campo
de concentración y al hecho central de la película, al cual condu­
cen todos los demás: el encuentro sexual entre Pasqualino y la
comandante del campo. El encuentro es una demostración convin­
cente de hasta dónde llegará Pasqualino con tal de sobrevivir.
El suicidio de Pedro y el asesinato de Francesco a manos de Pas­
qualino son las consecuencias directas de lo que sucede entre la
comandante del campo y Pasqualino.
La película está llena de referencias vagas que pretenden des­
pertar nuestra curiosidad por su significado: alusión a personajes
y situaciones reales y ficticios que prometen ayudarnos a com­
prender mejor, a fin de dar más profundidad a lo que vemos en
la pantalla, y que despiertan hondos sentimientos en nosotros,
pero nunca llegamos a saber qué significan realmente. Por ejem­
plo, la comandante del campo parece tener por modelo a Ilse
Koch, la infame esposa del no menos infame comandante de
Buchenwald, pareja ésta cuyos hechos nefastos fueron demasiado
incluso para los nazis, que los procesaron. Huelga decir que en
realidad era imposible que una mujer fuera comandante de un
campo de concentración, ya que sabemos qué visión tenían los
nazis del papel del hombre y de la mujer en la sociedad. E l poder
destructivo de Use Koch se basaba totalmente en el poder ilimi­
tado de que gozaba su marido en su calidad de comandante del
campo.
A diferencia de Use Koch, la comandante de Siete bellezas
parece ser una mujer muy desgraciada y de considerable profun­
didad, conocedora de las cosas buenas de la vida: en varias ocasio­
S O B REVIVIR 237

nes vemos que un cuadro famoso ocupa un lugar prominente en


su habitación. ¿Nos la presentan así para demostrar que hasta una
nazi vil como ella podía ser una buena persona bajo la máscara
de increíble brutalidad, una persona dotada de un sentido de la
estética, que cumplía a disgusto con sus odiados deberes cuando
hubiera preferido ocuparse de algo mejor, como quiso hacernos
creer Rudolf Franz Hoess, el comandante de Auschwitz? ¿Se nos
muestra repetidamente el citado cuadro para demostrar que los
fascistas tenían tantas virtudes como defectos? ¿O es para darnos
a entender que en ellos, al igual que en el resto de nosotros, el
bien y el mal estaban mezclados a partes iguales, y que no hay
razón por la que debamos juzgarles más viles que sus víctimas?
¿O se pretende recordarnos que los nazis violaron el arte tanto
como violaron a las personas, saqueando los grandes museos del
mundo? Pero si así es, la elección del cuadro no ha sido acertada,
ya que se trata de Venus, Cupido, la locura y el tiempo, de Bron-
zino, y esta obra estuvo en poder de la National Gallery de
Londres durante toda la guerra. Se ha dicho acertadamente que
el cuadro en cuestión es una obra de arte inolvidable y de singular
belleza. Muestra a Venus seduciendo a su hijo Cupido, para que
éste, a impulso de su amor por ella, destruya a Psique, el alma,
del mismo modo que la comandante destruye el alma de Pasqua­
lino obligándole a matar. Así, pues, ¿se da tanta prominencia al
cuadro para recordarnos que los placeres del amor son fútiles
mientras que su mal es real? En una de las figuras de la pintura
vemos lo que el historiador del arte Panofsky llamó «el símbolo
más sofisticado de doblez perversa creado jamás por un artista».6
En muchos sentidos la obra de Bronzino es una imagen de la
doblez traicionera, como ló es también lo que vemos suceder
entre Pasqualino y la comandante. ¿Es ese su significado? No nos
queda la menor duda de que Pasqualino actúa con doblez, tanta
doblez como la de la comandante; no necesitamos que esto nos
lo diga el cuadro. Entonces, ¿es el propósito del mismo sencilla­
mente subrayar la idea de que la supervivencia exige no sólo
violar, putañear y matar, sino también una doblez extrema?

6. Erwin Panofsky, Studies in iconology, Harper & Row, Nueva York, 1962.
238 SO B R E V IV IR

Detectamos otra alusión en la película cuando la comandante


del campo adopta una pose muy conocida por ser la de Marlene
Dietrich en El ángel azul. En cierto modo, esa película alemana,
estrenada en 1930, predijo la desintegración de Alemania. ¿Es en
esto en lo que deberíamos pensar al ver la pose de la comandan­
te? ¿O se trata de que también en El ángel azul una mujer des­
truye por completo a un hombre que supuestamente cree en el
«honor» y en ser «respetado» pero que no es bueno?
En la película era necesario que el comandante del campo
fuese una mujer, de modo que una mujer se utilizó — aunque
ello no se ajustase a la vida real— porque de esta manera el
filme expresaba su tesis esencial sobre la supervivencia. Es cierto
que sin sexo no es posible la supervivencia de las especies. Pero
si la relación sexual se tiene con una pareja a la que se detesta
y sin otro objetivo que la supervivencia, si es también la peor
degradación posible de uno mismo y la peor explotación posible
de la pareja sexual, entonces semejante supervivencia no vale la
pena. La película ya nos ha preparado para ver el sexo como una
forma de explotación, ya que anteriormente es ésta la única forma
en que se nos ha mostrado el sexo. La hermana de Pasqualino
era explotada sexualmente por el chulo Totonno. Pasqualino, que
no siente el menor interés por su hermana y sólo piensa en su
«honor», explota la desventura sexual de Concettina para estable­
cer su propia reputación. La hermana explota el sexo para ganar
dinero con el que pagar al abogado de Pasqualino. Éste explota
sexualmente a una enferma mental que se halla atada a la cama.
Poco ha de extrañarnos, pues, que en el campo de concentración
su única probabilidad de sobrevivir sea mediante la explotación
del sexo, ya que esto concuerda con su vida anterior. Así, finge
amar a la comandante del campo cuando en realidad la teme
y la odia.
Por su parte, la comandante se da cuenta de que explotando
sexualmente a un hombre al que considera absolutamente aborre­
cible puede destruirlo mucho más eficazmente, como hombre y
como ser humano, que si se limitase a matarlo. Aunque viles, los
hombres de las SS no eran estúpidos. Sabían que los prisioneros
los odiaban y que nada les habría gustado más que matarlos.
S O B REVIVIR 239

Ni por un momento se le ocurría pensar a un oficial — y no hable­


mos de un comandante de campo— que un prisionero podía
amarle. La comandante le dice a Pasqualino: «Tu sed de vivir
me da asco. Tu amor me resulta repugnante. En París un griego
le hizo el amor a una oca; lo hizo para comer, para vivir». Y al
cabo de unos momentos: «Te quedaban fuerzas para una erec­
ción. Por esto sobrevivirás, y ganarás al final». La citada erección,
producida solamente por el deseo de sobrevivir, se convierte no
sólo en el medio de sobrevivir en Siete bellezas, sino también
en el símbolo del significado esencial de la supervivencia.
Vivir de acuerdo con las crudas exigencias del cuerpo es lo
que hace que la vida valga la pena o, al menos, lo que hace
posible la supervivencia: esta es la lección que nos enseña la
historia de Pasqualino. Éste sobrevive porque logra realizar el
coito y porque mata: indirectamente al elegir a siete presos al
azar para que les den muerte, y directamente al disparar contra
Francesco. E s cierto que sobrevive porque comete estos actos,
pero no son las condiciones existentes en el campo de concentra­
ción lo que básicamente le empujan a cometerlos: siempre ha
vivido así, ya que mató a Totonno sin pensárselo dos veces para
seguir congraciado con don Raffaele, y con gran deleite violó a
una enferma mental que se resistía con todas sus fuerzas. Así,
no fue el temor por su vida el único factor que le impulsó a
cometer las malas acciones que la película presenta como necesa­
rias para sobrevivir. Satisfacer las crudas exigencias del cuerpo, a
costa de los demás: éste es el principio que ha guiado sus actos
desde siempre.
Sin embargo, aquí la película es en cierto modo fiel a las
realidades del campo de concentración: los presos no empezaban
a comportarse súbitamente de forma distinta a como se compor­
taban cuando estaban en libertad. Las condiciones límite impe­
rantes en los campos hacían aflorar a la superficie, con frecuencia
de forma exagerada, los valores de acuerdo con los cuales vivían
antes los prisioneros, pero raramente los cambiaba. Uno se veía
obligado a hacer cosas que normalmente no habría hecho, pero
por dentro había siempre limitaciones nacidas de anteriores pau­
tas de comportamiento. En la mayoría de los casos las personas
240 S O B REVIVIR

amorales se comportaban tan amoralmente como antes, o peor.


Las personas decentes procuraban seguir siendo decentes, al me­
nos en la medida de lo posible. Es por esto que vemos cómo
Pedro sigue luchando por la dignidad y la libertad humanas, aun­
que ello le cueste la vida, y cómo Francesco sigue diciendo «no»
— mostrándose con ello fiel a lo que afirmó antes de ingresar en
el campo— y por ello es asesinado por Pasqualino, que nunca
dice «no», sean cuales fueren las consecuencias.
La lección de las experiencias de Pasqualino es, al parecer,
que uno vive solamente por y para el sexo. Pero este sexo que
constituye la razón de su vida durante toda la película se nos
muestra como algo totalmente feo, algo que, en el mejor de los
casos, ofrece una satisfacción fisiológica sumamente cruda. En
ningún caso hay amor, respeto, ternura hacia la pareja. Al con­
trario, Concettina, que se hace puta, es repelente por su fealdad;
su amor por Totonno no tiene ningún atractivo. En dos ocasio­
nes vemos cómo Pasqualino utiliza sexualmente a una mujer con
total desprecio por los sentimientos de la misma, del mismo
modo que la comandante del campo desprecia los de Pasqualino.
Al dar a entender acertadamente que la gente sigue siendo
más o menos la misma incluso en las condiciones de un campo
de concentración, pero también al mostrar el campo en toda su
brutalidad, en todo su horror, y mostrar luego que la vida fuera
del campo es igualmente brutal y llena de horror, esta película
postula que no hay muchos motivos para acalorarse en relación
con el mundo del campo de concentración, los nazis y los fascis­
tas; después de todo, poca diferencia hay entre el genocidio y la
vida cotidiana. El asesinato y la violación se nos muestran como
omnipresentes; aunque alguien sea juzgado por asesinato, el
proceso no es más que una farsa, ya que así es como se nos pre­
senta el proceso de Pasqualino. Al condenar el campo de concen­
tración pero al mismo tiempo condenar la vida fuera de él, la
película da a entender que no hay motivo para condenar el mun­
do del totalitarismo basado en el campo de concentración: apare­
ce como algo con tan poca (o con tanta) justificación como la vida
en general.
En Siete bellezas esta inquietante degradación de la vida, den­
SO B REVIVIR 241

tro y fuera del campo de concentración, se logra jugando con


nuestras emociones de manera extremadamente inteligente y efi­
caz. Desde que empieza la película con los reportajes sobre el
fascismo y la guerra, y la canción que los acompaña, las escenas
pasan ante nuestros ojos en rápida sucesión, sin transición alguna
que nos permita un reajuste emocional. Los aspectos más horri­
bles de la realidad se nos muestran de manera absorbente e inme­
diatamente les sigue una escena que, sin negar en modo alguno
lo que acabamos de ver, hace que nuestra reacción emocional se
vuelva hacia algo radicalmente contrario. La serie de escenas
retrospectivas y retornos al presente permite estas numerosas
fluctuaciones. Experimentamos horror, luego algo grotescamente
cómico o divertido, luego escenas de brutalidad, luego humor
absurdo otra vez. Con esta técnica el horror se convierte en telón
de fondo de la escena cómica y ésta borra, no la verdad del
horror, sino su impacto emocional, con el resultado de que el ho­
rror, gracias al contraste, contribuye a la eficacia de la experiencia
cómica. Esta rápida manipulación de nuestras emociones impide
que sigamos tomándonos en serio nuestra reacción emocional ante
lo que vemos en la pantalla, pese a que seguimos reaccionando
ante ello; todo cambia demasiado a menudo, demasiado radical­
mente, con excesiva rapidez. La película nos induce a compro­
meternos a no tomarnos en serio ningún hecho o situación, ni
siquiera las que normalmente nos transtornarían o conmoverían
profundamente.
Por ejemplo, Pasqualino se encuentra ante el problema de
cómo desembarazarse del cadáver del hombre al que ha dado
muerte. Don Raffaele le hace algunas sugerencias. Con palabras
grandilocuentes dice a Pasqualino que Ñapóles es la tierra de la
imaginación, haciéndose eco de las afirmaciones de Mussolini
acerca de los italianos. Para recalcar el parecido con Mussolini, la
película nos muestra a don Raffaele sobre el fondo de una escul­
tura huecamente heroica. Con exagerado orgullo de mafioso dice
a Pasqualino que los napolitanos; inventaron los zapatos de cemen­
to y que los de Chicago y Nueva York no son más que imitacio­
nes baratas; que los napolitanos inventaron el ataúd de gran
tamaño, para que en los entierros no se sepa a cuántos cadáveres

16. — BETTEI.HEIM
24 2 SO BREVIVIR

se está inhumando. Luego en una escena cómica vemos que


meten un cadáver en un ataúd que ya está ocupado. Don Raffaele
dice a Pasqualino que había quinientos esqueletos en un antiguo
osario y que ahora hay más de cinco mil: y vemos cómo nuevos
esqueletos se suman a los antiguos. Todo esto es macabro y muy
gracioso, debido a que estas ideas grotescas se nos presentan
como en un tebeo.
La escena cómica entre don Raffaele y Pasqualino diluye la
reacción que experimentamos cuando en otra escena vemos cómo
en el campo de concentración se amontonan los cadáveres desnu­
dos y nuevos cuerpos van añadiéndose a ellos, como los esque­
letos en el osario. Y, como hemos aceptado la idea de que se
trata de una farsa, no podemos librarnos de la gracia que nos hizo
ver la escena del osario cuando, momentos después, vemos los
asesinatos en los campos. Reconocemos que se nos ha inducido a
ver que una cosa conduce a la otra, pero, habiendo adoptado una
actitud de humor negro ante los montones de esqueletos, no nos
resulta fácil cambiarla por la de revulsión total que normalmente,
sin semejante preparación cómica, inspirarían en nosotros los cadá­
veres del campo de concentración. Si en realidad experimentamos
revulsión ante dicha escena, llegamos a desconfiar de nuestras
emociones, ya que ahora nos damos cuenta de que nuestra actitud
de antes, la de reírnos, estaba terriblemente equivocada. Peto si
así es, ¿cómo podemos fiarnos de la revulsión que sentimos aho­
ra? ¿Acaso no podría resultar igualmente equivocada?
Esta técnica de confusión no funcionaría tan bien si se em­
pleara una sola vez, pero se utiliza muchas veces en la película,
probablemente más de las que puedo recordar tras haberla visto
sólo dos veces. Se utiliza en todos los hechos cruciales del filme:
en otro ejemplo, cuando Pasqualino mata a Totonno. No senti­
mos ninguna simpatía por Totonno, quien prometió hacer una
artista de Concettina y casarse con ella, pero, en lugar de ello,
la convirtió en una de las pupilas de su burdel. Su carácter despó­
tico y arrogante hace que también nosotros nos pongamos en
contra suya. Así, pues, su asesinato nos deja indiferentes y vemos
como una serie de episodios cómicos el descuartizamiento de su
cadáver y su colocación en tres maletas, el perro lazarillo que las
SO B REVIVIR 243

olfatea y se pone a ladrar, y el traslado de las mismas a la esta­


ción de ferrocarril, donde son despachadas como una «partida de
provolone». Así, hemos adoptado una actitud ante el asesinato
que más adelante, al ver los que se cometen en el campo de con­
centración, comprendemos que es equivocada. ¿Pero cómo pode­
mos cambiar tan rápidamente nuestros sentimientos en torno al
asesinato? Y si podemos, ¿cuál es el sentimiento válido?
Lo mismo que decimos sobre los episodios más impresionan­
tes de la película cabría decirlo en relación con sus personajes
más importantes. Muy a pesar nuestro, sentimos cierta simpatía
por Pasqualino, debido a lo bien que lo encarna Giancarlo Gian-
nini como el «hombrecillo» prototípico, el que será fascista bajo
el fascismo, comunista bajo el comunismo y demócrata en una
democracia. Pero este retrato del hombrecillo que la película nos
presenta es mentira. El hombrecillo típico no viola a una enferma
mental ni mata a su mejor amigo, ya sea bajo el fascismo, el
comunismo o en una democracia. El hombrecillo corriente no
experimenta una erección ni tiene relaciones sexuales con una
mujer absolutamente aborrecible, aunque en ello le vaya la vida;
es decir, a no ser que, encima de banal, sea también un granuja
consumado, como lo es Pasqualino. Si bien el hombrecillo típico
suele ser banal, sólo en contadísimos casos es también perverso.
Contrariamente a lo que se cree, el mal no es romántico ni trági­
co, sino que lo más frecuente es que sea banal. Pero solamente
porque el mal suela ser banal y el hombrecillo también, la bana­
lidad de éste no le convierte en un hombrecillo malo, como la
película pretende hacernos creer. La película observa al hombre
corriente con la arrogancia de la superioridad intelectual.
Quitándole la persuasiva interpretación de Giannini y la hábil
puesta en escena, Pasqualino es una persona muy mala y su mal­
dad en modo alguno se ve mitigada por su banalidad y su mez­
quindad. Su insipidez se halla escondida a duras penas detrás
de una afable verbosidad; es un napolitano zalamero que no dice
más que perogrulladas. La única idea que tiene en la cabeza es
explotar a los demás y aprovecharse de las circunstancias, sin
que le importen las consecuencias que sus actos puedan tener
para el prójimo o para sí mismo. Es incapaz de amar a alguien
244 SO B REVIVIR

salvo a sí mismo y ni siquiera a sí mismo se quiere demasiado.


Cuando se enfrenta a un mal de verdadera magnitud es incapaz
de comprenderlo; de ahí que en la comandante del campo vea a
una granuja corriente y de poca monta como él mismo, una gra­
nuja a la que seducirá echando mano de sus artimañas más ele­
mentales. La película hace que sintamos simpatía por este hom­
bre y que momentos después le despreciemos; el resultado es
que una vez más desconfiamos de nuestras reacciones y, por con­
siguiente, nos dejamos llevar por lo que la película nos quiere
hacer creer.
La primera vez que Pasqualino aparece en la pantalla, el per­
sonaje nos cae bastante simpático y sólo más adelante descubrire­
mos que en realidad es un bribón repugnante. Sentimos una
revulsión inmediata ante la comandante, que es una asesina des­
piadada y sádica, muy idónea para mandar a una pandilla de guar­
dianes asesinos y sus perros devoradores de hombres. Cuanto
más vemos a Pasqualino, más vacío nos parece como perso­
na, mientras que con la comandante ocurre exactamente lo
contrario. Y cuando más cerca está ella de ser mujer, más grotes­
ca nos parece esta masa de carne, pero también más humana y
más profunda, a lo que contribuye en no poca medida la inter­
pretación de Shirley Stoler. Nos la muestran no sólo aprisionada
por su cuerpo, sino sintiéndolo y sufriéndolo. El asco que le
producen Pasqualino y su fingido amor — que ella, sabiéndose
repulsiva, no se cree ni por un instante— , no es más que un
pequeño reflejo del asco que siente por sí misma. Si fuera una
persona real, uno podría pensar que si tiene constantemente a la
vista la pintura de Bronzino, en la que Venus es la belleza en
persona, es para recordarse a sí misma lo fea que es. La vemos
beber champán y nos da la impresión de que no bebe para olvidar
lo que les hace a los prisioneros, sino para atontarse y olvidar
que como mujer es un fracaso total. Cuando compara a Pasqualino
con un hombre que, para hacer dinero, tuvo relaciones sexuales
con una oca, lo que hace es compararse a sí misma con este ani­
mal estúpido. Cuando dice que Pasqualino, por haber logrado
experimentar una erección, sobrevivirá y acabará por ganar, mien­
tras que ella está condenada y sus sueños son inalcanzables, da a
SO B REVIVIR 245

entender que, a diferencia de Pasqualino, es incapaz de tener rela­


ciones sexuales sin los sentimientos apropiados y, dado que le
consta que ningún hombre puede albergar semejantes sentimien­
tos hacia ella, se siente doblemente condenada.
El resultado de todo esto es que, si bien la comandante sigue
siendo aborrecible, hay momentos en que no podemos por menos
de compadecerla — si no por ella misma, sí por su congoja— al
verla tan aprisionada en este cuerpo al que tanto odia, en su
uniforme y en su papel de asesina. Hemos llegado a la conclu­
sión de que su insensibilidad ante los sentimientos de los prisio­
neros no es más que un reflejo de su propia muerte como ser
humano. Se ha hecho insensible a todos los sentimientos para
no ser destruida por la percepción de su propia fealdad y falta
de atractivo.
Pero este retrato de la comandante de un campo de concen­
tración no es menos falso que el retrato de Pasqualino como un
hombrecillo que a veces es encantador pero siempre es insigni­
ficante. Si algo caracterizaba a los comandantes de los campos de
concentración, este algo era su incapacidad para reflexionar sobre
sí mismos, para verse tal como en realidad eran. De haber podido
verse como en realidad eran — cosa de la que es capaz la coman­
dante de la película— , no lo habrían resistido ni un momento
más. En realidad, los comandantes de los campos estaban muy
convencidos de la importancia de la labor que realizaban, por
increíble que ello parezca si se tiene en cuenta la naturaleza de
dicha labor. Lo que menos se sentían era condenados, es decir,
hasta el momento en que las tropas aliadas llegaron a los campos.
A decir verdad, lejos de sentirse condenados, mostraron un em­
peño en sobrevivir y un ingenio para lograrlo muy superiores a
los de Pasqualino. ¿De qué otra manera hubiesen conseguido
escapar muchos de ellos y establecerse tranquilamente en algún
remoto país latinoamericano, o incluso en su propia patria, Alema­
nia o Austria? Cuando se trata de sobrevivir a toda costa, no son
los Pasqualinos de este mundo los que lo consiguen, sino los ex­
miembros de las SS.
Incluso si no supiéramos nada acerca de los campos de con­
centración salvo lo que nos muestra Siete bellezas, sin duda algu­
246 SO B R E V IV IR

na nos percataríamos de que el retrato de la comandante, por


convincente que parezca, no puede ser cierto. Una persona tan
conocedora de sí misma no podría comportarse con los presos
como ella hace en la película. De modo que también en relación
con ella nuestros sentimientos se ven confundidos por la película.
En conjunto, a menos que uno desconfíe de todo lo que cuenta
la película — cosa que hace poca gente, a juzgar por lo que dicen
los críticos— , entonces uno no se fía de sus propios sentimientos
y se cree la versión que de la verdad da la película.

Es muy posible que, al pensar en la película después de


haberla visto, sintamos fuertes reservas ante la manera en que
se han manipulado nuestras emociones. Pero no podemos esca­
timar admiración ante el arte consumado con que se nos ha
hecho viajar a toda velocidad en las montañas rusas de nuestras
emociones ambivalentes a medida que cambiaban nuestros senti­
mientos acerca de los personajes principales y veíamos humor en
la abominación. La violación psicológica de Pasqualino por la
comandante del campo, por ejemplo, corre pareja con la anterior
violación física de la enferma mental por parte de Pasqualino;
aquella enferma atada a la cama que se encuentra tan indefensa
ante Pasqualino como éste ante la comandante. Ambas escenas
son horribles, pero ambas tienen sus aspectos decididamente cómi­
cos, y estos aspectos son tan acentuados en la primera violación
que cuando vemos la segunda seguimos bajo los efectos de nues­
tras reacciones ante la primera. Estas dos escenas de relaciones
sexuales forzadas, fuera y dentro del campo, forman parte de la
afirmación de Wertmüller en el sentido de que existe un gran
paralelo entre el mundo normal y lo que ocurre en los campos
de concentración, un paralelismo que nos induce a pensar que los
campos no eran algo extraordinario. Si no lo eran, a la sazón
habríamos podido vivir con el concepto de los mismos y ahora
podríamos vivir tranquilamente con su recuerdo, lo cual signi­
fica que no necesitaríamos corregir radicalmente nuestro concepto
de nosotros mismos y de nuestro mundo porque los campos de
concentración existieron y existen.
En la película una escena de violación niega la otra, pese a
SOBREVIVIR 247

que Wertmüller hace hincapié en su identidad inherente. Por


ejemplo, antes de violar a la enferma mental, Pasqualino le
levanta el camisón y le mira los genitales con excitación sexual
y estos momentos de la escena, aunque son horribles y cómicos
a la vez, nos hacen comprender su vitalidad, la fuerza de sus
deseos sexuales. Antes de realizar el coito con Pasqualino — coito
que, dada la diferencia de volumen y potencia, es como aparejar
un animal hembra enorme e impasible con un macho diminuto
que es destruido por ella— , la comandante le levanta la chaqueta
para mirar los genitales dé su víctima, como ésta hizo con la suya.
Pero la comandante lo hace con repugnancia, con la sensación de
estar condenada, exactamente lo contrario de la vitalidad y el
deseo sexual. Este detalle de levantar la ropa para examinar los
genitales de la pareja sirve de vínculo entre las dos escenas y, al
mismo tiempo, las hace opuestas. Así, las escenas se refuerzan
mutuamente, pero también se anulan. Lo que antes nos pareció
cómico ahora se nos antoja deprimente. Una vez más no podemos
fiarnos de nuestros sentimientos; nos han engañado.
Incluso las muertes de Pedro y Francesco tienen sus momen­
tos cómicos. Incapaz de seguir soportando la degradación del
campo y la traición de que son objeto sus semejantes (al elegir
Pasqualino cuáles de ellos deben morir), Pedro se tira a la letrina
mientras otros prisioneros se encuentran defecando en ella. Pero
su muerte, debido a la forma en que se interpreta, produce una
sensación liberadora, casi gozosa. Y afirmar la propia dignidad
humana gritando « ¡hermanos, voy a tirarme a la m ierda!» y
ahogarse en excrementos tiene una comicidad casi tan fuerte como
su morbosidad. Sin embargo, esta comicidad no existe para aque­
llos que, como yo, vieron morir así a muchos prisioneros, no
porque se suicidaran, sino porque los SS los empujaban a las
letrinas, donde morían ahogados. Uno sólo puede sentir repug­
nancia cuando, al cabo de treinta años y pico, ve cómo el más
degradante y horrible de los asesinatos se presenta como un acto
liberador, cómo se hace que la más vil de las muertes parezca
cómica. En los campos los suicidios eran fáciles y frecuentes.
Lo único que había que hacer para morir era dejar de esforzarse
por seguir vivo. O lanzarse sobre la alambrada eléctrica, lo
248 SO B REVIVIR

que casi siempre significaba la muerte inmediata. De no ser así,


los guardianes apostados en las torres mataban a tiros a todo
prisionero sospechoso de querer fugarse.
También Francesco se rebela al ver que Pasqualino no vacila
en sacrificar a otros prisioneros para comprar su propia supervi­
vencia y su ascenso a capataz o Kapo, así como estimulado por
el ejemplo de Pedro al afirmar su dignidad humana. A Pasqua­
lino le entregan una pistola y le ordenan matar a Francesco. Al
principio titubea, pero finalmente aprieta el gatillo cuando Fran­
cesco se lo pide, diciendo que el miedo le hará ensuciarse los
pantalones. Pedir que te maten para evitar que te ensucies los pan­
talones tiene ciertas connotaciones psicológicamente válidas, pero
también es cómico. Las más trágicas afirmaciones de la dignidad
humana, incluso teniendo la muerte por precio, quedan reducidas
así a saltar a una letrina y a evitar ensuciarse los pantalones.
Al igual que casi todo lo que sale en la película, esta escena
no tiene nada que ver con la realidad de los campos de concen­
tración. Ningún SS cometería la estupidez de entregar una pistola
cargada a un preso y ordenarle que matase a otro preso. El SS
sabría que con ello firmaba su propia sentencia de muerte y proba­
blemente la de unos cuantos de sus compañeros. Un prisionero
que recibiera una pistola de manos de un SS para matar a un
amigo y que así lo hiciera hubiera sabido que no podría sobrevivir
y, ante la seguridad de que lo matarían, habría pensado que al
menos se llevaría unos cuantos SS por delante.
Pero esta tergiversación de la realidad de los campos es pe­
queña si se compara con la que nos muestra a Pasqualino sobre­
viviendo porque sacrifica caprichosamente a otros prisioneros e
incluso da muerte a su mejor amigo. Un Pasqualino no habría
sobrevivido gracias a su erección o a estar asociado con la coman­
dante del campo. Estas cosas no le habrían servido de nada, sino
que a lo sumo le habrían valido un respiro temporal, como sucedía
con los numerosos Sonderkommandos o destacamentos especiales
que trabajaban en las cámaras de gas y crematorios y a todos
los cuales los SS mataban al cabo de unos cuatro meses.
Tal como lo vemos en la película tras su encuentro sexual
con la comandante y su «ascenso», Pasqualino hubiese sobrevi­
SOBREVIVIR 249

vido a lo sumo unos días en un campo de concentración auténtico.


Si los SS no se hubieran ocupado de que así fuera, los presos lo
habrían hecho: un Kapo sin convicciones morales, humanas o
políticas, que no dudaba en entregar prisioneros para que los
exterminasen y que había matado a uno personalmente resultaba
demasiado peligroso para que los demás presos le permitieran
vivir. Para citar un solo testigo (Langbein): «Cuando un prisio­
nero se hacía colaborador de los SS, tenía que hacerse a la idea
de que sobre él caería la venganza implacable de sus compañe­
ros de cautiverio». En la película no hay nada que induzca a
pensar que la comandante se hubiese esforzado especialmente por
proteger a Pasqualino, al que consideraba un «gusano», contra la
rabia y los deseos de venganza de los demás presos. Si bien era
prácticamente imposible que los presos garantizasen la supervi­
vencia de un compañero, matar a otro preso resultaba increíble­
mente fácil. Había innumerables maneras de librarse de él, de las
cuales la más sencilla era denunciarlo a los SS. Ni siquiera los
Kapos podían sobrevivir sin infringir el reglamento, y si lo denun­
ciaban por tal motivo, lo más probable era que lo castigasen con
la muerte. Además, siempre había celos entre los SS. Si un preso
era el favorito de algún SS, los demás SS le cogían manía. Así que
si un preso era denunciado a un SS que sentía antipatía por el
SS que favorecía a dicho preso, éste estaba «acabado», como
decíamos en el campo. También había otras muchas formas de
eliminar a un prisionero que hubiese traicionado a sus compa­
ñeros. Se le podía matar durante la noche, cuando eran centenares
de hombres contra uno solo. Aunque se tratara de un favorito
de los SS, éstos no se daban por enterados del asesinato. Un
prisionero menos no importaba.
He dicho antes que los hombres de las SS tenían cierto espí­
ritu de cuerpo, desviado y a menudo hasta perverso, y que admi­
raban a quienes poseían un espíritu parecido. Cuando ordenaban
a un prisionero que matase a otro — enterrándolo vivo, por ejem­
plo— siempre le amenazaban con matarle si desobedecía la orden,
pero ello no significa que siempre cumpliesen su promesa. Se
daban casos en que un prisionero se negaba a matar a otro y los
SS los dejaban en paz a los dos durante un tiempo. Y había casos
250 SO B REVIVIR

en que al empezar el preso a cumplir la orden los SS ordenaban


a los dos que cambiasen de lugar: el que en principio debía
morir ahora se convertía en el asesino del que antes era el ver­
dugo. Si un preso mataba a otro como le habían ordenado, los
SS le despreciaban por traicionar a un camarada y generalmente
lo liquidaban al poco tiempo. Si Pasqualino había sobrevivido,
sería únicamente porque el campo habría sido liberado poco des­
pués de su encuentro sexual con la comandante.

En uno de los súbitos cambios de escenario de la película,


uno de esos cambios en que la acción pasa de lo más aterrador
a lo más grotesco, se nos traslada del campo de concentración
y del asesinato de Francesco a manos de Pasqualino al Ñapóles
liberado, destruido por la guerra pero rebosante de vida como
un inmenso burdel. Ya no es sólo Concettina, sino todas sus
hermanas y todas las mujeres de Nápoles las que se han hecho
putas, mientras que todos los soldados norteamericanos se dedi­
can a explotarlas. Las siete hermanas prostitutas viven ahora en
medio de una abundancia desaliñada, mientras que antes vivían
en «honesta» pobreza.
Oímos entonces el grito de « ¡Pasqualino ha vuelto! » y vemos
que acude a recibirlo una dulce cantante callejera a quien Pas­
qualino favorecía antes de asesinar a Totonno y que siempre ha
estado enamorada de él. Si se tratase de una obra con moraleja
al estilo medieval, la cantante podría salvar el alma de Pasqua­
lino, ya que el único acto decente y desinteresado de éste fue
brindar su amistad a la joven. Pero Siete bellezas no es una obra
con moraleja y no tiene nada que ver con la posible salvación
del hombre. De modo que Pasqualino, sin experimentar ningún
sentimiento especial, comprueba que también ella se ha hecho
puta. La moraleja implícita es que aquellos que vencen al fas­
cismo — en este caso los americanos— degradan incluso a los
seres humanos buenos como esta muchachita con tanta eficacia
como los SS degradaban a los prisioneros en los campos.
Hablé con un número relativamente pequeño de espectadores
inteligentes pero escogidos al azar — todos ellos menores de cua­
renta años— que se habían mostrado profundamente impresio­
SO B R E V IV IR 251

nados por Ja película y les pregunté cómo creían ellos que Pas­
qualino había conseguido sobrevivir. Todos respondieron que
gracias a su deseo de vivir, su vitalidad, que es justamente lo
que la película quiere hacernos creer. Ninguna de aquellas per­
sonas inteligentísimas, con educación universitaria y por lo demás
bien informadas dijo espontáneamente que si Pasqualino había
sobrevivido era gracias a la liberación de los campos por los
ejércitos aliados. Y resulta difícil que el espectador de la película
se haga cargo de que estos «soldados putañeros» arriesgaron sus
vidas y liberaron a Europa. Así, la película, obra de una mujer
italiana que se dice socialista, transmite el mensaje de que los
norteamericanos que lucharon contra el fascismo eran tan malos
como la ideología a la que derrotaron. También transmite un
mensaje de machismo fascista: conseguir una erección garantiza
la supervivencia, incluso en el campo de concentración.
¿Debemos, pues, sacar la conclusión de que el fascismo no
era malo, ya que bajo el mismo — como la película nos ha ense­
ñado anteriormente— solamente un reducido número de mujeres
eran putas, mientras que después lo eran todas ellas? Antes Nápo­
les era una ciudad intacta; ahora la vemos en ruinas, al igual
que sus mujeres. En vista de ello, ¿no habría sido mejor que
todos aquellos soldados putañeros no hubiesen venido a Europa,
y no hubiesen puesto fin a los campos de concentración, cuyos
horrores se nos acaban de mostrar? ¿O lo que Wertmüller pre­
tende decirnos es que nada importa, que lo mismo da Hitler que
el final de Hitler, los campos de concentración que la liberación
de los mismos? ¿Nos ha horrorizado con las atrocidades de los
campos sólo para decirnos que todo es lo mismo? ¿O sólo se
proponía entretenernos? Si es así, qué repugnante resulta utilizar
el genocidio para divertir.
Quizá podamos encontrar alguna respuesta en el final de la
película. Pasqualino pregunta a la chica que le quiere: «¿H as
hecho dinero?». Ella asiente con la cabeza y Pasqualino dice:
«Muy bien. Pues ahora déjalo y nos casaremos. No hay tiempo
que perder. Quiero hijos, montones de hijos..., veinticinco,
treinta. Tenemos que defendernos. ¿Lo entiendes?». A lo cual
ella sólo puede contestar: «Siempre te he querido». Pasqualino,
252 SO B R E V IV IR

el superviviente, vuelve a ser el de antes, egoísta, estúpido, sin


haber sacado ningún provecho de su experiencia en el campo de
concentración, dispuesto a luchar contra los demás en beneficio
propio, empeñado en conseguir lo que quiere, sin pensar en lo
que quiera para ella o para los dos la muchacha que tan pacien­
temente le ha esperado. Los planes de Pasqualino para el futuro
de los dos son el final de la película, un final lleno de áspera
ironía, porque él le pregunta: «¿L o entiendes?» cuando él no
entiende nada.
He preguntado si esta película nos insta a aceptar la vida o
si nos dice que ésta no tiene ningún sentido. La visión nihilista
de Pasqualino, la de que la vida es una batalla de todos contra
todos en pos de la supervivencia de los más fuertes, es de índole
fascista, una perversión total de la amonestación cargada de sig­
nificado que Pedro hace a Pasqualino en el campo de concentra­
ción. En esa escena Pasqualino dice que quiere vivir y tener
hijos. Pedro pone reparos, advirtiéndole de los peligros del exceso
de población, diciéndole que el mundo no tardará en estar tan
lleno como los barracones del campo de concentración y que la
gente se matará por una rebanada de pan. Quizá no para el espec­
tador no informado, pero para todo el que conoció los campos,
para los supervivientes, la advertencia de Pedro es significativa
y esperanzadora, como aclara cuando añade que «ha de nacer un
nuevo hombre... Un hombre civilizado. Un hombre nuevo capaz
de redescubrir la armonía dentro de sí mismo». Tiene que nacer
un hombre que pueda vivir en armonía con los demás p a ij
devolver la justicia al mundo.
E l preso encerrado en un espacio increíblemente reducido no
podía ni siquiera echarse al suelo sin quitarles espacio a los que
estaban junto a él. A pesar de todo, se las arreglaban. Aunque
se morían de hambre, no luchaban entre sí por la rebanada de
pan que tan desesperadamente necesitaban para vivir; algunos
incluso la compartían. (El mayor crimen que podía cometerse
en un campo de concentración era robarle el pan a otro prisio­
nero. Los demás prisioneros lo castigaban con la mayor severidad,
lo cual era necesario si querían seguir vivos. Pero sucedía muy
pocas veces.) Así, pues, el mensaje de Pedro contiene la verda­
S O B REVIVIR 253

dera lección del campo de concentración: del hecho de no tener


suficiente espacio para echarse por la noche, del hecho de pasar
hambre, el superviviente debería haber aprendido que incluso en
tales condiciones, o especialmente en ellas, uno puede descubrir
una vida de armonía que te permite subsistir, convivir con los
demás y también vivir en armonía con-uno mismo.
El último diálogo de la película tiene lugar entre Pasqualino
y su madre, la cual, sintiéndose feliz al verle regresar, le dice
que no piense en lo que le ha sucedido: lo pasado pasado está;
lo único que cuenta es que está vivo. La respuesta de él, en el
mismo final de la película, es un indiferente «sí. Estoy vivo». La
advertencia de Pedro sobre un mundo donde el hombre se come
al hombre y sólo sobreviven los más fuertes y agresivos — como
ha enseñado el fascismo— se interpreta como una predicción; sus
esperanzas de un futuro mejor, más humano, por el que ha vivido
y muerto, quedan olvidadas. Pasqualino sobrevive, pero sin sen­
timiento y sin ningún propósito salvo el de multiplicarse. No se
siente culpable por la muerte de Pedro, de la que él fue el cau­
sante; ni por haber dicho que sí al fascismo; ni por haber asesi­
nado a Francesco y a Totonno. ¿Qué mejor demostración de que
sólo la capacidad para sentirnos culpables nos hace humanos,
especialmente si, vistas las cosas con objetividad, no somos cul­
pables? Es el sentimiento de culpabilidad del verdadero supervi­
viente lo que le distingue de aquellos que aplauden la película.
Aquellos que ven la supervivencia como un simple seguir vivo
se lavan las manos y no quieren saber nada del verdadero super­
viviente.
Desde el principio de los tiempos han sido un estorbo los
que dan testimonio. Quizá lo que he escrito aquí resultará molesto
para los que se entusiasmaron con la película de Wertmüller y
los artículos de Des Pres. Los supervivientes no estarán mucho
más tiempo en este mundo, pero mientras sigan en él no pueden
evitar el poner reparos, no a que se les olvide, no a que el mundo
siga su marcha, sino a que se les utilice para dar testimonio de
lo contrario de la verdad.
Nuestra experiencia no nos enseñó que la vida carece de sen­
tido, que el mundo de los vivos no es más que una casa de putas,
254 SO B R E V IV IR

que hay que vivir de acuerdo con las crudas exigencias del cuerpo,
prescindiendo de las coerciones de la cultura. Nos enseñó que,
por desgraciado que sea el mundo en que vivimos, la diferencia
entre él y el mundo de los campos de concentración es tan grande
como la que existe entre la noche y el día, el infierno y la salva­
ción, la muerte y la vida. Nos enseñó que la vida tiene sentido,
aunque resulte difícil encontrarlo, un significado mucho más pro­
fundo de lo que creíamos posible antes de convertirnos en super­
vivientes. Y nuestro sentimiento de culpabilidad por haber tenido
la suerte de sobrevivir al infierno del campo de concentración es
una parte muy significativa de dicho sentido: el testimonio de
una humanidad que ni siquiera la abominación del campo de
concentración es capaz de destruir.
NOTA EDITORIAL

Los ensayos que integran este libro fueron escritos a lo largo


de casi cuarenta años. Algunos no habían sido publicados
antes de aparecer, en 1979, la edición norteamericana de Sur-
viving and other essays, de la cual la presente edición española
reúne las partes primera y tercera. Los publicados antes se
enumeran a continuación, junto con la publicación donde habían
aparecido.
«E l límite último» se publicó en Midway, 9 (otoño 1968).
La segunda parte de «Los campos de concentración alema­
nes» (pp. 62-68 de la presente edición) es una selección reelabo-
rada del texto publicado en 10 eventful years, vol. 2, Encyclo-
paedia Britannica, Inc., Chicago, 1947.
«Comportamiento del individuo y de la masa en situaciones
límite» procede, con pequeños cambios, del Journal of Abnormal
and Social Psychology, 38 (octubre 1943).
«E l holocausto una generación después» fue expuesto parcial­
mente en forma de conferencia en San José, a principios de 1977.
«L a esquizofrenia como reacción ante situaciones límite» es
una versión abreviada, con algunos añadidos y modificaciones,
del trabajo publicado en American Journal of Orthopsychiatry,
26 (1956).
«L a lección ignorada de Ana Frank» apareció en Harper’s
(noviembre 1960). La presente versión, ligeramente modificada,
es sustancialmente la misma.
«Eichmann: el sistema, las víctimas» es la reseña, aquí ligera­
mente abreviada y modificada, del libro de Hannah Arendt Eich-
256 SO BREVIVIR

matin iti Jerusalem: A reporl oti tbe banality of evil (Nueva York,
1963), aparecida en New Republic (15 junio 1963).
«Sobrevivir» apareció en The New Yorker (2 agosto 1976); la
presente versión sólo tiene ligeros cambios.
ÍNDICE

Prólogo a la edición e s p a ñ o l a .............................................. 9

PRIM ERA PARTE

El límite ú ltim o .......................................................................... 15


Trauma y reintegración............................................................... 35
Los campos de concentración a l e m a n e s ............................. 57
Comportamiento del individuo y de la masa en situacio­
nes l í m i t e .......................................................................... 69
El holocausto una generación d esp u é s.................................. 111
«Dueños de sus r o s t r o s » ......................................................... 137
La esquizofrenia como reacción antesituaciones límite . 145

SEGUNDA PARTE

Aportaciones inconscientes a la propia destrucción . . 163


La lección ignorada de Ana F r a n k ........................................169
Eichmann: el sistema, las víctim as........................................ 185
Sobrevivir..................................................................................... 205

Nota e d i t o r i a l ..........................................................................255

17, — BETTF.LHEIM
Serie general
Títulos publicados:
1. Iliá Ehrenburg
ESPAÑA, REPÚBLICA DE TRABAJADORES
2. C. F. S. Cardoso y H. Pérez Brlgnoll
LOS MÉTODOS DE LA HISTORIA
3. Manuel Azaña
PLUMAS Y PALABRAS
4. José Carlos Mariátegui
SIETE ENSAYOS DE INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD PERUANA
5. F. Engels, V. I. Lenln, R. Luxemburg y otros
KARL MARX COMO HOMBRE, PENSADOR Y REVOLUCIONARIO
6. Gabriel Jackson
LA REPÚBLICA ESPAÑOLA Y LA GUERRA CIVIL
7. Adam Schaff
HISTORIA Y VERDAD
8. Raúl Cepero Bonilla
AZÚCAR Y ABOLICIÓN
9. Voltalre
TRATADO DE LA TOLERANCIA
10. Julián Zugazagoitia
GUERRA Y VICISITUDES DE LOS ESPAÑOLES
11. Henri Wallon
LA EVOLUCIÓN PSICOLÓGICA DEL NIÑO
12. Antonio Cordón
TRAYECTORIA (MEMORIAS DE UN MILITAR REPUBLICANO)
13. David McLellan
KARL MARX: SU VIDA Y SUS IDEAS
14. Ronald D. Laing
LAS COSAS DE LA VIDA
15. Temma Kaplan
ORIGENES SOCIALES DEL ANARQUISMO EN ANDALUCIA
16. Sebastiano Tlmpanaro
EL LAPSUS FREUDIANO
17. Santiago Carrillo
«EUROCOMUNISMO. Y ESTADO
18. Rodney Hllton (ed.)
LA TRANSICIÓN DEL FEUDALISMO AL CAPITALISMO
19. Jordl Maluquer de Motes
EL SOCIALISMO EN ESPAÑA 1833-1868
20. M. I. Flnley
USO Y ABUSO DE LA HISTORIA
21. Ronald D. Lalng
LA POLÍTICA DE LA EXPERIENCIA
22. Manuel Azaña
LOS ESPAÑOLES EN GUERRA
23. Josep Termes
ANARQUISMO Y SINDICALISMO EN ESPAÑA
24. Bruno Bettelhelm
PSICOANALISIS DE LOS CUENTOS DE HADAS
25. Plerre Vllar
HISTORIA DE ESPAÑA
26. Umberto Cerronl
INTRODUCCIÓN A LA CIENCIA DE LA SOCIEDAD
27. Constancia de la Mora
DOBLE ESPLENDOR
28. E. E. Evans-Prltchard
LA RELACIÓN HOMBRE-MUJER ENTRE LOS AZANDE
29. A. Gramscl, P. Togllattl, E. Berllnguer
EL COMPROMISO HISTÓRICO
30-31. Manuel Azaña
MEMORIAS POLITICAS Y DE GUERRA (2 vols.)
32. Gavlno Ledda
PADRE PADRONE (LA EDUCACIÓN DE UN PASTOR)
33. Pletro Ingrao
LAS MASAS Y EL PODER
34. Adolfo Sánchez Vázquez
ÉTICA
35. Luis Corvalán
ALGO DE MI VIDA
36. Henry A. Landsberger (ed.)
REBELIÓN CAMPESINA Y CAMBIO SOCIAL
37. Carlos Forcadell
PARLAMENTARISMO Y BOLCHEVIZACIÓN
38. Vicente Navarro
LA MEDICINA BAJO EL CAPITALISMO
39. Cario M. Clpolla
HISTORIA ECONÓMICA DE LA POBLACIÓN MUNDIAL
40. R. D. Lalng
CONVERSACIONES CON MIS HIJOS
41. Santiago Carrillo
EL AÑO DE LA CONSTITUCIÓN
42. Joseph Needham
CIENCIA, RELIGIÓN Y SOCIALISMO
43. Marcos Wlnocur
LAS CLASES OLVIDADAS EN LA REVOLUCIÓN CUBANA
44. lan Glbson
GRANADA EN 1936 Y EL ASESINATO
DE FEDERICO GARCÍA LORCA
45. Jean Jaurés
CAUSAS DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
46. Antonio Rosado
TIERRA Y LIBERTAD. MEMORIAS DE UN CAMPESINO
ANARCOSINDICALISTA ANDALUZ
47. Umberto Cerronl
PROBLEMAS DE LA TRANSICIÓN AL SOCIALISMO
48. Josep Fontana
LA CRISIS DEL ANTIGUO RÉGIMEN 1808-1833
49. Moustapha Safouan
LA SEXUALIDAD FEMENINA
50-51. Ronald Fraser
RECUÉRDALO TÚ Y RECUÉRDALO A OTROS.
HISTORIA ORAL DE LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA (2 vols.)
#

52. Julián Pltt-Rlvers


ANTROPOLOGÍA DEL HONOR O POLÍTICA DE LOS SEXOS
53. Jean-Louls Flandrln
ORÍGENES DE LA FAMILIA MODERNA
54. Martin Bllnkhorn
CARLISMO Y CONTRARREVOLUCIÓN EN ESPAÑA 1931-1939
55. John Kenneth Galbraith, Nlcole Sallnger
INTRODUCCIÓN A LA ECONOMÍA,
UNA GUÍA PARA TODOS (O CASI)
56. J. A. González Casanova
FEDERALISMO Y AUTONOMÍA.
CATALUÑA Y EL ESTADO ESPAÑOL 1868-1938
57. Robert Jungk
EL ESTADO NUCLEAR
58. Karl Marx, Erlc Hobsbawm
FORMACIONES ECONÓMICAS PRECAPITALISTAS
59. Adam Schaff
LA ALIENACIÓN COMO FENÓMENO SOCIAL
60. Lev S. Vygotskl
EL DESARROLLO DE LOS PROCESOS
PSICOLÓGICOS SUPERIORES
61. Plerre Vllar
INICIACIÓN AL VOCABULARIO DEL ANALISIS HISTÓRICO
62. Jean Plaget, E. W. Beth
EPISTEMOLOGÍA MATEMATICA Y PSICOLOGÍA
63. Henry Kamen
LA INQUISICIÓN ESPAÑOLA
64. Franpols Perrler, Wladimlr Granoff
EL PROBLEMA DE LA PERVERSIÓN EN LA MUJER
65. John Harrlson
ECONOMÍA MARXISTA PARA SOCIALISTAS
66. Bertolt Brecht
DIARIOS 1920-1922. NOTAS AUTOBIOGRAFICAS 1920-1954
67. Franco Venturl
LOS ORÍGENES DE LA ENCICLOPEDIA
68. Gabriel Jackson
ENTRE LA REFORMA Y LA REVOLUCIÓN
69. G. Abraham, W. Paslnl
INTRODUCCIÓN A LA SEXOLOGÍA MÉDICA
70. Palmlro Togllattl
ESCRITOS SOBRE LA GUERRA DE ESPAÑA
71. Roger Gentls
CURAR LA VIDA
72. Adolfo Sánchez Vázquez
FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
73. R. D. Lalng
LOS LOCOS Y LOS CUERDOS
74. Maud Mannonl
LA TEORIA COMO FICCIÓN
75. Pier Paolo Pasollnl
EL CAOS
76. Ciro F. S. Cardoso
INTRODUCCIÓN AL TRABAJO DE LA INVESTIGACIÓN HISTÓRICA
77. Ágnes Heller
PARA CAMBIAR LA VIDA
78. George Rudé
REVUELTA POPULAR Y CONCIENCIA DE CLASE
79. Bruno Bettelheim
SOBREVIVIR (EL HOLOCAUSTO UNA GENERACIÓN DESPUÉS)
80. Eugenio Garin
LA REVOLUCIÓN CULTURAL DEL RENACIMIENTO
81. Bartolomé Bennassar
INQUISICIÓN ESPAÑOLA: PODER POLÍTICO Y CONTROL SOCIAL
82. Bruno Bettelheim, Daniel Karlln
HACIA UNA NUEVA COMPRENSIÓN DE LA LOCURA
83. Michel Vovelle
INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
84. Xavier Panlagua
LA SOCIEDAD LIBERTARIA
85. Bruno Bettelheim
EDUCACIÓN Y VIDA MODERNA
86. Michal Reiman
EL NACIMIENTO DEL ESTALINISMO
87. Elaine Pagels
LOS EVANGELIOS GNÓSTICOS
88. Josep Fontana
HISTORIA: ANÁLISIS DEL PASADO Y PROYECTO SOCIAL
89. Diego López Garrido
LA GUARDIA CIVIL Y LOS ORÍGENES DEL ESTADO CENTRALISTA
90. M. I. Finley
ESCLAVITUD ANTIGUA E IDEOLOGIA MODERNA
91. David Ingleby (ed.)
PSIQUIATRÍA CRÍTICA (LA POLÍTICA DE LA SALUD MENTAL)
92. Ernest Mandel
MARXISMO ABIERTO
93. Fred Hoyle, N. C. Wickramasinghe
LA NUBE DE LA VIDA
94. Pierre Vilar
HIDALGOS, AMOTINADOS Y GUERRILLEROS
(PUEBLO Y PODERES EN LA HISTORIA DE ESPAÑA)
95. Jean Piaget, Konrad Lorenz, Erik H. Erikson
JUEGO Y DESARROLLO
96. Paul M. Sweezy
EL MARXISMO Y EL FUTURO

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