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Vamos a plantear una pregunta con cierta ingenuidad: ¿cómo sabe el ADN
humano dónde colocar sus piezas para crear exactamente un ser humano
particular?
Desde la década de los 70, los genetistas saben que el núcleo de las células
utiliza un componente estructural de las moléculas orgánicas, el metilo,
para saber qué piezas de información hacen qué –por decirlo así, el metilo
ayuda a la célula a decidir si será una célula del corazón, del hígado o una
neurona. El grupo metilo opera cerca del código genético, pero no es parte
de él. Al campo de la biología que estudia estas relaciones se le llama
epigenética, pues a pesar de que se estudian fenómenos genéticos, estos
ocurren propiamente alrededor del ADN.
Si esta jerga genetista es ardua para algunos, digamos que Szyf y Meaney
simplemente desarrollaron una innovadora hipótesis mientras tomaban un
par de cervezas: si la alimentación y los químicos podían producir cambios
epigenéticos, ¿era posible que experiencias como el estrés o el abuso de
drogas también pudieran producir cambios epigenéticos en el ADN de las
neuronas? Esta pregunta fue el punto de partida para un nuevo campo en el
estudio de la genética: la epigenética conductual.
Así como la magia y las terapias psicodramáticas afirman que para curar a
una persona es preciso revisar su árbol genealógico, la genética actual
comienza a abrirse paso en un nuevo campo que podría hacer que las
“maldiciones familiares” sean cosa del pasado.