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Gustavo Ogarrio
Se conmemora el centenario del nacimiento de Juan Carlos Onetti (1909-1994) y en la
recepción de su obra sobrevive, quizás como en ninguna otra entre los grandes
escritores latinoamericanos que vio nacer el siglo xx, una cierta política de la lectura
que cultiva estigmas e interpretaciones cristalizadas. Sus textos en muchas ocasiones
se siguen leyendo únicamente como historias multiplicadas del fracaso, la
incomunicación humana, de un cierto hastío existencialista o de un sinsentido
moderno. Cabe preguntar: ¿qué interpretaciones han ayudado a leer la obra de Onetti
radicalmente en su dimensión artística, en su condición de poética de la narración?
Josefina Ludmer resume así el problema de la constitución del narrador en una novela
como La vida breve (1950): “Pensar el estatuto de la ficción, la posibilidad de narrarla y
el proceso en el sujeto que la enuncia.” Ludmer afirma que es en esta novela donde se
configura el universo narrativo de Onetti, una determinada forma de narrar a partir de
una dialéctica entre “realidad” y ficción, articulada siempre por un narrador. El pasado
de esta perspectiva para relatar se encuentra en novelas como El pozo (1939), Para
esta noche (1943) y en cuentos como “Un sueño realizado”, relatos precursores de
este narrador que explora desde su propia subjetividad los alcances de la ficción. José
María Brausen, personaje y voz narrativa de La vida breve, fundador imaginario de
Santa María, es el centro de esta estirpe de narradores de su propia subjetividad e
imaginación, el modelo de un tipo de representación artística que permanecerá en toda
la obra de Onetti.
“Se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez”: la subjetividad narrativa del yo
–Date cuenta si serán hijos de perra. Vienen veinte por día y ninguno se
afeita.
Era una mujer chica, con unos dedos alargados en las puntas, y lo decía sin
indignarse, sin levantar la voz, en el mismo tono mimoso con que saludaba
al abrir la puerta.
Como una parodia de su propia forma de narrar, pero también como una afirmación
burlesca y trágica de este narrador de su propia subjetividad, Onetti recurre a él en su
penúltima novela, Dejemos hablar al viento (1979), que aparentemente cerraba el ciclo
de Santa María. Al afirmar y parafrasear el proceso análogo de invención de otros
narradores de Onetti, Medina –voz y personaje principal de esta novela– confirma los
poderes de invención de esta estirpe de narradores. Esto lo hace mediante un gesto
paródico respecto al modo de narrar de Eladio Linacero y le da continuidad a ese yo
que narra su propia subjetividad: “Hace un rato me estaba paseando por el taller del
Mercado Viejo y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres,
sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados
en la ventana en el lugar de los vidrios.”
Esta manera de narrar no sólo va a sobrevivir en toda la obra de Onetti, por momentos
y en determinadas obras se va a articular a otra perspectiva literaria, a
un nosotros que narra desde diferentes momentos, tonos y perspectivas de una
comunidad humana también desgarrada, pero que al fusionarse con ese primer
narrador de su propia subjetividad va a configurar una poética del relato prácticamente
inédita en la literatura latinoamericana del siglo xx.
No son pocos los cuentos y las novelas de Juan Carlos Onetti en los que el narrador
asume momentáneamente la identidad de una comunidad. Un narrador que describe,
piensa e imagina el mundo desde la perspectiva de un nosotros y que es, antes que
una voz comunitaria sin fisuras o monológica, un momento cultural y político de esa
comunidad.
Sin embargo, esta matriz configurada por la fusión entre el narrador subjetivo y el
narrador inmerso en una comunidad muchas veces es entendida desde la posible
unidad psicológica de los personajes. Más bien, en términos de poética, lo que nos
interesa señalar es la manera en que en estos narradores se entrelazan, repelen e
integran los discursos y experiencias de esta misma comunidad.
Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en
el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las
cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es
un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor
amigo de la familia; se nos ofreció el privilegio de ver la cosa desde un
principio y, además, el privilegio de iniciarla.
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