Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
La Comunión Eclesial Plena Es Tarea de Todos Los Cristianos
La Comunión Eclesial Plena Es Tarea de Todos Los Cristianos
El «ecumenismo» tiende a esta comunión, como punto de partida para poder llegar a la
comunión universal de todos los pueblos con Cristo. «Participan en este movimiento de
la unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús Señor
y Salvador» (UR 1).
Cuando la división fue una realidad, los cristianos volvieron su mirada al texto bíblico
fundamental que subyace en toda búsqueda ecuménica y que se halla en la oración
sacerdotal que Jesús dirige a su Padre pidiendo que sus discípulos sean uno como el
Padre y él mismo son uno (cf. Jn 17, 21). Texto al que siempre se acude como prueba
irrefutable de la voluntad de Jesús respecto a los que serian sus discípulos.
El problema aparece con toda su crudeza cuan do, tras la afirmación de que Jesús oró
ardientemente por la unidad de sus discípulos, se formula una pregunta que no es tan
inocente como a primera vista pudiera parecer. ¿Y qué tipo de unidad deseaba Jesús
para sus discípulos? Ciertamente el mismo texto bíblico añade algo muy preciso: «que
sean uno... para que el mundo crea».
El Dios de Jesús, revelado como uno y trino, cuyo misterio nos sobrepasa, no es un Dios
inmóvil e inerte. Es un Dios de vida. El es Dios cuya unidad no es soledad, sino unidad
de personas divinas, en perfecta armonía, pero tan distintas como distintos son el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo. Ese Dios es el Dios de la creación, que en la riqueza de su
diversidad ha mantenido una unidad cósmica. La unidad profunda de Dios es el tipo de
toda unidad. Hay una unidad oculta, básica, pues, desde el plan de la creación, que no se
rompe por la diversidad ni tampoco por la voluntad torcida de sus criaturas.
En una unidad de vida comunitaria: que, nacida del mismo Espíritu, hace que
entre el pueblo de Dios y aquellos pastores que están a su servicio (diáconos,
presbíteros y obispos, al frente de los cuales está el que preside la Iglesia de
Rom a) existan estrechos lazos de unión que reflejan las imágenes bíblicas de un
solo cuerpo y muchos miembros (1 Cor 12, 12), del cuerpo de Cristo (1 Cor 12,
27), de la esposa de Cristo (2 Cor 11, 2; E f 5, 23), de un solo rebaño y un solo
pastor (Jn 10, 16).
Esta doctrina católica de la unidad de la Iglesia muestra que ella tuvo, desde el
principio, conciencia de reunirse en tomo a la enseñanza de la palabra de salvación, en
fidelidad a los signos que vinculan fraternalmente (bautismo, eucaristía y los otros
sacramentos, junto a la oración común), y en comunión con aquellos, a través de la
sucesión apostólica, que fueron los apóstoles. El texto bíblico de Hch 2, 42: «...se
mostraban asiduos a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la
fracción del pan y a la oración», está en la raíz de los tres principios de unidad que la
teología católica ha desarrollado posteriormente. Ella es una porque enseña la Buena
Noticia (comunión en la fe apostólica), es una porque comparte los m ismos signos de
unidad (comunión en el culto y en la fracción del pan), y es una porque se reúne en
torno a los pastores (servidores), vive la «koinonía» y mantiene la comunión con los
apóstoles (comunidad en la vida común, gobernada por el servicio de la caridad).
La unidad visible no está -entre las Iglesias cristianas- totalmente destruida. Existen
signos visibles de unidad que refuerzan doblemente la tarea ecuménica. Incluso la
Iglesia católica que, junto con las Iglesias ortodoxas, mantiene una doctrina
eclesiológica menos flexible que las Iglesias reformadas respecto a la unidad y unicidad,
ha reconocido que
existen lazos visibles muy fuertes que unen ya a unas comunidades eclesiales con otras.
La constitución Lumen gentium (n. 15) admite este hecho y ha enumerado como
vínculos de unión fraterna entre todas las Iglesias el m ismo bautismo, la posesión de las
mismas Escrituras y, en algunas de ellas, el episcopado, la celebración de la eucaristía y
la manifiesta y sincera piedad hacia la Madre de Dios. Y en el decreto Unitatis
redintegratio, se reconoce, por una parte, la comunión existente ya con las Iglesias
orientales y, por otra, respecto a las de occidente y afirmando las «discrepancias
esenciales» respecto a la interpretación de la verdad revelada, se enumera una serie de
«lazos» muy fuertes de unión como son la «confesión de Cristo» (n. 20), el estudio de la
Escritura (n. 21), la «vida sacramental» (n. 22) y la «vida en Cristo» (n. 23).
La diversidad de dones lleva a la unidad cuando se sigue la acción del Espíritu de amor.
Somos «un solo cuerpo» y hemos recibido «un solo Espíritu», por esto tenemos «un
solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,4-5).
Somos todos «uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28).
Dar un paso más en el camino de la unidad eclesial, significa una nueva posibilidad de
anunciar el evangelio de modo creíble a toda la humanidad. La sociedad actual necesita
ver los signos de la «comunión» para creer en Cristo resucitado presente.
DIALOGO ECUMÉNICO
Para llegar a esta unidad vital, es necesario el diálogo ecuménico, en todas sus facetas.
Puesto que se trata de una gracia de Dios y no sólo de una realidad sociológica, se
necesita la oración y la referencia continua a la presencia de Cristo resucitado «en
medio» de los
hermanos (cf. Mt 18,20).
Partimos de una convicción de base: el diálogo no puede ser impuesto por la fuerza,
incluso aunque el diálogo sea necesario. No cabe un diálogo impuesto. Sería despojarle
de esa radical espontaneidad y frescura que poseen todas las actitudes que nacen del
espíritu libre. El objeto del diálogo, en cambio, es la comprensión. En cuanto se
escondan algunas cartas, ya no hay verdadero diálogo.
El objetivo de este diálogo no puede ser una táctica de hacer prevalecer la propia
opinión, sino la actitud de querer recomponer una ruptura que dura siglos y en la que
todos hemos tenido nuestra parte.