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Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo,
naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan
su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine,
me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora
confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo
mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm.
¿Cómo resolver esa contradicción?
De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son
“Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”,
“El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung
Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de
manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la
par de la luna que está en los cielos.