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El cartel flota en la noche de Buenos Aires como el ala de una mariposa seca:
Supermercado Express, letras rojas sobre fondo verde. En la vereda, una pizarra
anuncia que se aceptan tarjetas de crédito y débito. Tomates y naranjas brillan
lustrosos frente a los carritos de metal que se usan para llevar pedidos a domicilio.
Desde adentro, detrás de su pequeño mostrador, Ale, el dueño del supermercado,
me ve y me saluda con un gesto. No lo dice, pero es como si lo dijera. Durante dos
meses, en cada uno de nuestros encuentros, cada vez que lo llamaba por su
nombre, Ale se daba vuelta y decía, decepcionado: «Ah, Leila».
Ale es chino, y sabe muchas cosas de mí. Cuando estoy en casa, cuando salgo de
viaje, cuándo se termina mi dinero y cuándo no hay más comida en mi heladera.
Técnicamente, y desde hace cinco años, Ale es el hombre que me alimenta. Lo veo
más que a cualquiera de mis amigos, hablo con él dos o tres veces por semana,
sabe que me gusta el queso estacionado y que no como nada que tenga ajo. Cuando
hago un pedido por teléfono y olvido algo —pan, leche— me lo recuerda:
—¿Hoy no pan, hoy no leche?
***
La primera vez que lo vi fuera del supermercado fue en una confitería, luces
dicroicas, plantas colgantes. El mozo trajo un jugo de naranja y nos miró con
sorna, pero Ale, que desconoce el idioma mudo del desprecio, agradeció.
—Mucha gracia.
—Acá provincia Guandong. Acá provincia Fujian, mi provincia. Antes viene más
gente de Guandong. Ahora viene más gente de Fujian, paisano mío.
Hace cinco años, Ale no se llamaba Ale sino Huang, pero dejó ese nombre con
todas las cosas que dejó en la República Popular China, en su aldea de Fujian,
ciento veinte mil kilómetros cuadrados —la mitad de la superficie de la provincia
de Buenos Aires— donde se agolpan treinta y cinco millones de habitantes —el
equivalente a los de toda la Argentina. Ale nació muy budista en aquel país donde
se festejan el Festival de la Primavera y la Fiesta de las Linternas, donde la edad da
prestigio y el tiempo se cuenta por ciclos lunares regulados por la naturaleza, y se
mudó en el año 2000 a Buenos Aires, Argentina, donde los viejos son resaca, el
tiempo se paga caro y la mayor fiesta del año es el nacimiento de un dios
improbable en el que él no cree. A cambio, es el joven dueño de un supermercado
que permanece abierto de lunes a sábado de 9 a 22, domingos de 9 a 13 y de 17 a
22, sin feriados nacionales ni días de guardar.
—¿Por qué viniste, Ale?
—Una vez fui Pekín, con abelo. Vi palacio, y eso de paredes largas… cómo dice…
—Sí. Mú rá yá. Mucho año, mil y pico, era de rey. Lindo Pekín, pero ciudad
grande. Mi ciudad, chica, entre campo y ciudad. A veces mejor vive campo, otra
mejor vive ciudad. Depende carácter.
—Tiene pariente allá. Allá tiene mucho paisano que dicen que afuera de mi país es
lindo, tiene mucha cosa, y yo dije voy a salir para ver, yo también quiere salir de
país para conocer mundo. Y ahí me fui, salí a mundo.
[…]
***
El supermercado de Ale es luminoso, tiene unos seis metros de ancho por catorce
de fondo con los habituales sectores de té y fideos, aceites y conservas, vinos,
lácteos, fiambrería, carnicería, productos de limpieza y una verdulería al frente. En
este negocio, que era de una de sus primas, Ale empezó atendiendo las cajas
registradoras, tomó pedidos por teléfono, acomodó mercadería, y finalmente lo
compró. Ahora se prepara para un futuro de esplendor: sabe que es buen
negociante.
—Hola, Ale.
—Ah, Leila —se decepciona—. Diculpa, ahora no puede habla, tiene mucho
trabajo.
Su única hermana —una muchacha con una margarita azul dibujada en cada uña—
mira con sorna desde la caja registradora. En la otra caja hay un primo recién
llegado: Xin. Un chico frágil que casi no habla español, con el aspecto de un pájaro
lastimado y el pelo como una lluvia de pesadumbre. Parece inanimado, recién
salido de una bañera de agua tibia. Le recuerdo a Ale la primera vez que me habló:
fue hace cuatro años. Ale atendía la caja, me estaba dando el vuelto, y de pronto
dijo en un español de manual:
En aquel momento le dije que sí, que en abril, pero él no entendió. Sólo le habían
enseñado a preguntar.
—Ah, sí, sí. Yo tomaba clase con profesora cateyano. Ahora no puede, no tiene
tiempo, trabaja, puro trabaja.
—Cuando primero venir Argentina, sí, extraño China. Ahora, extraño meno. Pero
extraño mi abela, mi abelo. A mí me gusta acá. No pone triste que China lejos.
Pone triste a veces por pelear con pariente, pelea con papá, mamá, este cosa medio
triste. Otro no. Problema de trabajo, pero eso no pone triste. Ahora, hace do mese,
vino papá. Técnico elétrico papá, todavía no trabaja porque no sabe idioma.
—No, porque tiene mi abelo enfermo. Año pasado abelo murió y yo no puede
volver. Eso feo. Mi abela vive ahora con uno otro tío.
—Algún día me vuelvo por mi país. Ahora no. Pero mejor vivir acá. Acá persona
muy amable. Más educados que campo. Yo en China, vivo en campo. Acá ciudad,
gente más educada.
—No sé. Puede ser porque antes vino chino todo de edad grande. Y chino antiguo
habla muy fuerte y acá gente habla muy suave, habla muy chiquito. Y alguno
paisano no sabe eso, y la gente acá piensa que chino está enojado o trata mal, pero
no, es manera hablar. Acá gente cree que chino come cualquiera cosa. Un vez
taxista me dice: «Salió en diario que chino come gato».
—Nada. Dije: «Yo no como gato, pero en todo mundo hay gente epeshial».
—No. Es ciudá, y cuando yo viene acá imagina que Argentina era… así, como
caballo caminando… este ariba. Cómo se llama este… caballo caminando…
Se pone pálido, aprieta la boca en un coágulo rosa, preso en su idioma, yo en el
mío.
—¿Gaucho?
—¿Pampa?
—No.
[… Continúa]