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FERNANDO LARRAZ VERÓNICA ENAMORADO
Página 3
CRISTINA SOMOLINOS GEMA CUESTA
AINHOA RODRÍGUEZ ALEJANDRO RIVERO

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PATRICIA PIZARROSO CRISTINA RUIZ
Página 6
SOFÍA GONZÁLEZ JAVIER HELGUETA
ALEXANDRA CHERECHES PAULA MAYO


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YARA PÉREZ CRISTINA SUÁREZ
Página 12
NOELIA IZQUIERDO SOLEDAD ABAD
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RAQUEL LÓPEZ JAVIER I. ALCARCÓN




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Página 14


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Página 54
C

Sonia de Andrés, Ignacio Bosque, Ma-


rio Bueno Aguado, Lucía Cervera, Luisa


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Iglesias, Pedro Mármol Ávila, María Lui- Página 60


sa Suárez Marín.
clases de palabras


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sido nominalista, y de hasta qué punto estamos transmitiendo a nuestros
estudiantes el nominalismo que a nosotros mismos nos imbuyeron. Una
de sus múltiples manifestaciones es el hecho de oscurecer una distinción
necesaria, y casi evidente, entre dos clases diferentes de palabras: las que nos vienen
dadas con el mundo y las que creamos —o llenamos de contenido— para tratar de
entenderlo. Más de una vez he pensado que una parte de los males que arrastra la
educación es el resultado de confundir una clase con la otra; el resultado de nuestra
incapacidad para transmitir a los estudiantes la diferencia que existe entre el mundo
que hemos de ir descubriendo e interpretando, y esos otros universos nocionales que 3
tenemos derecho a poner a nuestro servicio para hacernos una idea cabal de él.

Las palabras del primer grupo son las de la lengua común. Como hablantes,
las aprendemos poco a poco, las asociamos con determinadas situaciones, percibimos
sus matices porque las leemos o las vemos usadas en múltiples contextos. Entendemos
estas palabras como vamos entendiendo el mundo que nos rodea, puesto que son parte
de él. Sean abstractas o concretas, nuestros hijos nos preguntan por las acepciones
nuevas que descubren y no comprenden, como nos preguntan por un nuevo animal
o una nueva fruta, o por la capital de un nuevo país. Tengamos la edad que tengamos,
nos vemos obligados a mirar el diccionario cuando nos asaltan nuevos sentidos
de voces conocidas, o cuando algún escritor nos sorprende con un adjetivo que,
sencillamente, desconocemos. Las palabras del primer tipo forman parte del mundo
que percibimos y que nunca acabamos de conocer. Las palabras más comunes, las más
simples, constituyen, de hecho, complejos objetos de conocimiento para cualquier
lingüista porque forman parte del mundo natural. Los lexicógrafos, los lexicólogos y
los gramáticos llevan milenios tratando de aprehender su significado, y proseguirán
esa tarea infinita mientras exista el interés por el lenguaje.
Las otras palabras son las de la ciencia. No nos vienen dadas con el mundo, sino
que las creamos o las dotamos de contenido porque necesitamos instrumentos para
analizarlo. Con las limitaciones naturales que impone la etimología y la morfología,
esas palabras significan lo que nosotros queramos que signifiquen. Somos sus dueños,
así que están enteramente a nuestro servicio. Nuestro papel ante ellas no debe ser el de
desentrañar sus múltiples acepciones ni escrutar sus matices ocultos, y carece de sentido
memorizar los múltiples significados que ha tenido cada una: tal vez sean tantos como
el número de usuarios (ilustres o no) que las han puesto en su boca o en su pluma.
El estudioso de cualquier campo tiene todo el derecho del mundo a acuñar cuantos
términos le vengan en gana para designar los conceptos que le parezcan apropiados.
Tal vez esos conceptos resulten enteramente inútiles, o tal vez, por el contrario, estén
bien encaminados y sean verdaderamente provechosos. El estudiante avanzará en
su trabajo si averigua alguna de esas dos cosas, pero no avanzará si se pierde en la
contemplación misma de las palabras que los designan.

Las nomenclaturas no forman parte del mundo que tratamos de entender.


Todo lo contrario: están a nuestro servicio si nos ayudan a entender el mundo. Si no
nos ayudan, las sustituimos por otras, las rechazamos, las reinventamos o usamos
letras, comodines o cualquier cosa que se nos antoje y que nos sirva para precisar
?

los conceptos que nos parezcan provechosos y productivos en la comprensión de la


realidad. Por desgracia, las palabras de esta clase no son siempre, en las manos del
estudiante, herramientas ni instrumentos, sino nuevos códigos que descifrar, nuevos
objetos de estudio en sí mismos, nuevos arcanos que los separan de las cosas en lugar
de llevarlos a ellas.

Todos recordamos cuántas veces nos han preguntado qué sentido daba tal o
cual autor a tal o cual concepto. A mí no me parece que esa fuera una buena pregunta.
Una posible respuesta habría sido “el que quisiera darle”. Lo importante hubiera sido
comprobar si ese sentido era útil, si aportaba algo o si el término era más bien un
envoltorio con escaso contenido. En mis años de estudiante (fuera en la enseñanza
media o en la universitaria) me pidieron muchísimas veces que memorizara y
clasificara palabras, conceptos, términos, frases, oraciones o textos, pero nunca me
pidieron que juzgara una clasificación. Ningún profesor me pidió nunca que explicara
si la consideraba o no redundante, si contenía o no criterios cruzados, si me parecía
fructífera o la encontraba inútil. Tampoco me pidió nadie que juzgara un determinado
concepto; que explicara si me parecía que estaba dotado de verdadero contenido o
si pensaba que en realidad estaba hueco; si yo creía que nos ayudaba a entender y a
avanzar, o si, en mi opinión, introducía una distinción que se terminaba en sí misma.
A lo largo de todos mis estudios, fuera en el colegio o en la universidad, mi único papel
ante los conceptos, los términos y las clasificaciones fue siempre el de aprendérmelos
de memoria y ser capaz de repetirlos.

La enseñanza que recibimos los estudiantes de mi generación fue buena en


muchos sentidos, excepto por el hecho de que le sobraba nominalismo. No siempre
éramos conscientes de la diferencia que existe entre resolver un problema y tener
un buen nombre para él. Recibíamos infinitas lecciones en las que se nos enseñaba
que casi todos los fenómenos tienen nombre, que casi todo lo que encontramos ha
recibido alguna etiqueta (con frecuencia venerable), que debíamos conocer. Sabíamos
identificarlo casi todo y estábamos muy satisfechos de ello. Solo mucho más tarde
nos fuimos dando cuenta de que podríamos haber ganado considerablemente en
nuestra capacidad para comprender unos cuantos fenómenos si hubiéramos dedicado
a esa tarea una parte del tiempo que empleamos en etiquetar otros. No soy el único
de mi generación que confesará haber llegado a pensar alguna vez que ese universo
intermedio e instrumental de nomenclatura y terminología era el objeto mismo de
nuestro conocimiento.

En lugar de resolver el problema, mi impresión es que la enseñanza actual ha


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acentuado el exacerbado nominalismo que en mi época de estudiante caracterizaba las
ciencias humanas, y muy especialmente la lingüística, que constituye mi profesión. Es
habitual que los estudiantes que saben identificar un fenómeno lingüístico (sea fónico,
léxico o gramatical) no sepan cuáles son las variables que lo hacen posible. Ello es así
porque siguen a sus profesores en el hecho de dar más importancia al etiquetado que
a la verdadera comprensión. No quiero decir, desde luego, que sea fácil pasar de uno
a la otra. En realidad, lleva años comprender que unos sistemas terminológicos son
asideros conceptuales firmes, otros constituyen aproximaciones mejorables, y otros,
finalmente, resultan ser carcasas huecas y sonoras. En cierto sentido, nos pasamos la
vida tratando de distinguir unos de otros. Aunque solo sea una estrategia, siempre
es bueno relativizar su valor y recordar que —como los bastones y las escaleras— las
nomenclaturas nos son útiles en la medida en que nos permitan movernos y llegar a
algún otro lugar.

Ignacio Bosque

Universidad Complutense de Madrid. Real Academia Española

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