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Carece de

madurez
por

Tony Zalazar

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Carece de madurez
1- Cagamos desde el Paraíso
2- Señorita, me ensucié
3- Carece de madurez
4- Así se mata una gallina
5- ¿Yo Monaguillo?
6- Le hice la cola a tu mamá por $5
7- En nombre de Dios
8- Era una cola de caballo
9- Inatajable
10- Cómo olvidar a esa Bestia
11- Me hice el bombero voluntario
12- Eché manos al Street Fighter
13- ¿Testigo?
14- Podo y La Caduca
15- Despertares con Chelo
16- Los choripanes
17- Del Tanatorio a la plaza (ida y vuelta)
18- Actos de Habla

En busca del paraíso perdido

2
En este mundo, el del Paraíso perdido,
se aprende más del dolor, la cobardía y el miedo,
que del placer, el heroísmo y el coraje.

La experiencia del dolor, la cobardía y el miedo


son heridas abiertas para siempre. Cicatrices.
Tatuajes que no nos dejan olvidar.

Mario Trejo, El uso de la palabra

La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era
niño.
Friedrich Nietzsche

CAGAMOS DESDE EL PARAÍSO

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Teta le decíamos a mi primo Daniel. El apodo le quedó de rebote porque cuando
llegó de General San Martín no paraba de contar anécdotas de sus amigos de allá;
historias de Cabeza de León, de Cunita Quemada, de Víbora Seca pero sobre todo,
historias del omnipresente Teta e’ Mono. Todos para él éramos Teta, espejos del Teta.
Entonces de tanto repetir le quedó ese sobrenombre.
Teta había repetido sexto grado por su mala junta, entonces su mamá, mi tía
Clara, lo mandó a que recurse conmigo, que nunca había repetido y que debía ser su
ejemplo, su guía. Sin embargo sucedió todo lo contrario. Teta era salvaje y pícaro, y eso
bastó para que mis amigos y yo nos sometiéramos a sus maldades. Él trajo a
Barranqueras los juegos y trucos del interior, nos enseñó a armar arcos y flechas con
maderitas, ramas de lapacho, clavos y cámaras de bicicleta; con bolsas de nylon y paja
hacíamos barriletes que remontábamos más allá de los cables de alta tensión y los
soltábamos para perseguirlos, patas al suelo y ojos al cielo, en su caída descontrolada.
Nos mostró que la ciudad ofrecía muchos espacios verdes y buena fauna para
experimentar. Era nuestro baqueano en una ciudad inmadura.
Con las manos cóncavas nos reveló cómo capturar las abejas que revoloteaban
sobre las flores de borraja, cómo tenerlas encerradas en las manos sin que nos picaran y
sentir el zumbido desesperado de los insectos antes de soltarlos. A mí al principio no me
salía, y sufrí un dedo gordo súper engordado por el veneno de mi prisionera. También
en el índice otra me dejó su aguijón. Pero él nos hacía insistir hasta que aprendíamos a
manejarlas sin miedo.
Una noche, también con la misma técnica, me enseñó a levantar tizones de brasa
y agitarlos dentro de las manos cóncavas sin que me quemaran. “Así tenés que hacer”,
me dijo, y en la oscuridad sacó del brasero un tizoncito que empezó a agitar hasta
excitarlo al naranja vivo. Hacía un frío tremendo, las chapas crujían y transpiraban sus
gotitas heladas sobre la frazada que mamá había puesto contra el techo. Pero eso no nos
calentaba. Nosotros meta a excitar bracitas en la pieza —en la velocidad está el truco
para que no te quemen— hasta que una se trabó entre mis manos y chamuscó mis dedos
índice y meñique. Me la banqué sin gritar, para que no nos escucharan en la piecita de al
lado y se viniera el reto. Después intenté ocultar también la rifocina y la cicatriz.
De todas las cicatrices que me hice junto a él, o por culpa suya, la más grande y
menos evidente es la de la planta del pie izquierdo. Fue la noche en que hondeamos a un
colectivo que pasaba por el macadam y tuvimos que escondernos en el montecito. Teta
me dijo: “Vamos a buscar frutitas, así no se rompen los vidrios, no nos sigue la policía y
nos sacamos las ganas”. Era razonable. Esperamos que la policía desistiera de nuestra
búsqueda, molestara a otros pendejitos del barrio que no tenían nada que ver y nos
dejara paso libre para trepar al paraíso que estaba al costado del macadam.
Subimos y empezamos a llenar las cartucheras de frutitas. Él se trepaba más alto
y desde ahí me escupía y tiraba frutitas. Hasta que se le ocurrió empezar a mear. El
guacho me mojó un poco la cabeza y me obligó a correrme por la rama hasta casi el
centro del macadam. “A que no te animás a mear como yo”, me dijo, y yo
inmediatamente saqué mi penecito y lo incentivé con caricias en la cabeza. Me salió un
chorro campechano y potente. Se notaban bien en la calle nuestros meos, el mío era el
más grande. Esto lo obligó a bajar hasta mi rama y a bajarse los pantalones. “Ahora
vamos a hacer esto”, me dijo, se acuclilló y como una paloma largó su guano. El sorete
se estampilló en el piso y quedó ahí medio aplastado. Era negro y duro, por el hierro que

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tenía que tomar para superar su anemia. Lo veíamos desde arriba y reíamos. Yo no me
atrevía a bajarme los pantalones y menos a cagar delante de él. “Dale no seas maraca,
echate una caca desde acá. ¡Dale!”, me ordenó, y amagó un empujón.
Me bajé rápido el pantaloncito y empecé a hacer fuerza. Roja mi cara y nada
salía. Hasta que siento la piedra pujar, se va dilatando la cuestión. Asoma la cabecita y
salta el soretón. Me alivio, sonrío y escucho un frenazo. Lo veo a Teta más mono que
nunca desplazarse entre las ramas y caer en la orilla del montecito. Se pierde en la
oscuridad. Veo el Falcon con las balizas encendidas estacionarse al costado de la calle.
Intento imitar a mi primo, me balanceo entre ramas y salto. “Ayyy”, caigo y grito sobre
el culo de una botella. Los hombres del barrio se juntan a tomar bajo la sombra del
paraíso y la borrachera los lleva a romper sus botellitas y dejar los vidrios por ahí.
“Ayyy”, no me duele pero grito. Rengueo. Quiero huir para el montecito. Me agarra un
policía de los pelos. “¿Vos nos cagaste el auto?”, me pregunta. “Fue sin querer”, le digo,
y ve que tengo el culo de botella incrustado en la pata. “Te lo merecés, por pelotudo”,
me dice, me da un tongo y se va hacia el auto. Yo me siento en el macadam y despacito
me saco el vidrio. A borbotones salta la sangre, veo cómo es el proceso. Primero sale
mucha sangre, chorros de sangre clarita y liviana, después se va cuajando, sangre espesa
y oscura, cuajos de sangre hasta frenar la hemorragia. No me duele. Me río y tengo
miedo. Veo cómo el policía pide un papel a los de adentro del auto, agarra mi sorete del
parabrisas y lo tira a un costado. Un charco de sangre me rodea. Ahí me ve un vecinito y
busca a mi madre. Teta viene con ella, me alza a caballito y me llevan a lavar la herida y
a dormir.
Teta ese año volvió a repetir, volvió a su pueblo y no lo volví a ver. Por
supuesto, yo también repetí mi sexto grado, el reposo me hizo perder el hilo de las
clases y la herida tardó en cicatrizar porque tardaron en llevarme a la salita. Cagamos
desde el paraíso y sufrimos las consecuencias.

¡SEÑORITA ME ENSUCIÉ !
“El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo”.
Gabriel García Márquez

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Cada vez que tengo que atender a Telmo me acuerdo de mi infortunio en el
jardín: tenía cinco años, un pantaloncito sin botón, un cuerpito escuálido y una mamá
que entonces había improvisado un cinto con el cordón de una zapatilla. Me ató el
cordón a la cintura, me dio las instrucciones para jalarlo si necesitaba ir al baño, y me
llevó al jardín. “Si no podés, pedile ayuda a tu señorita”, me advirtió antes de despedirse
en el portón.
Abro la puerta 71 y siento que eso era ser pobre, no lo que me toca vivir ahora,
con este viejo desahuciado en su cama nauseabunda. Tener un solo pantaloncito y estar
tan flaco no es culpa de uno, si se tiene cinco años. Pero esa vez, la causa de mi
desgracia no fue la pobreza de mis padres, sino mi propia miseria. Ese día había
devorado siete mandarinas seguidas, una tras otra, tan sólo para que mis hermanos no se
las comieran mientras yo estaba en el jardín. Eso es ser pobre, tener que convivir con
predadores cerca, creo, aunque también conozco a muchos chicos de la calle que
reciben las sobras del geriátrico y la comparten entre todos, hasta con sus perros. No, la
pobreza no es mezquindad.

La habitación del Viejo es reducida y blanca, entran justo la cama, la mesita de


luz y una silla de plástico, bajo la que pocas veces hay barro que limpiar. En la mesa de
luz está de nuevo la bandeja, con restos del puré de zapallo, el vasito de agua y las
cáscaras de una naranja. Telmo duerme como si estuviera muerto. Junto las cáscaras y
las meto en la bolsa de residuos. Me siento en la silla y sigo con el recuerdo de las
mandarinas: en ese tiempo no había cosa que me cegara más que sentarme en la vereda,
a orillas de la zanja, a comer mandarinas bajo el sol. Ese era mi lujo, mi diversión y
placer. A medida que las pelaba iba tirando las cáscaras al agua, para ver la reacción de
colores que el ácido encendía en la zanja, luego deshilachaba el fruto y de a dos me
comía sus gajos, jugaba un ratito con las semillas en la boca y después, con la lengua
entre los dientes, las impulsaba para que se hundieran y reflotaran en el agua verde.
Siete mandarinas seguidas comí aquel día. Fue mi record. Un exceso que sin duda
tendría como costo el desenlace previsible. Pero en ese tiempo no podía ver más allá del
goce inmediato. Y con la barriga infladísima, latiente del dulce jugo del hartazgo, me
dejé ajustar el pantalón con el cintito de mi madre y así, ajustado y feliz, me fui al
jardín.
La respiración de Telmo es imperceptible, y el sueño le da la apariencia de un
viejo dócil e indefenso, pero la camisa y la dentadura con que duerme hablan de su
terquedad y de su inútil poder. Aprovecho que duerme y sigo con el recuerdo, ya
cómico en la distancia, pero aún recurrente y punzante como la neurosis. Junto fuerzas
para cumplir con mi deber.
Tal como mi madre me había advertido, al toque del primer recreo necesité ir al
baño y tirar del cordón, pero no sé si lo hice muy fuerte o si el diablo metió la cola: el
nudo se complicó y no lo pude resolver. En la panza las mandarinas tronaban con su
tormenta ácida. Pensé en llamar a la señorita, pero, pero… No quería parecer pobre, eso
era. Ahora, después de veinticinco años lo entiendo, era la vergüenza de exhibir mi
pobreza bajo el uniforme lo que me había paralizado ese día. Por eso fue que fruncí todo
mi ser y al toque de timbre, silencioso y contracto, regresé al salón. No presté atención
al dibujo que teníamos que hacer con crayones —y eso que a mí me encantaba dibujar
—, no debía desconcentrarme por nada del mundo. Los gases me hacían cosquillas y el
canto de tripas era inocultable. En un momento mi amigo, el Gato García, me pidió un
crayón, y cuando se lo alcanzo no alcanzo a contener un pedito y tras él otro y otro con
agüita, con más agüita y ya con olor. Duro me quedo sin saber qué hacer. “Gato vení”,
le digo, “no le cuentes a nadie”, y le susurro al oído “me hice caca”. Gato por fin

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encuentra algo para rebajarme y como en un teléfono cortado larga el chisme, que justo
ese día no se tergiversa. Veo las caras de mis compañeritos fruncirse y sonreír. Entonces
no me queda otra, me paro y voy hasta la maestra. Con mi cara más encantadora le
expongo: “Señorita me ensucié”. No sé de dónde me salió tal eufemismo, nunca antes ni
tampoco después pude repetir el recurso con tanta precisión. La señorita desorientada
me mira el guardapolvo, me lo palpa. “Dónde papito, dónde. No estás sucio”, me
asegura. “¡Me ensucié!”, le repito, pero esta vez con la carita fruncida y casi llorando.
“No, si no te ensuciaste nad…” me quiere consolar sin aún sentir el olor. Pero cuando
ya lo siente… “Me caguéee”, le aclaro llorando de espaldas a mis compañeritos. Ella me
agarra de la nuca y me saca del salón.

Ya es hora y suave lo sacudo a Telmo, el viejo no resucita. “Don Telmo arriba


que recién son las ocho, arriba… dele”. Lo muevo con un poco más de energía y Telmo
reacciona de golpe: “Bien parados… Buen día”, grita alzando el torso como si la cama
lo hubiese empujado. “Tomen asiento. 1, 2, 3, 4, 5…”. Le sigo la corriente y saludo de
pie al maestro caduco, repito los números ya desde la silla. “Ahora las vocales: a, e, i, o,
u”. Las repito casi con piedad y me acerco a Telmo. Le apoyo una mano en el pecho, lo
masajeo. Telmo se calma y lentamente vuelve a recostarse. “Vamos a cambiar el pañal
Profe, para que duerma tranquilo”, le anuncio y le estiro despacito el pantalón. El viejo
vuelve a erguirse y forcejea un poco, es el mismo rito de todas las noches. Telmo se
resiste; me empuja, pellizca e insulta. Luego llora y lamenta su destino de mierda.
Repite a los gritos los números y las vocales, como poseído por el demonio del deber, y
al final cierra los ojos llorosos y tiembla. “Me quiero morir, me quiero morir”, susurra,
“ayudame nene, ayudame”. Yo termino de bajarle el pantalón, desprendo los abrojos y
lo limpio, ahí soy yo el que apenas respira, el que se quiere morir. La pobreza es una
mierda pienso por un sueldo de mierda, tener que limpiarle el culo a un desconocido,
que me hace de perfecto espejo. ¿Estoy estudiando el profesorado para esto? Lo cubro
con la frazada. ¿Quién dijo que la mierda no vale? Recojo la bandeja y apago la luz hay
que tener valor para no abandonar a un viejo cierro la puerta y la próxima quizás me
anime y lo ayude a cagar del todo.

CARECE DE MADUREZ
“Dos excesos deben evitarse en la educación de la juventud; demasiada severidad, y demasiada
dulzura”.
Platón

Para una persona apenas inteligente, dócil y sin aspiraciones sofisticadas, pasar
del pupitre al escritorio es sólo cuestión de tiempo. Hay que tener un carácter

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impermeable, no involucrarse afectivamente con los chicos y dejar que sus conflictos
maduren solos, sus conflictos amorosos y conductuales. Esto lo aprendí de mis maestras
modelos, que de chiquito me incentivaron en todo.
Cuando me encontraba del otro lado del escritorio, y era un niño algo avispado
—según mi señorita—, hubo dos personas que signaron este destino de guardapolvo y
tiza. Una fue Dora Rodríguez, y la otra Judith Melamed. Las tuve a las dos en el mismo
año y las dos me enseñaron mucho. Quisiera recordarlas siempre.
Dora, mi maestra de sexto, era un elefante bípedo, un mastodonte blanco que te
podía aplastar en cualquier momento, pero su voz atiplada y clarita hacía que todo ese
temor-temblor infundido por su cuerpo, disminuya y se degrade en simple respeto.
Quizás por esta razón hablaba tan poco —es un peligro no contar con el temor de los
chicos en un grado tan caótico— y desde el escritorio controlaba en silencio nuestro
simulado esmero. Decía lo justo y esperaba que trabajemos con la duda de quererla o
no.
Yo salí de la duda el día en que abrió los ventanales del grado y dijo: “¡Vuelen!
Hoy van a escribir acerca de lo que sienten al mirar por la ventana”. Y todos se
apelmazaron en las aberturas, a mi lado, sin entender la propuesta. Cuando ordenó que
ya era suficiente y cada cual volvió a su pupitre empecé a escribir algo que me hacía
cosquillitas en las mejillas y que al leerlo me hizo lagrimear. Era algo acerca de un
pájaro que cruza como acariciando el aire y rozando con sus alas la libertad, esas tres
palabras seguro estaban —pájaro aire libertad—. Dora leyó mi producción y me llamó a
su lado, me acarició la cabeza y preguntó cómo escribí eso. “Me salió nomás”, le dije.
Ella llamó a otras maestras y les leyó lo mío. Todas me acariciaron y felicitaron por lo
hermoso del poema. Ese día comprendí el poder de la palabra, y vi cómo hasta la mole
de guardapolvo blanco se enternece y conmueve con las palabras indicadas. Desde ese
día fui el pájaro y ella el aire que me daba libertad.
Otra cosa que recuerdo de Dora, y esto quizás no la deje tan bien parada, fue el
día en que nos dio permiso para moler a golpes a Comegato, el grandulón del curso.
Este chico había repetido dos o tres veces el sexto grado, nos sacaba tres cabezas a
todos y también nos sacaba los útiles y las golosinas. A mí me había robado una lupa
con la que perseguía hormiguitas en los recreos; se divertía como loco apurando a los
bichitos con la aguzada luz del sol, lo hacía hasta reventarles el culo ácido y ver la
espumita que manaban. Cuando le reclamé mi lupa Comegato me alzó del guardapolvo
y me colgó del gancho donde iban las mochilas. Ahí acabó mi reclamo (no todos los
gigantes se conmueven con palabras, deduje). Le decían Comegato porque él se
enorgullecía al contar cómo había matado a los siete gatitos que había tenido su gata. A
uno decía que lo metió en el lavarropas, a otro que le reventó el cráneo con un martillo,
con otro usó el fuego… y hacía los gestos y sonidos de los gatitos al morir. Su cara era
de caricatura; los paletones salientes, los ojos siempre turulatos y el corte taza.
Comegato se llamaba Jorge Castillo, y así lo llamábamos todos, Comegato le decíamos
a sus espaldas para quejarnos de lo que nos quitaba.
El día del permiso fue su fin. Le había robado plata a la maestra y un lápiz con
cabeza borradora que era de su hijo. Cuando Dora preguntó quién había tocado sus
cosas todos supimos que Comegato había cometido el error esperado, pero nadie se
animó a inculparlo. Por suerte, él solito se hundió con una teoría de duendes que hacen
invisibles las cosas o las ponen en otro lugar. Ahí fue que le engordó la voz a Dora y le
gritó que los duendes no existen y que si pudiera le rompería el alma a cachetazos. Ahí
Tito intervino: “¿Quiere que lo hagamos nosotros seño?”. Y todos coreamos “dale
dale”. Dora nos sujetó diciendo que en el aula era ella la responsable de todo lo que nos
pasara, “pero en el recreo no puedo estar cuidándolos a todos”, dijo con doble intención.

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Tito, que no sabía de sutilezas, preguntó: “¿Quiere que lo castiguemos en el recreo?”. Y
Dora dijo “hagan lo quieran, en el recreo son libres”. Comegato, soberbio, “Si se
animan” incitó. “Ahora vas a ver”, replicó Tito y “Sí, ahora vas a ver”, repetimos
algunos.
Tocó el timbre y Dora se incorporó, lenta como siempre, alzó sus bolsos y se
retiró con una sonrisa burlona. Comegato se paró primero y ganó el patio. Detrás de él,
en escandaloso malón, íbamos anunciando su golpiza. Lo corrimos dos vueltas a la
escuela, hasta que tropezó y todos caímos encima de él con patadas y puñetazos, lo
golpeamos hasta que empezó a brotar sangre de su nariz y boca. Ahí sólo fueron
insultos los que le propinamos. Y recién ahí fue que él lloró. Se levantó y fue hasta un
árbol del patio, al paraíso sombrilla, se abrazó al tronco y lloró, desconsoladamente
lloró. Algunos nos acercamos e intentamos tranquilizarlo. Él no paraba de llorar y los
mocos le caían a la boca. Escupía moco y sangre. “Ya está Jorge, no te vamos a pegar
más, si vos no nos molestás”, le dije yo, y “No llores, maricón”, le dijo Jaime.
Comegato levantó una mano, arrancó hojas del árbol y comenzó a mascarlas. Ante esa
amargura le apoyamos las manos en el hombro y él tembló convulso. Gemía y mascaba.
Miraba al piso, su gargajo rojo y flemático sobre la yerba seca. “Ahora vamos y le
devolvés la plata a la seño, a ver si nos compra un juguito”. Comegato sonrió y escupió
sobre su gargajo rojo otro verde, los dientes también los tenía verdes por la savia de las
hojas que había masticado. Con la cabeza gacha fuimos hasta el grado y luego hasta la
sala de maestros. Comegato devolvió el dinero y el lápiz. Dora nos agradeció pero no
nos dio recompensa. Jorge compró los juguitos y desde ese día dejó de golpearnos. El
dolor le enseñó la fuerza de la democracia.
Ese trimestre terminé con notas muy buenas y en observaciones Dora asentó
que yo era Sociable y Muy Buen compañero.
A mitad de año, Dora tomó licencia y apareció Judith. Apareció para que Dora
no fuera siquiera una gorda haragana, una tipa que apañaba a algunos y castigaba a otros
según su conveniencia. Apareció para que Dora sea olvidada por completo. Judith era
joven, rubia y dinámica, controlaba las tareas banco por banco, y era hermosa. Me
enamoró en la primera clase y no sabía qué hacer para distinguirme. Las tareas me las
corregía como a cualquier otro chiquillo del grado; los dibujitos y obsequios los recibía
con desdén, y cuando quería acercarme cariñosamente, me alejaba con las manos
extendidas, como con asco. No sabía qué hacer para que tan sólo una de las tantas
caricias que le había sacado a Dora saliera de las manos de Judith. Le escribí un poema
en que mis manos eran pájaros y ella un cielo rubio, pero no tuvo el efecto esperado.
“La sonrisa es un sol en su cara de muchas nubes”, escribí en el cuaderno y se lo mostré.
Ni así sonrió. Las palabras me mostraron sus límites y fueron insuficientes para captar
su atención, mi deseo máximo.
Había escuchado a mi hermano contar cómo un amigo suyo, más de una vez,
había logrado evitar exámenes fingiendo ataques de epilepsia; se tiraba al piso y entraba
en convulsión, los profesores no sabían qué hacer y corrían en busca de ayuda, y al final
del show el vago guiñaba un ojo a mi hermano mientras los docentes y directivos lo
sacaban alzado del salón. Hasta que un día guiñó el ojo, lo cerró y no lo abrió nunca
más. El ataque había sido cierto y certero. Aunque me muriese, ésa era la única chance
que tenía de atraer a Judith, entonces me tiré al piso y empecé a temblar. Ella se acercó,
me miró con desprecio y me dio dos pataditas en las costillas: “A su lugar Saucedo,
rápido vaya a su banco”. Intenté agudizar el temblequeo pero no hubo caso, tuve que
volver vencido a mi lugar. Esa noche soñé con Judith y su rechazo fue doloroso. Estaba
ella rodeada de nosotros, la abrazábamos y besábamos como solíamos encimar a la
maestra de quinto, de pronto busqué su boca y ella esquivó el beso, enojada metió su

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mano entre los botones de mi guardapolvo y me agarró del pene, lo apretó fuerte y con
rabia hasta hacerlo crecer y endurecer, siguió apretándolo con furia hasta que oriné del
dolor. Desperté avergonzado. Mamá tuvo que sacar el colchón al patio y retarme una
vez más por mearle encima.
Cuando le conté el sueño a Marcelo, mi compañerito de banco, se rió y me dijo
“¿A vos también se te infla?”. Su pregunta incitó competencia inmediata. Levanté mi
guardapolvo, abrí el cierre del vaquero y empecé a estirar mi penecito. Marcelo hizo lo
mismo. De a poco fueron inflándose los penes. En eso, cuando comprobábamos que la
extensión del de Marcelo era superior a la del mío, pero que el mío era más gruesito,
Judith apareció de la nada en nuestra última fila. Un rictus de sorpresa y repugnancia
contrajo su cara, no supo qué hacer y se dio media vuelta. No contentos con la frustrada
competencia le pedimos permiso para ir al baño y ver de raíz nuestros estimulados
penes. Judith accedió sin mirarnos. Ese trimestre no aprobé y en el casillero de
observaciones ella escribió con rojo: “Carece de Madurez”.
No sé qué le dijo Judith a mamá en la reunión de tutores, muchos padres estaban
disconformes con las notas y observaciones puestas por la maestra. Estoy seguro de que
mamá habrá reclamado, le habrá mostrado mi nota anterior y le habrá dicho que yo era
un buen chico, que hacía los mandados y que me llevaba muy bien con mis hermanos,
pero no sé qué le habrá contestado Judith. Lo cierto es que mamá me echó de su cama
de dos plazas, como también echaron a Judith de la escuela, y al fin volvió Dora. Volvió
para que mis palabras recuperaran sentido y repercutieran en tiernas caricias sobre mi
cabecita inmadura.

ASÍ SE MATA UNA GALLINA


“Los hombres son crueles, pero el hombre es bueno”.
Rabindranath Tagore

Llegué temprano, a eso de las seis y media ya estuve en casa de Jaime, con la
honda y la bolsita llena de balines. Jaime sacó de abajo de su cama un tetrabrik con
canto rodado y algunas balitas. “Si cazamos unas cuantas picus mi vieja nos hace un
guiso”, me dijo, y la mamá desde el comedor nos llamó con matecocido y panes
tibiecitos en la mesa. Ella se fue a trabajar y nosotros, una vez acabado el desayuno,
también salimos a nuestra faena.
Nos internamos en el monte y, sigilosos entre árboles, con los ojos hacia el cielo,
buscamos las palomitas que habríamos de comer. El cuello se nos entumecía sin que ni
un pajarraco ofreciera su pecho a nuestra puntería. Caminamos toda la mañana con el
cuello duro y ni un gorrión matamos. Cuando volvíamos, una bandada de gallinas se
cruzó en nuestra derrota (la palabra bandada, ¿se puede usar para nombrar aves que no
vuelan?). “Y si le llevamos una de éstas a tu mamá para el guiso…”, le pregunté, y
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apunté mi honda a una de las gallinas. “No la vas a matar”, me dijo Jaime, “no le hacen
nada los balines”. “A que sí”, le dije, y estiré con fuerza mi honda de doble zonda.
Apunté bien y di en la cabeza, el animal dio dos vueltas en el piso y alborotó al resto.
“Viste que sí”, le dije, pero la gallina se incorporó atontada. Entre los dos comenzamos
a hondear a todos los pollos del vecino. Tres alzaron vuelo, cruzaron un muro de dos
metros y fueron a parar al gallinero de Jaime. “Vamos a esperar que se tranquilicen y
después te enseño cómo se mata una gallina”. Seguimos buscando palomitas en el barrio
pero no dimos con ninguna. “Es el día”, me dijo Jaime, “cuando está nublado no sé
dónde se meten las guachas”.
Él conocía sus pollos y me indicó: “Aquella es a la que le diste el balinazo, ese
gallo no es mío ni aquella tampoco”. Empezamos la persecución y el gallo huyó
primero, después escapó la gallinita y quedó sólo la herida. Fue fácil capturarla. Entre el
cloqueo espantoso salimos del gallinero y fuimos al baldío aledaño, ahí Jaime me dijo,
“así se mata una gallina”, y comenzó a retorcerle el cuello, tres vueltas o cuatro le dio y
la cabeza de la gallina quedó colgando fláccida del cuerpo. “A ver tirala al piso”, le dije
y cargué un balín en la cuerina de mi honda. “Yo te voy a enseñar cómo se mata una
gallina”, dije, le apunté a la cabeza y por un instante dudé en soltar el balín. Apenas
brotó algo de sangre de su pico con el impacto y quedó el animal tendido. Me dio asco o
miedo lo que había hecho y creo que a Jaime también. “Ahora hay que hervir agua y
desplumarla antes de que venga mi mamá o si no se va a dar cuenta de que es ajena y
me va a castigar”. Fue lo más cruel que había hecho hasta ese momento y no quería
seguir aprendiendo. “Vamos a enterrarla”, le dije. “No, llevala a tu casa y decile a tu
mamá que la encontraste tirada, que le chocó un carro o algo así, no hay que matar por
matar”. No soy de discutir, entonces me la metí dentro de la campera, cerré el cierre y
me despedí.
Con las dos manos en los bolsillos sostenía el cuerpo de la gallina contra mi
pecho, su cabeza colgaba entre los dientes del cierre, cerca de mi cuello. Caminaba con
culpa mirando hacia todos lados, sentía que la gallina se movía pero no me detuve a
comprobar si era paranoia o si en verdad estaba viva. Atravesé el barrio que distaba de
mi casa y no sabía cómo entrar a la galería donde se escuchaban las voces de mi mamá
y de mi abuela
“Mirá lo que encontré mamita”, dije con voz quebrada al abrir la campera y
dejar que la gallina se desplomara en el piso. Mi oreja recibió los tirones hacia arriba y
mi voz confesó entre llantos la cacería. “Yo no quiero un hijo chorro”, gritó mamá y
empezó darme sopapos en los antebrazos con que me cubría el rostro. “Listo Carmen”,
ordenó mi abuela y se acercó al animal. “No va a morir si la metés bajo una olla en la
oscuridad”. De la oreja mamá me arrastró hasta la olla de los locros y me empujó al
deber.
Con la gallina en una mano y la olla en la otra me metí en el galpón, y con
confianza hice lo indicado. Mi abuela se había criado en el campo y tenía soluciones
mágicas que pocas veces fallaban. Volví y me abracé a la anciana agradecido por
haberme salvado de la paliza y por la esperanza de salvar al animal de mi
remordimiento. La crueldad es la fuerza de los cobardes, dice un proverbio, y yo de esa
fuerza aprendía mis límites.
Curioso del efecto mágico de la olla volví a las dos horas al galpón. El milagro
arrancaba con un huevo. La gallina moribunda había puesto un huevo en la oscuridad.
Se lo quité y corrí hasta mi abuela que lo recibió sonriente y como en una publicidad
comparativa dijo: “Estos son mejores que los blancos que te venden en el kiosco”,
mientras sostenía entre pulgar e índice el huevito, “ahora te voy a hacer un cote”.

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A la siesta con un tenedor le hizo un orificio al huevo y dejó que lenta cayera la
clara en el plato hondo, luego la batió con el mismo tenedor hasta el punto nieve y
después cascó el huevo en el borde metálico del plato para que el naranja potente de la
yema cayera en la espuma de la clara, le agregó azúcar y siguió batiendo hasta llevarse
el tenedor a la boca, probar la pócima y convidarme con trocitos de pan.
A los dos días la gallina ya se incorporaba, seguía poniendo huevos, pero su
cabeza quedaba colgando a un costado. Ahí mi abuela ordenó atarle una tablita que la
sostuviera. Sus soluciones, amén de mágicas, eran económicas. “Ésta va a necesitar un
compañero”, dijo un día, y al otro apareció con un gallito bataraz, hermoso para mí pero
no para mi gallina. El gallo lo único que hacía era perseguir a la malherida e intentar
montarla. Desplegaba todo el colorido de su plumaje y en puntitas de pata le daba
vueltas alrededor hasta saltarle encima, prender su pico en el cuello de la pobre y caer
eyaculando en el aire. Mi abuela ordenó que la dejara una semana más bajo la olla,
porque sufría mucho los embates del gallito salaz.
Cuando se recuperó casi del todo, dormía con el gallo en la planta de durazno, al
caer las sombras ambos aleteaban y alcanzaban la rama más baja de la planta. Al
amanecer, antes de ir a la escuela, los iba a ver y encontraba siempre un huevo en el
piso. Se lo entregaba a mamá para que me lo hiciera frito o duro. O se lo daba a mi
abuela, que me enseñó el huevo poché y me había gustado tanto como el cote. La vieja
tenía el poder de hacerme comer huevos crudos o cocinados con el mismo gusto y
placer.
Y así como sabía hacerme comer con deleite, también me enseñó a que yo
alimentara a mis pollos con la misma afición. Primero les tiraba granos de maíz cerca de
mis pies y ellos, temerosos, venían a picotear y huían. Después se los di en un balde y
ellos, ahora con confianza, comían y se dejaban acariciar, hasta que finalmente
picoteaban de mi mano. No encontré hasta ahora nada más raro y atractivo al tacto que
el buche de un pollo lleno de maíz. Los sopesaba y removía con gusto todas las tardes.
Un día mi abuela dijo que había que dejar de comer los huevos y guardarlos en
un lugar oscuro y cálido. Mi hermano, con tejido y palos, les hizo un gallinero en el
fondo del patio. Yo también colaboré y con un cajón de manzana y yuyos le hice la
cama a mi gallinita. Y cuando conté más de diez huevos, mi abuela ordenó que se los
pusiera ahí y que dejara afuera al gallo. La gallina entendió que debía empollarlos, y
antes del mes ya tenía pollitos piando bajo sus alas. Al poco tiempo ya andaban por el
patio escarbando planteros y tentando al gato, que una tarde, sin miedo al gallito inflado
en defensa de sus críos, dejó tres pollitos de los ocho que habían sido. Estos tres
lograron crecer y ser hembras del gallo padre. Así hubo más huevos y menos plantas en
el jardín de mamá. Y yo me perfilaba como granjero. Tres generaciones de pollos ayudé
a crecer en ese año, pero llegó el viaje de egresados y, junto con los pececitos de colores
malvendidos, los pollos me pagaron parte del pasaje a Carlos Paz. Esa fue mi venta de
los años ’90 y la verdadera muerte de mi gallina.

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¿YO MONAGUILLO ?
“Yo duermo, pero mi corazón vigila”.
Cantar de los cantares

Yo a la izquierda del Padre Andrés, vestido con el alba y peinadito al costado,


con gel. Es la misa y enfrente está el barrio de pie. En primera fila, amigos que se
embizcan, sacan disimuladamente la lengua o se meten el dedo en la nariz. Me tientan,
es el jueguito que practicamos desde que arrancó el catecismo. Mi comisura resiste,
pero desde el estómago la risa empieza a hacer cosquillas. Aun así sigo en pie, firme y
serio. El Padre habla solemne y la tentación pasa. Hasta que llega el momento crucial, el
rito que temo practicar mal. Nos arrodillamos. Todos se arrodillan …este es mi cuerpo
que será entregado por ustedes… Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza
Nueva y Eterna, que será derramada por ustedes y por todos para el perdón de los
pecados… Haced esto en conmemoración mía…
“La campanita Mateo, ¡tocá la campanita!”, me dice cascarrabias el Padre.
“¡Dale nene! ¡Tocala!”.
Yo la empiezo a sacudir pero su sonido es lento y seco: “Tac…Tac…Tac”,
parejo, un ruido duro, isócrono, indebido. Desesperado la agito, “tilín tilín tilín” tiene
que hacer, pero suena seco “Tac…” lento, “Tac…” pausado, “Tac…”. El Padre furioso
se me acerca de rodillas, me agarra del alba y empieza a zamarrearme.
“Despertate Mateo, escuchá”, me despierto y es mi hermano el que me zamarrea.
“Tac… Tac…Tac…”, suena afuera un prolijo golpeteo. Yo en calzoncillos me refriego
el sueño de los ojos y le pregunto qué es.
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“Splinter se volvió loco. Le está dando con una azada a la Kawasaki del socio.
Vení vamo’ a ver”.
Shortcito y remerita y estamos trepando el mango para ver lo que hace el vecino
tras el muro, en el patio de su ex casa.
“Cristina por las dudas, ¿no tenés un fosforito? Es una lástima cómo pierde nafta
esta moto”, dice el viejo, y ¡Tac…! le da un azadazo a la moto. ¡Tac…! “De verdad
Cristina”, ¡Tac…! “Es una lástima…” ¡Tac…! “Pasame por la ventana un fosforito”.
“Quedate acá, yo le voy chiflar al viejo a ver si la corta”, dice mi hermano y
salta del árbol para cruzar la calle. Cuando llega al portón ambos vemos a la amiga de
las hijas de Splinter que viene de lo más tranquila, seguramente del boliche. Es una
chica pálida, rellenita, de cabello largo y negro… mueve muy bien su culo al caminar.
Mi hermano la intercepta, le muestra lo que está pasando y la trae hacia casa. Yo salto
del árbol y la asusto sin querer. En realidad quería sorprenderla, pero ella ya estaba
sorprendida. Mi hermano le habla y le saca sonrisas, la tranquiliza. Ella se suelta y dice
que tiene un hambre y que se hace pis. También suelta un aliento vinoso.
“Vení, pasá al baño. No hagas ruido que mis viejos duermen”, le dice mi
hermano y del brazo la lleva al baño. Yo sonrío y él me guiña un ojo. Ella sonriendo
entra al baño. Mi hermano le cierra la puerta sin hacer ruido y se arrodilla a la par mía.
Me codea para adueñarse de la cerradura.
“Uh mirá qué peludita”, dice mi hermano y me convida el ojito de la puerta. La
mina saca el papel higiénico, lo lía en su mano izquierda y lo mete entre sus piernas, lo
sube y baja un par de veces, lo saca y arroja al cestito. Se para y es cierto, es muy
velloso su pubis, muy bello. Amén me digo, tras haberle visto la cara a Dios.
Se levanta la bombacha y el pantalón, prende el botón y viene hacia mí. Me paro
rápido, con cosquillitas en el vientre. La sonrisa me delata. Ella sigilosa abre la puerta y
mi hermano, no sé cómo hizo, la recibe con un pan. Ella acepta sonriendo y él le dice
que va a rescatar a sus amigas y que se quede conmigo, que yo la voy a cuidar. Ambas
cosas suenan falsas pero estamos de prodigios.
Lo acompañamos hasta la vereda y mientras mi hermano cruza la calle yo le
ofrezco a la gordita subir al árbol para ver mejor. Le muestro cómo trepar, pero ella no
puede. Le hago piecito y me roza la cara con el culo hermoso. Tengo once años y la
fuerza suficiente para elevarla desde las nalgas. Trepa y trepo. Por entre las hojas vemos
la espalda de mi hermano en el portón y el perfil de Splinter que, ahora con una pala de
punta, le dice a su ex mujer que si no le da vergüenza estar con un tipo tan cagón, que ni
su moto cuida, cómo la va a cuidar a ella y ¡Tac…! le da a la moto ninja.
“Tscht… tscht”, hace mi hermano
Splinter se da vuelta y arrastrando la pala empieza a caminar hacia el portón.
“Marce, tiene una pala”, le advierto desde el árbol. Con la palma de la mano
izquierda al lado de su cadera, mi hermano me hace la seña de que me calle y quede
tranquilo. Splinter hace hablar a la pala con su arrastre en las partes de cemento del
patio.
“¿Qué pasa hermano que no nos dejás dormir?”, le dice amistosamente mi
hermano.
“¿Qué te pasa a vos? ¿Sabés que tengo certificado de loco?”.
“Pará tranquilizate. Escuché ruido y me preocupé. ¿Qué pasa?”, responde mi
hermano dando pasos hacia atrás.
“Si yo te hundo esta pala en la cabeza al otro día estoy en la calle. ¿Sabés por
qué? Porque estoy loco, re loco”, afirma con el cabo de la pala en el hombro y
avanzando más rápido hacia mi hermano. Yo me asusto. No sé qué hacer. Salto del

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árbol y agarro medio ladrillo. Mi hermano sonríe, me mira y vuelve a hacer la seña de
“pará”.
Y así, en cámara lenta, salen a la calle, se miden cada movimiento; Spliter
avanza un paso y mi hermano retrocede otro, llegan al medio de la calle y empiezan a
ascender hacia el macadam, lentamente. Sólo se miran, y en eso mi hermano descubre
que detrás del tipo se aproxima un bulto, a toda velocidad crece el bulto, interpreta que
vienen en su ayuda, intenta distraerlo y le dice que él no quiere que le pase nada, que ya
va a estar todo bien, y cuando espera el golpe en la espalda de Splinter ve cómo el bulto
se convierte en la hija mayor de Splinter que cruza a una velocidad insólita al lado de su
padre y grita: “A ver si tenés huevos ahora, hijo de puta”, y sigue su alocada carrera por
el macadam. Ni mi hermano ni Splinter entienden lo que pasa. Hasta que ambos
recuerdan que ése es el camino a la comisaría. Ahí Splinter baja la pala del hombro y le
pasa la mano a mi hermano, luego lo abraza y llora como un nene en su pecho: “Yo sé
que vos lo querés a mi hijo, cuidámelo a Huguito por favor”, le dice, y con el abrazo lo
empapa de lágrimas, nafta y vino.
Mi hermano se lo saca de encima y le sugiere que se vaya rápido, que ya va a
venir la policía. Splinter lo abraza una vez más. “El es el único que vale de esta familia
de mierda”, y zigzagueando baja la calle de tierra, se mete en la cuneta vacía y de entre
el pastizal saca una bicicletita de circo con la que huye a los tumbos.
La gordita corre a la casa de sus amigas y yo voy con mi hermano también a ver
qué pasó. Nos metemos en el patio y vemos la moto destruida. A su lado están el
machete y la azada. La gordita entreabre la puerta y vemos al dueño de la moto
agarrándose la cabeza con las dos manos y temblando de miedo. La ex mujer de Splinter
nos increpa: “¿Por qué no hicieron nada? Los vecinos de acá son una mierda”. Yo no
puedo creer lo que dice la tipa.
“Cuide la boca que nosotros los salvamos”, le responde mi hermano y me agarra
de la mano para sacarme de ahí. Estamos volviendo a casa, más que satisfechos por la
función. Pero antes de traspasar el portón de nuestra casa escuchamos un chistido. Es el
vecino de Splinter, Arismendi. Nos llama con señas y chistidos. Volvemos a cruzar la
calle y desde la vereda le contamos lo que pasó. Su mujer nos dice que todo el tiempo
Esteban estuvo apuntando a Splinter con su 22. “Si te hacía algo Chelito le disparaba”,
dice él, muy temerario. “Pero si estabas adentro del ropero, qué le ibas a pegar”, dice su
mujer y lo humilla. En eso las luces del patrullero lo anuncian. Esteban quiere abrirnos
el portón para evitar declaraciones, pero el portón está cerrado (atado) con un cable que
no puede desatar. Se acelera y no consigue abrirnos. En un rapto de desesperación
arranca el portón de cuajo. Es un portón de madera, hecho en la carpintería que quiere
hacer progresar en su patio, de ahí el ropero en el que se atrincheró como francotirador
y de ahí los esqueletos de canoas que apenas se ven en la oscuridad, y que durante el día
mi hermano se empeña en dar vida.
Entramos y escuchamos los gritos de la ex mujer de Splinter: “¡Vecinos de
mierda, cagones!”. Arismendi vio que mi hermano hizo algo, pero mi hermano aclara:
“Si no fuera por nosotros Splinter le incendiaba la casa, qué habla esta bocona”. Nos
reímos y Esteban nos invita con una petaca de whisky. “Orín de Cristo”, digo, y pruebo
por primera vez una bebida espirituosa. Podemos retirarnos en paz.
Me acuesto y antes de dormir pienso en que todo es un sueño. Pero un sueño de
quién, me digo: ¿La venganza de un padre abandonado? ¿La pesadilla culposa de la
infiel? ¿El miedo del pata de lana? ¿La valentía de mi hermano? La vida es sueño, pero
de quién, me digo. Y la razón se me va.

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“Tilín tilín tilín”, suena la campanita. Me sacuden. No es el cura Andrés, es
mamá que me estira para que cumpla con el rito de ponerme de pie. Eeste es el
misteeerio de la feee… dice el cura, que un domingo más volvió a rechazarme por
adormilado.

LE HICE LA COLA A TU MAMÁ POR $5


A Juan D. Turraca, hermano y maestro.

Pasa el tiempo y uno debiera madurar, esconderse bajo capas de pudor. Sin
embargo, con el paso del tiempo también uno se relaja, y cosas que le parecían
inconfesables, las cuenta con desenfado y hasta con regocijo. Y adiviná qué… hace
unos cuantos veranos… ¡Le hice la cola a tu mamá por $5!
Te lo cuento ahora sólo por recordar lo inocente que éramos, y tal vez por algo
de sadismo o revancha con el pasado. En ese tiempo un peso pesaba un dólar y nosotros
por $1,50 comprábamos cassettes vírgenes, los llenábamos de rock y los hacíamos sonar
en nuestro programa de radio. Qué dichosos éramos en nuestro estúpido compromiso
con el rock.

Todo empezó aquella ferviente tarde de marzo, cuando ella sin rodeos me lo
pidió y yo acepté con gusto. ¡¡¡Eran tres cassettes de 90!!! Imaginate, seis discos nuevos
podía grabar para nuestro programa, que era lo único que nos interesaba. Vos hubieses
hecho lo mismo, aunque la plata nunca te faltó.
La noche previa no pude dormir por dos o más razones. Recuerdo la ansiedad y
recuerdo los 38 grados de sensación térmica. Bajo ese calor estuve tirado en la cama,
con el calzoncillo de River y sin sábanas. Desde las doce de la noche hasta las cinco y
media de la mañana, lo único que hice fue levantar las patas y apoyarlas en los ladrillos
que había dejado a la vista con unos martillazos —eso también era ser rocker—, y
mientras tenía las patas para arriba pensaba en cómo sería hacerle la cola a tu mamá.
Pensaba y transpiraba.
Solamente los mosquitos interrumpían las especulaciones. En un momento, uno
que se había chupado más sudor que sangre levantó vuelo de entre mis piernas. Lo seguí
con la vista y en eso me encontré con que dos arañas, de las de patas largas e
inofensivas, estaban copulando frenéticamente en majestuoso show eléctrico contra el
cielorraso, sus patitas como filamentos de focos temblaban cuando la energía las
iluminaba. Y como los focos, también presentaban cuerpitos redondos que apenas se
veían, trémulos de urgencia. Me entretuve en interpretar esa escena como premonitoria,
y justo cuando iba a ponerle banda de sonido al coito arácnido, cuando agarré el
desgastado cassette de Pearl Jam, la luz se cortó. La oscuridad anuló el 2x4 de mi
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piecita para hacerla ilimitada y aún más sofocante. El ventilador hace tiempo estaba en
corto circuito.
Inmediatamente comencé a tocarme las bolas; es siempre bueno estar descargado
cuando se tiene que cumplir con alguien. Aunque lo hice por otra cosa. ¿Alguna vez te
masturbaste sólo para matar el tiempo? Aquella fue una auténtica paja funeraria, que
veló treinta o cuarenta minutos de oscuridad y ansias. Me masturbé sin nadie en la
mente, y cada vez que iba a eyacular pensaba en tu mamá y en su pedido, y así extendía
el acto.
No recuerdo a qué hora volvió la luz, tan sólo sé que fue después de la tormenta,
de sus rayos y de su copiosa lluvia, y que sirvió perfectamente para que camuflara el
tiempo perdido entre los ladrillos vistos, sobre la cal. ¿Te acordás cómo lo gastabas al
Gusti por sus paredes manchadas? El loco se ponía coloradísimo cuando te burlabas de
él, no sabía qué decir y acusaba que la humedad de mi pared me salvaba, porque yo era
más pajero que él. Estoy seguro de que si ahora —pese a todo el destape y toda la
obscenidad de la época— le recordás esa historia, todavía se debe ruborizar. ¿Será
eterna la vergüenza del sexo expuesto? Y hablando de eso: ¿Te acordás del día en que
mi primito te tapó la boca? Vos lo estabas cargando por su hermana, que todavía no se
definía. “El picho de la gringa”, le decías, porque le gustaba mear parada. Y él, con
cinco o seis años, te dijo en la pileta, delante de todos: “La maya de la Leo”. Y vos
empalideciste y todos murieron de la risa. Una madre puede avergonzar más que una
paja descubierta o que una hermana lesbiana. Qué osada era tu vieja para salir en maya
a atender a la gente, con esas piernas fláccidas y rebosantes de celulitis. Pero también
qué desconsiderada, sabiendo que sos de burlarte de todos, cómo va a dar pie a que te
retruquen así.
Cuando miré el reloj ya faltaban veinte minutos para la cita. El amanecer no
podía pronunciarse por la atmósfera densa que encapotaba el cielo. Era tarde para
escuchar el “Teen” de Pearl Jam, entonces puse Faith No More: “Ungly in the morning”
me despabiló y me puse el shortcito erótico que le había hurtado a Lucas. Guardé los
dos pesos que me había anticipado tu mamá y me puse las new balance y la remera roja,
regalitos de mi madre. Salí al patio y el amanecer todavía no podía asomar su claridad.
Eran las cinco y treinta y cinco, hora de la cita. De ladrillo en ladrillo, saltando como la
rana cucú, salí a la vereda. Mojadas las zapatillas, caminé bajo los gotones que la lluvia
le tiraba al inextinguible calor. Parecía que los pulmones de la humedad se aspiraban
hondo mi espíritu. O viceversa.
Llegué a tu casa, y para no despertarte —como habíamos acordado con tu mamá
— golpeé levemente la puerta. Tres golpecitos y esperé en el umbral la ansiada
atención. Nueve golpes resistió la puerta sin despertar a nadie. En eso sucedió algo
extraño, sentí cosquillas en el cuello e instintivamente me sacudí lo que resultó un
alacrán en la vereda. Al intentar huir, se metió en el charco y lo aplasté con la new
balance. Ese calor sacaba a todos los bichos ponzoñosos de sus guaridas, menos a tu
mamá.
Decidí no golpear más la puerta, y mientras pensaba traspasar una notita con la
confirmación de mi asistencia, fue que, como un lanchón, la camioneta de Sabadini
surcó la calle. Me arrojé de palomita y la abordé, para evitar así el gasto del pasaje. Con
Don Saba hablamos del tiempo loco y del fútbol previsible, clásicos de impersonalidad
para evitar desagrados.
Cuando llegué, la cola estaba bastante nutrida, una columna con escoliosis
parecía, con su media cuadra de canas y encorvaduras. Me ajusté a la cola suavemente,
como un perfecto jean elastizado. Me metí bajo el techito de chapa del kiosco y me
salvé de mojarme por completo con la llovizna ya en mengua. Entonces comencé a

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observar el ambiente: una viejita opaca me daba su espalda y su joroba, hablaba con un
viejo de camisa estampada y pecho de pelos canos, enredados en su cadenita y cruz de
oro. Al instante, llegaron tres viejos más a que los preceda en la cola. Los saludé sin
éxito. Quería caerles bien, pero yo no pertenecía a la secta-genaria congregada, era un
fantasma o ellos lo eran. Escuché que hablaban de albañilería y de cómo prevenir la
humedad. Quise pronunciar hidrófugo, pero contuve la humedad de la palabra en mi
boca y me conformé con saber la respuesta que la desmemoria les escamoteaba a los
viejos.
En eso vi cómo, desesperado, un abuelo quería saltar, tirarse del colectivo
todavía en movimiento, para llegar antes que otro a la cola. Saltó y se mojó los zapatos.
Con una sonrisa llegó después que el otro, que venía piropeando a una anciana ya
asentada en la cola. Había alegría en esos encuentros, a pesar de la desidia organizativa
y del maltrato institucional. Ellos estaban felices. Ellos que alguna vez quizás pensaron
que a tal edad, el 2000 y la tecnología los eximirían de estos sacrificios, estaban ahí,
alegres en la cola. Y se les notaba el estoicismo en sus dientes postizos, en sus músculos
fláccidos que latían con la fe de un futuro mejor, en su lento pero decidido andar se veía
el optimismo nacido de la resignación… pero estaban felices en esos encuentros.
Envejecer es inevitable, madurar es opcional, dicen que.
Por ahí escucho un comentario impresionante: “¡¿Cuchaste lo que le pachó a
Don Chamuel?! Cuando chalía de cobrar chu penchión unos chorichos le quichieron
afanar, y vieron que él che estaba tocando algo en la pancha y fueron y le arrancaron lo
que tenía ahí. Che habrán querido morir con la bolchita de la dialichis. ¡¡¡Pobrechito
don Chamuel!!!”. (Por supuesto que el viejito no hablaba “achí”, pero sólo exagerando
se puede contar esto).
El comentario me hizo verlos mejor, con otros ojos: cuerpos a orillas del leteo,
pensé, o memorias arremangadas en la historia del sacrificio. Ellos están conscientes de
que la muerte los ronda y eligen la alegría para enaltecer la vida... ¡Oh viejos, que
prologan nuestra existencia y destino con absoluta fidelidad!, me quise hacer el poético.
Y en eso estaba cuando hermosa llegó tu madre. Y más hermosa, me tomó de la
mano, me la abrió para depositar con una sonrisa, disimuladamente, mis merecidos
cinco pesos. El oficio de colero aún era desconsiderado e indecente, por eso el disimulo.
Después me besó los cachetes y me dijo que al que madruga dios lo ayuna.
“Andá comprate una leche y facturas”, me dijo, pero yo ya estaba pensando en
qué grabar para el programa.
Recuerdo que te sorprendiste cuando aparecí en la radio con tres temas en punta.
¡Qué bien sonaron! “Una vez en la vida”, de Cienfuegos; “Countdown to extinction”, de
tu venerada Megadeth; y la revelación mendocina de ese año: “La Culebra del amor”,
de Karamelo santo. Y hasta puse cincuenta centavos para el vino que tomamos con
gusto a eterno. Qué bien la pasamos ese día amigo. El dinero en mis manos era un dios
que giraba en una cinta de noventa, y esa alegría era rebobinable. Con la canción
aturdíamos nuestra soledad entre gotas de alcohólica euforia.
Para tu mamá fui un diosito rompe infiernos, porque la espera involuntaria hoy
en día es un infierno, y el poder de la velocidad que le regalé fue algo divino. Y ella con
su estampita de San Martín, dios múltiple del dinero, me hizo cruzar las cordilleras del
deseo y convertirme en prócer por un día, por una noche. En fin, por un San Martín le
hice la cola a tu mamá. Ambos lo disfrutamos, y vos también.

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EN NOMBRE DE DIOS
“Confianza es el sentimiento de poder creer a una persona incluso cuando sabemos que
mentiríamos en su lugar”.
Henry Louis Mencken

Mi mamá dice que es al pedo, que es imposible que yo o que cualquiera de mi


familia los pueda engañar. “Son más vivos que vos, que yo y que todos nosotros juntos,
además siempre andan con alguien que las cuida de cerca, olvidate papito”, me dice.
Pero yo soy terco y algo fantasioso, amén de terrible pelotudo, y creo que mi venganza
es posible. Tiene que ser una siesta infernal de esas que hay muchas por acá, yo voy a ir
caminando por la plaza central con la billetera en la mano, haciendo que cuento plata,
nadie alrededor excepto ellas dos bajo una de las palmeras, sentadas con la mirada
clavada en mí. Ahí voy con mi carita de santo, un Jesusito entregado, y me chistan: “Ey
joven… joven”, me dice la más arrugada. Yo las miro con desdén y sigo caminando, sé
que van a insistir, no hay nadie en la plaza. “Joven… joven”. Apuro el paso y la menos
arrugada se levanta y me sigue.
“Esperá que vas a perder tu suerte”. Quiere prevenirme.
“No gracias”, le digo, saco una moneda de veinticinco centavos y se la tiro. “Ya
me engañaron una vez, no voy a caer de nuevo”.
“¿Pero yo te engañé? No te confundas”.
“Da igual, no creo en la suerte”, hago una pausa y me hago el que pienso,
“aunque si me das una bendición y gano algo, cuando salga del póker te doy la mitad”.
La mujer no se resigna a dejarme escapar y me toma de la muñeca. “A ver…”,
dice, “vos sos de mucha suerte, pero no necesitás gastar ni tu tiempo ni tu plata en ese
lugar”.
“Lo mismo me dijo la otra, gracias y chau”, me suelto con fuerza y sigo mi
camino. A los tres pasos volteo y le digo: “Te juro que si gano, y todavía andás por acá,
te doy la mitad”. Y me voy rápido al póker del frente de la plaza, que para ese entonces
va a estar nuevamente en funcionamiento.
Al entrar, la atmósfera de siempre me recibe, el espeso aire fresco de humos y
desodorantes; la poca luz de las máquinas que impide apreciar con admiración los
caballos y cartas labrados en algarrobo que adornan las paredes, también lujosas. Al
fondo volverá a estar la pecera gigante con karasius y viejas del agua. Pero no me voy a
ir hasta el fondo, voy a elegir una máquina cercana a la puerta, ahí donde va a estar
sentado el musculoso de seguridad, con gafas ahumadas al igual que la puerta. Una de
las mujercitas preciosas va a venir cuando presione el botón y me va a preguntar cuánto
le cargamos a la máquina. “Cinco pesos”, le voy a decir, “y un güiscola”. Ella hermosa,
como es su deber, se irá bamboleando su trasero rítmico y tentador, al instante estará
con la bebida en la mano y una sonrisa también adulterada para mí. Estas bellas mujeres
—de empaquetada carne en lujuriosas minifaldas rojas—, el alcohol —en diversas

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presentaciones—, el aire acondicionado —al máximo—, los cómodos asientos —con
rueditas y giratorios—, el permiso de fumar y la posibilidad de ganar dinero fácil me
van a enviciar y robar más dinero que las gitanas de afuera. Pero ahí voy a estar
dispuesto a jugar al videopóker para cumplir mi venganza. En media hora voy a tomar
cuatro güiscolas y voy a ganar cien pesos, será mi único y máximo día de suerte.
Envalentonado saldré del local, que para ese entonces lotería chaqueña le ha de
levantar la clausura, y me voy a dirigir al punto donde las gitanas seguirán sentadas en
el césped, bajo la sombra de las palmeras.
“Ey gitana me diste suerte”, la voy a llamar exhibiendo el billete de cien. La
menos arrugada vendrá como flecha, tomará el billete y querrá guardárselo, pero yo no
voy a soltarlo y estirándolo la voy a llevar a un banco de incipiente sombra.
“Te dije que te voy a dar la mitad, pero ahora me vas a escuchar, y recién cuando
termine de hablar el billete va ser tuyo. Si me interrumpís no te doy nada, ¿ok?”.
La gitana me mirará con furia pero asentirá con la cabeza y seguirá tomada de la
otra punta del billete.
“Bueno, empieza la historia: Había una vez un pelotudo que estudiaba
introducción a la historia, todas las siestas se sentaba en el umbral de su ventana a leer y
repetir de memoria la historia es la ciencia que tiene como objeto el estudio del
pasado... El sol y las mandarinas le hacían dulce el estudio. Una de esas siestas,
mientras introducía en la memoria que el propósito de la ciencia histórica es la fijación
fiel de los hechos e interpretarlos ateniéndose a criterios de objetividad, mientras
memorizaba y pensaba confundido en lo que había dicho la profesora acerca de la
incuestionable paranoia de los judíos y la respuesta airada que le dio un alumno por tal
exabrupto, mientras estaba cerca de una revelación, el pelotudo sintió una voz extraña
que lo llamaba con palabras extrañas:
‘payo… payo… acá, decime ¿dónde vive Sánchez?’
”El joven al levantar la cabeza, pese al sol, vio el auto del vecino y una gitana
apoyada en las piernas del conductor, sacando la cabeza por la ventanilla.
‘Hola, la casa que busca está ahí al frente’.
”La señora le agradeció afectuosamente y él siguió hundiendo los ojos en
palabras del Quijote que le iban a tomar en el examen …habiendo y debiendo ser los
historiadores puntuales, verdaderos y nonada apasionados, y que ni el interés ni el
miedo, el rencor ni la afición, no les hagan torcer del camino de la verdad, cuya madre
es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo
y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir…”

La gitana en este punto amagará estirar el billete y huir. Pero mi mirada y voz la
detendrán:
“Después de esto el joven pensó por qué no estudian la historia de los gitanos en
la Facultad, ¿el nomadismo no es conveniente para fijar intereses? ¿Por qué las
persecuciones a este pueblo? Estuvo a punto de responderse, pero la señora del auto
volvió a interrumpirlo y él, gentilmente, bajó del alfeizar, saltó la zanja y con la mano
extendida le indicó la dirección. La gitana, veloz, se prendió de esa mano y le dijo que
le iba a decir cómo le va a ir en el examen. Él, entusiasmado, abre entero el puño, pero
la desconfianza le impide abrirse de verdad.
‘Sos de mucha suerte vos, vas a aprobar el examen y vas a volver con la chica
que te gusta’.
”El joven, sorprendido por cómo la gitana adivinó su amor perdido, le pregunta
cuándo.

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‘Pronto’, dice la gitana, ‘ella aún te quiere. Ahora veamos cómo te va a ir en lo
económico. Acá dice que tenés unos ahorritos, traélos y vamos a rezarle para que se
multipliquen’.
”El joven pelotudo, aún volando en su amor por recuperar, sospecha el engaño y
saca dos pesos de su bolsillo. La gitana le dice que no sea desconfiado, que así nunca va
a ganar nada en la vida y que jamás va a estar a la altura de su suerte. ‘Traé tus ahorros,
que acá dice que tenés más’.
”El joven pelotudo que vendió dieciocho perfumes entre conocidos y
desconocidos, quiere comprarse una bicicleta para ir a la facultad, sabe que la gitana lo
va a engañar pero ella es persistente. ‘No seas zonzo, sin fe no vas a triunfar’, y lo
convence. ‘Traé también un pañuelito’.
”Ni un minuto tarda el joven en traer sus cuarenta y dos pesos y un pañuelo de
su papá. La gitana le ordena que dé la vuelta al auto y se ubique de su lado de la
ventanilla. Le saca la plata, sopla y murmura algo sobre ella. Hace un bollo con los
billetes y toma el pañuelo, lo extiende en su regazo y en el centro ubica el bollo. Cierra
el pañuelo haciéndole dos nudos con sus cuatro puntas. El joven mira incrédulo y
arrepentido.
‘Son para comprarme un bicicleta, para ir a la Facultad’, apela el pelotudo a la
conmiseración de la señora.
‘Dios multiplica mi ahorro’, le dice la gitana que repita. La voz quebrada del
pelotudo repite la frase y agrega lo que la gitana le reza: Dios multiplica mi ahorro,
protege mi suerte y hazme aprobar el examen. El joven piensa en la noviecita perdida,
por qué no entra en la oración. La gitana le hace la señal de la cruz en la remera de
Sepultura, una, dos y tres veces.
‘Ahora date vuelta’, le dice y le hace una, dos cruces, y lo da vuelta súbitamente
(un amigo del pelotudo cruzaba por la esquina y desde ahí le preguntó qué le estaban
haciendo). La gitana lo vuelve a dar vuelta y completa las tres cruces. Le devuelve el
pañuelo anudado y le dice que lo guarde bajo el colchón, que rece durante tres noches lo
que ella le enseñó y que al cuarto día abra el pañuelo y no use ese dinero para nada.
”El joven sopesa el pañuelo y sabe que el dinero no está ahí. Pero la gitana,
veloz y furiosa, le ordena: ‘Haceme un regalo ya, haceme un regalo o si no, no vas a
tener suerte’. La gitana no estudió lingüística, pero sabe de los efectos que el carácter
ético del lenguaje y las condiciones de sinceridad implican un compromiso en toda
promesa.
”El joven piensa qué le está pidiendo la gitana.
”La gitana le repite: ‘Dale rápido, haceme un regalo o prometeme que me vas a
regalar algo cuando vuelva, dale prometeme’. El joven vacila en prometer, la costumbre
le impide empeñar la palabra en algo que no sabe si puede cumplir (demasiadas
películas yanquis consumió el boludo), además la mezquindad obra en su espíritu.
‘Un paquete de yerba o de arroz’, dice la gitana y la idea del regalo se le aclara
al joven, piensa en qué tiene la madre en la alacena y la gitana se despide lentamente. El
auto se va, es un auto chico, un Tico que van a estafar al vecino, y los cuatro tripulantes
rebotan en los pozos de la calle de tierra. El joven mira a su hermano que desde el
umbral de la puerta observó todo el espectáculo, y que ahora le pregunta: ‘Qué te
hicieron’.
‘Me jodieron’, responde el joven pelotudo, y marcha a su habitación. Se sienta
en la cama, levanta el colchón y lagrimea. ‘En nombre de Dios me jodió la hija de puta’,
y no se anima a abrir el pañuelo.

21
”El hermano despertó a la madre y ella entra corriendo: ‘Qué pasó hijo’. ‘Nada,
una gitana me sacó la suerte’, y extiende el pañuelo anudado. La madre lo abre y
encuentra recetas de remedios.
‘Que te sirva para remedio guacha’, grita la madre y el joven, como es pelotudo,
entiende que la gitana está enferma y que necesita más que él ese dinero. La madre lo
levanta de la cama de un tirón.
”Llegan a la comisaría: ‘…pero señora ¿tenían los billetes marcados o se
acuerdan del número de serie? No podemos hacer nada si no’. Salen de la comisaría y el
policía a sus espaldas ríe sin disimulo. Llegan a su casa y la madre le dice al hijo que se
olvide de la venganza, que ellas son más vivas que él y que toda su familia junta, y que
además siempre andan armadas o con alguien que las custodia”.

En esta parte del relato la gitana seguro reirá y dará por concluida la historia,
querrá retirar el billete, pero ahí le voy decir:
“Pará que falta el final, no te apures.
”A los tres días los gitanos volvieron en el auto, la vieja que jodió al joven no
está, sí una de las que, sentadas en la parte de atrás, mostraba las tetas para confundir al
joven, y la que de seguro, mientras la vieja le hacía las cruces en la espalda, desató el
pañuelo y cambió los billetes por las recetas. Ella sí está, pero también hay un gitano
gordo con cara de malo y el mismo flaco morocho que conducía el Tico sigue en su
lugar.
”La madre del joven sale a reclamarles.
‘Nadie robó nada señora y no moleste’.
”La madre del joven enfurece y grita ‘Gitanos chorros, hijos de puta’. El gordo
apura su trámite con el vecino. La madre sigue gritando. El barrio sale a las veredas. El
joven mira todo desde arriba del techo, le avergüenza que su madre grite así. Hay varios
ladrillos a su disposición en el techo, pero su espíritu no es agresivo. Llegan los amigos
del joven y lo bajan del techo.
‘Vamos a esperarlos en la Swift’. Lo arrastran hasta el edificio que una vez se
incendió y que ahora está sin techo, en ruinas, lleno de escombros. Ahí juntan cascotes y
fuerza para la venganza. El auto tiene que pasar por ahí. Y cruza. Una lluvia de ladrillos
cae alrededor del auto y algunos dan en la carrocería. El joven se queda con el ladrillo
en la mano, furtivamente lo arroja a su espalda. Todos corren en distintas direcciones.
La venganza está terminada, pero el joven no cree que esa sea una manera de perdonar o
dar por terminada una ofensa”.

La gitana sentirá miedo al ver la cara que le voy a poner, una cara de Jesús
enojado, perverso. Sentirá el poder de mi rencor y seguro soltará el billete, y ahí por fin
voy a sentirme vengado, y como Jesús compartiendo el pan voy a partir en dos el billete
y le voy a tirar la mitad prometida.
“Viste que yo cumplo con mis promesas”, le voy a decir y le voy a dar la espalda
para que ella me maldiga.
“¡Ojalá te se cicatrice el agujero del culo!”, me va a decir, va a hacer un bollo
con el pedacito de la cara de Roca, y lo va a arrojar al basurero. Mientras yo, con
absoluta paz, guarde en la billetera, como el mejor de mis recuerdos, la mitad del billete
falso con que compré mi reconciliación con los gitanos.

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ERA UNA COLA DE CABALLO
“La crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir
y cuando lo nuevo no acaba de nacer”.
Bertolt Brecht

Roots bloody roots retumba en la piecita de Cristian Roots bloody roots grita
Cristian, amplificando los alaridos que salen del grabadorcito. Roots bloody roots grita,
y sacude frenéticamente la cabeza y se tira de hombros contra la pared. Roots bloody
roots es la única frase en inglés que entiende y grita. I believe in our fate We don't need
to fake It's all we wanna be Watch me Freeeaaak!! continúa la canción, y él la masculla
entre convulsiones de epiléptico y simulando una guitarra eléctrica en sus manos. Se
deja el pelo en la cara, lo sacude, lo muerde y frunce la boca como su cantante
idolatrado. Mira y admira en el espejito del ropero su melena inflada, brillante, recién
lavada con las últimas gotas de savia vegetal. Cuatro años de obsesos cuidados y de
relucirla en recitales de rock; de ser en el pogo la cabeza destellante, rubia y
descontrolada, cuatro largos años de melenudo están por terminar de un tijeretazo. Y
Cristian, entre la resignación y la euforia, enfrenta en el espejo su difícil ritual de
despedida.

Por la mañana había ido al ciber, tras meditar la delicada situación familiar y
pensar en cómo contribuir a la solución paterna. Inició sesión en la computadora,
escribió en el buscador la frase venta de cabello y una gran cantidad de páginas se le
ofrecieron. Pero antes de clickear en alguna, agregó la palabra españa. Entró en la que
decía “España: venta de cabello natural Justino le compra su pelo”. Ahí leyó una
entrevista al tal Justino, donde el comerciante contaba cómo había emprendido su
negocio en la compra-venta de pelo humano; hablaba de sus primeros repartos, en dos
caballos, su progreso en motocicleta, hasta llegar al Mercedes sobre el que se lucía en
una de las fotos. “¿El truco para hacerse de oro?”, le pregunta el entrevistador. “Que
nadie sabe con exactitud cuánto cuesta el pelo ni cuánto hay que pagar por él”. Luego
dice otra frase que espeja la situación de Cristian: “Donde falta pan, allí hay pelo,
porque la gente vende lo poco que tiene para poder comer”. Siguió leyendo y finalmente
encontró lo que buscaba: “Una trenza de un metro de largo empieza a ser una especie en
extinción, pero puede hacerle ganar a su dueño 1.200 euros de un solo tajo”. Era todo lo
que necesitaba saber. Pero para completar los quince minutos de alquiler de la máquina
puso en el buscador Sepultura y consumió información de su banda venerada.

I pray we don’t need to change Our ways to be saved That all we wanna be.
Watch us, freak. Termina de mal gritar, aprieta stop y lentamente se hace la última gran
trenza. Sale, decidido, hacia la peluquería de Raquel y el Negro.

Son siete las cuadras que dista la peluquería de su casa.


En la primera, una súbita indecisión hace pesados sus pasos, camina pensando
en el arrepentimiento, en lo absurdo y deplorable de la situación. Un padre pelado,
desempleado y desesperado por huir del país que se sigue quemando en el fuego fatuo
del 2001. La idea de la huida épica en busca de $uerte no lo convence, pero la suerte de
su padre ya está echada.
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Al llegar a la segunda cuadra se cruza con unos chicos que chicotean a un
caballito, se hace la hora del descarte y si llegan tarde al centro otros carros cargarán
con los cartones y botellas. No los conoce pero los saluda. Ellos lo miran y se sonríen, el
que maneja le responde con el chicote en alto.
En la tercera, aún con los pasos pesados, se detiene frente a la panadería, hace
que mira los precios en la pizarra, pero lo que quiere es descansar. Se acuerda de su
madre que labura todo el día y sigue. Fregar lo ajeno, su humilde sacrificio para mí…
La idea lentifica menos su camino.
En la cuarta se le figura la calva de su padre, qué brillante y perfecta refleja la
situación: la pelada será mi única herencia. Una sonrisa aligera sus pasos y el buen
humor lo guía.
La quinta y la sexta no cuentan, las pasa volando, casi sin pensar. Pero antes de
llegar a la peluquería, se encuentra con una escena fantástica: una perra sarnosa
enganchada a un bóxer, atravesados en medio de la vereda y tironeando para distintos
lugares. La perra se inclina al baldío y el bóxer tironea hacia la calle. Él los azuza y
nada, no se mueven. Ninguno puede al otro. Teme pasar por cualquiera de los lados, las
mandíbulas del bóxer entiende que son difíciles de abrir, y si le muerde la perra de
seguro no estará vacunada. Espera, simula juntar cascotes del suelo y amaga tirárselos,
pero nada. Los perros sufren y no paran de estirar sus sexos. Cristian, sin querer
cruzarse a la otra vereda y cansado ya de esperar, mide la distancia, calcula su potencia
y corre y salta sobre los perros. Ambos lanzan tarascones al aire y terminan soltándose.
El impulso le alcanza hasta la puerta de la peluquería. Suspirando, abre la puerta.
Entra, desciende los tres escalones y saluda. Hay cinco personas en el local y un
tufo a incienso ineludible. Raquel tiñe a una jovencita y el Negro le está secando el
cabello a una señora de unos cincuenta años. Se sienta junto a la otra señora que, al lado
del revistero y de piernas cruzadas, hojea una revista de peinados. Agarra una que dice
“La Boloco lo logró” y exhibe a la chilena sonriente, de dientes y vestido de novia
blancos. ¿De dónde saca el Negro estas revistas viejas? Mira la fecha —27 de mayo de
2001—. Casi un año ya, pronto le va a sacar hasta las ganas de comer al viejo de
mierda piensa y observa cómo la ex miss universo se prende con la mano izquierda de
un ramito de flores, también blancas, y con la derecha se agarra del brazo cremita del ex
presidente. La perra sarnosa piensa, pero no, los dos son sarnosos. Levanta la cabeza y
especula la alternativa al exilio, encontrar una pareja que nos mantenga. Aunque no,
una mina no es opción para mí en este país que se divide cada vez mejor recapacita y se
zambulle en la revista a ver si encuentra alguna mina en bolas que lo distraiga.

“¡Nadie e zarpe acá, quiero unas moneda pa’ dale e comé a mi hijo!”, dice el que
blande el puñal. “Dale entreguen que estamos jugados”, grita, un poco más entendible,
el que cierra la puerta con la espalda. Es evidente para Cristian que los dos están
empastillados. Las señoras empiezan a gritar y el Negro apaga el secador de pelos.
“Callate vieja e’ mierda o te corto toa la garganta”, amenaza el ininteligible a la del
sillón, y le apoya el puñal en el mentón. “Está bien, esperá, busco lo que tengo y te doy
todo. No le hagas nada a nadie”, intenta tranquilizar el Negro y saca del bolsillo la
billetera. “Bueno ahora ustedes también y nos vamos”, dice el guardián de la puerta.
Cristian mira azorado la escena, tiene en la mano el billete de cinco pesos para el corte.
“Deme el bolso vieja, no se haga de la viva o quiere que taén le enchufe la faca”, vuelve
a amenazar el cuchillero, tironeándole el bolsito rojo a la señora de la revista. “Pero mi
documento de identidad nene…”. “¡Qué identidá ni qué poronga!”, la acalla y termina
por quitarle el bolso. Ahora le toca a Cristian, se le acerca, agarra sus cinco pesos y se
burla de su cabellera: “Mirá gringa, así tené que tené el pelo vo”, se pone de perfil y con

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su mano izquierda sacude una cola reseca, de casi un metro de largo, que le nace de la
boca de la gorrita blanca con que ensombrece su rostro. “Vite guachín, pura cerda”, y se
le ríe. A Cristian no le parece gracioso y, amargado, voltea la cabeza para otro lado. El
gesto ofende al burlador, o simplemente porque está dado vuelta apoya el filo del puñal
sobre la barbilla del burlado, se pone detrás suyo y, agarrándole la trenza, dice: “A ve
gringata yo te voy a hacé un cortecito copete a vo’”. Y comienza a desprenderle los
cabellos con el puñal. Cristian quiere resistirse pero el filo áspero de la muerte
tocándole el cuello lo deja frío. Le duele más perder el sustento de su padre que los
tirones salvajes del pibe.
Termina de arrancarle la trenza, la levanta como trofeo y pega un sapucai
impecable. Se acomoda la gorrita y, de nuevo, amenaza: “Si dicen algo viejita le arranco
la telaraña e un solo puntazo”. El otro, abriendo la puerta, se despide como un poeta:
“Nos vamos pero estamos…”
Cristian despeinado, vacío, con la bronca nadándole los ojos, se levanta. Más
livianito que nunca llega a los hombros del Negro y, tratando de simular entereza
expone: “Ya está viejo, por suerte no nos lastimaron”. El peluquero, resignado pero
consciente de ser el responsable del local, comenta para todos: “Sí, la verdad que
tuvimos suerte. Estos son los famosos comecaballo del puerto”. Y dirigiéndose al nuevo
Cristian, dice: “Viste la cola que tenía el del puñal, bueno, ésa seguro se la cortó a algún
potrillito que habrán carneado. Era una cola de caballo… Son unos drogadictos de
mierda, unos salvajes que…” “Por suerte se rescataron”, interrumpe Cristian, para evitar
que continúe con las generalizaciones, “ahora hay que hacer la denuncia y listo. Pero
antes, Negrito… ¿me podés arreglar el corte?” Se ríen todos y el peluquero prefiere
seguir haciendo lo que le gusta antes que ir a la comisaría.

El camino de regreso le resulta patético. Sin embargo, recuerda la voz de su


padre en la peluquería: bochita bochita, cortele bochita, y esa voz antigua se enreda
tiernamente con los insultos que le profirió durante los últimos tres años: “Cristina no
me gastes todo el champú”, “Cristina cortá el pasto por lo menos, inútil”, “¡Cortate ese
pelo maricón!”. Y así, cabizbajo y casi melancólico, marcha hacia una suerte de
epifanía. Pensar que su trenza, allá en Europa, pudo valerle al padre una semana de
sustento lo enorgullece pero a la vez lo irrita. Sigue pensando y cree descubrir algo
gracioso: Los cabellos son como el exilio. Y se dice: Cada pelo que se va ya no vuelve,
y siempre es otro el que reaparece, si es que reaparece. Recuerda la alopecia de su
padre y sabe que extrañará sus insultos.
Llega a la casa, espía desde afuera y, furtivo, se mete en su piecita. Encerrado, se
mira en el espejo: es otro. Por lo menos una sorpresa le voy a dar piensa y se consuela.
Mira el grabador, se acerca a él, abre la casetera, saca el casete, lo golpea en la palma de
su mano y comienza a estirar la cinta. Estira hasta tener un manojo extenso y enredado
en las manos. Arranca la cinta del casete y la usa de peluca. Con la cinta cayéndole en la
cara grita Roots bloody roots, se ríe y ya no tiene más ganas de escuchar Sepultura.

INATAJABLE
“El azar es una palabra vacía de sentido, nada puede existir sin causa”.
Voltaire

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Volvíamos de una noche sin suerte, el pub había cerrado y no quedaba nada que
encarar. De lejos, a cuadra y media, vi una chica acuclillada y otra que la sostenía de los
pelos. El vómito era inatajable, pero cuando sintieron nuestros pasos se compusieron. Al
cruzar las miramos y vimos que eran lindas. “Necesitan ayuda”, les dije, y no
respondieron. Media cuadra más adelante oímos un chistido. Juan quería continuar, el
alcohol nos llevaba extenuados. Sin embargo insistí y volvimos.
Los cuatro juntos encaramos el regreso a la parada de colectivos. En el trayecto
le dije a Juan que la del vómito me parecía conocida. Ella lo confirmó contándonos que
ya no salía más con quien había sido mi amiguito de la primaria, Fidel Morales.
Un colectivo llevó a su amiga y en el que siguió subimos los tres, con destino al
puerto. Me senté con ella y seguimos charlando. Juan, desde el asiento de atrás, sólo
escuchaba. Cuando llegó su parada, él, guiñándome un ojo, nos invitó a tomar café en
su casa. Ya habíamos tenido un intento de compartir una chica y no había resultado. Le
dije que no, que mejor nos veíamos al día siguiente. Ella no dijo nada, y cuando
quedamos solos, con la excusa de observar de cerca sus anillos, la tomé de las manos y
entonces se me hizo fácil comprobar cómo el chicle había borrado cualquier sabor
indeseado de su boca.
Llegó mi parada y dudamos: yo en si ella no lo tomaría a mal, y ella, seguro, por
lo cerca que estaba la casa de su ex novio. Pero igual le propuse y aceptó. Nos
acostamos. Nunca antes había chupado un pezón tan elástico. Ella tenía dos hijos y eso
era lo único que lo evidenciaba. Nos vestimos y la llevé a su casa en bicicleta, dos
barrios arriba.
En el camino vivimos algo que hizo memorable el encuentro: íbamos en plena
oscuridad, subiendo al macadam, y de repente, al llegar a la avenida, el horizonte se
partió en dos: a la izquierda apareció el día, con un sol ya redondo y naranja, y a la
derecha quedó la noche, aún con luna y estrellas. Nunca antes ni después pude ver algo
así, fue como descubrir a Dios corriendo el telón de nuestro teatro cotidiano. Algo
mágico que podría entenderse como un designio, como un mensaje a interpretar, pero
ambos estábamos adormilados y apurados por dormir.
De regreso pensé en Fidel Morales. Había llegado de Rosario en el 91’ y durante
todo ese año fue el niño mimado de la maestra. Con sus ojitos verdes y su tonadita
distinta, supo atraer incluso a chicas de grados superiores. Se instaló con su familia a la
vuelta de mi casa y no tardé en visitarlo. Rápido aprendí sus dichos y gestos originales,
y él, con la misma rapidez, se sometió a la rudeza del barrio. Íbamos juntos a todos
lados: a todos lados era la escuela, la cancha y los bailecitos nocturnos en casa de
amigos. En esos bailecitos donde las chicas que se atrevían a los lentos sufrían mis
erecciones, él había sabido imponer un modo particular de baile; juntaba los tobillos y
se movía eufórico hacia todos lados, como si un temporal quisiera arrancarlo de la tierra
y él estuviera hondamente arraigado; hacía flamear el cuerpo, gesticulaba con las
manos, los ojos y la boca, sin separar nunca los piecitos. Tiempo después descubrí que
imitaba a Fito Páez, y no me decepcionó saberlo.
Ya en la cama, me puse a recordar cómo entrenábamos en la canchita de al lado
de mi casa. Él quería ser como el Mono Navarro Montoya, y yo, todo lo que veía en el
club lo repetía en su entrenamiento. Lo acostaba y, pisándole los pies, le arrojaba la
pelota para que él, haciendo abdominales, la atajara y me la devolviera; lo ponía de
espaldas bajo el arco y al golpe de palmas él tenía que darse vuelta y contener mis
disparos a colocar; también lo hacía volar de palo a palo, o lo hacía adelantarse y le
tiraba colgaditos con la mano. Pero lo que más le costaba era correr a mi lado para
después visitar barrios y jugar juntos contra otros equipos.

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Nos distanciamos en el secundario. Él repitió primer año y después no sé qué
hizo.
El recuerdo de esos tiempos melló los dientes del sueño y su engranaje no pudo
sustraerme del pasado. En tercer año, sin proyectarlo, fui a probar a Rosario Central y
no tuve éxito. No por mal estado físico ni por falta de habilidad, fue simplemente un
autoboicot. Siempre que juego con personas desconocidas disminuyo mi rendimiento,
algo fallido de mi conducta. Y de probar en el fútbol pasé a ser pro bar en las noches. Y
en una noche de bares conocí a Armando Morales, hermano mayor de Fidel, y nunca me
reí tanto. Armando era muy divertido. Tenía experiencias y conocidos en todas las
calles del mundo, un mundo que por entonces eran Resistencia y Barranqueras.
Armando reconocía los barrios y el centro mejor que nadie, era un baquiano de la fiesta.
Quien sea que lo saludara le despertaba una sonrisa cómplice por algún encare, algún
accidente, algunos chistes que le hicieron a la vida. Era mujeriego y no le esquivaba a
las drogas. Así llegó a Florencia Verdugo, la ex del tano Borrini, una mina preciosa,
parecida a Araceli González, pero con pequitas y mucho más blanca. El tano la había
embarazado y con tres meses de embarazo la había echado a patadas de su casa.
Armando le dio contención. Se enamoró, y tiempo después también le dio otra hija.
Trabajaba duro para sus tres mujeres: de carnicero y de letrista en supermercados,
mañana y tarde la yugaba con entusiasmo. Pero aun así, se daba tiempo para los amigos,
las drogas y la risa nocturna.
Una de esas noches, en casa de Rober, un remolino de alcohol, marihuana y
música nos dio un deseo: formar una banda. “Se va a llamar Diablero”, dijo el dueño de
casa, “como los brujos que cambian de forma en el Don Juan”. Y todos aceptamos por
pura simpatía con el diablo, porque ni Armando, ni Juan ni yo, conocíamos a Castañeda
y su Don Juan. La euforia llevó a que Armando pusiera su espalda en cuero para que yo
le diera los manotazos que la hacían sonar como la percusión de Prodigy, aquella banda
de música electrónica que teníamos fricando en el grabadorcito; Juan, por su parte,
hacía machaques distorsionados con su guitarra eléctrica, y Rober, como poseído,
golpeaba el bongó. Deliramos intensamente, del ruido a la afonía, y surgieron del trance
dos estribillos que repetíamos a saltos continuos: “Toma la polenta-toma la polenta,
toma la polenta-toma la polenta”, y “Heil Hitler-Hay Hitler-Ay Hitler”.
Y así nació Diablero, la primera banda hardcore del puerto de Barranqueras.
Después quisimos cambiarle el nombre, imitando a A.N.I.M.A.L. (Acosados Nuestros
Indios Murieron Al Luchar). Íbamos a llamarnos Tortura a N.A.L. (Tortura a Nuestra
América Latina), pero la idea por suerte no prosperó y quedamos en Diablero. Al tercer
ensayo ya tocamos para extraños, y como me había pasado en el fútbol también me pasó
en la música: me inhibí ante el público. Yo tenía una hoja con las letras en la mano y en
la oscuridad no podía leerlas. Aunque no hacía falta que las leyera, porque igual no se
entendía nada lo que gritaba. Quedé afónico y al siguiente recital quedé sin micrófono:
Armando lo desenchufó del parlante y puso ahí el bajo que habíamos comprado entre
todos. Ellos querían hacer algo en serio y yo era un chiste; tenía que esperar los
cabezazos de Juan para empezar a gritar, le erraba las letras y no puedo decir que
desafinaba porque lo mío apenas si eran gritos de palabras sueltas. Rober me dijo que
estudie canto, así que me puse a estudiar Letras y dejé la banda.
Para ese entonces ya sabía que Fidel triunfaba como arquero en la reserva de
Rosario Central. Armando lo contaba orgulloso y mostraba las camisetas que su
hermano le mandaba. También veía pasar a la novia de Fidel, que iba con una criatura
vestida con la camisetita de Central. Yo estaba feliz de haber colaborado con su éxito.
La envidia nunca me movilizó.

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Cuando empecé a estudiar Letras las noches se me fueron para el centro de
Resistencia, y empecé a ver cada vez menos a Armando y a los Diableros. Sin embargo,
pude ver el cambio que la banda había producido en Armando y, por extensión, en el
barrio. A la siesta me sentaba a tomar tereré en la esquina del Banco Nación, y mientras
leía apuntes de Psicología Pedagógica, o de Griego I, veía cómo pibes desconocidos se
arrimaban al barrio a preguntar por Armando. La banda lo había contactado con otras
bandas, y un integrante de esas bandas era dealer de Villa San Juan, el fuerte Forevista.
Armando, que contactaba mundos, también se convirtió en transa. Para eso tuvo que
abandonar la carnicería y las letras en los supermercados; era más fácil y divertido tratar
con esa gente que, como mosca, se arrimaba a sus ladrillos de miel.
Un par de veces Armando se sentó a tomar mis tererés mientras sus clientes
hacían fila. Uno de esos días vi cómo les vendía a Roli y a Cunita, pibitos de 10 años,
hermanitos de quienes hasta entonces delinquían sin peligro para el barrio, y que
después crecieron se transformaron en la generación de chorritos más agresiva del
puerto. Ese día me enojé con Armando: “Cómo le vas a vender a los pendejitos”, le
reproché sin fuerza, pero creyendo en que mi amigo había cometido su gran pecado. Él
se rió y seguimos hablando de otras cosas; de lo bien que le iba a Fidel, de los próximos
recitales de Diableros y de mis exámenes en la facultad. Después supe que aquella venta
le había costado caro: Bebo, hermano del Roli, se enteró de que Armando le había
hecho conocer la droga a su hermanito, y no sé si lo planeó o el azar es de jugar con las
coincidencias, pero en dos semanas Bebo terminó quedándose con la mujer de Armando
y con sus hijitas. Nadie en el barrio podía creer cómo una mujer tan hermosa se había
ido a meter en la escuelita —la escuelita era el caserón tomado y destruido por varias
familias indigentes venidas de Buenos Aires—, y mucho menos con un chorrito de
dieciséis años. Y para colmo, que lo deje a Armando, que para los ojos del barrio seguía
siendo un trabajador. Pero las cosas no siempre se corresponden con la conveniencia, y
a veces el instinto acomoda los espíritus en su lugar.
A Armando pareció no importarle esa pérdida, sonreía cada vez que lo gastaban
con bromas pesadas. Empezó a cojerse minitas hermosas que, por merca o faso, le
entregaban su alegría. Sin embargo nunca abandonó a sus hijas. Las nenas seguían
visitando su casa y alimentándose ahí. Pero acabaron siendo el ingreso de los ojos del
Bebo. No se puede hablar de traición en criaturas de cuatro y seis años, pero fueron ellas
las que pasaron el dato al nuevo padrastro: una noche de aquellas, encapuchado y con
un chumbo, el Bebo abrió a las patadas la puerta de Armando y fue directo al ropero
donde estaban la plata, el ladrillo de marihuana y la cocaína. Armando tenía parte del
dinero —unos quinientos pesos— escondido sobre el machimbre de su pieza, y con esa
plata partió rumbo a Formosa. A la vuelta, en el colectivo, hicieron requisa y
encontraron, tres asientos adelante del suyo, una mochila con cinco kilos de marihuana.
Cuando preguntaron de quién era, nadie contestó, pero al tercer grito alguien lo mandó
al frente. Nueve meses estuvo Armando en la cárcel de Formosa.
Por esa época, yo veía a su ex mujer y a sus hijitas, demasiado percudidas, flacas
y siempre con la misma ropa, cruzando en bicicleta. También cruzaba Fidel, rengueando
por la esquina del Banco Nación. Y al poco tiempo también Armando. A su regreso
todos esperaban la venganza. Sin embargo, una siesta de tereré, mientras Armando
contaba cómo la había pasado entre tipos que estaban apresados por movilizar toneladas
de marihuana, se cruzó el Bebo y lo castigó delante de todos, un par de cachetazos y el
ex presidiario se achicó. Después de eso le perdí el rastro, pero me enteré de que había
vuelto a caer preso en Formosa. Unos tipos habían llegado al barrio, en un auto azul
polarizado, y habían reclamado por él. Su mamá había intentado espantarlos con una

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escoba, pero los tipos dijeron que tenían que recuperar la plata que habían puesto por su
libertad. “Mucha plata señora”, le dijeron. Y así fue que Armando cayó de nuevo.
Hasta ahí llegaba mi historia con los Morales. Y después de recordar todo esto
recién pude dormir. Pero al día siguiente me esperaba el reencuentro con mi amiguito de
la primaria, el rengo Fidel.
Valeria —así se llama la vomitona que levanté en el centro—, vino a visitarme
la noche siguiente y volvimos a prodigarnos efluvios libidinosos. Cuando la llevaba de
regreso a su casa noté que alguien nos seguía, pero no le di importancia. La besé al
despedirme en su vereda. De regreso, se me cruzó Fidel en medio de la calle. “Puedo
hablar con vos”, me dijo, y yo “vamos”, le dije y lo subí al caño de mi playera.
Llegamos a casa y preparé mate. “Yo sé que vos la vas a cuidar mejor que yo”, me dijo.
“Vos te vas a recibir y vas a tener un buen laburo. Yo la amo y amo a sus hijos, y no
sabés lo que hice por ellos, pero vos los vas a hacer felices”.
Lo miré como si comprendiera y le dije: “Ya está, no hace falta que me digas
nada. Si vos la querés no te voy a cagar, mañana voy y le digo que no quiero saber más
nada con ella, apenas si la conozco”. Me agradeció: “Yo sabía que vos eras el mismo
pibe que me ayudó de chico”, me dijo con los ojos húmedos, “el que me entrenó y me
hizo conocer a tanta gente”. “Mirá”, me dijo después y sacó un trabuco, un arcabuz o no
sé qué tipo de pistolón, “con esto te quería asustar”. “Era de mi viejo”. Otro guampudo,
pensé, y le dije: “qué buena que está, a ver prestame”, y le saqué la bala por las dudas,
un balón que ya había visto una vez, excavando en las arenas de la Isla del Cerrito, una
bala de la guerra de Triple Alianza parecía.
Lo miré. Me conmovieron sus ojitos verdes, sus rulos en la frente amplia y su
boquita al borde del puchero. “Qué pasó en Rosario”, le pregunté. Me contó que la
primera noche lo cagaron a palos unos pibes de la calle, le robaron todo y no le dejaron
parar en la plaza. Después quiso parar en el monumento a la bandera pero ahí fue la
cana la que lo corría vuelta y media. Al fin unos pibes de un kiosquito 24hs le hicieron
el aguante. Él les contaba historias de la Pora, de la Luz Mala o del Pomberito, y ellos lo
dejaban dormir ahí, en el piso del kiosco”.
Pensé en esas historias y tuve ganas de que me las cuente como se las había
contado a esa gente. Qué difícil debe ser contar sólo con historias para enfrentar la
intemperie, historias que uno nunca creyó, y que en un lugar ajeno, frente a ojos que te
investigan, se deben entonar con exigida convicción para simpatizar al otro, al que te
cree un indiecito chaqueño. Ahí se me ocurrió preguntarle por la supervivencia, amén
del techo, y me dijo que a la mañana salía a correr y a la siesta se arrimaba a los
entrenamientos de Rosario o Newell’s, y esperaba su oportunidad de que lo dejen atajar.
Por la tarde se iba a juntar cartones y a la noche…, hizo una pausa cuando me contó con
una pregunta lo que hacía por la noche “¿Viste qué cantidad de prostíbulos que hay en
Rosario?”, dijo finalmente, como cambiando de tema pero hablando de lo mismo, de la
supervivencia.
Todo lo que juntaba en sus noches de taxi boy se lo mandaba a Valeria y a su
vieja. Me dijo que le compró una camisetita al Rodri —así supe cómo se llamaba el
primer hijo de Valeria— y otra a su hermano Armando. Les decía por teléfono que le
estaba yendo de primera, que había probado y que lo habían aceptado en la reserva.
Pero estaba sufriendo como un arquero sin brazos. “Me sacrifiqué por ellos” me dijo,
hasta que por fin un día, en Rosario Central le hicieron probar con los de Primera. Había
llovido y Abbondancieri no se quería meter en el charco que se había hecho en el área
chica. Lo llamaron porque no había otro que se anime y él se infló ante la chance, desde
el charco veía a todos los de Primera que veíamos por la tele: Cardetti, el Chacho
Coudet, Da Silva, el negro Palma y unos cuantos más que lo cagaban a balinazos. Él se

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revolcaba en el barro como si nada. Le atajó un tiro libre al Chacho y Abbondancieri lo
felicitó desde atrás. En cada ataque le puso la jeta y el corazón. Cuatro goles nomás me
dijo que le hicieron, pero igual lo rechazaron, le dijeron que ya tenían varios arqueros y
que siga yendo a ver si en algún momento podían hacerle probar con los de la reserva, y
si le iba bien lo iban a dejar ahí, en la pensión de los jugadores del interior. Pero se le
complicó con los pibes del kiosco. Les entraron a robar y lo culparon a él, así que tuvo
que rajar. Ya no tenía dónde quedarse. Y al final volvió y dijo que se había lesionado en
un entrenamiento, y que le habían dado vacaciones.
A esa altura ya no me quedaban ganas de escuchar más historias. Él se fue y otra
vez no pude dormir. Ese último hombre, el responsable activo en la línea del gol, me
había dado una lección: jugarse la vida, entregar jeta y corazón a los inatajables
balinazos del destino, y todo en el barro incierto del amor. La mina no me interesaba,
pero él le había dado importancia. No pude dormir pensando en qué iba a decirle a ella.
Una despedida con sexo no estaría mal.
Pero no hizo falta que hable con Valeria. A los dos días la vi cruzar de la mano
con Fidel, y fue esa la última vez que los vi.

A Armando lo volví a ver en Corrientes, dos años después. Seguía igualito y


hasta quizás más joven. Llevaba una bolsa gigante en los hombros. “Es de zapatos”, me
aclaró y se rió a carcajadas. Nos abrazamos y actualizamos la alegría. Después de sus
años de hacinado, y de gatear, en la alcaidía, estaba laburando en una zapatería del
centro y hacía ventas a domicilio. Cuando le conté que yo estaba viviendo en Corrientes
y que trabajaba en un colegio de Laguna Seca, él, con su sonrisa pícara, me preguntó si
conocía a la directora del turno tarde. Le dije que no, que yo estaba en el nocturno
nomás, y me dijo que ahí, en el nocturno, trabaja el hijo de la directora. “Pero no le
cuentes lo lindo que le calzan mis zapatitos”, se burló y volvimos a reír como antes.
Nada en él había cambiado.
A la semana, contaron en el noticiero la historia de un individuo que, en actitud
sospechosa, había intentado cruzar el piquete del puente Chaco-Corrientes, un piquete
hecho por policías, efectivos que por primera vez se unían públicamente y en un acto
contravencional se encadenaban al puente para reclamar aumento. El tipo este, al verse
sorprendido por efectivos de la fuerza, procuró darse a la fuga, luego de arrojar al río
una mochila que contenía diez kilos de marihuana. “Parecía inatajable”, dijo el
conductor del noticiero. Ése es Armando, me dije. Y me pareció un destino injusto para
un loco que se había hecho cargo de una criatura ajena, que siempre había compartido
todo y que, donde sea que estuviera, siempre lograba despertar la alegría más
embriagadora.
Las cárceles están saturadas de injusticia y ya pronto van a despenalizar la
boludez.

CÓMO OLVIDAR A ESA BESTIA


Existen dos clases de tontos:
Los que prestan sus libros y los que los devuelven.

No sabía cómo decírselo. Hacía un año que le había prestado mi libro más
preciado y nada en ella indicaba que me lo fuera a devolver. Siempre con excusas
increíbles y huiditas evidentes lograba postergar la devolución. Pero sólo hasta este día,
me dije esa tardecita, cuando decidí ejecutar mi plan de rescate.

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Se lo había prestado por lástima, por conmiseración, una siesta en que la vi
lloriqueando en la sala de profesores y que me hizo recordar una historia de amor
frustrado que me había costado superar. Supuse que un libro podía ofrecerle algún
alivio, y pensé que Cómo olvidar a esa Bestia, con sus palabras mordaces y divertidas,
sería el libro indicado, el compañero ideal para recuperar su alegría.
Se lo presté pensando en su bienestar y no en el mío. Debería consultar con un
psicólogo por qué me siento tan mal cuando no me devuelven un libro. Y mucho más
éste.
Ahora, mi plan era bastante simple: ir a su casa y recuperar mi librito. Le mostré
entonces las fotos del acto que acabábamos de realizar con el área de Lengua y
Comunicación y, sabiendo que su casa quedaba cerca del colegio y que de seguro
tendría ahí una computadora, y que mi libro también estaría ahí, le dije:
—Mirá ésta, ¡qué buena salió! Vos vivís cerca… Si querés te acompaño y las
bajamos en tu compu.
—Dale, acá a tres cuadras queda mi casa —me invitó la ilusa.
Salimos del colegio. Yo iba pensando en cómo actuar cuando viera mi libro. ¿Se
lo pido directamente o lo secuestro con disimulo? La computadora de seguro estará
cerca de la biblioteca; así que con pedir un vasito de agua me va bastar para recuperarlo,
y si no fuera así voy tener que pedir permiso al baño para inspeccionar la casa.
Al llegar a una esquina, ella indicó su casa cruzando la calle. ¡A veinte metros
estaba de mi libro! Pero justo ¡Zas!: me arrancaron de la mano la camarita. Un pibe en
bicicleta me la arrebató y se escabulló hacia la villa. Desesperada, empecé a gritar. Un
remisero frenó y se ofreció a perseguirlo. Subí esperanzada y, a toda velocidad, nos
metimos en la villa. “Suerte”, escuché que gritaba la ladrona de libros, escapándose
nuevamente.
A las pocas cuadras de entrados en la villa, mantener la velocidad se nos hizo
imposible: pozos hondísimos, caballos echados y una caterva de mocosos descalzos
cortando la calle con sus juegos. Miré nerviosa al remisero. Me sonrió; le faltaban
dientes, y uno de los que le quedaban lo tenía enchapado en oro. Sus pelos ensortijados
hacia arriba, en el hombro un tatuaje horrible, parecía una lombriz enroscada a un
machete. Hizo un cambio y me rozó la pierna, volvió a punto muerto y me apoyó la
mano en el muslo. Grité, grité más fuerte y me tiré del coche. Raspada, salí a correr por
los pasillos de la villa, la gente me miraba, habituada a gente como yo, que corre y grita
por ahí impulsada por las drogas. Estaba por oscurecer y yo enloquecía. Parecía un
laberinto aquel enjambre de ranchos. Corrí y choqué contra chapas de cartón, los
pasadizos se me hacían infinitos y mi desesperación también. Hasta que me paró un
hombre grande y grave como un muro, me contuvo entre sus brazos fuertes y con su voz
de toro me convenció, sus manos pesadas en mis hombros me hicieron entrar al rancho.
Era mi ex. Lo reconocí. El amor es un círculo vicioso, un eterno retorno. Así debe ser
como nacen los Minotauros, pensé y mi execrable amor por él volvió a renacer. Cómo
olvidar a esa bestia.

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ME HICE EL BOMBERO VOLUNTARIO
“Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia”.
Francis Scott Fitzgerald

“¡Me robó! Me robó, ese que va ahí me robó…”, gritó histérica y hermosa una
mujercita de unos veinte años. Y yo, que estaba en la moto, estrenando mi anteojito de
Clark Kent y con muchas ganas de ser un héroe, emprendí la persecución. A las dos
cuadras le crucé la moto y el raterito, intentando esquivarme, chocó el cordón y terminó
desparramado en la vereda. Algo raspado, salió del cuadro de la bicicleta, se levantó y
se puso en guardia. Como un gato que cae y de inmediato se incorpora, se paró el
pendejo para la lucha. Habrá tenido unos quince años, era flaquito y largo, y ahí nomás
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le acomodé una piña para que volara su gorrita. Pero él no volvió a caer. En respuesta,
lanzó como látigo su mano abierta en mi cachete. Sonó más fuerte que mi piña y me
hizo volar los anteojos. La gente, borrosa, empezó a acercarse, y yo del golpe me puse
acaloradamente colorado. Furioso le tiré dos patadas que bien supo esquivar, y
nuevamente me aplicó otro sopapo. Fue entonces cuando intervino un remisero, un
hombre galleta que había escuchado los gritos de la chica y que también había seguido
al raterito. Le dio un golpe en la nuca y el pendejo voló unos metros, para después
levantarse y correr hacia la villa. Avergonzado, yo levanté la bicicleta para entregársela
a su dueña.
—Acá está tu bici, y la próxima tené más cuidado —le aconsejé, algo paternal,
algo soy tu héroe nena.
—Nooo papá, esa bici no es mía, el vaguito me robó el celular —dijo la
hermosa, ladeó su cabeza y remató por siempre a mi avergonzado héroe.

ECHÉ MANOS AL STREET FIGHTER


“Nadie se desembaraza de un hábito o de un vicio tirándolo de una vez por la ventana; hay que
sacarlo por la escalera, peldaño a peldaño”.
Mark Twain

Los jueguitos electrónicos eran mi vicio. Cada carpida, picada de ladrillos o


acarreada de arena terminaba hecha ficha de videojuego. La mitad de las ganancias se la
daba a mi mamá y la otra me la gastaba en el Street Figther, en el Bubble Bubble o en el
Kun-Fu Master.
Esa era mi arcadia, hasta que un día tuve que ver a un chico abrir la caja del
Street Fighter, sacar dos o tres puñados de fichas y volver a cerrarla con una llavecita
especial, plateada y redondita. Mis ojos se iluminaron cuando el Robin Hood del

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videojuego repartió fichas entre quienes lo cubrieron. A mí me tocaron cinco. Todos
jugamos de más ese día y fuimos felices (arriesgando las vidas aseguradas —regaladas
—, uno logra mayores avances en el juego).
Cuando me percaté de la hora, ya era tarde. Habían cambiado de turno los
ficheros y ahora estaba El Toba. Le decían así por sus rasgos aindiados; pómulos
saltones y pelo negro, largo y chuzo, ojitos rasgados. Era parco al atender, pero yo sabía
que un amigo alguna vez lo había hecho sonreír. Y ahí estaba El Toba, vigilando todo
desde el mostrador.
Aun así, se me ocurrió probar si la caja del Street Fighter había quedado mal
cerrada. Apenas la toqué y se me abrió silenciosa. Una chica morocha, de pelo corto y
enrulado, con jean y remera que la hacían parecer un muchachito, estaba tirando
poderes desde los puños del rubio Ken. Me miró sorprendida cuando metí la manito
entre sus piernas y saqué un puñado de fichas.
“Cómo hiciste eso”, me preguntó, sin soltar la palanca. “Un chico de rulitos la
abrió y la dejó así”, contesté, y saqué un puñado más. Lo guardé en el bolsillito de mi
short y salí corriendo.
En la esquina estaba mi mamá, que venía camino del videojuego. Sentí la culpa
del robo pero no lo confesé. Pedí perdón por retrasarme, recibí los retos, estirones de
patilla y la reconciliación me dejó dormir en paz.
Por la mañana, en la escuela, vendí veinte de las 128 fichas que conseguí. Y al
mediodía, después de comer a las apuradas, estuve en el videojuego entre las Arcade.
Para disimular, compré cuatro fichas y jugué diez. Por suerte tuve esa precaución,
porque al rato vi cómo el fichero de la siesta agarraba del cuello a un chico que llegó y
se puso a jugar directamente, sin comprar fichas. Afuera del local, entre preguntas, Ariel
le daba piñas. Quién te dio esas fichas, quién fue el que abrió la caja. “Fue Tony”, dijo
el chico, y a mí se me paralizó el corazón, game over me dijo la pantalla. “Fue Tony
Vecino”, chillaba el pibe, y yo, bajo ese mismo sobrenombre, temblaba. Ariel, que no
era musculoso y cuyo rostro no aparentaba crueldad, le siguió dando golpes. “Y qué
Tony”, le decía, “dónde vive”. “Tony Vecino, el de Las Malvinas”, alcanzó a decir
antes de entrar en crisis y revolcarse en el suelo. Safé, me dije, y salí cabizbajo hacia el
puerto. Yo era Tony Zalazar y no vivía en el barrio Malvinas.
Al día siguiente, en la escuela, los que me compraron fichas me reclamaron que
se las habían quitado y querían que les devolvuelva la plata. “Ariel te está buscando”,
me dijo uno, “y mañana van a cambiar las fichas de todos los jueguitos”. En esa semana
me di un hartazgo de empanadas fritas y pizza, y por la noche no paré de vomitar. Fue
una de las pocas veces que pude hacerlo.
Hepatitis B, anunció el doctor, y dos semanas de reposo me alejaron de todo. De
los jueguitos y de la escuela. Pero las visitas me traían noticias del asunto. “Ariel le
agarró a Mendoza y le quebró dos dedos” (Mendoza era otro de los que habían sacado
varios puñados de fichas), “El Toba casi lo mata a golpes a Tony. A vos te andan
buscando por los otros videojuegos, sos el último que les falta castigar”.
Agradecí estar enfermo y en cama. Además, la gelatina y la sopa eran
riquísimas. Y así, con reposo y pánico, me curé del vicio de los videojuegos.

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¿TESTIGO?
A la Cancha Marcos, testigo y cómplice de desmanes en la Facu.

“¿Tenés documento?” dijo un tipo de civil, y yo pensé que me estuvieron


siguiendo, que era mi fin. Me acorralaron cuatro policías de drogas peligrosas contra el
murito del kiosco. Metí la mano en el bolsillo izquierdo y palpé el baguyo. “Sí, acá
está”, dije, y lo saqué del bolsillo trasero. Lo miró y dijo “sirve, vamos que vas a ser
testigo”. “¿Testigo?”. No alcancé a preguntar de qué y ya estaba en la camioneta con los
cuatro tipos y dos perros policías que me ladraban desesperados. Por suerte los tenían
sujetos con correas cortas y estaban más preocupados en alistar sus armas que en
interpretar los ladridos.
Llegamos a la casa a allanar y yo no sabía dónde meterme. La Mary me hincaba
con la vista y yo con la mirada quería explicarle que no tenía nada que ver, que de
casualidad me habían parado en el centro y que yo no la había delatado. No saben nada

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del faso que me vendiste, quería decirle, lo tengo acá en el bolsillo. Uno de los perros se
abalanzó sobre mí, olisqueando mi entrepierna, pero por suerte el poli lo llevó de un
tirón hacia adentro.
Rápidamente los perros hicieron lo suyo y los policías también.
Con la Mary esposada, ahora éramos seis en la camioneta. Los cuatro polis, la
detenida y yo, su testigo.

PODO Y LA CADUCA
“La crueldad tiene corazón humano y la envidia humano rostro; el terror reviste divina forma
humana y el secreto lleva ropas humanas”.
William Blake

Las comparaciones maliciosas y la competición por envidia nunca entraron en


mi cabeza pero, ahora que lo pienso en la distancia, el Podo era simplemente un yo
magnificado. Su pelo más rubio que el mío, su altura sacándonos una cabeza a todos en
el grado, su edad un año adelante de la nuestra y su guardapolvos siempre, siempre más
blanco que el mío, son sólo signos aparentes de superioridad ante nuestras semejanzas.
Y como Podo, ahora que lo pienso mejor, no era más que un yo aumentado, sus ventajas
nunca me afectaron.
Pasábamos mucho tiempo juntos y los que nos veían nos pensaban hermanitos.
Yo el menor, por supuesto (es decir, por mi puesto). Ni bien salíamos de la escuela ya
acordábamos dónde jugar por la siesta. Cuando llevaba a su casa mi lata de durazno
repleta de balitas, él sacaba dos latotas de pintura rebosantes de paraguayas, porcelanas,
canconas y chiquitolinas, todas preciosas y sin quichaduras; mi patio era ideal para jugar

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a la balita, mientras que el suyo era ideal para jugar a la balita y además al fútbol… Así
pasábamos las siestas, entre juego y juego, pero a veces íbamos a la zanja de la
comisaría a sacar pescaditos de colores. Su red era un mediomundo, la mía un colador
de fideos. Para los pescaditos que yo sacaba y metía en frascos de mayonesa o
mermelada, mi hermano me había comprado una pecerita. Cuando se lo conté, él me
mostró en el fondo de su patio un tanque de 500 litros lleno de pescaditos y una pileta
pelopincho también con pescaditos preciosos que nadaban plácidamente.
Amén del color de pelo y de la afición a las balitas, al fútbol y a los pescaditos
de colores, también compartíamos la fidelidad de perros personales. El mío se llamaba
Gordillo. El nombre se lo había puesto mi hermano mayor, en homenaje a un defensor
de River. Mi mamá explicaba, sin embargo, que se debía a la abultada y tierna bola de
pelos que fue al nacer. Pero Podo no sólo tenía un perro más gordo y ladrador que el
mío, sino que tenía dos: Patán y Talacasto. El primero debía su nombre al famoso perro
de los dibujitos animados que reía graciosamente de sus maldades, y Talacasto era la
marca de un vino en tetrabrik que tomaban nuestras madres. Talacasto caminaba medio
tembleque, no sé por qué, y de ahí su nombre.
La amistad dicen que etimológicamente significa “guardián del alma”, un amigo
entonces vendría a ser el que cuida la vida de su par, el que lo protege. Nosotros éramos
muy amigos, y el Podo una vez, sin sospecharlo, salvó mi alma de la vergüenza más
atroz. Fue en cuarto o quinto grado; yo me sentaba bien adelante, con Marcelo Fabro, y
él en la última fila, con Federico Esquivel. Al pobre Federico lo tenía cansado con sus
bromas pesadas; por ahí le ponía chinches o chicles en el banco, pero lo que más
enfurecía a Federico eran los gases que el Podo se depositaba en la mano y que, con la
manito cóncava, se los metía en la nariz, en la nariz de Federico cuando no en la suya.
Una mañana, guiado por el instinto o por el mal (el mal estomacal), corrí mi culito hacia
atrás en el banco y solté el pedo más largo y silencio que pude. Estuve a punto de
confesárselo a Marcelo, cuando empecé a sentir los murmullos de atrás. Se ve que el
pedo había reptado por debajo de los bancos y en el fondo había subido como esos
mastodontes de la lucha libre que se trepan a las cuerdas y se arrojan con todo su peso
sobre el rival. Bueno, así se lanzó mi pedo sobre todos, y se hizo sentir como una lluvia
inesperada y equitativa. “Qué pasa en el fondo, hagan silencio”, pidió la maestra, y no
pudo aplacar el murmullo que contrariamente empezó a crecer en quejas e insultos.
“Alguien se cagó”, dijo alguno, y Federico aprovechó para acusar al Podo. “Quién fue”,
inquirió una, dos y tres veces la maestra, pero cuando el olor llegó a su nariz y se metió
profundamente en su alma, el Podo quiso exculparse con un simple e inverosímil “yo no
fui”. “¡Asqueroso!”, le gritó la maestra. “Salgan todos al patio”, ordenó, y tapándose la
nariz salió ella primero.
Afuera, Federico declaró que el Podo siempre se tiraba pedos, que los ponía en
su mano y que se los hacía oler. Ahí descubrí que hasta la oreja del Podo era mucho más
grande que la mía. La maestra lo alzó de una oreja y le grito: “¡Podorosky sos un gringo
hediondo, vas a repetir de nuevo, el aula parece una cámara de gas!”. Él se largó a llorar
como nunca, hasta mocos le salían, mocos que se los chupaba con labios y lengua o los
volvía meter en su nariz con quejiditos. Yo me acerqué y le palmeé la espalda. A los dos
minutos, el gas ya se había ido por las ventanas y todos volvimos a estudiar. Creo que
fue en lo único que logré superar al Podo, en el pedo más largo y potente de la historia.
Pero nunca se lo pude gozar en la cara, me hubiese golpeado, era más grande que yo.
Una vez, en su casa, sí le confesé una maldad, pero una maldad que le habíamos
hecho a mi abuela que estaba enferma y medio loca por la arteriosclerosis, y chinchuda
desde siempre: “Con Juan Diego y Cristian le metimos una lagartija en la cama, una
lagartijona que bajé de un hondazo. La vieja casi se muere”, le dije, orgulloso de mi

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maldad. Él, como si nada, soltó un “Ahh”. Después de un ratito me dijo: “Vení que te
muestro algo”. Me llevó a una piecita que nunca antes me había mostrado. Abrió la
puerta y estaba todo oscuro. “Pasá, pasá”, me dijo en un susurro y encendió la luz. La
imagen fue escalofriante: la cabecita de una vieja decrépita, demasiado arrugada y con
la cara chupadísima, salía sobre la frazada. Ahí toda envuelta parecía un cigarro con
cabeza de vieja o esos nidos que hacen las orugas antes de convertirse en mariposas.
“Esta es mi abuela”, me dijo, y de la mano me llevó a sentar a su lado. “Hola Edna,
despertate, mirá a mi amigo Tony”, la zamarreó un poco y la vieja, asustada, alcanzó a
gruñir algo. “Ben zona, bel sorá”, algo así. “No habla bien, está caduca... Esperame
acá”, dijo, agarrándome de la mano y poniéndola sobre la de su abuela. “Ya vengo,
cuidala bien, que no se escape”, dijo y salió corriendo de la pieza.
Qué fachera la vieja esta, pensé al ver un tatuaje en su antebrazo arrugado,
parecían unos números. Y entre el asco y la lástima, miraba ese cuerpo decrépito. ¿Qué
querrá decir caduca? ¿Cómo llegó hasta ahí esa mujer?, pensaba. Un rato después
volvió el Podo con Patán y Talacasto. Se sentó a mi lado y palmeó la cama para que el
perro también suba. Sacó mi mano de la mano de su abuela y me dijo: “Mirá, mirá”. El
perro se abrió patas arriba y Podo, con la mano de su abuela, empezó a acariciarlo. Al
toque, el rosado pene del perro saltó y el Podo, muerto de risa, dijo: “¿Viste? A ella le
gusta”. Boin-boin boin-boin zongo zongo zongozongozongo hasta que el perro eyaculó
en la frazada y en la mano de los dos. “La concha de la lora”, dijo el Podo y se limpió
con la sábana. La vieja parece que se reía o que lloraba, no se le podía entender ni el
rictus entre tantas arrugas. “Ahora vos Talacasto, subí”, le ordenó, y el perro borracho
intentó saltar pero no pudo subir. El Podo lo agarró de la panza y lo subió a la cama.
“César dónde estás”, se escuchó desde la casa de al lado. “Ojo con la abuela”,
gritó la madre desde la mesa donde jugaba a la loba con su vecina-pariente y otras tipas
más. “Nada Mami”, gritó el Podo, “vine a ver cómo estaba la abuelita”. Alzó una vez
más a Talacasto y lo dejó caer como una bolsa de cemento. “Vamos que en seguida va a
venir mi vieja”, me dijo y me sacó de ahí.
Al día siguiente el Podo faltó a la escuela. A la siesta me aparecí en su casa. Me
atendió en la vereda y dijo: “Hoy no puedo jugar, murió la caduca”.

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DESPERTARES CON CHELO
“Tuve una infancia muy buena hasta los nueve años, luego un clásico caso de divorcio me afectó
bastante”.
Kurt Cobain

I
Jadeos. En cuatro patas mi hermano agita a una piba del barrio. Cierro los ojos.
Los pájaros del amanecer y los jadeos. Los vuelvo a abrir con una decisión. Esa piba me
supo chistar cuando pasé en la bici, “chau mi amor” me dijo y chupeteó el aire con
ganas, pero yo no frené. Me acerco a la cama de mi hermano. Ellos siguen en lo suyo.
Desde que se separó de María, él duerme conmigo en la piecita que fue de la abuela.
Sigiloso, me acerco. Huelo el alcohol. Él la tiene de la cintura y la agita. Ella gime y
dice “así, así”. Están concentradísimos y no me sienten. Desde el costado de mi
hermano estiro el brazo, presiento el pezón inflado. “Tas”, suena mi mano antes de
amasar la teta. “¡¿Qué hacé’?!” me dice el Chelo, y se cubre con la frazada, se tira sobre
ella, y como zambulléndose en un río turbio se pierden en la cama. Yo, a su margen,
veo fluir el tiempo.

II
Mi vecino me guiña un ojo. Tiene miedo. Le sostiene una almohada al Chelo
que mide la cama con almohadas. “¿Cuánto dijimos?” le pregunta al vecino, su patrón
en la carpintería. “Uno ochenta” responde tembloroso. “NOOO” se enoja mi hermano,
“así no era” le dice, y le estira de la oreja “así no era”. Su miedo exige mi intervención.
Me descorro la frazada y le pregunto “cómo era”. No entiendo qué está pasando, qué

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quieren hacer. Mi hermano suelta de la oreja a su patrón y me dice: “Este no sabe nada.
Tengo que terminar la canoa antes de irme a Buenos Aires, me voy a verle a la María
hermanito”. Me mira y se emociona. Huelo el alcohol. Veo sus ojos rojos lagrimear. “Y
al nene” le digo. “Sí, al Manu”. Nos abrazamos y el vecino escapa.

III
“Levantate que murió Rodrigo”, me dice el Chelo. “Dale levantate”, y todo el
vino y toda la inmensa noche que cayó sobre mí se despiertan y me atolondran. “¡¿Qué
le pasó, anoche estuvimos chupando hasta las cinco?!”. “Chocó en su 4x4”. “¡¿Qué
4x4?!, el loco apenas si tiene una playera”. “Rodrigo Bueno, el cuartetero te digo”.
“Ahhh bueno… dejate de hinchar las pelotas”, le ordeno, y la frazada como un abrazo
de Morfeo me vuelve a cubrir. Mi amigo, al parecer, no era el muerto.

LOS CHORIPANES

“Simulacro en pequeño era éste del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las
cuestiones y los derechos individuales y sociales.”
Esteban Echeverría

Yuli se fregó los ojos. Habían amanecido tomando tereré y no entendía lo que se
les venía encima. Codeó a Seba y Seba salió del sueño, reaccionó ante la cercanía del
prodigio. “Qué es eso”, le preguntó Yuli, parándose. “Qué sé yo”, respondió el Seba,
también fregándose los ojos y saltando del susto. Desde la vereda veían que desde el
medio del macadam venía una cosa extraña. Parecía una medusa cuadrúpeda, un perro
con múltiples cabecitas, cabecitas como de brillosos cachorritos recién nacidos. No
entendían nada y la cosa se les venía encima. Como se le vino encima el quince años a
Yuli. Era el día de su cumple y habían amanecido elucubrando maneras de celebrarlo.
Pero sin dinero el festejo se hacía difícil.
Cuando su hermano mayor había cumplido los quince, hizo unas tarjetitas de
invitación para sus amigos. Parodiando los rituales de las chicas diseñó sus tarjetitas
sólo para varones donde les mangueaba carne, arroz, papas, zanahorias y todo lo que
lleva un buen guiso carrero. Después él mismo se encargó de comprar dos damajuanas
de vino y animar el quince más loco que Yuli vio alguna vez. En el guiso le echaron
vellos púbicos, frutitas de paraíso y hasta querosén, que con la borrachera fueron
consumidos con gusto. Fue un quince increíble el de su hermano pero él no podía
copiarle, no quería no ser original.
Pensaron en llorarle a la mamá del Seba, en probar suerte en el póker con los
cinco pesos que tenían. Pero las opciones no los convencían.

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“Wiii mirá, es un perro”, dijo Yuli. “Sí, mirá, lleva chorizos”, contestó el Seba.
Se miraron y de inmediato emprendieron la persecución. El animal, cansado de arrastrar
la ristra de casi cuatro kilos, se plantó a la media cuadra y, sin soltar los chorizos,
comenzó a gruñir. “Dale una patada y yo agarro los choris”, le propuso el Seba. “No,
mirá si me muerde. Pará, cuidalo que voy a buscar un ladrillo o un palo”. El perro, con
los chorizos en la boca, seguía gruñendo. “Ahí nomás”, dijo el Seba y le lanzó una
patada al animal, que chilló, lanzó un tarascón al aire y se dio a la fuga. Yuli agarró la
ristra y se puso cantar: “Choripaneada hoy Choripaneada”. Llevaron la ristra bajo la
canilla y lavaron los chorizos.
Por la noche, choripán en mano y vinito rondando, uno comentó: “¿Vieron lo
que le pasó a Charanguito?”. “¿Qué Charanguito?”, preguntó otro. “¡El de la carnicería
de acá la vuelta pue! Anoche le entraron a robar y el tipo se resistió. Le metieron un
chumbo y recién hoy a la mañana, cuando la gente se iba a comprar, lo encontraron ahí
desangrado. Un desastre, toda la carne desparramada, las morcillas, los chorizos…”

DEL TANATORIO A LA PLAZA (IDA Y VUELTA)


“La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia”.
Edgar Allan Poe

Mi abuela Clementina murió el 2 de febrero de 1999 y ese mismo día la velamos


en “La Piedad”. Nada excepcional hubo en ambos actos, y todo lo esperable de un
velorio en Barranqueras sucedió: calor, moscas, lágrimas, poco negro, gaseosas, hielo,
pañuelos, abrazos y besos, todos incómodos y espesados por la culpa que entre
familiares se esparcieron.
En plena siesta, tras los vidrios ahumados de la funeraria, me puse a observar la
indiferencia de unos niños que, irrespetuosos del sol, jugaban en la placita y se torcían
entre máquinas de hierro, madera y cadenas, sin advertir el velorio de enfrente. Supuse
que a esa edad la muerte también me atraía menos que el tobogán. Y pensé, algo
perspicaz, ¿a qué cabeza se le habrá ocurrido poner una funeraria frente a la plaza? Pero
no era esto lo que debía comprender en ese momento.

Ella había llegado a los ochenta años con una lucidez indiscutible. Pero a partir
del incidente en la cocina —quiso hacer chipacitos con jabón en polvo— las opiniones
respecto de su salud mental fueron motivo de disputas familiares. Por un lado mi tío, el
facultativo, trató de convencernos de que la vida de Clementina no se había oscurecido,
sino que simplemente se había desplazado a un plano surrealista. “Mente lúcida es un
decir de la convención…”, decía él, siempre muy didáctico, “…porque una mente nunca
deja de dar luz. Y fíjense —decía, aludiendo a las alucinaciones de mi abuela—, el
hecho que ella vea caballitos azules o duendes aputasados en el patio no quiere decir
que le falte claridad a su mente, es sólo la proyección de una imaginación liberada”.
Después seguía con la anécdota de la foto del abuelo muerto: “Cuando ella le
daba aguamiel a la foto del Nono no estaba sino alimentando el recuerdo de su amor.
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¡Mamá no está para ser internada!”, explicaba el tío sapiente de la familia. “El desorden,
deben aceptarlo todos de una vez, no es más que el orden que no deseamos”. Y así
remataba su discurso el tío ininteligible. Y mamá, que nada sabía de surrealismo pero sí
de lo que se estaba discutiendo, gritaba que la vida de su suegra, más que una voluntad
surrealista, le resultaba un cuento de terror. “Un cuento de TERROR Arturo, vos no
tenés que sufrirla como yo. El colesterol, y todo el cuerito de pollo que se lastra como
un animal, le taponaron el cerebro. Se la pasa hablando como loca y nos pellizca si no le
seguimos la corriente. La otra noche no nos dejó dormir, se paró frente al espejo del
ropero y estuvo horas hablándose a sí misma. Le ordenaba al reflejo que la acompañe a
dormir, hacía sus pasos de tortuga ruidosa hacia la pieza, y cuando descubría que no era
escoltada gritaba Vieja, dónde te metiste, vamos vieja, vamos a dormir. Tu mamá está
loca Arturo, hay que internarla”.
El tío Arturo, ofendido, respondía: “No te permito Carmen que llames así a
mamá, no es para tanto ¿qué te hace que le hable al espejo?”. Y ahí mamá volvía sobre
la anécdota: “…se iba y volvía furiosa al espejo, gritó y arañó el vidrio toda la noche,
nadie pudo dormir. Pero sí, tenés razón, no nos hace nada que grite y quiera golpear a
los chicos. Tenés razón Arturo, pero hay algo peor, y esto no te lo quería contar, tu
madre me llena de mierda los azulejos cada vez que la baño. Agarra su propia caca y la
esparce por ahí. Estoy podrida Arturo, si tu hermano viviera… si tuviéramos adónde
ir…”. Ahí el tío se condolía, abrazaba a mamá y decía que la iba a recompensar, que era
una santa y que si viviera Toto estaría orgulloso de ella. Pero ahí terminaba la discusión,
que resucitaba recién en la próxima visita del tío, es decir, al mes siguiente. Y así fue
hasta el día en que Clementina murió en su cama, lejos del geriátrico.
Yo escuchaba la discusión y me impresionaba cuando oía lo de la mierda que
tenía que limpiar mamá. Me pasmaba con sólo escucharlo, pero una vez pude
comprobar lo terrorífico de la escena. Entré al baño y vi a mamá arrodillada, llorando y
con el trapo de piso sobre los azulejos verdes, fregando y esquivando los arañazos que
la abuela desnuda intentaba asestarle con la mano llena de mierda. El olor era
insoportable y no aguanté las ganas de vomitar. Afuera no podía entender cómo
trabajaba la cabeza de esa mujer, cómo la conciencia puede llegar a liberarse del
rechazo común que expresa cualquier humano ante lo escatológico, no podía
comprender que mi abuela le había perdido el miedo a la muerte.
Dos años vivió así, y creo que su mente aún debe estar flotando en lo ilimitado
de la imaginación, ni se habrá enterado de la muerte del cuerpo. De ese cuerpo que
estaba ahí, entre luz violeta y perfume floral, muy cómodo y sonriente; como si
disfrutara de las lágrimas que brotaban encimadas por el sudor de la frente. “Esta es su
última burla”, murmuró mi mamá y esbozó una última sonrisa, pero inmediatamente
rompió en llantos y se abrazó desconsolada al cadáver, para nada exquisito, de su
suegra.
El cansancio me dormía cuando a las diez en punto apareció mi hermana.
Interpreté su aparición como un relevo y salí cabizbajo. Y cabizbajo atravesaba la plaza
cuando escuché un chiflido que venía del extremo oscuro del puentecito. Levanté y
volteé la cabeza y ahí estaban, empinando un descartable de áureo líquido, los pibes del
barrio. Nunca supe qué decir ante la muerte, sólo la sumerjo en alcohol hasta que vuelve
a reflotar. Nada les dije.
Ellos habían volteado unas siete u ochos cervezas y conmigo llegaron a las diez.
Querían, y yo empezaba a querer, voltear más. Pero guita ya no había. La décima
alcanzamos con monedas que brotaron de la nada, de bolsillos ocultos, de entre las
zapatillas y del temor de transeúntes que soltaron su cambio al olfatear una amenaza en
nuestro aliento. Yo miré esas monedas y pensé en arrojar una a la fuente, para que mi

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abuela tuviera con qué pagar el aventón de Caronte, pero los vagos de seguro me
hubieran mandado al mismísimo infierno si osaba hacerlo. Me hubiesen empujado a la
fuente para que buscara entre sapos, tortugas y agua verde la monedita ofrendada. Y
como yo no era, ni pienso ser un héroe, sólo dejé al pensamiento encerrado en mi
cráneo. No sabíamos de dónde sacar más monedas, ya eran las doce y la gente mengua a
esa hora. Y Mucha, muchísima, era nuestra sed.
“Voy a buscar unos pesos a lo de Marisa”, dijo, envalentonándose, Chori.
“Quién es Marisa”, pregunté al sentir el titubeo con que había pronunciado el nombre.
“Este no le conoce a Marisa, ya te vamos a hacer pata con Marisa”, se burló el Pija.
“Marisa es Leguisa, Mario Leguisa”, explicó por lo bajo y tosiendo el Rata. “Ahh... che
pero allá está Paco, en El Profe”, advertí al interpretar el plan y planeando también.
Paco estaba con dos chicas en la hamburguesería. Pija se arrimó y le anunció sin
disimulos que el Rata quería hablar con él, ahí en la placita. Paco asintió y miró hacia
donde estábamos. Se paró y comenzó a seguir al Pija hacia el lado oscuro de la plaza,
frente al jardincito, y desde allí chifló al Rata. El Rata fue seco y el Pija vino con diez
pesos, compramos otra cerveza y bebiendo esperamos al Rata y a Chori.
Yo ya ni pensaba en la muerte, hasta que apareció el Rata con sangre en la mano.
“El puto me cagó encima, me ensució toda la gamba y me dejó un olor a podrido. Olé”,
dijo, y extendió su mano ensangrentada. “Lo cagué a trompadas para que aprenda el hijo
de puta... ahí quedó tirado en la zanja...”. Yo estuve a punto de reírme, no por la
desgracia de Paco (leche y sangre son sus habituales premio y castigo), sino por
recordar la maldad de mi abuela. Pero en eso apareció Chori con un cincuenta pesos
abollado en su puño. “¡Viva Marisa!”, gritó, “¡VIVA MARISA!”, gritamos.
Eso era la vida, un recreo abrupto en una plaza. Era ir a jugar, revolcarse en el
barro del desmadre y volver al baño del espíritu, a las lágrimas con que la razón enjuaga
la culpa.
La muerte se hundió y extravió en la inconsciencia. Chupamos hasta que el
amanecer borró las pocas luces de la placita. A las siete, cuando ya estaba lista la fila de
autos negros y los llantos me atrajeron, volví al tanatorio para despedir, sin nada de
sobriedad, el cuerpo de mi abuela, la vieja que vivió dos años como en pedo, y que de
seguro pudo haber imaginado todo esto.

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ACTOS DE HABLA
“¿Es posible un acto desinteresado?”.
Pierre Bourdieu

No es fácil ser docente habrá pensado Julián al escuchar cómo Griselda


justificaba su tardanza a clases. Y ofuscado, seguramente por la estrechez de su juicio
antes que por las razones de la mujercita, frunció el ceño hasta el punto en que su cara
reflejó un asqueado rechazo. Julián no era irritable, pero se sabía que el calor y las
interrupciones hacían de sus clases un infierno, y mucho más estas clases, que eran las
de recuperación de diciembre. El año se le había pasado rapidísimo, como un colectivo
lleno y con retraso, y él tenía ahora que evaluar esas caras difusas que durante el año no
se habían asomado a la ventanilla. Se encontraba parado frente a siete alumnos aún por
conocer.
—...ella tiene doce años pero es grandota casi como yo —se excusó Griselda al
verse contrariada en el rostro de su profesor —. Mire, mire cómo me dejó la boca, me
dio una piña y me tumbó. Yo me levanté y le arrastré de los pelos por el comedor—,
expuso tocándose el labio inferior, de por sí inflado, y posteriormente estirándose el
cabello hacia arriba. Hizo una pausa su voz, pero su cuerpo estaba lejos del silencio,
todo latía agitado en él.
Los compañeros estaban expectantes. Las cuatro mujeres, la criatura en regazos
de su madre y Héctor desde el fondo, la miraban como si estuvieran viendo a un animal
recién atropellado; mientras que Rubén, lejos de la lástima o del morbo, se mostraba
interesado en que la compañera continuara su historia.
Les interesa la pelea o no les interesa recuperar la materia. De seguro se habrá
cuestionado Julián, no sin dejar de pensar que todo examen supone también una
evaluación del educador.
—Pero por qué se pelearon las hermanitas —preguntó por fin Rubén con el
evidente propósito de dilatar la declaración que lo salvaba de horas de clase. Y el resto
del grupo simuló interés en su respuesta.
—No, porque cuando yo me entré a bañar le dije que le baje el volumen a la tele,
por si venía alguien y golpeaba las manos. Y la muy viva me dijo que le baje yo si me
animaba. Entonces ahí nomás me fui y le puse bien bajito. Al rato, cuando me estaba
enjabonando, escuché de nuevo a todo lo que da la tele, estaba mirando Los Simpsons, y
salí furiosa con la toalla nomás. Ahí nos agarramos y nos revolcamos de los pelos.
Después rajó para el fondo y yo le seguí, le di una cachetada frente a los vecinos que
tomaban mate y la muy guacha me arrancó la toalla. Quedé en bol... digo desnuda frente
a todos, pero estaba tan caliente que le seguí dando sopapos y...
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—Bueno, suficiente Griselda, la próxima tenés que ser más paciente con tu
hermanita, con los golpes no se llega a nada. Ahora vamos a repasar actos de habla para
el recuperatorio del jueves —dijo Julián, cortante, para retomar su función docente y
acallar con un consejo insustancial a su alumna.
—Pero profe, si mi mamá no la educa, yo le voy a enseñar a respetar a los más
grandes —reaccionó ella, como si se estuviera excusando frente al padre castigador.
Entonces Julián, puesto nuevamente en la disyuntiva del discurso, tuvo que resignar sus
actos de habla por un momento más.
—Bien, a ver a todos, les hago una pregunta: ¿Les parece que a los golpes se
puede educar a una persona? —formuló la pregunta con una carita menos amarga, y con
el clásico Civilización y Barbarie probablemente cruzándole por la cabeza.
—Yo le eduqué a mi marido con un cuchillo — contestó Jésica, espontánea y
sonriente, mientras le daba saltitos a su hija sobre el regazo.
—¡¿Quéee?! ¿Cómo que educaste a tu marido con un cuchillo? —¡Qué
símbolo!, ¡qué realidad! habrá pensado, siguiendo en sintonía con la dicotomía
Sarmientina.
—Una vez, cuando recién nos juntamos con el Cristian, me dio una trompada
que me infló el yurú como una salchicha. Entonces esperé que se duerma, y cuando
estuvo zombi en la cama le llegué con el cuchillo y le dije bien al oído que nunca más se
atreva a tocarme un pelo, porque yo soy la que le cocina, la que le limpia, la que le lava
y la que le va a destripar como un pescado si no sabe cómo tratar a una mujer… Y
aprendió muy bien el guacho… —remató con una sonrisa rayana en la carcajada. Todos
asintieron con las cabezas y las sonrisas.
—¿Alguien más educó así a otro conocido? —Preguntó esta vez Julián, forzando
una sonrisa. Y es probable que, recayendo en la molestia de su económico juicio sobre
la docencia, haya intentado profundizar las ideas: Esta sí que es una familia
conflictuada... Manejan el discurso de la agresión y la violencia para persuadirme de
que los apruebe. Sería lo práctico, apelar a la conmiseración o al temor para aprobar
la materia… Mentiras… análisis crítico del discurso… la escuela es el espacio virtual
donde se socializa a las personas, donde se proponen valores positivos para
mancomunar la vida dijo el Ministro… La teoría de los actos de habla resulta el
precinto con que el estado pretende contener la acción de los desesperados, de
personas que buscan otros métodos para manifestarse ante la coacción… Devolverle el
carácter ético al lenguaje no bastaría para solucionar realmente el problema del abuso
de poder… la violencia simbólica del lenguaje… la ostentación del capital discursivo…
su cabeza habrá sido un semejante torbellino de ideas en los segundos que tardó Belén
en responder la ironía de su profesor.
—Cuando iba a la tarde, en el cole me decían la gata —declaró Belén con voz
socarrona, y como arañando el aire con los dedos—, a las pendejas que se creían vivitas
les dejaba la jeta de Adidas. Les marcaba las tres tiras en el cachete con mis uñitas jijijí,
o si no les mordía el cuello, las chichis o lo que me quedara a mano… los dos años que
repetí fue porque me dejaron libre con las amonestaciones.
—¿Pero por eso nomás te decían Gata? —Volvió a echar leña al discurso Rubén
—: Para mí que le decían la Gata porque le gusta la lechita y los pescados— remató el
provocador usando el doble sentido, del que todos son verdaderos exegetas.
—A tu mamá, la que colecciona esperma, le gusta la leche agria y caliente, y tu
prima, la azafata de camiones, es la que anda con pescados y bien bagres que son —
respondió Belén.

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A mí me quiere venir a cojer esta con pija de trapo seguramente quiso retrucar
Rubén, porque esa era su frase de cabecera ante cualquier desafío, pero se conformó con
un miauuuuuuuu finito y con unas risitas.
—Bueno listo, se pasaron de la raya, parecen chicos de primaria, o peor aún…
—Julián trató de sofrenar la lengua desbocada de sus alumnos. Pero ya involucrado con
el asunto de la educación y la violencia, inquirió: —A ver el niñito Rubén, que se burla
de su amiguita Belén, dígame cómo lo educaron a usted…
Rubén se rió antes de contestar. Después dijo:
—Yo de chiquito aprendí a aprender por mi cuero, je je… una vez mi hermano
me enseñó que siempre hay que tener los ojos bien abiertos y desconfiar de todo, por las
dudas. El guacho me dijo “a que no le hacés gol a la Noe”. Y la Noe se paró como
arquera en el centro del portón y él puso a nueve pasos la pelota de bolsas. Con bolsas
de supermercado, una adentro de otra, hacíamos las pelotas cuando yo era chico. “Si le
hacés te prometo que te regalo la horqueta de mi honda”, me había dicho. Ahí nomás yo
tomé distancia, me perfilé de derecha y le fui con un patadón a convertir el gol,
imposible de errar. Cuando pateé, el dolor fue tanto como la fuerza que le metí a la
pelota. La bocha de madera que había puesto adentro de las bolsas me quebró el
empeine, y la risa de todos los vagos que estaban ahí mirando me enseñó la
desconfianza. —No terminó de hablar que ya tenía los ojos anegados de lágrimas y la
voz quebrada. Prefirió sonreír y esconder los ojos antes que terminar de desahogarse.
Y yo les quiero venir a enseñar análisis crítico del discurso se habrá censurado
Julián al notar cómo esos (sus) alumnos estaban adiestrados desde niños para detectar el
engaño, reconocer-olfatear la insidia, las intenciones tendenciosas, y escudarse de ellas
con la risa, vacía pero risa la fin.
—Bueno está bien, evidentemente todos tuvieron una educación diferente. Pero
acá venimos a buscar otro modo de relacionarnos, venimos a aprender el poder de la
palabra para solucionar nuestros conflictos, y sobre todo venimos a saber ser solidarios.
—Trató de aplacar los ánimos al escuchar, por lo bajo, que Rubén lagrimeaba porque su
hermano, el mismo que le había enseñado con el dolor, había sido muerto por la policía
en la cárcel.
—Como les dije, este es un espacio virtual donde entre todos pensamos qué
valores y conocimientos son necesarios difundir en la calle para ser mejores personas…
—no los estaré amansando inútilmente habrá sido el dilema que se le cruzó tras
pronunciar esas palabras. Porque él de seguro leyó a Bourdieu, y su espíritu simple no le
permite el total pesimismo. No, no es inútil hablar de esto. Generar el afecto que es lo
único que nos queda, lo que logra unirnos y hacernos confiar en el otro… y con el
afecto buscar la desnaturalización de la violencia… Cuáles serán los canales
inconscientes de donde brotan las lágrimas de Rubén… como dijo Pedro “el amigo es
el psicólogo del pobre”.
Quedó varios segundos en silencio, resolviendo quizás el dilema anterior,
mientras paseaba la vista por las escrituras de los pupitres, del pizarrón, de las paredes,
de las cartucheras, de las mochilas tantas palabras y tan pocas caricias, continuó el
paseo de sus ojos sobre los bancos destartalados, sobre el ventilador de techo doblado
como un pimpollo nuestra casa no está en orden. Su pensamiento seguiría
enrevesándose cada vez más, porque su rostro parecía un nudo indescifrable, era el
rostro de un filósofo confundido. Pero la esperanza le iría germinando palabras para que
sus labios temblorosos lo sacaran del laberinto con una revelación.
“Pummm”, explotó de pronto un balinazo en la ventana, que de no tener rejas
hubiese quedado sin uno de los últimos vidrios sanos. Desde la canchita, los muchachos
que no dejan de jugar bajo la escasa luz de los reflectores, dijeron presente en el curso.

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Todos se asustaron al principio, pero luego cada uno se burló del susto ajeno. Era el
quiebre justo para que Julián retomara su clase y saliera del dilema.
Esperó a que se terminaran de reír y prosiguió:
—Bien, ahora sí, abran la carpeta y fíjense la teoría de los actos de habla.
—Profesor, dice la directora que a las ocho van a fumigar el colegio porque está
lleno de murciégalos —anunció la portera con su cabecita de tortuga saliendo entre las
puertas.
—Gracias por la metáfora Dionisia, pero se dice murciélagos y no murciégalos.
Y hay que golpear la puerta antes de irrumpir en el curso —se habrá sorprendido al no
saber de dónde le salía el malo, pero en verdad parecía al borde del desquicio.
Todos rieron y él sacó del bolsillo su teléfono celular, miró la hora, le habrá
marcado 19:45 más o menos. Se secó el sudor de la frente y miró a cado uno de los siete
alumnos. Quedó fija su mirada en Héctor, que parecía absorto en la escritura. Héctor era
el único que escribía mientras los otros exponían sus casos. Ahí sospechó Julián que
Héctor había tomado notas del debate, de la situación planteada. Suspiró, se acercó al
alumno, y dijo:
—Bien, mañana vamos a hablar de la teoría de los actos de habla y el jueves
rendimos sí o sí. Pero ahora, antes de que fumiguen, nos quedan quince minutos para
leer este cuento de Héctor —terminó de decir eso y me está tironeando las hojas.

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