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1. L a v id a y l a s o b r a s d e L e ib n iz
2. La p o s ib ilid a d d e u n a m e d ia c ió n e n t r e « p h ilo s o p h ia p e r e n n is »
Y «PHILOSOPHI NOVI»
3. La p o s ib il id a d d e r e c u p e r a r e l f in a l is m o y l a s f o r m a s s u b s t a n c ia l e s
4. L a r e f u t a c ió n d e l m e c a n ic is m o y e l o r ig e n d e l a n o c ió n d e m ó n a d a
5. L as l ín e a s m a e s t r a s d e l a m e t a f ís ic a m o n a d o l ó g ic a
6. L as m ó n a d a s y la c o n s t it u c ió n d e l u n iv e r s o
Hemos dicho que las mónadas son los elementos de todas las cosas.
¿Cómo hay que entender esta afirmación en el contexto de Leibniz? Nada
sería más equivocado que el imaginar a las mónadas situadas en un espa
cio (como por ejemplo los átomos de Demócrito), y sumándose de mane
ra mecánica o física (es decir, espacial) entre sí. En efecto, se trata de
puntos no físicos, centros metafísicos, y el espacio es un fenómeno (como
ya vimos) que se deriva de las mónadas, y por lo tanto, no es algo origina
rio, ya que procede de éstas. Leibniz, en consecuencia, tiene que deducir
todo el universo de aquellas substancias metafísicas tal como las ha carac
terizado. En particular, debe aclarar los siguientes puntos de la máxima
importancia: 1) cómo nace a) la materia de las mónadas, que por sí mis
mas son inmateriales, y b) cómo nace la corporeidad de las mónadas, que
en sí mismas no son cuerpo; 2) cómo se forman los animales en su comple
jidad orgánica, desde la mónada que es simple; 3) cómo y por qué, si se
cumple el principio de la continuidad (la ley según la cual la naturaleza no
da saltos) puede subsistir una nítida distinción entre los espíritus (los seres
dotados de inteligencia) y todas las demás cosas. Veamos cómo trata
Leibniz de resolver cada uno de estos problemas, de los que depende la
inteligibilidad de todo su sistema.
7. LA a r m o n ía p r e e s t a b l e c id a
9. L a s v e r d a d e s d e r a z ó n , l a s v e r d a d e s d e h e c h o y e l p r in c ip io d e
RAZÓN SUFICIENTE
10. La d o c t r in a d e l c o n o c im ie n to : e l in n a tis m o v i r t u a l, o l a n u e v a
FORMA DE REMINISCENCIA
La obra más extensa de Leibniz, junto con la Teodicea, son los Nuevos
Ensayos sobre el intelecto humano, en los que nuestro filósofo efectúa una
crítica minuciosa del Ensayo de Locke (cf. p. 432ss), que había negado
toda forma de innatismo, reduciendo el alma a una tabula rasa (a una
especie de hoja en blanco, sobre la cual la experiencia es la única que
escribe sus diversos contenidos). Sin embargo, Leibniz no se declara ta
jantemente partidario de los innatistas, como los cartesianos, por ejem
plo, sino que trata de seguir un camino intermedio, llevando a cabo una
mediación. De ello surge una solución muy original (aunque no se halle
configurada de una manera sistemática), coherente con las premisas de la
metafísica monadológica.
El antiguo adagio escolástico, procedente de Aristóteles y tan aprecia
do por los empiristas, afirmaba: nihil est in intellectu quod non fuerit in
sensu, es decir, en el intelecto o en el alma no hay nada que no proceda de
los sentidos. Leibniz propone la siguiente corrección: nihil est in intellectu
quod non fuerit in sensu, excipe: nisi ipse intellectus, en el intelecto no hay
nada que no proceda de los sentidos, excepto el propio intelecto. Esto
significa que el alma es innata a sí misma, que el intelecto y su actividad
son algo a priori, preceden la experiencia. Esto constituye una anticipa
ción de lo que, sobre bases diferentes, será la concepción kantiana del
trascendental.
A esta proposición -que por sí misma basta para replantear el empiris
mo de Locke- le siguen otras todavía más comprometidas. El alma, dice
Leibniz, contiene «el ser, lo uno, lo idéntico, la causa, la percepción, el
raciocinio y una cantidad de otras nociones, que los sentidos no pueden
proporcionarnos». Entonces, ¿tiene razón Descartes? Leibniz -y en esto
consiste su intento de mediación entre actitudes opuestas- piensa que se
trata no tanto de un innatismo actual, como de un innatismo virtual: las
ideas se hallan presentes en nosotros en cuanto inclinaciones, disposicio
nes, virtualidades naturales. He aquí el texto clásico, en el que nuestro
filósofo expone esta nueva concepción del innatismo:
¿Cómo podría negarse lo que es innato en nuestro espíritu, si nosotros -por así decirlo-
somos innatos a nosotros mismos y hay en nosotros ideas intelectuales, como las del ser, la
unidad, la substancia, la duración, el cambio, la acción, la percepción, el placer y mil objetos
más? Al ser tales objetos inmediatos a nuestro intelecto y al estar siempre presentes (aun
que, a causa de nuestras distracciones y de nuestras necesidades, no siempre sean apercibi
dos), ¿por qué maravillarse si afirmamos que estas ideas, con todo lo que depende de ellas,
son innatas en nosotros? También me he servido de la comparación con un bloque de
mármol que tenga distintas vetas, más bien que de un bloque uniforme o de tablillas vacías,
lo que los filósofos denominan tabula rasa. En efecto, si el alma se asemejase a estas tablillas
vacías, las verdades estarían en nosotros igual que la figura de Hércules se encuentra en un
mármol, siendo el mármol del todo indiferente a recibir esta figura o cualquier otra. Empe
ro, si en el mármol hubiese vetas que dibujasen la figura de Hércules con preferencia a otras,
dicho mármol estaría en cierto modo predispuesto y la figura de Hércules sería en alguna
manera innata, aunque siempre resultase necesario determinado trabajo para descubrir tales
vetas, puliendo aquello que les impide salir a la luz. Ahora bien, es en este sentido que las
ideas o las verdades son innatas para nosotros: en cuanto inclinaciones, disposiciones, cos
tumbres o virtualidades naturales, pero no como acciones, aunque tales virtualidades estén
siempre acompañadas por algunas acciones que se correspondan con ellas, aunque a menudo
sean insensibles.
Más aún: Leibniz reconoce, antes que nada, el carácter originario (in
nato) del principio de identidad (y de los principios lógicos fundamentales
vinculados con él), que se halla en la base de todas las verdades de razón:
«Si se quiere razonar, no se puede evitar el suponer este principio. Todas
las demás verdades son demostrables [...].»
Luego, sin embargo, con base en su concepción de la mónada como
representante de la totalidad de las cosas, se ve obligado a admitir tam
bién un innatismo para las verdades de hecho y en general para todas las
ideas. Leibniz reconoce expresamente que hay algo justificado en la remi
niscencia platónica y que hay que reconocer aún más cosas de las que
Platón admitió. El alma conoce virtualmente todo: éste es el nuevo senti
do en que vuelve a plantearse la antigua doctrina de Platón. Éste es el
pasaje más ilustrativo sobre la cuestión:
Nuestra alma siempre tiene en sí la capacidad de representarse una naturaleza, o la forma
que sea, cuando se presenta la ocasión de pensar: creo que esta capacidad de nuestra alma,
en la medida en que expresa una naturaleza, una forma o una esencia, es precisamente la
idea de la cosa, que se halla en nosotros, y se encuentra siempre, ya sea que pensemos o que
no pensemos. Nuestra alma, en efecto, expresa a Dios, y al universo, y a todas las esencias,
así como a todas las existencias. Esto concuerda con mis principios, porque nada entra
naturalmente en el espíritu desde el exterior; y sólo por una mala costumbre pensamos como
si nuestra alma recibiese una especie mensajera y tuviese puertas y ventanas. Nosotros
tenemos en la mente todas estas formas y las tenemos en todo momento; porque la mente
expresa siempre todos sus pensamientos futuros y ya piensa confusamente todo lo que nunca
pensará de un modo claro. Tampoco podemos aprender una cosa cualquiera cuya idea no
tuviésemos previamente en la mente, ya que la idea es como la materia de la cual se forma tal
pensamiento. Platón expresó esto muy bien, cuando propuso la noción de «reminiscencia»,
que se halla muy bien fundada, siempre que se la entienda correctamente, se la purifique del
error de la preexistencia y no se imagine para nada que el alma tenga que haber pensado y
sabido de modo claro, otras veces, aquello que piensa y aprende actualmente.
11. E l h o m b re y su d e s tin o
balanza, sino que es el espíritu el que determina los motivos (el que les
concede su peso peculiar). Estos pensamientos, sin embargo, integrados
en la óptica de la concepción de las mónadas como desarrollo rigurosa
mente encadenado de todos sus acontecimientos, se desvanecen en gran
parte. La cuestión se vuelve aún más complicada, por el hecho de que la
monadología obliga a concebir los actos humanos, no sólo como predica
dos necesariamente incluidos en el sujeto, sino también como aconteci
mientos previstos y prefijados por Dios ab aeterno. Por ello, la libertad
parecería algo completamente ilusorio.
Si desde la eternidad está previsto que el hombre va a pecar, ¿qué
sentido tiene entonces el actuar moral? Leibniz no pudo responder metafí-
sicamente al problema; se limitó a ofrecer una respuesta que contenía más
que una solución teórica al problema una regla práctica, llena de sabidu
ría, pero evasiva desde el punto de vista doctrinal:
¿Pero acaso es seguro, desde toda la eternidad, que voy a pecar? Responded vosotros
solos: quizá no; y sin pensar en aquello que no podéis conocer y que no puede daros ninguna
luz, actuad según vuestro deber, que sí conocéis. Empero, dirá alguien, ¿a qué se debe el
hecho de que este hombre cometa con seguridad aquel pecado? La respuesta es fácil: en caso
de que así no fuese, no sería este hombre. Desde el principio de los tiempos Dios ve que
habrá un Judas, cuya noción o ideas -poseída por Dios- contiene aquella libre acción futura;
lo único que sigue pendiente es esta cuestión: ¿por qué existe de manera actualizada un
Judas traidor, que en la idea divina sólo es algo posible? Sin embargo, a esta pregunta no
podemos dar respuesta aquí abajo, a menos que afirmemos de manera genérica que -puesto
que Dios consideró como bueno que existiese Judas, a pesar del pecado que estaba previsto-
es necesario que dicho mal quede compensado con creces en el universo: Dios extraerá de él
un bien aún mayor, y finalmente se descubrirá que esta serie de cosas, que abarca la existen
cia de dicho pecador, es la más perfecta de todos los demás modos posibles de existir. No
obstante, no es posible explicar siempre la economía admirable de esta elección, porque
somos peregrinos en esta tierra; basta con saberlo sin entenderlo.
Leibniz reconoce un máximo valor al espíritu del hombre: el espíritu
vale como todo el mundo, no sólo porque expresa, al igual que las demás
mónadas, todo el mundo, sino porque lo conoce de un modo consciente e
indaga sus causas; además el espíritu humano es inmortal, en el sentido de
que no sólo permanece en el ser como las otras mónadas, sino que conser
va su propia personalidad. El conjunto de los espíritus constituye la Ciu
dad de Dios, la parte más noble del universo. Dios, en cuanto creador de
todas las mónadas, concede a los seres la máxima perfección posible;
como monarca de su ciudad, da a los espíritus la máxima felicidad posi
ble. Leibniz escribe:
No se debe dudar en ningún momento que Dios haya ordenado las cosas de un modo tal
que los espíritus no sólo puedan vivir siempre -lo cual no podría ser de otra manera- sino
que siempre conservan su cualidad moral, para que la Ciudad de Dios no pierda a ninguna
persona, así como el mundo no pierde ninguna substancia. Por consiguiente, siempre sabrán
quiénes son: de lo contrario no serían susceptibles de recompensa ni de castigo, pero esto
pertenece a la esencia del Estado y, sobre todo, del más perfecto, en el que nada puede
descuidarse. En definitiva, como Dios es al mismo tiempo el más justo y el más bueno de los
monarcas, y no exige más que la buena voluntad, siempre que sea seria y sincera, sus
súbditos no podrían desear una condición mejor: para hacerlos perfectamente felices lo
único que les pide es que lo amen.
El paraíso, que constituye para Leibniz la felicidad suprema, no debe
concebirse como un estado de reposo, ya que la visión beatífica y el goce
de Dios nunca puede actualizarse de un modo pleno y perfecto, al ser Dios
infinito. Por lo tanto, el destino escatológico del hombre habrá de consis
tir en una felicidad que es «un continuo avance hacia nuevos placeres y
nuevas perfecciones», es decir, un conocer a Dios y un gozar de Dios en
un grado cada vez más elevado, hasta el infinito.