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EL FOLLETO DEL DR.

ALBERDI1
por Dalmacio Vélez Sársfield

Cuando se anunció que el doctor Alberdi había escrito un


largo folleto sobre mi proyecto de código civil, tuve por motivos
especiales, el mayor empeño en conocerlo. Hacía veinticinco años
que me había separado de mi joven amigo que acababa de recibirse
de abogado en Montevideo: conocía sus talentos y me prometía ver
sus adelantamientos en la ciencia del derecho. Lo que dijera de mi
trabajo poco cuidado me daba. Yo ya había estudiado con los prime-
ros jurisconsultos los grandes capítulos de derecho que se encuen-
tran en el proyecto y no creía hallar un luminar superior a Sa-
vigny, Freitas, Marcadé, Rau y otros. Pero todas mis esperanzas se
han desvanecido. El folleto del doctor Alberdi no es el escrito de
un jurisconsulto. Mi antiguo amigo a quien había mandado todo lo
publicado del código civil, no ha tenido la deferencia de leer una
sola página de la obra. No conoce mi trabajo. Nada, absolutamente
nada hay en su escrito que se refiera a algún título del derecho
de los varios que contiene el código, ni a ninguno de sus artícu-
los. Su opúsculo únicamente se contrae al oficio de remisión al
gobierno nacional del primer libro que salió a luz. Por sola esa
comunicación juzga de toda la obra que no había leído. Juzga aún
más, de las disposiciones que contendrá el proyecto en los libros
que aún no se han publicado, y que aún no he acabado de trabajar.
No critica ni recomienda disposición alguna de las contenidas en
el código; escribe sólo, como lo dice, sobre el proyecto en gene-
ral; pero aún para esto era indispensable conocer siquiera las
principales resoluciones. Tal vez ha abierto el libro, ha visto la
indicación de materias altas y difíciles y se ha aplicado a sí
mismo la sabida sentencia de Voltaire, un nombre afamado es una

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. El folleto de Alberdi que provoca la réplica de Vélez Sársfield, puede ser consultado en
“Obras Completas” de Alberdi, T. VII, p. 90.
Alberdi preparó una respuesta al presente artículo, que no fue publicada hasta después
de su muerte y que puede encontrarse en “Escritos Póstumos de Alberdi”, T. VII, p. 280.
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carga muy pesada, y yo agregaré, muchas veces imposible de llevar-
la. Ha cerrado el libro: ha dejado para otros su examen y sobre el
prólogo se resuelve a escribir, no sobre el derecho positivo sino
sobre la política argentina y brasilera.
Sin embargo, voy a contestar a todas sus observaciones sobre
el proyecto en general como él llama al contenido del folleto.
El doctor Alberdi principia su trabajo preguntando, que expli-
cación puede tener la idea de proponer un código civil; y con este
motivo escribe contra las codificaciones, tomando con poco criterio
la lección de la escuela Alemana, llamada Escuela histórica.
La Alemania a principios de este siglo se dividió en dos es-
cuelas de derecho. Descomponiendo la ciencia se encontraron dos
elementos muy distintos, el elemento histórico (el derecho positi-
vo) y el elemento filosófico (el derecho ideal). El señor Savigny
cuyas palabras contra las codificaciones nos transcribe el doctor
Alberdi, fué el jefe de la escuela histórica. El tuvo un digno
competidor en el señor Thibaut jefe de la escuela filosófica cuyas
contestaciones al señor Savigny podría oponerle al doctor Alberdi,
recomendando la codificación de la legislación civil. La escuela
histórica era la glorificación del derecho positivo, la escuela
filosófica, el apoteósis de la razón pura. Téngase presente que si
el señor Savigny se oponía a la codificación en la Alemania, no era
porque juzgase mejor las prácticas consuetudinarias, sino porque
juzgaba que la legislación romana que las rigiera era lo mejor
posible.
Entre esas dos escuelas opuestas en sus principios, extremas
en sus consecuencias, la ciencia levantó una escuela moderada, la
Escuela syncretica (unión de los principios) nacida de la alianza
del elemento histórico y del elemento filosófico. Ella no es irre-
ligiosa respecto del pasado, ni rebelde a las exigencias del porve-
nir; su obra es a la vez lo que quiere la razón y lo que han prac-
ticado los antepasados. Según ella, una nación puede darse nuevos
códigos teniendo siempre presente la legislación que la ha regido,
el derecho positivo de los que han precedido, las nuevas leyes que
exija el estado social, y las reformas que la experiencia haya
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demostrado ser indispensables en la legislación1.
La Inglaterra, la tierra clásica de los precedentes, y que en
su superstición por el pasado diviniza hasta la incertidumbre de
su legislación, es el mejor ejemplo de la necesidad que un pueblo
tiene las más de las veces de darse códigos. Allí hay dos poderes
legislativos, el uno manifiesto, el otro oculto. El uno creando la
ley escrita (Statute Law), el otro declarando la ley tradicional
(common Law). Dos legislaturas coexistentes funcionando sin cesar,
echando la una a la arena judicial el enorme volumen de Statutes,
y la otra innumerables tomos de reported decissiones. Con tal le-
gislación, nada más difícil en Inglaterra que formarse un abogado
o un Juez. Los hombres de todas clases que no son del oficio, igno-
ran absolutamente sus derechos en las diversas fases que diariamen-
te se presentan. Entre tanto, la ley civil es estacionaria, no hay
progreso alguno en la ciencia del derecho. El ilustre Bentham con-
sagró mucha parte de sus trabajos a hacer sentir la necesidad de
una codificación.
Los Estados Unidos han seguido en mucha parte el ejemplo de
la madre patria; pero algunos estados han comprendido la necesidad
de codificar sus leyes, New Jersey lo hizo desde el año 30. Muy
luego la Luisiana, y últimamente el grande estado de New York. El
doctor Alberdi a la página 6ª de su folleto nos cita el ejemplo de
New York que no se ha dado códigos a pesar de tener para hacerlos

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. En la excelente memoria que hace poco publicó el Dr. López dirigida a las sociedades de
geografía y jurisprudencia de Berlín decía lo siguiente: “Cuando los fragmentos del Imperio
Romano agitados por la crisis regeneradora de su formación Anográfica, se convirtieron después
de siglos en reinos e imperios de diferente raza, idioma, religión y costumbres, un vínculo que jamás
dejó de unirlos les recordaba siempre la comunidad jurídica de su origen. Ese vínculo es el derecho
romano objeto de mayor culto y erudición que no lo fué en tiempo de los Emperadores Romanos.
Sus principios de jurisprudencia como los de toda otra ciencia son comunes a todos los pueblos, y
constituyen el espíritu y la forma de su foro y de sus códigos. Pero la aplicación de esos principios
a la vida práctica y social de los hombres sufre la modificación de sus ideas, carácter, religión y
costumbres, como resultado de su causa general, la educación y el clima. El idealismo y realismo
del derecho (derecho abstracto, derecho positivo), estos dos términos representados por las dos
escuelas de derecho, deben completarse; la una revelando la ciencia de lo justo ante el fallo de la
razón; la otra, la ciencia de lo practicable ante la ley de las cosas; y ambas combinando según el
sistema syncretico de la teoría de Hegel, la phisicología de la idea con la phisicología del hecho,
reduciéndolas a su verdadera relación y armonía. Por este método el estudio comparado de varias
legislaciones las aproximará al punto de su mayor afinidad.
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más elementos que Buenos Aires. Si él hubiera abierto mi proyecto
de código habría notado que varias veces citamos al código de New
York que es un grueso volumen donde está reunido el derecho civil
y el derecho mercantil por artículos numerados.
La España y nosotros con ella, puede decirse, que nos hallamos
aún en peor condición que la Inglaterra. Aquí rige el código llama-
do Fuero Real, las doscientas y más leyes de Estilo, el voluminosos
cuerpo de Leyes de Partida; seis grandes volúmenes de la Novísima
Recopilación, y cuatro de a folio de las leyes de Indicas; a más
de todo esto, multitud de cédulas reales para América comunicadas
a las respectivas audiencias que aún no se han recopilado. Ésta es
la legislación española.
Todas estas leyes promulgadas en épocas diferentes, en intere-
ses contrarios, sin que las últimas en su fecha traigan la aboli-
ción de las precedentes, contienen un poco de todo, y las más veces
son absolutamente deficientes. El pro y el contra pueden igualmente
invocarse. Un juez fallará una sucesión valiosa declarando que el
derecho a suceder ab intestato llega hasta el décimo grado de pa-
rentesco, según una ley positiva, y otro día otro juez fundado
también en otra ley no hará lugar a esas sucesiones declarando que
le derecho se limita la cuarto grado. Y como por otra parte no hay
memoria humana que pueda soportar el peso de toda esta vana cien-
cia, resulta que el arbitrio del Juez es en definitiva la ley su-
prema.
¿Por qué tomando por base el derecho existente no podríamos
reformar las leyes dadas para el Reino de España desde el siglo
XIII? ¿por qué no agregaríamos las leyes que exige, o el adelanta-
miento de la ciencia o las nuevas necesidades de los pueblos, su
nuevo ser político, las nuevas costumbres, los principios económi-
cos, todo este distinto o contrario orden de cosas al orden en que
vivían en la edad media los pueblos españoles? Hace muy pocos años
que nos regía una legislación comercial en la cual no había socie-
dades anónimas, sociedades en comandita, sociedades por acciones,
ni sociedades en participación. Algunas existían de hecho, y todas
ellas eran indispensables para el desenvolvimiento de la riqueza
de los pueblos, y dimos el código de comercio que sin duda no ha
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causado males algunos. El folleto olvida este gran acto legislativo
que destruye sus teorías contrarias a la nueva codificación de las
leyes de todas las naciones.
Pero el doctor Alberdi nos hace una observación al parecer
incontestable. Nos dice que en una Federación cada Estado debe
darse sus leyes civiles, comerciales y criminales: que el Congreso
sancionando códigos para las provincias federales concluye con la
soberanía interior de esos pueblos; y que ni en los Estados Unidos,
ni en la Federación Suiza no hay códigos generales para toda la
nación, sino que cada Estado se da el código que le conviene.
Satisfaremos el argumento; pero antes diremos que no hay buena
fe al hacerlo. Ni el Presidente de la República, ni el abogado a
quien encargó el trabajo del código civil, ni el pueblo de Buenos
Aires o sus representantes, ni ninguno de los individuos contrarios
políticos del doctor Alberdi han sido los autores del artículo 67
de la constitución que faculta al Congreso para dar a toda la Na-
ción los códigos civiles, comerciales y criminales. Fue el mismo
doctor Alberdi y el Congreso del Paraná los autores exclusivos de
la constitución de la Confederación en que se tomó esa importante
resolución. ¿Cómo entonces el doctor Alberdi no levantó su voz como
hoy lo hace en defensa de los derechos federales de las provincias?
No es de una omisión que culpamos al doctor Alberdi. Él tomó
la defensa de la constitución del Paraná. Sostuvo en diversos fo-
lletos que era bajo todas sus relaciones la mejor constitución; que
no se debía permitir que Buenos Aires la examinase; que esa consti-
tución debía imponerse por la fuerza y que después fuese Buenos
Aires a la barra del Congreso a pedir lo que le conviniera. El
doctor Alberdi contrajo entonces toda su ciencia, no a ilustrar a
los pueblos sino a incendiarlos. En mucha parte la sangre derramada
en la guerra civil que concluyó con la batalla de Pavón se debe a
la pluma del doctor Alberdi precisamente sosteniendo la imposición
de la constitución del Paraná en que se encuentra el art. 67 que
faculta al Congreso para dar los códigos a toda la república. Si
entonces el general Urquiza o el doctor Derqui hubieran ordenado
el trabajo del código civil al doctor Alberdi, sus objeciones de
hoy no podían tener lugar y se habrían salvado los derechos de las
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provincias.
Él sin embargo de no negar los hechos dice, que Mitre, Sar-
miento y Vélez que reformaron la constitución del año 53 debieron
reformar el artículo de que se trata, pues habiendo descentralizado
la república ese artículo no podía ya tener lugar. No entendemos
que quiere decir descentralizar la república. Las reformas que se
hicieron ni mudaron el carácter de la constitución ni limitaban los
derechos de las provincias ni alteraban en cosa alguna las faculta-
des del Congreso. Pero yo daré la razón porque no lo hicimos.
Los escritos del doctor Alberdi habían creado en verdad una
opinión general en los pueblos sujetos al gobierno de Paraná negan-
do a Buenos Aires el derecho de examinar y enmendar la constitución
del año 53. Fue preciso rechazar invasiones que costaron mucha
sangre y dinero; fue preciso dar batallas y tratados públicos para
establecer el derecho de examinar esa constitución y sujetar las
reformas a una convención nacional. Sabíamos que las reformas que
hiciéramos no serían aceptadas si no las limitábamos a las materias
de menor importancia.
Dejando muchos artículos de un orden secundario que debían ser
reformados, nos ocupamos sólo de las materias políticas más tras-
cendentales. Reunida la convención en Santa Fe estábamos en mino-
ría. Había 21 votos para el rechazo de todas las reformas contra
20 que las aceptábamos. Nos preparábamos a fuertes debates cuando
llegó una carta del general Urquiza a uno de los convencionales
encargando la aceptación de las reformas hechas por la convención
de Buenos Aires, lo que bastó para que la constitución reformada
fuese aceptada. No podíamos pues ni pensar en reformar el artículo
que es hoy el 67 cuando teníamos que luchar para alcanzar las re-
formas sin las cuales jamás Buenos Aires se hubiera unido con los
otros pueblos.
Después de esto, diremos al Dr. Alberdi que a nuestro juicio
hicieron muy bien los constituyentes del Paraná en dar al Congreso
la facultad de dictar los códigos civiles, comerciales y crimina-
les, y que si hubiéramos podido reformar ese artículo de la consti-
tución del 53, no lo hubiéramos hecho atendido el estado de las
provincias y a los precedentes de la misma Constitución.
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El Congreso constituyente se vió en la necesidad de admitir
como Estados en la Confederación a todas las fracciones de las
antiguas provincias que se habían separado de las capitales de las
Intendencias; y que así habían vivido desde el año 1820. Pero en
varias de esas provincias no había los elementos más indispensables
para un gobierno regular. Era de la primera importancia crear el
medio para que hubiera leyes civiles conforme a los principios de
la Constitución política.
Por otra parte, nuestro modo de ser había sido muy diferente
del de los Estados Unidos. Allí hay estados que se han formado bajo
la legislación española. Otros, bajo la legislación francesa. Unos
eran regidos por las cartas reales, y otros por sus respectivos
cuerpos legislativos. No era posible, pues, ni conveniente destruir
esas leyes propias, y hacer que pueblos cuyas legislaciones tenían
tan diversos orígenes se sujetaran a las disposiciones de una sola
ley. Los Estados tales como eran en el primer Congreso Continental
se conservaron hasta la sanción de la Constitución. No hubo desmem-
braciones en los Estados de que se formaran otros Estados. La ley
fijaba las condiciones para que en adelante un territorio pudiera
alcanzar al rol de Estado, y quedó al Congreso la facultad de admi-
tirlo, o no, aunque tuviera la población designada por la ley, pues
esas condiciones hacían indispensables todos los medios de pobla-
ción y riqueza para gobernarse por sí.
Entre nosotros son Estados todas las desmembraciones que suce-
dieron durante la anarquía de 30 años, tengan o no medios propios
de existencia; puedan o no darse una legislación digna de la época
en que vivimos y en armonía con la legislación política. Las más
de las provincias han pedido, o han recibido una asignación mensual
para ocurrir a sus primeras necesidades. Hoy mismo, el que conozca
nuestro desgraciado estado no dudará que los gobernantes de algunos
de los pueblos pueden componer a su antojo los cuerpos legislativos
y hacer sancionar las leyes que quieran. Con códigos generales
salvamos los primeros derechos de los hombres aunque por un tiempo
limitado desaparezca en mucha parte la soberanía provincial. Así
también continuamos el orden bajo el cual nacieron y se formaron
esos pueblos. Una legislación civil uniforme en todo el territorio
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lo había regido y rige hasta ahora, legislación que ha creado cos-
tumbres también uniformes y por la cual los derechos relativos son
perfectamente iguales. El habitante de Buenos Aires que vaya a
establecerse en Córdoba o en Salta no se hallará en un país extran-
jero, como sucede al habitante del norte en los Estados Unidos que
muda su domicilio al sud. Se evitarán los conflictos que suceden
en los Estados Unidos por la diversidad de las legislaciones civi-
les. Los jueces nacionales allí en los casos que abrace sus juris-
dicciones no conocen ni es posible que conozcan treinta y seis
legislaciones diversas. La prueba de la existencia de la ley, como
si fuera un hecho del proceso, es a cargo de la parte que la invo-
que, porque el juez no la conoce.
Pero hemos dicho que un código nacional aunque tenga ventajas
incontestables, destruyó en mucha parte la soberanía de las provin-
cias. Esto es solo un mal temporal que otro día puede cesar sin que
se altere la Constitución de la nación. Cuando las provincias se
hallen en estado de darse sus leyes civiles; el Congreso puede
retirar la sanción que hubiese dado al Código Civil, y quedarán los
pueblos con capacidad legal para reformarlo o darse otras leyes
civiles; pero siempre tendríamos un precedente muy feliz en el
orden social, el haber tenido las provincias una misma legislación
civil.
El Dr. Alberdi nos dice en esta parte del folleto que el tra-
bajo de un código es el más pobre de los títulos, que se reduce a
un trabajo de copia más fácil y trivial que el de un simple alegato
en derecho, pues que la obra de M. de Saint-Josef ha reunido todos
los códigos del mundo y ha creado la erudición mecánica. Este solo
párrafo del folleto nos demuestra que el doctor Alberdi nunca se
ha ocupado de trabajos legislativos, y nos hace dudar de sus estu-
dios y de su valer como jurisconsulto, pues que cree que un cuerpo
de derecho puede formarse copiando artículos de otros códigos. A
lo menos nosotros hemos procedido de otra manera y con otros estu-
dios. Podemos decir al doctor Alberdi que las tres cuartas partes
de los artículos del proyecto no están en ninguno de los códigos
de las diversas naciones, y que si él hubiera siquiera pasado la
vista por las citas que hago, hubiera advertido las varias fuentes
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que me han servido, las doctrinas de los más clásicos escritores.
Yo me proponía que en mi código apareciera el derecho científico,
como lo llaman los alemanes al derecho que la ciencia establece,
las doctrinas de los más acreditados jurisconsultos que en él se
viese, si era posible, el estado actual de la ciencia, si yo alcan-
zase a tanto; y por esto justifico las resoluciones del código con
los escritores más conocidos de todas las naciones.
Yo había dicho al gobierno en el oficio de remisión del primer
libro, que en un código civil no debía tratarse del goce y de la
pérdida de los derechos civiles, de los derechos que da la naciona-
lidad, ni de ninguno de los derechos absolutos; que las correspon-
dientes obligaciones de los derechos de igualdad, libertad, elegi-
bilidad, seguridad, etc., afectan a toda la masa de las personali-
dades; que por ellos no se crea relación alguna de derecho entre
los particulares, ni se induce la privación de un derecho de parte
de aquellos a quienes la obligación incumbe; que la obligación en
tales casos es meramente de una inacción indispensable para la
efectibilidad de esos derechos y que ellos están protegidos de toda
violación por las penas del derecho criminal.
No creía con esto abrir un vasto campo como el que me ha crea-
do el Dr. Alberdi para empeñarse en demostrarme que los derechos
relativos de que únicamente se ocuparía mi proyecto deben estar en
perfecta armonía con los derechos absolutos; que en esto consiste
la democracia y por lo tanto, no hallándose en el código estableci-
dos los derechos absolutos es un código ateo, sin fe política, sin
patria, sin ley constitucional, sin mente nacional, que tanto puede
ser el código de un imperio, como de una República, del Brasil como
del Plata.
Falta también aquí la buena fe del escritor. Yo no he dicho
que no deben establecerse los derechos absolutos, de elegibilidad,
igualdad, seguridad, etc., sino que el código civil no es su asien-
to correspondiente. No he dicho que prescindo de ellos, ni que los
olvido. Estos derechos tienen un carácter más alto que una simple
ley civil, que puede en cualquier día revocarse por el Congreso.
Ellos están consignados en el código político, en la Constitución
nacional donde únicamente deben hallarse. Los supongo existentes,
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pero no los hago nacer de la ley civil. Lo que importaría es que
el doctor Alberdi estudiando mi proyecto nos demostrara, que en
alguno de sus artículos quebranto los derechos absolutos estableci-
dos por la Constitución Nacional, pero no lo hace porque no ha
leído el código, y el proceso que forma es sólo contra el oficio
de remisión del primer libro. Muy luego vamos a demostrarle, que
sabemos cuales son los principios que debe observar un código demo-
crático, y que las leyes civiles que proyectamos están en perfecto
acuerdo con ellos.
Había ya también dicho en el oficio de emisión del primer
libro que el método en la composición del código me había exigido
los estudios más serios, y que me había decidido por el del Dr.
Freitas que después de la más ilustrada discusión aceptaba para la
recopilación de las leyes del Brasil. El Dr. Alberdi sin fijarse
en el método del código, sin reprobarlo, y sin decir lo que tenga
de malo, me culpa por no haber seguido el que se ha observado hasta
ahora, que es el de las instituciones de Justiniano. El Dr. Alberdi
parece ignorar que el método del Digesto, el gran cuerpo de derecho
que hizo trabajar el emperador Justiniano no se siguió por el códi-
go que muy luego hicieron por su orden los mismos jurisconsultos.
El Dr. Alberdi también ignora que las instituciones no fueron un
cuerpo de leyes, sino un compendio de las leyes del digesto y del
código, trabajadas con solo el objeto de la enseñanza del derecho,
y que en ellas no se guardó ni el método del Digesto ni tampoco el
del código Romano. Infinitos escritores han criticado el método de
la Instituta porque alta absolutamente la filiación de las ideas.
Entre ellos sobresale Leibnitz en la parte de sus obras que se
intitula Nova methodus discendi docendi que jurisprudentia, Domat
en su delectum Legum se empeñó en criar un nuevo método de legisla-
ción. Pothier emprendió el mismo trabajo en el título de diversis
regulis juris antiqui, conociendo mejor que todos los defectos de
la legislación Romana. Estas obras no han satisfecho las necesida-
des de la ciencia.
Más el Dr. Alberdi ha creído citarme ejemplo del código fran-
cés que equivocadamente cree que ha seguido el método e la Institu-
to, y se burla de la preferencia que he dado al Sr. Freitas sobre
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Tronchet, Portalis y Maleville. El Dr. Alberdi confiesa que no
conoce los trabajos de legislación del Dr. Freitas, y parece con-
vencido que nada mejor puede haber que los Jurisconsultos que for-
maron el código Francés tan criticado hoy por otros Jurisconsultos
de la misma nación. Puede perdonarme que yo después de un serio
estudio de los trabajos del Sr. Freitas, los estime sólo compara-
bles con los del Sr. Savigny.
El Dr. Alberdi no da al método importancia en la legislación
lo cual es muy conforme a todo lo demás que escribe sobre códigos.
Dice que los derechos democráticos no tienen jerarquía porque todos
son iguales y hermanos a los ojos de la ley. Más de un abogado se
le ha de reir en su cara al oirle hablar de derechos democráticos,
de códigos de libertad, expresiones tan usadas en su folleto.
Decía yo también al gobierno en el oficio de remisión que
había dejado algunos títulos que se hallaban en todos los códigos,
uno de ellos, sobre los registros del estado civil de las personas,
porque la materia no correspondía al Congreso sino que sería objeto
de las leyes provinciales, o de las ordenanzas municipales. El Dr.
Alberdi poco fiel al transcribir esa pare de mi nota al gobierno
encuentra un gravísimo defecto en el código omitiendo legislar
sobre los registros del Estado civil de las personas, que es una
parte, dice, de la Soberanía de la República, aunque a mí no se me
había encargado legislar tan alta materia como todo lo que puede
comprender la soberanía de la nación. La causa de esa omisión dice,
aunque no se hable de ella, es bien conocida, es el temor de romper
con los fueros de origen eclesiástico y con las prácticas del dere-
cho canónico, o más bien con los escrúpulos religiosos de los ar-
gentinos, herederos del régimen pasado, pero, ¿cómo el Dr. Alberdi
asegura que no se habla de la causa de esa omisión y la atribuye
a otro origen que el que muy claramente designa? En la nota del
Gobierno dije lo siguiente: “por solo una excepción en nuestra
Constitución ha correspondido al Congreso dictar algunos de los
códigos, dejando el de procedimientos a la legislatura de los Esta-
dos. Buenos Aires tiene una buena ley sobre los registros del esta-
do civil de las personas que yo propuse en años pasados que podía
trasladarse al código civil, pero esto podría estimarse como una
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usurpación de los derechos de los Estados independientes, pues
sería necesario disponer sobre los deberes de los curas, de la
Policía de cada pueblo o de la Municipalidad de cada Estado. Debía
suponer existentes esos registros, o que se crearan por las legis-
laturas respectivas para llevar a efecto el código civil de la
Nación”.
Ya ve el Dr. Alberdi que ni la legislatura de Buenos Aires,
ni yo, tenemos las preocupaciones religiosas de que nos culpa, y
que mucho antes que él nos alumbrara, ya estaban establecidos esos
registros por solo el imperio de la ley civil.
Dejemos estas y otras cosas de una importancia secundaria, y
pasemos a los vicios radicales que el Dr. Alberdi juzga que ha de
tener nuestro proyecto de código civil.
En mala hora dije en mi oficio de remisión que entre las fuen-
tes que me habían servido para la composición del primer libro
tenía como muy principal el proyecto de código civil que trabaja
el Sr. Freitas para el imperio del Brasil. Esto ha bastado para que
el Dr. Alberdi asegure no haber yo buscado las fuentes naturales
para el trabajo de un código democrático, las primeras, las leyes
patrias: nos dice que no tenemos otra dirección que las leyes del
Brasil: que nuestro código es obra del Emperador del Brasil; que
vamos a introducir las instituciones y costumbres brasileras; y
aunque el Sr. Freitas haya abandonado su obra faltándole mucho para
acabarla, el Dr. Alberdi supone que en las materias más importantes
de que ese escritor no había aún tratado, vamos a seguir la legis-
lación que prepara para el Brasil. Con este motivo nos enseña los
principios democráticos que debían guiarnos, nos habla de la orga-
nización de la familia sin decir si la hemos organizado bien o mal
en el primer libro.
Otras veces vuelve sobre sus antiguos temas políticos, y me
dice que el hombre que dirigió el tratado de Noviembre, y que hizo
el tratado de Junio, encargado ahora de hacer el código civil,
tiene siempre en mira hacer la Nación para la Provincia de Buenos
Aires; hacer leyes de Indias para Buenos Aires y todo lo demás, que
tantas veces atribuye a los que rechazaron el acuerdo de San Nico-
lás, y resistieron la imposición de la Constitución del Paraná sin
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previo examen. Ahora toma un nuevo motivo la guerra del Paraguay,
y ya juzga que mi trabajo es un corolario de tratado de alianza,
y que lleva idénticas miras, la subordinación de la república al
imperio. ¿Qué contestar a todo eso? Diremos solamente que el error
como la verdad tiene su lógica; que hay espíritus que empeñados una
vez en un mal camino son arrastrados a descender todas las gradas
de un abismo, adonde no se precipitaría la ignorancia misma. Dire-
mos también que ahora dudamos de los adelantamientos que con su
buen talento podía haber hecho el doctor Alberdi en las ciencias
positivas. Su carácter no le permite ver las cosas sino como una
vez las vió; no saldrá de un primer error, tiene un exceso de con-
fianza en su propia capacidad; ni los hechos ni las demostraciones
más patentes nada le enseñarán.
Si el Dr. Alberdi hubiera recorrido siquiera ligeramente mi
proyecto de código, habría encontrado que la primera fuente de que
me valgo son las leyes que nos rigen. El mayor número de los ar-
tículos tienen la nota de una ley de partida, o del fuero real, o
una ley de las recopiladas. Después podía haber observado que en
los diversos títulos me guían unas veces Savigny, Zacharie, Orto-
lan, etc., y otras Aubry y Rau, Pothier, Troplong, Duranton, y
otros grandes Jurisconsultos que no escribieron para el Brasil.
Podía también haber visto todo lo que me sirvo del Código Francés
sin pensar en que mi país toma las costumbres francesas ni que sea
Colonia de aquel Imperio. No conoce donde ha acabado el proyecto
del Sr. Freitas y verá muy luego que yo sigo mi trabajo en las más
altas materias del derecho sin auxilio alguno del Sr. Freitas.
El Dr. Alberdi nos hace tan graves inculpaciones, nota en mi
obra vicios tan radicales, pero no designa algún título, algún
artículo que justifique sus cargos. Prescinde de las disposiciones
del Código y juzga de lo que serán solo porque esas fórmulas son
trazadas por uno de los que rechazaron la Constitución del 53, y
porque el trabajo del Código lo ordenó el que hizo un tratado de
alianza con el Brasil para defendernos de la invasión del Paraguay.
Veamos, pues, en el código mismo como hemos constituido la
familia; veamos si la mujer argentina será la mujer brasilera como
dice el Dr. Alberdi; veamos si hemos establecido los principios
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democráticos propios de una República y con los cuales una aristo-
cracia no podría subsistir.
El matrimonio, fundamento de la familia, le conservamos su
carácter religioso que ha tenido desde los más antiguos tiempos,
tanto por la Iglesia Católica como por la Iglesia Griega, por las
Iglesias disidentes como por las no conformistas de los cultos
protestantes.
Reconocemos por legítimos todos los matrimonios celebrados
según las leyes y costumbres del lugar en que el acto ha pasado.
Reconocemos por legítimos aun los matrimonios celebrados entre
infieles. Los hijos de los matrimonios de los indios de nuestras
Pampas son para nosotros como lo son para la Iglesia hijos legíti-
mos, doctrina que ya ha tenido sus efectos prácticos. Aun aquellos
matrimonios que la iglesia católica no reconoce por legítimos,
nosotros los tenemos como matrimonio legal y un francés católico
casado solo civilmente en Francia no podría casarse en la República
viviendo su mujer.
Respecto a los hijos, la obligación de mantenerlos según su
clase es solidaria en los padres aun para el que no es culpable en
el divorcio. Ni al padre ni a la madre constituimos el derecho de
tener los hijos cualquiera de ellos que diese causa a la separación
del matrimonio. Los hijos deben ir con el padre o madre más capaz
de educarlos. Desconocemos en nuestro código la teoría de los pecu-
lios. En lo que el hijo gane por sí el padre no tiene el usufructo.
Limitamos la minoridad a solo 22 años. No reconocemos otro medio
de emancipación que por el matrimonio; pero al menor emancipado no
le permitimos la libre disposición de sus bienes. NO habrá ya esas
cuestiones escandalosas entre hijos y padres sobre el disenso de
éstos para que sus hijos contraigan matrimonio. El Sr. Alberdi
podría estudiar nuestro título de la patria potestad, derechos y
obligaciones de los padres para decirnos que hemos faltado en la
constitución de la familia a los principios que exige hoy el estado
de la sociedad.
Veamos a la mujer. Nosotros partimos de una observación en la
historia de la humanidad, que cada paso que el hombre da hacia la
civilización, la mujer adelanta hacia la igualdad con el hombre.
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A la madre viuda le damos los mismos derechos que tenía el
padre sobre sus hijos y los bienes de éstos. Le damos la patria
potestad igual a la del padre: le damos el usufructo de los hijos
menores y no emancipados por el matrimonio. Ella ya no será la mera
tutora de sus hijos, ni tendrá necesidad de dar fianzas para la
administración de los bienes de ellos. Sus hijos no podrán serle
quitados sino en los casos en que los padres pueden ser privados
del ejercicio de la patria potestad.
Durante el matrimonio la mujer Argentina no será po cierto la
mujer Brasilera. En todo lo relativo a la sociedad conyugal nos
hemos separado absolutamente de la legislación Brasilera y del
proyecto del Código Civil del señor Freitas y de todos los códigos
existentes.
Nosotros permitimos las convenciones entre esposo y esposa
antes del matrimonio, pero las limitamos a muy pocos objetos. Nos
separamos de los Códigos extranjeros y de las mismas leyes Españo-
las que permiten a los esposos contratar sobre la administración
de sus bienes, educación y religión de sus hijos, divorcio de los
esposos, privación de algunos derechos de los maridos y tantos
objetos que por las legislaciones existentes pueden abrazar las
convenciones matrimoniales. Decimos todo esto para que el Dr. Al-
berdi conozca positivamente como constituimos los derechos relati-
vos en la familia.
Permitimos las donaciones del esposo a la esposa en la canti-
dad y valor que él quiera; pero no permitimos las de la esposa al
esposo, como la permiten las leyes españolas, porque esas donacio-
nes no pueden tener, según nuestro sistema, otro fin que comprar
un marido, desde que la esposa casándose debe entregarle todos sus
bienes.
Hacemos una verdadera sociedad ce la sociedad conyugal. La
mujer será una compañera del marido y tendrá en sus bienes los
verdaderos derechos de un propietario. Podrá ella enajenarlos aun-
que sean inmuebles con consentimiento del marido. Podrán ambos a
este respecto obligarse solidariamente. Hacemos por lo tanto enaje-
nables los bienes dotales quitándoles la inmovilidad a que están
condenados con grave perjuicio de la riqueza general. Pero por esto
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mismo que facultamos a la mujer para disponer libremente de sus
bienes y tener la mitad de las ganancias durante el matrimonio, la
privamos de los privilegios extraordinarios que gozan los bienes
dotales.
Los derechos sucesorios entre marido y mujer les concedemos
a uno y otro no habiendo ascendientes o descendientes, y aun ha-
biéndolos, a uno y otro, les señalamos una parte legítima en la
herencia.
Díganos, pues, el doctor Alberdi ¿en qué se parece la mujer
argentina a la mujer brasilera?
Demostraremos ahora que no hemos faltado a los principios que
debían guiarnos en un código civil para una república, a los prin-
cipios democráticos, como lo cree el Dr. Alberdi, sin designarnos
donde se encuentra el error. Él se sirve de expresiones tan genera-
les en la materia, que el lector que no es de la profesión, creerá
que el Dr. Alberdi tiene conocimientos muy especiales para la le-
gislación civil de un pueblo democrático. Ni Cujas, ni Savigny,
habrán oído hablar de Códigos de Libertad. La jurisprudencia tiene
sus principios generales que han guiado a los legisladores de todos
los siglos. Justiniano aceptó en Constantinopla como leyes los
textos de escritores romanos de cinco siglos anteriores, juriscon-
sultos del tiempo de Augusto: Papiniano, Paulo, etc. Más de mil
años después los primeros hombres de la Francia, al formar el Códi-
go de Napoleón, tomaron también en los títulos generales del dere-
cho los principios de la legislación de Justiniano, explicados y
desenvueltos por Pothier y Domat a los cuales copiaron a la letra.
Ni en Roma ni en Constantinopla, ni en París los profesores de la
ciencia oyeron jamás que hubiese algún tratado de obligaciones
democráticas, de contratos democráticos, de códigos democráticos,
o de Código de libertad. El principio democrático de un Código debe
solo aparecer en la igualdad de todos ante la ley, sin conceder
jamás privilegios personales; en la constitución de los derechos
reales que únicamente puedan permitirse en una República; en la
libre trasmisión de la propiedad, sin que se pueda imponer a los
bienes la condición de inenajenabilidad; y en la ley de sucesiones
que reparte igualmente los bienes entre todos los herederos legíti-
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mos.
Veamos lo que nosotros hemos observado y lo que observaremos
en lo que nos resta que hacer de nuestro trabajo.
Es excusado decir que en el Proyecto de Código Civil no hay
clase alguna de persona privilegiada.
En las leyes de sucesión nos hemos separado no solo de las
leyes existentes y de las leyes del Brasil, sino también de la de
todos los códigos publicados. Sea la sucesión testamentaria o abin-
testato, los herederos legítimos suceden por iguales partes, tanto
en los bienes raíces como en los bienes muebles. No damos a los
padres la excesiva facultad de dar a un solo hijo la mitad de los
bienes, el tercio y quinto, que viene a formarla proximamente. El
derecho de mejora no puede exceder de una legítima. Damos a los
hijos naturales una parte legítima en la herencia, la cuarta parte
de lo que corresponda a los herederos legítimos. Les damos también
a los cónyuges una porción legítima como lo hemos dicho, aunque
haya ascendientes o descendientes legítimos. Establecemos la reci-
procidad en el derecho de suceder.
Prohibimos a los testadores imponer rentas perpetuas sobre los
bienes territoriales, ni hacer vinculaciones de ningún género; les
prohibimos imponerles cargas de género alguno por un término que
pase de cinco años: no admitimos que los testadores prohiban a sus
sucesores que enajenen los bienes raíces o muebles que les donaron
o dejaron en testamento por más término que el de diez años.
Prohibimos la constitución de derechos superficiarios y el
único derecho real sobre el territorio será el del propietario del
suelo.
No conocemos la enfiteusis, ni permitimos su constitución,
base indispensable para la aristocracia.
En los actos jurídicos entre vivos los bienes inmuebles serán
siempre enajenables aunque el propietario se hubiese obligado a no
enajenarlos.
Los propietarios de esos bienes no pueden tampoco imponerles
censos, ni rentas que se extienda a más término que el de cinco
años, cualquier que sea el fin de la imposición.
Prohibimos los arrendamientos que usan en Europa por muy lar-
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gos años y no reconocemos a los que pasen de diez años.
En el sistema hipotecario nos hemos separado absolutamente de
la ley hipotecaria que rige en el Brasil, de la que se ha dado la
España, la Francia y otras naciones, y a tal gravamen en las fincas
le damos sólo por término legal el de diez años.
Podríamos continuar esta serie de disposiciones que contiene
o contendrá nuestro trabajo; pero juzgamos que lo que hemos dicho
será suficiente para satisfacer al Dr. Alberdi que no hemos faltado
a los principios de la democracia ni en la constitución de la fami-
lia, ni en la constitución del matrimonio, ni en las sucesiones,
ni en las leyes que deben regir los bienes raíces que hacen una
parte del territorio de la Nación.
Hemos concluído la contestación al folleto del doctor Alberdi,
dejando puntos secundarios que no importan mucho a los lectores.
El Dr. Alberdi ha escrito sobre mi proyecto de código por sólo la
manía con que nació de escribir folletos. Ha escrito más folletos
en Buenos Aires, en Montevideo, en Chile y en Europa que los años
que tiene, sin que su gran talento se demuestre una sola vez en una
obra didáctica. Pero pues que ha escrito sobre el proyecto en gene-
ral, como él dice, le pedimos y él no puede rehusarse a escribir
en particular sobre los títulos del código. Este sería un trabajo
que manifestaría imparcialidad de sus juicios, su saber y el inte-
rés verdadero que toma por una buena legislación para la República
Argentina.

DALMACIO VÉLEZ SÁRSFIELD

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