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05 de agosto de 2018

Zapoi o muerte
Por Juan Forn

En Rusia llaman zapoi a una curda homicida que sólo alcanzan aquellos capaces de bajarse
una botella de aguardiente cada dos horas durante días y días seguidos. En los tiempos
soviéticos eso no se podía hacer en bares, así que la táctica era subirse a un tren, coimear al
guarda con una botella y así acceder al vagón donde se juntaban los zapoi. Esos vagones
eran casi alambiques, porque todo zapoi aprendía bien pronto que era una locura
emborracharse con vodka puro, las pesadillas eran atroces, para no hablar del precio del
vodka: sólo el borracho ocasional se podía permitir ese lujo, y lo de ellos era sistemático,
cotidiano, constante. La combinación de necesidad mayúscula con recursos escasos
despertó la inventiva de los zapoi: en aquellos vagones, inventaron recetas demenciales
para mantenerse eternamente en curda, y dieron nombres espléndidos a esas bebidas
asesinas. La “lágrima de konsomol”, por ejemplo, consistía en rebajar una cerveza con
líquido de frenos y desodorante para pies. La mezcla se hacía en una palangana y se bebía
en esos frascos de vidrio en que vienen los pickles. Cuando les hacía falta reaprovisionarse,
aprovechaban las paradas del tren: con lo que conseguían rapiñar en cada parada
inventaban un nuevo trago, como el “beso sin amor” (oporto barato, matarratas y esmalte
de uñas) o el “zorro plateado” (limonada, repelente de mosquitos y barniz industrial). A
propósito, un viejo dicho ruso dice: “No hay adulto en Rusia que sepa por qué murió
Pushkin, y no hay niño en Rusia que no sepa cómo sacar alcohol del barniz industrial”.

Existía una extraña jerarquía entre los zapoiy un sancta sanctorum de la hermandad, en un
vagón abandonado en los rieles muertos de la estación terminal de Kursk, en Moscú. En ese
vagón escribió Venedikt Erofeiev el libro Moscú-Petushki, ante la mirada vigilante de sus
jueces: había aceptado la apuesta de escribir, por dos botellas de vodka, una novela en un
solo día. Vaya a saberse cuánto duraba un día entre los zapoi; lo cierto es que Venishka
Erofeiev se alzó con las dos botellas, luego de ponerle punto final a su manuscrito con la
siguiente declaración (imaginen la palma de su mano golpeando sonoramente contra la pila
de papeles garabateados): “Pueden considerarla una novela, pero para mí es un poema
ferroviario”. 

Era el año 1969, el auge de la era del samizdat: manos anónimas copiaban a mano o a
máquina las versiones a mano o a máquina que habían llegado hasta ellos de libros que no
podían publicarse en la URSS. El manuscrito de Erofeiev se hizo famoso así. Al principio
sólo podía leerlo quien accediera a aquel vagón, pero eran tantos los aspirantes que se hizo
una copia, que fue copiada a su vez por manos generosas, multiplicándose en el circuito
samizdat como una mecha encendida. Para los zapoi era una hilarante oda a su modo de
vida. Para los remilgados era una cloaca. Para los jóvenes inconformistas era un manual de
instrucciones. Para los buscadores de espiritualidad era un diálogo con Dios. Para los
disidentes era una denuncia de la tiranía soviet. Para los literatos era un artefacto que
fusionaba magistralmente citas de clásicos rusos con slogans soviéticos, argot callejero con
ramalazos bíblicos.
Moscú-Petushki es un recorrido clásico del tren moscovita, como decir Retiro-Tigre pero
en proporciones rusas: Petushki queda a 120 kilómetros de Moscú. El libro de Erofeiev
cuenta ese viaje de tres horas en tren. Cada capítulo lleva el nombre de las estaciones del
trayecto. Empieza con nuestro autor despertándose al amanecer en las escaleras de un
anónimo portal moscovita con una resaca infernal. Venichka vaga inútilmente por
farmacias y almacenes, no hay nada abierto a esa hora y tampoco sirven alcohol en el café
de la terminal ferroviaria de Kursk, así que Venichka se sube en un tren a Petushki.
Encuentra enseguida el vagón de los zapoi y allí empieza a beber y a contar que en su
destino lo esperan una novia y un hijo pequeño. La una y el otro no tienen relación entre sí,
salvo que por ver a la novia Venichka no ve al hijo cuando logra llegar a Petushki, y la
novia en realidad es una puta de la estación, una puta hermosa que lo entiende como nadie,
porque bebe a la par de él y le habla con palabras que son a la vez como bofetadas y como
besos enviados por el aire. 

El relato del viaje se convierte en el relato de todos los viajes que Venichka ha intentado
hacer a Petushki, porque de a poco comprendemos que nuestro héroe nunca logra llegar a
destino: por uno u otro motivo siempre se despierta en Moscú. En el medio habla con
ángeles, bebe cantidades industriales (Señor, ¿qué podría beber ahora en Tu Nombre?”),
recita recetas (“Sientan el aroma del Beso sin Amor: más que aroma es un himno”),
destripa la realidad soviética e improvisa monólogos que parecen escritos a cuatro manos
por Gogol y Dostoievski, si ambos hubieran coincidido en un tren en tiempos de Brezhnev:
“¡Oh, libertad e igualdad! ¡Oh, fraternidad de vivir a costa de los demás! ¡Oh, dulzura de no
tener que rendir cuentas! ¡Oh, las horas más plácidas de la vida de mi pueblo, esas horas
que van desde abren hasta que cierran los expendios de alcohol! A todos mis familiares y
amigos, a todas las gentes de buena voluntad, a todos aquellos con el corazón abierto a la
poesía, les digo: dejen sus quehaceres, deténganse como yo, rindamos homenaje juntos a
eso que no puede expresarse. Y si tienen a mano alguna vieja bocina, háganla sonar”.

Erofeiev vivió veinte años de la fama que le dio ese libro oficialmente inexistente, hasta
que murió en 1990: un cáncer a la garganta, de tanta basura que se había echado al
garguero. No escribió nada más pero se dio el gusto de ver su poema ferroviario publicado,
en el lugar y las circunstancias menos pensadas: como parte de una campaña anti-alcohol
que hizo Gorbachov en 1989, en una revista llamada Sobriedad y Cultura, que agotó su
innumerable tirada por única vez en su historia. Hay una hermosa filmación de la época: un
teatro a sala llena, en el escenario una mesa y detrás de la mesa Erofeiev, que debe llevarse
a la garganta uno de esos micrófonos eléctricos para poder hablar. En un monocorde
murmullo metálico cuenta a la platea que nació en el Círculo Polar Artico, en una región
sin árboles (“Lo único que se elevaba del piso eran las torres de vigilancia de los campos”).
Su padre era jefe de estación, un día se fue de boca y lo mandaron a los campos. La madre
huyó para no correr la misma suerte y dejó a Erofeiev en un orfanato. A través del estudio
él logró dejar el orfanato y la región: lo eligieron para ira la Universidad de Moscú. En el
viaje en tren vio árboles y vacas por primera vez en su vida. Lo echaron de la universidad
enseguida. Aplicó para maestro. Se graduó en 1959 y lo mandaron a Petushki. En 1962 lo
declararon persona non grata: cualquier estudiante visto en su compañía era expulsado.
Vagó haciendo diferentes trabajos en la línea ferroviaria Moscú-Pekín, terminó viviendo de
sus admiradores en un vagón abandonado de la terminal Kursk en Moscú. “Me han
convertido en una deidad menor”, dice su voz robótica.
En el vigésimo aniversario de su muerte le dedicaron una estatua en la plaza frente a la
estación de Kursk. En realidad son dos estatuas: en un extremo de la plaza se alza
Venichka, abrazado al cartel de la estación Moscú, y en el otro extremo hay una hermosa
muchacha que espera con expresión soñadora debajo de un cartel que dice Petushki. Una
ley no escrita entre los borrachos moscovitas sostiene que aquellos capaces de ir de una
estatua a la otra, sin recibir en el trayecto un solo empellón de la marea de transeúntes que
va y viene por la plaza, tienen licencia para seguir bebiendo.

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