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El pescador humilde y el rico soberbio

Sucedió cierta vez en un puerto pesquero que un hombre muy rico le pidió a un pescador que lo lleve a dar un
paseíto por la costa. Mientras navegaban y hablaban animosamente, el hombre rico le pregunta al humilde pescador:
-“Ha ido usted a New York, visto la estatua de la libertad, las Twin Towers, el central park, etc, etc”, -“No señor, nunca
he ido para allá”, -“¡Uy!, ¡usted ha perdido la mitad de su vida!”.
Nuevamente el hombre rico vuelve a preguntar: “¿Ha quizás usted visitado París, la torre Eiffel, el museo de
Louvre, etc, etc?”, -“No señor, nunca he salido del pueblito en el que nací”, -“¡Ah!, ¡entonces usted ha perdido la mitad
de su vida...!”.
Por tercera vez pregunta curiosamente: “¿Y acaso tampoco fue a las pirámides de Egipto, o visitó las hermosas
playas brasileñas, ni esquió en los alpes suizos, ni caminó por la gran muralla china...?, -“No señor, nunca fui a ninguno
de esos lugares que usted me dice, señor”, -“!Eey!, ¡pero usted ha perdido la mitad de su vida!...”.
De pronto el viento comenzó a soplar muy fuerte y la débil barquilla empezó a sacudirse entre las olas. El
pescador viendo que el bote se hundía y que distaban mucho de la costa le pregunta al hombre rico: -“¿Sabe usted
nadar?”, -“No, nunca he aprendido”, -“Pues entonces usted ha perdido toda su vida...”

La esposa del pescador


Cierta vez un pescador salió por unos días a navegar por el lago mientras su familia esperaba en su casa a la
orilla del mismo. Su señora se asomaba todos los días a la ventana y a lo lejos lograba divisar la barquilla de su amado
esposo; y así, tranquila, regresaba a sus quehaceres domésticos.
Una noche, mientras el pescador seguía en el lago, se levantó una gran tormenta como nunca había pasado. En
aquel lugar no había ningún faro que indique dónde estaba la orilla, por lo que la señora, sin saber qué hacer por su
esposo, pensó: “sólo queda una solución para salvar a mi esposo. Tengo que señalarle de alguna manera dónde está la
orilla para que él pueda navegar de regreso”. Y fue así que esta valiente señora, sin importarle mucho “las cosas
superfluas”, sacó a sus dos hijos de la casa y sin dudarlo la prendió fuego. De este modo su esposo vio de lejos las
grandes llamas y así pudo regresar sano y salvo a la orilla donde lo aguardaba su familia.

El timonel
Se cuenta en la vida de san Francisco Javier que una vez mientras viajaba en un navío, lo agarró una gran
tormenta en medio del mar. El timonel del barco, sin poder hacer mucho y a punto de desesperar, intenta dejar el timón
de la nave. Sin embargo, san Francisco Javier se le acerca y lo insta a que siga timoneando la nave, y le profetiza que él
–el timonero- no iba a morir ni en esta tormenta ni en ninguna parecida, sino que iba a morir de viejo, en su cama y
rodeado de sus seres queridos; respecto al barco, tampoco sufriría ninguna calamidad sino que sería desarmado en un
puerto dentro de muchos años.
Y así fue que el timonero retomó su función y condujo la nave hasta buen puerto en aquella ocasión. Y se
cuenta también de él que cada vez que había una tormenta, sin importar que tan grande fuera, el timonel seguía firme en
su puesto, timoneando la nave con seguridad e incluso cantando alegremente. Y fue esto también ocasión de que
muchos musulmanes que viajaban en el navío se convirtiesen al ver la alegría y confianza del timonel en medio de la
dificultad.

El pobre mezquino
En la lejana Europa había en las afueras de la ciudad un pobre harapiento que siempre mendigaba para poder
sobrevivir. Una vez vio salir de la entrada principal una gran corte, caballeros con armadura, caballos vestidos de gala,
las trompetas sonando, y al final del cortejo venía una carroza imponente, imperial. Todo daba a suponer que venía en la
carroza un personaje muy importante del reino, por lo que el pobre pensó: “Esta es mi oportunidad; le voy a pedir ayuda
y con la plata que tiene seguro que va a ser generoso conmigo”. Y sin dudarlo se echó al costado del camino a esperar
que pase el gran cortejo.
Cuando la carroza estaba pasando a su lado se frena de repente y sale de adentro un gran rey que se acerca al
mendigo, le estira la mano y le dice: “¿Qué tenés para darme?”. El pobre, más que sorprendido y decepcionado, abre
una bolsita que tenía y le entrega un grano de arroz. El rey agarró el granito de arroz, se subió a la carroza y prosiguió
su marcha.
El pobre no entendía nada y estaba bastante enfurecido con el rey que le quitaba hasta lo poco que tenía. Pero
cuando llegó la noche y sacó el poco arroz que tenía para comer se encontró -¡oh sorpresa!- que entre todos los granos
de arroz había uno que era de oro. Y el pobre arrepentido de su egoísmo exclamó: “¡ojalá le hubiera dado toda la
bolsita!”.

“Así debes ser tú”


Una vez una chica campesina se fue a la ciudad para estudiar una carrera universitaria. Cuando llega al lugar
de su alojamiento desempacó la cosas y se dio cuenta que se había olvidado el espejo. Inmediatamente le escribió una
carta a su mamá pidiéndole que le mande urgente un espejo.
Pasados unos días llegan a su habitación tres paquetes que habían sido mandados por madre. Ella se sorprendió
sin saber qué serían e inmediatamente tomó el primero. Cuando abrió la caja encontró el espejo y abajo una leyenda que
decía “así eres tú”. Tomó el segundo paquete, abrió la tapa y encontró adentro una calavera con una leyenda que decía
“así serás tú”. Finalmente pasó al tercer y último paquete, lo destapó y sacó una hermosa imagen de la Virgen María,
miró dentro de la caja y encontró un papelito que decía “así debes ser tú”.

El gatito del monje


Había dos chicos que eran muy buenos y muy amigos entre sí. Al terminar la secundaria uno decide casarse y
formar una familia y el otro decide hacerse monje. Pasado muchísimo tiempo el primero había formado una hermosa
familia, con una esposa y chicos muy buenos, una linda casa, autos, bastante dinero, etc. El otro, el monje, vivió
encerrado en una austera celda, apenas con una mesa, un catre, algunos efectos personales, y un gatito que era su única
compañía.
Una vez el monje, mientras acariciaba a su gatito, tuvo una visión. En ella se vio a él y a su amigo de la
secundaria, ambos muertos y en el cielo, pero sin embargo su amigo tenía más gloria y gozaba más de Dios que él. El
monje, con una suerte de tristeza, le dijo al Señor: “Señor, ¿porqué yo, que he dejado todo por Ti, estoy más abajo que
mi amigo que se ha dado una gran vida y ha tenido todo lo que quiso?”. Y el Señor, con lacónica repuesta, le contestó:
“porque él no tenía un gatito”.

Posio, el filósofo austero.


Se dice de Alejandro Magno –gran emperador y conquistador de la Grecia antigua- que estaba muy admirado
de un filósofo contemporáneo, Posio de nombre, por su austeridad y sobriedad de vida. Tal era su admiración que cierto
día quiso premiarlo y por eso le envió una embajada llena de obsequios, dinero y demás cosas.
Cuando los hombres del emperador le entregaron todas estas cosas a Posio él preguntó: -“¿Por qué razón
Alejandro me envía todos estos presentes?”, -“Porque el emperador te admira mucho por tu pobreza y austeridad de
vida”, contestaron los legados. -“Pues bien, entonces déjenme ser tal”, dijo Posio rechazando los obsequios.

La madre del reo


Cierta vez en la ciudad de Méjico, hace ya mucho tiempo, un hombre que cometió un crimen fue detenido por
la policía y llevado al tribunal. El jurado lo encontró culpable y fue condenado a morir en la horca. La sentencia debía
ejecutarse al otro día a primera hora, al toque de la campana principal.
A la madrugada del día siguiente estaba ya todo dispuesto en la plaza del pueblo: la horca estaba lista, el gentío
era muy grande, el sacerdote aguardaba al reo, el juez estaba impasible, y el acusado esperaba su hora, la hora en que
suene la campana... En eso el juez hace una seña y el encargado jala de la correa para que suene le campana y... nada; la
campana no suena. Vuelve a tirar otra vez, y nada se escucha. Con más fuerza tira una tercera vez, se mueve la campana
pero no emite ningún sonido. El ayudante intrigado se va a fijar qué sucedía con la campana y luego vuelve corriendo y
le informa de todo al juez: la campana no suena porque estaba colgada del badajo la madre del acusado. En efecto, la
madre se había colgado del badajo un ratito antes de la ejecución para que la campana no suene y así no sea ajusticiado
su hijo.
El incrédulo juez, apenas si podía creer lo que oía, que fue él mismo a cerciorarse de lo que le contaban.
Cuando llegó al lugar y vio a la señora agarrada tan fuertemente que ya sus manos y brazos sangraban del dolor, le
causó tanta pena y admiración que, solamente en atención a la madre, el juez perdonó la vida al acusado.

El crucifijo que perdona


Se cuenta la historia de una penitente arrepentida que, según parece, iba a confesarse siempre de las mismas
cosas. Una vez el sacerdote, un poco cansado ya de que la penitente cayera siempre en las mismas faltas, le dijo de muy
mala manera: “No puede ser que siempre caigas en las mismas cosas. Una vez si, dos veces también, pero siempre no
puede ser. Esta vez sí que no te voy a perdonar”. Al instante, sale una voz desde un crucifijo que estaba en el
confesionario y dirigiéndose al sacerdote pregunta: “¿Acaso quién ha derramado toda su sangre por ella, tú o yo?”, e
inmediatamente se desclava una mano del crucifijo y mientras hace la señal de la cruz dice: “Hija, Yo te absuelvo de tus
pecados en el nombre del Padre...”.

La gran sabiduría de la vida


Una vez, un padre de una familia acaudalada llevó a su hijo a un viaje por el campo, con el firme propósito de que
este viera cuan pobres eran las gentes del campo, que comprendiera el valor de las cosas y lo afortunados que eran
ellos. Estuvieron por espacio de un día y una noche completos en una granja de una familia campesina muy humilde.
Al concluir el viaje y de regreso a casa el padre le pregunta a su hijo:
- ¿Qué te pareció el viaje?
- ¡Muy bonito Papi!
- ¿Viste que tan pobre y necesitada puede ser la gente?
- ¡Sí!
- ¿Y qué aprendiste?
- Vi que nosotros tenemos un perro en casa, ellos tienen cuatro, nosotros tenemos una piscina de 25 metros, ellos tienen
un riachuelo que no tiene fin. Nosotros tenemos unas lámparas importadas en el patio, ellos tienen las estrellas. Nuestro
patio llega hasta la barda de la casa, el de ellos tiene todo un horizonte. Especialmente Papi, vi que ellos tienen tiempo
para conversar y convivir en familia. Tu y mi mamá tienen que trabajar todo el tiempo y casi nunca los veo.
Al terminar el relato, el padre se quedó mudo... y su hijo agregó:
- ¡Gracias Papi, por enseñarme lo rico que podríamos llegar a ser!

Santa Ágata Lin Zhao, 1817- 1858 “¿Acaso está mal ser templo de la pureza?”
Lin Zhao nació en 1817 en una familia católica en el condado de Qinglong, en China, y fue bautizada con el
nombre Ágata (Buena). De niña, sin saberlo, fue prometida en matrimonio por sus padres a una familia Liu, pero desde
los 18 años ya había hecho voto de virginidad a Cristo. Cuando ella sabe de este acuerdo hecho por sus padres, les pide
dejen sin efecto el contrato dándoles a conocer su promesa y apelando al amor y piedad de sus padres para con Dios.
Un sacerdote, el p. Tomás Liu, al ver que tiene un gran conocimiento de la fe y como precisa catequistas, le
pide enseñar catecismo. A los 25 años hace formalmente su voto de virginidad.
En 1857 cuando Wang Bing, el líder de esa comunidad católica, fuera encarcelado por ser cristiano, ella
también es arrestada. Durante el interrogatorio, al preguntarle el magistrado del condado por qué quería vivir como una
virgen, ella le responde: “¿Acaso está mal ser templo de la pureza?”. Después de esta respuesta ella y dos compañeros
que la defendieron fueron decapitados. Después de su muerte se vieron tres luces, dos rojas y una blanca, que rodeaban
los cuerpos de los mártires, y algunos no cristianos vieron tres globos de luz en el cielo. Juan Pablo II la agregó a la lista
de los mártires a canonizar el 1 de octubre del 2000. Murió por su amor a Cristo, murió porque no hubo nadie que le
haya sabido responder a su pregunta: “¿Acaso está mal ser templo de la pureza?...”

(Corregir)
  El Silencio de Dios
Cuenta una antigua Leyenda Noruega, acerca de un hombre llamado Haakon, quien cuidaba una ermita. A ella
acudía la gente a orar con mucha devoción. En esta ermita había una cruz muy antigua. Muchos acudían ahí para pedirle
a Cristo algún milagro.
Un día el ermitaño Haakon quiso pedirle un favor. Lo impulsaba un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la
cruz y dijo: "Señor, quiero padecer por ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz". Y se quedó fijo
con la mirada puesta en la Efigie,  como esperando la respuesta. El Señor abrió sus  labios y habló. Sus palabras cayeron
de lo alto, susurrantes y amonestadoras: "Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con  una condición". ¿Cuál,
Señor?,  - preguntó con acento suplicante Haakon. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda,
Señor!, - respondió el  viejo ermitaño.
-Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que  veas, has de guardarte en silencio siempre. Haakon contestó: "Os lo
prometo, Señor!" Y sé efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al  ermitaño, colgado con los
clavos en la Cruz.  El Señor ocupaba el puesto de Haakon.  Y este por largo tiempo cumplió el compromiso.  A nadie
dijo nada.
Pero un día, llegó un rico, después de haber  orado, dejó allí olvidada su cartera.  Haakon lo vio y calló.
Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo
nada cuando un muchacho se  postró ante el poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje. Pero
en ese  momento volvió a entrar el rico en busca de la cartera.  Al no hallarla, pensó que el muchacho se la  había
apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo: “¡Dame la cartera que me has robado!”. El joven sorprendido,
replicó:  ¡No he robado ninguna cartera!. ¡No mientas, devuélvemela enseguida!. Le repito que no he agarrado ninguna
cartera!  afirmó el muchacho. El rico arremetió, furioso contra él. Sonó entonces una voz fuerte:  ¡Detente!........ El rico
miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba.
Haakon, que no pudo permanecer en silencio, gritó, y defendió al joven, increpó al rico por la falsa acusación. 
Este quedó anonadado, y salió de la Ermita. El joven salió también porque tenía prisa para  emprender su viaje.
Cuando la Ermita quedó a solas, Cristo se dirigió  a su siervo y le dijo: Baja de la Cruz. No sirves para ocupar
mi puesto. No has sabido guardar silencio". “ Señor, - dijo Haakon - ,  ¿Cómo iba a permitir esa injusticia?".  Se
cambiaron los oficios. Jesús ocupó la Cruz de nuevo y el ermitaño se quedó ante la Cruz. El Señor siguió hablando: “Tú
no sabías que al rico le convenía perder la cartera, pues llevaba en ella el precio de la virginidad  de una joven mujer. El
pobre, por el contrario,  tenía necesidad de ese dinero e hizo bien en  llevárselo; en cuanto al muchacho que iba  a ser
golpeado, sus heridas le hubiesen impedido  realizar el viaje que para él resultaría fatal. Ahora, hace unos minutos acaba
de zozobrar el barco y él ha perdido la vida. Tu no sabías nada. Yo sí. Por eso callo. Y el Señor nuevamente guardó
silencio".
Muchas veces nos preguntamos ‘¿Porqué razón Dios no nos contesta?’.... ‘¿Porqué razón se pueda callado
Dios?’ Muchos de nosotros quisiéramos que él nos respondiera lo que deseamos oír...  pero, Dios no es así. Dios nos
responde aún con el silencio... Debemos aprender a escucharlo. Su Divino Silencio, son palabras destinadas a
convencernos de que Él sabe lo que esta  haciendo. En su silencio nos dice con amor: ¡CONFIAD EN MI, QUE SÉ
BIEN LO QUE DEBO HACER!
San Lorenzo Justiniano

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