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Colección Micro-Macro Referencias

Serie Comunidad educativa / Didáctica de la lengua y la literatura


© Eva Martínez Pardo
© de esta edición: Editorial GRAÓ, de IRIF, S.L.
C/ Hurtado, 29. 08022 Barcelona
www.grao.com

1. a edición: abril 2017


ISBN: 978-84-9980-791-1

Diseño de la colección: Maria Tortajada Carenys

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A Júlia y a Laia, con el deseo de que aprendan a ser las heroínas de sus caminos y las
protagonistas de su propia historia.
Índice

Notas
Prólogo, Jaume Centelles

Érase una vez…


1. Te acompaño, yo conozco el bosque
Espejito, espejito: ¿es verdad lo que veo?
El camino de guijarros te llevará a casa

2. Los cuentos tradicionales


¿Son tan importantes para los niños?
Pero… ¿qué cuentos? Perrault, Grimm, Andersen, Disney
¿No son demasiado crueles?
¿Hay que matar siempre al malo?
¿Tiene que salvar siempre el príncipe a la princesa?

3. Algunos de nuestros cuentos


Caperucita Roja
Darle un lugar a la agresividad
El patito feo
La exclusión, la vergüenza, la transformación
Blancanieves
Cuando las madres no son solo buenas
Cenicienta
La envidia y la rivalidad entre hermanos
Hänsel y Gretel
Abandonar el hogar

Y colorín colorado
Agradecimientos
Bibliografía
Notas

En este libro se habla indistintamente de cuentos tradicionales, cuentos de hadas,


cuentos populares, etc. Existen estudios profundos (Propp, Mélétinski y Pelegrín, entre
otros) que establecen diferencias importantes entre ellos, y que los denominan
estrictamente según su morfología o su contenido. No obstante, en estas líneas se usan
las distintas nomenclaturas sin atender a aspectos más concretos.
De antemano, pido disculpas por no adaptar el lenguaje al género femenino en todos
los casos. Sé que este tema hiere sensibilidades, y deseo que el libro pueda ser leído
sabiendo que mi intención nunca ha sido invisibilizar al género femenino (y menos en un
campo como el educativo), sino aligerar la expresión.
La primera parte del libro es un marco a partir del cual se encuadra el trabajo del
acompañamiento emocional que me ha parecido necesario para comprender mejor el
sentido de trabajar con historias. Los cuentos entran en escena, ocupando un papel
protagonista, en la segunda y tercera parte.
Prólogo
Por Jaume Centelles

En aquel tiempo en que los gatos usaban zapatos, el paisaje inhóspito de la noche
invernal reunía a mi familia alrededor del calor del hogar. Arremolinados en torno a la
voz del narrador –habitualmente la del abuelo– escuchábamos historias de un «sin
tiempo» distante y misterioso. De sus labios surgían imágenes fascinantes: gigantes que
arrancaban árboles con una mano, diablos que aparecían y desaparecían, zorros
listísimos y embaucadores, niños que se perdían, temibles brujas que volaban hacia el
bosque cercano. Todo un mundo onírico que nos deleitaba sobremanera. El abuelo
narraba con voz melodiosa, a veces agitaba los brazos mientras emitía un sonoro rugido,
en otras ocasiones un fino murmullo nos arrastraba hacia un particular viaje al país de la
imaginación donde todo era posible, todo estaba permitido, todo era creíble.
Con el paso de los años descubrí que mi abuelo apenas sabía leer y escribir y que, por
descontado, no había asistido a ningún curso de contadores de cuentos. También supe
que el ritual no era patrimonio exclusivo de mi familia y que en infinidad de hogares de
todos los tiempos y lugares de la Tierra se produce el mismo gozoso acercamiento a las
narraciones, a los cuentos y leyendas que hacen felices a niños y mayores, abriendo un
espacio para compartir, conocer y comunicar; en definitiva, para ser felices.
¿Qué tienen los cuentos para que se los reclame con insistencia? ¿Por qué en la plaza
Yamaa el Fna de Marrakech los contadores, al atardecer, congregan a su alrededor a
centenares de personas ávidas de historias? ¿Qué prodigios emanaban de las palabras de
Sherezade para que el sultán le perdonase la vida una y mil noches? ¿Qué fuerza tiene la
narración para que un personaje literario como Gian de Brughi, un ladrón dedicado a
atrocidades varias, se salve gracias a lo que le cuentan los libros de Cosimo, el barón
rampante? ¿Por qué el niño necesita antes de ir a dormir las palabras que le acerquen a la
lengua y le estrechen, aún más, los vínculos con su madre o su padre? ¿Cómo es que los
habitantes de Japón, México, Nueva Zelanda o Gambia reclaman del narrador que les
emocione, que imite las voces de los personajes y les genere un estado de alborozo
placentero?
Estas y otras preguntas más profundas tienen respuesta en el libro que tienes en las
manos, lector. Y lo vas a disfrutar, seguro, porque los que conocemos a la autora
sabemos de su capacidad como comunicadora. Eva es, en palabras de Marc Soriano,
«capaz de vivir una historia y de hacerla vivir», pero además sabemos de la empatía que
emana de su perspicaz mirada del mundo, sabemos que acompaña a sus alumnos por el
camino de baldosas amarillas que los conduce inevitablemente a un estado de bienestar
similar al que proporcionaban los juglares en la Edad Media cuando recitaban romances
en las plazas de las ciudades y pueblos.
Coincidí con Eva Martínez en reuniones de trabajo en la Asociación de Maestros
Rosa Sensat, compartimos experiencias diversas en Vic y en una ocasión vino a
L’Hospitalet a darnos una charla sobre el valor de los cuentos. Nos mostró las entrañas
de los mitos, nos habló de los personajes arquetípicos y, de manera audaz, nos envolvió
en una sesión en la que todos y cada uno de los asistentes nos enfrentamos a nuestro
«yo» más íntimo. Recuerdo que me tocó representar –dramatizar– El cazo de Lorenzo,
un cuento metafórico centrado en las diferencias en el que un niño, Lorenzo, consigue
superar sus dificultades para sobrevivir. No sé cómo sucedió pero por un momento
empaticé con Lorenzo, fui él y comprendí cómo se sentía, paso previo para hallar
remedio a sus conflictos. Eva nos mostró –no sé si premeditadamente– que podíamos
reír, llorar, soñar, jugar, pensar, que debíamos dar rienda suelta a las emociones.
Eva Martínez es una gran tale singer, una cuentera surgida –a veces, solo a veces–
del Renacimiento, que apuesta por el humanismo como forma de vida y con una cultura
que recuerda al iceberg de Hemingway, aquel escritor que postuló la teoría según la cual
el significado verdadero del relato no está visible y hay que imaginarlo traslúcido bajo la
superficie del texto, es decir, sabiendo interpretar o leyendo entre líneas. Más o menos
como sucede con los cuentos, más o menos como insinúan los grandes teóricos que
durante el siglo xx profundizaron en el mundo del folclore y nos ofrecieron pistas para
entender cómo funciona el «arte» de narrar y qué mensajes se ocultan tras los relatos.
Fueron sabios que nos ayudaron a entender por qué el cuento es un moderador de la
ética y por qué actúa como regulador psicológico colectivo.
Georges Jean, Rudolf Steiner, Bruno Bettelheim, Sara Bryant, Gianni Rodari, Ana
Pelegrín, Dora Pastoriza, Vladimir Propp y otros que conoceréis en las páginas que
siguen nos marcaron un camino, nos dieron argumentos para rebatir las críticas
racionalistas que consideran los cuentos maravillosos como «historias de viejas» que solo
sirven para entretener a los niños, nos indicaron cómo defendernos de los ataques de una
sociedad que huye de lo irracional y trata de enviar los cuentos al museo de las reliquias,
nos mostraron las evidencias para explicar que no son truculentos ni inmorales, y nos
aplanaron el camino para que pudiéramos entender por qué son tan tenaces, por qué se
rebelan y pierden su encanto y poder de seducción cuando intuyen que se usan con fines
educativos, como instrumento moralizante.
Estamos en deuda con todos ellos, pero nos falta una visión desde el mundo
emocional y eso es lo que nos proponen las páginas que siguen. Gracias, Eva, por abrir la
mochila –o quizá es un bolso mágico como el de Mary Poppins, capaz de guardar los
objetos que no caben en un bolso común– y compartir anhelos, temores, alegrías,
sueños, logros, dudas y certezas. Gracias por tu generosidad y por ayudarnos a entrar en
el alma de los cuentos.
Érase una vez…

Este libro nace fruto del movimiento que han generado dos grandes amores. El primero,
la educación, que ha sido una vocación desde mi infancia. Recuerdo que jugaba a ser
maestra con mis muñecas, les recitaba la lección mientras fumaba con un lápiz, imitando
a aquellas admiradas mujeres modernas que tenían el poder del conocimiento, y eran
para mí un modelo de éxito en todos los sentidos. El segundo, los libros; siguen vivas
también en mi memoria las lecturas de mi niñez como una puerta a nuevas maneras de
pensar y sentir, más allá de lo que nunca hubiese podido imaginar; las veces que leía a
escondidas después de la hora de irse a la cama; los libros que devoraba de adolescente,
y de cuyo nombre no quiero acordarme… Más tarde, y con la compañía de personas que
atesoraban enormes dosis de sabiduría, el placer de la lectura se fue concretando en el
interés por los cuentos. Durante años me han fascinado sus símbolos, la sabiduría que
contienen, lo que reflejan sobre el alma de las personas, lo que recogen sobre la psique
colectiva, los ojos centelleantes de quienes los escuchan… No solo me han permitido
transitar y elaborar emociones que ni siquiera me había atrevido a sentir, sino que me han
ayudado a comprender mejor la naturaleza humana.
La experiencia me ha enseñado el poder que tienen estos dos amores para el
crecimiento de las personas. Por un lado, cuidar de la infancia es una clara apuesta por el
bienestar adulto. Me parece que a estas alturas ya nadie cuestiona la importancia de la
etapa infantil para el desarrollo humano, y en especial para el desarrollo psicológico y
emocional de la persona, por todo lo que se gesta en este inicio, y que será la base de lo
que construiremos después. Una educación que tenga en cuenta la importancia de esta
etapa puede transformar a las personas para siempre, y ayudarlas a vivir mejor. Por otro
lado, también es incuestionable el poder que tienen los cuentos sobre los niños y niñas.
Pocas cosas hay que puedan hacerles estar tan implicados como escuchar una buena
historia. La capacidad de fascinar que tienen estos relatos ha sobrevivido durante siglos a
toda clase de catástrofes, y sigue viva en la mayoría de hogares y escuelas. Cualquier
educador puede dar cuenta del poder de encantamiento que tienen algunos cuentos.
Fascinan también a los adultos, que se atreven a entregarse a la imaginación y a la
fantasía cuando escuchan una historia, aunque los intentos de comprender racionalmente
suelen ser mayores a los de los pequeños. Los niños absorben el cuento, lo engullen sin
más, se colocan sin prejuicios en la piel de los personajes, lo dejan entrar por todos los
rincones de su alma, sin pasarlo por el cedazo racional, como sí solemos hacer los
adultos. La comprensión que hacen las criaturas de los cuentos va mucho más allá de la
racionalidad: en muchas ocasiones es un mensaje directo e infalible a una herida
profunda.
Y sin embargo, a pesar de esta gran seducción de los más pequeños, la mayoría de
cuentos de hadas no fueron creados para la infancia, sino que provienen de una larga
tradición oral que recoge –en palabras de Campbell– la uniformidad psicológica de la
especie humana. Son parte de la herencia psíquica profunda de muchas generaciones
atrás, de miles de años de humanidad. Se recogieron por escrito hace unos pocos siglos,
y en ocasiones se adecuaron a las formas literarias de los tiempos, o a lo que se
consideraba apropiado para la infancia. Pero originariamente –al calor de la lumbre–
nacen como expresión de nuestro inconsciente colectivo, de nuestras sombras, de
nuestros miedos, de nuestros anhelos, de las necesidades profundas del alma humana.
Por eso precisamente contienen una sabiduría ancestral, que hoy en día hemos
anestesiado en pro de una excesiva y moderna racionalidad. Los cuentos no sirven para
explicar las emociones, sino que ofrecen una comprensión profunda de la esencia
humana, con todas sus luces y todas sus sombras.
De hecho, es muy interesante la cuestión de para qué sirven los cuentos. En muchas
ocasiones me han preguntado por algún título que sirva para tratar de la muerte, o de los
celos, o de algún otro tema delicado ante el que los adultos sienten ciertas dificultades.
Pero, en realidad, la buena literatura trasciende la funcionalidad, no sirve o no debería
servir para nada; consumir literatura con el pretexto de solucionar algo, o de explicar
alguna emoción, o algún estado, es hacer un uso muy limitado de este arte. Los cuentos
no deberían servir para dar lecciones, no nacen de una finalidad didáctica, sino que su
valor reside en todo aquello que reflejan sobre la complejidad humana y que –al ser
escuchados o leídos– resuenan con algo mucho más profundo.
Por esta razón tiene mucha menos fuerza la literatura infantil moderna, tan de moda
en los últimos tiempos, concebida para «trabajar» emociones. Puede que tranquilice al
adulto, puesto que ofrece una explicación cognitiva o racional de alguna emoción, una
solución al conflicto, pero no surte el mismo efecto en los niños. En primer lugar, porque
no nace de una necesidad profunda, ni del inconsciente colectivo de una comunidad, sino
de una intencionalidad moral o didáctica del autor, que será percibida como una lección
disfrazada de cuento. En segundo, porque la mayoría de veces estas historias acaban
resolviendo el conflicto de una manera que deja poco lugar a la transformación personal:
ofrecen una receta determinada para solucionar un asunto concreto. Si el niño se muestra
celoso, la historia le enseña que no debe estarlo, y le propone un final feliz en el que el
protagonista acaba comprendiendo que los celos no son demasiado buenos. O si el niño
está triste porque ha perdido a su mascota, el final del cuento sustituye la pena por una
nueva mascota. Es cierto que son ejemplos algo simplones, pero en muchas ocasiones la
estructura de los cuentos sobre emociones se basa en edulcorar lo que se considera
negativo, para convertirlo en algo más simpático.
Lo que se propone en este libro va en otra dirección: permitir al niño estar en contacto
con sus sentimientos, sean los que sean, para que progresivamente pueda sentir que tiene
permiso para estar consigo y comunicarse con su mundo emocional. La idea es que, a
partir de sus vivencias, pueda desarrollar estrategias para aprender a vivir con todo
aquello que siente, transitarlo, y después –y solo después– edificar aprendizaje. Primero,
vivirlo, aunque sea en fantasías. Después, aprender de ello. Lo que se plantea aquí es
que, sienta lo que sienta el niño, podamos ayudarle a que lo integre como una parte digna
de su camino. Se trata de crecer a partir de la propia semilla. Resulta muy difícil creer
que alguien va a evolucionar sobre la base de experiencias externas, que va a aprender a
gestionar emociones únicamente con lo que sientan o digan los demás. El auténtico
aprendizaje emocional se construye con lo propio, desde muy temprana edad, y
transitando por lo que cada uno tenga que transitar. Si estamos bien acompañados, estas
experiencias se convierten en valiosos aprendizajes para nuestra vida. Transformar una
emoción negativa en un aprendizaje es un proceso que necesita su tiempo para ser
vivido e integrado. La ventaja de los cuentos tradicionales es que trabajan con imágenes
arquetípicas, con símbolos, que es el lenguaje que comprende nuestro inconsciente.
Todo lo que existe en el interior de las personas, lo valiente, lo agresivo, lo
vergonzoso, lo miedoso, lo incorrecto, lo reprimido, lo que actúa sobre nosotros sin
darnos cuenta, está recogido en los cuentos de hadas. Por eso impactan profundamente
en el alma de quien los escucha, porque no pretenden enseñar nada a nuestra mente
racional, sino que se dirigen directamente a una parte nuestra mucho más profunda y
esencial que necesita ser acariciada. Ese contacto con nuestro ser interno es lo que va a
ayudarnos a crecer, a hacernos más conscientes y más humanos.
Como veremos en la primera parte, este es un proceso en el que el acompañamiento
de la persona educadora resulta importantísimo. La calidad de sus intervenciones está
estrechamente relacionada con su proceso personal, y con la capacidad de dejar al niño
manejarse en las dificultades emocionales, custodiado amorosamente por la mirada
confiada de un adulto que ha generado aprendizaje de sus propias dificultades. Es el viaje
interior –tema recurrente en la literatura universal– el que nos va a ayudar a conectar con
nuestra propia fuerza y el que va a convertirnos en héroes. Eso es precisamente lo que
nos dicen los cuentos, que si vencemos los obstáculos y los atolladeros emocionales que
encontramos en nuestro camino, nos transformamos en alguien más valioso. Pero para
acompañar a los niños por los angostos caminos de los bosques oscuros uno tiene que
haber aprendido a hacerlo primero. Si no, corremos el peligro de no dejarles entrar, por
nuestro propio miedo, negándoles así la oportunidad de orientarse en la oscuridad.
Todos los niños necesitan cuentos. Necesitan que alguien les hable de sus temores, de
sus anhelos, de sus ganas de superar las dificultades, de sus potenciales, de las
transgresiones, de la separación, del miedo a quedarse solos, de sus motivaciones de
vida. Igual ocurre con los adultos, que en ocasiones también necesitamos recordar que en
nuestro interior habita un héroe valiente y capaz, una bella princesa, y también un lobo
agresivo y mentiroso, un niño abandonado en el bosque, una bruja perversa… Dice
Martín Garzo que los cuentos no sirven para dormir a los niños, sino para despertar a los
adultos. Bajo la piel del malvado lobo existe algo que nos pertenece a todos, una
poderosa fuerza capaz de transformarnos para siempre: un pedacito escondido de
nosotros mismos.
1
Te acompaño, yo conozco el bosque
Espejito, espejito: ¿es verdad lo que veo?

«Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?»

Y el espejo le contestaba invariablemente: «Señora reina, vos sois la más hermosa en


todo el país».

Blancanieves, Jacob y Wilheim Grimm

Cuenta Humberto Maturana en El sentido de lo humano (1991) que hubo una


experiencia durante su infancia que cambió su vida: en una ocasión acompañó a su
madre, que era visitadora social, a casa de una familia de una zona muy pobre de Chile.
En la casa, un hoyo excavado en la tierra y cubierto con un toldo, vivía toda una familia.
Allí vio a una mujer enferma tendida en el suelo, acompañada por un niño menor que él,
un niño que, como él afirma, habría podido ser él mismo. El encuentro con ese niño
inició en Maturana una profunda reflexión sobre el tipo de vida que tiene cada persona
según disponga de unas circunstancias más o menos favorables. Se trata, como él mismo
nombra, de una cuestión de dignidad, que debería estar por encima de los juicios de valor
que emitimos sobre algunas personas, sobre sus circunstancias de vida o sobre algunas de
sus conductas.

Es interesante esta anécdota, que marcó un punto de inflexión en la vida de Maturana


y, especialmente, en su pensamiento. Invita a reflexionar acerca de nuestra mirada sobre
el otro. Si somos educadores, este es un filtro que no podemos obviar. Nuestra mirada es
siempre personal y está impregnada de todo aquello que hemos vivido y que nos ha
hecho llegar hasta donde estamos hoy. Contiene también diversos sistemas de creencias,
que desde el punto de vista emocional nos dicen lo que está bien y lo que está mal, lo
que es deseable y lo que no, lo que es normal y lo que no lo es.
Se suele normalizar aquello que se vive habitualmente. Con ello, incorporamos un
cierto concepto de normalidad muy basado en las experiencias propias. Este rasero de
medición es el que solemos utilizar después para establecer lo que es normal en lo que
emocionalmente expresamos, en cómo lo expresamos y en cuánto lo expresamos.
Imaginemos que una mujer viene de una familia muy trabajadora y sufridora, donde
nadie se queja, sino que durante generaciones se ha hecho lo que era requerido aunque
fuese muy duro o sacrificado. Seguramente fue algo necesario para la supervivencia
individual y colectiva durante un tiempo determinado, que se ha heredado en la siguiente
generación. Es probable que esta mujer haya incorporado un aprendizaje en el que
subyace la creencia de que lo normal es no quejarse y cumplir con el deber. Así como en
su día fue necesario anteponer el sacrificio al bienestar, a día de hoy habría que revisar
este aprendizaje, pues quizás en este momento hace más falta el bienestar que el
sacrificio. Si esta mujer recibe esta herencia de manera ciega, ella misma va a tener
grandes resistencias para expresar sus quejas o sus deseos y, por supuesto, para conectar
con sus necesidades. Y claro está, esto interferirá en la manera como acoge las quejas o
las demandas de sus hijos o de sus alumnos. Su mirada sobre el niño estará teñida de su
propio aprendizaje, de su creencia sobre la legitimidad de lo que expresa el otro. ¿Cómo
podemos validar las necesidades del otro, si lo que hemos aprendido muy profundamente
es que lo que uno necesita no es importante? O la otra cara de la misma moneda, colmar
al niño de lo que ella no tuvo: ¿Cómo no darle al otro todo lo que a nosotros nos faltó
incluso antes de que lo necesite? En este caso, si no hay un proceso de autoconocimiento
respecto a lo que hemos aprendido, y de cómo esto actúa en relación con el otro, esta
mujer puede invalidar el sentimiento del niño que expresa una queja, una demanda o
incluso una necesidad. Enseñar a un niño a no expresar lo que siente, o evitar que lo haga
anteponiéndonos a su dificultad son acciones derivadas de un adulto que actúa de manera
ciega ante sus propias heridas. Si no ayudamos al niño a estar en contacto con sus
necesidades, lo debilitamos enormemente, pues deberá lidiar con ellas toda su vida, sepa
hacerlo o no.
Es importante que podamos hacernos responsables de nuestros aprendizajes a nivel
emocional. Esto quiere decir que no deberíamos considerarnos víctimas de lo que nos
han enseñado, o de las circunstancias que nos ha tocado vivir, ni tampoco poseedores
indiscutibles de la razón, sino seres adultos capaces de aprender a relacionarnos mejor
con nosotros mismos y con los demás. Tenemos la posibilidad de transformarnos, de
actualizarnos, de revisarnos, para poder acompañar el crecimiento de nuestros niños
desde una versión nuestra empoderada, consciente, que conozca el mapa que nos hemos
creído durante años –que nos sirvió para ubicarnos y sentirnos en un terreno seguro–
pero que sepa que existen otras rutas y otros mapas de los cuales podemos seguir
aprendiendo. Si estamos educando, debemos revisar constantemente cuáles son nuestras
rutas emocionales más frecuentes e intentar comprender que, finalmente, son solo eso:
dibujos de caminos trazados que representan una pequeña parte del territorio, y no el
mundo al completo. Si conservamos esta actitud, otros mapas y otros caminos nos
llevarán a lugares inesperados donde encontraremos enormes tesoros en forma de
aprendizaje.
No dar espacio a las demandas que nacen de necesidades emocionales tiene también
otros efectos negativos: cuando transmitimos a una criatura que lo que expresa o lo que
siente no es legítimo («no hay para tanto», «ya está», «no te pongas así», «no hace falta
quejarse por esto»…) herimos también su autoimagen, su autoestima, su dignidad.
Resulta muy desesperante para un niño tener que hacer frente a una emoción que le
produce malestar, y encontrarse con un adulto que le dice que lo que siente no está bien,
es inadecuado, es malo o es algo que hay que esconder. Si además de sentir algo malo se
siente mal por ello, sufrirá mucho más y generará aprendizajes que no le van a ayudar a
gestionar esas emociones.
Por eso es fundamental que pongamos atención en mantener una actitud de respeto
por los procesos emocionales de los niños que, en muchos casos, se mostrarán de
manera muy diferente a como hemos aprendido, se saldrán de nuestro parámetro de
normalidad, o se expresarán en el momento menos adecuado… el objetivo de la
educación emocional no debería ser aprender a controlar las emociones, ni sentirse
siempre alegre, ni únicamente evitar conductas indeseables; se trata de aprender a vivir
nuestras emociones de un modo auténtico e integrador, que no nos aleje de nuestro ser
interno, más bien al contrario: que dignifique y legitime quién somos de verdad. Es
posible que haga muchos años que andamos interpretando el mismo personaje, y eso
delimita nuestra posibilidad de vivir con libertad, con espontaneidad. He conocido a
muchos hombres únicamente capaces de mostrarse como héroes, sin conectar con la
ternura, con la vulnerabilidad, con la sensibilidad de la princesa, como si en el alma
masculina no hubiese lugar para esas delicadezas. Es fácil imaginar en qué valores y en
qué actitudes educan estos hombres. También he conocido muchas mujeres que no
recuerdan que hay un héroe dentro de ellas capaz de hacerlas vencer a los malvados y de
superar todas las adversidades valiéndose por ellas mismas. Alguien que siempre espera
ser rescatado tendrá dificultades en fomentar la autonomía de los niños a los que educa.
A los adultos nos cuesta ver a nuestros niños en lo difícil, en lo doloroso, en lo que no
saben resolver. Solemos intervenir rápidamente para ahorrarles el mal trago. Y si bien es
cierto que cuidar implica protegerlos de los peligros, quizás acabamos protegiéndolos
hasta de sí mismos. Con la buena intención de alejar a la criatura del dolor, o de lo que
es difícil, a menudo le llevamos a nuestro terreno, pero no le ayudamos a fertilizar el
suyo. No podemos impedirle ni negarle su camino de aprendizaje, aunque sea doloroso o
difícil, porque solo se puede evolucionar a partir de la propia experiencia de vida. Eso sí,
podemos y debemos acompañarle en el camino y recordarle de vez en cuando que no
está solo, que puede contar con nuestro apoyo, con nuestro amor, independientemente
de lo que sienta o exprese. Insisto: independientemente de lo que sienta o exprese; el
primer paso es evitar el juicio sobre las emociones, todas son válidas y legítimas, no
siguen ningún tipo de lógica, surgen en momentos y de maneras espontáneas,
incoherentes e incluso impensables. En muchas ocasiones lo que exprese el niño no nos
parecerá lógico ni adecuado, o no entrará en nuestros patrones de normalidad. Por eso,
cuando hablamos de emociones, un educador debe poner la mirada, antes que en
ninguna otra parte, en el propio juicio y en la propia actitud, como veremos con más
detalle en el siguiente capítulo.
No siempre resulta fácil aceptar, validar o respetar todas las emociones que se nos
ponen por delante, especialmente en estos tiempos en los que parece que solo debemos
mostrar la cara alegre y luminosa de la vida. Sin embargo, podemos ayudar al niño a
construir un puente entre su experiencia interior y la relación con el mundo (¿acaso no es
ese el secreto de la felicidad?). Un puente que no le aleje de sí mismo, ni tampoco del
mundo con el que tiene que aprender a interrelacionar, dando espacio a lo que le hace
sentir bien y a lo que le hace sentir mal, para que progresivamente pueda ir aprendiendo
a gestionarlo y a expresarlo. Obviamente, podemos y debemos indicarle que no todo vale
cuando las emociones nos arrastran, pero que las emociones en sí no son nada malo
aunque a veces nos incomoden o nos duelan; solamente hay que aprender a convivir con
ellas (¿dije «solamente»?). Y para eso debemos revisar constantemente nuestra mirada.
La educación emocional no debería ser únicamente para los niños, sino para que los
adultos acompañasen mejor, desde una versión madura, consciente y amorosa.
Afortunadamente, allá donde los educadores no alcanzamos, llegan los cuentos
tradicionales. En ellos están recogidas todas las emociones que nosotros en ocasiones no
permitimos ni nos permitimos. Por eso es tan importante que los niños estén expuestos a
ellos, porque más allá de nuestras propias limitaciones, creencias y aprendizajes,
podemos ofrecerles un espacio de fantasía para poder sentir con total libertad –si es lo
que necesitan– la envidia de las hermanastras de Cenicienta, el miedo de Hänsel y Gretel
de no volver jamás a casa, la agresividad del lobo que quiere devorar a cuantos más
mejor y el terrible pavor de perder a la madre buena, como les ha ocurrido a muchísimos
protagonistas de los cuentos. Como veremos más adelante, matar al malo no significa
anular las emociones que encarna, sino precisamente lo contrario: darles un espacio y
sentir que las transcendemos, hacerlas más conscientes, y es que con la conciencia
pierden el poder de arrastrarnos o paralizarnos.
Los cuentos tradicionales van mucho más allá del juicio de valor, y nos hablan de todo
aquello que configura nuestro universo psicológico y nuestra condición humana. Sus
imágenes arquetípicas (tal y como las denominó Jung) nos conectan con una dimensión
de nuestro inconsciente que contiene un enorme potencial de crecimiento. Todo aquello
que muestran los cuentos forma parte de nosotros, incluso lo que no nos atrevemos a
mostrar o, en ocasiones, ni siquiera a sentir (es lo que suelen sentir los malos). Lo que
hacen los cuentos tradicionales es simbolizar nuestros conflictos internos más nucleares y
mostrarlos en imágenes que son, en definitiva, la representación simbólica de lo que
vivimos los humanos en nuestro camino. Todos nuestros aprendizajes emocionales
iniciales (que son los que se reviven después) están simbolizados en los cuentos de
hadas, como veremos más adelante.
En este sentido, no vamos a transmitirle al niño que sentirse celoso no es correcto, ni
tampoco que no está bien que lo muestre; vamos a invitarle a ponerse en la piel de las
hermanastras de Cenicienta y a ayudarle a transitar por esas emociones. Así va a tener la
oportunidad de gestionar todo lo que ocurre en su interior, aunque sienta que no puede
mostrarlo con facilidad en su vida. Ese espacio de fantasía donde el niño está
emocionalmente implicado le va a posibilitar identificar ciertas emociones, y
progresivamente aprender a gestionarlas. Pero sobre todo le ayudará a construir una
representación de sí mismo mucho más digna, en la que su imagen y su autoestima no
dependan de lo que siente, ni de cómo se comporta. De todos los aprendizajes que
genere en ese espacio de fantasía, se llevará unos cuantos a su vida, si la persona
educadora puede acompañarle en los caminos llenos de flores y también en los oscuros y
temerosos bosques.
Se trata de darle un espacio a los rincones oscuros del alma, a las madrastras
perversas, a las brujas devoradoras de niños, a los lobos embaucadores, a las viejecitas
que parecen buenas y no lo son, a las hermanastras celosas, etc. para así comprender
que todos ellos forman parte de nosotros y de nuestros ancestros. La experiencia
individual con cada uno de esos personajes es otra cosa, pero precisamente por eso
podemos ayudar a los niños a vivir todas estas emociones en un espacio no conflictivo,
en un escenario donde mostrarse celoso, agresivo o malvado no suponga una decepción
para los adultos; donde pueden jugar a ser perversos sin que peligre su pertenencia o el
apoyo de sus educadores, donde esas experiencias les hagan sentirse aliviados, y
aprender a vivir mejor. Negar que estos personajes habitan en nuestro interior, aunque
sea a un nivel inconsciente, no sería del todo honesto. Pero aún escondidos y silenciados,
actúan con fuerza desde la sombra, por eso conviene sacarles de vez en cuando a la luz.
Lo que conseguimos con esto es ser algo más conscientes de quiénes somos. Existen
muchas presiones sociales por no mostrar lo que se considera negativo, y por edulcorar o
«positivizar» algunas emociones o pulsiones. Ocurre, por ejemplo, con la agresividad. El
terapeuta danés Jesper Juuls (2003) habla de un nuevo tabú social sobre la agresividad,
como algo absolutamente inaceptable en contextos educativos. Juuls denuncia la
represión de este impulso, y su demonización en una sociedad que rechaza esta parte
nuestra considerada moralmente inaceptable. Vemos todos los aspectos destructivos de la
agresividad, y en pocas ocasiones nos percatamos de que, gracias a ella, el protagonista
de los cuentos puede convertirse en héroe, igual que nosotros podemos conseguir
nuestros objetivos o satisfacer nuestras necesidades. Ocurre lo mismo con otras
emociones que nos incomodan, que intentamos silenciar como si no formaran parte de
nuestro registro emocional naturalmente humano.
Pero pagamos con ello un alto precio: la atrofia emocional. Podemos vivir y educar
solo en la parte simpática de la vida, pero nos perdemos un inmenso mundo sombrío que
también genera multitud de aprendizajes, de sabiduría, que puede orientarnos y guiarnos
en nuestro camino. Si invitamos al niño a ser quien es, le acompañamos en sus
atolladeros emocionales, le ayudamos a conectar con su ser interno y a madurar a su
propio ritmo, le haremos un regalo que disfrutará toda la vida. Y para eso tiene que
emprender el viaje del héroe (como diría Campbell) y vencer a los malvados. Ningún
personaje se ha convertido en héroe sin ganar algunas duras batallas y estar en contacto
con las fuerzas del mal. Sin ir más lejos, si no fuese por todo lo que hizo la perversa
madrastra, Blancanieves jamás se habría casado con el príncipe. O como dice el dicho
popular, ningún mar en calma hizo experto a un marinero.
Así que no se trata de anestesiar emociones, y diría que ni siquiera de trabajarlas. Se
trata de acompañarlas, sin dejar fuera aquellas que consideramos negativas según
nuestros patrones de normalidad. Precisamente estas son las que más acompañamiento
necesitan en el mundo moderno en el que vivimos hoy, donde parece que lo único que se
acepta es lo que nos hace luminosos. Para crecer y madurar emocionalmente es
necesario estar en contacto con el propio mundo interior, recuperar lo esencialmente
humano, lo dulce y lo amargo. Si de niños aprendemos a hacerlo, podemos tener un
presente libre donde aprender a vivir. Y con los años, podemos convertirnos en unos
adultos con una herida menos profunda, más sabios y conscientes. Unos héroes de
nuestro cuento. No se me ocurre un regalo mejor para un niño que ser acompañado por
un educador que se ha convertido en un sabio y amoroso héroe que ha sabido aprender
de los caminos de flores, y también de la oscuridad del bosque.
Debemos, al menos, intentarlo; conseguir conectar con una versión auténtica y
completa de quien somos, para así no dejarnos engañar por nuestro espejito mágico. Este
siempre dará la razón a una parte nuestra demasiado infantil, demasiado neurótica. No se
trata de aliarse con el propio espejito para confirmar una y otra vez que nuestro registro
emocional es el correcto. Se trata, como propone Alicia, de atravesar el espejo y
aprender. Y así, cuando estemos seguros de tener la razón en lo que sentimos, quizás
podamos recordar que la verdad no está en el espejo, sino en lo que cada uno ha
aprendido en su viaje.

El camino de guijarros te llevará a casa

— Por cierto, ¡eres tan buena como hermosa! Pero todavía no me has dicho cómo
puedo regresar a Kansas.

— Tus zapatos de plata te llevarán por sobre el desierto –contestó Glinda–. De haber
conocido su poder, podrías haber regresado a casa de tu tía Em el mismo día que
llegaste a este país.

— ¡Pero entonces no habría obtenido yo mi maravilloso cerebro! –exclamó el


Espantapájaros–. Me habría pasado toda la vida en el maizal.

— Y yo no tendría mi bondadoso corazón –intervino el Leñador–. Todo oxidado,


habría permanecido en el bosque hasta el fin de los siglos.

— Y yo sería por siempre un cobarde –declaró el León–, y ninguna bestia de la selva


podría decir nada bueno de mí.

El Mago de Oz, Lyman Frank Baum

Ya hemos comentado anteriormente que la actitud de la persona educadora es


importantísima para un niño cuando está construyendo un andamiaje emocional. Imagino
que la mayoría de padres, madres y profesionales que se preocupen por este tema están
de acuerdo en que el educador es un factor clave en el desarrollo del potencial completo
del niño. No solo porque es un modelo portador de valores humanos, sino porque es
quien tiene la posibilidad de transformar los aprendizajes del niño en oportunidades de
crecimiento. Es decir, la persona que acompaña es quien puede ofrecer escenarios reales
para que los niños aprendan de sus vivencias. Algunas de estas personas pueden
acompañar las experiencias dolorosas de los niños y ayudarles a drenar y sanar viejas
heridas, y también a extraer de ellas recursos personales que les fortalecerán de por vida.
Sin embargo, para bien y para mal, ningún educador es dueño exclusivo de los
caminos de sus hijos o sus alumnos. Hay algo superior a nuestros deseos, intenciones y
voluntades. Hay fuerzas mayores que van a empujar al niño a vivir su propio camino,
muy a pesar de que los educadores intentemos llevarle por nuestro bienintencionado
mapa. Una actitud favorable del educador consiste en confiar en algo mayor, algo más
poderoso que nuestra intervención, que –aunque debemos tratar de que sea nutritiva y de
calidad– no es la única fuente de donde el niño va a aprender.
Con esto no pretendo afirmar que la labor de los educadores es estéril, ni mucho
menos. Bien al contrario, creo firmemente en la educación como un proceso
transformador a nivel individual y colectivo, aunque no todos los educadores que se
encuentren los niños en sus caminos sean un ejemplo nutritivo. Lo que quiero decir es
que debemos hacerle frente con la humildad necesaria para admitir que no todo está en
nuestra mano. Debemos trabajar para plantar las mejores semillas que tengamos; cuidar
la tierra, amarla y hacer todo lo posible para que las semillas crezcan sanas y fuertes. Y
debemos, además, confiar en que cuando nuestras manos o nuestros conocimientos no
sepan qué hacer, el sol y la lluvia se encargarán de traer nuevas oportunidades. Tenemos
mucha responsabilidad, pero no tenemos el control absoluto ni la omnipresencia para
trazar los caminos de vida de nuestros niños.

Crecer e irse construyendo como persona es un proceso largo y complejo, lleno de


numerosas variables y de abundantes matices. Edificar el registro emocional que después
usaremos en nuestra vida de manera frecuente es una evolución con múltiples
dimensiones, consecuencia de nuestras respuestas internas para adaptarnos mejor al
entorno.
Este entorno es un espacio de aprendizaje influido a su vez por factores culturales,
históricos, sociales, morales, etc. que irán penetrando progresivamente en la interioridad
del niño, en su construcción de identidad, de valores y de significados comunitarios. El
entorno establece unos valores que orientan nuestras acciones hacia unas actitudes
concretas. Por ejemplo, las generaciones de abuelos y abuelas que se criaron durante la
posguerra han compartido el esfuerzo como un preciado valor. Sin embargo, en otros
contextos se ha dado mucha más importancia al bienestar y a dedicar tiempo al cuidado y
al placer. En otros escenarios, los niños disfrutan de mayores privilegios que las niñas de
forma socialmente normalizada; y mientras en unos se premia la eficiencia y la
productividad, en otras se da más valor al silencio y a la quietud.
Y el niño que nace, que viene completo, va mimetizándose y adaptándose a su
entorno, a base de ir olvidando lo que no encaja. Se erige en un personaje que pueda ser
aceptado, reconocido y querido, dentro de los límites que garantizan la pertenencia a su
comunidad y que aseguran –casi a cualquier precio– el amor de sus padres.
La tarea del buen educador consiste entonces en hacerle recordar que tenía, y tiene,
una sabiduría mucho más amplia. Los aprendizajes que hace años todos generamos –y
que seguramente fueron necesarios– pueden ser actualizados sobre la base de nuevas
experiencias que nos ensanchen, que nos hagan recuperar nuestra inteligencia instintiva y
que nos hablen de lo que hemos olvidado.
El primer niño al que debemos acompañar a recuperar su sabiduría primitiva es al
propio, al que llevamos dentro. Desde la persona adulta que somos hoy, podemos darle
el permiso para expresar todo aquello que no pudo expresar, para vivir todo aquello que
en su día le fue difícil vivir, para mostrar todo lo que antiguamente no pudo mostrar. A él
le debemos todo el amor que podamos ofrecerle, y todo el respeto por lo que aprendió.
Si estamos educando, este es el primer niño al que debemos cuidar.
A partir de aquí ¿qué clase de experiencias podemos ofrecer a nuestros niños? ¿Qué
va a ayudarles y qué no? ¿Cómo generar aprendizaje de las dificultades?
La primera vez que Hänsel y Gretel fueron abandonados en el bosque, consiguieron
volver a su hogar después de vencer multitud de obstáculos, y de seguir el camino de
guijarros blancos que ellos mismos habían trazado arrojando piedrecillas que brillaban en
la oscuridad con el reflejo de la luna. Hänsel, después de oír la conversación de los
adultos que planeaban abandonarle a él y a su hermana en el bosque, recogió un puñado
de guijarros relucientes cada noche, cuando todos dormían, para marcar el camino de
vuelta. Hasta que la malvada mujer cerró la puerta con llave y Hänsel no pudo salir a
recoger más piedras… Como a Hänsel y Gretel, las piedras del camino pueden
orientarnos en la vuelta a casa.

Primer guijarro: revisar nuestra actitud

Ya vimos en el apartado anterior cómo puede influir la mirada consciente del educador en
el acompañamiento emocional del niño. Se trata de recordar de vez en cuando que
tenemos un espejito con el que solemos buscar alianzas, y así sentirnos en posesión de la
verdad. Sin embargo, si somos capaces de poner atención, podremos relacionarnos desde
un lugar más consciente y más lúcido, y realizar entonces una mejor labor educativa.
Un punto de partida básico es dirigir la atención hacia el propio juicio. En muchas
ocasiones, realizamos intervenciones que surgen de manera automática como
consecuencia de un juicio que tenemos incorporado. Decía Jung que todo aquello que
consideramos vergonzoso, merecedor de ser reprimido, inmoral, indecente, doloroso,
agresivo, etc. está almacenado en una parte nuestra inconsciente, que él denominó
sombra, compuesta por todo aquello que no reconocemos como componentes de nuestra
personalidad. Otra parte nuestra se encarga de mantenerlo bajo control, y lo mantiene
fijado con creencias, juicios morales, convicciones, etc. Construimos una imagen que se
ajusta a lo que queremos mostrar socialmente, y con ella un registro emocional concreto
que se ciñe a lo que es correcto y adecuado. Y así guardamos en la sombra lo que no se
ajusta a esa imagen que hemos construido para encajar.
Es en la relación con otras personas cuando podemos ver claramente reflejadas (o
mejor dicho, proyectadas) todas nuestras sombras: resulta más fácil atribuirlas a otro que
a nosotros mismos. Alguien que no se permite estar triste tendrá reacciones incómodas
cuando otra persona muestre tristeza; proyectará su propia tristeza reprimida en la otra
persona, y le resultará muy incómodo y difícil acompañarla, aunque se trate de un niño al
que quiere ayudar. Las buenas intenciones deben ir acompañadas de una cierta
conciencia si queremos que se conviertan en intervenciones que ayuden a crecer.
Por eso, el primer paso es hacia nosotros mismos. El trabajo de poner conciencia a
nuestras sombras a menudo pide la compañía de alguien que nos ayude a sanar a un niño
que, por encajar en su entorno, guardó y olvidó algunas cosas para siempre, y aprendió a
mostrar otras con las que se sintió más reconocido. Cuando podamos integrar todo lo
excluido nos relacionaremos desde un lugar nuevo, mucho más amoroso, compasivo y
auténtico. Todo aquello que considerábamos negativo se convertirá en un potencial de
crecimiento, en una posibilidad de ampliarnos. Si la tendencia hasta ahora había sido,
siguiendo con el ejemplo anterior, reprimir o negar la tristeza, podemos ahora darnos
cuenta de que sacar al niño de su tristeza es una reacción automática, fruto de nuestros
aprendizajes. Si prestamos atención y nos mantenemos ahí, en la dificultad, a pesar de
nuestras contrariedades, acompañaremos desde un marco mucho más maduro y más
cercano a nuestro ser auténtico. Y por supuesto, generaremos en el niño muchas más
posibilidades de aprender a gestionar su propia tristeza.
Sin embargo, nos toparemos a menudo con nuestros propios límites. En estas
circunstancias, los cuentos pueden llevarnos allí donde nosotros no podemos llegar. Ellos
crearán ese espacio en la imaginación donde todo es válido, donde se puede sentir y
superar cualquier cosa. En estas fantasías el niño puede gestionar parte de sus miedos y
sus temores inconscientes. Las hace conscientes a través de los símbolos y las imágenes
de los cuentos, si el adulto que le acompaña le permite entrar ahí, y puede aguantar lo
que ocurra, es decir, si el adulto se relaciona desde una versión adulta. Por eso, de todas
las piedras que vamos a encontrar en el camino, la primera debe orientarnos a escanear
lo que se nos mueve por dentro en el encuentro emocional con los niños. Este primer
guijarro es para los mayores.

Segundo guijarro: dejarle estar con lo que esté


Ya he comentado anteriormente que el auténtico aprendizaje emocional se va
construyendo sobre la base de las propias experiencias. Todos tenemos experiencias
emocionales de las que aprendemos, seamos conscientes o no. Lo que cambia es el tipo
de presencia que tenemos en cada una de estas vivencias.
La idea es que el niño pueda ser parte activa y protagonista de su mundo emocional,
para que así se posibilite la transformación y el aprendizaje sobre sí mismo. Si el
educador puede prestar atención a sus propios automatismos, seguramente permitirá que
el niño pueda estar en contacto con lo que siente, sea lo que sea, y, a partir de ahí,
acompañarle en la construcción de nuevas maneras de vivirlo.
La presencia adulta respetuosa es un regalo para el alma del niño herido. Una
presencia que no juzgue ninguna emoción, que ofrezca un espacio donde el niño sepa
que tiene permiso para mostrar cualquier sentimiento el tiempo que sea necesario. En
este marco relacional, la vivencia de esa emoción podrá tener en el niño una narrativa
distinta, aprenderá a explicarse los mismos hechos de un modo nuevo y podrá contactar
con nuevas posibilidades emocionales que le permitirán orientar sus acciones de un modo
más auténtico y más sano. En cambio, la solución adulta acaba en muchas ocasiones
castrando posibilidades más que ayudando al crecimiento. Detrás de muy buenas
intenciones por parte de los adultos hay muchos procesos que los niños dejan de vivir. Y
por tanto, dejan de aprender.
Jung también afirmó que además de la sombra individual, existe una sombra colectiva,
a través de la cual heredamos información universal humana, y también perteneciente a
nuestra comunidad. Esta carga del legado inconsciente común se muestra en símbolos e
imágenes arquetípicas, como por ejemplo en los cuentos de hadas. Como ya se ha
mencionado, estas historias no fueron concebidas para los niños. Eran el entretenimiento
de los adultos que conversaban al calor de la lumbre después de días de duro trabajo. En
ellas están recogidas todas las miserias del alma humana, todas las emociones sombrías,
las pulsiones más agresivas, los instintos sexuales más degenerados, y todo lo que como
sociedad no consideramos propio. Con el tiempo, se fueron adecuando a lo que se valoró
conveniente para la infancia, pero en su origen eran imágenes puras del inconsciente
colectivo adulto.
Sin embargo, aunque en su origen estos cuentos fueron historias de los mayores, y
para los mayores, muchos de sus personajes recogen todavía una abundante carga
psicológica sobre nuestra sombra, que pueden ayudar enormemente al niño a externalizar
su emoción sin desconectarse de ella. Pueden alejarle de la angustia sin reprimir o negar
lo que siente. Al hacerlos presentes a través de los cuentos, el niño puede dar forma
simbólica a sus emociones, que es una manera de vivirlas, transitarlas y hacerlas
conscientes.
Permitirle estar con lo que siente implica que, en alguna ocasión, nos encontremos
con algo doloroso, o que nos haga sentir invalidados como padres, madres o educadores.
Es especialmente en esas ocasiones cuando debemos favorecer que la vivencia emocional
sea recorrida sin nuestro juicio. De eso se trata cuando me refiero a que el niño sea parte
activa de su mundo emocional, a que se sienta con permiso para transitar por cualquier
emoción, por cualquier personaje, sin que el adulto intente sacarle de donde está, sino
que pueda acompañarle en su travesía. Con nuestra compañía, y su propia sabiduría,
logrará vencer a los malos, después de mirarles a los ojos, reconocerles, confrontarles y
descubrir sus artimañas. De esta manera, recorriendo el camino que le toca recorrer, se
sentirá el auténtico protagonista de su historia.

Tercer guijarro: ayudarle a volver a casa

Como Hänsel y Gretel, también nosotros debemos usar las piedras del camino para
volver a casa, y ayudar a los niños a encontrar la senda de vuelta. Las piedras que
encontremos van a ser nuestra guía, van a recordarnos dónde están nuestras dificultades
y van a orientarnos hacia lo que tenemos pendiente de elaborar.
En la tarea de acompañar las emociones, nuestro propósito debería ser siempre llevar
a los niños de vuelta a un lugar donde recuperar la sabiduría instintiva con la que
nacieron, y que han ido anestesiando en favor de su adaptación al entorno. Para eso hay
que usar los dos guijarros anteriores: primero, escucharnos a nosotros mismos y detectar
nuestras propias dificultades en este camino de vuelta; y segundo (a pesar de estas
dificultades), dejar que el niño esté en comunicación con su propio mundo emocional. El
tercero es invitarle (siempre sin forzar) a vivir o expresar lo que sea necesario. Y aquí,
los cuentos pueden ser el aliado que crea el escenario seguro donde dar espacio a todo
aquello que necesita ser vivido.
Ayudarle a volver a casa es acompañarle a habitar sus emociones con todo su ser, sin
olvidar su cuerpo. Como se indicó anteriormente, los personajes pueden servir para que
el niño identifique y elabore determinadas emociones; con eso, puede drenar una gran
parte de su malestar, que puede ser vivido, transitado y expresado a través de la piel de
otro personaje. ¿Dónde mejor que en la piel de las hermanastras de Cenicienta para vivir
la envidia, y así aprender sobre ella? O ¿acaso existe otra piel mejor que la de Hänsel y
Gretel donde invitar al niño a meterse para recorrer, en un lugar seguro, el miedo a ser
abandonado? Como veremos, todos los miedos infantiles están simbolizados en los
cuentos de hadas: el miedo a la separación o a ser abandonado, el miedo a seres
maléficos, el miedo a ser herido o devorado, el miedo a ser rechazado… Contarles estos
cuentos es exponer al niño a un contexto donde puede experimentar esa emoción
sabiendo que está contenido, y teniendo la certeza de que, pase lo que pase, todo acabará
bien. Los buenos triunfarán y los malos saldrán derrotados (sobre todo, como veremos,
ocurre en las versiones de Grimm). Aunque el niño se identifique con el personaje
triunfador, es positivo que pueda estar expuesto a lo que sienten los malos, y que
nosotros le ayudemos a identificar y simbolizar todo ese mundo sombrío que forma parte
de nuestro sótano psicológico y emocional. Y para orientarles mejor en este camino de
vuelta, podemos invitarle a prestar atención a cómo vive en su piel algunas de estas
emociones: qué siente en su cuerpo cuando juega a ser (o imagina) un personaje
concreto, qué tiene ganas de hacer, qué sensaciones corporales tiene, cómo tiene ganas
de moverse, cómo tiene ganas de usar la voz, etc.
El lenguaje y las palabras concretas para hacer llegar estos mensajes a cada niño
dependerán de su edad y su momento de maduración. Lo que sí es común para todas las
edades (incluyendo la edad adulta) es la necesidad de recuperar información del cuerpo
para despertar viejas memorias inhibidas. A través del cuerpo es posible expresar lo que
no siempre se consigue expresar con palabras. En la infancia, el cuerpo es el lugar donde
cristalizan muchos aprendizajes emocionales que usaremos durante toda la vida: actitudes
posturales, bloqueos emocionales, formas de movernos y establecer contacto, vivencias
dolorosas o traumáticas que han quedado registradas en forma de caparazón, etc. Por
eso volver al cuerpo es volver realmente a casa, es recuperar progresivamente todo el
potencial con el que nacimos, y que nos permite la entrega y la espontaneidad. Habitar
nuestro cuerpo es vivir la vida en una dimensión mayor.
Jugar a ser el lobo, la princesa, la madrastra, el ogro, el héroe… es poner en el cuerpo
imágenes arquetípicas que van a acompañar al niño a recuperar su brújula instintiva, y a
conectar con emociones nuevas. Si podemos ayudarle a expresarlas, si podemos invitarle
a corporeizarlas, le estaremos acompañando a crecer un poco más completo, con más
libertad para identificarse con uno u otro según convenga, y con una mayor entrega al
fluir natural de su vida. Acompañarle en su crecimiento significa poner la mirada en el
desarrollo de todas sus dimensiones, no solo en la cognitiva. Nuestro mundo emocional y
nuestro mundo instintivo tienen mucho que ver con un crecimiento auténtico, con
recuperar las ganas de jugar, la espontaneidad, la naturalidad, la sencillez, la confianza, la
sorpresa, la alegría… En fin, cosas de niños que a muchos adultos convenientemente
educados nos vendría muy bien recordar.
2
Los cuentos tradicionales
¿Son tan importantes para los niños?

La noche es la oscuridad, la amenaza, un mundo no controlado por la razón, y


todos los niños la temen. Llega la hora de acostarse y, a causa de ese temor, no
quieren quedarse solos en sus camas. Es el momento de los cuentos, que son un
procedimiento retardatorio. «Quédate un poco más», es lo que dicen los niños a los
adultos cuando les piden un cuento. (Una casa de palabras, Gustavo Martín Garzo)

Antes de exponer las múltiples razones por las que los cuentos de hadas son
beneficiosos para los niños, me gustaría recordar que estamos hablando precisamente de
eso: niños y niñas que tienen derecho a escucharlos y disfrutarlos sin tener que hacer
nada más. Cuando trabajo con educadores, siempre hago hincapié en que la tarea sobre
la conciencia emocional no es para los pequeños, sino para nosotros. A los niños hay que
acompañarles, dejarles ser, permitirles sentir en libertad, ayudarles a construir
aprendizajes y a desarrollar estrategias internas y externas; pero el verdadero trabajo de
autoconocimiento, de actualización y de conciencia es para los mayores. Los niños tienen
derecho y edad de ser inconscientes; la conciencia vendrá después con los años, y será
un camino más fácil si en la infancia ha habido respeto, libertad y amor. Podemos
orientarles, mostrarles habilidades para comunicarse mejor o expresar sus emociones,
pero no podemos pretender que sean conscientes de su mundo afectivo y emocional,
porque no sería propio de la infancia, se necesitan recursos internos que se van
adquiriendo con la madurez.
Me parece importante este apunte, ya que la idea de contar cuentos de hadas (o de
cualquier tipo) debería estar libre de toda intención didáctica. Escuchar un cuento es una
experiencia que puede llegar al alma y de la que se puede aprender, especialmente si
quien lo narra no usa el cuento como una herramienta didáctica, sino como una obra de
arte que regala a quien escucha. Que sean beneficiosos para el crecimiento personal no
quiere decir que tengamos que hacer de ellos artilugios para enseñar a los niños a ser
conscientes, a portarse bien o a aprender valores. Es mejor que dejemos que los niños
sean niños, y que los cuentos sean cuentos.
Sin embargo, me parece muy conveniente conocer algunas de las ventajas de estos
relatos en el desarrollo psicológico del niño, sin que eso se use con fines exclusivamente
didácticos. En muchas ocasiones me encuentro con educadores (sobre todo madres y
padres) que no están demasiado cómodos con este tipo de historias, no acaban de
considerarlas del todo adecuadas para la infancia, pues escenifican batallas a muerte,
pasajes donde los niños son abandonados por sus padres, sucesos altamente
atemorizantes, acontecimientos atroces… y es que, a pesar de las numerosas
adaptaciones que se han ido haciendo con los años, los cuentos de hadas recogen todavía
escenas muy impactantes. Sin embargo, este es precisamente uno de los principales
atractivos de estos relatos: que se trata de hazañas de las de verdad, aventuras donde el
suspense forma parte de la experiencia, y donde la atención de los pequeños está
garantizada. Atraen y fascinan a los niños porque pasan cosas realmente importantes en
las vidas de sus personajes.
Todo lo que ocurre es pura acción. No hay grandes descripciones, ni detalles
sobrantes. Línea a línea van armando la trama sin entretenerse en elementos que no
afectan directamente a la historia. En una ocasión, un amigo me contó que su mujer
estaba contando un cuento a su hija de cinco años y empezó a hacer una larga y
minuciosa descripción del lugar donde ocurrían los hechos, y al cabo de pocos segundos,
la niña dijo: «¡Venga, di ya “Y un día…”!». Y es que los cuentos de hadas no admiten
demasiada ornamentación, ni los niños la necesitan. En menos de media docena de
líneas, el hijo ha sido expulsado de casa, la madre buena está muerta, o puede empezar a
olerse el peligro por lo que pasará más tarde. Van directamente al grano, y por eso
atrapan a sus oyentes desde el principio.
Pero además de esta estructura narrativa sin rodeos, tienen un contenido que permite
al niño desplazar información inconsciente a sus fantasías conscientes. Los cuentos son
el escenario donde los niños pueden proyectar todos los conflictos psicológicos propios
del crecimiento que les producen ansiedad y tensiones internas. El miedo al abandono,
por ejemplo, es uno de los terrores más frecuentes en la infancia, y tiene que ver con el
pavor a alejarse de la figura de la que el niño se siente dependiente, que habitualmente es
la madre. Muchos cuentos de hadas comienzan con la ausencia de esta figura materna.
Esto permite al niño simbolizar su miedo, a través de estas imágenes, y darle una salida
en su imaginación.
Este es un miedo puramente mamífero y humano. Por eso aparece en los cuentos
desde hace años, porque son manifestaciones simbólicas de nuestras profundidades
psíquicas. El miedo a ser abandonado se vive fuertemente en la infancia y, en ocasiones,
queda cristalizado y vuelve a revivirse en nuestras relaciones adolescentes o incluso
adultas, especialmente en la pareja, que es un tipo de relación estrecha donde esta
información relacional inconsciente vuelve a entrar en juego. Incluso en la edad adulta
tenemos miedo a ser abandonados, por eso abandonamos antes, o cuidamos al otro a
cualquier precio, o satisfacemos siempre sus deseos, o procuramos que nos necesite
tanto que no pueda dejarnos… esta primera experiencia maternal y de vinculación es tan
sumamente importante para los humanos y deja tanta huella en cómo nos relacionamos
después que, durante siglos, ha ido emergiendo en el inconsciente colectivo de hombres y
mujeres a través de estas imágenes. Exponer al niño a estas escenas es ofrecerle un lugar
donde poder sacarlo a la luz, donde poder representarlo. El miedo está en la mente del
niño de una manera inconsciente, no lo provoca la escena del cuento, aunque puede que
le ayude a externalizarlo. Lo más reconfortante para él es poder delimitarlo en un
contexto seguro, como puede ser un cuento.
Los cuentos de hadas hablan de todos los conflictos que incumben a la infancia y, por
ende, también a la vida psicológica adulta: la envidia, el amor, los celos, el ansia de poder,
el miedo a quedarse solo, etc. Cada historia habla de un miedo nuclear del crecimiento
infantil, por eso cada una de ellas resuena de manera diferente en cada niño, en función
de su etapa evolutiva, de su mundo psicológico y emocional y de sus circunstancias
contextuales. Cenicienta, por ejemplo, pone palabras y forma a la envidia y la rivalidad
entre hermanos de manera muy clara, un sentimiento absolutamente natural y humano
que no siempre resulta fácil de acompañar en contextos educativos. Probablemente, esta
historia impactará de manera muy distinta a un niño que acaba de tener un hermano –por
el que va a sentir ternura y hostilidad al mismo tiempo– que a otro que sea hijo único.
Por esta razón me parece más interesante la experiencia de cada persona con cada
historia que la interpretación de los cuentos. Bettelheim, en su célebre Psicoanálisis de
los cuentos de hadas (1999), supo rescatar estos relatos y dotarlos de importancia en el
desarrollo psicológico de la infancia, y gracias a ello muchos educadores empezaron a
tenerlos en cuenta en su labor con los niños. Sin embargo, en ocasiones su visión
únicamente psicoanalítica se ha ceñido mucho a la interpretación en términos universales,
y no tanto a las resonancias que las imágenes podían provocar en cada niño de manera
individual. La experiencia con niños y adultos me ha enseñado que cada persona otorga
un significado distinto a cada símbolo en función de su historia vital: para algunas
mujeres, Cenicienta es una heroína, y para otras es una joven pusilánime incapaz de
valerse por sí misma; algunas mujeres sueñan con un príncipe azul, y otras se enfadan
solo con nombrarlo. Lo que me parece significativo es la relación de cada persona con
estas imágenes arquetípicas, una relación que se ha ido construyendo a partir de
experiencias y vivencias desde la infancia. Es cierto que cada cuento habla de una
problemática o un conflicto psicológico, pero cada uno lo vive a su manera según sus
aprendizajes.
Todos los conflictos que aparecen en los cuentos son dificultades en la infancia,
muchas de las cuales seguimos arrastrando en la edad adulta, según la experiencia que
hayamos tenido de niños con ellas. Si hemos sentido mucha hostilidad hacia nuestros
hermanos desde pequeños, como ocurre en Cenicienta, y no hemos podido vivirlo con
naturalidad ni aprender a gestionar esos sentimientos, otras relaciones entre iguales
provocarán en nosotros sensaciones parecidas a cuando éramos niños; en cambio, si
hemos podido transitar por esas emociones, si nos han acompañado a conocerlas, a no
negarlas, a vivirlas como algo honesto y corriente, nos relacionaremos desde un lugar
más maduro que nos proporcionará más bienestar y autenticidad. No es que vayamos a
dejar de estar celosos, aunque probablemente lo transitemos con un mayor grado de
conciencia y compasión.
Los conflictos de familia son aquellos movimientos que hacen que, desde muy
temprana edad, despleguemos nuestros recursos internos para adaptarnos mejor al
contexto en el que vivimos; tienen la fuerza necesaria para que los niños ajusten
progresivamente su manera de relacionarse, de sentir, de expresarse, al entorno al que
pertenecen. Son experiencias tan potentes que pueden ser determinantes en la vida de
una persona. Todos hemos pasado por esas vivencias y, en ocasiones, seguimos
utilizando viejas estrategias de la infancia en nuestras relaciones adultas. Los cuentos
hablan de esos conflictos, en una medida con la que el niño puede identificarse
fácilmente. En palabras de Tatar (2002):
Los cuentos de hadas nos transportan a una realidad familiar en los dos sentidos
de la palabra: es profundamente personal y, al mismo tiempo, se centra en la
familia y sus conflictos, más que en cosas que están en juego en el mundo en
general.

A diferencia de los mitos o las fábulas, los cuentos tradicionales usan personajes
humanos con los que no resulta difícil empatizar, que pasan por problemas familiares que
les impiden ser felices. La gran intensidad de esos problemas es lo que crea la implicación
emocional tan fuerte, a partir de la cual el niño puede movilizar sus emociones y darles
salida personificándolas en la piel de los personajes.
Los personajes aparecen muy polarizados: los buenos son nobles y bellos, y los malos
son malvados y en general bastante feos1 (excepto la madrastra de Blancanieves, pero es
tan mezquina que su belleza física se entiende como enfermiza). Esto facilita que el niño
pueda identificarse con el personaje bueno, y que pueda incorporar los valores que
emanan de este personaje, que suelen ser sentimientos nobles y benévolos. El héroe o la
heroína de los cuentos es habitualmente bueno, noble y guapo; por eso resulta tan
tentador querer parecerse a él. Este es el efecto moralizante de los cuentos de hadas, que
su ética –como afirma Georges Jean– no se enseña como si fuera una lección, sino que
se acaba deseando porque es lo que irradia el héroe. Por eso no es necesario usarlos para
enseñar nada, si los valores del héroe son los que vencen, el niño querrá parecerse a esa
figura buena que al final gana. Sin embargo, los educadores debemos saber que buenos y
malos forman parte de nuestro universo psicológico, aunque unos sean más atractivos
que otros.
Es positivo que todas las fuerzas psicológicas que se mueven en la mente del niño
puedan tener una representación simbólica en sus fantasías. Esto les ayuda a hacerles
frente y a ir normalizando algunos sentimientos que en ocasiones causan un gran impacto
tanto en el niño como en su entorno. La aversión a la propia madre, por ejemplo. En
ocasiones los niños sienten mucha hostilidad hacia sus madres, aunque no les resulta
nada fácil vivirla, ni a las madres aceptarla. Por eso son tan importantes las madrastras
de los cuentos, porque son depositarias de todos los rasgos negativos y destructivos de la
propia madre. Es reconfortante para el niño poder dirigir todos esos sentimientos hacia
una figura materna en una forma cruel y maléfica, así la madre real queda protegida sin
que él reprima o anule esas emociones.
Existen ciertas dificultades que son intrínsecas de la existencia humana: no somos solo
luz, ni nobles héroes, ni madres bondadosas, sino que también forma parte de nosotros
todo lo que muestran los personajes sombríos. Al aparecer muy perfilados en los
cuentos, el niño puede distinguir muy claramente entre la virtud y el defecto; eso le
ayuda a estar en contacto con ambos, no solo con la virtud como se pretende en
ocasiones, e ir construyendo una imagen que integre luces y sombras. Los obstáculos que
encontramos durante los primeros años son los que nos dicen qué debe ser luz, y qué
debe ser sombra. Después, de adultos, nos tocará hurgar en lo que hemos inhibido si
queremos sentirnos más completos y vivir con más autenticidad y plenitud. Facilitamos
este camino a los niños si podemos hablarles de todo lo que nos configura como
humanos, en un lenguaje comprensible para ellos como lo son los cuentos. Bettelheim
(1999) afirmaba que los cuentos dan significado a la vida de los niños, ya que les hablan
de ciertos impulsos internos de una forma que el niño puede comprender.
El equilibrio de estos relatos (sobre todo los de Grimm) es perfecto: hay un personaje
bueno que tiene un conflicto importante; otro personaje malo le pone impedimentos, y
después de algunas duras complicaciones, el bueno gana y obtiene una recompensa, y el
malo muere. Esto es lo más reconfortante para el niño, pues le permite llevar sus miedos
a un escenario de fantasía, darles forma, sabiendo que toda la ansiedad está contenida
por el cuento, y que pase lo que pase, el bueno vencerá. Es necesario restablecer este
orden para que el niño se sienta en calma, como veremos más adelante.
Los cuentos de hadas son regalos para el desarrollo psicológico de los niños, aunque
no pueden hacer todo el trabajo. Crean el escenario, dan forma a las emociones más
difíciles de gestionar, y permiten a los niños estar en contacto con lo que sienten. El
acompañamiento de la persona educadora, haciendo orfebrería con el material humano
de que disponga el niño, puede ayudarle enormemente a construir aprendizaje. Todo lo
que el cuento haga emerger puede ser elaborado si la persona educadora es capaz de
proporcionar oportunidades para el aprendizaje, haciendo artesanía de lo humano. El
valor de un gran educador es saber escucharse para poder escuchar mejor y a partir de
ahí, ofrecer andamiaje y oportunidades de crecimiento.
Y como todo buen artesano, hay que conocer y amar el oficio, haberlo vivido en la
propia piel y saber que, a pesar de las dificultades, entrar en los bosques oscuros valdrá
la pena. Los cuentos también nos recuerdan a los mayores por dónde hemos caminado,
cuáles son los pasajes que nos han atemorizado y cuáles hay que volver a transitar.
También son beneficiosos para los adultos, ayudan a sanar viejas heridas y a darle a
nuestro niño interior algunas escenas que puedan reparar antiguas penas con nuevos e
inesperados desenlaces.

Pero… ¿qué cuentos? Perrault, Grimm, Andersen, Disney


Naturalmente que los niños son capaces de una fe literaria cuando el arte del
escritor de cuentos es lo bastante bueno como para producirla. A esa condición de
la mente se la ha denominado «voluntaria suspensión de la incredulidad». Mas no
parece que esa sea una buena definición de lo que ocurre. Lo que en verdad sucede
es que el inventor de cuentos demuestra ser un atinado «subcreador». Construye un
mundo secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es
«verdad»: está en consonancia con las leyes de ese mundo. Crees en él, pues,
mientras estás, por así decirlo, dentro de él. Cuando surge la incredulidad, el
hechizo se quiebra; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelve a situarte en
el mundo primario, contemplando desde fuera el pequeño mundo secundario que
no cuajó. Si por benevolencia o por las circunstancias te ves obligado a seguir en
él, entonces habrás de dejar suspensa la incredulidad (o sofocarla); porque si no,
ni tus ojos ni tus oídos lo soportarán. (Sobre los cuentos de hadas, J.R.R. Tolkien)

Antes de empezar a hablar sobre las versiones más conocidas de los cuentos
tradicionales, hay algo que me parece indispensable a la hora de compartir una historia
con un niño: el placer de escuchar un cuento. No creo que sea necesario plantearse en
todos los casos qué relato es el más adecuado para acompañar sus emociones, o qué
escena es la que le va a ayudar a reparar viejas heridas, o con cuál puede aprender algo
provechoso. Entre padres e hijos, y también entre maestros y alumnos, hay algo más que
finalidades didácticas. Compartir un cuento, leerlo en voz alta, comentarlo, son
escenarios donde pueden pasar cosas que lleguen al alma, especialmente si no
pretendemos enseñar nada, si dejamos de lado la exigencia de tener que encontrar
siempre el mensaje moral de cada cuento. En mi experiencia, los aprendizajes más
importantes que he acompañado se han dado cuando el escenario permitía vivir lo que
estaba ocurriendo delante (más que lo que estaba ocurriendo en mi cabeza). Narrar un
cuento en voz alta es un regalo, un acto de amor, una vivencia que vincula y nutre. Lo
demás, si se da, es una preciosa propina.
Dicho esto, me parece interesante conocer algunas de las diferencias entre las
versiones más célebres de nuestros cuentos; no para escogerlos siempre en clave
educativa, sino simplemente para saber de dónde proceden. La selección es otra de las
dudas más frecuentes que encuentro cuando trabajo con educadores. Entre las múltiples
versiones de los cuentos tradicionales, y las adaptaciones de la literatura moderna, es
difícil decidir cuál de todas estas historias es la más adecuada. Muchas versiones son
radicalmente distintas entre sí: mientras en Caperucita de Perrault la niña es devorada
por el lobo, en la versión de Grimm es salvada por un cazador. En la Cenicienta de
Perrault la bondadosa niña, después de casarse con el príncipe, perdona a sus
hermanastras, las acoge en su palacio e incluso les busca dos apuestos señores como
maridos; los Grimm, sin embargo, finalizan el cuento con las dos envidiosas
hermanastras ciegas ya que unas palomas les arrancan los ojos en la boda de Cenicienta.
En una gran parte de la literatura moderna que he encontrado, los cuentos
tradicionales se han suavizado y se han ajustado a lo política y moralmente correcto: se
han eliminado escenas sexuales (propias de viejas y viejos verdes), pasajes donde los
personajes hacían uso de sus funciones excretorias, escenas con contenido violento,
bromas y chistes solo comprensibles para adultos, etc. A la vez que han ido proliferando
y se han ido imprimiendo en distintos formatos, se han ido adaptando (y adulterando) las
formas primitivas de estos relatos. Es prácticamente imposible que hoy en día
encontremos una versión que no haya sido manipulada por algunas manos. Muchos han
sido los que se han atrevido a quitar y poner de los cuentos tradicionales, según sus
finalidades.
Entre las versiones más célebres de los cuentos tradicionales están las de Perrault,
Grimm y Andersen (y claro está, Disney). Hay una figura poco conocida, y sin embargo
muy importante a la hora de hablar sobre literatura popular: Giambattista Basile (1575-
1632), un napolitano que dedicó su vida a componer versos para los cortesanos, y que
recogió una gran cantidad de fábulas populares en su obra póstuma Pentamerón, el
cuento de los cuentos (1634). El Pentamerón, llamado así en clara referencia al
Decamerón de Boccaccio, está estructurado sobre la base de 50 historias divididas en 5
jornadas (Boccaccio estructuró su texto en 10 jornadas, con un total de 100 historias).
Basile fue un fiel servidor de lo popular, y al mismo tiempo supo impregnar las voces
del pueblo con las demandas artísticas del barroco. Sus textos recogen el habla dialectal
napolitana, conservan la frescura y la esencia de la vida de las personas, satirizadas hasta
extremos realmente caricaturescos. Son relatos con una gran dosis de humor. El título
original, Lo cunto de li cunti overo lo trattenemiento de’ peccerille, despistó a más de
uno que creyó que eran historias divertidas para la infancia. Muy al contrario, las
historias de Basile tienen un humor ácido y en ocasiones cargado de referencias sexuales:

Meo, que era un hombre astuto, comprendió al momento que se hallaba ante la
mujer de su hermano; así, volviéndose hacia Menechella, se disculpó por el retraso y,
después de abrazarla, fueron a masticar. Pero cuando a la hora en que la luna, como
gallina clueca, llama a las estrellas a picotear el rocío, los dos fueron a acostarse.
Meo, que le tenía respeto a su hermano, dividió las sábanas para no tener
oportunidad de tocar a la cuñada.

La cual, viendo esta novedad, ceñuda y con cara de madrastra, le dijo: «Mi bien, ¿de
cuándo acá? ¿A qué juego jugamos? ¿Qué bromitas son estas? ¿Acaso somos
campos de campesinos peleados para ponernos lindes? ¿O es porque somos ejércitos
enemigos por lo que cavas esta trinchera? ¿O somos caballos salvajes para que
pongas en medio una valla?».

Meo, que sabía contar hasta trece, dijo: «No te enfades conmigo, mi bien, sino con el
médico que ha querido purgarme y me ha prescrito una dieta; además, por la fatiga
de la caza tengo el rabo entre las piernas».

El Mercader

Como ocurre en algunos otros casos, estas son escenas concebidas para el
entretenimiento adulto, en absoluto pensadas para el divertimento de los más pequeños.
Son la voz pura del pueblo haciendo danzar su información inconsciente. Los relatos que
contenían gran cantidad de alusiones al sexo, o escenas groseras o agresivas, no han
pasado a la posteridad, ya que al irlos imprimiendo y reeditando en colecciones para
niños se han ido descartando.
Unos años más tarde, en 1697, Charles Perrault publica en Francia Contes de ma
mère l’Oye, traducido al castellano como Cuentos de mamá Oca o Cuentos de mamá
Ganso. Perrault bebió también de fuentes orales, aunque sus versiones son más
elaboradas desde el punto de vista literario. Cabe tener presente que Perrault escribía
para los cortesanos de Versalles, para princesas y aristócratas de la corte de Luis XIV (él
mismo provenía de una familia acomodada), y sus textos, aunque recogen algunos
aspectos populares, están muy orientados a complacer a los oídos de la nobleza.
Perrault utilizó las historias de la literatura popular con la clara finalidad de instruir a
los lectores (y, sobre todo, a las lectoras). Tanto es así, que sus cuentos contienen una
moraleja final (además, en verso, para que sea más fácil de memorizar) que deja muy
claras las ventajas del buen comportamiento:

La curiosidad, a pesar de sus atractivos,


s uele costar muchas penas;
Se ven aparecer mil ejemplos todos los días.
Y es, mal que le pese al sexo, un placer bien efímero;
En cuanto lo tomas, deja de existir,
Y siempre cuesta demasiado caro.

Barba Azul, Charles Perrault

Perrault estaba convencido de que sus historias podrían ayudar a sus lectores a adquirir
los valores propios de la aristocracia. Si las madres y las comadronas contaban cuentos
para proteger a los pequeños de los peligros y para ofrecerles reglas de buena conducta,
¿por qué sus relatos no podían conseguir lo mismo? Para Perrault, los cuentos de hadas
y el adoctrinamiento moral eran inseparables. Sus historias están plagadas de personajes
que, haciendo lo correcto, consiguen algo bueno.
No es de extrañar que Disney utilizara a Perrault como fuente principal para elaborar
sus películas de acarameladas y dóciles heroínas. Aunque en algunos de sus relatos hay
escenas muy crueles (precisamente para prevenir de los peligros como curiosear, explorar
el bosque, o acercarse a lobos seductores), en general se obtiene una recompensa cuando
el protagonista tiene un comportamiento adecuado (por supuesto, de acuerdo con los
valores aristocráticos de Versalles).
El ideal de jovencita en las historias de Perrault es aquella que responde con dulzura a
las reglas conductuales de Versalles. Son princesas dulces, heroínas que ganan sus
batallas gracias a soportar con abnegación todas las dificultades que encuentran. Incluso
después de haber sufrido y soportado humillaciones y vejaciones de sus enemigos, ellas
responden con bondad y comprensión, grandes virtudes del hombre aristocrático e
ilustrado del siglo XVII:

No resulta difícil comprender


que el objetivo del presente Cuento
es que los Niños lleguen a aprender
que exponerse al más rudo sufrimiento
es mejor que faltar a su deber;
Que puede la Virtud ser desgraciada,
pero al final es siempre coronada;

Piel de Asno, Charles Perrault

Aunque Perrault consiguió llevar la cultura popular a las élites con gran éxito, previa
eliminación de elementos vulgares y pecaminosos, nunca estuvo demasiado cómodo con
firmar con su nombre estos cuentos de viejas. Muchos de sus primeros relatos están
firmados con las iniciales «P. P.», que se atribuyen a su tercer hijo Pierre Perrault
Darmancour. Algunos estudiosos han considerado poco probable que su hijo fuera el
autor de estos relatos, dada su corta edad. Otros relatos suyos también están firmados
con el nombre de «P. Darmancour».2
En 1812, en Alemania, los hermanos Grimm publican el primer volumen de Kinder
und Hausmärchen, traducido al castellano como Cuentos de niños y del hogar. La idea
inicial de los Grimm era recoger la voz de la gente a través de cuentos, juegos y otras
narraciones orales. Aunque recogen en gran medida aspectos de la cultura folclórica oral
alemana, utilizaron también fuentes escritas europeas, y no únicamente alemanas (como
Basile o Perrault, entre otros). Se suele creer que las principales fuentes de los Grimm
fueron las viejas campesinas que contaban las historias a la luz de la lumbre; sin
embargo, algunas de sus fuentes fueron también narradoras cultas de su misma clase
social (Tatar, 2002). Su idea inicial de rescatar la frescura y el tono de la lengua oral
levantó fervientes críticas, ya que sus relatos fueron considerados groseros y de mal
gusto.
Así que en 1815, en el segundo volumen de los Cuentos de niños y del hogar,
dejaron de lado algunos aspectos vulgares y poco apropiados para la infancia y
reelaboraron los textos para que complaciesen a las voces críticas, y para asegurarse las
ventas entre el público infantil. Y así, progresivamente, los cuentos de Grimm se han ido
adaptando a lo que se considera adecuado a la infancia, en sus múltiples ediciones hasta
el día de hoy. Sin embargo, de las versiones más conocidas, las de los Grimm son las que
–en su intención original– proceden más directamente de fuentes orales, quizás por eso
conservan todavía escenas más cercanas al inconsciente colectivo. En la mayoría de sus
historias, los buenos ganan (y son recompensados) y los malos pierden (son, por tanto,
castigados). Ellos son quienes más fielmente han conseguido conservar un testimonio
sobre las luces y las sombras de la esencia humana. Como veremos más adelante, las de
los Grimm son el tipo de historias donde se puede sentir el placer de matar al malo, a
diferencia de los cuentos de Perrault, donde prevalecen valores morales casi divinos.
De forma coetánea nace en Dinamarca, en 1805, Hans Christian Andersen, hijo de
una familia obrera con estrecheces económicas. A los 11 años pierde a su padre y a los
14 se marcha a Copenhague a buscar suerte, sin demasiado éxito. Andersen soñaba con
ser un reconocido artista, pero no consiguió abrirse un camino de éxito en su país hasta
que sus cuentos de hadas empezaron a ser conocidos. Andersen tuvo una infancia dura,
llena de dificultades, y sin embargo, siempre soñó con convertirse en alguien importante.
Sus relatos están inspirados en historias del folclore danés, pese a que se permitió la
licencia de reescribirlas a su manera romántica; también creó muchísimas historias de
cosecha propia, que pasaron a formar parte de la cultura infantil danesa (y con el tiempo,
de la cultura universal). Sus historias están llenas de personajes trágicos, que sufren y son
excluidos hasta que, finalmente, algunos logran convertirse en alguien digno, como ocurre
en El patito feo. Son muchos los que han visto claras proyecciones de su vida en algunos
de sus personajes. En otros casos, los buenos no obtienen un final feliz: el soldadito de
plomo, después de vivir sacrificado y enamorado de una bailarina a la que no puede
amar, acaba arrojado al fuego, ninguneado y menospreciado. La pequeña vendedora de
fósforos acaba muriendo de frío en la calle, contemplando a través de la ventana cómo
preparan en el interior de una casa el banquete navideño. Las vidas trágicas (y algunos de
sus finales) de sus personajes atrapan por la gran carga emotiva –propia del
Romanticismo– con la que Andersen condimentó sus historias. Precisamente por ese
motivo han recibido también muchas críticas de quien no las considera en absoluto aptas
para el público infantil.
Aunque por supuesto ha habido muchos otros compiladores, estos son los más
cercanos y reconocidos en nuestro contexto cultural. Cada uno de ellos ha aportado su
particular visión y versión de los cuentos de hadas, que forman parte ya de nuestro
patrimonio cultural. Resulta realmente difícil afirmar que una versión es la más adecuada
para la infancia. En todo caso, debería ser la persona educadora la que –con su criterio-
decidiese compartir una u otra historia, según los gustos propios y los de sus oyentes.
Conscientemente, no hago referencia a las versiones de Disney, que han sido
inspiradas a partir de estos autores. En muchas ocasiones, sus adaptaciones han
suprimido o modificado elementos esenciales en las historias, con el fin de adaptarlas a la
pantalla y de hacerlas encajar en los valores propios de la cultura norteamericana. Es
realmente interesante comparar las versiones en papel con sus correspondientes películas;
pero hay tanto que decir que se necesitaría otro libro entero. Simplemente, me parece
bueno recordar que detrás de cada superproducción hay siempre un libro –procedente de
las voces de nuestros antepasados– que vale la pena conocer.

¿No son demasiado crueles?

Quizá todos los dragones de nuestra vida son princesas que solo esperan vernos
una vez bellos y valientes. Quizá todo lo terrible no sea, en lo más hondo de su
fundamento, más que lo desvalido que nos pide ayuda. (Rainer Maria Rilke)

Padres que abandonan a sus hijos, lobos que devoran niñitas inocentes, hermanastras
maltratadoras, madrastras que quieren arrancar y comer el corazón de sus hijastras,
brujas que mueren castigadas entre llamas, maridos que amenazan de muerte a sus
esposas si abren puertas prohibidas, hijos repudiados por sus madres y un sinfín de
escenas donde los educadores libran grandes batallas internas entre lo correcto y lo
aberrante, entre la dulce infancia y la dureza de algunas líneas.
¿Es realmente necesario exponer a los niños a semejantes atrocidades? ¿No vamos a
provocar miedos o pesadillas en los niños al contarles estos cuentos? Son muchos los que
prefieren matizar algún pasaje, o suavizar algún detalle, con tal de no mostrar al niño tan
crueles imágenes.

Hace unos meses, en una sesión de terapia una mujer me contó que de niña tuvo
muchos celos de su hermana pequeña. Recuerda que sintió mucha hostilidad hacia ella, y
que en sus fantasías soñaba con tirarla a la basura cuando su madre no la vigilara. A su
vez, se sentía terriblemente culpable por esos sentimientos, ya que cuando los mostraba
de alguna manera era reprobada por sus padres, y eso la hacía sentir como una especie
de monstruo. Esos sentimientos de hostilidad habían seguido formando parte de su vida
emocional secreta hasta su edad adulta. Comentaba que, a día de hoy, su manera de vivir
los celos era bastante similar a entonces: todavía de adulta soñaba con quitar a alguien de
en medio cuando se sentía celosa, y en algunos casos hacía lo necesario para que así
fuera.
Tal y como se comentó en el capítulo 1, el acompañamiento emocional no puede
darse solo con la mirada puesta en lo que consideramos positivo, hay que mirar también
lo que nos es difícil para poder gestionarlo, porque de lo contrario queda enquistado y
sigue actuando sin que nos demos cuenta, como en el caso anterior. Además de la alegría
y la espontaneidad propias de la infancia, conviven también en el niño terrores aberrantes
y fantasmas salvajes que marcan de una manera profunda su vida afectiva, sobre todo si
la vivencia es que hay que esconderlos.
Durante el primer año de vida, el niño conoce su mundo a través de la oralidad: todo
lo que quiere explorar pasa por su boca. Explica el profesor Bernard Chouvier (2015),
desde el psicoanálisis, que con la aparición de los dientes aparece la posibilidad de
devorar y, por lo tanto, también de ser devorado. Existen muchos juegos en que los
mayores juegan a comerse al niño, que se disfrutan enormemente en esta etapa. Muchas
de nuestras canciones o juegos de falda tienen que ver con «comerse» de alguna manera
al niño, o un trocito de él. Algunos de los juegos más habituales con los bebés en los
momentos de cambiarle el pañal o vestirle, consisten en hacer que el adulto le come un
pie, o le muerde la barriga… todos los que hemos cuidado a bebés sonreiremos al
recordar cuánto placer hay en estas escenas.
Es algo que el niño necesita vivir desde un lugar seguro. Muchos terrores infantiles
tienen que ver con ser comido o atacado. La vivencia con este miedo tiene un gran
impacto en las emociones del niño, ya que queda registrada en capas muy profundas, y
se mantiene viva en su experiencia interna inconsciente. A medida que vaya creciendo,
algunas de sus vivencias le harán evocar ese miedo que se gestó en el inicio de su vida, y
que sigue cristalizado en su interior.
Afirma el pedagogo y psicomotricista Bernard Aucouturier, creador de la práctica
psicomotriz:
Ante un niño angustiado por miedo a un lobo imaginario […], un adulto, poco
informado acerca de las angustias infantiles, podría responder: «¡No hay lobos
detrás de las puertas, no cuentes historias!». La expresión cerrada del niño
mostraría que esta respuesta no le ha tranquilizado. Es evidente que el niño
cuenta una historia, la de su pensamiento imaginario, y el miedo que le paraliza
deber ser tomado en serio y se le ha de hacer sentir seguro para ayudarle a
superarlo.

Los niños tienen fantasías terroríficas, y con ellas acumulan un buen saco de emociones
negativas que necesitan ser miradas y elaboradas. Si no pueden ser elaboradas en la
infancia, existe el peligro de que queden inhibidas, guardadas en secreto en algún lugar
muy profundo y que vuelvan a evocarse en otras etapas, como en la adolescencia. Si
alienamos al niño de su experiencia interna porque nos parece aberrante, imaginemos lo
nocivo que puede resultar tenerla guardada en secreto durante tantos años. En el mundo
de las emociones, evitar nunca cura, más bien al contrario: fortalece miedos que volverán
a surgir más adelante de una manera no elaborada. Muchas de nuestras emociones como
adultos no tienen los mismos años que nosotros, son todavía emociones infantiles que
utilizamos con nuestro cuerpo y nuestros argumentos de adultos.
Los cuentos de hadas ponen nombre a todo ese mundo sombrío y terrorífico. En ellos
encontramos el escenario donde el niño puede enfrentarse a todos sus temores y darles
una resolución simbólica que reconfortará su vivencia emocional. El nacimiento de un
hermano nuevo, por ejemplo, es vivido a veces como una intrusión, como una amenaza
de perder el lugar en la familia o el amor de los padres. Eso provoca un miedo enorme, y
despierta en el niño sentimientos de aversión hacia su hermano que, a su vez, le generan
mucho malestar. Ese sufrimiento se tiene que atender necesariamente, y los cuentos
tradicionales, con su sabiduría, crean escenarios como Cenicienta para que el niño pueda
proyectar su pulsión fratricida (en términos psicoanalíticos) y elaborarla psicológica y
emocionalmente. Dar forma en la imaginación del niño a esas horribles hermanastras va
ayudarle a ordenar sus sentimientos respecto a su hermano; vengarse de ellas y darles su
merecido le va a reconfortar enormemente, y le va a ayudar a drenar su malestar.
Eliminar psicológicamente al elemento que genera angustia orienta al niño a sentirse algo
mejor. Este es un proceso emocional que puede mejorar la relación con el hermano real,
ya que algunos sentimientos han podido ser elaborados, y de esta manera no actúan de
manera ciega en la realidad.
Las escenas de los cuentos tradicionales son igual de crueles que algunas fantasías
infantiles. Por eso es positivo darles salida con la misma intensidad. Si suprimimos
elementos que nos parecen duros, no llegamos a impactar en la experiencia interna del
niño con la misma eficacia. A un monstruo devorador hay que combatirlo con otro
monstruo devorador. Cuando un niño está apegado al miedo a ser herido, por ejemplo, lo
más sanador es poder mirar al miedo a la cara desde un lugar seguro. Los cuentos son
ese lugar; están llenos de escenas en las que los protagonistas corren peligros de muerte,
donde hay algún malvado que quiere hacerles daño. Esto permite al niño depositar su
miedo en algún espacio delimitado, proyectarlo en fantasías y amedrentarlo con una
resolución simbólica. La potencia del símbolo es equivalente a su eficacia (Chouvier,
2015) cuanto más impacte en el niño, mayor será su implicación emocional y, por lo
tanto, mayores las posibilidades de elaborar su temor. Un cuento que no atrapa
emocionalmente difícilmente llegará al alma del niño.
El miedo a ser comido, atacado o devorado aparece en multitud de cuentos: Los tres
cerditos, Blancanieves, Caperucita, Hänsel y Gretel, Pulgarcito… las crueles escenas
en las que un ser malvado pretende devorar al protagonista hace posible que el niño
externalice todos sus terrores orales. El cuento hace un trabajo maravilloso para el
inconsciente: le habla con un lenguaje comprensible de los monstruos más pérfidos, y le
proporciona una manera de vencerles. Así, el niño puede disminuir su angustia y
aumentar su seguridad. No es el cuento el que provoca pesadillas, como en algunas
ocasiones me han comentado. Lo que hace es llamar a las puertas detrás de las cuales
viven seres terroríficos deseosos de salir y hacer de las suyas. Es mucho mejor que esos
monstruos salgan en un escenario delimitado, y con la guardia de un adulto que sabe que,
intente lo que intente, el malvado no se saldrá con la suya. Si mantenemos las puertas
cerradas, los monstruos pueden salir en cualquier momento y tomar el control.
Bettelheim afirma que hacia los 5 años los cuentos adquieren su pleno sentido en el
desarrollo psicológico del niño. A esa edad el niño es capaz de separar la realidad de la
fantasía, sin dejar de fantasear. Es decir, usa la fantasía como espacio donde elabora sus
miedos y sus preocupaciones, pero es capaz de desidentificarse un poco de ellos, lo que
le permite externalizar sus temores y no dejarse arrastrar por ellos. En esta edad los
cuentos de hadas constituyen un regalo para el alma, porque se conserva todavía la dosis
necesaria de fantasía que permite entregarse a la historia, y porque se necesita vencer
algunos temores para poder crecer más ligero. Pero, aunque a estas edades se
aprovechen todas y cada una de las palabras de los cuentos, estos son buenos para todo
el mundo a todas las edades. Quizás tienen un efecto más potente en los niños, pero
también son un bálsamo para algunos adultos que conservan en su interior a un niño
temeroso de ser abandonado, o a una muchachita indefensa ante las garras de un lobo
feroz.
Todas las escenas que los adultos educadores consideramos crueles dan respuesta a
un miedo –también cruel– del niño. Por eso no podemos dejarles sin ellas, porque les
dejamos sin un lugar donde depositar los miedos. No podemos quitarles al lobo, ni a la
bruja ni a otros monstruos, ya que los dejamos solos con sus terrores más oscuros
dentro. Tienen derecho a escenarios donde poder superar sus miedos, y a personajes que
los encarnen. Tienen derecho a los símbolos que hace siglos compartimos como
humanidad, y que son herramientas para el desarrollo individual y colectivo. A un
demonio solo se lo puede desendemoniar aniquilándolo, no disfrazándolo de ángel. Por
eso es importante, como veremos a continuación (y a pesar de las intenciones
conciliadoras de algunos educadores), que los malos sean malos de verdad, y que al final
reciban su merecido.

¿Hay que matar siempre al malo?

Cuando el cerdito oyó lo que el lobo quería hacer, puso en el fuego un gran caldero
con agua, y, justo cuando el lobo bajaba por la chimenea, quitó la tapadera y el lobo
cayó dentro de cabeza. El cerdito cerró en seguida el caldero y puso a hervir al lobo.
Se lo comió para cenar, y desde entonces vivió sin preocupaciones y feliz hasta el
final de sus días.

La historia de los tres cerditos, Joseph Jacobs

Los cuentos de hadas son historias de transformación. Comienzan con un protagonista


humano (o humanizado, que habla y se relaciona como los humanos) que tiene un arduo
problema porque, en la mayoría de los casos, un personaje mezquino pone en grave
peligro su vida. En el decurso de la historia, ambos se encuentran y mantienen un
aterrador duelo hasta que finalmente vence el bueno, y sale de todos los embrollos con
una suculenta recompensa y asegurando su felicidad para el resto de sus días.3
En muchas ocasiones, trabajando con educadores adultos, me han comentado que a la
hora de leer o contar cuentos a sus niños, eligen modificar los finales donde el personaje
malo muere, por un final más conciliador, donde lobo y cerditos se hagan amigos, o
donde la bruja se arrepienta y se vuelva buena. Prefieren este final feliz que ver al malo
muriendo en un caldero, ahogado en un río o asado en el horno. Es cierto que las
muertes de los personajes malos son siempre muy crueles, tanto como los actos que
estos han llevado a cabo en vida. Sin embargo, modificar el final para alejar al niño de
estas escenas violentas rompe el equilibrio del cuento, a la vez que impide la sensación de
haber vencido las dificultades emocionales que se generan en el niño cuando se identifica
con el héroe.
Cuando una historia posee unas dimensiones dramáticas tales como un cuento de
hadas, el final debe estar a la altura. Una bruja que haya estado planeando comerse a
unos niños inocentes no puede de repente arrepentirse de sus tendencias caníbales y
comprender que eso no está bien. Debe ser castigada con la misma crueldad que ella usó
en vida. ¿Cómo puede un lobo feroz darse cuenta de que ha sido un poco antipático con
unos pobres cerditos, dos de los cuales ya ha devorado? Puede que, para nuestra
tranquilidad moral, un final apaciguador encaje y nos haga sentir en paz. Pero para la
mente –y la experiencia– del niño, es mucho más reconfortante que el malo desaparezca
para siempre de una forma tácita, clara y definitiva.
He comentado con anterioridad que los personajes de los cuentos se encuentran
totalmente polarizados, y que en muchos casos son luz y sombra del mismo rasgo.
Blancanieves y su pérfida madrastra, por ejemplo, son la cara y la cruz de la misma
vanidad. Cenicienta y sus hemanastras son dos polos del mismo egoísmo, uno en forma
abnegada y el otro en forma egocéntrica. Los inocentes Hänsel y Gretel devoran la casa
de la bruja con la misma glotonería con la que la bruja planea devorarles a ellos. En
muchas ocasiones, el bueno y el malo simbolizan la luz y la sombra del mismo conflicto
interno. Para el niño es mucho más fácil identificarlo si aparece tan claramente escindido.
Su manera de comprender lo que está bien y lo que está mal, sobre todo en edades
tempranas, es polarizando al extremo algunos rasgos. O uno es bueno, o es malo. No hay
medias tintas. Por eso es positivo que los personajes sean tan planos y muestren muy
claramente sus valores, porque los del personaje bueno serán mucho más deseados por el
niño.
El psicólogo americano Sheldon Cashdan atribuye algunas temáticas de los cuentos a
lo que él denomina «pecados capitales de la infancia» (Cashdan, 2000). Habla de la
vanidad, la glotonería, la envidia, la holgazanería, etc. como los conflictos del yo que el
niño va venciendo durante su crecimiento. En ese tránsito, los cuentos le proporcionan
un camino claro de lo que es aceptable, permitiéndole dar forma a las inclinaciones del yo
que como sociedad consideramos reprobables y que, por tanto, no pueden ser vividas
con facilidad. Bettelheim (1999), por su parte, afirma que los cuentos de hadas se
adentran hasta lo más profundo de nuestros impulsos, permitiéndonos así darles forma y
reconocer partes de nuestro universo psicológico que de otra forma podríamos ignorar.
En la figura del malo, el niño puede depositar todos aquellos pensamientos violentos,
negativos, destructivos, atemorizantes, etc. y vivirlos proyectados en la piel de otro.
La idea de que el niño pueda estar en contacto con todo este universo sombrío está
dirigida a que pueda adentrarse en su mundo íntimo, que contiene impulsos o
pensamientos que no siempre son aceptables desde el punto de vista social o incluso
moral. Toda esta información inconsciente y latente determina una parte muy importante
de la identidad del niño, y también de su manera de estar en el mundo. Por eso resulta
sanador estar en contacto con ella de una forma segura, y poder simbolizarla de alguna
manera. Lo que hace el cuento es entrar hasta las entrañas de esos pensamientos
negativos, de esas pulsiones originales, y proyectarlas hacia afuera en un escenario donde
pueden ser vencidas. Y es importante que sean vencidas, ya que la experiencia emocional
del niño necesita, para crecer con confianza, que ganen las fuerzas positivas.
Aucouturier afirma que durante los dos primeros años se construyen las bases del
psiquismo en el niño, sobre todo a partir de experiencias con la figura materna de
búsqueda del placer o evitación del displacer. Aquí se cristalizan también muchos
pensamientos fantasmáticos a partir de su contacto sensorial con el mundo. Estos
pensamientos van construyendo representaciones mentales denominadas fantasmas de
acción, que impulsarán al niño a calmar angustias gestadas en los primeros meses de
vida. Aucouturier (2004) habló, entre otros, de los fantasmas de destrucción, de
devoración, de apresamiento, de vuelo, de caída, etc. De ellos, dice:
El fantasma intenta reencontrar la pérdida, la falta originaria que nunca
encontraremos.

Es decir, el fantasma nos lleva a buscar la acción que más necesitamos para calmar algo
que perdimos en nuestro primer contacto con el mundo; nos abre las puertas de nuestro
interior y nos facilita el contacto con nuestro ser genuino. Ese fantasma, que lleva el
cuerpo del niño a destruir o a devorar, está curando viejas heridas. Desde mi punto de
vista, estas aportaciones de Aucouturier justifican sobradamente la importancia de matar
al personaje malo, que generan una gran sensación de reposo en el interior del niño.
Simbolizar esa información inconsciente y vencerla complace enormemente al niño, a la
vez que calma sus angustias originarias. Otra de las figuras con más autoridad en el
estudio de los cuentos, Maria Tatar, profesora de literatura en Harvard y autora de Los
cuentos de hadas clásicos anotados (un ensayo imprescindible para quienes deseen
explorar la sabiduría de los cuentos), afirma que al entrar en el mundo de la fantasía y la
imaginación, niños y adultos obtienen un espacio seguro en el que es posible enfrentarse
a sus temores, dominarlos y eliminarlos (Tatar, 2002).
En realidad, lo que ocurre en el niño es una gran sensación de justicia. Que el malo
pague por sus actos le ayuda a sentirse reconfortado, y a restablecer un orden en sus
pensamientos. Durante la trama, puede que se genere una gran ansiedad, ya que el
protagonista peligra de veras, su vida está amenazada por un ser maligno que quiere
destruirle. Esta trama producirá muy probablemente resonancias en el interior del niño, y
despertará sus propias angustias, que podrán ser mitigadas con el placer catártico de
matar de manera fulminante al malo. Si el héroe y el malo llegan a una postura
conciliadora, y el malo se vuelve menos malo, la angustia no se acaba, pues en cualquier
momento este pérfido personaje puede volver a hacer de las suyas. No existe la
sensación de haber vencido ninguna dificultad, no hay ninguna victoria sobre el mal. Esto
puede afectar a la confianza del niño, ya que la experiencia con el cuento no le deja en
un lugar del todo segurizado, no se resuelve el conflicto tan claramente como con la
muerte del malo.
Todos los que hemos contado cuentos coincidiremos en el placer que hay en matar a
la malvada bruja; eso sí, antes la hemos sentido cerca, nos ha aterrorizado, la hemos
vivido pérfida y cruel y, finalmente, después de conectar con su malicia y sentirla en
todos los poros de la piel, la hemos matado. ¡Y qué placer! ¿Cómo íbamos a querer
matarla si no fuera tan mala? ¿Cómo podríamos explorar todo lo humano que tiene la
bruja mala si la mostramos algo más buena? De algún modo, le estaríamos diciendo al
niño que esos sentimientos maléficos no existen o son tan aberrantes que ni siquiera los
mencionamos. Y es precisamente porque son maléficos y aberrantes por lo que necesitan
la luz de la conciencia.
La literatura no provoca malos comportamientos ni incita a la violencia. La
agresividad y la violencia están en nosotros, solo algunas experiencias las despiertan.
Estos relatos ponen crema a nuestras antiguas heridas para que podamos vivir nuestros
impulsos agresivos sin que se conviertan en violentos. Si el niño puede experimentar
todos estos placeres en un entorno seguro que le permita drenar y apaciguar viejas
angustias, se convertirá en un adulto más consciente de su agresividad y de sus miedos.
La conciencia de la propia agresividad es un gran antídoto contra la violencia. Desear
matar al lobo no tiene nada de malo, al contrario, es síntoma de que queremos vencer a
las fuerzas del mal que operan en nuestro interior (y, francamente, se convierte en un
auténtico placer después de todo el miedo que nos ha hecho pasar, el muy bellaco).
Si de niños podemos vivir todos estos impulsos de forma libre y respetuosa, si
podemos ser oyentes de cuentos donde se construyan estos escenarios de sanación,
podremos, de adultos, abrazar a nuestros lobos, nuestras brujas y nuestros seres
malignos con más facilidad. Porque aunque los adultos creamos en muchas ocasiones
que estos seres no forman parte de lo que somos, todos llevamos dentro un lobo
mentiroso, una bruja devoradora o un rey lascivo que actúan en nuestras relaciones sin
que nos demos cuenta. Lo mejor para nosotros es darles un lugar en nuestra vida, para
que no tomen ellos el que les dé la gana, cuando les dé la gana. Aunque ellos formen
parte de nuestro cuento, los auténticos protagonistas deberíamos ser nosotros. Si el
verdadero final feliz para los pequeños es matar al malo, el mejor final para los mayores
es conseguir amarlo y asumir que, casándonos con él, vamos a ser más completos. Pero
para eso, para perderle el miedo, primero hay que matarlo unas cuantas veces.

¿Tiene que salvar siempre el príncipe a la princesa?

Basilisa la Bella se encaminó a palacio y se presentó al zar. Apenas este la vio se


enamoró perdidamente de ella.
— Hermosa joven –le dijo–, no me separaré de ti, porque serás mi esposa.
Entonces tomó a Basilisa la Hermosa de la mano, la sentó a su lado y aquel mismo
día celebraron la boda.

Basilisa la Bella, Alexander Afanasiev

En muchas ocasiones me han comentado que los cuentos clásicos fomentan estereotipos
sexistas, que perjudican sobre todo la imagen de la mujer. Varias personas vinculadas al
mundo educativo me han mostrado su desacuerdo con la idea de exponer a los niños a
los cuentos de hadas en la primera infancia, una época donde va a construirse
progresivamente su identidad de género sobre la base de experiencias de socialización.
Argumentan que la princesa ejerce un rol pasivo y obediente, siempre a la espera de que
algún príncipe azul y valiente la rescate, mientras que los roles más activos y
emprendedores siempre son ejecutados por un personaje masculino. Así, las niñas van
identificándose con la princesa, y los niños con el héroe, y de esta manera van
incorporando un estereotipo de lo que supone cada género.

Sin embargo, estoy convencida de que esta es una lectura parcial de los cuentos
tradicionales. Afirma la psicoanalista junguiana Sibylle Birkhäuser-Oeri (2010):
En la edad infantil, la imagen de la madre se proyecta ante todo sobre la madre
personal, es decir, la eterna madre arquetípica y la física forman un solo
complejo vivencial. El niño experimenta a la madre como el ser auxiliador que
lo respalda y apoya en sus primeros pasos por la vida. Si lo abandona o lo
descuida, entonces la vive también como un poder destructivo. Pero al llegar al
adulto, el joven ya no puede trasladar la imagen de la madre a la propia. A
menudo la proyecta sobre la mujer que ama. Esta se convierte entonces en una
nueva madre y pareja a la vez. A esta figura, Jung la denominó «anima».

La vivencia de lo femenino en el hombre se gesta en su relación con la madre, y va


ajustándose a lo que su género le prescribe a nivel social, olvidando aspectos primitivos
de su ser original:
[…] en general, el hombre intelectual suele ser poco consciente de su mundo
emocional […] a menudo se manifiesta de un modo inapropiado, a través de
estado de ánimo malhumorado, depresiones o cualquier otra manifestación
habitualmente atribuida a las mujeres; […] sucede a veces también que el
protagonista del cuento conquista a una princesa. Esta encarna entonces su lado
integrador de las emociones, un anima positiva. En lugar de dejarse poseer por
extraños estados de ánimo, debería tomar conciencia de sus emociones, es decir,
entrar en contacto con la parte femenina de su alma.

Es decir, que hay en el hombre una parte femenina que no se acaba de vivir
conscientemente, sino de manera conflictiva o alienada, ya que los mandatos sociales
modernos de lo que tiene que ser un hombre excluyen la expresión emocional y otros
aspectos considerados exclusivos de las mujeres (aunque afortunadamente esto está
cambiando, faltan unas cuantas generaciones para que ampliemos nuestro concepto de
masculinidad y feminidad).
Es muy importante que la actitud de la persona educadora esté tan libre como sea
posible de prejuicios y creencias sobre este tema, tal y como hemos comentado con
anterioridad, a la hora de leer un cuento de hadas. Si en el intento de transmitir una
mirada moderna y progresista sobre los géneros modificamos lo que transmiten los
personajes de los cuentos, les restamos la fuerza que tienen para impactar en nuestra
psique.
Recordemos que los personajes son absolutamente planos, muy nítidos y perfilados, y
que simbolizan –justamente por eso, con mucha precisión– un aspecto humano de
nuestra alma profunda y, en muchas ocasiones, inconsciente. No tienen el objetivo de
enseñar a las niñas que deben portarse o crecer como las princesas y esperar que el
príncipe las salve. De hecho, no tienen el objetivo de enseñar nada, simplemente
muestran muy claramente algo que todos llevamos dentro. Son imágenes arquetípicas
que se manifiestan como reflejo de algún aspecto de nuestro universo psíquico. Se
manifiestan de esta forma en nuestro contexto cultural cercano, pero tienen formas
diferentes en otras culturas, donde estas imágenes están influidas por otros factores
socioculturales (en Oriente, por ejemplo, los héroes de los cuentos suelen luchar contra
dragones, y no contra lobos o brujas). Todas estas imágenes recogen, con distintas
formas, la misma cuestión de fondo: partes del universo psicológico humano que a veces
han quedado relegadas a lo inconsciente, o a lo negado de alguna otra manera.
Partamos de la base de que la princesa no representa a la mujer, ni el príncipe al
hombre, sino a dos fuerzas que conviven en nosotros, en una misma persona. Una de las
fuerzas es la que nos lleva a buscar apego, cuidado, vínculo. Es natural y necesario para
todo ser humano el establecer vínculos afectivos, la necesidad de sentirse cuidado, la
conciencia de ser vulnerable… Este es un aspecto que todos los seres humanos
compartimos, hombres y mujeres. Y sobre todo, niños y niñas. La otra fuerza con la que
convivimos es la que nos empuja a explorar el mundo y a vencer nuestras dificultades, la
energía que nos lleva a satisfacer nuestras necesidades o deseos.
Juan José Albert habla, en su obra Ternura y Agresividad (2015), del impulso unitario
como la base energética con la que nacemos, que se va desarrollando psicológica,
corporal y emocionalmente, y que nos lleva a la satisfacción de nuestros logros o
necesidades. Sería algo así como el tipo de fuerza que usa cada uno para estar en la vida,
la propia energía vital. Dentro de este impulso de vida se diferencian dos subimpulsos: el
subimpulso tierno, que nos permite el contacto con nosotros mismos y con nuestras
necesidades; y el subimpulso agresivo, que es el que nos da la capacidad de dirigirnos a
satisfacer esas necesidades detectadas por el subimpulso tierno. Un ejemplo simple: el
subimpulso tierno me permite darme cuenta de que tengo hambre, y el subimpulso
agresivo me energetiza para levantarme del sillón y comer un trozo de pan.
Está claro que no podemos satisfacer nuestras necesidades si no ejercemos sobre
nosotros mismos cierto cuidado para saber cuáles son. En contextos educativos es de
suma importancia que acompañemos a los niños a estar en contacto consigo mismos, que
les ayudemos a identificar lo que necesitan y a conseguirlo con sus propios recursos,
especialmente a nivel emocional. Por supuesto, durante los primeros años de vida somos
dependientes de quien ejerce con nosotros la función materna, y precisamente en ese
tiempo es donde aprendemos a vincularnos íntimamente y a estar en contacto con
nuestras sensaciones internas. Más tarde, quien ejerce la función paterna con nosotros se
encarga de separarnos un poco de la figura de dependencia, para que podamos salir a
explorar el mundo. Lo que ocurre en ambas etapas es importantísimo para el desarrollo
de la persona: si podemos estar en contacto con nuestras necesidades íntimas,
identificarlas y respetarlas, podremos ponernos en marcha y hacer lo posible por
satisfacerlas más fácilmente.
Para mí, ese es el sentido profundo de estas imágenes de los cuentos: simbolizan que
somos vulnerables, que necesitamos unos ciertos cuidados, y que tenemos mecanismos
para superar las dificultades y salir a buscar lo que necesitamos; los cuentos nos
recuerdan algo que hemos olvidado en nuestra sociedad moderna: que podemos sentirnos
heridos, débiles, frágiles, y que el héroe que nos va a salvar vive dentro de nosotros. ¿En
qué clase de héroe va a convertirse un niño que no ha conectado con la ternura, con la
necesidad de sentirse cuidado, con el amor a lo delicado? O por el contrario ¿en qué
clase de mujer puede convertirse una niña que no puede estar libremente en contacto con
su impulso de salir a descubrir el mundo?
Si a las niñas, cuando están construyendo su identidad de género, alguien les dijera
que también son agresivas, activas y que pueden salir a luchar por lo que quieren,
llegarían a ser mujeres más capaces, más completas, más fuertes, sin sentirse culpables
cada vez que emprenden el viaje del héroe; y si a los niños, cuando se construyen como
hombres alguien les recordara que pueden ser sensibles, delicados y que en alguna
ocasión podrán ser rescatados, tendríamos hombres que no se avergüencen de mostrar y
vivir su sensibilidad. Precisamente porque vivimos en una sociedad patriarcal
necesitamos muchos más cuentos, para poder crecer completos como personas, para
humanizarnos más allá de ser hombre o mujer, para integrar en nosotros lo masculino y
lo femenino, a nuestra delicada princesa y a nuestro heroico príncipe. Cuando de niños
podemos jugar a ser los dos, de adultos somos algo más completos, porque hemos
podido estar en contacto con lo masculino y con lo femenino, y explorar lo que tiene de
nutritivo y de necesario cada uno de ellos para nuestras vidas; y desde luego, porque
hemos podido estar en contacto con nuestra propia experiencia interior, con nuestro ser
interno completo, que poco tiene que ver con un constructo social como el género.
Me parece comprensible que, durante un tiempo, una niña quiera ser princesa. Lo he
visto en multitud de ocasiones. Sin embargo, no creo que esto sea algo limitante en su
construcción del concepto de género. Me parece, por el contrario, que en la construcción
global de su persona vale la pena que lo masculino y lo femenino estén incluidos, como
lo está en los cuentos de hadas a través del símbolo del héroe y de la princesa, por
ejemplo. El gran reto es que la persona educadora sepa darle un lugar de respeto y
dignidad a cada uno de ellos, a la princesa que es vulnerable y al príncipe que la salva. Y
para ello es necesario que previamente se percate de cuál es su experiencia personal con
estos símbolos: comprender que ambos son parte de la experiencia humana, más allá del
estereotipo, es ampliar y enriquecer su propio concepto de género; es reconocer aspectos
femeninos y masculinos en cualquier persona, sin una idea demasiado dual ni excluyente,
sino como algo intrínseco de lo humano, y no únicamente de un sexo concreto.
Reconocer esto nos va a llevar a educar en un marco mucho más rico, más amplio y más
inclusivo.
Pero además, las imágenes arquetípicas de los cuentos recogen aspectos femeninos
que no siempre son pasivos y delicados. Las madrastras de los cuentos son destructoras
y envenenadoras, así como las brujas son devoradoras y mentirosas. Si aceptamos que
los aspectos más tiernos y sentimentales son valores femeninos, debemos también abrir
esta feminidad a un mundo mayor, como afirmaba Jung al referirse al arquetipo materno,
compuesto por luces y por sombras, por un lado cuidador y nutritivo, y también por otro
lado destructivo. La malvada madrastra y la angelical madre que muere al dar a luz a su
hijo, son dos caras de la misma moneda.
Ocurre lo mismo con algunas figuras masculinas de los cuentos: algunos padres no son
capaces de poner límites a sus mujeres que les piden que abandonen a sus hijos en el
bosque, y obedecen muy a su pesar. Otros están siempre ausentes y no protegen a sus
hijas de sus despiadadas madrastras. De nuevo, si aceptamos que el principio masculino
se basa en elementos agresivos y vencedores, debemos ampliar el concepto e incluir
otros aspectos que pueden parecer contradictorios, como la cobardía o la debilidad ante
una fuerza mayor. Existen figuras masculinas en los cuentos que son heroicas, sabias,
valientes; y otras que son cobardes, tiernas, cuidadoras… Todas ellas también
representan las múltiples facetas de la masculinidad, entendida más ampliamente que lo
que muestra la figura del príncipe azul.
Me resulta comprensible que las imágenes de los cuentos puedan parecer sexistas a
algunas personas. Sin embargo, hay que tener presente que muchas de estas personas
han conocido las historias tradicionales a través de las versiones cinematográficas de
Disney. En su adaptación al cine, muchos de estos relatos se han hecho muy populares, a
la vez que han perdido la fuerza psicológica para impactar en la psique del niño de una
manera que les empodere de la vieja sabiduría de los cuentos. Por ejemplo, en la versión
de Blancanieves de los hermanos Grimm, la bella joven que ha permanecido pasiva
durante toda la historia celebra, después de renacer, su boda con el príncipe. Ese mismo
día invita a su madrastra al banquete y la hace bailar con unos zapatos de hierro
incandescente hasta caer muerta. Después de transformarse, renacer de su muerte e
integrar en ella algo masculino, es algo más completa. Es ella quien se ocupa de vencer a
la malvada mujer y quien utiliza su propio poder destructivo para salir victoriosa. En
cambio, Disney hace que la pérfida madrastra muera accidentalmente al caer por un
precipicio, preservando así la inocencia y la fragilidad de Blancanieves, que acaba
pasando por la historia como una figura inmaculada.
Lo que ha conseguido la multinacional es convertir imágenes arquetípicas en
estereotipos. Nos ha mostrado cómo debe ser el físico de una mujer bella, qué patrones
estéticos ha de cumplir, cuáles son los sentimientos más apropiados para esa belleza, qué
cosas debe hacer una mujer buena para salvarse y salvar su imagen, etc. Ha ocurrido
también con otras historias, que han sufrido el hachazo de los cánones de belleza
actuales, con el fin de resultar más comerciales y más edulcoradas para los niños. Se han
suprimido rasgos de algunos personajes, se han eliminado escenas y se han adaptado las
historias a lo que se ha considerado adecuado para la infancia. Pero los niños, y sobre
todo las niñas, han perdido una información muy valiosa para su desarrollo. Disney ha
hecho con las heroínas lo que la publicidad hace con las mujeres: convertirlas en objetos
bonitos y dóciles que respondan a ciertos patrones estéticos y conductuales. Modelos
femeninos muy dulces y comerciales, pero poco respetuosos con un concepto amplio de
feminidad; niñas y mujeres de azúcar idóneas para endulzar a todo el mundo.
Precisamente por eso hemos de exponer a niños y niñas a historias donde lo femenino
y lo masculino se integren como conceptos más amplios, donde puedan convivir juntos y
complementándose. En los cuentos, como en nuestro interior, encontramos princesas
delicadas, príncipes valientes, brujas pérfidas, padres pusilánimes, madres bondadosas y
madrastras despiadadas. Todos ellos y todas ellas son partes de nuestro mundo femenino
y de nuestro mundo masculino. Somos todos los personajes con todas sus caras. El
príncipe que salva y la princesa que necesita ser salvada viven en el interior de todos los
hombres y de todas las mujeres. Casarles es integrarles, hacer que ambos vivan felices
para siempre en el interior de la misma persona, sea del sexo que sea.
Por lo que respecta a la infancia, me parece muy importante que intentemos educar
en un marco de género amplio y rico, y no basado en estereotipos o clichés; que
podamos mostrar a los más pequeños que los hombres tienen y pueden mostrar una
parte femenina, y las mujeres tienen y pueden mostrar algo masculino en ellas. Para eso,
es mucho mejor contar cuentos tradicionales que encender la televisión o consumir
productos de la industria cinematográfica norteamericana, concebida para fines
puramente mercantiles. Estas versiones comerciales de los cuentos no nos despiertan, al
contrario, nos mantienen dormidos. Hay una antigua sabiduría que guardan los cuentos
que nos conviene recuperar. Pero en la lucha contra los gigantes solo hay una manera de
vencer: que nuestro ocupado y moderno príncipe bese a nuestra princesa dormida y la
despierte (o que, como en la antigua versión de Basile, le haga el amor). Gracias a ella
podremos volver estar en contacto con nosotros mismos a pesar de los gigantes, ella
sabrá mostrarnos el camino de vuelta a casa.
3
Algunos de nuestros cuentos
A continuación se relatan experiencias con diversos cuentos que se han llevado a cabo
en varios contextos educativos. Son vivencias únicas, que han podido darse gracias a la
apertura de algunas escuelas en el acompañamiento emocional de los niños, y que no
pueden volver a darse de la misma manera en otro lugar, ya que son momentos
exclusivos y, como todos, irrepetibles. En algunos casos, el trabajo que se presenta es
fruto de muchas sesiones previas llenas de aprendizajes, de dudas, de pruebas y, sobre
todo, de explorar lo humano de los cuentos y de las personas. Pueden ser, por supuesto,
experiencias que se acomoden a la práctica de cada uno, pero no se trata solamente de
actividades aplicables, sino de vivencias compartidas que se han recogido por escrito. Mi
propósito no es explicar cómo trabajar con los cuentos, sino compartir momentos que
han sido importantes para mí gracias a los cuentos. Ojalá estas experiencias puedan
inspirar a otros educadores a crecer y a ayudar a crecer con los cuentos, aunque siempre
desde un lugar de fuerza, credibilidad y autenticidad. Dice el refrán que cada maestrillo
tiene su librillo.
Los nombres de las personas participantes han sido modificados, aunque los diálogos
y conversaciones son transcripciones fieles de las grabaciones realizadas en clase o en
otros contextos. En algunos casos, las aportaciones de los niños o jóvenes pueden
parecer poco creíbles, muy asertivas y maduras; como he comentado anteriormente,
algunas son fruto de muchas horas previas –a veces con los cuentos, y a veces sin ellos–
dedicadas a crear un clima de confianza, de apertura y de intimidad. Por eso son
aportaciones sinceras y claras, aunque no lo fueron tanto al principio. En mi experiencia,
la apuesta y la perseverancia en el autoconocimiento valieron la pena en este trabajo, y
valen la pena en cualquier otro: siempre se recogen frutos increíbles que nos ayudan a
vivir mejor.
Cada cuento se estructura en dos partes: una primera que contiene un resumen del
relato, o de sus diferentes versiones, donde se comentan algunos de sus aspectos más
importantes; y una segunda donde se muestra un trabajo con niños, jóvenes o adultos a
la luz de cada historia. Ojalá alguna de estas experiencias sirva para despertar en algún
educador las ganas de aprender de los cuentos y con los cuentos.
Caperucita Roja

Darle un lugar a la agresividad

«Soy un lobo sin dientes…»


Caperucita es una de las historias con más interpretaciones de todo tipo. Mientras desde
el psicoanálisis se ha atribuido el color rojo a la sexualidad incipiente de la niña, desde
otras ópticas se ha interpretado esta historia como un símbolo de la opresión del hombre
sobre la mujer, o se ha leído como una metáfora de los peligros de acercarse a
desconocidos. En cualquier caso, es una de las historias más conocidas por nuestros
niños y, en mi experiencia, también de las más adoradas.
Entre las versiones más populares de este relato están las de Perrault y Grimm,
aunque se conservan otras que –aunque no han disfrutado de la fama por ser poco
decorosas– son la semilla de la historia que conocemos hoy. Existe una versión oral que
fue recogida en Francia en el siglo XIX (contada por Louis y François Briffault, y
recogida en el ensayo de Maria Tatar citado con anterioridad), que cuenta la historia de
una niña –sin capucha de color alguno– que lleva un trozo de pan a su abuela enferma.
Por el bosque, se encuentra con un lobo que le pregunta si el camino que va a escoger es
el de alfileres o el de agujas. Mientras la niña se entretiene recogiendo agujas, el lobo se
apresura a casa de la abuela y la devora. Guarda algunos de sus restos en la despensa, y
llena algunas botellas con su sangre con los que invita a Caperucita a comer y beber
cuando la niña llega a casa. Después, el lobo le pide que se desnude y se meta en la cama
con él, y mientras Caperucita se va deshaciendo de su ropa (y tirándola al fuego), va
observando y comentando las curiosidades sobre el cuerpo de su abuela. Cuando llega a
la boca, el lobo responde que esa boca sirve para comerla mejor, pero justo en ese
momento Caperucita tiene un apretón y pide permiso para salir a evacuar, así que
consigue escaparse de ser devorada y volver a su casa sana y salva.
Ni las alusiones tan claramente sexuales ni las que tienen que ver con las funciones
excretorias han pervivido en las versiones que conocemos. El primero en «adecentar»
deliberadamente esta historia fue Perrault, que se encargó de adecuarla al estilo y al tono
de Versalles. Maria Tatar (2002) afirma que, además, fue el primero en introducir el color
rojo en la caperuza de la niña, un elemento que se ha ido reproduciendo en las versiones
posteriores. En su versión, una niña guapa y bondadosa es enviada por su madre a casa
de la abuela, a llevarle pasteles y un tarrito de mantequilla. De camino, se encuentra con
el lobo, y la ingenua niña le explica dónde vive su abuela. El lobo le propone una carrera
por dos caminos, con el agravante de que la pequeña se entretiene a recoger nueces,
perseguir mariposas y recolectar flores. El lobo llega a casa de la abuela, la devora de un
bocado y se mete en la cama. Cuando llega Caperucita, encuentra a su abuela en
camisón, aunque con un aspecto extraño. La abuela le pide que se meta en la cama con
ella, y la niña se desnuda y entra en la cama. Empiezan entonces las preguntas sobre el
tamaño de los brazos, las piernas, las orejas… hasta que finalmente Caperucita observa
los dientes y, al responder, el lobo se abalanza sobre ella y la devora.
Por si queda alguna duda, Perrault se encarga de dejar muy claro cuál es el peligro de
acercarse a desconocidos seductores:

De este cuento aprendemos que los niños y las niñas,


y sobre todo las jovencitas
guapas, amables y bien educadas,
hacen mal en prestarle oídos a cualquiera,
y no es de extrañar
si un lobo se las comiera.
Hablo de lobos, pero no todos los lobos
son precisamente iguales.
Algunos los hay encantadores,
ni chillones ni brutos ni furiosos,
sino mansos, agradables y gentiles,
y siguen a las jovencitas
hasta sus casas y sus habitaciones.
Pero ten cuidado si no has aprendido que los lobos mansos
son de todos los más peligrosos.

Bettelheim carga duramente contra esta versión, afirmando que no permite que el niño le
otorgue su propio significado, ya que es tan directamente moralista que no deja lugar a la
elaboración personal.
Andrew Lang, célebre compilador escocés autor de los Fairy Books,4 afirmó que
habría que relegar esta versión de Caperucita al olvido por este final tan trágico, que
consigue que ningún niño quiera identificarse con la protagonista.
Los Grimm también se arremangaron cuando se pusieron delante de esta historia,
aunque de un modo diferente al de Perrault. En su versión, Caperucita lleva a la abuela
una botella de vino y un trozo de tarta.5 Además, introducen la figura del cazador para
evitar que Caperucita muera devorada por el lobo (en una antigua versión de 1800 de
Ludwig Tieck ya aparece un leñador como figura salvadora). El cazador oye los
ronquidos del lobo y entra en la casa de la abuela con la buena intención de comprobar si
la vieja necesita algo. Encuentra entonces al animal, que había perseguido durante largo
tiempo, pero antes de disparar sospecha que la bestia puede haber devorado a la abuela,
y le abre la barriga, de donde salen las dos algo mareadas. Después le llenan la panza de
piedras, y al despertarse se siente tan pesado que cae al suelo y muere. Los Grimm
añaden una prolongación del cuento, donde Caperucita vuelve a encontrarse con otro
lobo, pero habiendo aprendido la lección, se refugia rápidamente en casa de la abuela.
Ambas preparan una trampa con una olla llena de agua de cocer embutido, donde el
segundo lobo cae y muere ahogado.
En 1934 Disney publica un corto de animación con la historia de Caperucita
mezclada con la de Los tres cerditos. En esta versión no queda nada sobre las alusiones
al sexo ni a la muerte. Ni siquiera muere el lobo al final, uno de los cerditos le llena el
pantalón de maíz y ascuas y desaparece corriendo mientras le salen palomitas del trasero.
La abuela y Caperucita se han escondido en el armario y salen sin un rasguño. Solo hay
alguna persecución un poco emocionante, pero no llega a sentirse el peligro real a ser
devorado que es precisamente la joya de esta historia. De nuevo, la multinacional
suprime aspectos que considera poco convenientes para la infancia, restando así la
potencia del relato para impactar en la psique profunda del niño y en sus miedos más
inconscientes.
En cualquier caso, parece común en todas las versiones que el lobo es un devorador
agresivo, y eso es lo que los niños saben mayoritariamente. Es un personaje malvado que
usa su agresividad de forma despiadada y premeditada para saciar su apetito. Es una
imagen con una fuerte carga simbólica que los niños conocen a la perfección. Con él
vamos a trabajar en la siguiente propuesta.
¿Jugamos a Caperucita?
Este trabajo se realizó en una escuela con niños de entre 7 y 8 años. Sentados en círculo,
nos preparamos para dramatizar escenas de Caperucita. En el grupo está Dani, un niño
muy tímido al que le faltan los dientes incisivos, ya que los está cambiando. Dani, de 8
años, no se atreve demasiado a defender su opinión delante del grupo, prefiere adaptarse
a lo que decidan los demás y así no generar conflicto. Suele ceder ante el desacuerdo, y
está muy acostumbrado a contarse a él mismo y a los demás que «no pasa nada», que
«da igual», que «otro día será».
Después de observar su juego libre durante un tiempo, veo situaciones en que sufre
por no marcar sus propios límites, por no atreverse a decir que no o por no ser capaz de
expresar su desacuerdo. En alguna ocasión, se marcha del grupo llorando, pero sin hablar
de lo que le ha ocurrido. Tampoco se refugia en el adulto en estos casos, y al cabo del
rato vuelve a unirse al grupo. Este suele ser su patrón: aguantar hasta que no puede más,
estallar en llanto para liberar tensiones y volver después al juego como si nada.
Dani sabe obedecer muy bien, así que no genera ningún síntoma disruptivo en clase ni
en casa. Su familia valora muy positivamente su carácter fácil y adaptable, aunque se
muestra algo preocupada por su falta de determinación.
Un día en la escuela, les propongo jugar a los cuentos. Todos aceptan encantados,
pues adoran estos ratos en que compartimos vivencias, reflexiones y emociones en
grupo. En este caso utilizamos la versión de Perrault, que aunque tiene una intención
moralizante es la que termina con el triunfo del malo. En esta ocasión concreta es un
relato que puede resultar muy sanador para Dani. No escogería esta versión de Perrault
para un niño más pequeño, pues tal y como se ha comentado, el final feliz y la
desaparición del malo son elementos que segurizan y reconfortan las ansiedades de los
niños. Sin embargo, en este caso, me parece importante que Dani (recordemos que tiene
8 años) viva su agresividad con cierta sensación de triunfo. Tampoco vamos a hacer uso
de la moraleja final, solo vamos a aprovechar la estructura argumental en la que el lobo
se sale con la suya.
La idea es que Dani pueda ocupar un escenario donde conecte con su propia fuerza,
donde viva su impulso agresivo de una manera edificante, es decir, que le permita
construir un nuevo aprendizaje que le amplíe, que ensanche su autoconcepto. Todo lo
que se aprenda en este juego puede llevarse después a la vida y a las relaciones. Me
parece importante que, en el caso de este niño, su impulso agresivo no sea penalizado, al
contrario, que se convierta en algo que le haga sentir más poderoso. Por eso el cuento
constituye ese lugar ideal, porque en la realidad probablemente será más difícil vivir su
agresividad sin consecuencias negativas.
Le propongo ser el lobo. Me pregunta –previsiblemente– que si puede ser el cazador.
Le respondo que tomo nota, y que en otra ocasión lo será, pero que hoy vamos a probar
con el lobo, porque en este cuento no hay cazador. Este representa la figura auxiliadora y
buena que encaja mejor con su zona de confort, por eso es interesante que explore el
otro polo en un escenario seguro, donde a partir del juego y la fantasía puede descubrir
nuevas posibilidades.
Sentados en el suelo en círculo, les cuento la historia hasta que el lobo entra en casa de la abuela, y entonces
empezamos a representar el resto del relato. Hay una niña tumbada en el centro, que representa a la abuela. Dani
entra en escena:
EVA: Entonces entras en la casa, y ves a la abuela…
DANI: (Ríe, está incómodo con lo que va a pasar) Hola, te voy a comer…
Los demás ríen, y le dicen que no da ningún miedo.
EVA: Puedes comértela sin más, no hace falta que se lo expliques.
DANI: (Se acerca a la abuela con una sonrisa incómoda, me mira, y vuelve a mirarla a ella) Te voy a comer…

Los demás empiezan a animarle. Como si se tratase de una arenga comienzan a alentarle para que devore a la
vieja. Dani ríe nervioso, y finalmente se lanza sobre la abuela y la devora. Todos aplauden, y él disfruta este
momento.
EVA: Pero ahora viene lo mejor: puedes comerte también a Caperucita si lo haces bien. Prepárate para que no te
descubra, trata de engañarla hasta que no pueda escapar de tus garras…

Caperucita entra en escena. Dani no sonríe tanto como al principio, es capaz de aguantar la mirada sobre la niña
que representa a Caperucita, aunque de vez en cuando se le escapa una sonrisa benévola. El grupo espera
impaciente que pase algo irremediable entre ellos, saben que algo importante va a ocurrir.

Dani no deja espacio para las preguntas, antes de que la niña diga las frases sobre el tamaño de los ojos o de las
orejas, Dani le dice, con un tono de voz más alto de lo habitual: «¡Te voy a comer!». Ella pide su momento, así
que empiezan el diálogo sobre las partes del cuerpo de la abuela. Cuando llegan a los dientes, el grupo atiende en
silencio. El cuerpo de Dani está rígido, y sus puños apretados. La niña espera impaciente el momento en que va a
ser devorada, y el grupo empieza a pedir acción. Dani se acerca a Caperucita, y vuelve a sonreír de manera casi
automática, como si una especie de resorte le intentase frenar. Comienza de nuevo la arenga del grupo, que pide a
gritos un desenlace: «¡Cómetela, Dani!», «¡Venga, venga!». Le digo que se deje sentir toda la fuerza en la barriga,
que se fije en cómo sus puños le recuerdan que puede comerse a la niña. Los aprieta aún más. Mira fijamente a la
niña, que espera entre risas y temor que algo pase.

Para sorpresa de todos, Dani lanza un grito y se abalanza sobre la niña, devorándola. La niña ríe de alivio y placer,
y el grupo aplaude con entusiasmo. La expresión de la cara de Dani es nueva: ríe abriendo la boca, sus ojos han
cambiado, su mirada no es tan asustadiza. Se ruboriza, está como un tomate, pero se muestra satisfecho de su
logro entre los aplausos de sus compañeros y compañeras que lo felicitan con fervor.

Al cabo de un rato, cuando el grupo ya se ha disipado y está trabajando en otras cosas, Dani se acerca y me
enseña su boca mellada.
DANI: Soy un lobo sin dientes…
EVA: ¿Qué quieres decir?
DANI: Que no puedo ser un lobo si no tengo dientes.
EVA: Ostras… pues antes no me he dado cuenta, parecía que los tenías.
DANI: (Sonríe) Nadie se ha dado cuenta.
EVA: Es verdad, nadie lo ha notado. Al contrario, con la fuerza que has encontrado en tus puños seguro que todo
el mundo ha acabado viendo unos dientes largos y afilados…

Dani aprieta un poco los puños y vuelve a sonreír.


El patito feo

La exclusión, la vergüenza, la transformación

«No eres de los nuestros»


Este es uno de los relatos de Andersen más conocidos entre el público infantil, y a la vez
uno de los más dramáticos por la manera en que aborda la historia de abandono de su
protagonista, un pobre pato que nace diferente a los suyos y es repudiado por ello.
El cuento comienza en un corral, con una mamá pato empollando sus huevos.
Finalmente, llega el día en que los huevos se rompen, y salen de ellos unos preciosos
pollitos. Pero el huevo más grande de todos no se abre, y una pata vieja recomienda a la
madre que lo abandone y se dedique a enseñar a nadar a sus preciosos polluelos. Al cabo
de un rato, el huevo se abre y aparece un pollito grande y feo que se convierte en la
mofa de todo el corral. Es picoteado por gallinas, despreciado por los demás animales y
hasta por su propia familia, así que decide marcharse del corral a probar suerte en otro
lugar. En su trayecto sufre numerosas vejaciones y episodios dolorosos, hasta que
finalmente se transforma –sin comerlo ni beberlo– en un precioso cisne y encuentra su
lugar con una nueva familia donde es admirado y reconocido.

Este es un cuento que impacta plenamente en lo que el psicoanálisis denomina la


angustia de la separación. Como ya se ha comentado con anterioridad, este es el miedo
más terrorífico de un niño en sus primeros años de vida, que provoca en el niño intensas
emociones cuando se aleja de su figura de vínculo (que habitualmente es la madre). El
patito feo no solo habla de esta separación, sino que la agrava añadiendo el favoritismo
que muestra la madre pata hacia sus otros hijos. Este tipo de abandono es, si cabe,
mucho más terrible.
Esto ocurrió el primer día; los siguientes, las cosas fueron de mal en peor. El pobre
patito era perseguido y acosado por todos; incluso sus hermanos y hermanas le
despreciaban, diciendo:

— ¡Así te lleve el gato, adefesio!


Y hasta su madre le decía:
— ¡Cómo me gustaría perderte de vista!

La doctora Clarissa Pinkola Estés, autora del célebre Mujeres que corren con los lobos
(2005), habla de este cuento como la historia del exilio del alma, vinculada con el
arquetipo del niño huérfano tan presente en muchos otros cuentos. El patito es repudiado
por los suyos por ser diferente, sin tener culpa alguna de la situación. Es un personaje
desgraciado, que no deja de sufrir en cada momento víctima del maltrato o las desgracias
que se suceden a su alrededor. Es el niño proscrito que solo puede liberarse de su
sufrimiento con la muerte, o con una gran transformación.
En esta historia, el patito jamás se rebela contra el mal, ni siquiera se defiende de los
ataques que recibe, simplemente los soporta con abnegación. En muchos de los relatos
de Andersen el sufrimiento se utiliza como un indicador de la superioridad espiritual, de
la pureza del alma. Los personajes sufren y son humillados, pero acaban pasando por el
cuento como figuras casi heroicas, ya que mueren siendo íntegramente inocentes, o
tienen la suerte de transformarse en una figura superior, como en este caso. El patito no
lucha por convertirse en cisne, lo recibe como una especie de compensación por todo lo
que ha sufrido.
Son muchos los que se han percatado de las resonancias autobiográficas de Andersen
en esta historia: su pasado humilde y lleno de sufrimiento, batallando continuamente con
sus aspiraciones de convertirse en un gran escritor. Un patito incomprendido que nace en
un corral, que soporta el sufrimiento y la soledad, y que finalmente logra «elevarse»
hasta la condición de cisne como reparación de todo su dolor.
Esta historia habla además de unos hermanos maltratadores que repudian al hermano
pequeño. Estos lindos y agraciados patitos son un magnífico mirador de los celos entre
hermanos, que pueden ayudar al niño a exteriorizar su rivalidad fraterna. Es tanto el
dolor del patito feo que acapara toda nuestra atención; sin embargo, estos hermosos
polluelos son un verdadero tesoro para la afectividad del niño, pues pueden ser los
depositarios de los sentimientos hostiles del niño hacia su hermano, igual que lo son, en
menor medida, las gallinas y las otras aves del corral que picotean al patito.
En la vida real, muchos niños que han sufrido el destierro de su familia de alguna
manera suelen reaccionar a la defensiva, pues han aprendido bien que la amenaza del
dolor de ser abandonado está siempre presente.6 Por supuesto, muestran conductas
agresivas, disruptivas y difíciles de controlar; estas son la última capa que cubre una
enorme herida de amor. Este cuento da forma a la herida del abandono, en una de sus
caras más duras, una herida que –como ya se ha comentado– se siente durante mucho
tiempo si no encontramos a alguien en nuestro camino que la mire con respeto, que sepa
cómo desinfectarla y que nos sople amorosamente mientras nos ayuda a curarla.

¿Jugamos a El patito feo?


La siguiente experiencia se llevó a cabo en una escuela, en un grupo de niños de 9 y 10
años. Entre ellos está Javi, un niño que suele mostrar conductas agresivas y
manipulativas con su grupo. Javi ha aprendido a hacerse un lugar entre los suyos a base
de generar conflictos; es como si su tendencia fuese siempre a quedarse fuera, y la única
manera que encuentra para sentir que pertenece a su grupo es moviéndose en un
ambiente de conflicto, donde él sabe navegar muy bien.
Les propongo jugar a los cuentos en una sesión en la que dispongo de una hora y
media con este grupo. Sentados en corro, les hablo de la historia de El patito feo,
absolutamente todos la conocen, y comentan detalles y episodios del relato. Les
propongo dramatizarla, y le pido a Javi que sea el protagonista. Le gusta la idea, muestra
una especie de placer narcisista cuando sale en medio del grupo y se dispone a ser el
personaje más importante.
La mamá pata está representada por Laura, una niña con un carácter muy dócil, muy
querida en el grupo. Laura no suele tener problemas de relación con nadie, es aceptada y
respetada, y ella misma es muy respetuosa con los demás. Tres niños más representan a
los hermanos, y el resto del grupo son las gallinas del corral (algunas de ellas están
encantadas de poder ser las que picotean sin más).
Empezamos en el suelo, con tres patos que salen del huevo y que provocan la alegría de la mamá pata, feliz de
ver a tan preciosos polluelos:
— ¡Oh, qué bonitos sois! ¡Os quiero mucho!
— ¡Mami, y nosotros también!

Se abrazan y miran a Javi, que aún está en el suelo hecho una bola. Despacio, comienza a moverse y se levanta
con una sonrisa en la cara, contento todavía de ser el más importante del cuento. Su madre y hermanos le miran
y se ríen, se apartan un poco de él. Javi se acerca, y los hermanos simulan que les da miedo. Empiezan a decir:
— ¡Es muy feo, es muy feo! ¡Es horrible, parece un monstruo! ¡Nosotros somos más guapos!
— Ecs, qué feo es!
Laura sonríe sin intervenir demasiado. Le digo que se ponga delante de Javi para hablarle. Ella lo hace mientras
sonríe dulcemente. Javi no se muestra tan contento como al principio, parece que lo que le han dicho los
hermanos patos ha impactado en algún lugar que le ha hecho cambiar la expresión de la cara. Aunque intenta
seguir sonriendo, su cuerpo está rígido, hay un tono diferente al de hace unos minutos.

Laura le mira y le dice:


— ¿Quieres venir con nosotros?

Javi no responde. Laura insiste:


— Patito, ¿me oyes?

En este momento decido intervenir:


— Mamá pata, en realidad ir con ese hijo por el corral te trae problemas… míralo otra vez. ¿Qué ves?
— (Ríe) Es muy feo…
— Vale, pues díselo, dile lo que te pasa cuando le miras.
— Creo que eres muy feo.
— Eso, es ¿qué te pasa a ti? Intenta decírselo sin sonreír, mamá pata.
Mamá pata se detiene unos segundos mirando al patito, y consigue desdibujar un poco la expresión dulce de su
cara.
— No me gusta ir contigo, no eres como los demás. No eres como nosotros, eres raro.
— ¿Quieres que se quede? Díselo a él.
— No, quiero que te vayas, no eres de los nuestros.

Las palabras de Laura hacen diana. Javi está emocionado, su cuerpo sigue rígido pero sus ojos están húmedos.
Me acerco a él:
— ¿Qué pasa, patito?
— Que yo también quiero ir con ellos… (dice gimoteando)
—Claro… y ¿qué sientes ahora?
— Pues rabia y tristeza y enfado y vergüenza. 7
— Vaya… ¿qué tienes ganas de hacer?
— ¡Pegarles una hostia, joder! (Grita mientras llora. El grupo se mantiene en silencio. Nos mantenemos unos
segundos así, yo estoy a su lado con una mano en su espalda. Él se va calmando un poco. Cuando está más
tranquilo, le invito a hacer algo.)
— Javi, te propongo que vayas al lavabo, y que estés unos minutos solo, respirando esos sentimientos. Después,
vuelve aquí que acabaremos el cuento. ¿Quieres? (Él asiente con la cabeza.)

Javi se marcha de la clase dando un portazo. Mientras tanto, hago un pacto rápido con las gallinas y la familia de
patos. Vamos a darle a Javi lo que se merece. Cuando vuelve a entrar en el aula al cabo de unos minutos, le pido
que se coloque donde estaba. Lo hace, su cuerpo está rígido, a la defensiva, sus ojos rojos.
— Vale, Javi, ahora tienes que ser fuerte, porque faltan todavía las gallinas ¿te acuerdas?

Él encoge los hombros en un gesto de indiferencia, como si se protegiera de alguna manera de lo que le viene
encima. La primera gallina se levanta, se acerca a él y le dice:
— Aunque seas diferente, a mí me gusta ser tu amiga.
Javi la mira extrañado y me mira a mí esperando que yo corrija a la gallina. Se levanta la siguiente:
— A mí me gusta que estés aquí, me da igual si eres más grande que los demás.

Javi muestra una gran perplejidad y sorpresa en su cara, todavía con restos de lágrimas. Y siguen el resto de
gallinas y aves de corral:
— Pues yo creo que eres muy guapo.
— A mí me gustaría jugar contigo.
— Yo también a veces me siento triste y enfadado como tú.
— Eres bueno.
— Me gusta jugar contigo a fútbol.
— Quiero ser tu amiga.
— Aunque te portes mal a veces, eres mi amigo.
— A mí me gusta mucho como dibujas.
— El otro día cuando me caí me ayudaste.

Y así, hasta 17 voces que le regalan palabras de reconocimiento y amor. La idea era que los niños hablasen desde
sus personajes, pero progresivamente ellos van saliendo de la piel de las gallinas y comienzan a hablar sobre
hechos reales. Hablan a Javi, no al patito, aunque si no hubiese sido por el patito, jamás se hubiesen podido
acercar así a Javi. La imagen de sí mismo que emanaba no era la de alguien desvalido y vulnerable.

Él se va enterneciendo, sus ojos se van humedeciendo cada vez más y su cuerpo ya no está rígido, tiene la
espalda curvada y los hombros caídos. Está muy emocionado, ya que no está acostumbrado a recibir este tipo de
comentarios de su grupo (ni de nadie). Finalmente es el turno de la mamá pata:
— Aquí todos te queremos.
Javi rompe a llorar. Todos le abrazan y algunos también se emocionan y dejan caer, entre risas, algunas lágrimas
(entre ellos, yo). El resto de la sesión transcurre en silencio, con los niños en el suelo envolviendo a Javi, hasta
que al cabo del rato, uno de ellos dice:
— Jo, yo quería ser una gallina mala.

Y otro responde:
— A las gallinas no las perdonan, las echan del corral. Solo perdonan a los hermanos y a la madre.

Esta frase ilustra muy bien cómo los niños sienten esa polaridad entre ternura y hostilidad
respecto a los nuevos hermanos: por un lado son como las gallinas, que quieren
picotearles, y por otro, necesitan sentir un vínculo amoroso con ellos. Castigan a las
gallinas, y perdonan a los hermanos y a la madre para alejarse de la idea del abandono.
Esta fue una experiencia de amor. Hay niños que necesitan vivir muchas de estas
escenas, no se cura una herida tan importante y profunda con un poquito de crema.
Como el patito feo, que sigue adelante a pesar de todo, los educadores debemos tener
tarros y tarros de esta crema de amor para untar a los niños heridos, y seguir confiando
en ellos. Pero claro, como ya se ha comentado en varias ocasiones, si pretendemos poner
crema en algunas heridas de los niños, tenemos que habernos untado nosotros antes para
comprobar cuáles son los efectos curativos (y los secundarios) de los potingues de amor.
Blancanieves

Cuando las madres no son solo buenas

«¡Mi madre está loca!»

Blancanieves es otra de las historias más versionadas entre los cuentos tradicionales. En
muchísimas culturas hay versiones que recuerdan a una hija perseguida violentamente
por su madrastra o por otra figura femenina familiar: Cenicienta, Basilisa la Bella,
Rapónchigo (Rapunzel)… Las madrastras y demás figuras destructivas representan la
cara oscura de lo que Jung denominó arquetipo materno y constituyen el cajón de sastre
donde el niño puede depositar todos los rasgos negativos de su madre real. Por eso son
tan importantes para que los niños puedan exteriorizar todas esas emociones que se
suceden en su relación con la madre.
La versión de este cuento de los Grimm comienza con una reina cosiendo al lado de
una ventana con un marco de ébano. Distraída, se pincha el dedo y caen al suelo tres
gotas de sangre, componiendo una imagen tan hermosa que la reina sueña con tener un
bebé blanco como la nieve, rojo como la sangre, y negro como el ébano. Al cabo de
poco tiempo, nace Blancanieves y la reina muere. Su padre vuelve a contraer matrimonio
con una mujer bellísima y arrogante que tiene un espejo mágico al que pregunta cada día
quién es la más hermosa del reino. El espejo siempre le responde que ella es la más bella,
hasta que Blancanieves alcanza una edad (7 años) en que supera a la reina en belleza. La
madrastra enfurece y ordena a un cazador que la lleve al bosque y la mate, y como
prueba le traiga sus pulmones y su hígado para cocerlos con sal y comérselos. Pero el
cazador, en el último momento, se apiada de la niña, porque es muy bonita, y la deja
marchar. Deambulando por el bosque sola, encuentra una casita donde habitan siete
enanitos que la acogen y la cuidan. Al descubrir que la niña sigue viva, la madrastra
decide acabar con ella, y se presenta en la casa disfrazada de viejecita con una cesta llena
de cintas para el pelo. Blancanieves, fascinada por la belleza de aquellas cintas, accede a
abrir la puerta y a dejar que la vieja se la anude en la cabeza. Pero la madrastra le pone
la cinta en el cuello y aprieta hasta ahogarla. La niña es salvada por los enanitos, que le
logran cortar la cinta cuando llegan a casa. En una segunda ocasión, y después de saber
que Blancanieves sigue viva, la madrastra vuelve a presentarse en la casa y ofrece a
Blancanieves un peine para sus bonitos cabellos. La niña, prendada de nuevo con el
peine, vuelve a abrir la puerta y deja que la madrastra lo pase por su cabeza sin saber
que está envenenado. Así que vuelve a caer muerta. Los enanitos consiguen revivirla
arrancándole el peine al regresar a casa por la noche. En una tercera ocasión, la
madrastra vuelve a envenenarla con una manzana, y esta vez los enanitos no logran
despertarla y acaban llorando su muerte. Como es tan bella, no se atreven a enterrarla en
la negra tierra, así que la ponen en un ataúd de cristal con letras doradas. Un príncipe
que anda por allí ve el ataúd y se enamora de la belleza de Blancanieves, así que los
enanitos deciden que puede llevárselo. Pero uno de los lacayos del príncipe que llevaba la
caja a hombros tropieza y, con la sacudida, Blancanieves vomita el trozo de manzana y
vuelve a la vida. Blancanieves y el príncipe se declaran su amor y se marchan al palacio.
Al cabo de unos días, celebran la boda, donde acude la pérfida madrastra, a la que le
esperan unos zapatos de hierro incandescente que le son calzados en los pies, y con los
que se ve obligada a bailar hasta caer muerta.
En la vieja versión de Basile, la protagonista (Lisa) nace porque su madre –jugando
con sus amigas– ha saltado por encima de un capullo de rosa roja, y se ha comido uno de
sus pétalos, que la ha dejado embarazada sin haber hecho «majaderías ni cochinadas».
La recién nacida es tan bella que las hadas acuden a darle sus encantamientos, pero la
última se tuerce el pie y del dolor que tiene lanza una maldición sobre la niña. A los 7
años, su madre la peina y ocurre la desgracia tal y como pronosticó el hada: el peine
queda clavado en la cabeza de la niña y la mata. Su madre decide ponerla en siete
ataúdes de cristal, uno dentro de otro, y guardarla en una habitación secreta cerrada con
llave. Cuando la madre está a punto de morir, confía el secreto a su hermano, que sale
un día de cacería y deja la llave a su esposa, con la condición de que no entre en la sala
prohibida. Por supuesto, la mujer entra, y descubre a una muchacha joven (había
seguido creciendo y desarrollándose dentro del ataúd) y hermosa que su marido tenía
guardada en la habitación secreta. Celosa perdida, la saca de los ataúdes por el pelo, y le
arranca sin querer el peine envenenado, devolviéndola a la vida. Más tarde le corta su
preciosa melena, le propina palizas y la humilla usándola como su esclava. Finalmente, se
descubre la verdad de la historia; entonces, su tío la protege y la casa con un apuesto
marido. La tía celosa es enviada de vuelta a casa de sus parientes.
Como en muchos casos, la versión más conocida es la de Disney (1937), que
simplifica el argumento y endulza algunos pasajes. No aparecen cintas ni peines, solo la
manzana. El príncipe es quien despierta a la princesa con un beso en los labios, y no un
torpe lacayo que tropieza con unos matorrales. Además, al final de la película la bruja
muere por accidente y no aparece ni rastro de la venganza de Blancanieves. Es una
versión con menos escenas violentas y pierde enormemente su capacidad de impacto en
el mundo inconsciente del niño, como ya se ha expuesto anteriormente. El poder de los
viejos cuentos es que en muchas ocasiones es el protagonista o la protagonista quien se
encarga de vencer a los malos usando todo lo que ha aprendido en su viaje. Y como el
niño se identifica con el protagonista, conecta también con su capacidad para superar las
dificultades. Al eliminar rasgos agresivos –que se han considerado negativos– de los
protagonistas, se aniquila también la capacidad de triunfar por uno mismo.
En todas estas versiones, así como en muchas otras historias tradicionales, aparece el
conflicto con la madre. Aunque en Blancanieves este enfrentamiento está llevado al
extremo (la madre tiene celos de la hija y compite con ella por su belleza, hasta tal punto
que prefiere verla muerta), es un tema habitual que el niño vive con muchas dificultades
en su vida. No es fácil para un niño detestar por unos momentos a la propia madre; sin
embargo, las madres provocan a veces en los niños sentimientos de dolor, de frustración
y de impotencia totalmente habituales en la relación entre madres e hijos. Son emociones
duras y difíciles que no todos los niños pueden vivir o mostrar con facilidad.
Por eso resulta muy sanador que un niño pueda expresar cierto resentimiento contra
su madre en un entorno protegido, en un lugar donde, diga lo que diga, no habrá
consecuencias negativas ni peajes emocionales. La siguiente experiencia tiene ese
objetivo, que los niños puedan drenar algo de su malestar para con sus madres en un
lugar resguardado. Se llevó a cabo en un grupo de niños de 5 y 6 años de edad.

¿Jugamos a Blancanieves?
Les cuento la versión de Blancanieves de los Grimm y, al finalizar la historia, seguimos
charlando un poco sobre la madrastra. Les digo que yo a veces también me convierto en
una madrastra y hago cosas que no están del todo bien. Los niños empiezan entonces a
confesar secretos sobre sus madres, que en ocasiones también se transforman en brujas
terroríficas a sus ojos.
— La mía siempre está gritando ¡es una pesada!
— Pues la mía se enfada por todo.
— Ya, la mía siempre está enfadada.
— Pues la mía también se parece a una madrastra.
— La mía me pega en el culo, pero no me hace daño y ella piensa que sí. ¡Ja, ja, ja!
Pasamos un rato compartiendo esta conversación, en la que participan todos, hasta los que no suelen participar
en otras ocasiones, como si este tema interesase a todo el mundo. Después, les propongo que dibujen a su peor
madre, que la hagan como ellos la imaginan cuando está enfadada, que puede ser feísima si quieren porque es un
dibujo secreto y no van a enseñarlo a nadie si así lo deciden. Además, si les apetece, pueden decirles lo que les
venga en gana mientras dibujan, y no va a pasar nada porque nadie les va a oír, solo los dibujos. Acceden
encantados, como si estuvieran haciendo una excitante travesura secreta. Se apresuran a preparar los papeles y
los lápices. Empiezan a dibujar caras feas y grandes, cuerpos amorfos, con un trazo apretado y rápido. Algunos
se animan a decirles cuatro cosas:
— ¡Pesada, que eres una pesada!
— ¡No me grites, no me grites más!
— ¡No me gusta que me encierres en mi cuarto, no lo hagas más!

A medida que van entrando en el dibujo, se van entregando más a la experiencia, y progresivamente se produce
una especie de catarsis, donde la mayoría acaban proyectando sobre el dibujo toda su venganza contra sus
madres. Van subiendo el tono de voz, y atreviéndose a decir lo que les viene en gana:
— Parece que estás un poquito loquita…
— ¡A veces te vuelves como una cabra, madre loca! ¡Madre cabra! ¡Toma unos cuernos de cabra! ¡Ja, ja, ja!
¡Toma ya! ¡Toma, toma, toma! ¡Mi madre cabra!
Este último es Diego, que dice todo esto mientras dibuja unos cuernos enormes a su madre. Ríe y va mirándome
de vez en cuando para asegurarse de que tiene el permiso para hacer lo que está haciendo. Está invadido por una
extraña sensación de placer y diversión por hacer algo prohibido, y se atreve a expresar lo que siente. Está
purgando mucho malestar, así que le dejo hacer y decir lo que le apetezca.
Disfrutan enormemente de este momento. Cuando van terminando, van enseñándome sus dibujos como si fueran
trofeos. Les digo que si quieren pueden escribir el nombre de sus madres en ellos, pero la mayoría prefiere no
hacerlo, como si no quisieran dejar constancia de lo que acaba de pasar. También les digo que si les apetece,
pueden llevárselo a casa y hablar con sus familias sobre lo que hemos hecho; de nuevo, la mayor parte de ellos
prefiere no llevárselos, y me entregan sus dibujos para que yo los custodie. — ¿A casa? No, no, no…

Termina la sesión. A la hora de la salida, las familias están en la puerta del aula. Los niños salen y abrazan a sus
madres. Algunos me miran y sonríen, sabiendo que lo que acaba de pasar ni va a ser desvelado, ni amenaza el
amor entre una madre y un hijo. Al contrario, aligera la relación de rencores y conflictos pendientes que se van
acumulando.

Y así, gracias a las madrastras que se llevan la peor parte, los niños pueden drenar el
malestar con sus madres. De esta manera, las madres humanas podemos volver a ser las
figuras bondadosas y cariñosas que queremos ser, y que los niños adoran.
Cenicienta

La envidia y la rivalidad entre hermanos

«Si me quitan el sitio, yo soy como la hermanastra»

De esta hermosa muchacha maltratada por su madrastra y por sus hermanastras existen
multitud de versiones en diversas culturas: Cendrillon en Francia, Zezolla (La gata
Cenicienta) en la pluma de Basile, Aschenputtel de los Grimm, Raschin Coatie en
Escocia, Yeh-Shen en China, Cendrellosa o Ventafocs en tierras valencianas y catalanas,
etc. El tema central de este relato ha pervivido durante años a toda clase de adaptaciones
literarias, y se ha mantenido vivo en el desarrollo de todos niños del mundo. Los celos y
la rivalidad entre hermanos son conflictos cruciales y universales en la infancia. Desde
Caín y Abel, la historia está llena de relatos de hermanos que crecen en medio de una
fuerte rivalidad.
Este cuento tiene, además, una madrastra que desprecia a la protagonista, otro de los
grandes temas que incumbe de manera considerable en la infancia, aunque el conflicto
entre madre e hija no es tan central aquí como, por ejemplo, en Blancanieves. En todos
los casos hay también una madre buena que muere, aunque sigue cuidando de la niña de
alguna manera simbólica.
En la versión china, que data del año 850 a. C., Yeh-Shen pierde a su madre y es
adoptada por su madrastra, que tiene otra hija fea a la que colma de atenciones y
cuidados. Su único amigo y cuidador es un pez del estanque, que la madrastra asesina
cuando descubre su amistad secreta. La espina del pez sigue protegiendo a la niña, y el
día en que se celebra un famoso festival donde las parejas se suelen conocer, Yeh-Shen
consigue acudir gracias a la ayuda de la espina, que le proporciona un hermoso vestido
de plumas azules y unas zapatillas doradas. En la fiesta es el centro de todas las miradas
por su belleza, pero su hermanastra sospecha sobre su identidad, y Yeh-Shen sale
corriendo de allí perdiendo una de sus zapatillas. El príncipe decide encontrar a su dueña
y, finalmente, descubre a Yeh-Shen, con quien se casa y viven felices para siempre. La
madrastra y la hermanastra se quedan en su casa, donde mueren por una lluvia de
piedras.
Giambattista Basile publica en el año 1634 en su Pentamerón un relato llamado La
gata Cenicienta. Su protagonista, Zezolla, pierde a su madre, pero es cuidada por una
amable institutriz. Su padre se ha casado con una malvada mujer, así que ambas planean
asesinarla para que la institutriz se convierta en su nueva madre. Así lo hacen (Zezolla es
quien mata a su madrastra), aunque después de contraer matrimonio la amorosa niñera
se convierte también en una pérfida madrastra que muestra un claro favoritismo por sus
seis hijas, las cuales ha mantenido ocultas hasta ahora. El padre de Zezolla también
empieza a adorar a las seis recién llegadas, y acaba por ir olvidando a su propia hija, que
queda relegada a las tareas domésticas. El rey del lugar da una fiesta, pero a Zezolla no le
permiten ir por sus harapos, así que la niña le pide a su árbol mágico (del cual sale un
hada) que la vista para la ocasión. El rey queda prendado de su belleza y ordena a sus
criados que la sigan para averiguar quién es. Pero hasta tres veces Zezolla consigue
escapar de los criados gracias a su ingenio y mantener su secreto. En la tercera ocasión
Zezolla pierde uno de sus chapines (calzado de piel y corcho) y, gracias a ello, es
encontrada por el príncipe, con quien se casa y vive feliz para siempre. Su madrastra y
hermanastras vuelven a casa, con el padre de Zezolla.
Otra de las versiones más conocida (quizás la que más) es la de Perrault. En ella se
narra la historia de Cenicienta (Cendrillon), que vive con su madrastra y sus
hermanastras después de perder a su madre. Es buena, virtuosa y bella, por eso despierta
la envidia de sus hermanastras. La muchacha lo soporta todo con paciencia y sin
quejarse. Un día, el hijo del rey da un baile y acuden todas las damas de los alrededores.
Cenicienta, triste por no poder ir, plancha y plisa los vestidos de sus hermanastras e
incluso las ayuda a peinarse. Las despide desde la ventana mientras llora, hasta que
aparece su hada madrina, que la viste como a una princesa y transforma una calabaza en
una preciosa carroza tirada por seis hermosos corceles. En este caso, los zapatos son de
cristal, «de lo más bello del mundo». Al verla, el príncipe se enamora de ella y la invita a
volver al día siguiente. Pero en este segundo baile Cenicienta se distrae y no se percata
de la hora: su hada le había advertido que la magia solo duraba hasta medianoche. Sale
corriendo y pierde un zapato. El príncipe lo recoge y busca por todo el pueblo a la
doncella que pueda calzarlo. Finalmente la encuentra y la desposa. Cenicienta perdona a
sus hermanastras de todo corazón, les pide por favor que no vuelvan a maltratarla y las
invita a mudarse al palacio donde les busca dos apuestos maridos.
La versión de los Grimm comienza con la madre biológica en su lecho de muerte,
diciendo a Cenicienta que sea buena y piadosa como hasta ahora. Después, muere. El
padre vuelve a contraer matrimonio con una mujer con dos hijas:

La segunda mujer llevó a casa dos hijas, de rostro bello y blanca tez, pero negras y
malvadas de corazón.

Vinieron entonces días muy duros para la pobrecita huérfana. «¿Esta estúpida tiene
que estar en la sala con nosotras? –decían las recién llegadas–. Si quiere comer pan,
que se lo gane. ¡Fuera, a la cocina!»

Un día, el príncipe da un baile para encontrar esposa, pero a Cenicienta no le está


permitido ir. Su madrastra arroja lentejas en las cenizas y le dice que cuando acabe de
limpiarlas podrá ir al baile. Las palomas ayudan a Cenicienta, pero aún así su madrastra
no quiere llevarla. Cuando ya está sola en casa, acude a la tumba de su madre, donde
hay un árbol plantado con un pájaro que la cuida y le da lo que necesita. Ella pide «oro,
plata y más cosas», y el pájaro le echa un vestido precioso con el que se presenta en el
baile. El príncipe se enamora de ella y le pide acompañarla a casa, pero ella se escapa
corriendo. El segundo día del baile ocurre lo mismo: antes de que el príncipe averigüe de
dónde es la misteriosa joven, ella sale corriendo. La tercera noche el príncipe unta con
pez los escalones del palacio, para que cuando su amada se marche corriendo se quede
pegada a ellos. Pero solo se pega una de sus zapatillas doradas. El enamorado decide
encontrar a la doncella que pueda meter el pie en ella, así que va por todo el pueblo
haciendo que las damas se prueben la diminuta zapatilla. Finalmente llega a casa de
Cenicienta. La primera hermanastra lo intenta, pero no le cabe el dedo, así que su madre
le da un cuchillo para que se lo corte, pues cuando sea reina ya no tendrá necesidad de
andar. La niña obedece, y se calza la chinela. El príncipe la monta en la carroza y se la
lleva. Pero aquel pájaro del árbol le dice al príncipe que mire el zapato, que está lleno de
sangre, y así se descubre que la doncella que había escogido no era en realidad su
enamorada. A continuación prueba la otra hermana, que tiene dificultades para meter el
talón, así que su madre le sugiere que se lo rebañe con un cuchillo. La niña obedece, y
ocurre lo mismo: el príncipe la toma por su enamorada hasta que el pájaro vuelve a
advertirle que mire el zapato ensangrentado. Finalmente, y a pesar de que la madrastra
intenta impedirlo, llega el turno de Cenicienta, que calza la zapatilla a la perfección. El
pájaro le confirma al príncipe que esta vez ha escogido bien. Celebran la boda e invitan a
las hermanastras, a las cuales unas palomas arrancan los ojos y quedan ciegas de envidia
por siempre jamás.
A pesar de las diferencias entre estas versiones, existe un hilo argumental común: la
rivalidad entre hermanos como consecuencia de una madre mala que prefiere a unas
hijas sobre otras. El hermano más débil, el más pequeño o el más bueno suele ser quien
recibe las vejaciones de los demás, ya que, precisamente por ser quien es, puede ser el
preferido de mamá. Durante los primeros años de vida, cuando la madre es el hábitat
natural del niño –o más adelante, cuando esta madre es alguien a quien no se quiere
compartir–, la llegada de un nuevo hermano siempre es vivida como una dolorosa
intrusión. Esto provoca en el niño el despertar de pulsiones crueles que no son fáciles de
vivir, y mucho menos de expresar. Por eso este tipo de historias constituyen el escenario
más claro donde se pueden simbolizar estos sentimientos. Y no solo se simbolizan, sino
que además el cuento orienta a una resolución de las angustias a través del conflicto de
los personajes y de sus experiencias, que pueden ser vividas en el niño.
A pesar del encarnizamiento con el cadete, el cuento pone cierta distancia de
seguridad afectiva en el niño, ya que son las hermanastras, y no las hermanas (ni la
madre) las que les propinan los malos tratos, aunque en algunas –pocas– historias no
ocurre así. Esto permite al niño dar aire a su pulsión cruel con personajes que no son tan
cercanos como un hermano, sino con intrusos que han llegado a la familia sin comerlo ni
beberlo, y además son mezquinos y crueles. De esta manera, el niño puede transitar estas
emociones sin tanta culpa como si se tratase de su hermano real.
Una mujer de mediana edad contaba en una sesión de terapia que cuando veía un
hombre atractivo, automáticamente observaba cuántas mujeres en competencia había
alrededor. Se identificaba con las hermanastras de Cenicienta, y a la vez se sentía
avergonzada por ello, como si los celos o la rivalidad no fuesen propios de la vida adulta.
En realidad, son parte de la vida adulta porque en muchas ocasiones quedan pendientes
de elaborar en la infancia, por eso los acabamos viviendo en secreto o disfrazados de otra
cosa durante años. Muchas veces nuestros celos de adultos no tienen más de tres o
cuatro años. Es como si en lo más profundo y olvidado siguiéramos luchando de adultos
por ser el preferido de papá o mamá, o por ser el escogido (la escogida) por el príncipe.
Cenicienta es un regalo para los celos infantiles. Esta historia puede restablecer cierto
equilibrio en la afectividad del niño que acaba de tener un hermano. Estas experiencias
familiares serán la base de nuestra identidad personal y de la manera como vivimos las
relaciones después. Por eso vale la pena que esta base sea sólida, amplia y libre. Que el
niño pueda resonar con los personajes de este cuento le ayudará a serenar su realidad
psíquica y a vivir su rivalidad entre iguales de una manera desculpabilizadora.

¿Jugamos a Cenicienta?
La siguiente experiencia se llevó a cabo con un grupo de adolescentes de entre 12 y 14
años. No les digo con qué cuento vamos a trabajar, solo les entrego unas tarjetas donde
está escrito el nombre del personaje que tienen que representar. Todos son personajes de
Cenicienta, pero no lo saben. Ellos tienen que leer la tarjeta, y explicar cómo se sienten
en esa piel. Los demás tenemos que averiguar de quién se trata a partir de las emociones
que se desprenden de esos personajes.
Cinco jóvenes reciben tarjetas, los demás participan descubriendo qué personaje representa cada compañero o
compañera.

Empieza Jose y dice:


—Yo soy fuerte, o al menos lo aparento, aunque también tengo un corazón que se emociona. Me siento seguro,
aunque también un poco tímido, no me gusta ser el centro de atención.
Sigue Eli:
—Yo sé quién soy, pero en realidad no lo sé del todo. No hago lo que yo quiero, solo hago lo que me dicen, y
encima hago la pelota en vez de estar con quien yo quiero. Me siento como incapaz, como un poco tontita…
estoy enfadada pero no lo digo, tengo miedo de que me hagan algo.

El siguiente en hablar es David:


—Bueno, yo me siento divina de la muerte. No soy buena, pero en realidad me da igual, me divierto y no me
importa hacer daño porque sé que no va a pasar nada. Me siento guapa no, lo siguiente.

Continúa Álex:
—Pues yo no me siento muy bien… me siento muy mala y muy fea, aunque lleve ropa buena. No me gusta…
siento envidia y rabia, no me gusta. Y finalmente, es el turno de Ana:
—Yo no me entero mucho de la película… siempre estoy viajando. Me siento contento, tranquilo, todo va bien.

Los demás no tardan en adivinar qué personaje tiene cada uno. Excepto Jose, que representa al príncipe y que
cuesta un poco más de descubrir, el resto no tienen escapatoria.

El siguiente paso es algo más comprometido: indagar sobre lo que cada uno tiene de propio en los rasgos que han
dicho de sus personajes. La pregunta que les formulo es: ¿qué hay del personaje en ti? ¿Qué parte de ese
personaje es verdad en ti? Les doy unos minutos para que estén con ellos mismos y puedan descubrir algo. El
resto del grupo escoge un personaje y también escribe sobre lo que le resuena de ellos.

Jose es el primero, el que representa al príncipe:


—Bueno, yo me siento fuerte, pero con corazón, a veces me sientan muy mal las cosas por dentro, aunque no lo
demuestre. Y lo de no llamar la atención, me pasa que cuando voy a un grupo, o hablo en un grupo, a veces me
siento invisible, no me ven.
— ¿Te pasa aquí, en este grupo?
— Bueno, a veces…
— ¿Por qué no miras a todos tus compañeros y se lo dices?
— No, da igual…
— Prueba, solo una vez.

Jose mira a sus compañeros, con una especie de risa, como si se burlase de lo que está a punto de hacer. Se
encuentra con la mirada de sus compañeros, que no sonríen, ya que están algo sorprendidos por lo que acaban de
oír.
— A veces creo que no me veis.

Sus compañeros quedan en silencio mientras le miran. Me parece que para Jose es muy nutritivo poder expresar
esto, y que sus compañeros lo escuchen. No sigo estirando este hilo, pero me parece importante que el chico
haya podido expresar con sus palabras su invisibilidad en el grupo.

Les pregunto cómo ven emocionalmente a Cenicienta.


— Es una sumisa, no hace lo que quiere, solo obedece.
— Está fatal, pero no lo dice porque tiene miedo de que le hagan algo.

Y ¿cómo percibís emocionalmente a las hermanastras?


— Son unas mimadas, no tienen sentimientos.
— Bueno, sí que tienen, pero son chungos, de envidia, de odio, son crueles porque tienen miedo a sentirse
inferiores.

Les pregunto entonces cuándo se sienten ellos como las hermanastras. Durante unos segundos muestran ciertas
dificultades para hablar del tema, aunque lo hacen:
— Cuando hay alguien más bueno que yo en mi terreno, en algo en lo que tú te creías bueno.
— Cuando alguien entra en tu papel, por ejemplo, cuando alguien se hace el gracioso o cuenta cosas graciosas,
cuando aquí el gracioso soy yo. Eso… ¡au! (duele)
— Sí, es como si te quedas sin sitio, como si ya no fueras tú.
— ¿Y entonces qué hacéis?
— Bueno, o buscas otro sitio o impides que el otro coja el tuyo.
— Sí, le pones trabas.
— Se lo pones difícil, no estás bien con esa persona.
— Y ¿os dais cuenta de eso?
— En el momento no, porque lo haces en caliente y no piensas, pero después sí, te das cuenta de que esa
persona no te cae bien porque tienes envidia.
— Tienes miedo de que te quite el sitio.
— Bueno, a veces sí me doy cuenta, pero es como si no me importara demasiado hacerle daño. Es como «si me
quita el sitio todo vale, ¿no?».
— ¿Le contáis a los amigos eso que sentís?
— ¡No!
— No, qué va, nunca.
— ¿Y a vosotros mismos os decís la verdad?
— No mucho… yo pienso que si alguien me quiere quitar el sitio es normal que no te caiga bien.
— En realidad no, porque si me digo la verdad me quedo con la culpa.
— Y sentirse culpable es…
— Horrible, una carga, no se puede soportar.
— Pues yo a veces tengo ganas de hacer daño a la gente…
— Ya, y yo…
— Yo también…
— Pero vas aguantando, te lo vas guardando hasta que…
— Sí, hasta que lo sacas con alguien que no tiene la culpa, ¿no?
— Lo que pasa es que no te das cuenta, es como si necesitaras sacarlo todo con una persona que no se va a
rebotar.
— Esto que os pasa con el grupo de amigos, ese miedo a perder el lugar ¿se parece a lo que habéis vivido en
casa?
— Yo en mi casa, cuando era pequeña, a veces la liaba para que me hicieran caso.
— Con nosotras también la lías a veces…
— Hombre, pero no es lo mismo…
— Pues yo en casa siempre me callo, aguanto, aunque a veces contesto pero hay represalias… es una sensación
de impotencia, de rabia… de pequeño no tenía miedo de perder mi lugar, pero sí de no hacerlo todo tan bien
como mi hermana.
— ¿Qué hace tu cuerpo entonces, cuando no expresas esa rabia?
— Se tensa de tanto callar. Con los amigos a veces se me va la pinza y doy golpes.
— Es que con los padres te sientes muy inferior, quieren mandarte y tú tienes que hacer caso y callar. Es como
con Cenicienta.
— ¡Sí! ¡Sí!
— Y encima te dicen que lo hacen por ti, como si tú no supieras, ¿sabes?
— Bueno, cuidar implica hacer eso a veces, y ellos son mayores que vosotros, saben más de la vida…
— Ya, ya sé que me quieren y eso, pero no saben más de mi vida que yo.
— Mi madre me hace spoilers de la vida, me dice lo que me va a pasar si hago esto o lo otro, si no estudio, si no
como bien, si miro el móvil mucho rato… ¡bah!
— Es que se creen que funciona igual que antes, pero ahora es diferente. Yo cuando alguien me dice qué hacer
con mi propia vida, contesto.
— ¿Y qué podríais hacer para que vuestros padres o vuestros profes os vieran de manera diferente, y así no
tuvieran que «aconsejaros»?
— Cumplir 30 años.
— Sí, o independizarnos.
— No, en serio. Bueno, si siempre nos portamos como las hermanastras no van a confiar en nosotros nunca.
— Las hermanastras tenían mucha confianza y mucha seguridad, ellas van al baile pensando que se van a casar
con el príncipe.
— Pero esa es una seguridad falsa…
— No, falsa no, ellas estaban seguras, su madre siempre les ha dicho que pueden estar con el príncipe y ellas se
lo creen. Después no lo consiguen, pero al menos lo han intentado.
— Yo no lo veo así para nada. Su madre las ha engañado, nunca hubiesen podido quedarse con el príncipe. Les
hizo creer que podían conseguirlo y luego se estamparon.
— Si hubiesen tenido una madre como la mía no serían tan mimadas, y a lo mejor sí que se hubieran casado con
él.

Ríen. Me gusta llegar a lugares de la conversación donde ellos mismos redescubren el valor que tienen sus
madres, a pesar de que a veces no estén ahí cuando ellos lo necesitan, y de la manera que ellos lo necesitan. Las
madres humanas tenemos esa limitación, que no podremos satisfacer siempre todas las demandas de nuestros
hijos. Afortunadamente, nos queda la confianza en que durante el resto del cuento ellos van a saber encontrar
tesoros que no buscarían si nosotras se los diéramos.

Queda claro en esta conversación que el miedo a perder el lugar es un sentimiento


pavoroso, terrorífico, que despierta emociones difíciles de gestionar y de expresar; que es
un miedo infantil que se revive en la adolescencia y más tarde; y que en el fondo de todo
está la búsqueda de ser reconocido. La rivalidad entre iguales siempre tiene un vértice
oculto: sentirse arropado por la mirada amorosa de mamá.
Hänsel y Gretel

Abandonar el hogar

«¿Y a mi hijo, qué le doy para que atraviese el bosque?»


Esta es una historia que habla sin reparos del miedo a ser abandonado por una madre
cruel, y del pavor a ser devorado por algún ser malvado y salvaje. Contra ese miedo los
niños se alían para protegerse y salvarse, escenificando así escenas de fraternidad entre
hermanos no demasiado comunes en este tipo de historias. Cuando Hänsel –con su
valentía– y su hermana Gretel –con su intuición– trabajan juntos son capaces de
atravesar el bosque y vencer todos los peligros.
Algunos autores han resaltado también el papel central que tiene la comida en este
relato: Cashdan atribuye la importancia de la comida (o del pavor a ser comido) al miedo
del niño por sentirse abandonado y morir de hambre. Afirma, además, que los Grimm, al
inspirar sus historias en fuentes orales y campesinas, recogieron una parte histórica de lo
que sucedía en muchos hogares azotados por el hambre que arrasó Europa en el siglo
XVII, donde abandonar a los niños por falta de alimento se convirtió en una práctica
habitual. Bettelheim atribuye el papel de la comida a la separación del niño respecto de la
dependencia de la madre, y argumenta que la trama de este relato orienta al pequeño a
superar sus angustias orales: al inicio no hay nada que llevarse a la boca, después
encuentran la casa de pan y la devoran insaciablemente, hasta que al final no necesitan
hacer nada de eso porque han encontrado tesoros suficientes en el bosque para no tener
que preocuparse jamás por la comida.
En el Pentamerón de Basile hay una historia sobre dos hermanos, Ninnillo y Nennella,
que son abandonados por su padre en el bosque a instancias de su madrastra. El padre
les deja una cesta llena de comida, y les dice que cuando se la acaben sigan el reguero de
cenizas que él mismo ha ido dejando en el camino. De esta manera consiguen regresar a
casa. La madrastra enfurece cuando les ve presentarse allí de nuevo, y amenaza con
marcharse para siempre si los niños no desaparecen de su vista. Así que Iannuccio (el
padre) vuelve a coger a sus hijos y los deja en medio del bosque con comida; les dice
que cuando necesiten auxilio sigan el camino de salvado con el que había marcado el
camino de vuelta a casa. El problema es que un asno, «hijo de la mala ventura», se come
todo el salvado y los niños no encuentran el camino de vuelta. Deambulando por el
bosque, oyen los ladridos de unos perros provenientes de una cacería organizada por el
príncipe. Tienen tanto miedo que Ninnillo se esconde en un árbol, y Nennella corre y
corre hasta llegar al mar, donde unos corsarios que acaban de perder a una hija la
adoptan. Ninnillo es descubierto por los perros, y al ver el príncipe que se trata de un
niño indefenso, lo acoge en su palacio y lo educa en las más elevadas virtudes. Mientras
tanto, Nennella navega con los piratas, hasta que el barco se va a pique y todos mueren
excepto ella, que es tragada por un pez hadado que tiene un reino maravilloso en el
estómago, donde hay jardines exuberantes y campos hermosísimos. Allí, Nennella
consigue ver a su hermano en una terraza, y empieza a gritarle desde dentro del pez.
Extrañado por las voces, el príncipe del lugar consigue capturar al pez y llevarlo a
palacio, donde el animal vomita a Nennella bella y hermosa. La muchacha cuenta toda su
historia al príncipe, aunque no consigue recordar cómo se llama su padre ni su madrastra.
El amable príncipe publica un bando para localizar a la familia que tiempo atrás había
perdido a sus dos hijos en el bosque, y Iannuccio, «que durante todo ese tiempo había
vivido triste y desconsolado creyendo que se los había comido el lobo», acude a palacio
donde se reencuentra con sus dos hijos a los que besa y abraza generosamente. Después
se presenta la madrastra, Pasciozza, a la que el príncipe consulta qué castigo debería
sufrir quien quisiera hacer daño a los inocentes niños; la malvada mujer, en un intento de
mostrar alianzas con los pequeños, contesta al príncipe que ella metería en un barril
cerrado al malhechor, y lo despeñaría montaña abajo. Y diciendo «¡Sea! ¡La cabra ha
vuelto los cuernos contra sí misma!», el príncipe ordena que se ejecute la sentencia.
En la primera traducción al inglés de los Kinder und Hausmärchen de los Grimm,
publicada en Londres en 1823,8 aparece una versión de esta historia en la que Hänsel
coge a su hermana de la mano y decide marcharse de casa debido a la pobreza que
sufren y al trato que reciben de su madrastra. Andan durante mucho tiempo por los
bosques, sedientos, cuando Hänsel cree oír el ruido de un riachuelo. Se dirigen hacia él,
pero su malvada madrastra, que tenía poderes, ha hechizado el arroyo de manera que el
primero que beba su agua se convertirá en un tigre. Gretel, que logra escuchar el mensaje
del río, advierte a su hermano que si bebe agua se convertirá en un tigre y la devorará.
Así que siguen su camino sin tomar ni una gota. En el siguiente riachuelo ocurre lo
mismo: la madrastra ha lanzado un hechizo sobre él, pero Gretel consigue descifrar el
mensaje del río y logra evitar que su hermano se convierta en un lobo y la devore. Sin
embargo, en el tercer riachuelo Gretel no advierte a su hermano a tiempo, así que el
hechizo surte efecto y Hänsel se convierte en un cervatillo. Juntos, siguen caminando por
el bosque hasta que encuentran una cabaña abandonada, y Gretel decide que es un buen
lugar para acomodarse y descansar. Allí se establecen durante un tiempo, hasta que el rey
del lugar organiza una cacería muy cerca de la cabaña. Hänsel se siente entonces llamado
por las cornetas y por los ladridos de los perros y decide salir a ver qué pasa. Por
supuesto, es descubierto por los cazadores, pero no logran darle alcance ya que el
cervatillo es extremadamente rápido. En una segunda ocasión, los cazadores logran
herirle pero Hänsel consigue escapar y entrar a la cabaña. Uno de los hombres del rey
descubre el escondite, y escucha además las palabras que el cervatillo dice para conseguir
entrar, así que se lo cuenta inmediatamente al rey. En una tercera ocasión, mientras
Hänsel corre delante de los cazadores, el rey se dirige a la cabaña y dice las palabras que
formuló Hänsel para poder entrar. Allí descubre a Gretel, bella y hermosa, le pide
matrimonio y ella acepta a condición de que el ciervo también pueda irse a palacio con
ellos. El rey acepta y, una vez conoce toda la historia, manda castigar a la malvada
madrastra, Hänsel recupera su forma y todos son felices para el resto de sus días.
En la versión de los Grimm que ha llegado mayoritariamente hasta nuestros libros de
cuentos, los hermanos son abandonados en el bosque por su padre, ya que su madrastra
insiste en que la comida no alcanza para todos y convence a su marido para que se libre
de los niños. Estos oyen la conversación y Hänsel decide recoger piedras brillantes para
poder marcar el camino de vuelta a casa. Una vez abandonados en el bosque, los niños
consiguen volver gracias a que la luna ilumina las piedras que marcan la ruta hacia casa.
Pero la madrastra no se da por satisfecha y decide volver a intentarlo. Además, cierra
con llave la puerta de casa y Hänsel no puede recoger los guijarros brillantes, así que el
niño marca el camino con migas de pan. Después de volver a ser abandonados en el
bosque, intentan encontrar el sendero de vuelta, pero los pájaros se han comido las migas
y los niños deambulan por el bosque hambrientos durante tres días. Para su sorpresa,
descubren un pajarillo blanco y deciden seguirlo. Este les lleva hasta una casa «hecha de
pan y cubierta de pasteles, y las ventanas eran de azúcar claro y brillante». Los
hermanos empiezan a devorar la casa, hasta que una viejecita les invita a entrar y les
ofrece una deliciosa comida y dos camitas con ropa blanca para descansar. Pero resulta
que la amable viejecita es en realidad una bruja malvada, que encierra a Hänsel en una
jaula para engordarle, y convierte a Gretel en su criada. La bruja, algo corta de vista,
pide al niño que le muestre su dedo para comprobar si ha engordado lo suficiente para
poder cocinarlo al horno; pero el muchacho siempre le muestra un hueso y consigue así
retrasar el fatídico momento. Harta de esperar, la bruja decide preparar el horno y asar al
niño aunque no tenga el peso deseado. Pero Gretel consigue engatusarla para que se
asome al horno, y le propina un empujón que la envía directamente a las llamas. Una vez
muerta, los niños encuentran en la casa un montón de cofres con perlas y piedras
preciosas, con los que vuelven a casa, donde les espera su padre arrepentido. La malvada
madrastra ya está muerta cuando los niños regresan.
Aunque en todas las versiones el tema de la comida parece ser importante, parece que
tiene más fuerza la idea del abandono del hogar y la separación de los niños de sus
padres. Hänsel y Gretel es uno de los relatos que lleva al niño a enfrentar sus temores a
ser abandonado, y lo hace con una gran eficacia, por la claridad de sus símbolos. Es una
buena oportunidad para crear el escenario donde proyectar todas esas angustias y darles
una resolución simbólica, tal y como se ha comentado en varias ocasiones.
Sin embargo, en este caso me interesa más explorar la actitud de las madres respecto
a dejar a sus hijos en el bosque. En no pocas ocasiones he conocido a mujeres que
impiden que sus hijos inicien la travesía por los bosques por algún motivo: en algunos
casos, porque no los ven capaces de superar todo lo que van a encontrar; en otros,
porque quieren seguir cuidándoles y llenar así su vida de sentido; en otros, porque
piensan que los bosques sin madres son lugares peligrosos, y así se lo transmiten a sus
hijos, que acaban creyendo lo mismo… pero atravesar el bosque debería formar parte
del itinerario de vida de cualquier persona, ya que en él se aprende lo que no se
aprendería jamás en casa.
Y las madres, cuidadoras y destructivas al mismo tiempo en la mente del niño, tienen
la posibilidad de ofrecer a los pequeños un cesto lleno de tesoros para que puedan iniciar
sus caminos y aprender a cada paso. Aunque las mismas madres pueden a veces negar
esos tesoros. Si el niño sale de casa con el cesto lleno de amor, reconocimiento y respeto,
va a tenerlo algo más fácil. Si no, el camino va a ser probablemente más arduo, aunque
el bosque tiene siempre tesoros para quien necesita añadir algo a su equipaje. En todos
los bosques –además de los peligros– hay pájaros que cuidan, árboles que nutren y
cabañas donde resguardarse.

¿Jugamos a Hänsel y Gretel?


La siguiente experiencia se llevó a cabo con un grupo de madres. Conversamos sobre
cómo permitimos a nuestros niños salir al bosque, y sobre lo que cada una puede ofrecer
a su pequeño para iniciar la travesía de su vida.
Todas estas mujeres son madres de niños y niñas de diferentes edades. A partir de
frases o escenas del cuento, inician una reflexión individual y colectiva sobre lo que les
evoca cada imagen.
Para empezar, les pregunto qué es para ellas dejar a los niños en el bosque:
— Salir de la protección de la familia, dejarles volar.
— A mí me viene la idea de dejarles desamparados, con los riesgos, los miedos…
— Y también con todo lo maravilloso del bosque. Al final el bosque provee.
— Yo creo que van al bosque cuando sienten que pueden volar solos, es la prueba para ver si están preparados
con lo que han aprendido en casa. Nosotros les hemos dado una guía, pero ahora, ¿cómo lo van a hacer si no
estamos?

Les pido que me cuenten alguna ocasión en que se hayan sentido como los padres de Hänsel y Gretel:
— Cuando empecé a dejar ir a mi hija ir sola al colegio, sin móvil, sin saber… solo confiando en que todo iba a ir
bien.
— Yo tengo una hija adolescente. Sale por las noches y vuelve a las cuatro de la mañana. Ya sé que yo no puedo
estar con ella ni debo estar. Me voy a dormir confiando que por la mañana estará ahí, y a veces es difícil para mí.
Me siento como el padre de Hänsel y Gretel, y la madrastra al mismo tiempo. Quiero que salga y al mismo tiempo
no quiero…
— En esta sociedad es muy difícil que los niños se emancipen, yo me he sentido muy presionada por dejar a mi
hija caminar sola hasta el colegio, me ha costado mucho sostener eso.
Les pido ahora que me cuenten cuándo se han sentido ellas como Hänsel y Gretel:
— Yo recuerdo cuando descubrí en mi adolescencia que siempre se había decidido por mí, y de repente tuve que
decidir cosas y… ¡uau!
— Pues para mí fue un alivio poder decidir, mis padres eran muy controladores y lo viví como una liberación.
— Quizás porque fuiste al bosque cuando ya estabas preparada…
— Yo siempre tiré para el bosque, nadie pudo evitarlo.
— A mí me ayudó mucho mi hermano mayor, hizo de Hänsel y me abrió muchas puertas.
— Mi hermano lo intentó, pero mi padre me animó a estudiar fuera y eso me colocó en un lugar de
responsabilidad. Tenía miedo, pero estaba feliz. Siempre había sido una niña buena y perfecta, y de golpe en la
ciudad podía equivocarme sin que nadie se diera cuenta.

Les lanzo la siguiente idea: «En el cuento aparece la figura de la bruja, que se alimenta porque alimenta a los
pequeños. Es decir, su alimento es dar de comer a los niños para después comérselos ¿cómo es eso en vuestra
manera de ser madres? ¿Hasta qué punto cuidar de otro es vuestro alimento?»:
— Hombre, yo reconozco que hay cierto placer en sentirme necesitada por mi hija. Cuando estoy desanimada y
ella me dice que me necesita, me sube la moral. Pero veo que esto que es tan agradable para mí, puede no ser tan
bueno para ella.
— Yo pienso en darles lo que yo no tuve, que puedan disfrutar de cosas que yo no disfruté.
— Ya, pero entonces, ¿de quién es la necesidad? ¿A qué niño estás cuidando? ¿A tu hijo o a ti misma?
— Yo a veces fantaseo con llegar a casa y que mi hijo se arroje a mis brazos, y cada vez ocurre menos. Y hay un
punto que me sabe mal, me gustaría sentirme más deseada, pero esto es lo que yo necesito, él está fantástico.
— Yo tengo una sensación ambivalente: por un lado, tengo ganas de que vuele y se despliegue, y al mismo tiempo
reconozco que siento eso como una pérdida, y me da miedo. Pero creo que me va a tocar trabajármelo a mí…
— Mi hija se marchó un año fuera, y hablábamos más que cuando estaba en casa.
— Yo creo que mi hija desplegará las alas cuando se marche, porque yo no estaré para salvarla, como hago
ahora. Es la única manera. Todo está tan protegido para ella, tan cuidado… que le falta aprender a caer sin que su
madre esté allí para levantarla.

Les pido ahora que reflexionen sobre cómo ellas salieron a descubrir el bosque, y si esa manera se parece a cómo
acompañan a sus hijos a hacerlo:
— A mí me gustaría controlar un poco el bosque, que no fuese tan salvaje… yo hice cosas muy peligrosas, no
me gustaría que mis hijos las hicieran.
— Buf… por mi miedo no quisiera que mi hija se quedara en casa para tranquilizarme.
— Yo sabía que mi madre sufría, y fui al bosque igual, pero sintiéndome muy culpable. Todavía oigo su voz
diciendo: «¡cuidado, ten cuidado!».
— Es que a veces parece que no quieres que vayan, pero en el fondo sí que quieres.
— Hay que aprender a disfrutar el bosque, no solo a sufrirlo.
— Yo no soy demasiado sufridora, les doy bastante cuerda, de momento no se me ocurren las posibilidades
catastróficas que se les ocurren a otras madres, no me pasa. Les doy bastante libertad.
— Es que prohibir no sirve de nada… mi hija se sube a todos lados, así que mejor la ayudo a que aprenda a
hacerlo segura. A veces se ha caído, claro, pero creo que se ha asustado más de mi cara que del daño que se
haya podido hacer.
— Yo reconozco que la idea de tenerlo todo controlado me da cierta seguridad. Ahora que son más mayores ya
no está todo bajo mi control, y eso me asusta. Claro que confío en ellas, pero no tengo el control de todo lo que
las rodea.
— Un día mi hija me dijo: «Yo no soy como tú», y eso me lleva a pensar que ella va a caminar por otro bosque…
intento decirle las cosas que creo que son importantes, pero es verdad que es su bosque.
— A mí mis padres me pusieron cuatro normas, y me las salté todas, todas. Yo también se las pongo a mi hija,
pero no tengo la certeza de que las respete cuando sale por la puerta…
— Cuanto más te prohíben algo, más ganas tienes de hacerlo, es matemático.
— Claro, yo siempre he sentido permiso para probar y explorar, pero no tengo la sensación de haberme pasado
tres pueblos. He aprendido que hay cosas que no quiero porque he podido probarlas.
— Yo lo entiendo desde la cabeza, pero creo que en el fondo no quiero que mis hijas me saquen de mi zona de
confort.

Les formulo una última pregunta: ¿qué os gustaría que vuestro hijo se llevase al bosque, y cómo podríais dárselo?
— Confianza en sí mismo, se la puedo dar confiando en él. Aunque eso solo es posible si yo confío en mí, sale
de ahí. Cómo se lo voy a poner en el cesto si yo no lo tengo…
— Yo no quisiera que mi hija fumase marihuana, aunque yo lo hice y supe que no quería seguir. Me sirvió, pero
no querría que ella lo hiciera…
— Yo le daría estima por ella misma, por su persona. Le diría «quiérete, respétate». A veces tengo miedo de
accidentes, de desgracias, de la muerte… pero no puedo encerrarla en casa para protegerla de todo eso. Lo que
hago es decirle «estate atenta», si se quiere y se respeta todo va a ir mejor. ¿Cómo es eso en mí…? Mi autoestima
está un poco baja… creo que tengo un trabajo pendiente ahí…
— Para mí es importante la autonomía, es muy positiva, es necesaria. Yo no tengo conciencia de haber sido muy
autónoma, pero es algo que me han devuelto en más de una ocasión. No estoy segura de si mis hijas la necesitan
o no, pero para mí es importante.
— Yo tengo un hijo Asperger. En casa hemos tenido que poner mucha atención en reconocer emociones, en
expresarlas, en gestionarlas… Toda la familia ha hecho un trabajo excepcional, nos hemos puesto las pilas gracias
a él. Tuvimos que hacerlo por él, pero ha sido un beneficio enorme para todos. Creo que eso es importante para ir
por el bosque.
— Yo les pondría una buena dosis de espíritu crítico, para que puedan pensar por sí mismos sobre los anuncios
de la tele, sobre lo que comen, etc. Para mí es una herramienta importante, y en casa lo vivimos como tal.
— Yo soy profesora de chicos adolescentes, y veo cómo se hunden a la mínima. No saben gestionar sus
fracasos, tienen una actitud muy autodestructiva o muy exigente. Yo les pondría capacidad para superar las
adversidades, que las encontrarán. Las piedras del camino siempre son oportunidades de aprender a saltar.
Podemos saltar con éxito la séptima piedra porque hemos encontrado seis antes. Pero no estoy muy segura de si
educamos para eso.

Educar para que puedan superar las dificultades y orientarse en la oscuridad de los
bosques que encontrarán en sus caminos, como hicieron Hänsel y Gretel; ese es el gran
reto pendiente de los educadores actuales. ¿Qué sueño hay mayor para un educador que
sentir a un niño preparado para andar su camino, y que se sienta por ello el auténtico
protagonista de su historia? Y para que eso ocurra, los mayores debemos confiar en que,
pase lo que pase, servirá para aprender, para crecer, aunque a veces cueste, aunque a
veces duela. Eso es darles el permiso para habitar su vida. Y ese, en definitiva, es nuestro
anhelo. O debería serlo.
1. Esto ocurre especialmente en las versiones de Grimm, como veremos más adelante.
2. Resulta curiosísimo que el tercer hijo de Perrault, el más pequeño, fuese quien se encargó de hacer algo
importante en la vida de su padre, como ocurre en multitud de cuentos, donde el tercer hijo es quien consigue lo
que no han conseguido los demás. Además, la mujer de Charles Perrault, Marie Guichon, murió cuando dio a luz
a este bebé, otro hecho habitual de estos relatos.
3. Esto ocurre mayoritariamente en las versiones de los Grimm.
4. Andrew Lang es autor de una increíble compilación de cuentos tradicionales, publicada en diversos volúmenes
y en los que utilizó diferentes colores para el título de cada volumen. El primero publicado fue El libro azul de los
cuentos de hadas, que vio la luz en 1889, y al que han seguido una docena de libros que recogen centenares de
cuentos tradicionales de todo el mundo.
5. Jaume Centelles me mostró una vez una fotografía sobre la campaña Moms Demand Action, referente del
control de armas en EE.UU. En ella, había dos niñas sentadas en el suelo de una biblioteca. Una de las niñas
sostenía un ejemplar de la Caperucita de los hermanos Grimm y la otra un arma de asalto. El eslogan decía: «Una
de estas dos niñas tiene algo que ha sido prohibido en América para protegerlas. Adivina cuál». Contra todo el
sentido común propio del siglo XXI (esta campaña data del año 2013), el objeto prohibido era el cuento, por
contener bebidas alcohólicas en las escenas de un relato para niños.
6. El abandono no siempre se da en un plano físico. En muchas ocasiones, el niño percibe una sensación de
abandono de padres negligentes, ausentes, deprimidos, indiferentes, etc.
7. Cuando los niños conocen varias palabras para expresar lo que sienten, les resulta más fácil hacerlo de manera
honesta. El vocabulario emocional les ayuda a identificar sus sentimientos y a expresarlos verbalmente.
8. German Popular Stories. Translation of Kinder und Hausmärchen, publicada por C. Baldwyn con ilustraciones
de George Cruikshank y traducida al inglés por Edgar Taylor.
Y colorín colorado…

No puedo terminar este libro sin animar a todas las personas que lo lean a que exploren a
fondo el mundo de los cuentos, y a que se dejen impregnar por su sabiduría: a las madres
y padres que cuentan, que ayuden a sus hijos a soñar todo el tiempo que puedan. A las
maestras y maestros que leen cuentos, que se entreguen al placer de compartir historias
sin más. A las personas que educan, que recuerden que es necesario aullar bajo la luna de
vez en cuando para hacer bien nuestro trabajo. Y a los niños y niñas que aprenden, que
sigan protestando cuando alguien les cuente historias para que se porten bien.
Quisiera también mencionar que los cuentos me han llevado a lugares increíbles donde
he aprendido cosas que han enriquecido mi vida para siempre. Son tesoros que no
perderé jamás. Por eso me encanta compartirlos con quien disfruto trozos del viaje.
Detrás de cada princesa delicada hay siempre una heroína dormida; detrás de cada ogro
malvado hay un niño que pide un abrazo; detrás de una pérfida bruja, suele estar mamá.
Siempre hay algo sorprendente e imprevisto bajo la piel del lobo. Ojalá muchos os
animéis a descubrirlo.
Esto es verdad, y no miento, como me lo contaron, os lo cuento. Y colorín colorado,
este cuento se ha acabado. Que viváis felices y comáis perdices.
Agradecimientos

A Cinta Vidal, por su varita mágica. Sin ti, esto sería aún una calabaza.

A mis amigas las brujas, por los hechizos y por hacerme volar encima de una escoba una
vez al año.

A Anna, Mar, y Pili. El tres es un número mágico en los cuentos, como vosotras en mi
vida. Tal vez por eso siempre acabemos comiendo perdices.

A Lluís Fusté, por el escenario donde encontré la llave que me permitió abrir la puerta
prohibida.

A Jaume Centelles, por despertar al Principito –y a muchos otros– en miles de corazones.


Gràcies, de tot cor.

A Mercè Escardó, por una de las semillas más importantes en el camino de los cuentos.

A mis compañeros y maestros gestálticos, por vuestra impagable compañía en los


bosques oscuros.

Al Camino de Santiago, donde me siento siempre la heroína de mi cuento.

A los maestros y maestras que he tenido, en la escuela y fuera de ella.

A todos los niños y niñas que he encontrado en mi camino (y a los que no). Gracias por
seguir dando vida a estas historias cada día, en cualquier lugar del mundo.

A mis padres y hermanos, por el apoyo, la confianza y el amor.

A Zoe y Juna, por todo lo que he aprendido con vosotras.


A Miquel Àngel, por tu paciencia en las conversaciones monopolizadas por Caperucita, el
lobo y la bruja, y por todo lo que has aportado a este libro. ¿Sabes? Al final de cada
cuento, siempre quiero casarme contigo.

A Júlia y a Laia, por esta maternidad que ha sido el cuento más bonito que he leído
jamás.
Bibliografía

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GRIMM, J.; GRIMM, W. (1996): Cuentos de los hermanos Grimm. Barcelona: Galaxia
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— (2015): Cuentos - Obras completas de los hermanos Grimm. [Libro electrónico].
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GRIMM, M.M. (1823): German Popular Stories. Londres. Henry Frowde [facsímil de
1904].
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ROBERT, J.; BRIGITTE GROSS, S. (2010): Los cuentos, el espejo del alma. Buenos
Aires. Obelisco.
TATAR, M. (2002): Los cuentos de hadas clásicos anotados. Barcelona. Crítica.

FIN
Índice
Portada 2
Página de derechos de autor 4
Dedicación 5
Índice 6
Notas 7
Prólogo, Jaume Centelles 8
Érase una vez… 11
1. Te acompaño, yo conozco el bosque 15
Espejito, espejito: ¿es verdad lo que veo? 17
El camino de guijarros te llevará a casa 22
2. Los cuentos tradicionales 29
¿Son tan importantes para los niños? 31
Pero… ¿qué cuentos? Perrault, Grimm, Andersen, Disney 35
¿No son demasiado crueles? 41
¿Hay que matar siempre al malo? 44
¿Tiene que salvar siempre el príncipe a la princesa? 48
3. Algunos de nuestros cuentos 54
Caperucita Roja: Darle un lugar a la agresividad 58
El patito feo: La exclusión, la vergüenza, la transformación 64
Blancanieves: Cuando las madres no son solo buenas 70
Cenicienta: La envidia y la rivalidad entre hermanos 75
Hänsel y Gretel: Abandonar el hogar 83
Y colorín colorado 91
Agradecimientos 93
Bibliografía 95

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